Portadilla

Título original inglés: Seraphina

© de la obra: Rachel Hartman, 2012

Publicado en 2012 por primera vez en Estados Unidos por Random House

© de la traducción: Marta Torres Llopis, 2015

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna Ediciones: febrero de 2015

Primera corrección externa: Paula González-Laganá

Segunda corrección externa: Juana Salabert

Edición Digital: Parimpar, S. L.

ISBN: 978-84-943354-4-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

In memoriam: Michael McMechant.

Dragón, profesor, amigo.

Prólogo

Recuerdo mi nacimiento.

De hecho, recuerdo un tiempo anterior. No había luz, pero sí música: se fundían los crujidos, el fluir de sangre y el arrullo del staccato del corazón, una sinfonía abundante y empachosa. El sonido me envolvía; me sentía segura.

Después, mi mundo se partió en dos y fui arrojada a una claridad fría y silenciosa. Traté de llenar el vacío con mi llanto, pero el espacio era demasiado vasto. Me enrabieté, pero no había vuelta atrás.

No me acuerdo de nada más; era un bebé, aunque peculiar. La sangre y el pánico no significaban mucho para mí. No recuerdo a la comadrona horrorizada ni a mi padre llorando, tampoco las bendiciones del sacerdote por el alma de mi madre.

Mi madre me dejó una herencia complicada y onerosa. Mi padre nos ocultó a todos, incluso a mí, los detalles espeluznantes. Volvimos a mudarnos a Villa Lavonda, la capital de Goredd, y él retomó el ejercicio de la ley donde lo había dejado. Para que resultara más aceptable, se inventó la categoría de esposa difunta. Yo creía en ella como algunas personas creen en el Cielo.

Era un bebé quisquilloso: no quería mamar, a menos que la nodriza me cantase en el tono exacto.

—Tiene un oído muy fino —comentó Orma, un conocido de mi padre, alto y anguloso, que venía con frecuencia por aquellos días. Orma se refería a mí de un modo impersonal, como si yo fuera una cosa, y a mí me atraía su indiferencia, del mismo modo que los gatos gravitan en torno a la gente que prefiere evitarlos.

Nos acompañó a la catedral una mañana de primavera, donde un joven sacerdote aplicó aceite de lavanda a mi ralo cabello y me dijo que era una reina a los ojos del Cielo. Yo seguía berreando como todo bebé que se precie; mis alaridos resonaban por toda la nave. Sin molestarse en levantar la vista de la tarea que había traído consigo, mi padre prometió educarme piadosamente en la fe de Todos los Santos. El sacerdote me entregó el salterio de mi padre y, en el momento justo, se me cayó. Cayó abierto por la imagen de santa Yirtrudis; su rostro estaba tachado.

El sacerdote se besó la mano con el meñique levantado.

—¡Vuestro salterio todavía conserva a la hereje!

—Es un salterio muy viejo —explicó papá, sin levantar la vista— y no me gusta cercenar los libros.

—Se recomendó a los fieles bibliófilos que pegasen las páginas de Yirtrudis para evitar que esto ocurriese. —El sacerdote pasó una página—. Seguro que el Cielo ha querido decir santa Capita.

Papá murmuró algo sobre las supersticiones lo bastante alto para que le oyera el sacerdote. Siguió una violenta discusión entre ambos, pero no la recuerdo. Yo observaba alelada la procesión de monjes que cruzaba la nave. Caminaban en silencio con calzado blando, un revuelo de oscuras y susurrantes túnicas y rosarios repiqueteantes, y ocuparon sus puestos en el coro de la catedral. Los asientos chirriaron y crujieron; varios monjes tosieron.

Empezaron a cantar.

La catedral, que reverberaba con los cánticos masculinos, pareció expandirse ante mis ojos. El sol brillaba a través de los altos ventanales; el oro y el carmesí florecían en el suelo de mármol. La música hacía flotar mi cuerpecillo, me henchía y me rodeaba, me engrandecía. Era la respuesta a una pregunta que nunca me había formulado, el modo de llenar el terrible vacío en el que había nacido. Creí —no, supe— que podía trascender la inmensidad y tocar el techo abovedado con la mano.

Lo intenté.

Mi niñera dio un chillido cuando casi me zafé de sus brazos. Me agarró por el tobillo en un ángulo difícil y yo me quedé mirando al suelo con vértigo; parecía balancearse y girar.

Mi padre me cogió, colocó sus grandes manos alrededor de mi torso y me sostuvo con los brazos extendidos como si acabara de descubrir una rana enorme y asombrosa. Me encontré con sus ojos gris marino; se fruncieron tristemente.

El sacerdote se marchó echando chispas sin bendecirme. Orma lo observó hasta que desapareció por el fondo de la Casa Dorada y después dijo:

—Claude, explicad esto. ¿Se ha ido porque le habéis convencido de que su religión es una farsa? O es que se ha… ¿Cómo se dice? ¿Ofendido?

Mi padre parecía no haber oído; algo en mí acaparaba su atención.

—Mirad sus ojos. Juraría que nos entiende.

—Tiene una mirada lúcida para un bebé —comentó Orma mientras se subía las lentes y clavaba en mí su mirada penetrante. Tenía los ojos castaños, como yo; a diferencia de los míos, los suyos eran tan distantes e inescrutables como el cielo nocturno.

—No he estado a la altura de esta tarea, Seraphina —se disculpó papá con suavidad—. Tal vez nunca lo esté, pero puedo hacerlo mejor. Debemos encontrar el modo de ser una familia

Besó mi aterciopelada cabeza. Hasta entonces no lo había hecho. Le miré atónita, impresionada. Las voces claras de los monjes nos envolvían y nos mantenían a los tres unidos. Durante un único y glorioso instante, recuperé ese primer sentimiento, el que había perdido al nacer: todo era tal y como debía ser, me encontraba exactamente donde debía estar.

Y luego desapareció. Cruzamos las soberbias puertas de bronce de la catedral; la música fue desvaneciéndose detrás de nosotros. Orma se alejó por la plaza sin despedirse; su capa se agitaba como las alas de un murciélago enorme. Papá me pasó a la niñera, se ciñó la capa y encorvó los hombros contra las ráfagas de viento. Le llamé a gritos, pero él no se dio la vuelta. Sobre nosotros se arqueaba el cielo, vacío y muy lejano.

π

Falsa superstición o no, el mensaje del salterio estaba claro: «No hay que decir la verdad. He aquí una mentira admisible».

No es que santa Capita —ella me guarde en su corazón— fuera una mala sustituta de santa. De hecho, era sorprendentemente apropiada: portaba su propia cabeza en una bandeja igual que un ganso asado; lanzaba una mirada feroz desde la página, desafiándome a juzgarla. Representaba la vida del espíritu, separada de los sórdidos tejemanejes del cuerpo.

Aprecié esa división cuando crecí y me vi sorprendida por mis propias monstruosidades corporales, pero incluso cuando era muy joven sentí una compasión visceral por santa Capita. ¿Quién podía amar a alguien con la cabeza separada? ¿Cómo podría hacer algo significativo en este mundo si tenía las manos ocupadas con la bandeja? ¿Tenía quien la comprendiera y reivindicara como amiga?

Papá permitió que mi niñera pegase las páginas de santa Yirtrudis; la pobre mujer no pudo descansar tranquila en nuestra casa hasta que lo hizo. No conseguí echarle un vistazo a la hereje. Si sujetaba la página a contraluz, distinguía las figuras de ambas santas, amalgamadas en un terrible engendro de santa. Los brazos extendidos de santa Yirtrudis brotaban de la espalda de santa Capita como un par de alas inútiles; la sombra de su cabeza asomaba donde debía haber estado la de santa Capita. Una santa doble para mi doble vida.

Finalmente, mi amor por la música me apartó de la seguridad de casa y de mi padre, impulsándome hacia la ciudad y la corte real. Corría un riesgo terrible, pero no podía hacer otra cosa. No sabía que llevaba la soledad en una bandeja delante de mí, y que la música sería la luz que me iluminase desde atrás.

1

En el centro de la catedral había una reproducción del Cielo llamada Casa Dorada. La techumbre se abría como una flor para revelar una cavidad del tamaño de una persona; allí yacía el cuerpo del pobre príncipe Rufus amortajado en blanco y oro. Sus pies descansaban sobre el bendito umbral de la Casa; su cabeza reposaba acunada por un nido de estrellas doradas.

Al menos, así debería haber sido. El asesino del príncipe Rufus lo había decapitado. La Guardia había peinado bosques y pantanos, buscando en balde la cabeza del príncipe; lo iban a sepultar sin ella.

Yo estaba en la escalera del coro, de cara al funeral. A mi izquierda, desde el púlpito, el obispo rezaba por encima de la Casa Dorada, la familia real y los nobles dolientes que abarrotaban el corazón de la iglesia. Tras una barandilla de madera, el pueblo afligido llenaba la cavernosa nave. Nada más terminar el obispo su plegaria, yo tenía que interpretar la Invocación a san Eustaquio, que escoltaba a las almas por la Escalera Celestial. Me tambaleé mareada, aterrorizada, como si me hubiesen pedido que tocara la flauta al borde de un acantilado azotado por el viento.

En realidad, no me habían pedido que tocase, no estaba en el programa; cuando me marché, le prometí a papá que no tocaría en público. Había escuchado la Invocación una o dos veces, pero nunca la había tocado. Aquella ni siquiera era mi flauta.

Sin embargo, el solista que elegí se sentó sobre su instrumento y torció la lengüeta; el suplente hizo demasiadas libaciones por el alma del príncipe Rufus y estaba en el jardín del claustro, muerto de arrepentimiento. No tenía un segundo suplente. El funeral sería un desastre sin la Invocación. Yo era la responsable de la música, así que dependía de mí.

La plegaria del obispo llegaba a su fin; el obispo describía el glorioso Hogar Celestial, morada de Todos los Santos, donde todos descansaríamos algún día en la dicha eterna. No mencionó ninguna excepción, no tenía por qué. Mis ojos se desplazaron de manera involuntaria hacia el embajador dragón y su benévola comitiva, sentados detrás de la nobleza, aunque delante del pueblo. Llevaban sus saarantrai —sus formas humanas—, pero se les distinguía fácilmente, incluso a esa distancia, por los cascabeles plateados de los hombros, los asientos vacíos a su alrededor y su aversión a agachar la cabeza durante el rezo.

Los dragones no tienen alma. Nadie espera compasión de ellos.

—¡Así sea por siempre! —recitó el obispo.

Esa era la señal para que saliera a tocar, pero en ese preciso momento descubrí a mi padre en la atestada nave, detrás de la barrera. Estaba pálido y demacrado. Dentro de mi cabeza oí las palabras que me dijo el día en que me despedí para irme a la corte, hacía apenas dos semanas: «Bajo ninguna circunstancia debes llamar la atención. Si no piensas en tu propia seguridad, al menos recuerda todo lo que yo podría perder».

El obispo se aclaró la garganta. Yo estaba helada en mi interior y a duras penas podía respirar.

Traté desesperadamente de encontrar algo mejor en lo que centrar la mirada.

Mis ojos se posaron en la familia real, tres generaciones juntas sentadas ante la Casa Dorada, un cuadro de dolor. La reina Lavonda dejaba que los mechones grises le cayeran sobre los hombros; sus húmedos ojos azules estaban enrojecidos de tanto llorar por su hijo. La princesa Dionne, inmóvil en su asiento, miraba con furia, como si tramara vengarse de los asesinos de su hermano menor o del propio Rufus por no haber llegado a su cuarenta aniversario. La princesa Glisselda, hija de Dionne, reposaba su dorada cabeza sobre el hombro de su abuela para consolarla. El príncipe Lucian Kiggs, primo y prometido de Glisselda, estaba sentado algo apartado de la familia, mirando al vacío. Aunque no era hijo del príncipe Rufus, se le veía tan conmocionado y afligido como si hubiese perdido a su propio padre.

Necesitaban la paz del Cielo. Yo no sabía gran cosa acerca de los santos, aunque sí del dolor y de la música como su bálsamo más eficaz. Ese era el consuelo que podía ofrecer. Me llevé la flauta a los labios, alcé los ojos al techo abovedado y empecé a tocar.

Comencé demasiado bajo, insegura de la melodía, pero las notas parecían encontrarme y mi confianza aumentó. La música fluyó de mí como una paloma liberada en la inmensidad de la nave; la misma catedral le prestaba una riqueza nueva y me devolvía algo, como si ese glorioso edificio fuese también mi instrumento.

Hay melodías que son tan elocuentes como las palabras, que florecen lógica e inevitablemente de una emoción única y natural. La Invocación pertenece a esa clase, como si su compositor hubiese buscado destilar la más pura esencia del duelo para decir: «Así es perder a alguien».

Repetí la Invocación dos veces; no quería terminar, sospeché que el fin de la música implicaría otra pérdida. Liberé la última nota, agucé mis oídos durante el desfalleciente eco final y sentí que me desmoronaba por dentro, exhausta. No hubo aplausos, de acuerdo con la dignidad del momento, pero el silencio era en sí mismo ensordecedor. Miré por encima de la llanura de rostros, por encima de la nobleza reunida y de los demás invitados importantes, hacia la apabullante aglomeración del pueblo al otro lado de la barrera. No había más movimiento que el de los dragones, que se revolvían intranquilos en sus asientos, y el de Orma, apretujado contra la barandilla, que me saludaba absurdamente con el sombrero.

Estaba demasiado agotada para encontrarlo embarazoso. Incliné la cabeza y me retiré.

π

Yo era la nueva ayudante del compositor de la corte: vencí a otros veintisiete músicos que aspiraban al puesto, desde trovadores itinerantes a maestros reconocidos. Fue una sorpresa; en el conservatorio nadie me había prestado la menor atención cuando era la protegida de Orma. Orma no era un músico auténtico, sino un humilde profesor de teoría de la música. Tocaba el clavecín hábilmente, pero, claro, ese instrumento se toca por sí solo si se pulsa las claves correctas. Carecía de pasión y musicalidad. Nadie esperaba que un estudiante suyo a tiempo completo llegara nunca a nada.

Mi anonimato era deliberado. Papá me había prohibido confraternizar con el resto de estudiantes y profesores; entendía el motivo, a pesar de lo sola que estaba. No me había prohibido expresamente las audiciones para buscar trabajo, aunque sabía de sobra que no le harían gracia. Ese era nuestro proceso habitual: él establecía unos límites muy estrictos y yo me atenía a ellos hasta que no podía más. La música siempre era el motivo que me empujaba más allá de lo que él consideraba seguro. Con todo, no había previsto la profundidad y amplitud de su cólera cuando se enteró de que me iba de casa. Yo sabía que su enojo era, en realidad, miedo por mí, pero eso no lo hacía más llevadero.

Ahora trabajaba para Viridius, el compositor de la corte, que tenía mala salud y necesitaba desesperadamente un ayudante. El cuarenta aniversario del Tratado entre Goredd y la dragonidad se aproximaba. El propio ardmagar Comonot, dragón general en jefe, estaría allí dentro de diez días para las celebraciones. Los conciertos, bailes y demás festejos musicales eran responsabilidad de Viridius. Yo tenía que ayudar en las audiciones de los artistas y organizar los programas, además de darle clases de clavecín a la princesa Glisselda (Viridius las encontraba aburridas).

Aquello me mantuvo ocupada durante las dos primeras semanas, pero el inesperado funeral añadió más trabajo. La gota había dejado a Viridius fuera de combate, por lo que el programa musical había quedado a mi cargo por completo.

Trasladaron el cuerpo del príncipe Rufus a la cripta, acompañado sólo por la familia real, el clero y los invitados más importantes. El coro de la catedral cantó la Despedida, y la muchedumbre comenzó a dispersarse. Regresé tambaleándome al ábside. Nunca había interpretado para una audiencia superior a una o dos personas; no había barruntado la ansiedad que precedía a la actuación ni el agotamiento posterior.

¡Santos del Cielo!, fue como aparecer desnuda ante el mundo.

Fui a trompicones de un lado a otro, felicitando a mis músicos y supervisando su traslado. Guntard, mi autoproclamado ayudante, se me acercó correteando por detrás y me dio una impertinente palmada en el hombro.

—¡Maestra de música! ¡Ha sido más que hermoso!

Agotada, asentí agradecida, a la vez que me escurría fuera de su alcance.

—Ha venido a veros un anciano —continuó Guntard—. Apareció durante vuestro solo, pero le hemos apartado.

Hizo un gesto ábside arriba hacia una capilla, por donde merodeaba un anciano. Su piel oscura denotaba que venía de la lejana Porphyria. Llevaba el cabello gris peinado en esmeradas trenzas; el rostro se le arrugaba en una sonrisa.

—¿Quién es? —pregunté.

Guntard sacudió con desdén su melena cortada a tazón.

—Tiene un tinglado de bailarines de pygegyria y la ridícula ocurrencia de que habríamos querido que bailaran en el funeral. —Sus labios se curvaron con esa sonrisita, crítica y envidiosa al mismo tiempo, que adoptan los goreddi cuando hablan de extranjeros decadentes.

Yo nunca hubiese incluido la pygegyria en el programa; los goreddi no bailamos en los funerales. Sin embargo, no podía dejar pasar el desdén de Guntard:

—La pygegyria es una forma de danza antigua y respetable de Porphyria.

Guntard soltó un bufido.

—¡Pygegyria significa literalmente «contoneo»! —Echó una mirada nerviosa a los santos en sus hornacinas; se percató de que varios tenían el ceño fruncido y se besó los nudillos con aire piadoso—. En todo caso, su compañía en el claustro está aturdiendo a los monjes.

Empezaba a dolerme la cabeza. Le di la flauta a Guntard.

—Devuelve esto a su dueño. Y despide a la compañía de baile… con cortesía, por favor.

—¿Os marcháis ya? —preguntó Guntard—. Unos cuantos vamos al Mono Feliz;Me puso una mano en el antebrazo izquierdo.

Me quedé helada, dudando entre darle un empujón o echar a correr. Aspiré hondo para calmarme.

—Gracias, pero no puedo dije mientras le apartaba la mano con la esperanza de que no se ofendiera.

Su expresión reflejaba que sí se había molestado, al menos un poco.

No era culpa suya; dio por sentado que yo era una persona normal y que se me podía tocar el brazo impunemente. Tenía muchas ganas de hacer amigos en ese trabajo, pero a las ganas le seguía siempre un recordatorio, como la noche sigue al día: nunca podía bajar la guardia del todo.

Volví al coro a recoger mi capa; Guntard se fue arrastrando los pies a cumplir mi mandato. A mi espalda, el anciano gritó:

—¡Señora, esperar! ¡Abdo tener que venir todo camino, sólo para ver tú!

Mantuve la mirada al frente mientras me escabullía escaleras arriba y desaparecía de su vista.

Los monjes habían terminado de cantar la Despedida y habían vuelto a empezarla, puesto que la nave todavía estaba medio llena y nadie parecía querer irse. El príncipe Rufus había sido muy popular. Yo lo había conocido hacía poco, pero me trató amablemente, con una chispa en los ojos, cuando Viridius nos presentó. Había deslumbrado a media ciudad, a juzgar por la cantidad de ciudadanos ociosos que murmuraban en voz baja y meneaban la cabeza sin dar crédito.

Rufus fue asesinado durante una cacería, y la Guardia de la Reina no había encontrado pistas de quién lo había hecho. Para algunos, el hecho de que faltara la cabeza apuntaba a los dragones. Estaba convencida de que los saarantrai que habían asistido al funeral eran muy conscientes de eso. Quedaban sólo diez días para que llegara el ardmagar y catorce para el aniversario del Tratado. Si un dragón había asesinado al príncipe Rufus, el momento elegido era espectacularmente desafortunado. Nuestros ciudadanos ya recelaban bastante de la dragonidad.

Bajé a la nave sur, pero la puerta estaba clausurada por obras. Una mezcolanza de vigas de madera y tuberías metálicas ocupaban la mitad del suelo. Continué por la nave hacia la puerta principal, alerta por si acaso mi padre me esperaba escondido tras una columna.

—¡Gracias! —exclamó una anciana dama de compañía cuando pasaba. Se llevó las manos al pecho—. Nunca me había conmovido tanto.

Hice media reverencia y seguí, pero su entusiasmo atrajo a otros cortesanos que estaban cerca.

—¡Extraordinario! —escuché—. ¡Sublime!

Saludé gentilmente e intenté sonreír mientras evitaba las manos que trataban de agarrar las mías. Me abrí paso poco a poco a través de la multitud, consciente de que mi sonrisa era tan estirada y falsa como la de un saarantras.

Me subí la capucha de la capa al pasar junto a un grupo de ciudadanos con sencillas túnicas blancas.

—He enterrado a más gente de la que puedo contar, así estén todos sentados a la mesa del Cielo —declamó un grueso cofrade que llevaba un birrete de fieltro blanco encasquetado en la cabeza—, pero nunca había visto la Escalera Celestial hasta hoy.

—Jamás había oído a nadie tocar así. No era muy femenino, ¿no creéis?

—Tal vez sea extranjera —rieron.

Me abracé a mí misma con fuerza y me apresuré hacia las grandes puertas mientras me besaba los nudillos de cara al Cielo, porque eso es lo que hace uno al salir de una catedral, incluso cuando ese uno… soy yo.

Irrumpí a la pálida luz del mediodía, llenándome los pulmones de aire frío y limpio. Mi tensión se disipó. El cielo invernal era de un azul deslumbrante; los dolientes se dispersaban como hojas arrastradas por el viento helado.

Entonces me percaté del dragón que me esperaba en la escalinata de la catedral, ofreciéndome su mejor imitación de una sonrisa humana. Yo era la única persona del mundo que encontraba reconfortante la expresión tensa de Orma.

2

Como investigador, Orma no estaba obligado a llevar el cascabel, por lo que pocos se daban cuenta de que era un dragón. Tenía sus rarezas, desde luego: nunca reía; apenas entendía de modas, de costumbres o de arte; le gustaban las matemáticas difíciles y los tejidos que no picaban. Otro saarantras le podría reconocer por el olfato, pero pocos humanos tienen una nariz lo bastante fina para detectar el olor a saar o la intuición necesaria para reconocer a qué huelen. Para el resto de Goredd sólo era un hombre alto, enjuto, barbado y con lentes.

La barba era postiza; cuando era bebé, una vez se la quité de un tirón. Dejarse barba era algo que los machos saarantrai no podían decidir, una peculiaridad de su transformación, igual que la sangre plateada. Orma no necesitaba pelo en la cara para pasar inadvertido; creo que sencillamente le gustaba su aspecto.

Me hizo una seña con el sombrero, como si hubiera alguna posibilidad de que no le viese.

—Todavía te precipitas en los glissandi, pero parece que al fin dominas la vibración uvular —dijo prescindiendo de todo saludo. Los dragones nunca ven el propósito.

—También yo me alegro de veros —contesté; después me arrepentí del sarcasmo, aunque él no lo notó—. Me alegra que os haya gustado.

Entornó los ojos y ladeó la cabeza, como hacía cuando sabía que le faltaba algún detalle importante, pero no caía en cuál.

—Piensas que debería haber saludado primero —aventuró.

Suspiré.

—Pienso que estoy demasiado cansada para que me importe no haber alcanzado la perfección técnica.

—Eso es precisamente lo que nunca acabo de comprender —dijo mientras sacudía el sombrero de fieltro hacia mí. Parecía haber olvidado que se debía al cansancio—. Si hubieras tocado a la perfección, como un saar, no habrías emocionado así a tu auditorio. La gente lloraba, y no porque a veces zumbases mientras tocabas.

—Bromeáis repliqué mortificada.

—Creaste un efecto interesante. La mayor parte del tiempo era armonioso, en las cuartas y las quintas, pero de vez en cuando saltabas a una séptima disonante. ¿Por qué?

—¡No sabía que lo hacía!

Orma bajó la mirada bruscamente. Una chiquilla con túnica de duelo blanca en espíritu, si no de hecho, tiraba con insistencia del borde de su corta capa.

—Atraigo a los niños —murmuró Orma mientras retorcía el sombrero con las manos—. Ahuyéntalo, ¿quieres?

—Señor —dijo ella—, esto es para vos. —Logró colar su manita en la de él.

Capté un destello de oro. ¿Qué locura era esa, una mendiga dándole una moneda a Orma?

Orma clavó la vista en el objeto que tenía en la mano.

—¿Lo acompaña algún mensaje? —Al hablar se le quebró la voz, y sentí un escalofrío. Era una emoción, clara como el agua. Jamás le había oído nada igual.

—La prenda es el mensaje —recitó la niña.

Orma irguió la cabeza y observó a nuestro alrededor, recorriendo con los ojos las grandes puertas de la catedral, las escalinatas, la plaza atestada, el puente de la Catedral, el río y al revés. Yo también miré, maquinalmente, sin tener ni idea de qué buscábamos. El sol poniente brillaba sobre los tejados de las casas; una muchedumbre se congregaba en el puente; el llamativo Reloj de Comonot señalaba «diez días» al otro lado de la plaza; la brisa agitaba los árboles pelados junto al río. No veía nada más.

Volví a mirar a Orma, que ahora inspeccionaba el suelo como si se le hubiese caído algo. Supuse que había perdido la moneda, pero no.

—¿Adónde ha ido? —dudó.

La niña había desaparecido.

—¿Qué os ha dado? —pregunté yo.

No me respondió; se guardó el objeto en el jubón de lana de luto, mostrándome un fugaz destello de su camisa interior de seda.

—Vale —dije—. No me lo contéis.

Pareció desconcertado.

—No tenía intención de hacerlo.

Aspiré lentamente, tratando de no enfadarme con él. En ese momento estalló un tumulto en el puente de la Catedral. Miré hacia la algarabía, y el corazón me dio un vuelco: a un lado del puente, seis matones con plumas negras en los bonetes, los Hijos de san Ogdo, formaban un semicírculo alrededor de un pobre hombre. Una riada de gente acudía hacia el griterío desde todas las direcciones.

—Volvamos adentro hasta que esto amaine —propuse, y traté de agarrar a Orma de la manga, pero ya era demasiado tarde. Se había percatado de lo que ocurría y bajaba la escalinata rápidamente hacia la turba.

El individuo acorralado contra el antepecho era un dragón. Distinguí el destello plateado de su cascabel desde la escalinata de la catedral. Orma se abrió paso a empujones a través de la multitud. Intenté mantenerme cerca, pero alguien me dio un empellón y fui a parar a un espacio despejado delante de la caterva, donde los Hijos de san Ogdo blandían porras ante el acobardado saarantras. Recitaban la Maldición de san Ogdo contra la Bestia:

—¡Malditos sean tus ojos, gusano! ¡Malditas sean tus manos, tu corazón y tu progenie hasta el fin de los días! ¡Que Todos los Santos te maldigan, que el Ojo del Cielo te maldiga, que todos tus pensamientos de reptil se vuelvan contra ti como una maldición!

Sentí lástima del dragón ahora que le veía la cara. Era un tosco piel-­nueva, esquelético y desaliñado, desgarbado y de ojos torcidos. Un bulto, hinchado y gris, aumentaba su cetrino pómulo.

La multitud aullaba a mi espalda, como un lobo dispuesto a roer cualquier hueso ensangrentado que los Hijos le pudieran arrojar. Dos de ellos desenvainaron sus cuchillos y un tercero sacó una larga cadena de su jubón. La sacudía amenazadoramente tras él, como una cola; repiqueteaba sobre las losas del empedrado del puente.

Orma se situó en la línea de visión del saarantras y se señaló con un gesto los pendientes para recordar a su camarada lo que tenía que hacer. El piel-nueva no se movió. Entonces Orma echó mano a uno de los suyos y lo activó.

Los pendientes de los dragones son unos artilugios asombrosos, capaces de ver, oír y hablar a largas distancias. Un saarantras puede pedir ayuda o ser vigilado por sus superiores. En una ocasión, Orma se quitó los pendientes para enseñármelos; eran máquinas, pero la mayoría de los humanos los tomaba por algo mucho más diabólico.

—¿Le arrancaste la cabeza al príncipe Rufus de un mordisco, gusano? —gritó uno de los Hijos, un musculoso barquero. Agarró el flaco brazo del piel-nueva como si fuera a rompérselo.

El saarantras se retorció dentro de sus ropas mal ajustadas y los Hijos retrocedieron como si de un momento a otro fuesen a brotarle alas, cuernos y cola de la piel.

—El Tratado nos prohíbe arrancar cabezas humanas —comentó el piel-nueva con voz de gozne oxidado—. Aunque no digo que haya olvidado su sabor.

Los Hijos habrían aceptado con gusto cualquier pretexto para apalearlo, pero aquel era tan horroroso que se quedaron paralizados durante un instante.

A continuación, con un fiero bramido, la turba reaccionó. Los Hijos cargaron contra el piel-nueva y lo estamparon otra vez contra el antepecho. Vi fugazmente cómo una cuchillada le cruzaba la frente y un chorro de sangre plateada le caía por un lado de la cara, antes de que la multitud cerrara filas a mi alrededor y me tapara la vista.

Me abrí paso tras la mata de pelo oscuro y la nariz picuda de Orma. La muchedumbre sólo necesitaba un labio partido o un atisbo de su sangre plateada para volverse contra él. Chillé su nombre, me desgañité, pero no podía oírme con aquel bullicio.

Entonces se oyeron gritos procedentes de la catedral; un galopar de cascos resonó al otro lado de la plaza. Por fin había llegado la Guardia, acompañada de un alboroto de gaitas. Los Hijos de san Ogdo lanzaron sus sombreros al aire y desaparecieron entre la multitud. Dos de ellos se arrojaron por encima del antepecho del puente, aunque yo sólo oí un chapuzón en el río.

Orma estaba en cuclillas junto al magullado piel-nueva. Corrí hacia él a contracorriente de los ciudadanos que huían. No me atreví a abrazarlo, pero mi alivio era tan grande que me arrodillé y le cogí la mano.

—¡Gracias al Cielo!

Él se zafó de mí.

—Ayúdame a levantarlo, Seraphina.

Corrí al otro lado y tomé del brazo al piel-nueva. Me miró embobado; posó la cabeza en mi hombro y me manchó la capa con su sangre plateada. Me tragué mi repugnancia. Levantamos al saar herido y lo mantuvimos en equilibrio. Él rechazó nuestra ayuda y se sostuvo por sí solo, tambaleándose con el azote del viento.

El capitán de la Guardia, el príncipe Lucian Kiggs, avanzó airado hacia nosotros. La gente se abría a su paso como las olas al de santa Fionnuala. Todavía llevaba el traje de luto, la corta hopalanda blanca de mangas bobas, pero toda su aflicción había sido reemplazada por la cólera.

Tiré a Orma de la manga.

—Vámonos.

—No puedo. La embajada se dirigirá a mi pendiente. Debo permanecer cerca del piel-nueva.

Avisté al príncipe bastardo en los atestados salones de la corte. Tenía fama de ser un astuto y tenaz investigador; trabajaba sin cesar y no era tan extrovertido como lo fue su tío Rufus. Tampoco era tan guapo —no llevaba barba, lástima—, pero, al verle de cerca, me di cuenta de que la inteligencia de su mirada compensaba de sobra todo lo demás.

Miré a otra parte. ¡Por los perros de los Santos, tenía el hombro cubierto de sangre de dragón!

El príncipe Lucian nos ignoró a Orma y a mí y se dirigió al piel-nueva con el ceño fruncido de preocupación.

—¡Estás sangrando!

El piel-nueva levantó la cabeza para que se la examinaran.

—Parece peor de lo que es en realidad, alteza. Estas cabezas humanas tienen muchos vasos sanguíneos, se perforan fácilmente al…

—Sí, sí. —El príncipe esbozó una mueca de dolor al examinar la herida del piel-nueva e hizo una seña a uno de sus hombres, que acudió con un paño y una cantimplora de agua. El piel-nueva abrió la cantimplora y comenzó a vertérsela sobre la cabeza. Le corrió por el cuero cabelludo en inútiles regueros que le empaparon el jubón.

¡Por los Santos del Cielo! Se iba a helar, y allí estaba lo mejor de Goredd permitiéndoselo como si tal cosa. Le arrebaté el paño y la cantimplora, empapé el paño y le mostré cómo debía pasárselo por la cara. Cuando recobró el paño, yo volví a apartarme. El príncipe asintió cordialmente en agradecimiento.

—Está bastante claro que eres nuevo, saar —dijo Lucian—. ¿Cómo te llamas?

—Basind.

Sonaba más a un eructo que a un nombre. Capté la inevitable mirada de compasión y desagrado en los oscuros ojos del príncipe.

—¿Cómo ha empezado todo? —preguntó.

—No lo sé —respondió Basind—. Iba camino de casa desde la lonja…

—Alguien tan nuevo como tú no debería andar solo por ahí —le espetó el príncipe—. La embajada te ha dejado eso más o menos claro, ¿verdad?

Miré a Basind, que al fin hacía recuento de sus prendas: un jubón, unas calzas cortas y una insignia de delator.

—¿Dónde te perdiste? —sondeó Lucian, y Basind se encogió de hombros. El príncipe habló en un tono más suave—: ¿Te siguieron?

—No lo sé. Le estaba dando vueltas a cómo se preparan las platijas de río cuando me rodearon. —Agitó un paquete empapado ante la nariz del príncipe.

El príncipe Lucian esquivó el paquete de pescado, empeñado en seguir el interrogatorio:

—¿Cuántos eran? —preguntó.

—Doscientos diecinueve, aunque es posible que no viera a algunos.

El príncipe se quedó boquiabierto. Evidentemente, no estaba acostumbrado a interrogar a dragones. Decidí sacarle de apuros:

—¿Cuántos llevaban plumas negras en el bonete, saar Basind?

—Seis —respondió, y parpadeó como alguien que no está habituado a tener sólo dos párpados.

—¿Llegaste a verlos tú, Seraphina? —inquirió el príncipe, claramente aliviado de que yo interviniera.

Asentí con la cabeza, incapaz de hablar; me entró un ligero pánico cuando el príncipe pronunció mi nombre. No era nadie importante en palacio, ¿por qué lo sabía?

Él continuó dirigiéndose a mí:

—Haré que mis muchachos traigan a quien hayan echado el guante. Tú, el piel-nueva y tu amigo —dijo mientras señalaba a Orma— deberéis examinarlos y ver si podéis describir a los que se nos han escapado. —Hizo una seña a sus hombres para que trajesen a los prisioneros, a continuación se inclinó hacia mí y respondió a la pregunta que no le había hecho—: Mi prima Glisselda habla sin parar de ti. Estaba dispuesta a dejar la música. Es una suerte que llegaras en el momento justo.

—Viridius era demasiado duro con ella —musité con timidez.

Desvió los ojos hacia Orma, que se había dado la vuelta y estaba calculando la distancia a la embajada saarantrai.

—¿Cómo se llama tu amigo alto? Es un dragón, ¿verdad?

El príncipe era demasiado astuto para sentirme cómoda.

—¿Qué os hace pensar eso?

—Es sólo una corazonada. ¿Estoy en lo cierto, entonces?

A pesar del frío, estaba empapada en sudor.

—Se llama Orma. Es mi profesor.

Lucian Kiggs me escrutó la cara.

—Está bien. Quiero ver sus papeles de dispensa. He heredado la lista, pero no conozco a todos nuestros eruditos exentos, como solía llamarlos tío Rufus. —Sus oscuros ojos se volvieron distantes, pero se recobró—. Orma ha avisado a la embajada, supongo.

—Sí.

—Bah. Entonces, es mejor que acabemos con esto antes de que tenga que ponerme a la defensiva.

Uno de sus hombres hizo desfilar a los prisioneros ante nosotros; sólo habían capturado a dos. Yo creía que los que saltaron al río serían identificados enseguida, en cuanto salieran empapados y tiritando, pero quizá la Guardia no cayó en la cuenta.

—Dos de ellos saltaron por el antepecho del puente, pero sólo oí un chapuzón —empecé.

El príncipe Lucian comprendió de inmediato a lo que me refería. Con cuatro rápidos gestos de manos, envió a sus soldados a ambos lados del puente. Tras contar en silencio hasta tres, se descolgaron debajo del puente. Como era de esperar, uno de los Hijos estaba todavía allí, aferrado a las vigas. Lo espantaron igual que a una perdiz, aunque, a diferencia de esta, no logró volar ni siquiera un poquito. Saltó al río y dos de la Guardia se lanzaron tras él.

El príncipe me dirigió una mirada apreciativa.

—Eres observadora.

—A veces —repliqué, esquivando su mirada.

—Capitán Kiggs —entonó una grave voz femenina a mi espalda.

—Allá vamos —murmuró al pasar a mi lado.

Al volverme, vi a una saarantras con cabello negro y corto que saltaba de un caballo. Montaba como un hombre, con pantalones y un caftán abierto; llevaba un cascabel plateado del tamaño de una manzana ostentosamente sujeto al broche de su capa. Los tres saarantrai que la seguían no desmontaron, pero consiguieron mantener preparados a sus inquietos corceles; los cascabeles tintineaban una cadencia desconcertantemente alegre con el viento.

—Subsecretaria Eskar. —El príncipe se le acercó con la mano extendida; sin embargo, ella no se dignó estrechársela, sino que avanzó decidida hacia Basind.

—Informadme —ordenó.

Basind la saludó al estilo saar, con un gesto hacia el cielo.

—Todo en ard. La Guardia llegó con una rapidez aceptable, subsecretaria. El capitán Kiggs ha venido directamente de la tumba de su tío.

—La catedral está a dos minutos a pie de aquí —dijo Eskar—. La diferencia de tiempo entre vuestra primera alerta y la segunda es de casi trece minutos. Si la Guardia hubiese estado aquí en ese momento, la segunda no habría sido necesaria en absoluto.

El príncipe Lucian se aproximó despacio; su rostro era una máscara de calma.

—¿Así que esto era una especie de prueba?

—Lo era —respondió ella sin inmutarse—. Consideramos vuestras medidas de seguridad insuficientes, capitán Kiggs. Este es el tercer ataque en tres semanas y el segundo en que un saar resulta herido.

—Un ataque que no deberíais tener en cuenta. Sabéis que es algo atípico. La gente está nerviosa. El general Comonot llega dentro de diez días…

—Precisamente por eso debéis hacer mejor vuestro trabajo —dijo ella con frialdad.

—… y el príncipe Rufus ha sido asesinado de forma sospechosamente dragoniana.

—Eso no prueba que lo haya hecho un dragón —repuso ella.

—¡Su cabeza ha desaparecido! —El príncipe hizo un vehemente ademán hacia su cabeza; los dientes apretados y el cabello azotado por el viento prestaban ferocidad a su figura.

Eskar enarcó una ceja.

—¿Acaso ningún humano sabe llevar a cabo algo así?

El príncipe Lucian le dio la espalda y paseó en un pequeño círculo mientras se rascaba bajo la barbilla. No conviene enfadarse con los saarantrai: cuanto más te calientas, más fríos se vuelven ellos. Eskar permanecía exasperantemente neutra.

Una vez oculto su resentimiento, el príncipe volvió a intentarlo:

—Eskar, por favor, comprendedlo: esto asusta a la gente. Todavía hay arraigada mucha desconfianza. Los Hijos de san Ogdo se aprovechan de eso, explotan los temores de la gente…

—Cuarenta años —le interrumpió Eskar—. Hemos tenido cuarenta años de paz. Vos ni siquiera habíais nacido cuando se firmó el Tratado de Comonot. Vuestra propia madre…

—Que el Cielo tenga en su gloria —murmuré como si mi misión fuera subsanar las incorrecciones sociales de los dragones en cualquier parte. El príncipe me miró agradecido.

—… no era sino una mota en el útero de la reina —continuó Eskar con serenidad, como si yo no hubiese intervenido—. Sólo los más ancianos recuerdan la guerra, pero no son los viejos quienes se unen a los Hijos de san Ogdo o alborotan en las calles. ¿Cómo puede haber una desconfianza tan asentada en personas que nunca cruzaron fuegos en la guerra? Mi padre fue abatido por vuestros caballeros y su insidiosa dragomaquia. Los saarantrai recordamos aquellos días; todos perdimos familiares. Hemos pasado página, como debe ser, por la paz. No guardamos ningún rencor.

»¿Vuestro pueblo se transmite las emociones de madres a hijos a través de la sangre, como los dragones nos transmitimos los recuerdos? ¿Heredáis vuestros miedos? No entiendo cómo esto todavía perdura en la población, ni por qué no lo reprimís —dijo Eskar.

—Preferimos no hacerlo. Llamadlo una de nuestras irracionalidades —declaró el príncipe Lucian con una sonrisa grave—. Quizá no podamos razonar nuestra manera de sentir, como vosotros; quizá nos lleve varias generaciones acallar nuestros temores. Aun así, no soy yo el que juzga a una especie entera por las acciones de unos cuantos.

Eskar seguía impasible.

—El ardmagar Comonot recibirá mi informe. Queda por ver si anula su inminente visita.

El príncipe Lucian izó su sonrisa como una bandera blanca.

—Si se quedara en casa, me ahorraría un montón de problemas. Qué amable por vuestra parte pensar en mi bienestar.

Eskar ladeó la cabeza como un pájaro y luego se sacudió la perplejidad. Ordenó a su séquito que recogieran a Basind, que se había arrastrado hasta el extremo del puente y se frotaba contra el antepecho como un gato.

El dolor ahogado que sentía tras los ojos se convirtió en un martilleo persistente, como si alguien llamase para que lo dejaran salir. Mal asunto; mis dolores de cabeza nunca eran meros dolores de cabeza. No quería irme sin saber qué le había entregado la golfilla a Orma, pero Eskar se lo llevó aparte; tenían las cabezas juntas y hablaban en voz baja.

—Debe de ser un profesor excelente —expresó el príncipe Lucian. Su voz sonó tan cerca y repentina que di un respingo.

Hice media reverencia en silencio. No podía hablar de Orma en detalle con nadie, y mucho menos con el capitán de la Guardia de la Reina.

—Ha tenido que serlo —continuó—. Cuando Viridius eligió a una mujer como su ayudante, nos quedamos asombrados. No porque una mujer no pueda hacer el trabajo, sino porque Viridius es muy anticuado. Tuviste que estar extraordinaria para captar su atención.

Esta vez hice la reverencia completa, pero él siguió hablando:

—Tu solo fue muy emotivo. Seguro que te lo han dicho todos; en cualquier caso, no había ni un ojo seco en la catedral.

¡Y tanto! Al parecer, nunca volvería a disfrutar de mi cómodo anonimato. Eso era lo que había conseguido por ignorar el consejo de papá.

—Gracias, alteza —respondí—. Disculpadme: tengo que hablar con mi maestro sobre mis, hum, trémolos…

Le di la espalda. Fue una completa grosería. Me siguió un momento y después se alejó. Eché un vistazo por encima del hombro. Los últimos rayos del sol poniente volvieron casi doradas sus ropas de luto. Le quitó el caballo a uno de sus sargentos, montó con grácil elegancia y ordenó al cuerpo que volviera a formar.

Me permití una pequeña punzada ante su desdén; luego deseché aquel sentimiento y fui en busca de Orma y Eskar.

Cuando llegué hasta ellos, Orma tendió un brazo sin llegar a tocarme.

—Os presento a Seraphina —dijo.

La subsecretaria Eskar miró por encima de su nariz aquilina como si verificase los rasgos humanos con una lista. Dos brazos: sí. Dos piernas: sí. Cabello del color del té fuerte que se escapa de la trenza: sí. Pechos: no manifiestos. Alta, aunque dentro de los parámetros normales. Mejillas coloradas por ira o timidez: sí.

—Hmm. No es tan horroroso como me lo había imaginado —comentó.

Orma, bendito su árido corazón de dragón, la corrigió:

—Horrorosa.

—¿Acaso ello no es estéril, como las mulas?

Me ardía la cara de tal manera que casi esperaba que el pelo se me prendiera fuego.

—Ella —increpó Orma firmemente, como si él no hubiese cometido el mismo error la primera vez—. Todos los humanos tienen pronombres genéricos, al margen de su capacidad reproductora.

—De lo contrario, nos ofendemos —repliqué con una sonrisa crispada.

Eskar perdió el interés de golpe, liberándome del escrutinio de su mirada. Sus subalternos regresaban del otro extremo del puente, guiaban al saar Basind en un asustadizo caballo. La subsecretaria montó su alazán, hizo que girara en un círculo cerrado, y emprendió la marcha sin mirarnos a Orma y a mí. Su séquito la siguió.

Mientras pasaban, los bamboleantes ojos de Basind se posaron en mí durante un buen rato; sentí una brusca repugnancia. Puede que Orma, Eskar y los demás hubieran aprendido a pasar, pero ahí había un duro recordatorio de lo que había debajo. La suya no era una mirada humana.

Me volví a Orma, que contemplaba pensativo el vacío.

—Ha sido absolutamente humillante —dije.

Dio un respingo.

—¿Sí?

—¿En qué estabais pensando al hablarle de mí? —pregunté—. Puede que esté fuera del dominio de mi padre, pero las antiguas normas todavía siguen vigentes. No podemos ir contándole a todo el mundo sin más…

—Ah —me interrumpió, y alzó una de sus finas manos para rechazar mi argumento—. No le he contado nada. Eskar siempre lo ha sabido; hace tiempo estaba con los censores.

Me dio un vuelco el estómago. Los censores, aquella agencia de dragones que sólo respondía ante sí misma, vigilaban el comportamiento no dragoniano de los saarantrai y solían extirpar los cerebros de los dragones que consideraban comprometidos emocionalmente.

—Estupendo. ¿Y qué habéis hecho esta vez para atraer la atención de los censores?

—Nada —respondió al instante—. En cualquier caso, ya no está con ellos.

—Pensé que tal vez anduvieran detrás de vos por mostrar un cariño excesivo hacia mí en público —dije, y luego añadí con mordacidad—: Aunque, teóricamente, yo también lo hubiera notado.

—Te presto el interés adecuado, dentro de los parámetros emocionales normales.

Por desgracia, eso casi sonaba exagerado.

He de decir en su favor que sabía que ese tema me molestaba y no a todos los saar les hubiera importado. Se salió por la tangente, como siempre que no sabía qué hacer con la información:

—¿Vendrás a clase esta semana? —preguntó con un gesto verbal casi familiar, lo más aproximado al consuelo de que era capaz.

Suspiré.

—Claro. Y me diréis qué os ha dado esa cría.

—Pareces creer que hay algo que contar —dijo, aunque se llevó la mano involuntariamente al pecho, donde había guardado el pedacito de oro. Sentí una punzada de preocupación, pero sabía que no servía de nada soltarle una represalia. Ya me lo contaría cuando quisiera.

Evitó decirme adiós, como de costumbre; dio media vuelta sin pronunciar palabra y se encaminó a la catedral. La fachada despedía resplandores rojos con el sol poniente; la figura de Orma alejándose formaba una mancha oscura contra la misma. Lo observé hasta que desapareció por el extremo norte del transepto y, después, contemplé el espacio por donde se había esfumado.

Apenas notaba ya la soledad; era mi estado normal, por necesidad y por naturaleza. Sin embargo, tras las tensiones de ese día me pesaba más de lo habitual. Orma lo sabía todo sobre mí, pero era un dragón. En los días buenos, era un amigo capacitado. En los días malos, chocar con su insuficiencia era como subir escaleras. Dolía, aunque daba la sensación de que era culpa mía.

Aun así, él era todo lo que tenía.

Lo único que oía era el agua que fluía debajo, el viento entre los árboles pelados y tenues fragmentos de canciones, arrastrados río abajo desde las tabernas próximas hasta la escuela de música. Presté atención, me envolví con los brazos y contemplé el titilar de las estrellas que empezaban a asomar. Me enjugué los ojos con la manga —sin duda, el viento me los había humedecido— y me fui a casa pensando en Orma, en todo lo que sentía que debía permanecer en secreto; también pensé en todo lo que le debía y que nunca podría pagarle.

3

Orma me ha salvado la vida tres veces.

Cuando tenía ocho años, Orma contrató una preceptora dragona, una joven hembra llamada Zeyd. Mi padre se opuso enérgicamente: despreciaba a los dragones, pese a que era el experto de la Corona en el Tratado, incluso había defendido saarantrai en los tribunales.

Me maravillaban las peculiaridades de Zeyd: su angulosidad, el incesante tintineo de su cascabel, su habilidad para resolver de cabeza ecuaciones complejas. De todos mis preceptores —y pasé por un batallón—, ella era mi favorita, hasta el momento en que intentó arrojarme del campanario de la catedral.