Hijo del hierro

 

 

 

 

 

 

 

 

EDICIONES LABNAR

 

 

 

 

Título: Hijo del hierro

Autor: J.P. Naranjo

© J.P. Naranjo, 2018

© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2018.

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ISBN: 9788416366293

Código BIC: YFG 5AX

Primera Edición: Septiembre 2018

 

 

 

 

Nadie es libre del todo, pues siempre hay algo que nos somete, que nos oprime. Si no es un lugar, es una ideología o una persona, quizá un deseo. Hay sistemas, gobiernos y autoridades diseñados expresamente para hacer de nosotros seres dependientes y subyugados.

Pero existe una verdad por encima de todo eso que nos encadena aún más.

No hay nada más cierto que afirmar que somos esclavos de nosotros mismos.

 

 

 

 

 

Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen.

 

Víctor Hugo, Los miserables.

 

 

I

Hace demasiado calor. Siempre hace demasiado calor, incluso durante el invernu nuclear. No es que me moleste; lo odio con todas mis fuerzas. Llevo toda la vida sudando. Resulta asqueroso. Todo en este lugar es hediondo, desde la última salida de humos hasta el rincón más oscuro de mi catre. Rezuma pestilencia.

¿De verdad me salvaron para vivir el resto de mi vida entre este hedor?

Damon tiene la culpa. Él fue quien me condenó a las sombras, malviviendo de manera oculta entre hombres apestosos. Debieron delatarme cuando supieron de mi existencia a los siete ciclos. Pero nadie se arriesgó a que mi «salvador» le abriera la cabeza con una llave tan grande como su brazo. Aún le temen, aunque está un poco viejo. Además, mis quemaduras habrían hablado por sí solas; diecisiete ahora, una por cada ciclo de vida, lo que me recuerda que está al caer la dieciocho. Es difícil moverse por la fábrica sin toparse con alguna tubería que te abrasa la piel con solo rozarla, sobre todo de noche. Chivarse solo habría puesto al sector del hierro bajo la mirada de la emperatriz, y el castigo por ocultar a un crío que debería haber muerto nada más nacer supondría ejecutar a demasiadas personas. Todos hombres, por supuesto.

 

Tratado básico de convivencia y gobierno

Artículo Primero:

Al hombre, como individuo de género masculino, le son negados cualesquiera de los derechos civiles y parte de los derechos fundamentales, incluida su libertad, por la seguridad de todos.

Razón Uno-Primera:

La historia del ser humano recoge los hechos que motivan el presente artículo.

 

¡Maldito Damon! El juego le salió redondo.

Si no fuese por las noches…

Me gusta pensar que tengo el valor de acabar en cualquier momento con todo, de subir a la pasarela más alta y saltar al depósito más ardiente.

Me faltan pelotas y me sobran miedos.

Imagino que, si algún día reuniera el valor suficiente, la mayoría de los cerdos con los que vivo se alegrarían de perderme de vista. No causo mucha simpatía, aunque, a decir verdad, el hecho de que mi existencia ponga en riesgo a cualquiera de la fundición es un motivo bastante convincente para mantener las distancias conmigo. De todos modos, soy de pocos amigos. Gaius y Carpo me darían una paliza si supieran de mis ansias por dejar este mundo. Son de los pocos compañeros a los que no molesta mi presencia; los únicos que conocen mis secretos.

No es que sea la persona más reservada. De hecho, solo hay una cosa que ellos saben y los demás no. Ni si quiera Damon. Supongo que eso les convierte en mis amigos. Quizá, en hermanos. No es una idea descabellada. Nadie en este amasijo de hierros sabe si es hermano del de al lado. Nos separan de nuestra madre en cuanto nacemos y no volvemos a verla. Lo del padre es más misterioso si cabe…

Los emissarius son la casta de los hombres. En la comitia, a los diez ciclos de edad, los varones son sometidos a unas pruebas de aptitud, cuyos resultados marcarán el sector que deberán ocupar eficientemente en esta invariable sociedad dominada por mujeres.

 

Polis: Normas y Mandatos

Premisa Tercera:

Los hombres serán criados, desde su nacimiento, de manera independiente del resto de la sociedad, en kolegios hasta cumplir la edad de los diez ciclos, momento en que serán entregados a uno de los officiums designado previamente.

Subpremisa Tercera-Uno:

La designación de officium será llevada a cabo en la comitia, una prueba de aptitudes para el desempeño de obligaciones.

 

Me imagino el tipo de examen que realizan a los que ya destacan en la niñez por algo más que por su cerebro: pantalones abajo y la herramienta de un potro de tiro, emissarius. Son ellos, los sementales, los únicos en establecer contacto con ellas, y no del todo. La «semilla» la introduce la maia, la encargada de cada nacimiento. El hombre solo juega con su apéndice favorito durante un rato.

Siempre me he preguntado por la clase de resultados que meten a un chico en esta ratonera de vapor. Lo que me recuerda que debo reunirme con los jóvenes talentos recién llegados. Pobrecillos. Si supieran que les espera día tras día cargando carbón hasta sus quince ciclos, para después cambiar la tizne por el candente reflejo naranja del hierro fundido, más de uno se cortaría una mano por volver al kolegio. No les tengo lástima. Es algo de lo que yo nunca he disfrutado. Nací y me dieron mi primera sopa aquí dentro. No lo recuerdo, pero seguro que sabía tan repugnante como las de ahora. Ellos han gozado de un principio casi normal, o todo lo normal que puede ser algo en este imperio de féminas. Les han limpiado sus pobres culos hasta hace unos días, han jugueteado con sus compañeros, han comido caliente y han sido instruidos en el habla, las leyes y la historia.

«Historia», bah. Si una mujer convenciendo a un grupo de niños de lo peligroso que es el hombre, y de que con ellos todo es guerra y destrucción, es historia, el tío que prepara la plasta que Damon me trae para comer debería ser maestro de cocinas. Por eso me toca contarles los mismos relatos una y otra vez. La verdad de todo. Lo que realmente ocurrió.

Dejo la penumbra de mi habitación y vuelvo al nivel de la realidad. Me muevo rápido por el entramado de tubos que anhelan saborear mi piel. Los tengo marcados con una «X» roja, ahora ya negra del calor. No todos saben lo que significa la extraña marca. Mejor. Que aprendan como yo, a base de dolorosas ampollas.

Los depósitos se erigen hasta perderse en un techo de vapor que oculta las vigas reforzadas de la fábrica. Por supuesto, el encargado de aplicar el aislante que evita que se nos venga encima cualquier día soy yo. Es pegajoso y huele a rayos.

Las rejillas del suelo de los corredores son demasiado ruidosas. Aún no he encontrado alguna que no chirríe al pisarla. Algo que, por otro lado, ayuda a que nunca te pillen por sorpresa.

No camino, corro compartiendo mis prisas con el resto de la fundición mientras entono una melodía de metal contra metal a cada paso. Los sonidos se pierden en alguna parte de los hornos, donde el carbón se lamenta con pequeñas detonaciones al ser consumido por el fuego. En este sector, la temperatura se dispara. Aumento mi velocidad. Quiero alejarme del calor sofocante.

Aunque paso por aquí varias veces al día, no deja de sorprenderme la siniestra, o emotiva, según se mire, decoración de los hornos. Los nombres de cientos, quizá miles de hombres marcan la cubierta de metal que cubre las altas torres de ladrillos donde se funde el hierro con el fuego de mil infiernos. Todos ellos muertos. Todos ellos víctimas de este maldito imperio.

«¿Dónde está todo el mundo?».

No he tropezado con nadie. Es extraño.

Al cruzar frente al ventanal siento la brisa fría. Se acerca el invernu. Aunque todo es fresco fuera de la fábrica, el pasillo paralelo a la pared occidental es el lugar menos cálido y agobiante de este gigantesco asador. Suelo salir por aquí cuando escapo a la noche. Mi secreto. Mi parte favorita del día. Además, el suelo está soldado a la estructura y el silencio al pasar es perfecto para evitar a mis compañeros. También es la zona más oscura.

Sigo corriendo, aunque bajo el ritmo al ver al gordo de Brutus desbordando la única silla de la fábrica con sus pliegues de carne sudada. Al menos podría ponerse una camisa mientras duerme. La visión resulta muy desagradable.

«¿Dónde se habrán metido todos?».

Nunca me cuentan nada. Les odio.

Damon tiene la culpa. Gaius solía venir con rumores y chismes: que si este ha perdido la mano, que si aquel se ha tirado al otro… Desde que el viejo le dijo que no me incitara a participar tan abiertamente en la fábrica, no me entero de nada.

Tuerzo a la izquierda y bajo por las escaleras malditas. Absolutamente todos nos hemos caído por este desvencijado tramo de peldaños. Para mis escapadas me deslizo por la barandilla, por lo que pueda ocurrir. Solo quedan un par de corredores para llegar a la salida, si se puede llamar así. Es el lugar donde no hay nada, ni pared, ni puerta. Sería insoportable estar aquí dentro si el ardor y el bochorno no salieran por algún lado.

En el último callejón casi me agarro a una equis. ¡Imbécil! Me habría costado una semana de vendajes.

Me enfrento al atardecer rojizo cuando giro a la derecha.

Nadie. Ni un solo alma.

Entonces, lo escucho.

El sonido me entra por los oídos y hace que mi cuerpo expulse todo el calor que me abruma cada día. Pierdo la temperatura de todo mi ser y se me estremecen los músculos. Ni la flama de la fábrica puede darme calidez. Cada semana lo mismo desde que tengo uso de razón.

El ruido se esparce por cada calle de la ciudad despertando a los fantasmas que se ha llevado con él. Es el sonido del dolor, de la sangre. Aquí, en Matter, la muerte habla mediante una bocina de castigo.

La música fúnebre de nuestra sociedad. La que trae la muerte a los hombres.

Es la primera vez que van a ajusticiar a uno antes de anochecer. «Ajusticiar». Suena extraño cuando la única que no acude a la cita es la justicia. Eso les da igual. Como repiten en los inicios de cada congregación en la plateia, «las leyes se escriben con sangre». Y eso es lo que buscan hoy. Pero es extraño que lo hagan en este momento del día. Normalmente esperan a la cena, por si pueden ahorrarse el plato de los más afectados o débiles. El miserable de hoy debe de haberlas jodido en algo importante.

 

Libro de los justos

Norma Cuarta:

Se aprueba por mayoría simple la pena de muerte mediante ejecución pública para quebrantamientos muy graves de las presentes Normas.

 

Sé que debo ir como he hecho siempre. No me he perdido castigo alguno en los últimos seis ciclos. No por morbo o curiosidad, sino, más bien, por algún misterioso sentimiento de respeto. Si un hombre va a morir por incumplir las malditas normas que nos pisan el cuello, todos deberíamos acompañarle en sus últimos instantes de vida. Honor, lo llaman en algunos libros. Hermandad, en otros. Yo lo llamo lealtad y, por muy arriesgado que sea, no pienso perderme el último aliento del estúpido que está a punto de morir.

Estúpido, sí.

Verbero.

Imbécil.

No por infringir las leyes de las mujeres, sino por dejarse coger después de haberlo hecho.

Me aventuro entre las alargadas sombras que dejan los árboles más cercanos a la fundición. No es que me sirvan de mucho. El otonum ha hecho mella en sus ramas, que parecen huesudas manos gigantes preparadas para atacar. Espero que las aspidas se encuentren en la plaza. Lo último que necesito es toparme con dos mujeres más grandes que muchos hombres, entrenadas en el combate y armadas hasta los dientes. Para mí sería un golpe fatal. Para ellas, la sorpresa de sus vidas. No todos los días se ve a un errante caminando por las calles de la capital del imperio. No estar señalado como el resto es mi maldición.

Damon tiene la culpa. No quiere marcarme. Dice que ese detalle me hace libre. ¿Libre? La única libertad de la que dispongo es la de poder limpiarme el culo y no siempre encuentro con qué. No puedo dar un paso fuera de esa ruinosa fábrica sin tener que esconderme. Si llevara la marca imperial en la palma de la mano derecha, como todos, podría ir a comer del mismo modo que cualquiera de ellos. Pero no, debo amar mi libertad fantasma.

Después de dejar los árboles, cruzo para entrar en los callejones que separan las calles de las instalaciones externas de la ciudad. Ese es el lugar de la fundición, fuera de la sociedad de Matter, como los cultivos, las granjas y las ruinas del viejo imperio. En cierto modo, se agradece estar apartado de todo lo demás. Es el detalle que me da la poca libertad de la que dispone alguien que no debe existir.

La estrechez de los corredores es exagerada. En el pasaje que me interno, las paredes de los almacenes de material parecen ensancharse con cada paso. Está plagado de plantas y hierbas secas que me arañan las piernas. Debí cambiarme. Unos pantalones raídos y cortados a la altura de las rodillas no son la mejor opción para perderse por la ciudad. No ahora, a las puertas del invernu. Pero no tengo frío. El ardor del compañero que espera su final también me calienta.

Salgo de la zona de almacenes después de recorrer varias de esas callejuelas. Las piernas me escuecen. Subo al primer nivel de la ciudad apoyándome sobre el mástil de uno de los faroles que iluminan Matter por la noche. Aún están apagados, aunque no tardarán en pasar a encenderlos. A partir de este punto, cualquier movimiento puede colocarme junto al condenado que está siendo el centro de todas las miradas en este momento.

Subo a los tejados de los barracones de los agricultores, sin dejar de observar la torre de vigilancia que hay a unos cien pasos a mi derecha. Solo hay una de las aspidas. Su compañera querrá ser testigo del espectáculo bárbaro que está a punto de comenzar. Debo darme prisa o no veré más que a mis hermanos llevarse el cuerpo del «infractor». Miro hacia la derecha, donde se encuentra la cocina en la que nos alimentan como a cerdos. Desde aquí también puedo ver la fábrica de tejidos, los almacenes de comida y los talleres de los serviles en la siguiente calle de naves. Vuelvo al suelo bajando por un árbol en el lateral del barracón. Huele a estiércol. ¡Cerdos campesinos! No imagino cómo deben apestar los catres de ahí dentro.

Ahora toca mojarse los pies.

Aparto la trampilla del suelo y me interno en las tripas de la ciudad. Es fácil recorrer Matter y su escalonada estructura piramidal, que nos recuerda cada día cuál es el lugar de los hombres, si no te importa el olor a mierda de las cloacas. El recorrido pasa por las siguientes travesías de Matter, en las que se encuentran, sobre mi cabeza, el comedor de los hombres, una especie de sanatorio, la ludoteca de los emissarius para que mantengan su perfecto físico, un lavadero de ropa y de hombres, el cual no puedo utilizar, un salón de encuentros, el matadero de reses y los talleres de madera, cerámica y vidrio. Todo entre las calles circulares que rodean Ciudad Matter.

El frío subterráneo me tersa la piel. Me sumerjo en el canal que distribuye el agua por cada rincón de la polis. Casi me llega a la entrepierna y está helada, pero me alivia el picor de los arañazos. Sigo al ritmo que me permiten las piernas hundidas.

Después de lo que me parece una eternidad, giro para colocarme bajo una de las calles cercanas a la plaza. Oigo los tambores. Parecen emular los latidos de un corazón que, al igual que el hombre, callarán cuando se cumpla la sentencia. Por eso no me detengo, no hasta que pueda despedirme de él. Es algo que tenemos todos los hombres, las miradas. En ellas encerramos mensajes que no precisan de voz para ser comprendidas. Es lo que necesito hacer, mirar a ese esclavo y decirle «este infierno ya solo será un falso recuerdo para ti, hermano».

Otro sonido, diferente a la percusión de la justicia, rasga las paredes y arcos de estos sucios corredores y hace vibrar sus rocas. Nunca había oído nada igual, aunque si tuviera que compararlo con algo de este mundo lo haría con el ruido de los carros sobre el pavimento cuando cruzan sobre mí mientras estoy aquí abajo. Es temible, potente. Imagino a una serpiente gigante recorriendo las cloacas para cazarme. Maldita sea, voy a subir ya.

Salgo de las húmedas entrañas por el mismo lugar que he salido cientos de veces por las noches. Podría recorrer los canales con los ojos vendados y llegar a mi destino, como las criaturas de las historias de terror que contamos a los novatos. Eso soy yo, una criatura de la noche.

Levanto la rendija un palmo y analizo mi alrededor en busca de alguna señal que me haga volver a la oscuridad.

Despejado.

Salgo con el silencio entre los dientes y uso la tierra de uno de los jardines para secar mis agujereadas botas, al menos por fuera. Sería muy fácil delatarme por un simple rastro de huellas empapadas. Aunque he estado en esta zona en incontables ocasiones, no dejo de maravillarme con el lujo del lugar.

Las casas adosadas unas a otras forman un corrillo de calles que rodean el centro de la capital en anillos perfectos, casi arriba del todo de la pirámide social. Es increíble la diferencia entre ellas y nosotros. Todo pulcro. Todo esplendor. Entiendo que quieran conservar su estatus al precio que sea necesario. No lo pagan las matterax. Lo pagamos nosotros.

«¿Por qué barracones de chapa oxidada? ¿No se dan cuenta de que en invernu hace un frío que te parte los huesos y en veralium es una caja de metal al sol?».

Por supuesto que lo saben. Pero ellas duermen entre sábanas de satén, obsequio de los pueblos del oeste. El frío no penetra en las estructuras de madera de sus hermandades, ni tampoco el sol dilata las paredes haciéndolas rechinar de noche.

¡Malditas!

Malditas ellas y su forma de gobernar sobre nosotros.

Y ahí está de nuevo, la última llamada a la muerte para que salga de los infiernos y venga a recoger su próxima vida, ese sonido que me recuerda que no he venido hasta aquí para criticar el estilo de vida, sino a presenciar cómo hacen cumplir las normas.

Me cuelo entre dos viviendas para aprovechar las sombras de sus bloques. Las calles siguen en penumbra. La condena habrá retrasado el encendido de los faroles, algo que agradezco al arriesgarme a salir durante el ocaso.

Cruzo de un lado a otro las siguientes tres avenidas, más arriba de la cúspide de Matter. El asfalto de piedras me hace tropezar en la última y caigo en medio de la vía sin poder evitar un gemido. ¡Torpe!

Antes de levantarme oigo el acelerado paso de unas botas rozando el suelo. El golpeteo de metal con piedra le acompaña.

«Aspidas».

Me incorporo tan rápido como me permite la herida de la rodilla. Me he dejado parte de la piel en la calzada. ¡Eskoria! Eso es lo que soy, la impureza del metal al ser fundido. Me lanzo contra el lateral de una de las casas a modo de flecha sin preparar la caída. ¿Qué más me puede pasar, que me encuentren y me coloquen junto al infelix que va a morir? Pues bien, que lo hagan.

El miedo se manifiesta por todo mi cuerpo. No me importa morir, pero no a manos de estas… serpientes. No a su manera.

Asomo la cabeza lo justo para verlas acercarse a paso ligero hasta el lugar de mi traspiés. Usan un fosfito para alumbrar instantáneamente el área. Puedo verlas dudar bajo la luz de la llama al ver el pequeño rastro de mi sangre.

Estoy muerto.

De repente mi cuerpo se sensibiliza con todo a mi alrededor. El cuero de sus trajes de batalla plañe al estar tan ceñido por correas en el torso y azota la brisa preinvernual en su caída libre hasta las rodillas. La piel de las piernas les brilla por los laterales sin cubrir. Me falta el aliento con cada paso que dan al oír la hoja de acero de la dory cortar el aire, un arma diseñada para matar en la distancia. Por mucho poder que ostenten, y por muy grandes y fuertes que sean las aspidas, los hombres siguen siendo un peligro en un combate cuerpo a cuerpo. Con unos siete palmos de lanza de metal y su irrompible cuchilla del tamaño de un antebrazo, la dory ha sembrado de pesadillas las noches de miles de hombres a lo largo de estos cien años. Ahora es mi turno. El terror es mío.

Un simple arbusto de hojas marrones no será impedimento alguno para que me atraviesen la piel como si fuese de barro húmedo. Lo último que escucho, antes de cerrar los ojos y rendirme a mi destino por imbécil, es el gentío al otro lado de la casa que me oculta tras su negra sombra. Los latidos acelerados de mi pecho no me dejan oír más que el ritmo sordo que me arrastrará fuera de este mundo.

Espero.

Sigo esperando.

Me enfurezco. La demora me irrita.

¿Por qué no lo hacen de una vez? Les gusta hacernos sufrir.

Abro los ojos con miedo de ver la estocada final. Pero no hay nadie.

Tardo unos segundos en entender lo que ha ocurrido. El motivo atraviesa mis oídos sustituyendo el ritmo de mi corazón por otro tipo de percusión. Los tambores me han salvado.

La ejecución ha dado comienzo.

Me quedo inmóvil, entumecido. Debería estar muerto y, sin embargo, me encuentro encogido y meado hasta los tobillos. Sí, me he meado encima. Un modo muy normal de afrontar tu propia muerte. Es lo que quiero pensar, porque lo de kobharde suena demasiado ridículo. Si Gaius y Carpo me viesen ahora mismo, tendría que defender mi hombría a golpes. Por suerte, no están aquí. Por suerte, estoy vivo. Parece que, en realidad, no me apetece tanto morir.

Arranco a andar con más cuidado que en toda mi vida. La calidez de la orina se ha esfumado para dejarme las piernas húmedas y heladas. Esto va a apestar en unos instantes. Pero no puedo pensar en eso ahora, no mientras recorro los jardines que rodean la plateia. Es fácil ocultarse entre la vegetación medio podrida del otonum, sobre todo si nadie está pendiente de otra cosa que no sea la ceremonia de sangre.

Me aproximo entre la hierba y los matojos de los bancales que se alzan hasta la plaza. No me cuesta encontrar el árbol al que siempre he subido para ver las condenas. Es el único ejemplar marcado con una «D» distraída. Doréan. Ese soy yo. Este es mi árbol.

Mientras subo, veo a las aspidas responsables del olor de mis pantalones. Me invade el frío por un momento. Todo podría haber resultado muy diferente si no…

No quiero pensar en ello.

Allí están todos, sentados en el graderío que forma el suelo de la plaza, como de costumbre. El lugar que ocuparíamos si diésemos la vuelta a la pirámide de este mundo. Es fácil distinguir a los míos. No solo por ocupar el lugar que les corresponde en la plaza. Además, son los más desagradables y sucios de todos los presentes. Junto a ellos se encuentran los agricultores y ganaderos, al lado de estos los constructores, más allá los serviles y, cerrando el círculo, los perfectos emissarius, también conocidos como los onasímios, aunque nadie entendería mi referencia cultural. Estoy rodeado de cuerpos musculosos sin cerebro. Si no fuese por los libros…

La línea del frente está reservada a niños y jóvenes, para que sean leales testigos de lo que les ocurrirá si no acatan las leyes.

Demencial. Todo aquí es demencial.

Las matterax ocupan la circunferencia central, justo detrás del reo en una estructura escalonada de madera, para no perderse detalle alguno. Aprecio algo diferente en el acto de hoy, alguien de más entre ellas. Junto a la emperatriz, Mercuria, hay una muchacha joven. De cabellos pardos, diría desde esta posición. Debe de ser su nueva mascota, la próxima heredera del trono de Matter. Parece seria y distante, aunque no puedo asegurar nada desde aquí. Tampoco consigo distinguir al sujeto atado al mástil que marca el centro de esta locura. Le han desnudado por completo.

«Infracción sexual».

Como mujeres, no pierden la oportunidad de ver a un hombre sin ropa siempre que pueden. Aunque tengo que tragarme mis propias palabras si me fijo en algunas de las matterax. No parecen disfrutar. Más bien todo lo contrario. Si la vista no me falla, aun estando en una posición lejana, juraría que están tristes o asustadas. Solo las aspidas parecen sentirse cómodas esta vez.

La serpiente a cargo de la representación —no podía ser otra que Eudoxia— se levanta para saludar y dirigir unas palabras a sus siervos. Espero poder oír sus sabías palabras o no podré dormir esta noche. El cono que amplifica la voz no da mucho de sí, aunque hoy no sopla demasiado el aire. Hoy se debe oír su hiriente graznido.

—¡Ciudad de Matter! —su voz llega igual que un rayo en medio de la noche—. Nos hallamos frente al peor caso que se puede dar en nuestra civilización. La abominación hecha quebrantamiento de nuestro código de conducta, el Libro de los Justos. —Qué dulzura desprende esta pérfida siempre—. Nuestra matterax, Aséia, mantenía relaciones sexuales con el individuo 23623, conocido entre los suyos como Braqus —remarca su tono cuando nombra al hijo del hierro que va a condenar a muerte.

 

Libro de los justos

Norma Quincuagésima quinta:

Hechos, Posibilidades y Actitudes Penales

Hecho 21:

La relación entre mujer y hombre será estrictamente profesional.

Posibilidad Primera:

La comunicación entre ambos sexos estará debidamente motivada.

Posibilidad Segunda:

El contacto entre ambos sexos estará siempre supervisado por miembros del Gobierno y solo se llevará a cabo por motivos de inminente necesidad, causa sanitaria o cualquier otra circunstancia aprobada por el representante del Gobierno de mayor rango presente.

Actitud Primera:

Cualquier tipo de relación, verbal o física, de índole sexual o carnal, será penada con la muerte del incitador a manos de la mujer persuadida.

 

Braqus, uno de los brazos más fuertes de la fundición. Estúpido insaciable. ¿No le valía con nosotros? Su nombre es una leyenda entre los hombres. Tenemos un dicho: «No eres un hombre hasta que Braqus te coge». El infame recibía proposiciones de hombres de todos los officiums para retozar en cualquier rincón. Supongo que sus técnicas de placer llegaron a oídos de su última conquista. Una mujer. Jamás lo habría dicho. Es un tío enorme, adicto al sexo y el más atractivo de todos los de la fábrica. Pero el contacto con las mujeres está prohibido. Prohibido no, penado con la muerte. Nadie, salvo otra de ellas, puede tocar a una matterax. Esto traerá consecuencias a todos. Para empezar, seguro que aumentan la dosis de lo que sea que añadan a la comida para paliar el deseo. Claro que… hay hombres y hombres. Los efectos de esa mierda no son iguales para todos nosotros. O, al menos, eso parece.

Eudoxia, la hierarka de las aspidas y la mujer más despreciable de este lugar, no deja de hablar sobre la responsabilidad y el castigo para mantener un orden social, mientras su orgullosa emperatriz babea con cada palabra que vomita. «Sucia rata». Se empeña en hacernos ver que sin ellas todo sería un caos, que volveríamos a la época en la que el hombre ocupaba un lugar muy por encima de la mujer, un periodo de nuestra historia que fue devastado durante una guerra global provocada por las decisiones tomadas por nosotros, los hombres. Bla, bla, bla. ¿No se cansa de decir lo mismo una y otra vez? Somos hombres. Somos humanos. Y como tales, cometemos errores. ¿Acaso ellas han construido un mundo de paz? No digo que todas las mujeres sean monstruos controladores y despiadados… Hay un libro en mi estantería que habla sobre la gran guerra que tuvo lugar antes de la Guerra Global de Naciones. Fue prácticamente a escala mundial, aunque en una época en la que las armas no suponían un peligro para países enteros, al menos hasta el final del conflicto.

Pues, el causante de todo aquello fue un tal Fürher, ciudadano de un antiguo territorio de este imperio conocido como Alemania. El tipo era un genocida, un loco asesino de masas. ¿Pensaban los hombres y mujeres de entonces que todos en Alemania eran así? No lo creo.

Hoy en día ocurre lo mismo. Ellas están al poder, de una manera demasiado cruel, he de añadir, pero no todas son como las líderes de esta patraña. No todas son el Führer de esta edad que nos ha tocado vivir. Eso es lo que me gusta creer, que algún día puede que todo cambie.

Braqus no dice nada cuando le preguntan sobre su arrepentimiento. Una matterax abandona el graderío para rodearle y colocarse frente a él por orden de la hierarka.

—En nombre de todas las mujeres del imperio, Aséia llevará a cabo la ejecución tal y como dictan nuestras leyes. Solo así la lección quedará aprendida. Solo así quedará claro quién dicta las normas. El ejemplo correrá con la sangre. Han sido quince los horribles encuentros entre hombre y mujer. Serán quince los encuentros entre hombre y acero. Las leyes se escriben con sangre.

Y así acaba la vida de un hombre, con una frase de estricto cumplimiento para nosotros.

La mujer encargada de matar a su amante recibe el arma con el que aplicará «justicia» de manos de la líder de las aspidas, la mano derecha de la tirana Mercuria, quien ha desaparecido de su trono sin que me percate de ello. Tampoco está su nueva mascota. ¿Qué habrá ocurrido para que se pierda su espectáculo favorito?

La tal Aséia llora cuando se coloca frente a Braqus y apunta a su corazón con la dory. Había más que sexo entre ellos, incluso yo puedo apreciarlo desde tan lejos. Si lo que buscaban era desahogo o pasar un buen rato, ella no estaría llorando. Tampoco señalaría a su pecho con la punta de la hoja de la lanza. No quiere que sufra. Desea acabar con todo en el primer ensarte y ahorrarle al hombre catorce puñaladas más de dolor.

Braqus mira al cielo, casi nocturno ya. Está sereno, templado. Hasta que la mira a ella. Entonces se retuerce en sus ataduras. Grita, brama impotente y nos dedica unas últimas palabras:

—¡Tú, enano, estés donde estés, hazte un hombre libre y arrásalo todo con el fuego de tu piel! —su voz, igual de varonil que su aspecto, rompe el silencio fúnebre que reinaba en la plaza y casi me hace caer del árbol.

Solo unos pocos hemos entendido el mensaje de Braqus.

«Hombre libre: Doréan, mi nombre».

«El fuego de tu piel: mi marca de nacimiento, la llama de mi cuello».

Me acaba de decir que libere este mundo de la esclavitud de las mujeres. A mí, un pusilánime de diecisiete ciclos. ¿Qué habrá visto en mí que yo no haya apreciado? No se me ocurre qué pensar. No tengo a nadie con quien hablar, así que lo miro y me despido de él susurrando la promesa que los hombres nos hacemos ante la muerte:

—Que el fuego nos una algún día, hermano.

 

 

II

Sin darme cuenta, me encuentro recorriendo el camino de regreso. No recuerdo en qué momento he bajado del árbol y he comenzado a caminar entre la oscuridad. Espero no estar tan absorto, tan alejado de mi entorno, como para ponerme al descubierto. Ahora me es más difícil moverme sin ser visto. Han prendido los faroles y mi mente está distraída repasando cada palabra de Braqus. No dejo de pensar en tener que enfrentarme a su cadáver después de esa última voluntad.

¿Por qué me ha pedido algo así? Todos me conocen en la fundición y, después de esto, voy a tener que soportar las miradas de los demás, ansiosos por saber si el enorme herrero y yo le ocultábamos algún tipo de plan secreto al mundo. No quiero volver. El maldito ritual de incineración de cadáveres me da ganas de hacerlo todo añicos. Sobre todo el de hoy. Hay otras maneras de deshacerse de un cuerpo sin vida. ¿Por qué son nuestros hornos los encargados de borrar el rastro de un hombre? ¿No es suficiente tener que presenciar una muerte tras otra?

No, no y no.

También tenemos que encargarnos de él después del número de «el castigo purifica». Ojalá me encontrasen ahora las aspidas y acabasen con todo esto. Justo ahora, antes de colarme en las cloacas de esta sucia realidad.

No hablo en serio.

Por supuesto que no.

No podría perdonarme acabar como cualquiera de mis hermanos. Aunque no todos comparten la decisión de Damon sobre mantenerme con vida entre ellos, tampoco se han interpuesto. Así que, analizándolo de esta manera, le debo la vida a cada uno de los hijos del hierro. Sé que algunos no dudarían en delatarme si tuviesen la certeza de que no les ocurriría nada después de hacerlo, pero sigo vivo. Entre las sombras, sí, pero vivo. Sería una falta de respeto dejarme coger. Es como yo lo veo. Me da igual cómo lo vean los demás.

El agua está más fría ahora que el sol se ha ido. Camino por ella con la idea de dejarme llevar por la corriente sin importar a dónde vaya a parar, siempre que sea lejos de aquí. El lago que rodea la parte oriental de Matter se cuela por debajo de su gigantesco muro. Siempre me he preguntado qué habrá bajo aquellas aguas pantanosas. Pocos han intentado huir por allí, así que será imposible salir nadando de este mundo cruel. Aunque tampoco he nadado nunca. Lo más probable es que no sepa desenvolverme en el agua. Puedo escuchar cómo los hombres murmuran sobre las calles por encima de mí, de camino a sus respectivos sectores. Otra cosa que achacarle a Damon: poder dormir en un barracón. No tiene ni idea de lo que es tratar de descansar en un lugar donde el calor recorre cada palmo del metal que lo forma. Duermo, o trato de dormir, en un pequeño hueco de la fábrica, a metros bajo el suelo, donde la idea principal era que en invernu fuese cálido y en verálium fresco como la tierra. Nada de eso. Me cuezo en cualquier época del ciclo. Aunque, la verdad, tampoco estaría cómodo en el barracón, tumbado en medio de una estridente tormenta de ronquidos, no pudiendo dar un paso en medio de la noche sin que alguno me pillara despierto. Eso lo agradezco en mi pequeño refugio. Cuando acaba la jornada soy el amo y señor del metal. Solo tengo que evitar que el refuerzo de madrugada me descubra por los corredores. No es difícil pasar desapercibido entre la mirada somnolienta de cuatro hombres cansados por el calor de los hornos y anhelando un plácido sueño.

Debo tomar la decisión ahora mismo: ¿Vuelvo o me quedo interno en los intestinos de la ciudad? Estoy justo debajo de la trampilla de la calle.

No quiero volver.

Tampoco tengo a dónde ir. Sigo pensando en las palabras de Braqus. ¿Qué pensará Damon sobre ellas? ¿Me mirarán los demás de manera diferente ahora? Quizás piensen que puedo ser algún tipo de héroe, como los personajes de esas novelas que Damon me consigue durante su contacto con los rebeldes de fuera. Me encantan las historias que narran la lucha contra un sistema despiadado, o esas de aventuras en edades muy diferentes a esta, mundos imposibles…

«Sigue soñando, Doréan».

Jamás saldré de este lugar. Esos libros son una bendición y una condena al mismo tiempo. Aunque ayudan a que mis sueños no estén infestados de la vida que me ha tocado vivir, no puedo dejar de pensar que solo son eso, libros. Ficción. Mentiras. Algo con lo que entretenerse pero que no se acerca, ni por asomo, a la verdad que nos rodea. ¡Stierkore! Tengo que volver.

Subo, observo por una rendija y me aseguro de que a mi alrededor no hay nada que pueda delatar mi presencia. Solo entones me adentro en los callejones, atravesando las vías circulares que dan forma a Ciudad Matter. Piso con precaución. No quiero volver a complicarlo todo en medio de la calle. Me cuelo entre los contenedores de ropa que las «muy amables» mujeres dejan entre los barracones para que tengamos con qué cambiarnos de vez en cuando. No dejan de ser trapos con remiendos. ¡Gracias, serviles!

Escalo el árbol para subir al techo de la nave y camino sobre uno de los travesaños para que la chapa no se hunda bajo mi peso. Aun así, suena un poco. Desciendo a mi lugar, a los pies de la sociedad de mujeres, bajo su yugo. Si alguno de los agricultores ha vuelto podría cagarse encima por el estruendo de mi marcha sobre la lámina, y ya huele bastante mal ahí dentro. Desde aquí arriba puedo ver a las aspidas controlando el regreso de los hombres. Punto a mi favor.

Espero llegar antes que Damon. No me gustaría tener que escuchar otra de sus charlas sobre el peligro de salir de la fundición y, siendo sincero, es algo que hoy he experimentado en mi propia piel, además de en mis pantalones. El olor a letrina debe desaparecer antes de que me encuentre.

Me dejo caer sobre el suelo arriesgándome a una torcedura de tobillo. Veo el rebaño de mis compañeros dirigirse a la fábrica. Tengo que darme prisa.

Paso entre las sombras como una brisa de viento. De viento fétido. El sudor hace que se me pegue la ropa y la peste aumenta. Doy asco. Sigo sin vacilar, saltando de penumbra en penumbra. Juego al escondite con los árboles. Me trae recuerdos. Cuando era pequeño, Damon pasaba casi todas las tardes conmigo. Jugábamos entre lecciones de escritura y lectura. Mi pasatiempo favorito: esconderme. Él se daba la vuelta mientras yo buscaba el mejor lugar de los sótanos donde ocultarme un rato. Sabía que se hacía el torpe para dejarme disfrutar de mi orgullo de niño al haber elegido un sitio tan difícil de encontrar, pero ¡qué más da! Me lo pasaba genial. ¿Por qué tienen que cambiar tanto las cosas?

Me encuentro entre dos árboles a escasos pasos de la industria del calor. Igual que los míos, quienes están a punto de entrar. No se me ocurre otra cosa que bajarme los pantalones y hacerles ver que vengo de las letrinas. Están justo a mi lado. Debería funcionar. Así que salgo de mi escondite y me acerco a ellos abrochándome el pantalón. Aprovecho y me acomodo el bulto desde fuera, un gesto de hombre. Eso debe despejar cualquier duda.

—Vaya, vaya, el errante de la llama. ¿De dónde vienes? —El comentario de Crixus me hace tensar los músculos. Todo sobre él me cabrea—. No vendrás de meneártela, ¿verdad?

—Vengo de pensar en ti. No sé, había algo en lo que he dejado ahí dentro que me ha recordado a tu cara.

Uno a cero.

—Ten cuidado, enano, o probarás tu propia stierkore —me suelta, amenazante, dejándome sin habla. No ha sido el tono, ha sido la palabra. Enano. Braqus. Debí haberlo advertido cuando se ha dirigido a mí como el errante de la llama.

—Eh. Déjale en paz —la voz de Damon me saca de mis pensamientos y me salva de un revolcón por el suelo.

—Claro, ya está aquí papá Damon para protegerte. —La cicatriz de su nariz se arruga con la sonrisa.

—¡Que te fundan, Crixus! —le digo, volcando en él la frustración que me invade.

—He dicho que ya basta —Damon me mira a mí, no a él.

—Nos vemos en los hornos, Llamita.

Se marcha sin dejar de sonreírme. Será imbécil.

—Vamos, no debes estar aquí fuera como si nada.

Algo le ocurre a Damon. Su voz guarda cierta preocupación que su rostro trata de esconder, pero no lo consigue. No conmigo.

No quiero preguntarle. Lo que sea que le ocurra, está relacionado con Braqus y sus últimas malditas palabras. Lo sé. Conozco al viejo que me lleva del brazo hacia el interior de la fábrica. Le conozco demasiado bien. Sé cómo se abrasó la mitad de su rostro, dejándole para siempre un aspecto horrible. También sé que eso a él no le importa. Conozco el significado de sus gestos. Por ejemplo, agarrarme el brazo como lo está haciendo es fácil de descifrar: está preocupado. Con la otra mano se acaricia la cabeza, una cabeza que hasta hace unos años estaba cubierta de un mugriento pelo negro, pero, desde el incidente de la cara, brilla bajo la luz abrasadora de la fundición. Solo se frota la arrugada calva cuando piensa profundamente en algo. Cuando no sabe qué es lo que tiene que hacer.

Nos detenemos y se dirige a mí:

—Escúchame. Vete ahora mismo a tu rincón. En cuanto acabe la incineración iré a verte. Tenemos que hablar.

Ya lo creo que tenemos que hablar.

¿A qué viene esta reacción? Por todo el metal del mundo, está consiguiendo asustarme. ¿Sabrá que he presenciado la muerte de Braqus?

—Damon, ¿quién ha sido el ejecutado?

No quiero que se preocupe por mí. Tengo que mantener mi posición de chico obediente. Despejar sus dudas.

—Lo sabes tan bien como yo. Y cámbiate, apestas.

Sí, lo sabe.

La respuesta me deja sin replica. Así que me doy la vuelta y me marcho.

Decido coger el camino más largo hacia mi «cueva». No quiero cruzarme con un desfile de miradas dirigiéndose a los hornos. Tampoco quiero volver a ver el cuerpo de Braqus. De nuevo, pienso en sus palabras y en el extraño comportamiento de Damon. ¿Saben ellos algo que yo no sé? Es inútil que le dé vueltas a todo esto. En unos minutos tendré todas las respuestas. Solo tengo que esperar en mi… ¿Cómo lo ha llamado? Ah, claro, mi rincón.

Al pasar frente a los ventanales siento el impulso de salir por ellos y correr sin parar. No debí haber vuelto. El idiota de Crixus me lo va a recordar cada día desde hoy. Odio a esa eskoria. Desde que llegó aquí después de su comitia no hemos dejado de lanzarnos amenazas e insultos. Cualquier día acabaremos a puñetazos y, la verdad, ansío que llegue ese momento. Me gustaría poder descargar en él todo el resentimiento de una vida encerrado y sometido. Gaius y Carpo ya han llegado a los golpes con ese cretino. El siguiente seré yo.

Alcanzo la puerta que se abre en el suelo detrás de los moldes de metal apilados. Mi hogar me espera.

Salto dentro del agujero negro que me da la bienvenida y camino bajo las rendijas del suelo de la siderurgia. La luz pierde fuerza a medida que me adentro en la tierra. No la necesito. Me conozco este lugar mejor que cualquier parte de este maldito mundo. Sigo entre oscuridad, sorteando tuberías y conductos hasta llegar a la pared de la parte oriental. A mi derecha, bajo diez escalones cementados y llego a mi barracón. Agarro un fosfito de la estantería que tengo a la entrada y enciendo la lámpara de la pared del fondo, justo al lado de mi cama. La luz se posa sobre la pequeña librería y sus tomos cargados de polvo y humedad. Sobre la destartalada mesa aún se encuentran los restos del almuerzo: gallina y arroz. Nada más que añadir. El olor de mi ropa vuelve a golpearme de nuevo. Me agacho frente el arcón que hay a los pies de mi colchoneta, o del saco relleno de harapos sobre el que duermo. En su interior, la muda del mes me saluda desde la penumbra. Se acabó el cambiarme dos veces al mes. Esto me tiene que durar veinte jornadas al menos. Las escapadas tendrán que ser más limpias. No me queda otra.

Me aseo con la poca agua que me queda en el barreño del rincón y me dejo caer sobre la cama con Moby Dick. Ya solo tengo que esperar a que Damon aparezca cual ballena blanca.

Al cabo de una eternidad, no es él quien viene a verme, sino Gaius.

—Hola, Dor. ¿Qué tal estás? —me saluda comprobando mis ánimos.

—Bien, como cada repugnante día. ¿Te ocurre algo?

No tengo tiempo para indirectas. Sé que Damon le ha mandado. Debe haberse arrepentido de la cita.

—No, nada. Damon me ha dicho que me pasase para decirte que va a reunirse con los veteranos y no va a poder venir. Dice que mañana te ve —Gaius me habla evitando mi mirada. No pienso desaprovechar la ocasión de tirarle de la lengua.

—Es por el mensaje de Braqus, ¿verdad? —Soy todo lo directo que se puede ser con un amigo al que han pedido que no diga nada.

Esto apesta a Damon.

Me levanto de la cama y me coloco en la trayectoria de sus ojos. Gaius está incómodo.

—¿Qué? —suelta él.

La pregunta le ha pillado por sorpresa. Esa es mi respuesta.

—¿Cómo sabes eso? ¿Has estado allí? —no dice nada más hasta que ve la expresión de mi rostro. Debo parecer enfadado—. Claro que has estado allí. Siempre estás en la plaza para las ejecuciones —dice de manera sincera, bajando la guardia. Se ha quitado un peso de encima. Lo sé por el rodeo que da por toda la estancia peinándose el corto pelo rubio con ambas manos. No me gusta ponerle en un aprieto, pero no soporto que me oculten cosas. Aún menos, cuando ese tipo de cosas tienen que ver conmigo.

—Venga, Gaius, suéltalo todo. ¿Qué se comenta por aquí arriba? —Vuelvo a sentarme en la cama para hacerle ver que no tiene de qué preocuparse.

Funciona. Coge mi única silla y se sienta frente a mí. Cuando la madera vieja deja de gemir, mi amigo se sincera.

—No mucho. Carpo escuchó a algunos por el camino. Hablaban sobre Braqus y una supuesta relación entre vosotros. Pero no debes hacer caso a nada de lo que escuches por aquí. Yo acabo de oír de unos novatos que Braqus era tu padre. Así que… —Gaius me dice la verdad. Cuando miente retuerce las manos como si le ardieran, pero ahora sus brazos están apoyados sobre sus rodillas. No me ha engañado.

—Serán necios.

—¿El qué? Si vas a empezar con los extraños términos de tus libros… —comenta Gaius, desde su más inocente ignorancia.

—Ya sabes que este sitio es un hervidero de alimañas. Confío en que no creas nada de eso. —Asiente a mi comentario—. ¿No tienes que ir a cenar?

—No tengo hambre. Todo esto me ha revuelto las tripas. La sopa aguada que nos ponen solo empeoraría las cosas. ¿Quieres que te traiga algo?

Aquí está de nuevo mi amigo, dispuesto a seguir escuchando tonterías para poder traerme algo de comer escondido entre su ropa.

—Si no te lo metes en las pelotas… —Me despido de él. Necesito pensar en silencio. Pero Gaius no se va—. ¿Qué te ocurre?

—Verás… —Le cuesta más que lo anterior. Debe ser importante para él—. Carpo y yo…