Título original: The Wrath and the Dawn

Publicado en Estados Unidos por G. P. Putnam’s Sons, un sello de Penguin Group

© de la obra: Renée Ahdieh, 2015

Publicado por acuerdo con la autora a través de BAROR INTERNATIONAL, INC., Armonk, New York, U.S.A.

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2017

© del mapa: Russel R. Charpentier, 2015

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: marzo de 2018

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-48-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

LA ROSA Y LA DAGA

texto

PRÓLOGO

La niña tenía once años y tres cuartos.

Tres cuartos muy importantes.

Habían sido fundamentales cuando su padre la dejó al mando aquella mañana con una importante misión que cumplir. Así que dio un suspiro de resignación, se arremangó las harapientas mangas y empezó a tirar escombros en una carretilla cercana.

—Pesa mucho —se quejó su hermano de ocho años mientras pugnaba por mover un trozo de cascote de su casa. Tosió cuando una nube de hollín se elevó de los restos calcinados.

—Deja que te ayude.

La niña soltó su pala, que emitió un sonoro clang.

—¡No he dicho que necesitara ayuda!

—Deberíamos trabajar juntos o no terminaremos de limpiarlo todo antes de que baba vuelva a casa.

Apoyó los puños en las caderas y bajó la mirada hasta él.

—¡Mira a tu alrededor! —Alzó las manos—. Jamás terminaremos de limpiarlo todo.

Ella siguió sus manos con la mirada.

Las paredes de arcilla de su casa estaban destrozadas. Rotas. Ennegrecidas. El techo había quedado abierto al cielo. A un cielo triste y desolado.

A lo que una vez fue una ciudad gloriosa.

Un sol de mediodía se ocultaba tras los tejados derruidos de Rey. Recortaba sombras en la piedra encendida y en el mármol chamuscado. Aquí y allá, pilas humeantes de escombros servían como duro recordatorio de lo que había ocurrido tan sólo unos días antes.

La niña endureció la mirada y se acercó aún más a su hermano.

—Si no quieres trabajar, espera fuera. Pero yo voy a seguir. Alguien debe hacerlo.

Y alcanzó la pala.

El niño le dio una patada a una piedra cercana y esta salió volando a ras de la tierra compactada antes de terminar en los pies de un extraño encapuchado que estaba plantado en lo que quedaba de su puerta.

La niña agarró con fuerza el mango de la pala y escondió a su hermano detrás de ella.

—¿Puedo ayudaros…?

Hizo una pausa. El rida’ negro del extraño estaba bordado con hilo de plata y oro. La vaina de su espada estaba finamente grabada y adornada con joyas delicadas, y el cuero de sus sandalias era de la mejor calidad.

No era un simple forajido.

La niña sacó pecho.

—¿Puedo ayudaros, sahib?

Como el hombre no contestó enseguida, levantó la pala. Su frente estaba tensa y el corazón, a punto de estallarle.

El extraño dio un paso para salir de debajo de la jamba hundida de la puerta. Se echó la capucha hacia atrás y alzó las palmas de las manos a modo de súplica. Cada uno de sus gestos era esmerado y se movía con una especie de gracia líquida.

Cuando se adentró en un débil haz de luz, la niña vio su rostro por primera vez.

Era más joven de lo que esperaba. No superaba los veinte años.

Su cara rayaba la hermosura, aunque sus ángulos eran demasiado duros y su expresión, demasiado severa. La luz del sol que iluminaba sus manos reveló algo que no concordaba con el resto de su aspecto: la piel de sus palmas estaba roja, agrietada y despellejada, señal de un duro trabajo.

Sus cansados ojos eran de un color dorado. Una vez había visto unos ojos parecidos: en un cuadro de un león.

—No pretendía asustarte —dijo el extraño en voz baja. Recorrió con la mirada la ruina de la morada consistente en una única habitación—. ¿Puedo hablar con tu padre?

La niña volvió a ser presa de la desconfianza.

—No… No está. Ha ido a hacer cola para que le den material de construcción.

El extraño asintió.

—¿Y con tu madre?

—Está muerta —respondió su hermano, saliendo de detrás—. El techo se le vino encima durante la tormenta. Murió a la mañana siguiente.

Lo dijo en un tono modesto, diferente al de su hermana. Para el niño, las palabras aún no eran reales, pues, tras haberlo perdido casi todo en la sequía del año anterior, la tormenta había causado el último estrago en su familia.

Y aún debía asimilar la pérdida más reciente.

La severidad del extraño se intensificó por un instante. Apartó la mirada y dejó caer las manos a los lados. Pasado un momento, volvió a mirarlos con determinación a pesar de sus puños apretados.

—¿Tienes otra pala?

—¿Por qué necesitas una pala, hombre rico?

El niño se acercó al desconocido: la acusación pesaba en cada uno de los pasos que daba con sus pies descalzos.

—¡Kamyar! —Su hermana reprimió un grito y agarró la parte posterior de su qamis hecho jirones.

El extraño bajó la mirada hasta el pequeño y pestañeó perplejo antes de acuclillarse en el suelo de tierra apisonada.

—Kamyar, ¿verdad? —le preguntó con un asomo de sonrisa en los labios.

El chico no dijo nada, aunque apenas era capaz de aguantar la mirada del alto desconocido.

—Lo…, lo siento, sahib —balbució la niña—. Es un poco insolente.

—Por favor, no te disculpes. La verdad es que aprecio la insolencia cuando la dispensa la persona adecuada.

Esta vez, el joven sonrió abiertamente y sus rasgos se suavizaron.

—Sí —lo interrumpió su hermano—. Me llamo Kamyar. ¿Y tú?

El extraño estudió al niño durante un momento.

—Jalid.

—¿Por qué quieres una pala, Jalid? —volvió a preguntarle.

—Me gustaría ayudarte a arreglar la casa.

—¿Por qué?

—Porque, cuando nos ayudamos los unos a los otros, terminamos antes las cosas.

Kamyar asintió despacio, luego ladeó la cabeza.

—Pero esta no es tu casa. ¿Por qué te importa?

—Porque Rey es mi hogar. Y Rey es tu hogar. Si pudieras ayudarme cuando necesitara ayuda, ¿no querrías hacerlo?

—Sí —respondió el pequeño sin vacilar—. Claro.

—Entonces, no hay más que hablar. —Se levantó—. ¿Compartes tu pala conmigo, Kamyar?

Durante el resto de la tarde, los tres trabajaron para despejar el suelo de la madera carbonizada y los escombros empapados. La niña no llegó a decirle su nombre al extraño y se negó a llamarle de otro modo que no fuera sahib, pero Kamyar lo trató como a un amigo al que hacía tiempo que no veía y con el que tenía un enemigo en común. Cuando Jalid les dio agua y pan lavash para comer, la niña agachó la cabeza y se llevó la punta de los dedos a la frente en señal de agradecimiento.

Un rubor le subió a las mejillas cuando el extraño casi apuesto le devolvió el gesto sin mediar palabra.

El día pronto empezó a dar paso a una noche púrpura y Kamyar se recostó en un rincón, dejó caer la barbilla en el pecho y fue cerrando poco a poco los ojos.

El desconocido terminó de amontonar los últimos trozos de madera que podían salvarse junto a la puerta y se sacudió el polvo del rida’ antes de volver a echarse la capucha de su manto negro por la cabeza.

—Gracias —murmuró la niña, consciente de que era lo mínimo que debía hacer.

Él la miró por encima del hombro. Entonces buscó algo en su manto y sacó una bolsita cerrada con un cordel de piel.

—Acéptalo. Por favor.

—No, sahib. —Negó con la cabeza—. No puedo aceptar vuestro dinero. Ya hemos abusado bastante de vuestra generosidad.

—No es mucho. Me gustaría que te lo quedaras. —Sus ojos, que ya al principio le habían parecido cansados, ahora estaban más que exhaustos—. Por favor.

En ese momento, algo se reflejó en su cara, oculta como estaba en el juego de sombras, entre las motas persistentes de ceniza y polvo…

Algo que indicaba un sufrimiento más profundo de lo que la niña podía siquiera aspirar a imaginar.

Cogió la bolsita de su mano.

—Gracias —susurró el joven, como si él fuera el necesitado.

—Shiva —dijo la niña—. Me llamo Shiva.

La incredulidad asomó a sus rasgos durante un instante. Luego los planos angulosos de su cara se suavizaron.

—Por supuesto que sí.

Hizo una profunda reverencia con una mano en la frente.

A pesar de la confusión, la niña consiguió devolverle el gesto rozándose la frente con los dedos. Cuando volvió a levantar la vista, él ya había dado la vuelta a la esquina.

Y había desaparecido en la creciente oscuridad de la noche.

texto

EL AGUA MIENTE

Era sólo un anillo.

Y, sin embargo, significaba mucho para ella.

Mucho que perder. Mucho por lo que luchar.

Sherezade levantó la mano hacia un rayo de luz. El anillo de oro mate destelló dos veces, como si quisiera recordarle a su compañero, allá a lo lejos, al otro lado del Mar de Arena.

«Jalid».

Sus pensamientos vagaron hasta el palacio de mármol de Rey. Hasta Jalid. Esperaba que estuviera con Jalal o con su tío, el shahrban.

Esperaba que no se encontrara solo. Perdido. Preguntándose…

«¿Por qué no estoy con él?».

Apretó los labios.

«Porque la última vez que estuve en Rey perecieron miles de personas inocentes».

No podía regresar hasta que encontrara una manera de proteger a su gente. A su amor. Una manera de acabar con la horrible maldición de Jalid.

En el exterior de la tienda, una cabra empezó a balar desenfrenadamente.

Sherezade perdió la calma, se desprendió a toda prisa de la manta improvisada y buscó a tientas la daga que tenía en el suelo junto al jergón. Una vana amenaza, pero sabía que al menos le serviría para mantener cierta sensación de control.

Como si quisiera burlarse de ella, el estrépito al otro lado de la tienda se hizo más incesante.

«¿Es un… cencerro?».

¡Aquella pequeña bestia tenía un cencerro en el cuello! Entre los balidos y el continuo tintineo metálico era imposible dormir.

Se incorporó y asió la enjoyada empuñadura de la daga.

Entonces, soltando un grito exasperado, se dejó caer hacia atrás en el jergón de lana picajosa.

«Tampoco es que esté consiguiendo dormir como Dios manda».

Imposible estando tan lejos de casa. Tan lejos de donde su corazón ansiaba estar.

Se tragó el repentino nudo que se le había formado en la garganta y acarició con el pulgar el anillo con las dos espadas cruzadas: el anillo que Jalid había puesto en su mano derecha tan sólo dos semanas antes.

«Ya basta. Con esta tontería no arreglamos nada».

Volvió a incorporarse y escrutó aquel nuevo entorno.

El jergón de Irsa estaba bien recogido en uno de los lados de la pequeña tienda. Su hermana menor probablemente llevaría horas despierta, horneando pan, preparando té y cepillando el asqueroso pelo de la barba de la cabra.

A pesar de todo, casi se le escapó una sonrisa.

Su recelo cobró forma en la oscuridad; se metió la daga en la cinturilla y se levantó. Le dolían todos los músculos del cuerpo debido a los días de duro viaje y a las noches sin dormir.

Tres noches de desasosiego. Tres noches huyendo de una ciudad en llamas. Una sucesión interminable de preguntas sin respuesta. Tres largas noches de preocupación por su padre, cuyo cuerpo maltrecho aún debía recuperarse de los daños sufridos en la cima de esa colina a las afueras de Rey.

Sherezade dio un hondo suspiro.

El aire allí era extraño. Más seco. Fresco. Suaves franjas de luz se colaban por las costuras de la tienda. Todo estaba cubierto por una fina capa de sedimento que hacía que su diminuto mundo pareciera una oscuridad revestida de polvo de diamante.

En uno de los lados de la tienda había una mesita con una jarra de porcelana y una jofaina de cobre. Las escasas pertenencias de Sherezade yacían a su lado, envueltas en la raída alfombrilla que le había regalado Musa Zaragoza varios meses atrás. Se arrodilló ante la mesa y llenó la jofaina de agua para lavarse.

Esta estaba tibia aunque limpia. Su reflejo parecía extrañamente sereno al devolverle la mirada.

Sereno pero distorsionado.

El rostro de una chica que lo había perdido todo en el intervalo de una única noche.

Sumergió ambas manos. Su piel se veía pálida y lechosa bajo la superficie, no del cálido tono bronce habitual. Fijó la mirada en el punto donde el líquido se juntaba con el aire, en la extraña curva que hacía que sus manos parecieran estar en un mundo diferente bajo el agua…

Un mundo que se movía más despacio y contaba historias.

«El agua miente».

Se lavó la cara y se pasó los dedos húmedos por el pelo. Luego destapó un tarrito de madera cercano y cogió una pizca de menta molida, pimienta blanca y sal gorda machacada para enjuagarse la boca.

—Estás despierta. Como anoche llegaste tan tarde, no creí que te despertarías tan temprano.

Se giró y vio a Irsa bajo la solapa abierta de la tienda. Un triángulo de luz del desierto recortaba la delgada silueta de su hermana.

Irsa sonrió y sus rasgos aniñados se evidenciaron.

—Antes nunca te levantabas para el desayuno.

Se agachó para entrar en la tienda y aseguró la solapa a su espalda.

—¿Quién va a dormir con esa maldita cabra chillando ahí fuera?

Le lanzó un poco de agua para esquivar la inevitable andanada de preguntas.

—¿Te refieres a Farbod?

—¿Le has puesto nombre a esa bestia y todo?

Sherezade sonrió mientras empezaba a trenzarse el pelo ondulado.

—Es muy buena. —Irsa frunció el ceño—. Deberías darle una oportunidad.

—Pues, por favor, dile a Farbod, por si continúa con sus recitales mañaneros, que mi comida favorita es la cabra estofada, servida con salsa de granada y nueces picadas.

—¡Ja, ja! —Irsa se sacó un largo cordel del bolsillo de sus pantalones sirwal arrugados—. Supongo que no debemos olvidar que ahora estamos en presencia de la realeza. —Ató el cordel al extremo de la trenza de Sherezade—. Le advertiré a Farbod que deje de ofender a la ilustre reina de Jorasán.

Sherezade miró por encima de su hombro a los ojos claros de Irsa.

—Has crecido mucho —dijo con tranquilidad—. ¿Cuándo has crecido tanto?

Irsa se abrazó a la cintura de su hermana.

—Te he echado de menos. —Sus dedos rozaron el puño de la daga y retrocedió alarmada—. ¿Qué llevas…?

—¿Baba está ya despierto? —Sherezade esbozó una amplia sonrisa—. ¿Puedes llevarme a verlo?

La noche de la tormenta, Sherezade había cabalgado con Tariq y Rahim hasta la cima de una colina a las afueras de Rey en busca de su padre.

No estaba preparada para lo que encontró.

Jahandar al Jayzurán estaba acurrucado en un charco y rodeaba un viejo libro encuadernado en cuero.

Sus pies y sus manos desnudos estaban quemados. Rojos, corroídos y en carne viva. El pelo se le había caído a mechones y la lluvia los había concentrado en el barro y los había pegado a las piedras mojadas como si se tratase de cosas desechadas.

El caballo pinto de su hermana ya llevaba mucho tiempo muerto. Le habían rebanado la garganta. La sangre le había manado a chorros de una herida terrible en el cuello. Las vetas de lodo y ceniza acumulada se habían mezclado con el líquido carmesí formando una siniestra tracería por la ladera.

Sherezade nunca olvidaría la imagen del cuerpo acurrucado de su padre contra la loma roja y gris.

Cuando intentó separar del libro los dedos de Jahandar, este gritó en una lengua en la que nunca le había oído hablar. Puso los ojos en blanco, parpadeó y los cerró para no volver a abrirlos en cuatro días.

Y ella se negó a marcharse de su lado hasta entonces.

Tenía que saber que su padre estaba a salvo. Tenía que saber lo que había hecho.

No importaba qué —o a quién— había dejado en Rey.

—¿Baba? —lo llamó Sherezade en voz baja, y se arrodilló junto a él dentro de su pequeña tienda.

Su padre se estremeció, aún dormido, y sus dedos se ciñeron todavía más al viejo volumen que portaba en los brazos. Ni siquiera en aquel estado de delirio Jahandar había consentido separarse del libro. Y a nadie se le había permitido tocarlo.

Irsa suspiró. Se inclinó junto a Sherezade y le tendió un vaso de agua.

Sherezade lo acercó a los labios cortados del anciano y esperó a que este tragara. Jahandar murmuró para sí, se dio la vuelta y remetió bien el libro bajo las mantas.

—¿Qué le has echado? —le preguntó Sherezade a su hermana—. Huele que alimenta.

—Sólo un poco de menta fresca y miel, además de unas hojas de té y una gota de leche. Dijiste que llevaba días sin probar bocado. He pensado que le sentaría bien.

Irsa se encogió de hombros.

—Es una idea estupenda. Tendría que habérseme ocurrido a mí.

—No te tortures, no te pega nada. Y… ya has hecho más que suficiente. —Irsa hablaba con una sabiduría impropia de sus catorce años—. Baba se despertará pronto. Lo… sé. —Se mordió el labio y su tono perdió convicción—. Se necesita calma para que sanen sus heridas. Y tiempo.

Sherezade no dijo nada y se fijó en las manos de su padre, donde las quemaduras habían derivado en unas ampollas amoratadas y de un rojo chillón.

«¿Qué hizo la noche de la tormenta?

¿Qué hemos hecho?».

—Deberías comer. Apenas tomaste nada cuando llegaste anoche. —Irsa interrumpió sus pensamientos.

Antes de que pudiera protestar, su hermana le quitó el vaso de la mano, tiró de ella para levantarla y la condujo a las dunas que había fuera de la tienda de su padre. El olor a carne asada flotaba en el aire del desierto y formaba una nube que vagaba sin rumbo sobre sus cabezas. Los finos granos de arena sedosa se le colaban entre los dedos de los pies, casi demasiado calientes para soportarlos. Los potentes rayos de sol lo emborronaban todo.

Mientras caminaban, Sherezade escudriñó el campamento badawi a su alrededor, estudiando el trajín de los rostros, sonrientes en su mayoría: gente que acarreaba sacos de grano y fardos de bienes de un extremo a otro. Los niños parecían felices, aunque era imposible ignorar el deslumbrante despliegue de armas —espadas, hachas y arcos— que yacían a la sombra de las pieles de animales en proceso de curtido. Imposible ignorarlas a ellas y su indudable significado…

Preparativos para la guerra inminente.

«Y os arrebataré estas vidas multiplicadas por mil».

Se puso rígida, pero luego relajó los hombros y se negó a cargar a su hermana con aquellos problemas. Aquellos problemas estaban hechos para gente con habilidades especiales.

Gente como Musa Zaragoza, el mago del Templo de Fuego.

Aunque no era fácil, se despojó del peso interminable de la maldición y caminó con Irsa por el enclave de tiendas hacia la mayor de todas ellas, situada en el centro. Se trataba de una estructura impresionante, aunque hecha de retales: una mezcla de tonalidades desteñidas por el sol con un banderín descolorido en el vértice ondeando al viento. En la entrada había un centinela encapuchado embozado en una capa gruesa.

—Nada de armas.

El soldado le puso la mano en el hombro con la fuerza de un agresor, de aquellos que disfrutan de su papel mucho más de lo que deberían.

A pesar de sus inclinaciones más sensatas, la respuesta de Sherezade fue inmediata y automática: le apartó la mano con cara de extrañeza.

«No estoy de humor para hombres groseros. Ni para su afán belicoso».

—No se permite la entrada de armas a la tienda del jeque.

El soldado intentó quitarle la daga; sus ojos brillaban, como si quisieran amenazarla con la mirada.

—Como vuelvas a tocarme…

—¡Shezi! —Irsa se adelantó para aplacar al soldado—. Por favor, disculpad a mi…

El hombre la empujó. Sin pensarlo, Sherezade le aporreó el pecho con los puños, haciendo que se tambaleara y se le hincharan las fosas nasales. A su espalda, oyó que los demás hombres empezaban a gritar.

—¿Qué haces, Sherezade? —gritó Irsa, sin poder disimular la sorpresa que le causaba la temeridad de su hermana.

El soldado, rabioso, cogió a Sherezade del brazo. Ella se preparó para recibir el golpe, curvando los dedos de los pies y apretando los nudillos.

—¡Suéltala inmediatamente!

Una sombra alta se cernió sobre el soldado.

«Perfecto».

Sherezade se estremeció; una punzada de culpa se debatió con su furia.

—No necesito tu ayuda, Tariq —murmuró a través de sus dientes apretados.

—No te estoy ayudando.

Él se acercó y le lanzó una mirada breve, si bien cortante. Su dolor no disimulado resultaba tan evidente que la hizo flaquear.

«¿Es que nunca va a perdonarme?».

El soldado se giró hacia Tariq con una deferencia que, en circunstancias normales, la habría irritado sobremanera.

—Mis disculpas, sahib, pero se negó a…

—¡Suéltala de una vez! No te he pedido excusas. Cumple las órdenes o atente a las consecuencias, soldado.

El hombre la soltó a regañadientes. Sherezade se zafó de él, cogió aliento para recobrarse y se encaró con los presentes. Rahim permanecía junto a Tariq y había varios jóvenes en el lado contrario. Uno de ellos era un chico flaco como un palo que tenía el aspecto de un hombre mucho mayor. La barba le crecía a parches en una cara larga y enjuta, y sus cejas cómicamente severas se recortaban sobre unos ojos fríos como el hielo.

Unos ojos que la miraban con un odio atroz.

Los dedos de Sherezade se dirigieron a la daga.

—Gracias, Tariq —dijo Irsa, dado que su hermana aún no había mostrado ni un ápice de gratitud.

—De nada —replicó él con un torpe asentimiento.

Sherezade se mordió el interior de la mejilla.

—Eh…

—No te molestes, Shezi. Entre nosotros sobran las formalidades.

Tariq se echó hacia atrás de un golpe la capucha del rida’ y se agachó para entrar en la tienda, privándola de su compañía. El chico de los ojos de hielo la miró con mala cara antes de seguirlo. Rahim se detuvo junto a ella con el rostro sombrío, como si lo hubiera decepcionado. Luego dio un paso hacia Irsa y ladeó la cabeza con gesto interrogante. Su hermana le lanzó una media sonrisa y el joven, soltando un leve suspiro, las adelantó penosamente y entró en la tienda sin mediar palabra.

Irsa le dio un codazo a Sherezade en las costillas.

—¿Qué diablos te pasa? —la reprendió entre susurros—. Aquí somos invitadas. No puedes comportarte así.

Sherezade, arrepentida, asintió con brusquedad antes de pasar por el hueco cavernoso.

A sus ojos les llevó un tiempo acostumbrarse a la repentina oscuridad. Varias lámparas de latón colgaban de las vigas de madera a intervalos irregulares y el hilillo de luz que irradiaban contrastaba con el potente sol del desierto. En la otra punta de la tienda había una larga mesa baja de teca basta. Unos desgastados cojines de lana se apilaban a su alrededor de manera poco sistemática. Varios niños corretearon gritando por su lado, ajenos a todo, con la única idea en mente de pillar el mejor sitio en la mesa de desayuno. Sentado en el centro de aquel tumulto tamborileante había un anciano de ojos amables y barba descuidada. Al ver a Sherezade, le sonrió con sorprendente calidez. A su izquierda se encontraba una mujer de la misma edad con una larga trenza cobriza mate. A su derecha se sentaba el padre de Shiva, Reza ben Latief. A Sherezade se le tensó el estómago y volvió a notar aquella punzada de culpa. Lo había visto la noche anterior, pero con el clamor de la llegada apenas habían podido hablar y aún no sabía si estaba lista para enfrentarse a él.

Era demasiado pronto después de su fracaso en vengar la muerte de su hija.

Demasiado pronto después de enamorarse del chico que la había asesinado.

Optó por no llamar mucho la atención, por lo que mantuvo la cabeza baja y se sentó en un cojín al lado de Irsa, enfrente de Tariq y Rahim.

Evitó fijarse demasiado en los que la rodeaban, sobre todo en el chico con los ojos de hielo, que no perdía ocasión de fulminarla con su desconcertante mirada. El deseo de prestar atención a su comportamiento era muy fuerte, pero Irsa llevaba razón al reprenderla: era una invitada.

Y no podía comportarse de forma tan desconsiderada.

No cuando estaba en juego el bienestar de su familia.

Colocaron una pierna de cordero asado en el centro de aquella mesa basta. La bandeja donde se servía era inmensa y de plata martillada, llena de abolladuras por el tiempo y el uso. Había unas rebanadas de pan barbari untadas con mantequilla y cubiertas de semillas de sésamo negro en unas cestas cercanas, junto a unos cuencos descascarillados de rabanitos enteros y porciones de queso de cabra salado. Los niños se pelearon por los rabanitos y cortaron unos buenos trozos de barbari por la mitad antes de atacar la carne con las manos. Los mayores machacaron unos tallos de menta fresca y vertieron oscuras cascadas de té sobre las hojas fragrantes.

Cuando Sherezade se aventuró a levantar la cabeza, descubrió que el anciano de ojos amables la estaba observando y que otra cálida sonrisa se dibujaba en sus labios. Tenía un hueco pronunciado entre los dientes frontales que, a primera vista, lo hacía parecer un poco tonto.

Aunque la que no tenía un pelo de tonta era Sherezade.

—Así que, amigo mío…, esta es Sherezade —dijo el anciano.

«¿Con quién está hablando?».

—Y yo tenía razón… —El anciano se carcajeó—. Es muy hermosa.

Los ojos de Sherezade miraron a ambos lados de la mesa y se detuvieron en Tariq.

Sus anchos hombros estaban rígidos y su cincelada mandíbula, tensa. Exhaló por la nariz y alzó la mirada hacia ella.

—Lo es —concedió el joven con voz resignada.

El anciano giró la cabeza hacia Sherezade.

—Has causado un gran problema, hermosura.

A pesar de la mano tranquilizadora de Irsa sobre la suya, la ira de Sherezade prendió como brasas atizadas hasta las llamas.

Consciente de que en ese momento carecía de su estatus de reina, optó por no decir nada, de modo que se contuvo y se mordió el labio inferior.

«Aquí soy una invitada. No puedo comportarme como desee.

No importa lo enfadada y sola que me sienta».

El anciano sonrió de nuevo. Más aún. Y el hueco entre sus dientes se hizo más evidente.

«Exasperante».

—¿Y mereces la pena?

Sherezade se aclaró la garganta.

—¿Perdón? —murmuró, conteniendo sus emociones.

El chico de los ojos de hielo la observaba con la atención absorta de un halcón.

—¿Que si mereces tanto la pena para causar tantos problemas, hermosura? —repitió el anciano con un soniquete desquiciante.

Irsa envolvió con mano suplicante los dedos de su hermana; un sudor frío le resbalaba por la palma.

Sherezade no podía poner en riesgo su seguridad. Y mucho menos en un terreno sembrado de desconocidos. Desconocidos que no dudarían en echar a su familia al desierto por una palabra fuera de lugar. O en rebanarles el cuello por una mirada malinterpretada. No. Sherezade no podía poner en riesgo la precaria salud de su padre. Por nada del mundo.

Sonrió despacio, tomándose tiempo para aplacar su furia.

—Creo que no merece la pena causar problemas por algo como la hermosura. —Le apretó la mano a Irsa en señal de solidaridad fraternal—. Pero yo merezco mucho más la pena de lo que creéis. —Su tono era ligero pese al matiz de reproche.

Sin la menor vacilación, el anciano echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

—¡No lo dudo! —La cara le brillaba de júbilo—. Bienvenida a mi casa, Sherezade al Jayzurán. Soy Omar al Sadiq y eres mi invitada. Mientras estés dentro de estas fronteras, siempre se te tratará como tal, pero recuerda: reina vestida de seda o mendiga pedigüeña, para mí no hay diferencia. Sé bienvenida.

Bajó la cabeza y se pasó los dedos por la frente con un ademán ostentoso.

Sherezade dejó escapar el aire contenido, que salió como una ráfaga y se llevó consigo la tensión de sus hombros y estómago. Logró sonreír abiertamente y le correspondió con una reverencia, llevándose la mano derecha a la frente.

El padre de Shiva observó aquel intercambio con cara inexpresiva y los codos apoyados en el extremo envejecido de la mesa.

—Shezi-jan… —empezó en tono sombrío.

La pilló justo cuando se disponía a coger un trozo de barbari.

—¿Sí, tío Reza?

Levantó las cejas en un gesto interrogativo mientras su mano se cernía sobre la cesta del pan.

Los rasgos de Reza se tornaron pensativos.

—Estoy muy contento de que estés aquí…, de que estés a salvo.

—Gracias. Y yo os estoy muy agradecida a todos por mantener a salvo a mi familia. Y por cuidar tan bien de baba.

Él asintió y luego se inclinó hacia delante y juntó las manos bajo la barbilla.

—Por supuesto. Tu familia siempre ha sido mi familia. Igual que la mía siempre ha sido la tuya.

—Sí —respondió Sherezade con calma—. Así es.

—Por eso —continuó Reza mientras unas arrugas de consternación le enmarcaban la boca— me duele mucho preguntarte esto… Supuse que anoche, cuando llegaste, no te darías cuenta, pero este insulto ha durado ya demasiado tiempo y no puedo soportarlo más.

A Sherezade se le congeló el cuerpo, con los dedos aún flotando sobre el pan. La tensión volvió a apoderarse de ella y la culpa, a enroscarse en su estómago como una serpiente feroz.

—Sherezade… —la voz de Reza ben Latief había perdido todo ápice de amabilidad; la calidez del hombre al que había considerado un segundo padre se había esfumado—, ¿por qué estás sentada a esta mesa, partiendo el pan conmigo, llevando el anillo del chico que asesinó a mi hija?

Era una acusación certera.

Que se deslizó cortante entre la multitud como una guadaña en un campo de trigo.

Sherezade apretó los dedos con fuerza sobre el emblema de las dos espadas. Con tanta fuerza que se hizo daño.

Pestañeó una vez. Dos veces.

Tariq carraspeó. El sonido reverberó en el repentino silencio.

—Tío…, tío Reza.

No. No podía permitir que Tariq la salvara. Una vez más.

Nunca más.

—Lo…, lo siento —dijo con la boca seca.

Aunque no lo sentía. Eso no. Sentía otros cientos de cosas. Otros miles de cosas.

Albergaba un arsenal entero de disculpas del tamaño de una ciudad.

Pero nunca lamentaría aquello.

—No lo sientas, Sherezade —prosiguió Reza con el mismo tono frío. El tono de un extraño—. Decide.

Mascullando sus disculpas, Sherezade se puso en pie.

No se paró a pensar. Aferrándose a la poca dignidad que le quedaba, se retiró de la mesa y salió al implacable sol del desierto. Las sandalias se le hundían en la arena caliente, que se levantaba tras ella y le azotaba las pantorrillas a cada paso.

Una mano enorme y callosa la agarró del hombro y la detuvo en seco.

Ella levantó la vista y se protegió los ojos de la luz cegadora.

El soldado. El agresor.

—Apártate de mi camino —le susurró Sherezade, luchando por controlar su ira—. Ahora mismo.

Los labios del hombre se curvaron hacia arriba en un relajado gesto de malicia. Se negó a moverse.

Sherezade lo agarró de la muñeca para obligarlo a apartarse.

El áspero lino del rida’ se le enrolló hasta el codo y dejó al descubierto una marca grabada a fuego en la parte interna del antebrazo.

La marca de un escarabajo.

La marca de los asesinos fida’i que habían robado en su alcoba de Rey y que habían intentado matarla.

Sherezade ahogó un grito y echó a correr. Como pudo, sin pensar…, con la única idea de escapar.

En algún lugar en la distancia, oyó la voz de Irsa, que la llamaba.

Sin embargo, no se detuvo.

Corrió hasta su minúscula tienda y cerró la solapa de un tirón dando un sonoro latigazo.

Sus jadeos rebotaron en las tres paredes. Levantó la mano derecha ante un rayo de luz que se colaba por una de las juntas y observó cómo se posaba en el oro mate de su anillo.

«Este no es mi sitio. Una invitada en una cárcel de sol y arena.

Pero tengo que mantener a mi familia a salvo; tengo que encontrar una manera de romper la maldición.

Y de volver a casa con Jalid».

Por desgracia, no sabía en quién podía confiar. Hasta que supiera quién era el tal jeque Omar al Sadiq y por qué un asesino fida’i merodeaba por su campamento, debía ser cauta. Estaba claro que ya no tenía un aliado en Reza ben Latief como antes. Y se negaba a que Tariq cargara con sus problemas. No le correspondía a él mantenerla a ella y a su familia a salvo. No. Aquello le correspondía a ella, y sólo a ella.

Echó un vistazo a su alrededor antes de concentrarse en el agua de la jofaina de cobre.

«Existe bajo el agua.

Muévete despacio. Cuenta historias.

Miente».

Sin ceder al sentimentalismo, se arrancó el anillo del dedo.

«Respira».

Cerró los ojos y escuchó el grito silente de su corazón.

—Estás aquí.

Irsa abrió la solapa de la tienda y se dirigió a su lado. No necesitaba ninguna indicación. Ni le lanzó ningún tipo de reproche. Se apresuró a quitarle el cordoncillo que le sujetaba la trenza. Las hermanas se miraron a los ojos mientras Irsa cogía el anillo de la mano de Sherezade y confeccionaba un collar con el cordón.

Sin mediar palabra, le aseguró el collar al cuello y le escondió el anillo bajo el qamis.

—No más secretos.

«Algunos están más seguros tras un candado y una llave».

Sherezade asintió. Las palabras de Jalid fueron un susurro en su oído. No una amenaza, sino un recordatorio.

Haría lo que fuera necesario para mantener a su familia a salvo.

Incluso mentirle a su propia hermana.

—¿Qué quieres saber?

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SIEMPRE

Estaba solo.

Y debía aprovechar el tiempo antes de que las exigencias del día le arrebatasen esos momentos de soledad.

Jalid se adentró en las arenas del patio de entrenamiento.

En cuanto alcanzó su shamshir, supo que le sangrarían las manos.

Daba igual. No tenía la menor importancia.

Los momentos que dedicaba al ocio eran momentos para la reflexión.

Momentos para el recuerdo.

La espada salió de su vaina emitiendo el suave siseo que produce el metal contra el metal. Las palmas le quemaban; los dedos le dolían. Sin embargo, asió la empuñadura aún más fuerte.

Cuando se giró hacia el sol, la luz lo cegó, abrasándole los ojos. Maldijo en voz baja.

Últimamente, su creciente sensibilidad a la luz se estaba convirtiendo en un problema. Un desafortunado efecto secundario de la continua falta de sueño. Pronto, los que le rodeaban lo notarían a la legua. Estaba demasiado cómodo en la oscuridad: se había convertido en una criatura con profundas ojeras que reptaba y se escabullía por los corredores destrozados del que una vez fue un palacio majestuoso.

Como el faquir le había advertido, aquella conducta se interpretaría como locura.

El niño-rey loco de Jorasán. El monstruo. El asesino.

Jalid cerró los ojos abrasados y los apretó. Contrario a su buen juicio, permitió que su mente divagara.

Recordó cuando era un crío de siete años y se escondía en las sombras para contemplar cómo Hasán aprendía el arte de la espada. Cuando su padre finalmente le permitió practicar con su hermano, se sorprendió, ya que siempre había ignorado sus peticiones en el pasado.

—Te vendrá bien aprender algo de provecho. Supongo que incluso un bastardo como tú debe saber luchar.

El desprecio de su padre parecía no tener límites.

Curiosamente, la única vez que se mostró orgulloso de él fue el día, varios años después, en que superó a Hasán con la espada.

No obstante, a la tarde siguiente, le prohibió volver a entrenar junto a su hermano.

Había enviado a Hasán a estudiar con los mejores. Y había dejado que Jalid se las apañara solo.

Aquella misma noche, un príncipe enfadado de once años prometió convertirse en el mejor espadachín del reino. Cuando lo consiguiera, quizá su padre se diera cuenta de que el pasado no le daba el derecho de negarle un futuro a su hijo.

No. Para eso necesitaría mucho más.

Y el día que le pusiera una espada en la garganta, lo sabría.

Jalid sonrió cuando aquel recuerdo trajo consigo el sabor agridulce de la furia infantil.

Con todo, era otra promesa que no había podido cumplir.

Otra venganza fallida.

No sabía por qué le venían a la memoria semejantes cosas aquella mañana en particular. Quizá fuera por el niño y su hermana del día anterior.

Kamyar y Shiva.

Fuera lo que fuese lo que había llevado a Jalid hasta su puerta, también lo había empujado a quedarse y ayudar. No era la primera vez que hacía algo así. Desde la tormenta, se había aventurado varias veces en diferentes sectores de la ciudad, oculto bajo el anonimato que le proporcionaban el silencio y las sombras.

El primer día había vagado por un barrio desolado de Rey, no lejos del zoco, y había dado de comer a los heridos. Dos días atrás, había ayudado a reparar un pozo. Las manos —poco habituadas a la dureza del trabajo físico— le habían sangrado y se le habían formado ampollas por el esfuerzo.

El día anterior fue el primero que había pasado en compañía de niños.

Al principio, Kamyar le había recordado a Sherezade. Tanto que, incluso ahora, hacía asomar otra sonrisa a sus labios. El pequeño era descarado e insolente. Impávido. Lo mejor y lo peor de Sherezade.

Luego, a medida que pasaron las horas, fue la niña la que más le recordó a Shezi.

Porque no había confiado en él. En lo más mínimo.

Había observado a Jalid por el rabillo del ojo. Había permanecido a la espera de que la traicionara, de que mudara su piel de serpiente y asestara el golpe. Como un animal herido, había aceptado la comida y la bebida con cautela, sin bajar la guardia en ningún momento.

Era inteligente y quería a su hermano con una ferocidad que Jalid casi envidiaba.

Lo que más había apreciado de ella era su discreta sinceridad. Y le habría gustado hacer más por su familia. Mucho más que desescombrar su diminuta morada y dejarles una miseria en una bolsita de cuero. Aunque sabía que nada sería suficiente.

Porque nada podría reemplazar jamás lo que habían perdido.

Jalid abrió los ojos.

De espaldas al sol, empezó su entrenamiento.

El shamshir cortaba el cielo dibujando rápidos arcos. Emitiendo destellos de plata y fogonazos de luz blanca. Silbaba a su alrededor mientras él trataba de acallar el clamor de sus pensamientos.

Pero no era suficiente.

Cogió la empuñadura con ambas manos y la escindió en dos con un giro de muñeca.

Las hojas estaban forjadas en acero damasceno y templadas en el Fuego de Warharan. Él mismo las había encargado. Eran únicas.

Con una espada en cada mano, continuó moviéndose por la arena.

Ahora, el sonido apagado del metal rechinaba en torno a su cabeza con la furia del siroco del desierto.

Pero seguía sin ser suficiente.

Un hilo de sangre le corrió por el brazo.

No sintió nada. Sólo lo vio.

Porque nada le dolía más que su ausencia.

Sospechaba que nada lo haría jamás.

—¿Así estamos?

Jalid no se giró.

—¿Tanto han mermado las arcas de Jorasán? —continuó Jalal bromeando, aunque su tono sonaba raramente forzado.

Jalid, de espaldas a su primo, se limpió las palmas ensangrentadas en las puntas de su fajín tikka carmesí.

—Por favor, dime que el califa de Jorasán, el Rey de Reyes, todavía puede permitirse un par de guanteletes o, al menos, un solo guante.

Jalal apareció ante su vista con una ceja oscura bien arqueada.

Jalid enfundó su shamshir y miró al capitán de su Guardia Real.

—Si tú necesitas un guante, te lo puedo conseguir. Pero sólo uno. No estoy hecho de oro, capitán Al Juri.

Jalal soltó una risotada, apoyó las manos en el puño de su cimitarra y lo aferró con fuerza.

—Consigue uno para ti, sayidi. Pareces necesitarlo mucho más que yo. ¿Qué ha ocurrido?

Señaló con la cabeza las manos ensangrentadas de Jalid.

Este se echó el qamis de lino por la cabeza.

—¿Tiene algo que ver con que volvieras a desaparecer ayer? —insistió Jalal, cuya inquietud era más evidente.

Como Jalid se negó a responder por segunda vez, Jalal se le acercó hasta plantarse delante.

—Jalid. —Toda pretensión de ligereza había desaparecido—. El palacio es un caos. La ciudad es un desastre. No puedes continuar desapareciendo durante horas, sobre todo sin un destacamento de guardias. Mi padre no puede seguir mintiéndole a todo el mundo acerca de tu paradero y yo… no puedo seguir mintiéndole a él.

Se pasó los dedos por la pelambrera ondulada, enredándola aún más.

Jalid se detuvo a escudriñar a su primo.

Y se alarmó ante lo que vio.

Su habitual porte engreído había desaparecido. Una barba desa-liñada oscurecía su mandíbula. Su manto, por lo general impoluto, estaba arrugado y manchado, y sus manos parecían en una eterna búsqueda de algo que agarrar: la empuñadura de una espada, el nudo de un fajín, el broche de un collar…, lo que fuera.

En sus dieciocho años de vida, Jalid nunca había visto inquietarse a Jalal.

—¿Y a ti qué te pasa?

Jalal soltó una sonora carcajada. Demasiado sonora. Sonó tan falsa que sólo consiguió preocupar aún más a su primo.

—¿Hablas en serio o estás de broma?

Jalal se cruzó de brazos.

—En serio. —Jalid inspiró despacio—. Por ahora.

—¿Quieres que confíe en ti? He de confesar que me molesta la ironía.

—No quiero que confíes en mí. Lo que quiero es que me digas qué pasa y dejes de hacerme perder el tiempo. Si necesitas que alguien te dé la mano, escoge a una de las muchas jóvenes que hacen cola a la puerta de tu cámara.

—Ah, ya estamos. —Una expresión sombría se instaló en el rostro de Jalal—. Tú también.

Ante estas palabras, la irritación de Jalid llegó a un punto de inflexión.

—Date un baño, Jalal. Uno bien largo.

Dicho esto, empezó a alejarse.

—Voy a ser padre, Jalid-jan.

Jalid se detuvo en seco. Se giró en el sitio y su talón formó un hondo surco en la arena.

Jalal se encogió de hombros. Una sonrisa triste tiró de una de las comisuras de su boca.

—Tú… Imbécil redomado —lo reprendió Jalid.

—Muy amable.

—¿Me estás pidiendo permiso para casarte con ella?

—Ella no quiere casarse conmigo. —Volvió a pasarse los dedos por el pelo—. Al parecer, no eres el único que se ha percatado del harén de mujeres que espera a las puertas de mi cámara.

—Sólo por eso ya me cae bien. Al menos tiene por costumbre aprender de sus errores.

Jalid se apoyó contra la pared de piedra sumida en las sombras y fulminó a su primo con la mirada.

—Eso también es muy amable por tu parte.

—La amabilidad no está entre mis celebradas virtudes.

—No. —Jalal soltó una risa irónica—. Es verdad. Sobre todo últimamente. —Su risa dio paso a una pausa solemne—. Jalid-jan, debes creerme cuando te digo que mi única intención era mantener a Shezi a salvo cuando le pedí a aquel muchacho…

—Te creo. —La voz de Jalid sonaba baja y, aun así, mordaz—. Como ya te he dicho, no es necesario discutirlo más.

Los dos jóvenes permanecieron en un silencio incómodo durante un rato, con la vista clavada en la arena.

—Díselo a tu padre. —Jalid se apartó de la pared para emprender la marcha—. Él se asegurará de que a ella y al niño no les falte de nada. Si necesitas algo más, sólo tienes que pedirlo.

Empezó a alejarse.

—La quiero. Creo que quiero casarme con ella.

Jalid volvió a pararse en seco. Esta vez no se giró.

Las palabras le escocieron, la facilidad con que habían brotado de los labios de su primo. La conciencia de sus propias limitaciones cuando se trataba de Sherezade. El recuerdo de todas las oportunidades perdidas.

Con la tensión aferrada al pecho, Jalid dejó que las palabras de su primo pendieran en la brisa…

A la espera de discernir si había un ápice de verdad en ellas.

—¿Que lo crees? —dijo al fin—. ¿O que lo sabes?

Una vacilación mínima.

—Creo que lo sé.

—No seas ambiguo, Jalal. Es insultante. Para mí y para ella.

—No pretendo que sea insultante. Es mi intento de ser sincero…, un atributo que sé que tienes en alta estima —replicó Jalal—. En este momento, sin conocer sus verdaderos sentimientos sobre este asunto, es lo máximo a lo que puedo aspirar. La quiero. Creo que quiero estar con ella.

—Cuidado, capitán Al Juri. Esas palabras no significan lo mismo para todo el mundo. Asegúrate de lo que significan para ti.

—No seas ridículo. Las digo en serio.

—¿Cuándo las has dicho en serio?

—Las digo en serio ahora. ¿No es eso lo que importa?

Un músculo se tensó en la mandíbula de Jalid.

—Ahora es fácil. Es fácil decir lo que quieres de pasada. Por eso hay un harén esperando a tus puertas y la madre de tu hijo no quiere saber nada de ti.

Y se dirigió de vuelta al palacio a grandes zancadas.

—Entonces, ¿cuál es la respuesta correcta, sayidi? ¿Qué debería haber dicho? —gritó Jalal al cielo, presa de la exasperación.

—Siempre.

—¿Siempre?

—¡Y no vuelvas a hablarme de esto hasta que así sea!

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HISTORIAS Y SECRETOS

Irsa se tapó la boca con las manos para ahogar un grito.

Observó atónita cómo su hermana hacía girar la alfombrilla raída por el centro de la tienda valiéndose únicamente de las puntas de los dedos.

La alfombra mágica daba vueltas por el aire con la lánguida gracia de una hoja caída. Entonces, con un suave golpe de muñeca, Sherezade envió el felpudo de lana flotante de nuevo al suelo.

—¿Qué te parece? —le preguntó luego, mirándola con cara de preocupación.

—¡Por Dios bendito! —Irsa se dejó caer a su lado—. ¿Y dices que fue el mago del Templo de Fuego quien te lo enseñó?

Sherezade sacudió la cabeza.

—Él sólo me la regaló y me dijo que baba me había trasmitido sus habilidades. Pero tengo que volver a hablar pronto con él al respecto. Tengo… preguntas muy importantes que hacerle a Musa efendi.

—Entonces, ¿pretendes buscarlo?

—Sí. —Asintió con rotundidad—. En cuanto encuentre la mejor manera de viajar al Templo de Fuego sin que me vean.

—Tal vez… —Irsa vaciló—, tal vez, cuando vayas, podrías hablarle de baba… Por si él… —Se interrumpió, incapaz de finalizar aquella idea que sabía que era la principal preocupación de ambas en ese momento.

La idea de que su padre no lograra despertarse debido a los efectos de cualquiera que fuera aquella maldad descabellada que había recaído sobre él la noche de la tormenta.

¿Qué sería de ellas si baba moría? ¿Qué sería de ella en particular?

Irsa cruzó las manos por encima de las rodillas y se reprendió a sí misma por albergar pensamientos tan egoístas en medio de aquel sufrimiento. No era ni el momento ni el lugar de preocuparse por sí misma. No cuando había tantos otros de los que preocuparse. Sobre todo de baba.

Cuando Sherezade se echó hacia delante para guardar la alfombra mágica bajo sus pertenencias, el colgante del cuello quedó al descubierto.

El anillo permanecía escondido, a salvo, pero su historia aún pedía ser contada. E Irsa no pudo evitar entrometerse.

—¿Cómo pudiste perdonarlo, Shezi? —le preguntó en voz baja a su hermana—. ¿Después de lo que le hizo a Shiva? ¿Después de… todo?

Sherezade contuvo el aliento. Se giró bruscamente hacia ella.

—¿Confías en mí, Jirjirak?

Cogió las manos de su hermana entre las suyas.

Grillo. Desde que era pequeña, Irsa odiaba aquel apodo. La retrotraía a un tiempo en el que había sido maldecida con unas piernas como palillos y una voz a juego. Sherezade era la única que podía emplear aquel horrible mote sin provocar que se avergonzara o algo peor.