Al filo de la verdad



Francisco Luis Velasco Pardo









© Al filo de la verdad

Primera edición: julio 2018

ISBN ebook: 978-84-17564-27-8

© del texto:

Francisco Luis Velasco Pardo

© de esta edición: 2018

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A la memoria de mi abuelo

Juan Velasco Ródenas,

la mejor persona que he conocido jamás.

PRÓLOGO

Esta es una de esas novelas que cuenta una historia ficticia, o por lo menos, esa era la idea original. Una historia que ocurre en España una mañana a comienzos de marzo de 2016. Lo más importante es que todos los acontecimientos, hechos o deducciones descritos en este libro podrían haber sido ciertos; no obstante, al final corresponderá al lector la labor de sacar sus propias conclusiones.

Por esos días, la situación que se respiraba en las calles era de aparente calma tensa. La razón era obvia: España continuaba siendo objetivo del terrorismo. No en vano, el sentimiento de miedo, rabia e impotencia experimentado tras la masacre del 11-M de 2004 en la estación de Atocha se hizo más patente, visceral e ínsito cuando fuimos conscientes de la identidad del nuevo agresor: el yihadismo, una de las ramas más violentas del islamismo. Un grupo muy bien organizado que constituía una realidad tan indiscutible como la propia muerte, destructora, abrumadora, devoradora de nuestra idea de bienestar, de justicia, de paz, que actuaba movido por unos pensamientos, sentimientos y motivos que nadie llegaba o quería comprender, y que utilizaba las armas para asesinar a inocentes en nombre de la yihad, o «guerra santa», y de Alá.

Los rumores apuntaban a que los campos de batalla islamistas eran cada vez más numerosos, al tiempo que la amenaza se representaba de una forma más difusa y por ello, más difícil de contrarrestar. Posiblemente el lector se pregunte por qué, sin tener nada de erudito, ni de experto o especialista, me atrevería a decir que la razón fundamental la tuvo el surgimiento de una serie de grupos autoconstituidos de manera libre, bien organizados y basados en una ideología común. Asimismo, lobos solitarios, es decir, individuos que perpetraban actos terroristas de forma independiente. Jóvenes impresionables, en su mayoría, que viajaban a Oriente Medio para ser adiestrados por grupos extremistas islámicos, los mismos que regresaban posteriormente a sus países de origen mucho más radicalizados y dispuestos a perpetrar ataques en solitario.

Fueron estos grupos los que provocaron la masacre de París en el año 2015. El atentado contra Charlie Hebdo, un semanario satírico francés. Un tiroteo llevado a cabo por tres hombres vestidos de negro, encapuchados y armados con el famoso fusil automático AK-47 que entraban en las oficinas de dicho semanario asesinando a doce personas e hiriendo a otras once, que se debatieron entre la vida y la muerte. Y los ataques terroristas cometidos en el suburbio de Saint-Denis, en su mayoría obra de atacantes suicidas, en los que murieron ciento treinta y siete personas y otras cuatrocientas quince resultaron heridas.

Tras los atentados de Francia y, dentro de este contexto de agitación y calma tensa, se sucedieron varios atentados más en toda Europa. El más importante se produjo en Bruselas, en el aeropuerto de Zaventem a finales de ese mismo mes de marzo; uno de los enclaves más protegidos por las fuerzas de seguridad belgas.

El terrorismo islamista atacaba de nuevo en pleno corazón de la Unión Europea mientras la cifra de fallecidos por ataques vinculados al Estado Islámico (ISIS) en Europa, seguía aumentado. Así pues, no era necesaria una intuición demasiado brillante para tener la certeza de que ascendía, a la par que lo hacía la terrible sensación de impotencia y desesperación. Resultaba imposible no «leer entre líneas», forjarse una idea muy clara de lo que vendría a continuación, u olvidarse del recuerdo de los atentados de París y que estos volvieran a estar muy presentes en la mente de todos, como si una máquina del tiempo nos transportara una y otra vez hasta aquel fatídico día.

Así las cosas, el sentimentalismo barato y la distorsión de la opinión pública hizo que el discurso islamófobo continuara avanzando y convenciendo cada vez a más ciudadanos a su paso. Esas ideas podían ser ciertas, equivocadas o exageradas, pero no cabe duda que calaron hondo y dieron paso, en muchos casos, a unos prejuicios que no pasaban inadvertidos, pareciendo que reflejaban, más bien, el sentimiento de todos.

Dejando de lado esas conclusiones y sentimientos personales, lo cierto fue que tras lo de Madrid, París, Londres y ahora Bruselas, con sus respectivos escenarios de pesadilla inimaginables que nos tocó vivir, por mucho que en ese día, en esas horas y circunstancias no fuéramos testigos directos, nos dejó lo suficientemente exhaustos, mucho más de lo que hubiéramos deseado, como para temernos lo peor.

La amenaza islamista resurgía de entre sus cenizas en el peor momento, convirtiendo las principales ciudades europeas en objetivos del terrorismo yihadista, formando un conglomerado desastroso junto a la recesión económica y la aguda crisis de refugiados. Los países europeos reforzaban a marchas forzadas sus medidas de seguridad: aeropuertos, estaciones de tren, edificios e instituciones públicas. Los líderes políticos hablaban abiertamente de una Europa «en guerra». Con ese panorama, un atentado en España era más que previsible…

Capítulo 1

El hombre se detuvo un instante y, entornando los ojos, miró el reloj de una farmacia cercana: las siete y treinta minutos. A esa hora del día el aire todavía circulaba fresco y salado. Caminaba despacio por una paralela al paseo marítimo, tranquilo, sin llamar la atención. Llevaba puesta una chaqueta de color gris oscuro, un gorro de lana negro y unas zapatillas deportivas de color blanco. El gorro tenía estampada una marca comercial muy conocida, aunque probablemente se tratara de una simplona imitación adquirida en alguno de los puestos callejeros de la ciudad. Lo llevaba hundido en la cabeza y la chaqueta abotonada hasta arriba.

Sus pasos eran apenas audibles, no solo por el calzado sino porque aquella mañana de lunes nadie prestaba atención a nada ni a nadie. El hombre, sudoroso, avanzaba un tanto encorvado. De su espalda colgaba una vieja mochila de grandes dimensiones que parecía contener algo pesado en su interior. Se acomodó la mochila y siguió avanzando.

Los pocos transeúntes que caminaban por las inmediaciones del café Sirvent lo hacían a paso lento, sin prisas. A su alrededor, todo estaba envuelto en un extraño silencio. El único sonido apreciable era el de los cabos golpeando los mástiles de los veleros amarrados en el Real Club Náutico de Torrevieja, interrumpido por el de algún vehículo que avanzaba en dirección sur.

Una neblina ligera anunciaba de nuevo una jornada tórrida. De hecho, ese mes de marzo estaba siendo uno de los más calurosos de los últimos años. El inmenso mar mediterráneo, azul, brillante, tranquilo, recortado por la tenue silueta brumosa de la mañana, se mecía cauteloso en la playa mientras un grupo de jubilados de cara arrugada, caminaba o hacía sus ejercicios matutinos.

El hombre, impasible, continuó caminando calle arriba, sin apresurarse ni entretenerse. Solo girando los ojos para fijarse en la fina película de humedad que brillaba sobre los techos planos de los vehículos aparcados en la acera.

Estaba cerca de su destino, pero no lo suficiente. Escrutó el horizonte. No vio nada. Tan solo una hormigonera emplazada en mitad de la acera. Así era. Las obras de reacondicionamiento de la calzada que se estaban llevando a cabo en la zona por donde transitaba, convertían la simple labor de caminar en todo un desafío. Sortear montones de arena y cemento o baldosas a medio poner, se había convertido en una práctica habitual entre los viandantes. Había obras en toda la ciudad.

En el interior del café, la calidez de la estancia y el aroma a café recién molido daban la bienvenida a varios clientes que desayunaban o leían el periódico en ese momento, preparándose para afrontar un nuevo día, una nueva semana.

Avanzó unos metros más. Seguidamente, volvió a detenerse en una de las perpendiculares al paseo marítimo, en cuya esquina se ubicaba una entidad bancaria. A partir de ahí, tan solo le quedaba otra paralela para alcanzar la altura del café Sirvent.

El casco antiguo por donde transitaba era un entramado de calles plagado de comercios y tiendas de souvenirs. Todas cerradas a esa hora. A la izquierda, estaba el viejo edificio de correos. A la derecha, la oficina de inmigración. No había tráfico. Se detuvo de nuevo y se acercó el puño para consultar su reloj.

«Las siete y cuarenta. Tranquilo», pensó.

Las calles eran anchas y dejaban mucha distancia entre los bloques de edificios, algo inusual tratándose del centro de una vieja ciudad. Sin embargo, aquella moderna concepción urbana fue adaptada tras los terremotos sufridos por la ciudad entre 1828 y 1829, que dejaron decenas de víctimas mortales.

Caminó unos cuarenta metros más hasta alcanzar la siguiente perpendicular. Después, giró a la derecha y continuó en dirección al paseo marítimo. En ese momento aligeró el paso, como si llegara tarde a alguna parte. La zona estaba plagada de obras y caminar resuelto no era la mejor idea, pues el antiguo camino se había convertido en un serpenteante sendero plagado de peligros. Más adelante, un andamio emplazado en el portal de un edifico en construcción bloqueaba parte de la acera. Su destino se encontraba unos metros más allá.

El hombre decidió no sortear el obstáculo que tenía enfrente y cruzó la calle situándose en la acera opuesta. Al llegar a la esquina donde estaba el café aminoró la marcha y giró a la izquierda en el paseo marítimo. Miró en derredor. Nadie cerca. Ningún testigo que lo pudiera reconocer. Lo que se imaginaba. Había transitado por ese mismo lugar y a esa misma hora varios días antes y sabía lo que esperar.

El café Sirvent fue inaugurado en el año 1915. Enfrentado al mar, ofrecía una magnífica vista al paseo marítimo. Su fachada era de un color blanco ocre y lucía unas enormes cristaleras todavía adornadas con carteles publicitarios de su recién festejado centenario. La fachada estaba flanqueada por varias columnas de estilo corintio que le otorgaban un estilo bastante distinguido. El interior, remodelado diez años atrás, lucía una decoración suntuosa y recargada, fiel al estilo original de sus inicios.

El establecimiento ofrecía a sus clientes unos extraordinarios productos y un esmerado servicio, por lo que se convirtió rápidamente en el café más visitado de la ciudad. De hecho, con los años se había convertido en un lugar de parada obligatoria para los miles de turistas que la visitaban.

El hombre continuó caminando y pasó de largo la puerta principal del café. Detuvo brevemente su marcha mientras echaba un vistazo al interior. Vio a tres personas sentadas a sus mesas. Él ya lo sabía. Por eso estaba ahí. No repararon en su presencia. Se trataba de un local muy concurrido y frecuentado de esa ciudad costera. Aunque en aquel momento permanecía tranquilo. Nadie en su sano juicio se hubiera imaginado lo que pasaría a continuación.

Siguió hasta alcanzar el portal del edificio colindante y se refugió en un rincón de espaldas al paseo. Se quitó la pesada mochila, la dejó en el suelo y empezó a abrirla con cuidado. Mientras lo hacía, oyó el familiar sonido metálico que producían los dientes de la cremallera al abrirse. No había ningún otro sonido en el ambiente. Ni siquiera del interior del café. Ni un alma en los alrededores. Permaneció inmóvil junto a la mochila mirando sus pies. Calzaba unas viejas zapatillas deportivas, sin marca conocida. El calzado adecuado para emprender la huida de aquel lugar a toda velocidad.

Nervioso, introdujo la mano en el interior de la mochila, como queriendo comprobar su contenido. Después, emitió un voluptuoso suspiro de alivio. Miró alrededor. El mismo lugar que en unas horas estaría a reventar seguía en calma. El hombre se quedó agachado, en cuclillas, inmóvil unos segundos más. No necesitaba volver a comprobar la hora. Volvió a otear el horizonte en busca de personas que fueran hacia su posición. No vio ninguna. Se sintió relajado.

A unos ciento cincuenta metros del café el paseo marítimo giraba a la derecha, más allá, la carretera que discurría paralela al mismo se enderezaba levemente. Al final del paseo comenzaba el puerto pesquero, cuyos muros se levantaban a una altura de unos tres metros sobre el nivel del mar. A esas horas apenas quedaban barcos o marineros en los muelles, todos faenaban en el mar. Tan solo aves revoloteando en las alturas. Las oficinas de la cofradía de pescadores, ubicadas en esa zona, permanecían cerradas.

Se inclinó y metió la mano por última vez en la mochila, esta vez para extraer su contenido, dejando un arma al descubierto. Se trataba de un Kaláshnikov AK-47. Un fusil de asalto soviético del calibre 7,62 x 39 mm con culata fija de madera y un cargador para treinta cartuchos. El fusil empleado por los terroristas de todo el mundo. Una de las armas utilizadas para perpetrar la masacre y los atentados acaecidos en París en noviembre del año pasado. Estaba seguro que le serviría para la ocasión.

Dobló la mochila cuidadosamente y la introdujo en el bolsillo interior de su chaqueta. Se puso de pie, empuñó el arma y la llevó consigo. Caminó hasta la puerta principal del café. Justo al pasar entre las primeras columnas volvió a echar un vistazo al interior. Apoyó con fuerza el arma contra su hombro derecho. Permaneció inmóvil unos instantes. Acto seguido, le propinó una patada a la puerta que se abrió de par en par.

Avanzó lentamente hacia el interior del café, volviendo la cabeza a derecha y a izquierda, hasta asegurarse de que los tres clientes que había visto desde la calle seguían sentados a sus mesas. Debía de haber unos ocho metros de distancia entre el hombre del fusil y el cliente más alejado del café, pero le pareció una distancia mucho mayor.

La estancia estaba repleta de finas mesas de madera de nogal rodeadas de sillas a juego. Unas elegantes lámparas de araña colgaban del techo. La zona para los clientes estaba delimitada por una columnata ornamental elaborada en madera de cerezo, detrás de la cual se extendía la barra: una especie de línea de demarcación que parecía delimitar la zona de disparo.

El primer cliente, un hombre de media edad vestido de traje, estaba sentado en el centro del local, a unos dos metros de distancia. Durante los días previos al ataque, el hombre del fusil había pasado horas practicando los pasos a seguir, con el fin de evitar riesgos de última hora, o que algún testigo pudiera identificarlo. Ahora, solo tenía que cubrir los dos metros escasos que lo separaban de su primera víctima. Bajó la vista y lo miró fijamente a los ojos. Después, se agachó levemente, adoptando una postura que le permitiera sostener el equilibrio con mayor seguridad. Le apuntó con su rifle al pecho. Seguidamente, disparó sobre él.

El primer disparo sonó como un libro al caer. Una luz cegadora. El hombre del traje sintió la humedad en su pecho. No era sudor, la sangre le brotaba a borbotones por el lugar por donde había entrado la bala. El asesino respiró hondo y disparó por segunda vez. Un nuevo fogonazo. La bala impactó a unos tres centímetros de la otra. Su cuerpo se inclinó bruscamente hacia atrás. El tercer disparo fue a parar a la cabeza. El hombre se desplomó sobre la mesa y más tarde cayó al suelo: como una marioneta a la que le habían cortado los hilos. El negro líquido de su taza de café se esparció por el suelo.

Mientras su primera víctima moría, el asesino se sintió reconfortado: como si el trabajo que lo había llevado hasta allí esa mañana estuviera cumplido. No obstante, todavía le quedaba algo por hacer.

Avanzó lentamente hacia el segundo cliente del café. Una mujer de unos cuarenta y cinco años de edad. Permanecía inmóvil. Perpleja por lo que acababa de ocurrir e inmovilizada por el miedo. La mujer cerró los ojos, aunque la imagen de aquel hombre que le apuntaba con el arma permanecía grabada a fuego en sus retinas. No pudo ni siquiera implorar por su vida. El hombre del fusil giró el selector de tiro del arma y la pasó a modo automático. Acto seguido, descargó una ráfaga de disparos que impactaron contra su cuerpo, produciéndole la muerte al instante.

El tercer cliente, una muchacha joven, estaba sentada frente a una de las cristaleras laterales del café. Acertó a esconderse debajo de la mesa. Sin embargo, no fue suficiente: el hombre apretó el gatillo, y lo continuó haciendo, descargando dos ráfagas contra la joven. Al momento yacía en el suelo sin vida.

Tras los disparos, el mayor de los silencios se hizo dueño del local. Esa tormenta de fuego y muerte dejó un sordo silencio tan solo roto por los torpes movimientos de quien que se escondía detrás de la barra. Se trataba del dueño del café, un hombre de unos sesenta y cinco años. El asesino cubrió la distancia que lo separaba de la barra y se situó en el lateral de la misma. Al asomar la cabeza pudo distinguir el cuerpo de la que sería su cuarta víctima. Estaba de rodillas, agachado, con los codos tocando el suelo y las manos sobre la cabeza. Agazapado junto a un surtidor de cerveza alemana de la marca Diebels.

Disparó contra él, sin embargo, solo acertó a darle en un pie en un primer momento. El dueño del café se separó de la barra unos centímetros, arrastrándose hacia atrás, mientras sangraba abundantemente y rogaba por su vida. Fue en vano. Corrió la misma suerte. El asesino mantuvo la calma, inspiró hondo y apretó el gatillo nuevamente: una última ráfaga que acabó con su vida al instante.

El hombre alcanzó la entrada del local, sacó la mochila, la puso en el suelo e introdujo el fusil en su interior. A continuación, se la colgó de los hombros. Se detuvo un instante y escuchó gritos en la calle. Asomó la cabeza por la puerta y miró en derredor. Solo acertó a ver a un par de transeúntes que corrían despavoridos por el paseo. Esperó unos segundos más antes de comenzar la huida. Mantuvo la calma y espiró hondo. Giró la cabeza hacia atrás y echó un vistazo al interior del local. La escena era desoladora: tres cuerpos inertes con sus ropas manchadas de sangre yacían en el suelo delante de sus narices.

«Y otro más detrás de la barra», pensó.

El olor a pólvora quemada inundaba el ambiente. Le pitaban los oídos. Sin embargo, aquella terrible sensación lo reconfortó. Por un siniestro motivo, todo aquello lo complacía. Los cuerpos permanecían inmóviles: ningún movimiento significaba que su trabajo estaba bien hecho. El objetivo estaba cumplido.

Durante unos segundos no hubo reacción por parte de nadie. Después estalló el caos, el pánico y la confusión. Varias personas en la lejanía apuntaban con sus manos hacia el lugar de la masacre: como queriendo indicar de dónde provenía el estruendo y los disparos que habían escuchado segundos atrás. La gente salía ahora de sus casas y caminaba asustada hacia el paseo, apiñándose en grupos.

De repente, la sirena de la policía se escuchó con claridad. Un coche patrulla se dirigía a toda velocidad hacia el lugar de los hechos. El flujo de personas aumentó. Un tremendo alboroto. ¿Qué ha ocurrido? ¿Disparos? Sí. Aquello les provocó sorpresa y miedo. Entre la multitud se alzaron gritos de lamento. El desconcierto se apoderó de todos ellos.

El hombre de la mochila se movió con rapidez y emprendió la huida de la escena del crimen. A lo lejos escuchaba los gritos de la gente presa del pánico y la sirena de la policía cada vez más cercana. Corrió tanto como pudo, tropezando en varios socavones de la acera en construcción. Sin apenas aliento, alcanzó la paralela al paseo marítimo por la que minutos antes caminaba tranquilo; sin embargo, ahora era distinto: había matado a cuatro inocentes y no quería que lo atraparan.

«Tranquilo», pensó.

Respiró hondo para calmarse. Giró la calle. Tenía la sensación de que se le iban formando úlceras en el estómago a medida que observaba cómo los curiosos se asomaban por los balcones y las ventanas de los pisos cercanos. No parecía que hubieran reparado en él. No vio a nadie delante de él por la calle por la que transitaba. Se calmó y continuó caminando en dirección sur.

Al girar la vista hacia atrás, observó cómo varias personas avanzaban hacia su posición, gritando y levantando los brazos. En ese instante tropezó con una baldosa de la acera inacabada y perdió una de las zapatillas deportivas que calzaba. Quedó incrustada en un rebaje de la acera. Sacarla de ahí suponía perder un preciado tiempo.

«Maldición», pensó. «No hay tiempo».

No pudo recogerla, el sonido de los disparos había provocado un gran alboroto. Cundía el pánico y el bullicio de la gente era cada vez mayor y más cercano. El hombre no esperó, sino que apretó el paso. Los pulmones le ardían. Y el hecho de que la sirena de la policía se escuchara cada vez con mayor nitidez no ayudaba. La patrulla debía de estar en esos momentos a las puertas del café.

El hombre metió las manos en los bolsillos, agachó la cabeza y siguió caminando. Se detuvo un instante al llegar a la siguiente intersección y escuchó de nuevo los gritos de la gente, esta vez más lejanos. Siguió avanzando en sentido contrario al que había llevado, pero más rápido que antes, intentando mantener el control sobre una acera a medio terminar. Pisando montones de arena que llenaron de polvo sus pies, uno de ellos descalzo.

Al final alcanzó la calle donde había estacionado su coche. Descolgó la mochila de la espalda y la introdujo en el maletero. A continuación, abrió la puerta del conductor y entró, luego la cerró. Encendió el motor y miró en derredor. Nadie en los alrededores. Abrió la guantera, sacó unas gafas de sol y se las puso. Salió con cuidado y se dirigió hacia la parte oeste de la ciudad, en dirección a la autovía. Era una buena idea. Cruzó sin más problemas las calles adyacentes al café, girando a la izquierda y a la derecha en un par de ocasiones para comprobar si alguien lo seguía. No fue así. Las sirenas de la policía eran casi inapreciables y las que podía escuchar se dirigían en sentido contrario al suyo. Se ajustó las gafas de sol y se incorporó a la autovía. Sonrió de pronto.

«Lo he conseguido», pensó.

Era de esperar que los medios de comunicación reaccionaran al momento. Torrevieja estaba considerada como uno de los destinos turísticos más importantes de Europa. De hecho, ya había sido objeto de un atentado terrorista en el año 2001, obra de la banda terrorista ETA. La ciudad se veía de nuevo atacada.

—¿Todos? ¿Muertos? —preguntó Rafael Solano, corresponsal de la cadena EFE.

El sonido de las sirenas de los coches patrulla acallaron sus palabras.

—Varias víctimas y un solo atacante, según parece —le contestó una voz al otro lado de la línea.

—¿Aquí en Torrevieja?

Un escalofrío le recorrió la espalda al imaginar que un terrorista andaba suelto por la ciudad. La llamada lo cogió completamente desprevenido. Vivía en la ciudad con su mujer e hijos y, de pronto, aquello le causó horror y miedo. Pero sabía distinguir una oportunidad en cuanto la veía. Así pues, tenía que cubrir la noticia cuanto antes y preparar un reportaje. Las primeras palabras que le vinieron a la mente fueron «atentado islamista en España». Puramente instintivo, aunque un gran titular al fin y al cabo. Parecía ser la frase exacta para lo sucedido.

Bajó a la calle y subió a su coche. Antes de llamar por teléfono al jefe de los servicios informativos, ya había escrito media noticia y se había encargado de que dos reporteros locales visitaran de inmediato el lugar de los hechos. Les pidió que sacaran fotografías y que entrevistaran a los posibles testigos y a la policía. La noticia estaría preparada en media hora, solo le quedaba contrastar la información y enviarla al resto de medios de comunicación de ámbito nacional e internacional.

Sobre las ocho treinta horas de la mañana, el café Sirvent se encontraba rodeado por una multitud de policías, ambulancias y bomberos con las luces encendidas y las sirenas sonando. Los cuerpos de seguridad acordonaron la zona y se desplegaron por el lugar de la masacre y sus inmediaciones. Acudieron todos los equipos disponibles.

Al principio todo era caos y confusión. La multitud de llamadas al 062 y 112 propiciaron que la centralita de la policía se colapsara en un par de ocasiones. Las primeras informaciones dejaban claro que se trataba de un terrible crimen, un asunto muy serio. La posibilidad de un atentado terrorista era más que probable. El mismo modus operandi que en los atentados de París. Exactamente el mismo. Un terrorista entraba en un café disparando a quemarropa contra los clientes que había en su interior. El mismo resultado que sus análogos en Francia, la muerte de inocentes, el caos y la confusión. Por lo que Julián Vargas, del Grupo de Acción Rápida de la Guardia Civil (GAR) tomó el mando.

Vargas se había curtido en la lucha antiterrorista como jefe de la 3ª compañía del GAR en Navarra. Allí durante veinte años, desarrolló una labor muy importante en la lucha contra la banda terrorista ETA. Unas experiencias que lo proveyeron de una piel muy dura. Su reputación era incuestionable y su hoja de servicios intachable. En aquellos momentos, se encontraba en comisión de servicio en la comandancia de la Guardia Civil de Alicante, donde se había constituido una Reserva Especializada del Mando de Operaciones que coordinaba las acciones del GAR en la zona del levante español.

De inmediato cogió su coche y se dirigió por la carretera nacional 332 en dirección sur, hacia Torrevieja. El tráfico a esas horas era denso por la carretera de la costa. Multitud de rotondas y vehículos obstaculizaban el paso haciendo muy complicada y lenta la conducción.

Todavía no lograba hacerse una idea mental de lo ocurrido. Estaba confundido por las vagas e inconcretas informaciones que le habían llegado desde Torrevieja, lo que le puso más nervioso todavía. Necesitaba conocer los detalles del atentado antes de llegar al lugar de los hechos, y coordinar la actuación con el resto de cuerpos de seguridad. Aun así, mantuvo la calma. Era un hombre experimentado en ese tipo de situaciones. Sostenía su teléfono móvil en la mano derecha mientras conducía, a la vez que escuchaba las informaciones que llegaban por radio.

—Señor, ya lo he localizado, le paso con el capitán de la Guardia Civil en Torrevieja —dijo la operadora.

—¿Es usted, capitán Ríos? —le preguntó Vargas.

—A sus órdenes mi comandante.

—¿Qué coño ha pasado, Ríos?

—Ha habido disparos en un conocido café de la ciudad y varios muertos hasta el momento —replicó Ríos en tono angustiado.

—¿Disparos? ¿Muertos? —preguntó Vargas sobrecogido—. ¿Quién ha disparado? ¿Y por qué?

—No lo sé señor. Todavía estamos recabando la información y coordinándonos con la policía local que fue la primera en llegar a la escena del crimen.

—¿La policía local dice? —preguntó.

—Sí señor, una patrulla transitaba sobre las siete cincuenta horas de la mañana por las inmediaciones del lugar de los hechos y fueron alertados por varios transeúntes que habían escuchado los disparos.

—De acuerdo Ríos, busque a esos policías locales y póngame en contacto con ellos inmediatamente —ordenó y colgó.

Preguntas. Numerosas preguntas rondaban por la mente de Vargas. Necesitaba conocer los detalles de lo que había sucedido y lo necesitaba cuanto antes. De lo contrario le sería muy difícil llevar a cabo la disposición de los operativos policiales en la zona, la recogida de pruebas y la detención de los posibles sospechosos. Seguía conduciendo por la carretera de la costa. Los escasos cincuenta kilómetros que separaban Alicante de Torrevieja se le estaban haciendo eternos. Durante varios minutos no obtuvo respuesta. Le parecieron horas. De repente su teléfono móvil comenzó a sonar. Vargas lo descolgó y pulsó el botón de manos libres. Al otro lado de la línea se escuchaban de fondo las sirenas de las ambulancias, de los coches patrulla y el rumor de gente.

«Llaman desde la escena del crimen», pensó.

—¿Quién es? —preguntó.

—Señor, soy el cabo Ignacio Queral —dijo—. De la policía local de Torrevieja. ¿Es usted el comandante Vargas?

—El mismo. ¿Qué sabe, cabo?

—Verá señor, mi compañero y yo patrullábamos en coche por la zona del paseo marítimo, a la altura del puerto pesquero. Serían las siete cincuenta horas de la mañana cuando vimos un grupo de civiles que hacían señas de forma alarmante. Nos acercamos de inmediato. Estaban nerviosos, muy alterados. Dijeron que habían escuchado disparos en las inmediaciones del café Sirvent —explicó el cabo.

—¿Oyeron ustedes los disparos? —preguntó Vargas.

—No señor, cuando llegamos ya habían cesado.

—¿Cuántas víctimas, cabo?

—Cuatro, señor.

«Joder», pensó Vargas.

—¿Algún superviviente?

—No señor, ninguno.

—¿Quiere usted decir que todas las personas que estaban en el café están muertas?

—Todas menos el asesino, señor —contestó el cabo.

Vargas sabía por su dilatada carrera que, en este tipo de atentados, era vital el testimonio de los testigos presenciales. Normalmente testigos directos que podían ser las propias víctimas heridas. El que no hubiera ningún herido o superviviente complicaba mucho la investigación.

—De acuerdo cabo, ¿qué víctimas hay?

—Como le he dicho antes señor. Cuatro muertos. Dos hombres y dos mujeres —contestó el cabo.

—Está bien cabo. Ha dicho usted que varias personas oyeron disparos. ¿Les han precisado cuántos fueron?

—Las personas con las que hemos hablado no han podido concretar el número exacto, señor, al parecer han sido muchos. Dijeron que habían oído tres o cuatro disparos al principio, seguidos de unas cuantas ráfagas de tiro —contestó el cabo.

Vargas se sorprendió.

—¿Ráfagas?

Hubo un momento de silencio. El cabo prosiguió:

—Sí, señor. Al parecer de un arma automática. Las ráfagas no fueron continuas, sino que hubo un intervalo de tiempo entre ellas.

«Podrían ser varios atacantes», pensó Vargas.

—¿Alguna información del atacante o atacantes, cabo?

—Verá, señor, dos testigos vieron cómo un individuo abandonaba a toda velocidad el lugar de los hechos, poco después de cesar los disparos. Al parecer solo.

—¿Quiere decir que ese individuo salía del café Sirvent?

—Sí, señor, los testigos han dado una breve descripción del sujeto; chaqueta de color gris oscuro, pantalones azules, zapatillas deportivas blancas y una mochila colgada a la espalda.

—Cabo, ese hombre podría estar todavía en la zona.

—Es posible, señor. Hay mucha confusión entre los vecinos, no se imagina como gritaban.

—¿Alguien ha visto hacia donde se dirigía?

—Giró por una perpendicular al paseo marítimo, en dirección a una calle trasera.

«Maldición, ya debe haber escapado», pensó Vargas.

—¿Está usted en el lugar de los hechos, cabo?

—A las puertas del café, señor. La Guardia Civil y un par de zetas de los nacionales están aquí. La prensa llegó hace rato, minutos después de que lo hiciéramos nosotros, y han estado grabando imágenes y entrevistando a posibles testigos —dijo el cabo.

«Mierda», pensó Vargas.

—Escúcheme cabo, no dé ningún tipo de información a la prensa. No se muevan de ahí hasta que yo llegue. Estoy a menos de diez minutos.

—De acuerdo, señor.

«Un café, un arma automática y cuatro muertos, esto es un atentado terrorista», pensó.

Desde el alto el fuego de la banda terrorista ETA en el año 2011, y tras los atentados y la masacre perpetrada en París por terroristas islámicos, el Grupo de Acción Rápida de la Guardia Civil (GAR) se había especializado en operaciones de seguimiento a fuentes de captación y reclutamiento de terroristas a través de internet. Una ciberguerra contra la labor propagandística del ISIS, en uno de los elementos que mejor controla la organización terrorista. La lucha contra estos elementos se realizaba mediante el seguimiento de una serie de individuos potencialmente peligrosos, que utilizaban las redes sociales tanto para captar como para integrarse en los grupos terroristas. Más tarde, eran adiestrados en el uso de armas y explosivos en diversos campos de entrenamiento en Siria e Irak.

Durante los meses previos a la masacre, diversas informaciones obtenidas por los Servicios Información de la Guardia Civil, alertaban de la presencia en Torrevieja de un «lobo solitario». Un individuo joven de nacionalidad marroquí que estaba en contacto con una de las redes de captación del ISIS. Los primeros informes no indicaban que este sujeto representara una amenaza importante. Se limitaban a sugerir la continuidad de un seguimiento y poco más. Para Vargas era evidente que los informes se equivocaban y que no se había sabido valorar la amenaza real de aquel individuo.

Vargas contactó de nuevo con el capitán Ríos, esta vez para concretarle los hechos y ponerlo sobre aviso:

—Ríos, escúcheme —dijo Vargas.

Hizo una pausa y continuó:

—Es muy probable que estemos en presencia de un ataque perpetrado por parte de islamistas. Al parecer han empleado armas automáticas para acabar con la vida de las cuatro personas que había dentro de ese café.

—Se trata de un local bastante conocido y visitado de la ciudad, señor —aclaró Ríos.

—Lo sé —afirmó Vargas—. Cualquier yihadista que se precie se moriría de ganas de hacer algo así en un lugar como ese. Es el mismo jodido modus operandi que el de los atentados de París. Se ha visto a un hombre solo emprender la huida del lugar de los hechos. Aunque tenemos una breve descripción del individuo en cuestión que puede que aún esté por la zona. He avisado a la científica y a todas las unidades disponibles para que acudan de inmediato. Deberá mantener un perímetro de seguridad en torno al café Sirvent de quinientos metros. Nadie puede entrar ni salir de la zona sin autorización. ¡Es una orden capitán!

—A sus órdenes mi comandante —dijo Ríos.

La policía científica no tardó en llegar al lugar de los hechos. Uno de ellos, el jefe de la unidad, salió del café y se situó frente a la puerta principal. Con sumo cuidado apoyó su hombro izquierdo en el marco de la puerta, en el que previamente habían intentado sin éxito encontrar huellas del atacante. El hombre recorrió con la mirada el interior del café: evaluando la situación y tratando de imaginar en su mente la sucesión de escenas que tan solo minutos atrás habían tenido lugar en ese lugar. Permaneció inmóvil y en silencio durante unos segundos. A continuación, volvió a entrar en el café. Cruzó la zona delimitada por la columnata en dirección a la barra. Desde ahí, podía divisar con mayor nitidez la desoladora imagen que tenía ante sus ojos.

En las inmediaciones, los curiosos dispersos volvían a sus casas, como si fueran un banco de sardinas huyendo de los atunes. Ahora que todo había pasado, una tensa normalidad se apoderó del ambiente.

Con un rugido estrepitoso Vargas se hizo paso con dificultad hasta que logró aparcar con su coche. Se paró a las puertas del café, bajó la ventanilla y dejó entrar la oleada de exaltación. Echó un vistazo y vio la que se le avecinaba. Distinguió al capitán Ríos junto a otros dos guardias civiles, y otros cuatro agentes más en la puerta del café, con chalecos antibalas, pasamontañas y armados con subfusiles HK MP5. Eran su comité de bienvenida. Rodeando la puerta del café había una cinta blanca y negra de balizamiento que decía «No pasar. Línea de Policía», con el logotipo impreso de la Policía Nacional. Extendió el brazo hasta la guantera, cogió su pistola y la guardó en su pistolera. Apagó el motor y se apeó del vehículo. Acto seguido se acercó hasta ellos.

Ríos lo miró mientras se acercaba. Cuando lo vio a su lado, sonrió internamente: aquella situación lo sobrepasaba y no era él el hombre adecuado para llevar el mando.

—Menos mal… —murmuró Ríos justo cuando Vargas se situaba a su lado.

—¿Qué tenemos, Ríos? —preguntó Vargas.

El capitán Ríos, empapado de sudor, tenía los ojos enrojecidos y una sombría expresión de preocupación en el rostro. Intentó respirar con normalidad, entre otras cosas para calmarse y evitar que le siguieran temblando las manos, pero una matanza de ese calibre producía ciertos efectos fisiológicos no deseados en su cuerpo.

Se apartaron del resto de los hombres. Durante los siguientes diez minutos el capitán Ríos trató de ponerlo al tanto de las novedades en la investigación. Le resumió a Vargas lo acontecido hasta ese momento. Vargas caviló al respecto y deslizó la mano hacia el frío acero del arma enfundada. Ríos contaba con que Vargas tomara el mando. En aquellos momentos, apenas podía articular una frase correctamente. Aunque lo cierto era que, tras la llegada de Vargas, una cierta normalidad se apoderó del ambiente. Una vez allí, todo dependía de él.

Vargas repasaba mentalmente lo que Ríos le iba contado y parpadeaba de vez en cuando en señal de asentimiento. Cuando terminaron de hablar, ordenó a sus hombres que registraran minuciosamente las inmediaciones del café, empezando por las viviendas cercanas. Los agentes empezaron a peinar la zona deseosos de cumplir con las órdenes del comandante; sabían que el tiempo corría en su contra. Registraron casa por casa, comercio, establecimiento o garaje. Lo registraron todo, rebuscando hasta en las papeleras situadas en las aceras en busca de pruebas del atacante o del arma homicida.

Los agentes tomaron declaración a una veintena de testigos que dijeron haber visto u oído algo. El comandante observaba atento los ojerosos rostros de sus hombres y como se afanaban en la búsqueda, mientras tanto, su móvil no paraba de sonar. Aunque no le prestó la menor atención en aquel momento.

De repente, le vinieron a la mente todos los casos de terrorismo que había presenciado durante los años que llevaba en servicio en el cuerpo. Sabía cosas que jamás revelaría: como aquel confidente que resultó ser uno de los cuatro terroristas islámicos que se inmolaron en el piso de Leganés, tras los atentados del once de marzo de 2004 en la estación de Atocha. Aquello le costó la vida a un miembro de los GEO (Grupo Especial de Operaciones) y once policías más resultaron heridos. Y otras, demasiado extrañas como para que alguien las creyese. Y, además, estaba el dichoso informe que alertaba de la presencia de un «lobo solitario» en la ciudad: una bomba de relojería que debía mantener en silencio por el momento. Aunque era consciente de que, tarde o temprano, le terminaría por estallar en la cara.

Los agentes no encontraron a nadie en las inmediaciones que se ajustara a la descripción del atacante. Sin embargo, varios testigos dijeron haber visto a un hombre caminando solo en dirección sur, por una de las paralelas al paseo marítimo. Lo vieron transitar por esa zona instantes después de que cesaran los disparos. Los testigos solo pudieron dar una descripción imprecisa del individuo.

La circulación avanzaba a paso de tortuga en las calles aledañas al lugar de los hechos. Más adelante, en las inmediaciones del café, no había tráfico alguno. Los agentes habían desviado la circulación con el objeto de peinar la zona sin mayores problemas. Transcurrieron treinta tensos minutos sin que hubiera noticias. De repente, el capitán Ríos se acercó corriendo hasta donde se encontraba Vargas.

—¡Mi comandante! —vociferó Ríos para captar su atención.

Al llegar se suponía que se trataría de algo importante. Pero no fue así.

—Señor —dijo.

Vargas dirigió la vista hacia Ríos con superioridad.

—¿Qué sucede, Ríos?

—Hemos encontrado algo en una calle cercana señor —dijo con una expresión de perplejidad que no requería palabras.

—Está bien, Ríos. ¿De qué se trata? —le preguntó Vargas.

—Verá, señor, varios testigos han indicado que el sujeto portaba zapatillas deportivas blancas.

—Sí, ¿y qué?

—Hemos encontrado una de ella, señor. Se trata de la zapatilla del pie izquierdo. Estaba enganchada en un socavón de la acera.

—No me diga… —espetó Vargas—. ¿Y tiene usted alguna idea de cómo ha podido ocurrir?

—Supongo que el sospechoso la debió perder mientras emprendía la huida y no tuvo tiempo de recogerla.

Vargas se quedó pensativo.

—Quiero esa zapatilla analizada por los del CSI en una hora —dijo Vargas.

Ríos lo miró con nerviosismo.

—Claro, señor.

—Por cierto, Ríos. Buen trabajo —dijo finalmente.

Ríos asintió.