La colección Emaús ofrece libros de lectura
asequible para ayudar a vivir el camino cristiano en el momento actual.
Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia la que se dirigían dos discípulos desesperanzados cuando se encontraron con Jesús,
que se puso a caminar junto a ellos,
y les hizo entender y vivir
la novedad de su Evangelio.
Juan Martín Velasco
Celebración cristiana, con pasión y esperanza
Colección Emaús 153
Centre de Pastoral Litúrgica
Directora de la colección Emaús: Mercè Solé
Diseño de la cubierta: Mercè Solé
© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA
Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona
Tel. (+34) 933 022 235. wa 619 741 047
cpl@cpl.es – www.cpl.es
Primera edición digital: septiembre de 2018
ISBN: 978-84-9165-175-8
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Presentación
Con motivo de los 50 años de la revista Misa Dominical, reunimos en sendos libros de la colección Emaús las colaboraciones de cuatro de los autores que en estos años han escrito en la sección «Última página». Juan Martín Velasco es, no solo uno de ellos, sino quien durante más tiempo lo ha hecho, concretamente durante 25 años. Comenzó en el inicio de la sección, en el año 1991, y continuó hasta el año 2016. Un total de 94 artículos que recogemos en esta publicación que presentamos.
Juan de Dios Martín Velasco ha sido un sacerdote y teólogo significativo, también un hombre clave de la Iglesia de España en los años del posconcilio y de la transición política, y todavía felizmente activo. Nacido en Santa Cruz del Valle (Ávila) en 1934, es sacerdote diocesano de Madrid, en su diócesis fue rector del Seminario (1977-1987) y director del Instituto Superior de Pastoral (durante 16 años). Doctor en Filosofía en Lovaina, fue profesor de la Universidad de Salamanca y de la Facultad de Teología «San Dámaso» de Madrid, además de dar cursos y conferencias en otros centros académicos. Autor de múltiples libros y artículos, su especialidad ha sido la fenomenología de la religión, y a su alrededor también todos los temas que vinculan el hecho religioso con la cultura actual y el mundo moderno. En él convergen un pensador de gran finura espiritual, un teólogo profundo y competente, un espíritu abierto y en diálogo con la sociedad contemporánea, y un hombre de sensibilidad y fidelidad a la Iglesia. Evidentemente todo eso ha sido posible porque Juan Martín Velasco ha compaginado siempre sus estudios y su dedicación académica con sus responsabilidades eclesiales y su servicio pastoral como sacerdote diocesano (por cierto, siempre en barrios populares).
Todo este bagaje ha quedado reflejado en sus artículos en la «Última página» de Misa Dominical; fiel al espíritu con el que se creó esta sección, en la que algunos autores reconocidos se alternan expresando sus opiniones en una página en la que no hay temas prefijados. Así, puede verse cómo Juan Martín Velasco ha hablado de liturgia, ciertamente, de temas relacionados con la celebración de la fe; pero siempre en relación con la pastoral, tal como corresponde a la revista donde se publicaban estos artículos, y también con la vida cristiana en el mundo actual. Así, ha hablado de la importancia de unas celebraciones vivas y participadas, expresión de la vida de la comunidad, del lenguaje, de su dimensión de oración y de silencio, de las homilías, de la vivencia de la fraternidad, del compromiso que comporta la celebración... Y más allá de la liturgia, ha tratado del hecho religioso, de la espiritualidad y la experiencia cristiana, de la secularización de la sociedad, de las comunidades cristianas de hoy, del laicado, de la Iglesia y de su necesaria renovación, de las implicaciones de la fe en la vida, de la relación del cristianismo con la cultura... Y sobre todo ha hablado, claro está, de Dios, de Jesucristo y del Evangelio. Y siempre con aquellos rasgos que antes destacábamos de su personalidad y de su maestría: profundidad teológica y espiritual, espíritu crítico y abierto, atento a la realidad y a la gente de hoy, y a la vez con una gran fidelidad y amor a la Iglesia.
Un auténtico privilegio haber podido contar con estos escritos, que pueden ayudarnos a todos a vivir nuestra experiencia cristiana y también la celebración de nuestra fe. Unos textos que hacen pensar, pero también rezar, celebrar y vivir. Agradecemos de todo corazón su servicio durante tantos años, como teólogo, como pastor, y también su valiosa y provechosa colaboración con Misa Dominical.
Xavier Aymerich,
director de Misa Dominical
«Crisis de la práctica religiosa y celebración cristiana (I)
Todos los estudios recientes ponen de relieve la crisis de la práctica religiosa que padecen los todavía muy numerosos españoles que se consideran católicos. Hace no mucho tiempo, alguien que conoce perfectamente los datos resumía la situación diciendo que, en los últimos quince años, el número de los católicos no practicantes, en España, se había multiplicado por cuatro.
Quiénes sean, cómo vivían su vida cristiana, qué relación mantengan con la Iglesia, en qué crean esos que en las encuestas se autodefinen como no practicantes, no resulta fácil de precisar. Pero hoy sabemos, gracias precisamente a estas encuestas, que los no practicantes no son solo cristianos que desertan de las prácticas del culto. Con ese nombre se designan a sí mismos personas que mantienen una identificación cultural, social y tradicional con el catolicismo y la experiencia de necesidades religiosas más o menos vagas, a las que no parece responder el cuerpo de mediaciones que la Iglesia ofrece como normativo en el terreno de la doctrina, el culto y la moral. De ahí que los católicos no practicantes, además de haberse alejado del culto, den muestras de padecer un deterioro considerable de los contenidos de su fe, y un distanciamiento muy notable en relación con la aceptación de las normas de la vida moral dictadas por la Iglesia.
El número muy considerable de tales católicos confiere, al conjunto de los católicos españoles, los perfiles de colectivo en crisis, falto de identidad y carente de entusiasmo que los creyentes tanto lamentamos, y algunos no creyentes tanto airean para justificar la escasa importancia social que ellos le atribuyen.
De estos católicos se preocupan los proyectos pastorales de las diócesis cuando, haciéndose eco de las preocupaciones del Papa, proponen planes de nueva evangelización. Pero de los no practicantes deberíamos preocuparnos también los responsables de las celebraciones litúrgicas a la hora de prepararlas y presidirlas. Porque muchos de los no practicantes han sido, tal vez hasta hace poco, ocasionales o asiduos miembros de nuestras asambleas litúrgicas, y tal vez sea la rutina, la falta de vida, la falta de interés e incluso la dignidad de nuestras celebraciones lo que, junto a otras causas de orden sociocultural que no conviene olvidar, los ha llevado a su actual alejamiento. Porque además, no faltarán ocasiones en las que, por razones sociales, familiares o culturales, bastantes no practicantes habituales acuden a nuestras celebraciones vivas y en ellas puedan tener la ocasión de un reencuentro con celebraciones que despierten su interés o, por el contrario, la confirmación de que tales celebraciones siguen discurriendo al margen de la vida y no les aportan nada mínimamente interesante.
(1991, número 6)
Crisis de la práctica religiosa y celebración cristiana (II)
Resulta difícil dar con las formas de celebración que, por una parte, se adelanten a la posible crisis de la práctica religiosa de los miembros de nuestras comunidades y la prevengan eficazmente y, por otra, atraigan y convoquen de nuevo a los que considerándose creyentes se ven ya afectados por ella.
La primera condición para que las asambleas litúrgicas avancen en este sentido es anterior a la celebración misma. Se refiere a la existencia de una comunidad cristiana que, por su forma de creer y de vivir, dé testimonio de la buena nueva de la que vive. Una comunidad de cristianos que confiesa su fe y da testimonio de ella a través de la forma de vivir evangélica, servicial y esperanzada de sus miembros, suscita sin duda preguntas, despierta inquietudes que conducen a los alejados a interesarse por el secreto que los anima y a desear compartirlo con ellos.
Pero es evidente que pocos medios hay más eficaces que una celebración viva y participada para dinamizar y hacer progresar la fe de una comunidad cristiana y ayudar a ponerla en estado de comunidad confesante. Aunque para descubrirlo es indispensable superar tendencias individualistas muy arraigadas en la concepción de la vida cristiana y prejuicios inveterados para los cuales el culto es, sobre todo, objeto de precepto y fuente de méritos. Es un hecho que una comunidad en la que se produce la hemorragia de miembros que supone el alejamiento de la práctica religiosa hace tiempo que ha dejado de ser una comunidad atractiva e irradiante, y que la mejor forma de salir al paso de la deserción de los que quedan es la revitalización de la comunidad, para lo que la revitalización de las celebraciones es un medio importante.
Pero además, en el fenómeno del alejamiento de la práctica con frecuencia se hace presente un debilitamiento de la fe originado, en muchos casos, por la falta de testimonios significativos, de noticias creíbles sobre Dios en el medio ambiente de quienes lo padecen. Y no desearíamos olvidar, a la hora de preparar y realizar nuestras celebraciones, que, vividas con cuidado, puestas en relación con el mundo y sus problemas, pueden resultar un símbolo, un sacramento inigualable de la Presencia del Misterio que interprete y provoque la fe de los que –tal vez por razones no religiosas– se reducen a asistir a ellas. También de una asamblea así podría decirse que, si entra en ellas un profano o un infiel, es seguro que cayendo rostro en tierra adorará a Dios «proclamando que verdaderamente Dios está entre vosotros» (1Cor 14,25).
(1991, número 10)
Silencio para lo esencial
Hace poco se quejaba un autor prestigioso de que, en la Iglesia, en los últimos años, hablándose de muchas cosas se guarda el mayor silencio sobre lo esencial. Tal vez esa queja sea legítima y digna de ser tenida en cuenta en algún sentido. Porque no deja de ser verdad que los eclesiásticos tenemos con frecuencia palabras sobre todo y, especialmente, sobre las cuestiones que atañen a la Iglesia y, en cambio, parece que no sabemos hablar sobre Dios y su Reino, sobre lo único necesario, frente a lo cual todo lo demás no es más que añadidura.
Pero yo tengo la impresión de que, hablando poco de Dios y su Reino, tal vez hablemos también demasiado porque, con frecuencia, hablamos tan solo por no callar. Hablamos de oídas, con palabras aprendidas de memoria y repetidas mecánicamente, rutinariamente, oficialmente. Y por eso nuestras palabras suenan a huecas, no transmiten nada, no conmueven a nadie y no hacen más que colaborar con la situación que padecemos, sin sentirla suficientemente, de ocultamiento de Dios.
Es posible que esta reflexión sea también aplicable a nuestras celebraciones litúrgicas. Hablamos sin parar, comentamos, explicamos –o al menos eso decimos– la Palabra de Dios. Rezamos, es decir, pronunciamos ríos de palabras casi siempre compuestos por otros, que decimos dirigir a Dios. Pero son muchas las celebraciones en las que apenas hay un momento de silencio para la escucha de la voz que resuena en nuestro interior. Son muchas las ocasiones en las que apenas dejamos lugar para que cada sujeto se haga cargo de su propio interior y tome conciencia de sí mismo y de la presencia de los hermanos con los que ora.
Para que nuestras palabras sobre Dios y nuestras oraciones dirigidas a Dios no sean una forma de tomar el santo nombre de Dios en vano, es imprescindible que las asambleas aprendamos a callar en su presencia. A escuchar su callada voz. Porque decía san Juan de la Cruz: «Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habló siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma». Por eso, tal vez nuestras celebraciones solo consigan hablar de verdad de Dios, y tal vez las palabras de nuestras asambleas solo consigan llegar a Dios, cuando hablemos y oremos desde el silencio. Cuando, como quería el mismo santo, todo esté «envuelto en silencio».
(1991, número 14)
A vueltas con el lenguaje de la liturgia
El carácter oficial de la oración litúrgica lleva consigo que las expresiones gestuales y verbales de las que se sirve, hayan de ser sancionadas por la autoridad de la Iglesia. Por ello sus fórmulas son generalmente instituidas por instancias –liturgistas, expertos, teólogos– muchas veces alejados de la vida real de las comunidades que las utilizan.
El resultado de este proceso de composición es doble. Por una parte tales fórmulas son siempre impecables desde el punto de vista de la ortodoxia; a veces ricas de elementos bíblicos y patrísticos, en alguna ocasión logradas desde el punto de vista de la expresión. De ahí que, al orar con ellas, las comunidades de fieles sin especial preparación litúrgica tengamos la oportunidad de enriquecer nuestra piedad personal y de asimilar parte del patrimonio de fe contenido en la Escritura y la Tradición de la Iglesia.
Pero este proceso comporta también resultados menos positivos. Con frecuencia el lenguaje de estas fórmulas resulta arcaizante, difícilmente comprensible y en algunos casos incluso inutilizable por creyentes que vivimos en una situación sociocultural muy alejada de la que suponen estas fórmulas. No es raro además que, algunas de ellas, expresen una teología trasnochada. Sin entrar en detalles, baste recordar que esto sucede a veces con fórmulas de la Escritura. ¿Quién puede rezar con convicción a un Dios encolerizado, de la venganza y que destruye a los malvados?
Pues bien, ¿qué hacer cuando estas fórmulas difícilmente asumibles se repiten en oraciones de uso frecuente? ¿Tendremos que designar con el nombre de siervo al difunto al que encomendamos cuando Dios nos permite invocarlo como Padre y nos concede llamarnos hermanos? ¿Cómo pronunciar con convicción una fórmula como esta: «limpia en la sangre de Cristo, por medio de este sacrificio, los pecados de tu siervo…»? ¿Será un atentado contra la pureza de la celebración limar estas expresiones después de un cuidadoso examen, y adaptarlas a la sensibilidad de las comunidades a las que invitamos a orar con ellas? ¿O será preferible mantener la letra de la expresión, exponiéndose a que el presidente tenga que pronunciarla «con la boca pequeña» y la comunidad no pueda hacerla suya, creando así una situación de hipocresía colectiva, incompatible con la actitud requerida para orar?
(1991, número 17)
La Eucaristía, celebración de la comunidad cristiana
Evidentemente, la Eucaristía es celebración de la comunidad. Está pensada para serlo. Por eso es tan necesario cultivar los medios que permiten a los que participamos en la celebración formar comunidad: el conocimiento mutuo, el intercambio de saludos, el interés por la situación de todos, la ayuda cuando sea necesaria. Por eso es tan conveniente que haya cauces para poner en común la Presencia que nos reúne, los sentimientos, la fe, por medio de fórmulas, cantos, gestos que favorezcan la expresión de la unanimidad. Qué diferencia entre las celebraciones en las que el presidente y los participantes se acogen, se saludan, se expresan la mutua estima y el amor fraterno, y aquellas otras en las que cada uno «va a lo suyo», lleva aisladamente sus propias necesidades, problemas, preocupaciones, aunque todos coincidan en comunicárselas al mismo Dios. Los hermanos lo son gracias a la procedencia del mismo padre pero, además, son hermanos entre sí y ejercen esta relación en el amor, la comunicación y la ayuda mutua.
Pero la Eucaristía, que es celebración de la comunidad, puede en muchas ocasiones ser un medio extraordinariamente eficaz para reunir, consolidar una comunidad que en un principio lo era de forma muy imperfecta. En efecto, sentarse frecuentemente en torno a la misma mesa, participar asiduamente en un mismo banquete, reunirse semanalmente para orar en común al mismo Padre, expresar a una voz los sentimientos en un mismo canto, escuchar juntos la misma palabra que nos es dirigida a todos, interceder los unos por los otros y unirnos en una intercesión común por las necesidades del mundo, saberse visitados cada domingo por el mismo Espíritu, ¿no parece imposible que quienes coincidimos cada semana, y a veces cada día, en estos medios que suponen una comunidad, no progresemos en la construcción entre nosotros de una comunidad cada vez más verdadera?
Cuando consigamos que nuestras comunidades lo sean de verdad tendremos que estar atentos al peligro de considerarnos unidos frente a «los otros» que han dejado de acudir o no han acudido nunca a nuestras celebraciones. Dios es capaz de sentar en el Banquete de su Salvación a comensales de Oriente y Occidente que nosotros no somos capaces de reconocer. Y nuestras comunidades, muy unidas entre sí, harían bien en mostrar, con su actitud, que siempre hay huecos dispuestos para ellos en la mesa que compartimos y en el corazón de cada uno.
(1992, número 4)
Eucaristía y fraternidad cristiana
No es preciso haber estudiado mucha teología para saber que la fraternidad es la forma peculiar de realización de la comunidad cristiana. Basta leer con un poco de atención el evangelio. En él se nos insiste una y otra vez que tenemos un Padre común que en el Hijo, Jesucristo, nos ha llamado a la condición de hijos suyos y, por tanto, a ser Hermanos. Por más diferencias que haya entre nosotros por razón del origen, la raza, la cultura, la formación, la situación social, todos estamos llamados a decir en común: Padre nuestro. Todos hemos sido distinguidos con la misma vocación, regenerados en el mismo Bautismo, vivificados con el mismo Espíritu.
La fraternidad tiene, en relación con otras formas de comunidad, la peculiaridad de que sus miembros, siendo diferentes entre sí, están en un plano de perfecta igualdad. Entre los hermanos no hay otro padre que el padre común; no hay maestros; no hay situaciones de privilegio. Todos son iguales en dignidad y responsabilidad.
Es bien sabido que la organización de la Iglesia no siempre ha respetado este rango fundamental de la condición cristiana. Ha establecido en su interior jerarquías, es decir, diferencias en relación con la autoridad que con frecuencia han llevado a que unos hermanos se arroguen el poder y el saber, y reduzcan a otros a la condición de súbditos suyos llamados tan solo a escuchar, obedecer y callar. Teóricamente, hoy sabemos que todos los bautizados tenemos una misma dignidad y que todos somos corresponsables y activos en la Iglesia. Pero falta mucho para que esta verdad se traduzca en la organización y en las estructuras de la Iglesia.
Tengo la impresión de que la celebración de la Eucaristía ha reflejado con frecuencia y sancionado esta visión «jerarquizada» de la comunidad eclesial según la cual unos eran miembros activos y los otros solo pasivos. Es verdad que el presidente representa a Jesucristo, ¿pero no le representa también la comunidad de los hermanos?, ¿es la mejor manera de representarle constituirse en el único agente?, ¿se representa bien en el seno de la comunidad a un Señor que ha reinado desde el madero, que ha estado entre los suyos como el que sirve, que ha puesto por modelo a los niños, ha lavado los pies de los discípulos y nos ha mandado seguir su ejemplo, recibiendo todos los honores, ocupando lugares de privilegio, dejándose servir?
¿Se rige la ordenación de nuestra liturgia por el Evangelio o por rituales cortesanos, además desfasados?
(1992, número 8)
Vivir festivamente las vacaciones
En otros tiempos, cuando la religión envolvía como la atmósfera el conjunto de la vida social y personal, el calendario, la organización y la distribución del tiempo se ordenaban en torno a las fiestas. Los días se dividían en festivos y ordinarios. Los primeros, que eran los momentos en que el tiempo fugaz del hombre echaba anclas en el tiempo de Dios y participaba de su densidad y permanencia, orientaban el fluir de las horas y los días del hombre y les daban sentido y hacían posible al hombre superar la conciencia de que todo es fluir y de que la vida no es otra cosa que un constante desvivirse.
La progresiva racionalización y pragmatización de la vida que ha impuesto el proceso de modernización de nuestras sociedades ha secularizado, también, la vivencia del tiempo. Hoy los días no se dividen en festivos y ordinarios, sino en jornadas laborales y días de vacaciones. Y las vacaciones distan mucho de identificarse con las fiestas. En ellas prevalece el sentido de liberación del yugo que impone el horario de trabajo y el deseo de ocio en oposición a las horas ocupadas por el trabajo y los negocios. Por eso los planes de vacaciones, muchas veces impuestos por las modas, ofertados por el comercio y consumidos pasivamente por las personas, parecen orientados a disfrutar de la inactividad y a llenar el vacío que la falta de trabajo ha producido con actividades que, en algunas ocasiones, no tienen otro fin que «matar el tiempo».
No es cuestión de añorar los buenos viejos tiempos, porque el régimen de secularización también permite vivir cristianamente. Pero, para que la secularización del tiempo no conduzca a nuevas formas de trivialización de la vida y de deshumanización de las personas, podría ser útil que aprendiéramos a vivir festivamente los días de vacaciones. Para ello, no se trata de que los tiñamos de un barniz sacral, sino de que les demos hondura humana. Que aprovechemos la libertad que nos dejan para cultivar actividades y dimensiones de la existencia descuidadas en los días de trabajo como la contemplación de la naturaleza, las relaciones interpersonales, la fruición de la belleza. En unas vacaciones así es muy probable que aflore a la conciencia la presencia callada del Misterio que hace de nuestra vida una fiesta.
(1992, número 12)
Aprendamos a decir gozosamente «amén»
Decir «amén» tiene mala prensa. Se suele tomar como señal de pasividad, de sumisión indebida a unos líderes o maestros que se han reservado la palabra. Decir «amén» es la forma de hablar de los que no disponen de la palabra, que es lo primero de lo que tiene que disponer una persona libre.
En la Iglesia han sido frecuentes las situaciones en las que una gran parte del Pueblo de Dios no tenía otro recurso que decir «amén». Durante mucho tiempo los laicos han sido descritos como Iglesia discente, limitada a asentir a las verdades que enseñaba enteramente hechas por otra parte del Pueblo de Dios que se autoproclamaba Iglesia docente.
El Vaticano II, al poner en el centro de la autoconciencia de la Iglesia la idea de Pueblo de Dios como realidad primera que precede a las ulteriores diferencias que introducen las estructuras y los ministerios, ha permitido superar esa situación, devolviendo a los laicos la conciencia de la fundamental igualdad y dignidad de todos los cristianos. Gracias al Concilio hemos aprendido que, animados por el mismo Espíritu, todos en la Iglesia somos discípulos del mismo y único Maestro interior, y todos somos llamados a colaborar activamente en la edificación de la casa de Dios.
La celebración litúrgica es el lugar por excelencia del «amén». Ha sido en ocasiones signo del indebido protagonismo del presidente de la asamblea. Indebido porque todos los miembros de ella estamos llamados a tomar parte activa, gracias a los diferentes ministerios de una fraternidad toda ella ministerial. Pero «amén» puede ser otra cosa. Porque, cuando la Asamblea no se ha desvirtuado, decir «amén» puede tener sentido pleno y ser una excelente forma de participación activa. Recordemos tan solo, para que así sea, que «amén» es expresión de confianza absoluta. Tiene que ver, hasta en su raíz, con la fe, y solo puede decirse con verdad a Dios mismo. «Amén» es, además, la forma de adherirse a las palabras de quien nos representa y la de expresar, en la corporalidad de la expresión, la unanimidad que produce el Espíritu que nos anima. No olvidemos además que, añadido a la fórmula de la intercesión «por Jesucristo, nuestro Señor», nuestro «amén» es la expresión de nuestra fidelidad siempre desfalleciente a la fidelidad sin límites, al «amén» de Dios hacia nosotros, encarnado en Jesucristo.
(1992, número 16)
La solemnidad de la celebración
W. James afirma en algún lugar de su obra clásica Las variedades de la experiencia religiosa que la solemnidad es uno de los rasgos distintivos de las manifestaciones religiosas. Según eso, los gestos, los ritos, las celebraciones se identificarían como religiosos, se distinguirían de otros gestos o representaciones afines pero no religiosos, justamente por su solemnidad.
Es muy probable que el gran psicólogo tenga en esto razón. Pero hay que reconocer que su afirmación, a la que no acompaña más que una elemental fenomenología de la solemnidad, se presta a malentendidos. Así, ha sido frecuente que, en la liturgia, la solemnidad se aplicase a una categoría de ritos o celebraciones que se distinguirían por la riqueza de sus elementos expresivos. Misa solemne sería aquella en la que intervinieran la música y el canto en oposición a la misa solo «rezada». O aquella otra en la que el celebrante principal estuviera acompañado de una corte de celebrantes. En la misa solemne se utilizarían ornamentos más vivos o más vistosos, y el espacio estaría más profusamente iluminado o adornado. Es evidente que, aunque todos estos elementos puedan contribuir a la creación de un clima de solemnidad, ninguno de ellos ni la suma de todos lo garantiza.