Antonio Mora

 

Las novelas portuguesas

 

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Primera edición: septiembre de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Antonio Mora

 

ISBN: 978-84-17300-42-5

ISBN Digital: 978-84-17300-43-2

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

A Carmen D.M., siempre mi primera lectora

 

 

ÍNDICE

LA NOVELA DE LUCRECIA SINFOROSA

LA NOVELA DE TRINIDAD LANE

LA NOVELA DE ANTÓNIO MORA

LA NOVELA DE ANTONIO DE LAS LLAGAS

LA NOVELA DE SATURIO GARCÍA


 

LA NOVELA DE
LUCRECIA SINFOROSA

 

 

El uno

Se metieron el padre y el hijo.

De momento, al entrar en el ascensor, por atolondramiento o travesura, quizá por fechoría, el hijoputaniño me pisó los pies; ambos pies, que ya es difícil, pero en especial aquella parte en que una uña me martirizaba y sobre la que sentí un dolor de clavo. Tuve unas inmediatas ganas de acogotar al criminal. Me contuve. No me frenó la tolerancia sino el pensar en el castigo que debe tener en estos tiempos la matanza de inocentes.

Desde siempre he carecido de criterio claro sobre la inocencia de los niños y, si admito que a veces me parecen ángeles candorosos, en otras ocasiones los considero pequeños canallas que ejercen la crueldad entre sus recreos. No lo sé aún, aunque en aquel momento estuve a punto de decidirme.

De cualquier modo, cuando se me fue pasando el sufrimiento, cuando el tiempo me anestesió el dedo gordo, tomé aire, llamé al cielo y me oyó mandándome una buena dosis de resignación.

–¿A qué piso va usted?

–Al doce. No, perdón – corregí enseguida – digo al seis, al seis.

El niño, decididamente un animalito mal domado, pulsó el botón del piso catorce, residencia según parecía de la bestia y del padre de la bestia. Éste lo disculpó con una sonrisa idiota y le dijo una frase de papá tontito.

–Podía haberse metido el niño el dedito donde le cupiera – le dije sobre la marcha y todavía con alguna educación.

–Oiga, que yo no le voy a consentir esa frase...

No lo dejé terminar y toqué a zafarrancho:

–Usted no me tiene que consentir ni desconsentir. Y, además, yo me voy a cagar en su puta madre. La de usted – le aclaré para que no hubiera dudas.

Mi inesperado insulto achicó de momento al rebelde y, seguramente pensando que un ascensor no era ring adecuado ni que tendría escapatoria frente a mi corpulencia y mi desbordado empuje, optó por tocar el botón del tercer piso donde rápidamente se bajaron. El diablo de seis años, siguiendo mi indicación, me miraba con un dedo en la nariz y, antes de irse, el padre se dio la vuelta como para soltarme un desahogo de despedida, instante que yo aproveché para dedicarle una mirada feroz y echar un pasito adelante. Ante este gesto atemperó su última respuesta con una frase que pretendía ser irónica:

–Usted va al doce, al psiquiatra ¿no? – dijo ya desde fuera.

–Y usted se va a tomar por culo – le contesté dándole al botón del sexto.

Al cerrarse la puerta y subir el aparato, oí un insulto ñoño, algo así como mentecato, y yo le dediqué un sonoro cabrón que resonó por todo el tiro del elevador como una chimenea de malas lenguas.

 

Lo que antecede es un simple pero expresivo ejemplo. Se habrán dado cuenta ustedes de que soy un fino polemista y de que mi fuerte es la dialéctica; también de que tengo la sangre combustible y que uso frases contundentes, ninguna lapidaria ni para la historia, de aquellas que no admiten doble sentido y cuyos derechos de autor se pierden en la noche de los tiempos más groseros. Como es ése mi estilo prefiero escribirlo tal como es y suena, sin usar excusas, ni entrecomillados ni cursiva. Es mi carácter.

Y es que este carácter mío no tiene solución. Me empecé a tratar con el Doctor Lane desde que reconocí que esto pasaba de ser una manía idiota, o una forma de ser, y que podía ser una auténtica enfermedad. A raíz de este convencimiento decidí venir a su consulta donde soy citado más o menos una vez al mes, y de donde salgo mejor de ánimo y peor de dinero, pidiendo en compensación lo que pide todo enfermo y creyente: una curación pronta y definitiva, por ciencia, gracia o fortuna, como sea y que así sea.

 

Las esperas de las consultas son todas aburridas. En la antesala, hasta que me atiendan, siempre mato el aburrimiento repasando los cuadros y los apliques de la lámpara o recreándome en lo más banal que se me viene a esta cabeza paciente. Me pierdo en unos pensamientos insustanciales más propios de moluscos que de humanos, por ejemplo que, digo yo, que alguna gente hace preguntas tan necias como inservibles. Las hay clásicas: qué se llevaría usted a una isla desierta o en qué animal le gustaría reencarnarse. Ambas cuestiones, sigo diciendo yo, nacen no del interés sino del tedio más infecundo. Por supuesto que no contienen ninguna curiosidad científica ni titubeos existenciales, sino el simple deseo de agotar el tiempo torturando al prójimo con las estupideces menos originales. El aburrimiento es el padre de todo esto y se presenta cuando el ocio coincide con un espíritu no creativo; es el mismo ocio que, sin embargo, colocado en cuerpos y cabezas eminentes ha sido la madre de las grandes ideas y los progresos, de la filosofía sin ir más lejos, que sólo pudo nacer cuando alguien trabajaba por los siete sabios de Grecia. Nadie es filósofo en un andamio; estoy ocioso, luego pienso.

Por si le sirve de algo a los taxidermistas de la conducta, y adentrándome en unas de mis dispersiones, quiero decir que el ocio tiene poco que ver con el descanso. Éste sirve para reparar el esfuerzo, para rellenar combustible, mientras que la desocupación disfruta de motivos propios, incluso de justificaciones altruistas. Por ello tiene el ocio sus seguidores ardientes –si es que el ardor no es una contradicción aquí– y yo, sin ir más lejos, soy un perezoso convencido, tan convencido que encuentro en la diligencia un verdadero pecado capital. Sé que con ello contravengo los catecismos y que me arriesgo a no terminar en los cielos, por cierto, el sueño de cuantos esperamos vivir en la indolencia eterna.

Cuando el ocio genuino dura tiempo el cuerpo tiende al desperezamiento, – palabra quizá nueva que uso para describir la tendencia al estiramiento mental – la mente se arquea como un felino y de aquí al bostezo creativo sólo hay un paso. Si la persona ociosa tiene valores interiores se orienta hacia las grandes inquietudes y da origen a resultados de mérito; por el contrario si el desocupado carece de recreación interna entonces se enfoca al exterior, a las menudencias propias del fisgoneo estéril. Entre ellas se encuentran las preguntas necias. Algún día escribiré sobre todo esto en cuanto considere que me encuentre suficientemente descansado.

Pues, a lo que íbamos, que me pierdo: no sé qué interés puede tener para otro mi propia reencarnación en un animal, a no ser, digo yo, que se piense reencarnar en un depredador y busque presa futura. No obstante, por no dejar en la duda y la descortesía al preguntón, en mi caso particular, acostumbro contestar que en un águila, real o imperial, según me coja el día. No es nada original, lo sé, pero qué quiere que le diga, no entiendo mucho de volátiles, aunque aprovecho la atención de mi respuesta para colocarle mi descripción, mi admiración por el vuelo solemne, la vista amplia, la libertad, la soledad, el sonido del aire y otras pamemas sorprendentes. Quiero reconocer y creo – es hora de confesiones veraces para empezar con buen pie – que todo puede obedecer a un disimulo, a una compensación a mis limitaciones: a pesar de mi fuerte ánimo en otras cosas, me da miedo hasta subir a tender. Me aterran todas las alturas, desde los míseros desniveles hasta los ascensores, los aviones, los balcones atrevidos, los miradores al vacío, ni te cuento las verticales de los cortados. Tengo que sincerarme conmigo mismo y ante el papel para reconocerme vulnerable y rastrero, nunca mejor dicho.

La situación de mi terror a las elevaciones es una de las dos causas de mi tratamiento. He tomado la determinación de intentar curarme y, como he dicho, para ello frecuento a este facultativo que me trata médicamente de mis dos males esenciales: el miedo a las alturas que ya he descrito y una incontrolable iracundia que explicaré de seguido.

Puedo empezar de muchas maneras, pero prefiero hacerlo con un resumen: soy un hombre violento, irascible, colérico, airado, rabioso, todos los sinónimos que quieran usar para retratar un mal carácter, y esto, que es poco recomendable para un ciudadano corriente, una complicación para el que intente convivir en la tribu, se agrava con que soy cura, un cura en proceso de secularización, eso sí, distante de la jerarquía y los cánones, pero sacerdote todavía con todas sus órdenes y unciones. Este grave defecto – una avería de la cabeza, estoy seguro – permitiría que me extendiera en descripciones puntillosas donde no faltarían indicios y pruebas que confirmaran mi deterioro, e incluso es posible que los síntomas, en el nomenclátor de las dolencias, tengan nombre particular y vacuna eficaz. Larga sería por lo tanto mi descripción y laborioso el análisis, y es por ello por lo que prefiero resumir contando una anécdota que es expresivo ejemplo de mi vida agresiva. Si le es posible, juzguen ustedes con benevolencia.

 

Aquella vez en que cogí por el cuello a otro cura entendí que yo no estaba bien. Lo recuerdo todavía con la frescura dolorida del presente, como reportaje vivo, en directo: se produjo el hecho en la mismísima Parroquia de la Misericordia, un lugar idóneo para la templanza por nombre y culto, y me acuerdo que se había celebrado cierta ceremonia encontrándome desvistiéndome de los hábitos. Adelanto que, por suerte para el menor escándalo, me hallaba en aquel momento al calor de la sacristía, sin que mi arrebato por ello tuviera mayores testigos pues solamente un monaguillo estaba presente cuando se inició el altercado. La criaturita no pudo por menos que sorprenderse y casi petrificarse en la rigidez de sus ropajes, seguramente pensando que aquello no podía ser verdad y que serían alucinaciones del incienso; no podría creerse que un sacerdote zarandeara a otro de la misma tirilla de la sotana; no entendería que tanta maldad cupiera en esos respetables uniformes; a pesar de mis antecedentes, de las muchas collejas y pescozones que le tenía dados como acólito menor, aquello no podía ser realidad, la divinidad no podía permitirlo.

Quizá lo que más le impresionó fue la desenvoltura con que me dirigí a Don Salvador y cómo sin advertencia lo cogí del pecherín. No se daría cuenta de que intenté además golpearle con mi rodilla en los genitales, dolor de lo más humano, sólo que la sotana me impidió el golpe franco. Mi irritación fue momentánea, sin los preámbulos de una mínima provocación incluso a juicio de una persona puntillosa, pues simplemente se pronunciaron unas palabras, unos comentarios casi leves. Todo vino de que mi víctima puso en duda mi disposición a celebrar matrimonios si no había una congruente limosna, y en los sucesivos segundos, legitimado por la escena con los mercaderes del templo, cogí como modelo, mejor como excusa, la única irritación de Jesús en los evangelios. Don Salvador también se sorprendió y aunque tenía robustez suficiente se quedó amilanado ante un acoso tan impropio.

Al ser imposible golpearle los bajos o desestabilizar a aquel energúmeno, no me desbravé lo suficiente y, quedándome todavía ira por cumplimentar, me decidí a abofetearlo con dos sonoras guantadas. Don Salvador se quedó ofendido o estupefacto, no sé cuál de las dos palabras es la más adecuada para la situación, y yo, aunque estaba casi satisfecho, esperaba, deseaba, una mínima respuesta para lanzarme ya sin miramientos a la lucha libre. Sin embargo la víctima tragó saliva o quina, o se armó de la paciencia del santo Job, y simplemente se quedó pasmado, apretando las mandíbulas, digo yo que por aguantar el llanto o frenar la desesperación. Después bajó la cabeza y se volvió para marcharse sin decir palabra, como un santo huido que muestra en su espalda la humildad digna de su gesto. Mientras, el monaguillo seguía hipnotizado, y solamente con una colleja leve pude sacarlo desde el ensimismamiento y la incredulidad hasta la certeza de la crueldad humana.

No quiero cansarles con otros casos semejantes, a ustedes les aburrirían y a mí me hundirían en la vergüenza o el resentimiento contra mí mismo, porque, así de pasada, recuerdo otras muchas veces enfrentamientos hasta con los propios asistentes a las celebraciones. Para sonrojarme sería el citar las múltiples tentaciones de bajarme del púlpito, del estrado, y despertar a algunos; he querido descender a coger de la chaqueta a muchos que se me distraían en los sermones; he increpado sin compasión a quienes asistían por costumbre a los cultos de las hermandades y a los pregones de compromiso; me rebelaba pensar que yo no estaba allí para ronronear al oído de tanto indiferente, que no había dedicado mi vocación para sacar vidas del limbo sino para elevarlos a otro nivel. En fin, prefiero no seguir, aunque admito en una síntesis pesarosa que nunca he sido un modelo de mansedumbre ni un ejemplo de docilidad e indulgencia.

 

Mi médico es el Doctor Lane, un personaje curioso, especialista en sufrimientos generales que, nacido en la Gibraltar de los ingleses, ha venido precisamente a instalar su consulta en un decimosegundo piso de la ciudad de Madrid. Decimosegundo, repito. El ascensor del edificio es de esos artilugios montados al aire, aventanados a la rosa de los vientos, frágiles de vidrios, que suben rampantes por el hueco de un patio y que ofrecen al usuario el temor del vacío y la perspectiva de la gravedad. Lane, que tiene salidas para todo, me dice que es por buscar la Luz, con mayúscula, que el ascender a su consulta es parte de la terapia, y yo pienso por el contrario que estas razones, ambas, son insuficientes, y hasta sádicas en mi caso. De todos modos no entro en mis habituales discusiones violentas ya que llego sin aliento ni valor. Por mi aprensión, cuando me toca la cita suelo entrar en el piso, como reciente víctima del remonte, sumido en ahogos y ansiedades. Para atacar subidas menores, hasta un cuarto por ejemplo, me decidiría por las escaleras, pero reconozco que para los doce pisos necesitaría oxígeno y sherpa, no tengo salud para tanto. Sin otro remedio, cada seis plantas detengo el ascensor, salgo al campamento base para respirar y realizo unas flexiones que me dan algún ánimo. Naturalmente me avergüenzan ante terceros estas debilidades y las formas extrañas en que las resuelvo por lo que, si alguien comparte conmigo el aparato, aclaro inicialmente que voy al sexto, y desde allí, tomando tierra, me quedo admirando la desenvoltura con que algunos continúan y se lanzan a los vuelos orbitales, envidiando a las parejas desenfadadas, a las mujeres desenvueltas, o esos niños que con tan mala educación, pulsan al decimocuarto sin preguntar.

Este ascensor, además de un listado de prohibiciones, avisos y emergencias, tiene todos sus lados de acero y cristal, más cristal que acero. Se puede disfrutar de una luminosidad y vistas que en caso de parada aliviaría algo la fobia del claustro, pero lo que gano en paisajes lo pierdo en precipicios. Por recordar tormentos, ahora me viene a la memoria una visita al Museo Vaticano y un ascensor de maderas, con crujidos de su viejo aparataje, que tuvo un fallo y una parada. Se me produjo una angustia incontrolable. Había asientos tapizados y sospeché que aquella comodidad sería para las largas esperas. Mi miedo no tuvo dominio. Aún lo recordará el guía que entendió, o lo tenía visto en alguna película, que debía abofetearme por aquello de remediar la histeria. Afortunadamente me entretuve luchando pero cuando pisé tierra firme salí corriendo y feliz. Entendería mi contrincante que perdía por abandono.

 

Hace cinco años que asciendo a esta consulta. El Doctor Trinidad Lane es más o menos de mi edad y tenemos otras coincidencias. Odiamos la medicina oficial y preferimos creer en la eficacia de lo mágico, en las razones del azar y sobre todo en la fuerza de la palabra. Hablamos de todo lo opinable aunque suelo repetirle mensualmente los detalles de mis neurosis, para las que siempre tiene unas frases de consuelo. Después me prescribe unos preparados que los homeópatas llaman glóbulos y en la calle les dicen bolitas. Desde que nos conocemos charlamos con tanta comodidad que no daríamos desde fuera la idea de una consulta, al menos no de una consulta al uso, sino más bien de una tertulia, eso sí, una tertulia en la que yo siempre pago el convite.

Tampoco el decorado es el tradicional. A Lane nunca lo he visto de bata blanca ni se sabrá colgar el fonendoscopio, si es que lo tiene. Usa vaqueros descosidos y en verano anda descalzo sin justificaciones ni permisos. No se ven armarios de puertas de cristal para el instrumental y le he dicho alguna vez que cuando le toque ver sangre se mareará. Pero ni contesta ni se calza. Salvo alguna excepción, unos cuantos cuadros ajenos a la medicina ocupan las paredes. Llama la atención un grabado de Hipócrates de Cos que, por causas que desconozco, no lleva manto sino que posa en cueros, con un falo desproporcionado, presumo que será por lo de la mucha salud. Casi arrinconado con la exhibición aparece también su título de médico de una universidad inglesa.

 

Aquí lo habitual es sufrir largas esperas que me sirven para oxigenarme y tranquilizarme. Se tarda mucho en las consultas – él siempre va con retraso – aunque en general los pacientes suelen ser pacientes, creo que me explico. Para entretenerme las horas pienso en las insensateces de que he hablado antes o examino a los extraños personajes que allí coincidimos. Tienen en común que no son quejosos o por lo menos aseguran que están mucho mejor que antes, un humilde síntoma de alivio. Los ya muertos – que no asisten, por muy surrealista que sea esta historia – envían desde el más allá, por medio de familiares y clientes, unos noticias donde recuerdan sus últimos momentos en los que hubo paz y conformidad, ningún sufrimiento. Lane, de vez en cuando y para entretener la espera, interrumpe una sesión y sale a leernos los detalles de una defunción; otras veces, la dignidad de un testamento. Entonces nosotros, por respeto, nos ponemos de pie para escucharlo y los más nuevos o cumplidos hasta le dan el pésame como a un doliente más. El doctor se retira y guarda el texto en una colección morbosa que dice conservar.

Si se da la circunstancia de encontrarme sólo en la antesala comienzo con unas posturas de relajación bastante impresentables. Después trasteo entre unas publicaciones sobadas y antihigiénicas que hay en una mesa baja. No hace muchas semanas me interesó allí un libro de Antonio Escohotado, cuya lectura une filosofía y amenidad. Entre sus hojas leí un interesante cuento que aprovecho para contarlo y distraerme.

Dice que escuchó de su padre que un marino mercante solía hacer el trayecto regular entre Málaga y Melilla. A pesar de tener esposa e hijos, felices todos en la España de su residencia, por estas cosas de la vida y la literatura, se llegó a enamorar de una mora que como no puede esperarse de otro modo era bellísima. Nació la atracción y el caso es que los trayectos alternativos le ofrecían de momento la ocasión de atender ambos frentes. Pero lo que comenzó siendo un simple agrado terminó en eso que se le llama amor o algo muy parecido. Muchas veces se quiere sin mayor razón, no la hay para el querer, quizá por la química, quizá por la piel, dicen los que no entienden de química ni de peletería.

No obstante, como siempre, las culpas nunca perdonan y suelen amargar todas nuestras satisfacciones. El marido marino, pasado el deslumbramiento, empezó a vivir en un sinvivir. El remordimiento y la incertidumbre lo acosaron y así, lo mismo pasaba de decidir el abandono de la relación africana como a reincidir en ella. En estas alternativas estaba cuando, con ocasión de una reconciliación y con el fondo de las montañas rifeñas, al calor de los calores, ya se sabe cómo, quedó embarazada la bella melillense. Los ovarios no entienden de singladuras, ni tienen por qué respetar otros calendarios que sus propias reglas. Tampoco creo que sea necesario aclarar que el padre era el propio marino porque si el lector ha estado atento recordará que no he mentado a ningún otro, ni moro ni cristiano, en las cercanías de la hurí.

Aumentaron los dilemas y las vacilaciones corroyeron tanto el ánimo del marino que decidió acabar de una vez con tanto sufrimiento. Prefirió el descargo de decirle a su familia de origen, aquella de los papeles y en español, que iba a tener un hijo y una mujer en Marruecos. Aunque tuviera que escuchar lo que fuera.

El viaje de vuelta lo hizo con la decisión y el malestar, con las esperanzas, las vergüenzas y los miedos, un verdadero vía crucis sobre agua. Sin embargo el bálsamo de sincerarse y sacarse el clavo lo llevaba adelante. Durmió mal hasta el desembarco.

Cuando llegó el momento, se sinceró de un tirón ante su familia.

Sucedió no lo previsto. Uno de sus hijos, con la madre delante, le contestó que ya lo sabían, pero que simplemente querían que fuera feliz y que, si así eran las cosas, intentara amar en los dos continentes. La mujer sólo dijo que sí con la cabeza y el marino al escuchar estas palabras lloró de alegría, los besó a todos y se embarcó hacia Melilla para darle la noticia a su otra.

Pero quiso la fortuna, la mala, que un fallo de su corazón, tan castigado por todo tipo de vaivenes, le produjera la muerte, precisamente en medio del mar. Y siguiendo las antiguas normas de la marinería, su cadáver fue lanzado dentro de una sábana a los abismos del estrecho. Termina el cuento diciendo que se sabe que el cuerpo – supongo que por las sales incorruptibles del amor – hay días que se aproxima a Málaga y otros a Melilla, como imán vivo que no termina por decidirse entre los polos del cariño. Las sirenas de generación en generación han contado y contarán esta historia que posiblemente no sea ni verdad.

 

Sigue tardando mucho. Me distraigo contándome cuentos, recordando lecturas pasadas. Ahora caigo en un relato parecido, o que alguna coincidencia tiene con el anterior, lo leí en Montaigne y también es demasiado bonito para ser cierto.

Dicen que un noble francés se dirigió al Oriente para luchar contra los sarracenos. Describe el ensayista muchos detalles previos y coherentes con el viaje, ya se sabe, la hidalguía, los santos lugares, el espíritu cruzado y la manía de la cristianización por cojones, pero no hay que detenerse demasiado en los pormenores. El caso es que metido en la faena militar, sea por impericia de los franceses o sea porque fueran menos en la batalla, – dicen que Dios premia a los malos cuando son más que los buenos – el resultado fue que ganaron los musulmanes. El protagonista, para no dar por terminado el cuento prematuramente, diremos que sobrevivió pero que fue hecho prisionero y sometido a la vejación de la esclavitud. Mal se presentaba el porvenir, y nuestro noble, cautivo y encadenado, pronto empezó a echar en falta la libertad y las comodidades de su rango. Añoraba además, entre otros deleites, el disfrute de su esposa a la que pintan tan ausente como encantadora, y seguimos sin los pormenores.

Pasado algún tiempo – pocas historias carecen de amor – la atracción se presentó encarnada en una hermana del sultán que era a su vez el amo del esclavo. Si bella era la melillense del cuento anterior, más bella sería la sultana, y ésta, con la rapidez de la punzada, se enamoró entera y sin dudas del preso francés. Las veleidades de los corazones están en muchos proverbios, la literatura está llena de dichos sobre el particular, pero resumiremos diciendo que simplemente surgió y que, como la pasión se desboca a menudo, este sentimiento no tuvo freno o no quisieron ponérselo.

Cuando ella comprendió que aquello era imparable, le confesó al hermano el destino de su amor y fueron tan grandes y sentidas sus palabras, tan denso el cariño del que la morita hablaba, tan respetable la distancia de sus cuerpos, que el sultán, en vez de caer en el enfado y la dureza cayó en la blandura más esponjosa. No en balde era el hermano mayor y único de una princesa huérfana a cuya felicidad dedicaba sus cuidados. Consideró la nobleza del infiel, sus méritos y, después de una corta reflexión, el mandamás accedió a liberarlo, aunque les impuso la condición de que se casaran, lo cual no dejaba de ser lógico en un tutor responsable. También lo era que el rito fuera el de la ley del Profeta, pero ni siquiera le pidió una conversión sospechosa.

El prisionero por esencia o por definición a lo primero que no tiene que hacer ascos es a la libertad. Es norma de cajón, como suele decirse, e incluso hasta la obligación primordial del penado, y por ella se han hecho túneles e inventado las limas. Además, en este caso el premio se presentaba triple, la libertad en sí misma, el disfrute del amor de la belleza mora y la regalada vida de un sultán, o mejor quizá, de cuñado de sultán.

Las tentaciones empezaron a ser grandes y entraron en las tragaderas de su conciencia las excusas del destino y el cautiverio. Empezó a contemplar aceptablemente la unión y día a día, noche a noche, se fueron aliviando sus reparos. Sin embargo, por aquello de la nobleza no quería engañar a la mora Mariam, con este nombre la bautizamos (permítanme advertir que sabemos que los musulmanes no gastan de este sacramento pero que prefiero cristianarla por darle más cercanía a la persona).

Como digo, no le agradaba a sus escrúpulos pensar en huir de ella cuando obtuviera un hueco, una trampa, una tapia accesible y las ligaduras sueltas. Tampoco, a costa de su felicidad africana, quería penar con el sufrimiento de incumplir otro deber: la fidelidad a su esposa real y primera, la francesa que enviudaba poco a poco en los campos húmedos del marquesado. Y de nuevo los remordimientos que no nos dejan vivir.

La tortura de estas dudas lo llevó a una decisión, también a unas frases heroicas, puede que teatrales, diciéndoles en la cara a los dos hermanos que mucho valoraba el cariño, que mucho la quería él también, pero que era la propuesta una idea sin posibilidades: estaba casado por la iglesia con otra mujer. El musulmán y la musulmana pienso que se encogieron de hombros y no se amedrentaron con este problema menor ya que el mismísimo Profeta se casó cuatro veces y ahí está en los cielos sin ni siquiera cruzar por una esquina del purgatorio. Le pidieron ratificación y juramento sobre si el amor por la princesa existía, a lo que el francés dijo que sí con dulzura a la vez que con categoría, quiero decir que categóricamente.

Una vez reconocido esto, los hermanos se decidieron y comenzaron el papeleo. Prescindiendo de intermediarios, le escribieron al Papa de Roma para que al marqués le dejara tener dos esposas. No había antecedentes recordados, sería una excepción en la doctrina, pero el francés, aunque con pocas esperanzas, admitió el intento.

Seguramente a susantidá le pareció de entrada una broma moruna y hasta muy propia de infieles la impertinencia de la petición. Dijo que no en primera y en segunda instancia, pero después, cuando por el tiempo y la insistencia, comprobó que estaban en serio, se lo pensó también en serio. Vaciló en la duda y contestó que sí, o por qué no, que viene a ser lo mismo. Parece que lo decidió a aceptar un franciscano sencillo y práctico, harto de los escrúpulos de confesiones timoratas, el cual dijo que si no se aceptaba la propuesta serían desgraciadas tres personas, todas hijas de Dios, o de Alláh, se nombrara como se le nombrara.

Al Papa le costó algo la aceptación, pero el razonamiento del fraile era impecable y optó en definitiva por la felicidad de todos. Dejó claro que era un caso singular que disfrutaría de un insólito privilegio, y que por lo tanto no se tuviera como antecedente canónico para polígamos aprovechados.

Tomada y comunicada la decisión se concluyó el expediente admitiéndose que la boda fuera por ambos ritos. Aceptó el sultán y la ceremonia se llevó a cabo a satisfacción de todos, con celebración doble, y Montaigne, por delicadeza, omite la noticia de si se invitó a la francesa o si ésta se excusó. Acababa la historia relatando que posteriormente el matrimonio marchó de viaje a Francia, no de viaje de bodas, sino a quedarse y dar la cara, asumiendo el riesgo. Y lo más sorprendente ha de ser que, en contra de lo previsible, el resultado fue felicísimo: las dos esposas se conocieron y aceptaron. La francesa pensaría que algo es algo, que más vale ser solo accionista que quedarse en la ruina; o quizá es que fuera magnífica de corazón; o tal vez la sultana se dio a querer; lo cierto es que no sólo compartieron al hombre sino que las mujeres iniciaron una amistad sincera que perduró aun después de morir el marido, ese punto de unión de las relaciones, ese engarce de cariño común y sin disputas. El elevado respeto a la generosa partición nos impide pensar en las procacidades detalladas de la bigamia.

 

Como puede verse son dos historias en cierto modo parecidas, encontradas en el desorden de mis lecturas, de las que se saca un conclusión común que no es otra que la de la adaptación de ciertas mujeres a los deseos del corazón, y la generosidad en compartir lo que los hombres – en tantas cosas los más animales de la creación – seguimos considerando de exclusividad personal y territorial.

 

En esas esperas largas, como se ha visto, releo algún libro a mano. Pero, de cualquier modo, si hay alguien que me acompañe, prefiero la curiosidad y la conversación directa para, en cuanto me den la menor cancha, preguntar el cómo y el porqué de los males, de sus dolores, flujos y desmayos. Suelo tener éxito porque a poco que los provoque tienden a hacerme partícipe y me detallan hasta los síntomas más indiscretos. Recientemente y sin ir más lejos, un muchacho semiadolescente terminó por reconocerme que todos sus desarreglos venían del odio que le tenía a su abuelo. Confesaba sufrir un complejo de Electra de segundo grado, o complejo de madre de Electra – escojan ustedes –, ya que quería acostarse con su abuela. Lo dijo sin pudor y hasta me enseñó una foto de la cartera con arrugas del papel y de la modelo que a mí me sobrecogió. Opinaba que esto era perfectamente lógico una vez rotos los tabúes de la sociedad represiva, y que Freud se le había quedado corto, que él se andaba por Wilhelm Reich. Cuando el muchacho entró en consulta estaba yo a punto de preguntarle si la abuela le correspondía y si el abuelo era consentidor, pero se me escapó la oportunidad.

 

 

El dos

Tras el incidente del ascensor llamé al timbre y me preguntaron quién era yo. Pensé que los porteros automáticos tienen días en que se sienten más ontológicos que tecnológicos y que se aprovechan para plantearnos dudas eruditas y cuestiones existenciales. Pero, en fin, fui a lo práctico y contesté con mi nombre y apellido.

En el piso de la consulta me desbloquearon la puerta desde el fondo de su gabinete. Lane no gasta en secretarias y sustituye el empleo de porteros y recepcionistas por la baratura de un mando a distancia. Opina que un par de pilas – alcalina es un derroche – le ahorra un puesto de trabajo, y aunque a veces le he afeado esta mezquindad me replica citándome a Rothschild, Rockefeller, Gulbenkian y a otros próceres de la raza, ya que se me ha olvidado decir que Lane era judío, aunque de las ramas más heterodoxas.

Cuando entré en la sala de espera, estaba ya sentada una joven con mechas rubias. Guapa me pareció. Vestía bien, con distinción incluso debería decir, y acompañaba su imagen con unas joyas discretas y unas prendas de selección. Nos saludamos educadamente.

A los pocos minutos, hartos ambos de mirar el techo y desviarnos las miradas, le pregunté si el Doctor iba con mucho retraso. Contestó que sobre una hora, que ella aún tenía que entrar, a pesar de lo mucho que ya llevaba esperando. Creí que la respuesta merecía, qué menos, un gestillo de solidaridad y cabeceé apenado, pero ella le quitó importancia diciendo que ya estaba acostumbrada. Este corto diálogo me dio pie para preguntarle si hacía mucho tiempo que venía por la consulta.

Y ahí me perdí.

Con tan corto antecedente, o en todo caso con una pregunta de compromiso, me habló de su infortunio. Aunque parecía una gran conversadora, cuantitativamente al menos, yo confiaba en que me contaría las grandes desgracias de la vida, la muerte y el desamor, las penas del dinero y los accidentes del destino. Pero no fue así. Solemnemente me concretó que su mal era el estreñimiento pertinaz. Me sorprendí, pues, la verdad, me parecía inapropiado este achaque tan ordinario en apariencia tan exquisita, ya saben ustedes la fuerza del prejuicio de la imagen. Esperaba – ya he hablado de la delicadeza de la muñeca – qué menos, un dolor sentimental, un desvarío mental, en todo caso un mal de cintura para arriba. Pero nada, se imponía la verdad y así de apretada resultaba la realidad.

Aún me desconcertó más la gratuita relación de detalles y síntomas de su dolencia, adobada con toda serie de gestos y desenlaces procaces. Y a pesar de que yo enseguida dejé de interesarme en los pormenores y de decir esta boca ni estos oídos son míos, el rigor de la descripción continuó con los detalles más atroces. Su elocuencia era fluida y su descaro de la mayor desenvoltura. Parece, por lo que tengo visto, que uno de los éxitos de la homeopatía es el de procurar que los pacientes, si no se curan del todo, al menos pierdan alguna preocupación y, en ciertos casos, de paso, la totalidad de la vergüenza. Esta mujer enferma me habló de sus atolladeros, de su lucha contra la dolencia con un realismo desvergonzado, lejos de la exquisitez que inicialmente le supuse. Dije que me perdí porque después simplemente lo que me produjo fue un asco insuperable. Yo, que estoy a la que cae en lo que respecta a la amistad de los sexos, hubiese pensado que éste podía ser el inicio de una gran amistad. No obstante, visto lo visto, acabé con mis expectativas de inmediato.

Hubiese terminado por irme al cuarto de baño a vomitar si en aquel momento no sale la visita anterior. La estreñida se levantó para entrar pero antes de irse me amplió sus noticias diciéndome que por culpa del estreñimiento se le había roto un hueso, sí un hueso, el fémur concretamente. Ni siquiera le contesté, perdido como me había quedado entre la incredulidad y la extrañeza. Lane intervino para disculparse por el retraso y yo le puse una aliviada cara de comprensión. Después se llevó a la encantadora paciente la cual recogió su bolso de marca y un foulard de preciosos dibujos.

 

Esta consulta tiene bastantes pacientes. Él no quiere que nos llamemos así porque pacientes se relaciona con padecimiento, y su primera preocupación es que todos salgamos más contentos de lo que entramos. Quizá sea poco pedir, pero algo es algo. Le contesto que no, que paciente viene de pacer, y que nosotros con nuestros males le procuramos su alimento (no sé si le hace gracia la gansada, aunque lo que es reírse, no se ríe). Yo realmente le reconozco que salgo mejor que entro, aunque me gustaría hacer con él lo que dicen que hacían los sátrapas con sus médicos persas: les pagaban mientras que no estaban enfermos, dejando de pagarles cuando enfermaban, admirable costumbre que debería ser traída al occidente, al hoy, para ejemplo de los médicos sin corazón.

 

Al quedarme solo, una vez más pasé a los recuerdos de mis lecturas, a las reflexiones desatentas sobre los viejos libros de la mesa de centro. Estaba el Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce, edición de 1980, donde se podía admirar el ingenio de este americano desaparecido. También había una curiosa relación de epitafios con más humor que trascendencia. Conocía algunos, como el famoso de Groucho Marx «Perdonen que no me levante» y me pareció curioso el de Unamuno («Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo»), o el de Jardiel Poncela («Si queréis los mayores elogios, moríos»)

 

Disperso entre banalidades, pasado un rato alguien llamó a la puerta y Lane le abrió con su telecomando. Un hombre de unos cuarenta y cinco años, trajeado, con maletín de cuero negro, de esos de oficina, entró y me saludó. Parecía frío, educado, y tomó respetuosa distancia sentándose en un extremo. Podría describirlo con detalles, incluso parece que lo estoy viendo, pero adelanto que es innecesario para el relato porque ni ustedes ni yo vamos a necesitar saber mucho más de él (es más, en este capítulo desaparece para siempre por lo que cabría calificarlo como un simple engranaje de la narración). Naturalmente podía haber iniciado con él otra maniobra de aproximación pero la anterior jugada me había quitado las ganas. Lo dejé estar tranquilo y volví a mis cavilaciones.

A los treinta minutos se abrió la puerta de la consulta. El doctor despedía a la mujer, la cual nos comunicó que antes de marcharse iba a entrar en el baño, concretando la finalidad con una frase rotunda. Como usted quiera – qué le íbamos a decir.

Mientras ella entraba al desahogo, Lane se dirigió al recién llegado saludándolo con un abrazo fuerte y sentido. Se preguntaron por cosas comunes, y no recuerdo bien las frases pero daban la impresión de ser muy amigos, o colegas de gran confianza y tiempo. Se volvieron a abrazar con medias risas, y cuando nos quedamos solos – la enferma resolvió el problema con diligentes escorrentías – el doctor me pidió para que no pudiera negarme:

–Saturio, te tengo que pedir un favor.

–Tú dirás.

Me dijo que había venido de viaje este amigo y compañero, me lo presentó – Míster Algo –, con el que le interesaba hablar de temas muy importantes; que el recién llegado no tenía tiempo y que si era tan amable de dejar que lo pasara. Como estoy acostumbrado a estas cosas, como me cogió sin prevención y como cuando vengo doy por perdido medio día, le dije que de acuerdo. Otra de las cosas que estoy aprendiendo con Lane es a dominar mi crispación, además de a no disgustarme por lo que no tiene importancia real. Pero el doctor dio un paso más, crecido sin duda ante mi fácil entrega. Pensándolo mejor, iba a aprovechar que casi era la hora de almorzar y bajarían a comer. A mí me debía dar igual que él estuviera comiendo o que ayunara, me dijo. Reflexioné un momento. Pensarán ustedes y puedo admitir que soy tonto, pero le dije que vale. Tanta cortesía vería en mi postura que Lane me propuso que hiciera lo que gustase por allí en la consulta, que hojeara libros, durmiera en el sofá o que me tomara una cerveza de las que había en el frigo.

Dicho esto, asentí y se marcharon. Todos deberíamos tener asumido que yo no iba de nuevo a bajar y subir en el ascensor.

Cuando me quedé solo en la consulta me serví una cerveza como si me la hubiera recetado. Dado el tipo de medicina que mi amigo practicaba no me daba reparo alguno en tomar alimentos de este frigorífico. Mi cuñado, en su consulta, conserva en frío los análisis de heces y esputos, por lo que allí no bebería ni gloria bendita, incluso ni gloria bendita embotellada, pero aquí me encontraba a gusto y sorbí del botellín para disfrutar del primer trago. Asomado con prevención al ventanal de su consulta, de un alto antepecho por supuesto, me entretuvo el pugilato gratuito de unos guardacoches que se mataban por un aparcamiento. Di otro buche, no sin antes agitar la bebida para espumarla como un champú. Fue entonces cuando sonó el timbre de la puerta, y por ser muy pronto pensé que eran ellos, que algo se les tenía que haber olvidado. Le di al pulsador del mando.

Con poco ruido se cerró la puerta. Unos segundos más tarde entró a la habitación de la consulta directamente, allí donde yo estaba apurando mi cerveza, una mujer de facciones perfectas. Podría tener unos cuarenta y pocos años, me pareció, en esa edad en que se acercan a un punto de madurez pero todavía sin peligro.

Otra de las preguntas absurdas que se hacen es qué es lo primero que se mira de una mujer. Lógicamente es la cara porque es la parte donde uno puede abandonarse a la contemplación sin generar rubor; después, importa la imagen general, cuerpo, altura, quedándose el indiscreto resto para las miradas de disimulo.

Ésta era una morena expresiva, con unos ojos muy grandes, muy negros y muy hundidos en las ojeras, que parecían carbones encerados. Podría ser alta, sin exageración, y creí apreciar que vestía una talla algo menor que la debida lo que le acentuaba sus meritorias curvas hasta hacerla una tentación para los pecados de la carne viva que yo era por entonces.

Desenvuelta pero nerviosa se vino hacia mí y me dio un abrazo, sin mediar palabra ni saludo. Yo le respondí apretando para no desmerecerla, y cuando nos aflojamos solo me dijo que se llamaba Lucrecia Sinforosa, y que era la primera vez que venía. Le iba a contestar pero ya no me dejó hablar.

Por lo visto yo debía recordar sin vacilación que había pedido la consulta por mediación de su amigo Rafa, un músico reconocido y cariñoso donde los haya que le había dado las mejores referencias y las más seguras esperanzas. A renglón seguido pasó el trámite de este mísero introito y se echó en el mullido diván que allí tienen para exponer los quebrantos con mayor comodidad. Aunque no hay necesidad de explicarlo, Lucrecia Sinforosa, nueva en esta plaza, venía a contar su historia sin otro preámbulo, y nada ni nadie iba a impedírselo y ni siquiera a retrasárselo. Parecía de esas personas a las que les cuesta decidirse a la consulta y a la confesión, pero que una vez en suerte se transforman en un torrente sin presa.

Lo correcto, desde el punto de vista de la deontología o incluso de la educación de andar por casa, hubiese sido interrumpirla y decirle que oiga usted se equivoca, que yo no soy el doctor, que el doctor ahora vendrá, que yo me estaba tomando una cerveza, y que si quiere usted una. Eso hubiese sido lo adecuado en un ser normal. Pero no lo hice, y voy perder algún tiempo en relatar las razones.

La primera premisa del silogismo, y que obviamente, por innecesario, destroza el resto, es que yo no soy normal. De todos modos, en segundo lugar, diré que mi natural es curioso e, insistiendo en el defecto, reconozco que tengo no una curiosidad superficial sino que tiendo a un cotilleo morboso que me lleva por la inquisición de los detalles hasta el completo ordeño de la víctima. Si me dicen que fulano ha muerto, no sólo pregunto cuándo, sino de qué, dónde tenía el mal, si murió consciente y si deja herederos; si me hablan de quien se casó, escarbo en familias, lazos, capitales y orígenes, en definitiva, un detective ansioso que no encuentra satisfacción con la mera gacetilla. He intentado limitarme, pero sin éxito y cuando una noticia se presenta ante mí, si no profundizo parece que me quedo vacío, insatisfecho, que no me harto. En tercer lugar – que no se nos olvide la ilación – porque Lucrecia Sinforosa entró al relato sin prólogo, y sin que me permitiera réplica ni contrarréplica. Dando la impresión de tener recorridos suficientes psicoanalistas como para no dudar del protocolo, se echó en el diván buscó la mejor postura, cerró los ojos y respiró profundamente.

 

Parece que hablar del padre es lo primero en el psicoanálisis, el catón del sistema. Lucrecia Sinforosa no explicó si era rubio o moreno, alto o bajo, si vivía del músculo o del cerebro, en fin las circunstancias más corrientes de la persona. Aunque más tarde se extendería, de forma sumaria resumió que su padre lo que realmente fue, su ocupación principal, era la de adúltero. Habiendo categorías y subdivisiones, había sido un adúltero de los sedentarios, con una amante fija en la que desahogaba sus pocos instintos. Sus líos eran domésticos, sin el remordimiento de la traición, puesto que los entendía como la consecuencia de un mal emparejamiento a los que la economía no le permitía poner fin, y por lo tanto no era un espíritu en lucha sino un resignado en la bigamia.

A resultas de todo ello su madre sufría de celos y abandono, y no encontró mejor venganza que deshacerse de él matándolo lentamente de aburrimiento. Un día, después de almorzar, instalado en el bostezo y sin esperanza de recreación, puede que deprimido y escogiendo el camino más corto, el suicidio por impaciencia, el propio padre se administró unas pastillas que lo llevaron dulcemente a la siesta infinita.

Ni siquiera me había dado tiempo para darle algo así como un pésame, ni siquiera me había repuesto del zarpazo, cuando comenzó otra historia aún más truculenta. Su madre, decía Lucrecia Sinforosa, recomenzó su vida amorosa con un amante nuevo y rápido, tan rápido que podía sospecharse que estaba a la espera, vaya usted a saber. Fue hasta sospechoso que en el funeral tomara del brazo a la viuda estando el cuerpo anterior presente.

El nuevo no era aburrido sino que, por aquello de la compensación, era un lujurioso compulsivo, adepto a una de las formas más universales y gratuitas del entretenimiento. En lo mental era un obseso monotemático, pero en lo físico a duras penas podía doblegar su priapismo crónico (aquí mi paciente hizo un comentario vulgar sobre la suficiencia de su bragueta). Por ello, no sólo atendía a la madre sino que en los entreactos la repasaba a ella misma, la confesante, que por entonces, aunque era menor, tenía ya cubierto su cuerpo con el plumaje del desarrollo. Aclaró sobre su prematuridad que casi a la vez, en coincidencia temporal, se le cayeron los dientes de leche y le nacieron las glándulas de la misma, y que en aquella edad estaba prácticamente como ahora. Entonces, repitiendo las palabras mágicas «como ahora», con el ágil resorte de sus manos y para testificarlo con pruebas fehacientes, no tuvo mejor ocurrencia que sacarse los dos pechos.

Con ambas mamas al aire aún seguía con los ojos cerrados, en medio trance, y yo que había estado antes por dominar la curiosidad y aclararle el malentendido, como he dicho, ya no tuve tiempo. Cuando me contó lo del adulterio del padre, el suicidio del mismo, el amante de la madre y su propio acoso, pensé que ya no podía decirle que todo había sido en vano. Más aún, cuando me enseñó las mamas, entonces entendí ya que no había vuelta atrás y me sentí tan cercano al problema que pensé que no podía defraudarla y mucho menos ofenderla diciéndole usted se ha exhibido sin utilidad.

En cuarto lugar – no se me olvidan las justificaciones – porque, dispuesto a aguantar allí, busqué y encontré suficientes razones adicionales para mantener la dignidad en mi actuación de terapeuta suplente. Una razón pundonorosa era que no pensaba cobrarle, por lo que mi actuación no debía entenderse como intrusismo; otra que yo no había podido decir hasta ahora esta boca es mía, ni estos oídos no son de médico; otra que ésta era la mínima venganza que merecía la marcha desconsiderada de mi doctor; otra que por el transcurso de más de cinco años yendo a la consulta podía perfectamente dar respuesta inicial a la enferma, hacerle la ficha, preguntarle los mayores síntomas y los etcéteras de la recepción. Con un poco de suerte, antes de la vuelta de Lane tendría terminado el historial. Y en quinto y último lugar, hasta ahora lo cité de pasada, es que mi ocupación, vocación es mucho decir, es la de sacerdote, y no es la primera vez que escucho en confesión a corazones doloridos y doy tranquilidades a las inquietudes del alma. Si he sido confesor de las conciencias de un convento de monjas de clausura, con todo lujo de melindres, desenmarañándome entre psicologías confusas, poco trabajo me iba a costar reconfortar a la tal Lucrecia Sinforosa.

Mientras yo meditaba, ella se recogió los pechos como suyos que eran y porque ya no eran necesarios para el guion. Hubiese podido, siguiendo mi técnica específica, también por mi curiosidad malsana, preguntarle por las veces y el cómo fue, pero ella no estaba por dejarse dirigir sino por recitar el monólogo que traía preparado.