© Peter Sagan 2018.

Publicado originalmente como My World por Yellow Jersey, un sello de Vintage. Vintage, forma parte del grupo de empresas Penguin Random House.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2018.

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48004 Bilbao

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www.librosderuta.com

Primera edición: octubre 2018

Traductor: David Batres Márquez

Edición: Eneko Garate Iturralde

Portada y maquetación: Amagoia Rekero García

ISBN: 978-84-949111-4-9

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Para mi hijo Marlon.

Este libro trata de mis mayores victorias en el ciclismo.

Tú eres mi mayor victoria en la vida.

 

 

24 de septiembre de 2017

PRÓLOGO

Ya es la décima vez que los mástiles de las fragatas se alzan, amenazantes, a nuestra derecha. Igual que en todas las ocasiones anteriores que pasamos por aquí, mi olfato capta un cambio de olores. La placentera humedad de una mañana escandinava en fin de semana, se difumina ante el pesado olor de la bahía, inundado por la humeante oferta de decenas de puestos de comida rápida a la parrilla. En ellos, los hambrientos aficionados al ciclismo pueden encontrar hasta la última variedad de carne o pescado que se pueda meter entre dos pedazos de pan.

Es la larga curva a izquierdas que separa el litoral de las coloridas viviendas urbanas típicas de este hermoso y viejo puerto. La primera vez que cruzamos por aquí, tras apenas 40 kilómetros recorridos, el ritmo era bastante tranquilo. Serían poco más de las 11:00 de esta mañana. En la siguiente media docena de veces que pasamos frente al vaivén de los mástiles y el zumbido de los aparejos, el ritmo había ido endureciéndose, provocando que, en cada ocasión, cada vez fueran menos ciclistas los que aguantaban. Tras las últimas dos o tres vueltas por el escarpado trazado de Bergen, de los casi doscientos que habíamos tomado la salida por la mañana, apenas parecíamos quedar sesenta. Un comisario de la UCI comienza a hacer sonar de manera furibunda una gran campana de latón, indicándonos que da comienzo la última vuelta. De repente, soy plenamente consciente de que a mi espalda llevo puesto el dorsal número uno. Son las cuatro de la tarde, y es bastante probable que apenas me quede media hora como campeón del mundo de ciclismo.

Podéis estar seguros de que la carrera fue todo un caos.

El ritmo había sido muy lento al principio, lo que no podía haberme venido mejor. Llevaba un par de días sin poder comer ni beber de manera adecuada. El culpable fue un revoltijo en el estómago que me sobrevino en mi casa de Mónaco, en el peor momento posible: el viernes. Y eso había sido el colofón a una semana sin tocar la bici por culpa de un proceso gripal. No me voy a poner a lloriquear por haber estado enfermo, ya que tampoco es que sea algo que me pase muy a menudo, pero puedo afirmar que mi preparación durante aquellos últimos quince días no había ido de la manera que me hubiera gustado para afrontar uno de los momentos cumbre del calendario ciclista. Había sido campeón del mundo los dos últimos años, pero tenía en mi mano todas las papeletas para perder el maillot arcoíris de la UCI. Incluso aunque hubiera gozado de una salud de hierro. Para casi todo el mundo, el circuito era demasiado complicado para un ciclista considerado un esprínter «capaz de pasar una tachuela», y no un verdadero especialista en finales complicados, como Julian Alaphilippe, Philippe Gilbert, o mi predecesor como campeón del mundo, Michał Kwiatkowski. También pensaban que estaría demasiado marcado como para poder dar la sorpresa por tercera vez, y que los equipos más potentes tenían en su cabeza aquella canción, «Won’t Get Fooled Again[1]». Además, la lógica hacía pensar que a esos mismos equipos no les iba a resultar muy complicado desbaratar el trabajo de nuestra pequeña banda de eslovacos cuando intentáramos controlar la carrera.

La escapada se había formado nada más comenzar la carrera. La salida estaba situada en una pequeña ciudad no muy lejana, para después encarar las doce vueltas al trazado que transcurría por el centro de la ciudad de Bergen, pasaba por la bahía, el paseo marítimo y Salmon Hill. En muchas carreras ocurre que, durante la primera hora, se desata una batalla desesperada en la que todo el mundo intenta conseguir plaza en la escapada del día. Después, se tirarán toda la jornada delante del grupo de los hombres más fuertes, quienes, inevitablemente, acabarán neutralizándolos al final. Pero por suerte para el revoltijo que tenía en el estómago, en esta ocasión no fue así. Hubo una escaramuza, y la escapada se formó. Hasta que no nos sacaban cosa de diez minutos, los casi doscientos restantes no nos pusimos a correr un poco. Y para entonces ya comenzaba a sentirme ciclista otra vez.

Tenía que haber llegado a Bergen hace cosa de diez días, más o menos. El plan era unir mis fuerzas con las de mis compañeros del BORA - hansgrohe para disputar la crono por equipos comerciales, que se disputó hace una semana. Esta crono por equipos es relativamente nueva entre las pruebas que dan forma al programa de los mundiales de ciclismo en ruta, y son un poco raras, ya que sigues corriendo para tu equipo profesional en lugar de para tu país, como ocurrirá en el resto de pruebas que conforman los mundiales. Si hay algo que atraiga a los aficionados al ciclismo de los mundiales, es que les brinda la oportunidad de agitar la bandera de su país en lugar de ponerse la gorra de béisbol de un banco, una marca de bicicletas o un extractor de humos de cocina. Además, como las pruebas se disputan sobre un circuito, en lugar de partir de un lugar para llegar a otro punto diferente, son eventos mucho más agradecidos para los aficionados a la hora de acudir a presenciarlos. Y vienen de todos los lugares del mundo para gritar, animar, beber, y si hay suerte, celebrar. Los eslovacos son muy buenos en estas disciplinas.

El BORA - hansgrohe no necesitó de mi presencia para lograr un puesto entre las diez mejores escuadras, y mis compañeros de equipo de la selección eslovaca se habían hecho a la idea de tener que disputar la prueba en ruta sin mí. Ayer por la mañana logré sacar a rastras de la cama mi pobre y sudado trasero para tomar un vuelo en Niza. Me tiré la mayor parte de los 2.500 kilómetros del viaje en el retrete.

En la salida me mantuve bastante callado; contento y, sobre todo, sorprendido de poder estar allí. La primera vez que pasamos por la línea de meta, tras adentrarnos en el circuito de Bergen, me giré hacia mi hermano Juraj, que iba junto a mí, ambos resplandecientes en nuestras equipaciones azul, roja y blanca de Eslovaquia. «Ya puedes fijarte bien», le dije, «porque no creo que volvamos a ver esta línea de nuevo».

Pero el ritmo tranquilo me venía bien, y lo mismo pasaba con la agradable temperatura que hacía. Un año atrás había conseguido ganar esta misma carrera bajo el sol abrasador de Catar. No creo que mi deshidratado organismo hubiera sido capaz de lograr algo así de nuevo. El clima de Noruega me resultaba mucho más cómodo.

Me hice un bunker en mitad del pelotón. Según avanzaba la carrera, cada vez quedábamos menos. En los mundiales siempre acaba abandonando mucha gente, por diferentes motivos. Primero: hay muchos países que mandan a sus ciclistas simple y llanamente para cubrir el expediente, y poder asegurarse con ello su presencia entre los poderes fácticos del ciclismo, sin temor a perder esa plaza en los años siguientes. Segundo: muchos de los corredores están para controlar la carrera, para tumbar las fugas o para meterse en ellas durante la primera mitad de la carrera, ayudando así a sus líderes. Cuando se desatan los fuegos artificiales, ellos ya han cumplido con su trabajo. Tercero: os aseguro que es una carrera larga, muy larga (267 kilómetros en 2017), que se celebra al final de una dura temporada, y pasas demasiadas veces por delante del área de boxes, tan seca, caliente y confortable. Puedes sentir el manillar cabecear hacia su canto de sirena como si tuviera voluntad propia, y la fuerza de su hechizo parece aumentar tras cada vuelta. Hay años en los que incluso puedes ver tu hotel desde el trazado.

La carrera fue bastante lenta hasta las últimas cinco vueltas. Entonces fue cuando todos los chicos de la selección holandesa se pusieron al frente, y, sin atisbo de duda, todo se volvió mucho menos cómodo. Da la sensación de que Holanda siempre consigue traer a los mundiales equipos en los que parece que no se vayan a acabar nunca las locomotoras; y si te pilla en mitad del pelotón ese momento en el que, de repente, empiezan a pasar hacia adelante lo que parecen varias docenas de tíos con pinta de medir más de dos metros, y pesar todos ochenta kilos de puro músculo enfundado en un maillot naranja, más te vale apretar los dientes y respirar hondo. Te viene a la cabeza el indicador de «abróchense los cinturones». Sabes que la cosa se va a poner movida.

Resulta paradójico que ningún holandés haya ganado esta carrera desde que nací. Pero el que no hayan reinado durante tantos años no significa que no sepan cómo subir a alguien al trono, aunque sea sin querer.

A estas alturas ya había superado varias pruebas, así que me puse a enumerarlas mentalmente. Primera prueba: venir a Bergen. Hecho. Segunda prueba: tomar la salida. Hecho. Tercera prueba: que parezca que soy un ciclista, al menos durante una hora. Hecho.

Esta era la cuarta prueba: ser capaz de aguantar un tremendo cambio de ritmo. En fin, nunca seré de esos que después se preguntan ¿y si...? Será mejor que te pongas a ello, Peter.

Quedábamos ya unos cien. Cada vez que termina una carrera, sobre todo cuando gano, suelen pedirme que explique cómo se ha desarrollado, como si fuera una novela que acabo de escribir, moviendo protagonistas, desenredando la trama, dando un par de pistas falsas que pongan al héroe en peligro... Resulta una idea bastante atractiva, y comprendo el motivo por el que me lo piden, pero es imposible. No es que no se pueda construir una narrativa, sino que esa sería, solamente, mi narrativa. Así de sencillo. Hay cien tíos, y cada uno de ellos tiene su historia, que es diferente a la del resto. Yo, lo único que puedo hacer es contarles la mía. ¿Conocéis las cámaras GoPro? ¿Verdad que molan? Si instalas una en la parte delantera de una bici, te dará unos planos espectaculares, y podrás ver cómo son los procesos internos que conforman el desarrollo de la carrera. Pero imaginaos que no tenéis más formas de presenciar la carrera. Imaginad que en los mundiales de Bergen no hubiera cobertura aérea, planos desde las motos, ni cámaras en la línea de meta, ni comentaristas. Nada, durante las seis horas y media de la carrera. Así que esa sería mi historia, mi película, mi sesgada versión de entre cien versiones diferentes. No creo que demasiada gente estuviera interesada en verla.

He conseguido aguantar. Me concentro en la rueda que me precede. En realidad, lo que hago es esconderme. Suelo pedalear siempre cerca de la cabeza, porque eso me permite ver lo que está sucediendo, y resulta que cuando vas sobre la posición trigésima, las cosas se vuelven un poco confusas. Pero bueno, tampoco es que esté pensando en ganar, sino que más bien estoy pensando en aguantar y ponerle un final decoroso a los dos años en los que he portado este maillot arcoíris tan mítico.

El ruido alrededor del circuito no cesa ni un instante, y por mucho que haya aumentado la intensidad de la carrera, me resulta imposible no percatarme de la ingente cantidad de aficionados eslovacos que han venido a Noruega. Hay banderas de mi país izadas hasta el lugar más alto del cielo, en mástiles enormes. Cada vez que escucho mi nombre, me siento un poco más fuerte. Cada grito en eslovaco que me llega desde el margen de la carretera, me recuerda que tengo tras de mí a una nación entera, empujando, rezando para que suceda lo imposible. Se podían ver cientos de cascos vikingos con los colores nacionales de Noruega, azul, rojo y blanco, enormes montañas de hombres agitando banderas, perritos calientes o latas de cerveza. En ningún momento nos dejó de acompañar el olor a salchichas chisporroteando, o de pescado ahumado chamuscándose. Se saltaba de un aroma al otro según pasabas frente a un grupo u otro. Los aficionados suizos hacían sonar cencerros de un tamaño inverosímil. No hay vaca en el Matterhorn que hubiera podido sobrevivir a una noche entera con ese peso al cuello. También había gran presencia de la Union Jack: difícilmente podrían dejar de aprovechar los fanáticos aficionados británicos la posibilidad de obtener un billete low-cost para pasar un fantástico fin de semana. Los aficionados franceses e italianos formaban grupos más pequeños, pero rebosantes de pasión, en los que se alababa a uno u otro ciclista en particular, vistiendo camisetas conjuntadas en las que pedían a los Tony Gallopin, Warren Barguil, Gianni Moscon o Sonny Colbrelli que les consiguieran el maillot arcoíris.

Durante los últimos veinticuatro meses me había acostumbrado a ese mismo maillot, y ahora me daba cuenta de que ya no contaba con el coraje y energía que le aporta al ciclista que lo viste. Era un ciclista más en los poco habituales colores de su equipo nacional, en mitad del pelotón principal mientras este pasaba como una estampida. No era ni Peter Sagan ni el campeón del mundo; solo una pluma más en las batientes alas del águila. No escuchaba los gritos de «¡Peter!» o «¡Sagan!» que suele provocar el maillot arcoíris. Sobre todo, por lo lejos que me encontraba de la cabeza. Me sentía cómodo en ese anonimato, pero si pensaba que aquel sentimiento de invisibilidad se extendía a la multitud de mis rivales, entonces me estaría engañando a mí mismo. Ellos sabían que seguía en el grupo, y no calentándome los pies en la zona de boxes, ni dándome un placentero baño en el hotel.

Quedan dos ascensiones a Salmon Hill. Al encararla por penúltima vez, los holandeses han aumentado el ritmo de carrera y Tom Dumoulin hace volar por los aires la carrera, poniéndose en cabeza, adoptando la típica postura compacta del contrarrelojista holandés. De repente, el pelotón es una larga fila, y ha quedado cercenado a la mitad. Fue el fin de trayecto para muchos, que se dejaron ir con su carrera acabada. Pero contra todos mis pronósticos, yo sigo allí. Apenas a una vuelta del final ya solo quedamos sesenta. El de la campana comienza a hacerla sonar para recordarnos algo que no necesitamos que nos dijeran. Llevo el dorsal número uno, pero esta es mi última media hora como campeón del mundo.

Antes de la carrera, mucha gente había señalado a Julian Alaphilippe. Este chavalín francés ya había mostrado su tarjeta de presentación al ciclismo, gracias a varios ataques valientes, y a sus decisivos cambios de ritmo. Cambios que dejaban patente una confianza en sí mismo pocas veces vista en alguien tan joven, y gracias a los que había obtenido, de manera fulgurante, el respeto de sus mucho más experimentados y laureados compañeros de equipo, el Quick-Step. La temporada de 2015 fue en la que presentó sus credenciales, después de quedar segundo detrás de mí en el Tour de California, además de lograr la misma posición en la Flecha Valona y, todavía más sorprendente, en la Lieja-Bastoña-Lieja. Que alguien con apenas veintidós años esté tan cerca de lograr un monumento de tal distancia y dificultad como es la carrera más antigua del mundo, resulta impresionante. Al principio se veían ciertas similitudes entre su carrera y la mía, pero si se estudian con mayor detenimiento, es posible ver que él es mejor escalador que yo, y cuenta en su arsenal con una mayor capacidad de atacar cuesta arriba.

Alaphilippe es el primero en dejarnos ver las suelas de fibra de carbono de sus zapatillas en la última ascensión a Salmon Hill. Los franceses estaban como locos. Yo voy unas veinte posiciones más atrás, intentando enterarme de lo que estaba ocurriendo. Me parece ver a un par de favoritos tratando de cerrar el hueco. Puede que Philippe Gilbert o Niki Terpstra, pero no estoy seguro. Tampoco sé si lograremos neutralizar a todos los escapados. Reina la confusión, con apenas diez kilómetros para el final.

No soy capaz de explicaros lo difícil que es responder a los cambios de ritmo con 250 kilómetros en las piernas, y no los 150 que suelen tener por norma general las etapas para esprínteres en las grandes vueltas. Casi parece un deporte diferente. Miré a mi alrededor, todavía estupefacto ante el hecho de no formar parte de los que se habían bajado del autobús en marcha, y pude ver que a mi lado seguía habiendo muchos chicos rápidos. Matteo Trentin, Fernando Gaviria, Michael Matthews, Alexander Kristoff, Edvald Boasson Hagen, Ben Swift... todos ellos se encuentran entre los mejores galgos del pelotón. Mal asunto. En este punto de una carrera tan larga y dura, lo normal es que esté deseando que se neutralice a los escapados, con la esperanza de que yo sea uno de los más rápidos que sobreviva en la cabeza. Pero si en condiciones normales no sería capaz de garantizar poder batir a todos estos tíos, imaginaos después de haber estado sentado, hecho un ovillo, sobre el trono del hotel apenas unas horas antes. Vale, está claro que en ese momento me encontraba sorprendentemente bien, pero no tenía ni idea de qué podría pasar cuando intentase esprintar.

Me pruebo subiendo hasta la cabeza de carrera por primera vez desde que se diera la salida, seis horas atrás. La teoría dicta que cuando tomas una curva sobre una bici, lo primero que haces es frenar para trazar lo más cerrado posible, y entonces acelerar. Pero el método de ensayo y error (y he tenido unos cuantos errores), me ha enseñado que cuanto más abierta tomes la curva, menos necesidad de frenar tienes, consiguiendo algo así como un efecto catapulta que hace que salgas con mayor velocidad que el resto. Mientras Ben Swift intentaba cerrar el hueco con todos los ciclistas que pudiera haber por delante, fueran los que fueran, usé esta técnica para llegar a su altura e intentar mejorar la persecución. Fue en ese mismo momento cuando recordé qué es lo que se siente al ser Peter Sagan, con la carrera siguiendo mi rueda... y quedándose ahí, a rueda. ¿Pero acaso no quereis coger a esos chicos de ahí delante? Ya quedaban cosa de cuatro kilómetros para meta. Mis últimos cinco minutos como campeón del mundo.

Me di cuenta de que en el grupo debía de haber unos quince más. Más tarde supimos que la cobertura televisiva falló en este punto, causando tal confusión y desesperación en meta que provocó una ingestión de uñas masiva entre el público y los equipos técnicos.

Sin pruebas visuales de lo que estaba ocurriendo, sería fácil poder meteros un cuento de cómo, llegado este momento, me abrí camino entre el pelotón mientras hacía un caballito a una mano y lanzaba un ataque devastador con el que logré dejar a todo el mundo a kilómetros de distancia. Después me paré en la penúltima curva para tomarme una cerveza y dejar así que me atraparan, porque me sentía un poco culpable por haberle arruinado el día a todo el mundo.

Pero lo cierto es que en el grupo hubo la misma confusión que frente a los televisores con la pantalla a oscuras. Acercándonos a la línea de meta, pasamos a Vasil Kiryienka y a mi compañero en el BORA - hansgrohe Lukas Pöstlberger, que representaba a Austria. ¿Trabajo cumplido? No. No me había dado cuenta de que todavía quedaba Julian Alaphilippe. Y estoy seguro de que había visto por lo menos a un colombiano un poco más adelante; puede que Rigoberto Urán o Fernando Gaviria... o puede que ambos. ¡Pero bueno! ¿Quién es ese danés? ¿Pero quién narices está liderando la carrera? ¿Seremos capaces de alcanzarlo?

Pasa de ello, Peter, me dije. Limítate a esprintar hasta la meta y procura que no te pase nadie. Íbamos como cohetes por el muelle, y nos quedaba una curva a izquierdas, otra a derechas y luego trescientos metros de recta hasta la meta. El corazón se me salía de la boca, podía sentir el sabor a sangre. Estás muy cerca, Peter. No vayas a morirte con la duda.

Alberto Bettiol se apartó a toda máquina de la cabeza de carrera, y resulto evidente que el esprint acababa de comenzar. Aquí no había ya secretos, todo el mundo estaba al límite de sus fuerzas tras seis horas y media de carrera. Y seguía sin estar claro si quedaba alguien por delante, porque, además, el auricular que me comunicaba con Ján Valach en el coche del equipo de Eslovaquia no servía para nada por culpa del fallo en la cobertura televisiva, que había dejado a la caravana de apoyo sumida en la misma confusión en la que estábamos los corredores. No había posibilidad de aflojar un poco para mirar a mis rivales. Bettiol había hecho un trabajo espléndido para el compañero de la selección italiana que quedaba en el grupo, Matteo Trentin, pero también nos había ayudado a todos los que queríamos esprintar. ¡Joder, no creo que haya ido jamás tan rápido sobre una bicicleta tras 267 kilómetros! Casi nunca he llegado a cubrir esa distancia en mi vida, así que mucho menos he lanzado además un esprint tras ello.

No podía escuchar mis pensamientos. El ruido era una locura. El motivo principal es el tío a cuya rueda voy: Alexander Kristoff. Podía ser el momento más importante en la carrera de la estrella local. Es tremendamente rápido, sobre todo cuando puede lanzar su poderoso esprint desde lejos, y sabe como mantener su velocidad punta. Me había fijado en él, y también en Trentin, Matthews y el resto, y había decidido que, en caso de tener que apostar por un ganador, seguro que habría apostado por Kristoff. En serio, desde que se anunció unos años atrás cual sería la sede de los mundiales, él había sido mi favorito, así que no iba a cambiar de opinión a quinientos metros de meta.

Giramos a la izquierda. Por la forma en la que los gritos subieron una octava, y la manera de vociferar que tenían todos aquellos vikingos que había a lo largo del circuito mientras Kristoff lanzaba su asalto, me había quedado claro que todos los ataques y fugas habían naufragado. Estábamos esprintando por el honor de poder vestir el maillot arcoíris durante todo el año siguiente. Mi maillot arcoíris. Alexander, me caes bien, eres muy buen tío, pero este es mi maillot.

Negoció la última curva de 90 grados de manera perfecta, y ya esprintando. Bettiol estaba vacío. La velocidad de Kristoff no me permitió recurrir a mi técnica de negociar las curvas como una catapulta, pero a mi rueda, pude sentir que se abría el hueco con Matthews, Trentin y el resto. Pensaban que el esprint se lanzaría después de la curva, pero la inteligente aceleración de Kristoff los había sorprendido. La cosa era entre él y yo. Lo único que tenía que hacer era pasar a este gigantesco chavalote noruego. Cosa que ya había hecho antes. Pero lo mismo había hecho él conmigo, también.

Cubrir trescientos metros es un infierno cuando estás vacío. De haberse tratado de Mark Cavendish el que iba liderando, sabría que mis opciones de ganar pasarían por ser capaz de aguantar el arreón inicial con el que lanza sus aceleraciones. Si hubiéramos sido veinte tíos luchando por encontrar un hueco, podría haber confiado en mi habilidad para encontrar un agujero por el que meter el pescuezo. Pero esta era una carretera ancha en la que solo había dos ciclistas luchando mano a mano por el oro, y el otro tío era el mejor en este tipo de llegadas largas y en recta.

Aunque pareciera imposible que el volumen subiera, el tono aumentó. Parecía como si todo el país estuviera gritando en los oídos de Kristoff, empujándolo hacia la meta. Después de llegar a mi límite para poder seguir a su rueda durante los primeros cien metros, intenté aprovecharme de su rebufo para adelantarlo. Dios, era demasiado rápido. Mi último y definitivo esfuerzo, con el que había logrado ponerme a su altura, me había dejado completamente vacío el depósito de gasolina. Y ese estallido que te propulsa para que puedas pasar al último tío que te queda por dejar atrás en un esprint, no llegaba. Íbamos hombro con hombro, pero el efecto del rebufo ya había pasado, y todavía tenía sus narices por delante de mí. A falta de dos metros para la meta, el campeonato era suyo.

Durante el Tour de Francia de 2016, en Berna, Suiza, había logrado vencer a Kristoff por apenas un tubular, y básicamente porque fui capaz de «tirar» la bici contra la meta, justo en el momento preciso, mientras él seguía concentrado en esprintar. Con Suiza en mente, puse todas mis fuerzas en lanzar mis brazos hacia adelante, con la parte baja de mi espalda tras el sillín. Mis piernas estaban rectas, mis brazos estaban rectos, y Kristoff estaba en el rabillo de mi ojo izquierdo.

Esperé a pasar la línea, boqueando para llenar de aire mis pulmones, y buscando alguna pista que me permitiese adivinar el resultado. ¿Había sido suficiente? ¿Me había lanzado demasiado tarde? Cada segundo parecía durar una eternidad, mientras buscaba de manera frenética algo que me facilitase una mínima pista de qué había pasado. Por fin llegó la foto finish, y el resultado fue claro: su rueda delantera había quedado una capa de caucho por detrás de la mía al pasar sobre la meta.

Una enorme masa de aficionados eslovacos se saltaron el cordón de seguridad y se acercaron a toda velocidad hacia mí, gritando, abrazándose y contentos. Estaban totalmente emocionados por mí, como lo estaba yo por ellos. Habíamos logrado lo imposible: yo, Juraj, mis compañeros del equipo nacional, esos aficionados tan increíbles, todos los que nos seguían desde casa. campeón del mundo tres veces consecutivas. Un maillot arcoíris y la medalla de oro en América, otro en Oriente Medio, y otro en Escandinavia. Nadie había hecho algo así antes. Y aquí estaba este chico medio loco-medio salvaje, salido de un país en el que el deporte nacional es el hockey sobre hielo, y que lleva siendo independiente de su vecino, más grande, apenas veinticinco años. ¿Cómo es posible?


[1] Nota del Traductor: una de las canciones más conocidas del grupo británico de rock The Who. La traducción en español del título vendría a ser «No volverán a engañarnos».

 

Primera parte

Richmond

 

 

2015

INVIERNO

Si en la línea de salida de una carrera hay cien ciclistas, cuando termine la carrera te podrán contar cien historias diferentes. La carrera profesional de cada uno de esos cien ciclistas podría dar lugar a cien libros, todos únicos. Todo el mundo es excepcional, pero nadie es especial.

Quiero comenzar mi historia diciendo esto porque me parece muy importante que recordemos que todo el mundo tiene una historia que contar. La mía no es más valiosa que la de cualquier otro, pero sí es diferente. De la misma manera que la historia de cualquier otro es diferente a la mía, o la del resto.

Mi historia ha ido cambiando a lo largo de mi carrera. Cambió durante los últimos tres años, y lo seguirá haciendo durante los próximos. Incluso habrá ido cambiando según llego al final de este libro, como os ocurrirá a vosotros. Afrontémoslo, algunas de nuestras historias habrán cambiado mientras escribo esta misma frase.

Lo que intento decir es que no puedo contaros la historia de mi vida, porque mi vida es algo que está en proceso y cambia día tras día, igual que sucede con las vuestras y las de todo el mundo. Apenas tengo veintiocho años, así que espero que cuando me llegue el momento de contar la historia de mi vida, estaré sentado en un gran sillón de cuero, fumando un aromático tabaco en pipa, y mesando lo que quede de mi escaso cabello blanco. Pero lo que sí puedo contaros es lo que se siente al ser el campeón del mundo de ciclismo en ruta tres años seguidos. Y supongo que eso es algo que solo puedo contaros yo, porque nadie más ha sido capaz de ser el campeón tres años seguidos.

La vida puede cambiar en lo que dura un parpadeo. Algunas puertas se cierran, mientras que otras se van abriendo. Puedes ganar, o te puedes ir al suelo. En cuestión de un instante te puedes enamorar; o puedes perder a alguien muy cercano.

Incluso si nos atenemos a una verdad tan absoluta como esta, en enero de 2015 me vi en mitad de un cruce de caminos bastante peliagudo.

Tenía 24 años. Era de Žilina, en Eslovaquia, pero ahora vivía en Montecarlo. Había sido ciclista profesional durante los últimos cinco años, y en ese tiempo había logrado sesenta y cinco victorias, había sido campeón nacional cuatro veces y había ganado en tres ocasiones el maillot verde del Tour de Francia.

Pero por primera vez en mi carrera, iba a cambiar de equipo.

Supongo que debería ir un poco más atrás para explicar cómo llegué a este punto. Vayamos al principio.

De niño, me encantaba montar en bici y ganar carreras. La gente adora escuchar historias de cómo me presentaba en las carreras con la bicicleta de mi hermana, o con bicicletas que apenas habían costado unas míseras koruna en una gran superficie; y que, aunque llevase unas zapatillas de tenis y una camiseta, ganaba a todo el mundo. No voy a negar que todo eso sea cierto, pero, de verdad, tampoco es que fuera una proeza. Eslovaquia era un país emergente, en expansión después de décadas de hibernación a la sombra del telón de acero, y que, gracias al tan popular «divorcio de terciopelo», se estaba liberando de nuestra incómoda unión con los checos. Todos los niños vivíamos a lo grande y podíamos gritar todo lo que daban de sí nuestros pulmones. Yo tenía dos hermanos mayores, Milan y Juraj; y también tenía una hermana, Daniela. Mi padre me llevaba a todos lados para que pudiera correr en bicicleta. Lejos de Žilina, e incluso lejos de Eslovaquia: Polonia, la República Checa, Austria, Eslovenia, Italia... simplemente íbamos. Bicis de montaña, de carretera, de ciclocross... daba igual. Lo único que yo quería era competir. Porque ganaba, y eso me gustaba.

Estaba logrando tantas victorias que los equipos profesionales comenzaron a fijarse en mí. Durante mi último año como júnior, fui a hacer unas pruebas a la sede del Quick-Step, de la que han salido tantísimos grandes corredores a lo largo de los años. Me alojé en un edificio normal y corriente, que más bien parecía una fábrica, o la delegación regional de una compañía cualquiera, consciente de que los pasillos de ese lugar reverberaban con el eco de las jóvenes voces de tantísimos campeones de los últimos veinte años. Al final, fue precisamente esa enorme cantidad de jóvenes ciclistas lo que se convirtió en un obstáculo en mi progreso. Cada año pasan por allí cientos de chavales, literalmente, y monitorizan a miles de júniors a lo largo y ancho del globo, con la esperanza puesta en descubrir al nuevo Merckx, Kelly o Indurain. Ni mis resultados en carrera ni los datos que arrojé en sus pruebas fueron suficientes como para hacerme destacar entre el resto de aspirantes. Me recomendaron trabajar duro mientras estaba en la categoría Sub-23 las siguientes dos temporadas, y dijeron que seguirían monitorizando mis progresos.

No tenía por qué ser algo negativo, necesariamente, pero a mí me lo pareció. Por ese motivo, cuando el equipo Liquigas apareció para decirme que querían ficharme, sin más esperas, me faltó tiempo para aceptar. No tuvieron que esperar demasiado a mi respuesta, y puedo aseguraros que no iba a esperar a recibir una llamada del Quick-Step que podría no llegar jamás.

Los equipos italianos Sub-23 están sujetos a unas cuotas de ciclistas extranjeros, por lo que seguí corriendo enfundado en la equipación del equipo nacional de Eslovaquia: carreras de mountain bike, de carretera, en Eslovaquia o Italia, o de Alemania a Croacia. Puede que no fuera a correr el Tour de Francia con el maillot del Liquigas, pero tenía diecinueve años y era ciclista continental con un sueldo de 1.000 euros mensuales. Lo que estaba muy bien.

En julio del 2009, Liquigas me convocó para unirme al equipo durante el Tour de Polonia. Liderado por Ivan Basso, había allí varios tipos con los que acabaría trabando gran amistad a lo largo de los años. Gente como Maciej Bodnar, Daniel Oss (que ahora vuelve a estar conmigo en el BORA - hansgrohe), pero sobre todo Sylwester Szmyd, quien durante muchos años ha sido uno de mis mejores amigos y ahora es mi entrenador.

Aquella convocatoria fue la manera que tuvo Liquigas de decirme: «Bienvenido a bordo». Pese a que apenas tenía diecinueve años, ya no volvería a las carreras de Sub-23, ni iría de un lado a otro del viejo continente con mi maillot de Eslovaquia, ni seguiría con el mountain bike. Sería un profesional a tiempo completo en el circuito Pro Tour.

Liquigas me consiguió un apartamento en San Donà di Piave, cerca de Venecia. Era pequeño, pero era todo mío. Mi hermano Juraj vino para quedarse desde Eslovaquia, como hizo Maroš Hlad, mi asistente. Este fue el germen del Team Peter, un pequeño grupo de amigos en el que todos confían en todos, sin importar la situación. Y ahora también contaba con un agente: Giovanni Lombardi, un exprofesional de talento que había conducido a Erik Zabel hacia muchos de sus maillots verdes. Giovanni, o Lomba, como le llamamos cariñosamente, fue el primero en vislumbrar el potencial del Team Peter, y la persona que más ha hecho por lograr que se haga realidad. El primer gran reto del Team Peter fue conseguir que Juraj también firmase como profesional en el Liquigas, y eso se lo debemos a Giovanni. Él sabía que mi hermano tenía la suficiente clase como para llegar a profesional por méritos propios, pero también era consciente de que lucharía a brazo partido por protegerme, tanto sobre la bici, como fuera de ella. Juraj, Maroš y yo vivimos juntos en el Veneto, mudándonos más cerca de las montañas para poder disfrutar de mayor variedad a la hora de entrenar. Fueron días maravillosos los que disfrutamos allí, y pasaron dos años antes de que me mudase a Mónaco, siguiendo los consejos de Giovanni.

Mi primera carrera como profesional fue el Tour Down Under de 2010. Jamás había estado anteriormente en Adelaida, pero Australia no era una completa extraña para mí. Cuatro meses antes había participado en los Campeonatos del Mundo de Mountain Bike en la capital de la nación, Camberra, donde quedé cuarto en categoría Sub-23. Me encantó el calor de Adelaida en enero, que me permitía salir a montar cada día en manga corta sin tener que preocuparme por llevar manguitos ni nada parecido. Es otro país con un olor peculiar. A eucalipto, o gomero, como dicen en algunos sitios. Cada vez que me llega el aroma a este árbol, sea cual sea la parte del mundo en la que me encuentre, me transporta de vuelta a aquellos días soleados del hemisferio sur; días calurosos en los que la tierra parece quedar aplastada bajo el calor del ambiente.

Además, es una carrera bonita de correr. Aparte del clima, no hay grandes traslados entre etapas, no hay que hacer la maleta cada día, y hay buenos hoteles en los que hospedarse durante toda la carrera. Como ocurre en toda profesión, la vida del ciclista profesional tiene sus partes aburridas. Pero de alguna manera, en el Tour Down Under no se notan tanto. Con el tiempo, también he acabado apreciando la naturaleza tranquila que, por norma general, tienen los australianos. Nada les resulta un gran problema. Su mirada parece decir «¿por qué estás tan serio?».

Aquel Down Under tuvo también su parte dura, y sus revolcones. Competí, esprinté, me caí... pero, en general, la sensación que me llevé fue que, si yo apenas tenía veinte años y esta era la primera vez que competía, y el resto de tíos que había por allí rondaba ya la treintena y llevaban años corriendo, no parecía tan descabellado pensar que algún día sería capaz de ganar unas cuantas carreras.

Y nada más regresar a Europa pensé que ese día había llegado. No estaba previsto que fuera a tomar la salida tan pronto en una gran carrera como la París-Niza, pero Bodnar estaba enfermo, y el equipo decidió tirarme a los leones para que fuera fogueándome, sin ponerme ningún tipo de presión. Hacía frío en el centro de Francia. Al llegar a la segunda etapa, con la meta en Limoges, hubo una caída a quinientos metros de la meta cuando los diferentes trenes cruzaron sus caminos. Como de costumbre, yo estaba esprintando por mi cuenta, atento a las ruedas libres, y la caída me dejó con un hueco libre. Crucé como un cuchillo en dirección a la meta. Pero, justo cuando creía que iba a lograr mi primera victoria, me di cuenta de que había iniciado el esprint demasiado pronto, y el rápido velocista francés William Bonnet me alcanzó cuando ya veíamos la meta.

Durante un par de minutos me sentí defraudado, hasta que me di cuenta de lo cerca que había estado de lograr mi primera victoria en Europa, y en una carrera tan importante como esa. Seguro que las victorias acabarían llegando.

Y así fue. La primera llegó un día después, cuando me llevé el esprint en un pequeño grupo que, gracias a varios ataques, había conseguido reducir el pelotón al paso por algún lugar escarpado. Fue como estar de nuevo en Žilina: bajo un cielo gris en el que tierra y cielo parecían fundirse en el horizonte, y neviscas que habían obligado a acortar la etapa en cincuenta kilómetros.

Tres días más tarde volví a lograrlo, en esta ocasión gracias a un ataque a tres kilómetros de meta, cuando todo el mundo daba por sentado el esprint. Me planté en Aix-en-Provence con dos segundos de ventaja sobre el resto. Esta fue la primera vez que escuché esa pregunta que, desde entonces, me hace la prensa casi todos los días: ¿me considero un esprínter?

Aquella París-Niza me dio además mi primer maillot de los puntos. En el pódium, junto a Alberto Contador, quien había logrado la victoria gracias a su característico estilo atacante, pensé: Peter, podrías llegar a acostumbrarte a esto.

Antes de que terminara la temporada, logré otro maillot de puntos en el Tour de California. Un año más tarde conseguiría de nuevo ese maillot de California, además de alzarme con tres etapas en mi primera grande, la Vuelta a España, donde fui capaz de completar las tres semanas de carrera. En total, conseguí quince victorias en el 2011 y otras dieciséis en el 2012.

Para ser capaz de hacerme notar en las clásicas, tuve que esperar hasta ese año 2012, en el que, pese a no conseguir la victoria, acabaría entre los diez primeros en la Milán-San Remo, Gante-Wevelgem y Flandes. E incluso conseguí subir al pódium en una carrera tan montañosa como la Amstel Gold Race. Me preguntaban si convertirme en clasicómano podría hacer que perdiera mi velocidad en el esprint; pero aquello era una estupidez. Esprintar para conseguir una victoria en una carrera en la que la máxima prioridad de la mayoría de participantes no deja de ser conseguir salvar el día sin daño, es algo completamente diferente de llevarte a casa un monumento como Flandes o Roubaix. Empezando porque, en estas, es un caso de «vida o muerte». O ganas o te vas a casa, no tendrás una nueva oportunidad al día siguiente. Esto implica que ese día darás hasta el último gramo que tengas dentro. Además, hay que añadir la distancia de la carrera. La Milán-San Remo cubre casi 300 kilómetros, en los que el pelotón sale a toda máquina de Milán, y pasa por el Turchino como si fueran galgos saliendo del cajón. El aguante que se necesita para seguir siendo competitivo después de siete horas de carrera no es el mismo que va a necesitar un ciclista en pista para sobrepasar a su rival sobre el velódromo olímpico tras un par de vueltas. De repente, el término «esprínter» se convierte en algo mucho más complejo de lo que podría parecer al principio.

La última herramienta necesaria si se quiere tener éxito en las clásicas es la experiencia. Las clásicas se erigen sobre la historia, y hombres como Cancellara o Boonen, quienes las han ganado durante varios años, se conocen cada muro, curva o tramo de adoquines como si fueran las calles que rodean sus hogares. Por el contrario, la mayoría de carreras por etapas son una feria ambulante. Cuando te aproximas a una llegada en el Tour de Francia, intentas recordar lo que ponía en el libro de ruta que leíste en el autobús del equipo, la última vez esa misma mañana. ¿Venía ahora una curva? ¿Esa curva de noventa grados era a izquierda o derecha? ¿Queda después muy lejos la meta? ¿Pica hacia arriba? ¿Tendremos viento en contra?

Mezcla todo eso y no necesitarás más que una cosa: toda la suerte del mundo.

La primera oportunidad que tuve de mostrarle al mundo que era capaz de esprintar fue aquel julio, en mi primer Tour.

Una noche que estábamos por ahí en Žilina, con Milan y mis viejos amigos, y por algún motivo (seguramente la cerveza), nos pusimos todos a hacer el baile de la gallina: codos fuera, rodillas fuera, y venga a andar por todo el bar como los adolescentes ya crecidos que seguíamos siendo. Como muy bien puede contaros mi asistente en ruta, Gabriele Uboldi, sobre todo porque suele ser la víctima de ello, siempre estoy dispuesto a hacer una buena apuesta. Cuando la primera etapa del Tour llegó a Côte de Seraing, uno de los tramos empinados por los que pasa cada año la Lieja-Bastoña-Lieja, lo único que tenía en mente era que, si conseguía coronar el primero, tendría la oportunidad de pasar sobre la línea de meta haciendo el baile de la gallina, como les había prometido a los chicos de casa.