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Título:

Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos

© Santiago Beruete Valencia, 2018

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2018

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: octubre de 2018

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-16714-11-7

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Henri Rousseau. Detalle de Deux lions à l’affût dans la jungle, ca. 1909

Depósito Legal: M-27443-2018

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

ÍNDICE

Una fotosíntesis filosófica

Primera parte. Qué puedo saber

1.   La narrativa concéntrica de los árboles (El tiempo)

2.   De la filosofía oculta de las plantas (La verdad)

3.   Pastoral para incrédulos (El paso del mito al logos)

4.   Raíces (La identidad)

5.   Memorial de Bomarzo (El ser)

6.   Impresión de una naranja (La sustancia)

7.   Jardines de plantas venenosas (La realidad)

8.   Botánica para alienígenas (El antropocentrismo)

9.   Historia de una orquídea (Las apariencias)

Segunda parte. Cómo debo actuar

10. Kit de jardín vertical (El espíritu crítico)

11. Negro sobre verde (La bondad)

12. Apología de las malas hierbas (La libertad)

13. Enseñanzas de hoja perenne (La virtud)

14. La parábola del antijardín (La paz interior)

15. Guía de campo del turista espiritual (La superstición)

16. La mascota de María Antonieta (La igualdad)

17. El jardín de los Mowglis: una historia basada en hechos reales (La desobediencia civil)

18. Cultivar la mirada (La belleza)

Tercera parte. Qué me cabe esperar

19. Simbiosis antirrománticas (El amor)

20. El olvidado arte de criar malvas (La muerte)

21. Mercado de las flores (La plusvalía)

22. ‘Claustrofilia’ (La memoria)

23. Cómo plant(e)ar la ciudad (La utopía)

24. Nutrir la tierra que nos nutre (El mal)

25. Clorofila y tecnofobia (La alienación)

26. Semillero jardinosófico (La sabiduría)

Cuarta parte. Qué significa ser humano

27. Un jardín propio o cómo dejar de ser una flor de invernadero (El feminismo)

28. Gabinete de maravillas vegetales del Nuevo Mundo (La curiosidad)

29. ‘Fotófagos’ y ‘posomnívoros’ (La necesidad)

30. El oficio de ‘jardinopeda’ (La educación)

31. Las bellas horas de un insigne jardinópata (La pasión)

32. No entre aquí quien no ame los jardines (La voluntad)

33. Erotomaquia vegetal (El sexo)

34. ‘Jardinautas’ del aire (El hábito)

35. Verdografío, luego existo (El lenguaje)

Agradecimientos

Créditos de las imágenes

Para Montse, Fermín y Cristina,
que con su cariño, inteligencia y ayuda
contribuyeron a que este libro germinara

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UNA FOTOSÍNTESIS FILOSÓFICA

Un libro es un bosque de hojas.

PROVERBIO ZEN

La primera imagen que acude a nuestra mente a la hora de expresar, por una parte, la unidad de lo viviente y, por la otra, el sistema del conocimiento es la de un árbol. No por nada la biología y la filosofía, la ciencia de la vida y la sabiduría acerca de cómo vivir, recurren habitualmente a esta fecunda metáfora visual para ilustrar la interdependencia tanto de las especies como de los saberes. En el árbol genealógico evolutivo todos y cada uno de los seres están emparentados y comparten un origen común, que se remonta a la noche de los tiempos, al paso de las células procariotas a eucariotas en la sopa caliente de los mares primigenios. Hace la friolera de dos mil millones de años, una cifra que escapa a nuestra comprensión. Nadie ignora que el animal humano apenas constituye una pequeña rama de esa frondosa copa. Análogamente, una forma de visualizar la épica conquista del conocimiento es de nuevo la figura de un árbol. Las raíces que se hunden en el suelo representarían el pensamiento mítico; y el tronco, el logos filosófico que, pasado el tiempo, se ramificó dando origen a las distintas ciencias o ramas del saber.

El símbolo sagrado del árbol nos recuerda, en definitiva, que la naturaleza es un todo, del que forma parte el ser humano. En la búsqueda sin término de “esa ardua ciencia del saber vivir bien”, como definió Montaigne a la filosofía, tenemos aún muchas cosas que aprender de nuestros remotos antepasados filogenéticos, las plantas, y no es la menor de ellas el apoyo mutuo. La historia de la civilización puede verse desde una perspectiva naturocéntrica como una parábola acerca de quién cultiva a quién, que comienza con la revolución agraria y termina con la verdolatría contemporánea.

Vivimos una época en que resulta imposible no darle importancia a la crisis medioambiental. La naturaleza se sitúa en el centro de casi todas nuestras preocupaciones, y el único desarrollo verdaderamente sostenible pasa por la innovación permanente. Si queremos idear soluciones imaginativas e ir más allá de los límites que cercan nuestra creatividad, debemos salir de nuestro ensimismamiento, trascender el individualismo y superar los prejuicios zoocéntricos. Quizá algún día lleguemos a considerar este cambio de perspectiva como uno de los logros más trascendentales de la historia.

Todas las criaturas del planeta estamos emparentadas, tenemos un origen común, compartimos el mismo código genético. Mucho antes de que los animales se arrastraran, pisaran o volaran, las plantas ya proliferaban por doquier sobre la faz de la tierra. Las primeras formas de vida fueron las algas procariotas de un color verde azulado que poblaban los mares primitivos. Durante más tiempo del que podemos imaginar no tuvieron compañía, mientras preparaban la atmósfera gracias a la callada labor de la fotosíntesis para que surgieran nuevas criaturas.

Piense el lector que la mosca impertinente que sobrevuela su cabeza, las plantas de interior de su salón y su vecino tienen más en común de lo que podría parecer: el ADN. Hay algo extraordinario en el hecho de que las instrucciones genéticas que regulan el desarrollo y el funcionamiento de todos los organismos vivos estén escritas con el mismo alfabeto genético, con la grafía sinuosa de las cinco principales bases nitrogenadas: adenina, citosina, guanina, timina y uracilo. Es difícil imaginar un mensaje con más calado espiritual y mayor fuerza de concienciación que este. Tal vez sea lo más parecido a una fe universal y un mandato sagrado. Puede que, siguiendo las enseñanzas de esa filosofía perenne, la tribu humana consiga traicionar su destructiva trayectoria, apostar por la supervivencia del planeta y fabricar su propia medicina del alma.

El hecho insólito de que todos los seres estén hermanados, de que la biodiversidad sea más grande de lo que jamás nos hubiéramos atrevido a soñar y de que en la naturaleza no haya nada superfluo, ni existan los vacíos, nos devuelve también al origen de la filosofía. Si hemos de creer a Aristóteles, “los hombres comienzan y comenzaron a razonar movidos por el estupor”. Esa es la emoción filosófica por excelencia, a la que intentan ser fieles estas páginas. Mi propósito al escribirlas no ha sido cosechar certezas sino sembrar dudas. Hablando del amor a la sabiduría, las preguntas siempre son más importantes que las respuestas. Además, por más que los argumentos varíen, los temas siempre se repiten. En el fértil humus de las contradicciones humanas enraíza este libro, del que nos gustaría se pudiera decir lo que Lucrecio escribió hace poco más de dos mil años: “Al pie de ese árbol se disfruta de los placeres que cuestan poco” y valen mucho.

PRIMERA PARTE

QUÉ PUEDO SABER

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1
LA NARRATIVA CONCÉNTRICA DE LOS ÁRBOLES
(EL TIEMPO)

Nosotros hablamos un lenguaje de animales que no resulta apropiado para relatar una verdad vegetal.

FRANCIS HALLÉ

En el origen del acto de escribir está el gusto de mirar y aprender y la convicción de que las cosas y los seres merecen existir: un sentimiento de respeto y a la vez de gratitud, una curiosidad que es sobre todo una celebración de la pluralidad de las vidas y del valor irreductible de cada una de ellas.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Los árboles dejan constancia de su paso por la Tierra dibujando círculos concéntricos, escriben corteza adentro sus secretos con el pulso firme, los trazos sinuosos y la caligrafía ligada y paciente de la savia seca; llevan la contabilidad precisa de sus años grabada en la piel. Mucho antes de que los seres humanos inventaran el alfabeto, los árboles ya practicaban su propia escritura. La trama de ese relato, pródigo en detalles, puede leerse en los surcos de su tronco mucho tiempo después de que el recuerdo de los acontecimientos que los inspiraron se haya disipado. Algunos de los ejemplares más longevos del planeta ya existían hace cinco mil años, cuando los primeros escribas sumerios y egipcios garabateaban con sus punzones signos e ideogramas en tablillas.

La corteza de un árbol no para de engrosar, dando lugar cada año a un anillo de crecimiento. Su número nos informa de su edad, y la amplitud y las tonalidades de las bandas nos aportan valiosa información acerca de las condiciones climatológicas, las catástrofes naturales y los fenómenos geológicos de ese período. Si no escasearon las lluvias ni las horas de sol, las anillas concéntricas serán anchas. Si, por el contrario, se han producido sequías y heladas, se verán más estrechas. La franja clara de cada banda se desarrolla durante los meses de primavera y verano, cuando las circunstancias atmosféricas propician el crecimiento, mientras que la franja oscura se forma a lo largo del otoño y el invierno. Dado que estas son documentos tan fiables como las piezas del registro fósil, parece lógico que se hayan convertido en el objeto de estudio de un nuevo campo científico. La rama de la botánica que investiga los anillos de crecimiento de un tronco leñoso para determinar la edad del árbol y las condiciones ambientales de su hábitat se conoce como dendrocronología. Este término deriva de las voces griegas dendron, “árbol”; cronos, “tiempo”; y logia, “ciencia” o “estudio”. Fue en 1937 cuando A. E. Douglas fundó el primer Laboratorio de Investigación de Anillos de los Árboles en la Universidad de Arizona, lo que marcó el inicio de esta disciplina académica llamada a alcanzar grandes logros científicos. Finalmente había quien podía descifrar la escritura de los árboles, hasta entonces silenciosos y misteriosos como libros cerrados. Era como si una biblioteca de incunables abriera sus puertas por primera vez. Grabada en su madera estaban las claves para descifrar y comprender muchos acontecimientos significativos del pasado, como lo sucedido en 1816, cuando pareció que el invierno no acabaría nunca, por lo que ese año ha pasado a la historia como “el año sin verano”.

La explicación a aquella ola de frío glacial que arruinó cosechas y provocó hambrunas por doquier hay que buscarla en la violenta erupción del Tambora, un volcán situado en la remota isla de Sumbawa en el archipiélago indonesio, a la que habían precedido otras no menos destructivas en un corto lapso. Entre el 5 y el 10 de abril liberó tantas toneladas de gases, polvo y cenizas a la atmósfera que durante meses una neblina rojiza cubrió el cielo en todas las latitudes, dando lugar a amaneceres y ocasos de una rara belleza. Los rayos del sol se reflejaban en las partículas de dióxido de azufre en suspensión y no lograban caldear con suficiente intensidad la superficie de la Tierra para que germinasen las semillas y madurasen los cereales y las frutas. La severa caída de las temperaturas quedó registrada en los anillos de crecimiento de los robles europeos, más estrechos y pequeños que de ordinario. Los que de esto saben afirman que fue el segundo invierno más crudo desde 1400, y aportan como prueba que los círculos concéntricos grabados en los troncos se hallan significativamente más próximos y, por lo tanto, su madera resulta más compacta.

Tal vez este hecho permita descifrar uno de los secretos mejor guardados de la historia de la música: el timbre sin igual y aún hoy irrepetible de los Stradivarius. Se ha especulado mucho acerca de las misteriosas técnicas que utilizó el maestro lutier de Cremona para fabricar sus legendarios violines de valor incalculable, únicos en su género. Tras someter algunos de ellos a pruebas de rayos X, exámenes bioquímicos y espectográficos y otros sofisticados métodos de análisis digital, los expertos han descartado que la razón de sus irrepetibles cualidades tonales sean el barniz con que fue tratada la madera o la calidad de la cola con la que se ensamblaron las piezas del instrumento, y han concluido que el secreto de su extraordinaria sonoridad reside en la densidad de la madera, proveniente de arces y abetos que habían vivido inviernos extremadamente gélidos. Por la época que nació Antonio Stradivarius (1644-1737) y durante los siguientes setenta años se sucedieron inviernos tremendamente fríos en Europa. Ese período, enmarcado dentro de la Pequeña Edad de Hielo, recibe el nombre de Mínimo Maunder (1645-1715), en honor al astrónomo que aventuró la controvertida hipótesis de que la escasa presencia de manchas solares era la causante de las bajas temperaturas durante aquellos años, pero los árboles fueron testigos fiables de lo sucedido y nos han dejado pruebas escritas en su madera. Claro está que, si lo pensamos científicamente, esta constituye lisa y llanamente los excrementos de los árboles. Vista de ese modo, la poética narrativa de sus anillos queda reducida a las prosaicas fases de crecimiento de su biomasa vegetal.

Todos los seres vivos generan desechos, que deben eliminar eficientemente si no quieren comprometer su supervivencia. Poco importa si se trata de animales, plantas o seres humanos, de individuos o comunidades de individuos, desprenderse de los detritus es la mitad de la salud de un organismo. De lo contrario, sus propias toxinas lo envenenarían. Como escribió el poeta William Blake: “Quien desea y no actúa, cría pestilencia”. Pero no es fácil determinar qué residuos generan los vegetales. Su manera de evacuar los excrementos consiste, según arguyen algunos expertos como Vincent Savolainen, en transformarlos en incrementos. Para ser más precisos, se deshacen de los compuestos fenólicos nocivos almacenándolos en las células vasculares en forma de lignina, lo que mejora su resistencia mecánica y contribuye a su crecimiento. Los árboles, como el resto de las plantas, no dejan de engrosar su tronco. Esa es su razón de ser. En circunstancias desfavorables o excepcionales pueden, eso sí, interrumpir temporalmente su desarrollo para retomarlo más tarde. Tanto es así que, si se les impide medrar por la fuerza, inexorablemente mueren. La metamorfosis sin fin de las proteicas plantas no tiene comparación posible más que con la plasticidad de la psique humana en permanente proceso de construcción.

Conviene recordar que los organismos vivos más grandes, longevos y con más biomasa del planeta son, con independencia de la variedad a la que pertenezcan, árboles. Las secuoyas gigantes, de la familia de las cupresáceas, son los más altos del mundo. Cuarenta de ellos se elevan majestuosamente por encima de los cien metros de altura y siguen creciendo mientras escribo estas líneas. Otro miembro de esa especie, conocido popularmente como General Sherman, pasa por ser el más pesado y voluminoso, el que acumula más metros cúbicos de madera a juzgar por el grosor de su tronco y su colosal copa. Y entre los más viejos se encuentra un pino, bautizado como Matusalén, de las Montañas Blancas de California, al que se le atribuyen 4.841 años de antigüedad; un ciprés, más conocido como Zoroastrian Sarv, de la provincia de Yartz en Irán con una edad estimada de al menos 4.000 años; el tejo que crece en un pequeño cementerio parroquial junto a la iglesia de St. Digan en Llangernyw, Gales, que supera de largo los 3.000 años; el Castaño de los Cien Caballos localizado en las laderas del monte Etna en Sicilia, el más anciano de su especie, con una edad comprendida entre los 2.000 y los 4.000 años; o el olivo de Vouves en la isla de Creta asimismo de más de 3.000 años de vida, entre otros muchos árboles milenarios repartidos por los cinco continentes.

La mayoría de los países cuenta con algún ejemplar emblemático, que desempeña un papel importante en sus mitos fundacionales. Los credos religiosos más diversos los han convertido en un símbolo sagrado. En todas las épocas, los profetas, los hombres santos y los maestros espirituales se han cobijado bajo sus sombras protectoras y han invocado su sabiduría silenciosa para ilustrar sus parábolas. En sus enfervorizadas prédicas han revestido múltiples significados. Un árbol sostiene el cielo; otro crece en medio del jardín del Edén; un tercero representa el eje del mundo; un cuarto personifica a la diosa madre o la inmortalidad. Y otro tanto ocurre con sus flores, sus frutos, sus ramas o sus raíces. Su poder de fascinación tal vez derive de que, como escribe Paul Valéry, “exponen en el espacio un misterio del tiempo”. Pero mientras que los seres humanos vivimos en un eterno presente, ellos fluyen en el curso cíclico, circular, estacional de los años, en el que todo regresa sin repetirse. Puede que su narrativa carezca de argumento y personajes, pero revela claramente su voluntad de perdurar, de dejar testimonio de su existencia. Se limitan a escribir para la posteridad una crónica sin fingimientos ni aspiraciones de gloria, pura y simplemente hacen un honesto relato de sus fatigas y días a la intemperie. A su manera son consumados escritores. Esa es su segunda naturaleza. Su otro yo. Sus obras se ven, el tiempo no.

El más insondable de los misterios, que los calendarios solo explican parcialmente, es la naturaleza huidiza del tiempo. Así lo daba a entender san Agustín en sus Confesiones: “Si me lo pregunto, lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé”. El tiempo es el ingrediente secreto de todas las fórmulas magistrales de la buena vida, hasta el punto de que disponer de él significa el mayor lujo y, sin duda, es una de las credenciales del sabio. A pesar de que nada permanece y todo cambia, o quizá por eso mismo, llevamos un cómputo obsesivo del tiempo. El tictac de los relojes rige, mal que nos pese, nuestras existencias. Frente a esa representación del tiempo circular y geométrica, se halla la lineal, aritmética y cronológica de los calendarios. En sus hojas físicas o virtuales se percibe este como una sucesión, que va del pasado al futuro, pasando por el presente. Pero una cosa es la medición objetiva e imparcial de los días y otra bien distinta su experiencia subjetiva. A veces las horas se nos hacen eternas y otras discurren veloces, pero nunca salimos de la cárcel con la puerta abierta del ahora. Aunque nuestra vida suceda en un punto de no retorno, irónicamente todo regresa sin repetirse. Y digo irónicamente porque el lector como yo, como cualquiera, padece la enfermedad del tiempo. Si nos hacemos la falsa ilusión de controlarlo, es tal vez para consolarnos de no saber qué nos deparará el mañana. Cuántos años nos serán concedidos antes de que nos sorprenda la muerte. Así se explica que quien más quien menos busque dejar constancia de su existencia.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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2
DE LA FILOSOFÍA OCULTA DE LAS PLANTAS
(LA VERDAD)

El jardín es un lugar para ‘los entusiasmos filosóficos’.

JOHN EVERLYN

En todos los tiempos y bajo todos los cielos los seres humanos se han servido de la magia oculta de las plantas y los hongos de su entorno para alterar la química cerebral, escapar del aquí y el ahora, soñar despiertos y ponerse en contacto con los dioses, las musas, los muertos, los espíritus del lugar o su verdadero yo. Allá por el siglo V a. C. en el templo de Apolo, en Delfos, la Pitia, una sacerdotisa o sibila, inhalaba el humo del beleño para inspirarse a la hora de anunciar sus oráculos. Sin salir de la Grecia clásica, durante las orgías dionisíacas el vino era adulterado con el jugo de la belladona. Y otro tanto ocurría con la pócima secreta que libaban los aspirantes a conocer los misterios de Eleusis, enriquecida con cornezuelo, un hongo alucinógeno que parasita e infecta las espigas de centeno y ciertas hierbas silvestres. Muchos de los más relevantes filósofos de la Antigüedad, Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro…, participaron en estos u otros rituales iniciáticos en los que se solían ingerir plantas y setas con propiedades psicoactivas, mezcladas o no con vino, como mensajeros divinos. Nunca sabremos a ciencia cierta en qué consistían esas ceremonias, pero está documentado que los intervinientes experimentaban un estado de muerte aparente y un renacimiento simbólico. Algunos han descrito esa experiencia como éxtasis, palabra de origen griego que significa literalmente “estar fuera de sí”.

Durante el medievo las brujas preparaban ungüentos y bebedizos con belladona, beleño y mandrágora, plantas que contienen alcaloides psicotrópicos. Y, por su parte, los alquimistas utilizaron otras como la lunaria, la celidonia y el lentisco en la fabricación del lapis philosophorum o piedra filosofal, que, además de transmutar los viles metales en oro puro, servía de elixir de la eterna juventud. La sabiduría enigmática de los vegetales ha ejercido un gran poder de fascinación, al que no ha escapado ninguna cultura, ningún pueblo, ninguna época. Las tribus de Siberia ingieren hongos alucinógenos dentro de sus ceremoniales religioso-mágicos para comunicarse con los antepasados y ver el futuro. Los indios yaquis del desierto de Sonora se embriagan con pulque, una cerveza de pita aderezada con extractos de Datura, una planta con propiedades alucinógenas, y danzan hasta la extenuación. Los aborígenes australianos utilizan resinas de las acacias como aditivo de un brebaje llamado pituri que provoca visiones. Los jíbaros de la Amazonía creen que, bajo los efectos de la ayahuasca, el alma puede abandonar el cuerpo y vagar libremente. Los tarahumara de México ingieren crudo, seco, en pasta o infusión el peyote, un cactus psicoactivo, como parte de rituales sagrados y ceremonias de sanación. En la medicina tradicional china se utilizan desde tiempo inmemorial las flores y las raíces de Ma huang, que contienen efedrina, un potente estimulante.

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Podemos ver a muchos de los grandes filósofos, de Pitágoras a Nietzsche y de Parménides a Foucault, pasando por Epicuro, Ficino y Wittgenstein, como los descendientes directos de los viejos taumaturgos, los magos, los alquimistas y los adivinos, como los legítimos herederos de una tradición chamánica que, paradójicamente, han contribuido a hacer desaparecer a lo largo de los siglos. Mientras impulsaban el pensamiento racional y colaboraban en el desarrollo del método científico, se convertían en los últimos portadores del fuego secreto y en los depositarios del antiguo ideal de una sabiduría a la par curativa y catártica. En un mundo progresivamente despojado de misterio y magia, ellos han desempeñado, consciente o inconscientemente, el papel de guías espirituales, de mensajeros entre el mundo de arriba y el de abajo, de médicos del alma. Más que de pensadores, cabría calificarlos de magistri vitae, maestros de vida. Sus enseñanzas son eminentemente prácticas, no positivas ni productivas, sino útiles para vivir sin amos y alcanzar la tranquila posesión de uno mismo sin la ansiosa espera de bienes o males futuros. Practicar la ética del diálogo, vivir conforme a la razón y adiestrarse en el desapego material y la perfecta indiferencia fueron sus particulares ejercicios espirituales y sus ritos de purificación y renovación interior.

Al principio del diálogo platónico Fedro, Sócrates afirma que “nuestras mayores bendiciones nos vienen por medio de la locura”. Y qué mejor manera de inducir un estado de enajenación transitoria que a través de la ebriedad. La experiencia del éxtasis, de la posesión divina y del rapto psíquico provoca una ruptura con la normalidad, abre una brecha en la realidad por la que se advierte el espejismo en el que vivimos y, de paso que cae la venda de los ojos, se tiene la aterradora, maravillosamente aterradora, impresión de viajar sin moverse del sitio. Quien se ha acercado a las fronteras de lo real, ha traspasado el umbral de las apariencias y se ha asomado a los abismos sin fondo del ser no puede seguir viviendo como antes. Una manera efectiva de rebasar los propios límites y acceder a un estado de conciencia superior es embriagarse. Dejarse llevar por los efectos imprevistos de los estupefacientes vegetales abre el camino hacia una comprensión más penetrante y sutil de las cosas. La lucidez de la que hacen gala algunos pensadores y artistas parece indisociable del consumo de ciertos tóxicos.

Es difícil saber qué valor se debe conceder a los testimonios que aseguran que algunas de las intuiciones, las ideas y los conceptos más originales de renombrados filósofos fueron concebidos en estado de trance, bajo el influjo de narcóticos, estimulantes, alucinógenos o hipnóticos. Nos desconcierta imaginar que Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro y otras sacrosantas figuras del olimpo filosófico se drogaran, si es que esta expresión resulta aceptable, con plantas psicoactivas o, planteándolo de forma aún más irreverente, concibieran algunas de sus teorías “colocados”. Quizá la única manera de explicar su clarividencia, su inventiva y sus proezas intelectuales sea admitiendo que ciertas sustancias de origen vegetal sirvieron de combustible a su raciocinio, desataron sus dotes creativas y proporcionaron alas a su mente. Así se explica que se aventuraran a pensar más allá de sí mismos y a expresar lo que nunca fue dicho por nadie. La “idea” platónica, la “sustancia” aristotélica, el “genio maligno” cartesiano, el “noúmeno” kantiano, la “voluntad de poder” nietzscheana y un sinfín de conceptos por el estilo, que sería muy prolijo enumerar aquí, parecerían puros desvaríos si no fueran también hallazgos decisivos.

Aceptamos sin demasiada oposición que los filósofos exhiban facultades proféticas, ofrezcan visiones reveladoras e inspiradas intuiciones, y nos hablen con esa autoridad que únicamente concedemos a quien vive coherentemente, en armonía con sus propias convicciones, de un mundo de esencias puras, entes invisibles y realidades sobrenaturales. Algunas de sus frases más conocidas parecen escritas en un lenguaje iniciático y suenan como conjuros. Su poder para transformar nuestra percepción de la realidad, transmitir mensajes codificados del inconsciente e invocar las fuerzas irracionales es propio de los oráculos. Baste recordar algunas memorables: “La angustia es el vértigo de la libertad” (Kierkegaard), “Un hombre puede hacer lo que quiere, pero no elegir lo que quiere” (Schopenhauer), “Tenemos el arte para no morir de la verdad” (Nietzsche), “Solo hay mundo donde hay lenguaje” (Heidegger), “Nada es tan difícil como no engañarse” (Wittgenstein), “El hombre está condenado a ser libre” (Sartre) y podríamos seguir y seguir.

La llave maestra con la que las plantas y hongos psicoactivos consiguen abrir las puertas de nuestra percepción y el candado de las estancias más secretas de nuestra mente son sus principios activos, en la mayoría de los casos alcaloides, cuya composición química es afín a la de los neurotransmisores cerebrales. Como señalan dos de las más renombradas autoridades mundiales en la materia, el doctor Richard Evans, uno de los fundadores de la etnobotánica, y Albert Hofmann, el descubridor del LSD, en la obra ya clásica Plantas de los dioses (1979): “No es casual que los alucinógenos más importantes de los vegetales y las hormonas cerebrales, serotonina y noradrenalina, tengan la misma estructura. Esta asombrosa relación puede ayudar a explicar la potencia psicotrópica de estos alucinógenos”. Este extraordinario parentesco explica el cómo pero no el porqué las semillas, las hojas, las raíces, las flores, los frutos e, incluso, la savia, la resina o el néctar de ciertas plantas u hongos son capaces de distorsionar nuestra percepción del tiempo, aguzar nuestros sentidos, alterar y ampliar nuestra conciencia y provocar intensas emociones.

Albert Hofmann (1906-2008) ha pasado a la historia por sintetizar en 1943 el LSD (dietilamida de ácido lisérgico) durante una investigación sobre el cornezuelo (Claviceps purpurea), un hongo parásito que infecta los cultivos de gramíneas. Esa sustancia psicotrópica empezó a utilizarse con fines terapéuticos en el tratamiento de trastornos mentales como la esquizofrenia antes de convertirse en una de las drogas más populares de nuestro tiempo. Lo más asombroso de ese accidental descubrimiento es que el susodicho cornezuelo ya se ingería en la Grecia clásica dentro de los rituales anuales de iniciación de los Misterios de Eleusis, llamados así porque nadie podía revelar, so pena de cometer un crimen y ser condenado a muerte, lo que sucedía en el santuario. Hofmann, entre otros expertos, especuló con la posibilidad de que, en el transcurso de los ceremoniales en honor de Deméter, la Diosa Madre, y de su única hija Perséfone, raptada por Hades y conducida al reino de los muertos para convertirse en su esposa según la mitología griega, los participantes libasen una poción sagrada (kykeon), que entre otros ingredientes contenía este hongo alucinógeno. Bajo sus efectos, tenían reveladoras visiones del más allá, descendían al mundo subterráneo y entraban en comunión con las deidades. Esa sobrecogedora e inefable experiencia de posesión espiritual, muerte simbólica y resurrección, que solía ir acompañada de síntomas físicos como temblores, vértigos, náuseas, fiebres y sudores fríos, transfiguraba a los iniciados.

Algunos estudiosos de la cultura griega como Carl A. P. Ruck propusieron acuñar el término “enteógeno”, que significa literalmente “dios dentro de nosotros”, para designar esas experiencias trascendentales (éxtasis místicos, trances proféticos, epifanías, arrebatos eróticos y otros estados de enajenación transitoria) causadas por la ingesta de sustancias vegetales, con frecuencia fúngicas, en el contexto de ritos o ceremoniales religiosos o chamánicos, y distinguirlas así de las alteraciones de conciencia producidas por las drogas consumidas con fines recreativos. Hay muchas plantas enteogénicas que la humanidad todavía no ha descubierto, y cuyos efectos narcóticos, hipnóticos, eufóricos, psicodélicos, alucinógenos o tranquilizantes no podemos ni imaginar. No está de más recordar que la flora terrestre abarca alrededor de medio millón de especies, y aproximadamente dos tercios siguen siendo desconocidas. Y del tercio que hemos catalogado, por lo menos un millar poseen propiedades psicoactivas.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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PASTORAL PARA INCRÉDULOS
(EL PASO DEL MITO AL LOGOS)

Los futuros no realizados son solo ramas del pasado: ramas secas.

ITALO CALVINO

Si el bosque representaba para los románticos el templo de la filosofía, sin duda el jardín constituía su refugio. El primero que se construyó en el continente europeo con vocación claramente filosófica fue Ermenonville. Ese parque paisajista, concebido por el marqués René-Louis de Girardin en las tierras que rodeaban su castillo entre 1763 y 1774, refleja a la perfección la nueva concepción de la naturaleza del siglo XVIII. Imbuido del espíritu de Las Luces, su creador puso allí las ideas clásicas al servicio de una estética revolucionaria. Si dominar había sido el verbo más importante del lenguaje jardinero hasta entonces ahora se trataba, por el contrario, de fundirse con el paisaje, de conferir, valga la paradoja, una apariencia natural a la propia naturaleza.

La fuente de placer sensorial e intelectual que brinda esa obra de arte viva ya no será la supremacía del hombre sobre la naturaleza sometida a un tratamiento arquitectónico y un orden geométrico, sino la celebración de su belleza salvaje, cuidadosamente perfeccionada por el diseño y enfatizada por construcciones pintorescas, cargadas de referencias literarias y resonancias filosóficas, que invitan a una visión secuencial y dinámica del parque. Abundan en estos nuevos parques paisajistas los decorados y las tramoyas para pensar: grutas, ermitas, templos, cabañas y demás construcciones o fabriques de reminiscencias clásicas destinadas a provocar asociaciones filosóficas y celebrar las ideas de quienes, como escribe William Gilpin, “hicieron de la virtud su único anhelo y del bienestar de la humanidad su único afán”. Se trata de una concepción teatral del parque, donde se suceden escenas cargadas de dramatismo e intensidad emocional, en las que el visitante representa a un mismo tiempo el papel de espectador y actor. Esa dualidad evidencia su carácter de jeu d’esprit, de artefacto filosófico. Pasearse por el jardín ya no significa únicamente estirar las piernas y oxigenar los pulmones sino también observar y actuar, interrogarse a uno mismo y entablar un diálogo con el paisaje. Al puro y simple placer de respirar, a la dicha elemental de existir y a la alegría sin sombras del cuerpo en movimiento se suman otras fuentes de gozo: la despreocupada concentración en el presente y la reconexión vital y espiritual con la tierra que pisamos.

Images

Los parques paisajistas exclaustraron la filosofía y transformaron el paseo en una práctica estética, donde la imaginación creativa participa en la salud del cuerpo y la psique. Y en ese sentido puede decirse que hicieron realidad el antiguo ideal de la filosofía como medicina del alma formulado por Sócrates. El amor a la sabiduría, entendido como lúcida serenidad, libertad interior y conciencia de pertenecer a un Todo, que alumbra y orienta el camino de los sabios, formará parte también de la experiencia del jardín. Sea como fragmentos del paraíso o como esbozos de la Arcadia soñada, los jardines invocan las intemporales aspiraciones de la filosofía y nos permiten visualizar cómo sería una vida más plena y gozosa. En ellos, hoy como antaño, se escucha el eco de tiempos mejores, se percibe la fragancia de las flores del Edén perdido, se respira la utopía de un mundo mejor. Los seres humanos siempre han ajardinado sus sueños, han engalanado con flores y árboles sus ideas de una buena vida, como si no pudieran imaginar la esquiva felicidad sin el verdor de las plantas.

Al pasear por Ermenonville se tiene la impresión de que, como sugirió Christian Hirschfeld, ninguna de las ciencias del espíritu se halla tan cerca del arte de los jardines como la filosofía. Tal vez porque esos oasis de verdor expresan mejor que otras creaciones intelectuales la relación entre lo bello, lo bueno y lo útil. Diseminadas por el microcosmos del parque se suceden una serie de construcciones pintorescas, entre las que destacan el Templo de la Filosofía Moderna, el Altar de la Ensoñación, la Gruta de las Náyades, el Teatro de Verdura…, que constituyen hitos o paradas obligatorias de un paseo de ronda convertido en un itinerario físico y mental. Esas escenografías entre lo arcádico y lo utópico enfatizan la belleza natural y aportan una narrativa al proyecto de Ermenonville que expresa no solo una cosmovisión y un programa estético sino también un modelo de sociedad y un ideal de vida.

Mientras que el jardín formal impone al visitante los trayectos a seguir, así como los puntos de vista y los enclaves desde donde se debe contemplar el paisaje, Ermenonville invita, por el contrario, a pensar con los pies, a la deambulación filosófica, a sumergirse en el entorno y a gozar con el descubrimiento de los diferentes cuadros paisajistas y vistas panorámicas; en suma, a seguir el ejemplo de su más ilustre huésped, Jean-Jacques Rousseau, y entregarse a las ensoñaciones del paseante solitario. El autor del Emilio pasó sus últimos días precisamente en Ermenonville, invitado por el marqués de Girardin, su ferviente admirador. Llegó el 20 de mayo de 1778 y entregó su alma a Dios o la Nada el 2 de julio. Sus fatigados huesos recibieron sepultura en una recoleta y encantadora isla situada en medio de un estanque. Hasta esa tumba a la sombra de unos frondosos álamos temblones, convertida en un lugar de la memoria, peregrinarán para rendir testimonio de su admiración al “filósofo de la naturaleza y la verdad”, según reza la inscripción de la lápida, célebres personajes como Robespierre, madame de Staël, Victor Hugo o Napoleón, mucho tiempo después incluso de que sus restos mortales fueran trasladados por orden de las nuevas autoridades republicanas al Panteón de París, junto a los grandes hombres de la nación.

Ermenonville hizo suyo el ideario paisajista e importó a Francia la estética irregular y desgeometrizada de los jardines morales ingleses, muy especialmente de The Leasowes (Shropshire) en el corazón de Inglaterra, que visitó el marqués en 1763 al poco de fallecer su creador, el poeta William Shenstone (1714-1763). Cuando este heredó la hacienda familiar, volcó sus energías creativas, muy por encima, todo hay que decirlo, de sus recursos financieros, más bien modestos, en transformar las tierras de labor y pasto en un poema visual o, por usar una expresión de su agrado, una granja ornamental (ferme ornée, ornamental farm). The Leasowes concilia un idílico paisaje pastoril con una explotación agropecuaria eficiente y los placeres de la imaginación con las virtudes de la productividad.

Ermenonville rinde homenaje a ese jardín-poema y a su creador de muchas maneras. De Shenstone son los versos que se reproducen en la pared rocosa de la Gruta de las Náyades, dedicada a las ninfas de la mitología griega, situada junto a la presa que embalsa las aguas de un arroyo para formar el estanque donde se encuentra la Isla de los Álamos. Esa inscripción recuerda a la que figuraba en la casa de raíces de la Arboleda de Virgilio (Virgil’s Grove), uno de los elementos visuales más emblemático de The Leasowes y que, a su vez, homenajea a este poeta latino, autor de la Eneida e inspirador de la utopía poética de la Arcadia, donde, según escribió Arthur Schopenhauer, “todos hemos nacido”.

Resulta curioso pensar que Ermenonville intentó reproducir en tierras francesas el bucólico encanto del jardín paisajista inglés, que, a su vez, emulaba la campiña italiana pintada por Claude Lorraine, Nicolas Poussin, Salvatore Rosa y otros miembros de la escuela de Roma. En los lienzos de estos artistas de diversa procedencia esos pintorescos parajes aparecían retratados con los rasgos de la Arcadia feliz. Pero esa agreste región central del Peloponeso, rodeada de montañas, escasamente poblada y de un clima inclemente, nunca estuvo a la altura de su leyenda. La Arcadia griega, tantas veces soñada y revisitada, poco o nada tiene que ver con el paraíso pastoril, de rústica simplicidad y primitiva belleza, que retrataron los poetas renacentistas en sus versos inspirándose, por otra parte, en Teócrito y Virgilio.

Esa tierra, cuna del amor y de la poesía, habitada por pastores de refinada sensibilidad, nunca existió más que en la exaltada fantasía de los literatos y artistas. Ese nombre de resonancias clásicas invoca el anhelo de retornar a la pureza de los orígenes, un mito de nunca acabar que no ha perdido su poder de evocación, ni ha dejado de metamorfosearse desde el romanticismo. Cada generación se ha dejado seducir por ese anhelo de rústica simplicidad, ha sido presa de la nostalgia de lo primitivo y del impulso de huir de lo real en pos de la inocencia primordial, y se ha imaginado ese paraíso terrenal de una manera diferente.

Herederos de esa tradición arcádica son, por ejemplo, los parques públicos de muchas ciudades occidentales. Desde la segunda mitad del siglo XIX se crearon de acuerdo con los ideales democráticos y los principios en vigor del urbanismo moderno para atender las demandas de recreo y esparcimiento de la pujante clase trabajadora siguiendo la estética del jardín paisajista, solo que, por lo general, de mayores dimensiones. No faltan en ellos, junto a las construcciones pintorescas de antaño, nuevas edificaciones de acero y cristal como los invernaderos. Las ciudades jardín y las diferentes ecotopías surgidas a lo largo del siglo XX se seguirán mirando en el espejo de la Arcadia. Y ese nombre probablemente seguirá conjurando la elegíaca añoranza de la naturaleza en las ciberpolis masificadas del futuro.

En un permanente juego de espejos y referencias cruzadas, de citas visuales y resonancias espaciales, de ecos de ecos y lugares que remiten a otros lugares de una geografía sentimental e intelectual, los jardines paisajistas trenzan una tupida red de significados. Las sombras de la caverna platónica se pasean por los muros de los ninfeos, las grutas y los manantiales. La presencia del sabio solitario, retirado del mundo y consagrado únicamente al conocimiento, se adivina más que verse en las ermitas y cabañas. La sola visión de un templo en ruinas sume al paseante en sombrías reflexiones sobre las usuras del tiempo. El murmullo de las aguas del arroyo que serpentea por los prados trae a la mente las palabras de Heráclito: “no te bañarás dos veces en las aguas del mismo río”. Al contemplar el reflejo de las nubes que arrastra el viento sobre la superficie rizada de la laguna, despertamos del espejismo de las apariencias y nos asomamos súbitamente al fondo inasible del ser.

Esas y otras escenografías de gran densidad simbólica y carga emocional transforman el paisaje en un discurso filosófico; y el sendero zigzagueante que recorre el parque en un camino iniciático. Al descifrar los mensajes ocultos en esas representaciones, el paseante se siente tocado en lo más profundo y le embarga una emoción que se parece mucho al asombro que, según Aristóteles, hizo nacer en los seres humanos el deseo de hacerse preguntas, pues estos “comienzan y comenzaron a filosofar movidos por el estupor” ante el hecho insólito de que las cosas sean lo que son. Revivir ese deslumbramiento, que no tiene cabida en las palabras, es el propósito de todo verdadero jardín, que, pese a su condición efímera, constituye uno de los símbolos más perdurables de la eternidad.

Ahora bien, el paso del mito al logos dista mucho de ser una etapa superada de la civilización. Todavía no ha culminado el proceso iniciado en el siglo VII a. C. en las polis griegas que condujo a la paulatina renuncia de las explicaciones de carácter mítico acerca de los hechos en beneficio de otras de tipo racional. El comienzo de la filosofía y de la ciencia no supuso, ni mucho menos, el abandono del pensamiento mágico. En muchos sentidos la humanidad aún no ha salido de la infancia o, si se prefiere, alcanzado la madurez intelectual. La suficiencia racional, que predicaban las antiguas escuelas socráticas, continúa siendo una aspiración más que una realidad.

El nacimiento de la filosofía, por lo demás, resulta indisociable de la noción de una naturaleza o physis gobernada por leyes, cuyo comportamiento se torna predecible para aquel que las conoce. No por nada el primer filósofo del que se tiene noticia, Tales de Mileto, fue también el primer hombre que pronosticó un eclipse de sol. Cuando el ser humano fue capaz de leer el libro de la Naturaleza con los ojos del entendimiento, dio comienzo un nuevo capítulo de su historia, pero eso no significó que los mitos y las presencias sobrenaturales desaparecieran de su vida. Sustituidos por fuerzas físicas, mensurables y cuantificables, y principios matemáticos universales, las divinidades se retiraron del mundo visible y se refugiaron en los recovecos de la imaginación y las profundidades del inconsciente.

A medida que se impuso una visión materialista de la realidad, se hizo innecesario honrar a los dioses, aplacar su cólera o atraer su favor con sacrificios, plegarias o celebraciones periódicas. Pero contrariamente a lo que podría pensarse, estos no dejaron de ejercer su poderoso influjo sobre el destino de los mortales. El conocimiento científico ha convivido siempre con ficciones colectivas, fantasías compensatorias y mitos de la tribu. La necesidad de justificar con argumentos racionales nuestras afirmaciones no nos ha vacunado contra el autoengaño y el miedo a la libertad. A menudo estamos más dispuestos a mentirnos que a modificar nuestras creencias. Con más frecuencia de la que nos gustaría reconocer, nos negamos a aceptar las evidencias que contradicen nuestras convicciones más arraigadas y rebaten nuestras emociones. Cada cual ha de realizar su particular paso del mito al logos, recorrer por su propio pie el arduo trayecto que conduce del narcisismo infantil a aceptar que el mundo es como es, y alcanzar una conciencia desencantada y realista de uno mismo. Se mire como se mire, esa es la tarea primordial de la vida. Cuanto menos diste lo que creemos ser de lo que verdaderamente somos, más inmunes nos volveremos a la decepción y menos necesitaremos para ser felices.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

ASSUNTO, Rosario (1981): Filosofia del Giardino e Filosofia nel Giardino. Saggi di teoria e storia dell’Estetica, Roma, Bulzoni.

— (1991): Ontología y teleología del jardín, Madrid, Tecnos, Metrópolis.