La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia la que se dirigían dos discípulos desesperanzados cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

Xabier Basurko

Celebración cristiana, miniaturas teológico-litúrgicas

Colección Emaús 154

Centre de Pastoral Litúrgica

Directora de la colección Emaús: Mercè Solé

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Primera edición digital: septiembre de 2018

ISBN: 978-84-9165-176-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Presentación

Llevaba yo muy pocas semanas trabajando en el CPL. Movida por los comentarios elogiosos del compañero que lo había corregido, me leí la Historia de la Liturgia, de Xabier Basurko. Un volumen más bien grueso, publicado en la colección Biblioteca Litúrgica del CPL. Ciertamente, a pesar de mi desconocimiento de la teología y de la liturgia, quedé cautivada por el libro: por su claridad, profundidad y perspectiva (es realmente una historia muy completa), y también por la libertad de sus planteamientos y por su sentido crítico. Todo en un lenguaje comprensible y fácil de leer.

Pues este mismo espíritu se encuentra en estas «miniaturas», que no son más que una recopilación de los escritos de Xabier Basurko en la sección «Última página» de la revista Misa Dominical. Desde el año 1995 hasta hoy, Xabier Basurko ha estado colaborando ininterrumpidamente con la revista, alternando con compañeros de sección de reconocido prestigio, como Pere Tena, Juan Martín-Velasco y Joaquim Gomis entre otros. Con la publicación de los artículos de los cuatro, en los pequeños volúmenes de la colección Emaús, el CPL ha querido celebrar los 50 años de Misa Dominical, nacida en 1968 de la mano de Joaquim Gomis.

Misa Dominical es una revista que se dirige sobre todo a sacerdotes y a equipos de liturgia, para facilitarles la preparación de la Eucaristía del domingo. Pero ello no constituye ningún obstáculo para que laicos y laicas podamos comprender bien su contenido. Al contrario: Basurko, alejado de clericalismos, conecta bien con todo lo que el pueblo cristiano vivimos en misa: lo que nos va bien, lo que echamos en falta, lo que no entendemos, lo que vivimos con contradicción. Sabe poner palabras a muchas de nuestras inquietudes, explica bien el porqué de las cosas, el origen de determinadas tradiciones, la teología que está detrás de gestos y de símbolos, la relación entre el lenguaje cristiano con la cultura de nuestro mundo. Una mirada amplia y abierta, ecuménica y próxima a la antropología.

Muchos años de hacer pedagogía litúrgica. De trabajo como sacerdote en diversas parroquias del País Vasco, de divulgación de la liturgia y como profesor que fue en el Seminario de San Sebastián, la Universidad de Deusto, el centro de Estudios Teológicos de Pamplona y la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz.

Les gustará.

Mercè Solé

Evitar el «ruido»

En nuestras celebraciones, hay un tipo de ruido que podríamos llamar «de primer grado», o en estado bruto: toses invernales, niños que lloran, micros que chirrían, o los tacones sonoros de la señora que llega tarde y se hace notar...

Dentro de ese género, hay ruidos que podríamos calificar incluso de «benéficos», como el que se produce en el momento de darse la paz: cuando la asamblea tan seria y hierática se relaja, los vecinos del mismo banco se miran a los ojos, se sonríen, y se crea un murmullo de fondo al darse la mano o el abrazo (el «recreo de la misa», en cándida expresión de una niña de catequesis). Dentro de esa misma tónica, el «gallo» del solista o el despiste del organista, asumidos con el debido humor, no tienen por qué resultar catastróficos, sino oportunidades para distender la atmósfera y favorecer un ambiente de mayor humanidad en la asamblea, siguiendo aquel consejo del filósofo: «Saca provecho de todo error» (L. Wittgenstein).

Pero hay también un ruido «de segundo grado», en el sentido técnico hoy corriente en los medios de comunicación. «Ruido» (noise) es aquí todo aquello que interfiere en la comunicación e impide la circulación de sentido. Los expertos en esta materia distinguen, a su vez, ruido sintáctico, ruido semántico, y ruido pragmático (A. De Benito, Diccionario de las ciencias y técnicas de comunicación, Madrid 1991, p. 762-763). Esta teoría puesta en «calderilla» y aplicada a nuestras celebraciones, podría sugerirnos reflexiones como las que siguen:

«Ruido» resultan las homilías cuando son impreparadas, inconsistentes, aproximativas, anacrónicas de mensaje y de lenguaje. «Ruido» son las moniciones absolutamente inútiles, redundantes en su propia obviedad; que repiten lo ya sabido y resabido. «Ruido» es el prefacio «cantilado» por el presidente, titubeante en su ejecución, desafinado en ocasiones, que malgasta la palabra que intenta proclamar. «Ruido» es la actuación del coro en búsqueda de su propio «lucimiento», que se sirve a sí mismo, no a la liturgia, y rompe la dinámica interna de la celebración. Los ejemplos de «ruidos» de este género se podrían multiplicar sin excesivo gasto de imaginación...

Evitar el «ruido» es en toda celebración el momento previo y preliminar, algo así como el acto de fregar el suelo (removens prohibens dirían con más justeza los escolásticos), para luego cargar de significación la acción celebrativa, para lograr que la liturgia «diga» algo relevante a los creyentes reunidos; y que hablando suficientemente a los cerebros pueda mover también los corazones.

(1995, número 7)

Racional y emocional

En cualquier tiempo y lugar, gente que no es capaz de leer ni de escribir es capaz de pensar y, por supuesto, de sentir. Hay ópticas muy diversas a la hora de examinar la liturgia: la perspectiva de lo racional/emocional nos parece una clave particularmente interesante para reflexionar hoy sobre nuestras celebraciones.

El alimento racional, el «logos», fue más bien escaso en los largos siglos previos al Vaticano II, en aquella liturgia hecha en latín y preocupada de asegurar la materia, la forma y el «ex opere operato». Pero tampoco lo emocional era, al parecer, pasto muy abundante; baste pensar en las mil expresiones que la religiosidad popular hizo surgir en esa misma época, con la intención de suplir las carencias sentidas en la liturgia oficialmente propuesta. La religiosidad popular es, en efecto, «la expresión de aquellos que sienten y ven, más que de aquellos que saben y conocen» (M. Meslin).

En los primeros años 60, la reforma del Vaticano II hizo un notable esfuerzo por nutrir el cerebro de los fieles: reconquistó la «palabra». Gracias a la introducción de la lengua vernácula, la palabra en sus diversas modalidades (lecturas bíblicas, nuevos cantos, homilía, moniciones...) se hizo presente en la liturgia e intentó vigorizar «la fe que busca entender», esto es, la razonabilidad de la fe de los creyentes. Pero no tardó mucho en llegar la réplica. Desde la mitad de los años 70, al menos en ciertos medios eclesiales, se va formando la opinión de que la reforma realizada era demasiado fría, racionalista, excesivamente cerebral. Paralelamente hemos asistido a una fuerte irrupción de lo emocional en la liturgia de los pequeños grupos; y más de una parroquia ha vuelto a poner en circulación procesiones y otras manifestaciones devocionales que fueron consideradas obsoletas no hace mucho tiempo.

El creyente de hoy vive inmerso en una cultura crítica y crédula a la vez; los productos culturales que diariamente consume están marcados por la huella de los «maestros de la sospecha»; pero a la vez, y fundamentalmente como fruto del individualismo ambiental, habita un «desierto del sentimiento», estupendo caldo de cultivo para las ambiguas efervescencias de las sectas y de las «nuevas eras». Nuestros fieles no pueden menos de participar de los condicionamientos generales de la época; y seguramente, en la liturgia, sienten hambre en las dos bocas. Una cierta tensión entre lo racional y lo emocional puede considerarse como un indicio de salud y normalidad en la vida litúrgica; lo mismo que la justa acentuación ya de los aspectos racionales y de los emocionales, teniendo en cuenta el momento, el lugar y el talante propio de cada comunidad litúrgica.

(1995, número 11)

Alfabetización litúrgica

No tenemos derecho a ser «masoquistas». Si consideramos la vida de la Iglesia con un «minimum» de perspectiva histórica, tendremos que reconocer con toda honestidad que en las últimas décadas se han realizado enormes avances en el ámbito de la liturgia. Pero, a renglón seguido, habrá que añadir que aún queda mucho por hacer. Entre las tareas pendientes quisiera señalar una previa y fundamental: la alfabetización litúrgica. Con este enunciado queremos referirnos a la necesidad de una catequesis básica de lo elemental litúrgico. Puede existir un falso «espejismo» en muchos pastores: dar por «supuestos» unos niveles de iniciación cristiana y un conocimiento de los gestos y símbolos litúrgicos en el pueblo cristiano que este, en realidad, jamás ha tenido oportunidad de recibir.

La incultura galopante en las jóvenes generaciones acerca del tema religioso es una constatación que preocupa en nuestro entorno europeo, y no solo a la Iglesia católica. En este mismo sentido, se comprueba un impresionante «agujero de ozono» en las familias cristianas y su incapacidad manifiesta, en muchos casos, de transmitir la herencia cristiana y hasta sus gestos más elementales. Alguien decía, con humor agridulce, que los chavales de hoy aprenden la señal de la cruz no en el regazo materno sino en la pequeña pantalla, viendo a los futbolistas cómo se santiguan al salir al terreno de juego o al lanzar un penalti...

Este problema de ignorancia básica lo palpamos singularmente en el ámbito propiamente litúrgico, y afecta lo mismo a las generaciones jóvenes como a las adultas. La experiencia pastoral nos dicta que realidades básicas en el ámbito litúrgico (como la configuración general de la misa dominical, de la liturgia de la palabra y la significación de cada uno de sus elementos integrantes, la estructura de la plegaria eucarística y sus valores internos, el sentido del padrenuestro y hasta la señal trinitaria del comienzo y fin de la celebración) son como terrenos vírgenes; son datos que con demasiada frecuencia quedan fuera de la comprensión de los fieles sencillos, e incluso... de muchos catequistas. Todo ello está clamando por una urgente alfabetización litúrgica.

Nos queda el recuerdo interpelador de otros tiempos. Hoy nos debe dar que pensar cómo pastores (obispos) de la talla de un Ambrosio, de un Agustín o de un Juan Crisóstomo descienden una y otra vez en su predicación ordinaria a esto que llamamos elemental litúrgico, a explicar el sentido de la respuesta «amén», o de la aclamación «aleluya», o el significado de orar de pie en el Tiempo Pascual, o del hecho de cantar juntos en la liturgia... La verdad es que si no se posibilita en el pueblo cristiano una iniciación a la liturgia, difícilmente podrá verificarse (como es de desear) una educación de la fe por la liturgia.

(1995, número 15)

El capital simbólico-ritual

Hay asambleas ricas y asambleas pobres. Nos estamos refiriendo ahora no al caudal económico, sino a los recursos expresivos de que dispone esa comunidad a la hora de celebrar. Entre estos recursos podemos señalar: el lugar mismo de la celebración (acogedor, incómodo o destartalado); el número y la variedad de actores (personas mayores o también jóvenes, solo hombres o también mujeres; la presencia activa de los niños... y de las niñas); la monotonía o riqueza, el anacronismo o la actualidad del repertorio de cantos; la cultura musical o el «saber cantar» del pueblo reunido; la posibilidad de contar con un órgano y un o una organista; la presencia de un coro, más o menos grande, pero bien integrado en la asamblea...

A esto denominamos «capital simbólico-ritual», a los medios expresivos disponibles y puestos en juego, por esta asamblea concreta, hoy y aquí. Cada domingo, todas las parroquias y lugares de culto (a lo largo y ancho del mundo católico) parten del mismo «programa», tienen delante la misma «partitura»... y ¡qué realizaciones tan diversas a tenor de las diferentes posibilidades expresivas de cada asamblea concreta!

Sucede en la liturgia lo que acontece en la realización de una pieza de teatro, o en el rodaje de una película: hay veces que un guión mediocre es «salvado» por la calidad de los actores. Y también puede pasar lo contrario: un guión excelente queda malogrado por la deficiente calidad de sus intérpretes. Aplicando esto a la liturgia: hay que reconocer que no tenemos el mejor «programa», la liturgia ideal; ya sabemos que la liturgia es «semper reformanda» como la misma Iglesia. Pero, dicho esto, tendríamos que añadir: demasiadas veces ¿no criticamos el guión o el «programa», cuando haríamos mejor en remediar la deficiente calidad de los intérpretes?

Un «capital simbólico-ritual», rico y de calidad, difícilmente puede darse si no existe en la comunidad un equipo litúrgico que atienda de forma paciente e inteligente esa dimensión celebrativa de la comunidad. Al presidente o responsable de la asamblea corresponde, fundamentalmente, la labor de conjuntar ese equipo de acólitos, lectores, cantores... así como la tarea de educarlos en el sentido de la función que han de realizar. La actividad permanente de ese equipo litúrgico ha de revertir, sin duda, en beneficio de toda la comunidad cristiana. Los frutos se percibirán, posiblemente, no tanto a corto, cuanto a medio y a largo plazo.

(1996, número 3)

Habitar la liturgia

Konrad Lorenz, premio Nobel de Medicina (1973), en su célebre obra Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada anota: «Entre las secuelas más perniciosas de la prisa, figura la incapacidad patente del hombre moderno para estar a solas con su propio Yo, aunque solo sea durante un breve lapso de tiempo» (p. 39). Esta incapacidad de concentración psicológica no puede menos de afectar a la vivencia de la liturgia.

Por mi parte, siempre me ha llamado la atención cómo los grandes pastores de la época patrística han insistido en ese punto; recurren con frecuencia al dicho paulino «Cantaré con el espíritu y cantaré también con la mente» (1Cor 14,15) para deducir: no tenemos que cantar en la liturgia como los papagayos que repiten las cosas sin saber lo que dicen (san Agustín); o comentan en la misma dirección la exhortación de Efesios 5,19: «¿Qué es lo que significa “cantando en vuestros corazones a Dios”? Con inteligencia; no suceda que mientras la boca está diciendo las palabras, la mente ande vagando en cualquier parte: para que la lengua sea escuchada por el alma» (san Juan Crisóstomo). Silencio tenso del cuerpo y del espíritu, recogimiento, concentración... Es la actitud del atleta que se dispone a correr o a saltar, la del pianista que va a interpretar una partitura en un concierto; es también la actitud del orante y del que va a participar en la acción litúrgica.

Tengo la impresión de que en nuestra labor pastoral no subrayamos suficientemente estas cosas; quizás las demos por sabidas, por supuestas, o por demasiado elementales. Pero lo cierto es que son más necesarias que nunca teniendo en cuenta el clima ambiental que nos envuelve y que, con toda suerte de reclamos, nos invita constantemente a la exterioridad, a la dispersión y a la fragmentación de nuestra existencia. La calidad renovada de los textos o la iluminación catequética de los mismos, con ser tan necesarias, quedarán en mero espejismo, si conjuntamente no se da en el mismo acto de la celebración ese esfuerzo de «estar despiertos», ese «abrir la puerta» para la visita del Absoluto, como advierte aquel texto bíblico: «Mira que estoy llamando a la puerta. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). En contrapartida, es razonable pensar que la educación litúrgica podría tener como una de sus finalidades antropológicas o «humanitarias», la de enseñar al creyente a «habitar» su propio interior, a ser «inquilino de sí mismo», no solo en el curso de la celebración sino también en el resto de la vida diaria.

(1996, número 7)

El «tono» es también lenguaje

El filósofo alemán F. Nietzsche escribió en su día estas inspiradas palabras: «Lo más comprensible del lenguaje no es la palabra en sí, sino el tono, la fuerza, la modulación, el tempo, con que se pronuncian las palabras; en suma, la música detrás de las palabras, la pasión detrás de esa música, la persona detrás de esa pasión: es decir, todo lo que no puede escribirse». Estas consideraciones pueden tener aplicación en muy diversos ámbitos de la vida cotidiana. Aquí me voy a referir únicamente al tono de voz del que preside la liturgia. Todavía quedan ejemplares de aquella raza de pastores que iniciaron su andadura apostólica cuando apenas existían altavoces. Son los «oradores a la antigua» y hablan, efectivamente, como si los micrófonos no existieran. La cantidad de voz emitida resulta con frecuencia molesta, a veces insultante.

Muchas veces he pensado cuánto hubieran agradecido unos buenos micrófonos aquellos grandes pastores de los siglos patrísticos, «bocas de oro» pero de frágil voz. Basilio, Gregorio Nazianceno y Juan Crisóstomo en Oriente, lamentaron con frecuencia la debilidad de su voz, la dificultad de hacerse oír, y por aquello presentaron excusas ante sus oyentes. En cuanto a Occidente la voz de Agustín, igual que la de Ambrosio, nunca fue potente y quedaba fácilmente afónica; eso, y su debilidad corporal congénita, explica la brevedad de algunos de sus sermones. Pedro Crisólogo, obispo de Ravena, enmudeció repentinamente y no pudo continuar el discurso. El papa Gregorio Magno, aquejado de un endémico dolor estomacal, se sentía muy preocupado en ciertos días por tener que hablar en público, ya que la voz le quedaba muy exigua y floja. Encontramos testimonios conmovedores a este respecto en el excelente libro del monje de Montserrat, Alexandre Olivar, La predicación cristiana antigua (ed. Herder, Barcelona 1991).

Dicen los expertos en la materia que el micrófono es el oído del oyente. El tono de la voz ha de ser el mismo que si estuviéramos hablando de cerca a cada persona. Si se quiere resaltar algo basta ralentizar las palabras, sin levantar la voz, sin aturdir al personal. El exceso de voz reduce el margen de libertad, en cualquier conversación cotidiana. No hay que olvidar que los altavoces refuerzan la voz, no los argumentos. Un mensaje de paz y de esperanza puede quedar alterado y distorsionado en la celebración litúrgica por el «iva» del tono, más impositivo que propositivo; en ocasiones, hasta agresivo y violento.

(1996, número 11)

No olvidéis a los muertos... ¡Viven!

Hay un dicho medieval, que impresionó vivamente al filósofo Karl Jaspers, y que reza así: «Vengo, pero no sé de dónde. Soy, pero no sé quién. Moriré, pero no sé cuándo. Camino, pero no sé hacia dónde. Me extraña que esté contento». En nuestro interior, efectivamente, anida una intuición vital que sugiere de mil formas que estamos rodeados por un profundo misterio. Nuestra cultura dominante, sin embargo, parece preferir el efímero eslogan del «paraíso ahora» y procura vivir ahorrándose, en lo posible, estas inquietantes preguntas metafísicas. Más en concreto, trata de olvidar a los muertos y apartarnos de la comunión con ellos. Si antes existía el tabú del sexo, hoy parece ampliamente suplantado por el tabú de la muerte. Tenemos más miedo que en épocas pasadas al contacto con la muerte, y crece cada día nuestra insensibilidad para con los muertos.

Cada año, al inicio del mes de noviembre, la liturgia nos propone la doble fiesta de Todos los Santos y de la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Ambas fiestas, surgidas precisamente en esa misma época medieval (siglos vii-ix

El tema de los muertos ha sido especialmente cultivado, en todos los tiempos, por la religiosidad popular. Pero este culto necesita una constante revisión teórica y una purificación práctica: desterrar supersticiones y falsas imágenes de Dios, al que hay que aplacar o satisfacer por medio de ritos y sacrificios. Y con todo ello, el «runrún» del dinero, el sistema de los estipendios, de las misas gregorianas; en definitiva, el dinero de los muertos. Una mala praxis desautoriza una buena teoría. Una mínima coherencia con el Dios que profesamos y predicamos exigiría ir depurando con toda precisión praxis rituales incorrectas, herencia de otras épocas, en relación con nuestros muertos.

(1996, número 14)