Ilsa J. Bick

CENIZAS

Traducción del inglés

Carmen Torres y Laura Naranjo

Logo.jpg 

La edición original estadounidense de esta obra se publicó en 2011 con el título Ashes en la editorial Egmont USA, 443 Park Avenue South, Suite 806, New York, NY 10016

© de la obra: Ilsa J. Bick, 2011

Todos los derechos reservados

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2012

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.es

www.nocturnaediciones.es

Primera edición en Nocturna Ediciones: junio de 2015

Corrección externa: Juana Salabert

Edición Digital: Parimpar, S. L.

ISBN: 978-84-943354-5-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Agradecimientos

Lo bueno de los agradecimientos es que nadie se atreve a cambiar una sola palabra. Así que <dentro risa de maníaca>: ¡Buajajajajá! En serio, chicos, si sois de los que os avergonzáis con nada… mejor que no sigáis leyendo.

A mi fabuloso editor, Greg Ferguson: debo admitir que cuando leí aquella carta y todas tus notas de edición, no pude evitar acostarme y coger una buena borrachera. O tal vez fue al revés. Lo juro, estaba al borde del abismo. Después, cuando me desperté, me di cuenta del cuidado que ponías en todas y cada una de ellas. Hiciste que este libro fuera mucho mejor, más coherente y redondo, y nunca podré agradecerte lo suficiente tu entusiasmo, perseverancia y paciencia. Sigue revisando las cosas con lupa; que no se nos pase ni una coma. (Oh, ¿y lo de esas mochilas? Dios, eres brillante).

Más agradecimientos a mi genial corrector con vista de águila, Ryan Sullivan, que me obligó a ser más clara y a saber, con precisión, qué palabras merecían una muerte rápida y despiadada.

A Katie Halata: gracias por contestar a todas mis preguntas y por mantener mi vida en orden. A Elizabeth Law, cuyas palabras me ayudaron cuando más lo necesitaba: que Dios te bendiga. Un gran saludo al resto de la buena gente de Egmont USA: sabed que estoy muy agradecida por el duro trabajo que habéis hecho todos. ¡Seguid así, equipo!

Muchas gracias de nuevo a mi espléndida agente, Jennifer Laughran, que nunca duda en darme una bofetada de realidad cuando me hace falta: «Vaya, gracias; la necesitaba». Cielo, ojalá te conserve para siempre.

A Dean Wesley Smith, una vez más, por su sabiduría, su amistad y por tener un hombro disponible sobre el que llorar: tengo mucha suerte de conocerte.

A Eric Coppersmith y a todas las otras señoras de nuestra pequeña biblioteca que el tiempo olvidó y que las décadas no pueden mejorar: gracias por localizar todos y cada uno de los libros raros que necesito, he necesitado o necesitaré en el futuro. Lo digo de todo corazón: no podría hacer esto sin vosotras, chicas.

A mis hijas, Carolyn y Sarah: sí, ya podéis entrar en el estudio.

Y, por último, a David: eres un santo, mi defensor, mi amor. Toda mujer debería ser tan afortunada como yo. De verdad.

Para David, ahora y siempre

Os digo que el pasado es un cubo lleno de cenizas…

CARL SANDBURG

—¿Dónde estás? —preguntó tía Hannah en cuanto Alex descolgó el teléfono—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Acabo de entrar en Michigan —dijo Alex, contestando primero a la pregunta más fácil. Cuando divisó el cartel de BIENVENIDOS A MICHIGAN (¡GRANDES LAGOS! ¡GRANDES MOMENTOS!), tuvo la sensación de que las cosas se despejaban, se expandían, como si hubiera estado viajando durante una noche perpetua por una carretera solitaria bordeada de un bosque frondoso y oscuro y ahora empezara a vislumbrar los primeros rayos de sol—. Tenía que echar gasolina. —Lo cual, en realidad, no venía al caso.

—¿Michigan? ¿Y qué puñetas hay en Michigan?

El segundo marido de tía Hannah era inglés. Ella no. Ella había nacido en Wisconsin, en Sheboygan, que Alex no creyó que fuese un sitio real hasta que los Everly Brothers lo mencionaron en su canción, y decía que puñetas era mucho mejor que otras palabrotas porque todos sus amigos, la mayoría de los cuales eran luteranos, creían que, simplemente, estaba haciendo una gracia: «Ah, esa Hannah». De modo que tía Hannah decía puñetas muy a menudo, sobre todo en la iglesia.

—Muchas cosas —contestó Alex. Estaba de pie a unos pasos de los baños de la estación de servicio, disfrutando del rescoldo salmón del crepúsculo. Al otro lado de la calle, una valla publicitaria que recomendaba una visita a Oren en territorio amish competía con otra que exhortaba a las familias a llevar a sus mayores a un asilo llamado Aurora Boreal (La luz de Dios en tiempos oscuros) y con otra que invitaba a visitar el Museo de las Minas de Hierro del norte de la ciudad—. Sólo necesitaba un poco de tiempo.

—¿Tiempo? ¿Tiempo para qué? —La voz de tía Hannah sonaba tensa—. ¿Crees que esto es un puñetero juego? Estamos hablando de tu vida, Alexandra.

—Ya lo sé. Es que… —Estaba jugueteando con un silbato de plata que llevaba colgado del cuello en una cadenita. Su padre se lo había regalado cuando cumplió seis años durante la primera acampada que hicieron juntos de noche: «Cielo, si alguna vez te metes en líos ahí fuera, toca esto y acudiré como un rayo». Ese era uno de los escasos recuerdos nítidos que conservaba de él—. Necesito hacer esto mientras pueda.

—Entiendo. De modo que van contigo, ¿no?

Alex sabía a qué —a quiénes— se refería.

—Sí.

—Me he dado cuenta de que falta también la pistola de tu padre.

—La tengo yo.

—Entiendo —volvió a decir tía Hannah, aunque su tono sugería todo lo contrario—. ¿Crees sinceramente que el suicidio es la respuesta?

—¿Es eso lo que piensas? —Alex oyó abrirse la puerta del baño por encima del hombro y, un momento después, dos chicas, una rubia y otra morena, pasaron por su lado. Las dos llevaban puestas sudaderas azul pastel en las que destacaban las letras Somerville High y el logo de una raqueta de tenis en medio de una llamarada blanca—. ¿Crees que voy a suicidarme?

En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas pronunciado. Barbie Rubia se la quedó mirando y se acercó a Barbie Morena, que también la miró descarada, y le susurró algo al oído. Ambas pusieron en práctica la típica miradita-de-arriba-abajo-con-cuchicheo-y-risita-tonta-incluida por toda la gasolinera hasta llegar a un pequeño autobús escolar del año de la pera y encontrarse con un tipo de aspecto agobiado, con gafas y pelo encrespado estilo Einstein.

Alex, con las mejillas encendidas, se dio media vuelta.

—No es nada de eso.

Aunque, a decir verdad, no es que no se hubiera tomado alguna vez un par de chupitos de Jack Daniel’s y se hubiera quedado mirando la pistola de su padre largo y tendido. Lo que la había echado para atrás había sido, sobre todo, la idea de que la mano pudiera temblarle y terminara haciéndose una lobotomía frontal o algo parecido, lo cual resultaría absolutamente patético. Se imaginaba a las cotillas —a chicas como Barbie Rubia y Barbie Morena— en el funeral: «Jo, tía, qué original».

—Sí, pero si tuvieras en mente volver, no te los habrías llevado —prosiguió tía Hannah.

—No. Sólo significa que ellos no van a volver.

—Alexandra, no hay necesidad de que hagas esto sola. Tu madre era mi hermana. —La voz de tía Hannah se quebró un poco—. Sé que jamás lo habría consentido. Esto no era lo que ellos pretendían.

—Bueno, qué bien que no estén por aquí para discutir el tema, ¿no?

Tía Hannah pasó de la voz quebrada a la más firme en un nanosegundo:

—No uses ese tono de voz conmigo, Alexandra. Sólo tienes diecisiete años. Estás muy enferma y no eres lo bastante mayor como para saber qué es mejor en esta situación. La cabezonería y la autocompasión no son las respuestas.

Esto no las estaba llevando a ningún sitio. Lo único que tía Hannah veía era a una huérfana de diecisiete años con un tumor cerebral del tamaño de una pelota de tenis que, finalmente, había cedido a la presión.

—Lo sé, tía Hannah. Tienes razón. Sentir compasión por mí misma y ser un auténtico incordio no son las respuestas.

—Muy bien. Ahora eso ya está aclarado. —Su tía se sonó la nariz—. ¿Cuándo vas a volver?

«Mmm… ¿nunca?».

—La primera semana de octubre. ¿El… ocho?

Oyó a su tía contar por lo bajini.

—¿Doce días? ¿Por qué tanto tiempo?

—Es lo que se tarda en subir caminando y volver.

—¿Caminando?

—Bueno, no hay carreteras.

—No puedes estar diciéndolo en serio. No te has recuperado del todo.

—Sí que lo he hecho. Ya hace tres meses desde la última sesión. He estado corriendo, nadando y haciendo pesas y he engordado un poco. Estoy completamente recuperada.

—¿Y qué pasa con los tratamientos nuevos? Tienes que empezar dentro de tres días y…

—No voy a seguir más tratamientos.

—El doctor Barrett dejó muy claro que este nuevo procedimiento… —Su tía interrumpió la frase cuando cayó en la cuenta de las palabras de Alex—. ¿Qué? ¿Qué significa eso de que no vas a seguir más tratamientos? No seas ridícula. Por supuesto que lo vas a hacer. ¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que se ha acabado, tía Hannah.

—Pero… ¿y el medicamento experimental? —farfulló su tía—. El procedimiento, las SEMILLAS…

—Sabes que no van a funcionar. —Las SEMILLAS, o Sondas Encapsuladas Mediante Introducción Localizada con Luz Activadora, también eran experimentales: nanobolitas rellenas de veneno y recubiertas de un compuesto químico especial sensible a la luz. Una vez inyectadas en su torrente sanguíneo, las SEMILLAS se dirigían al cerebro, donde se adherían al tumor: un monstruo testarudo que, después de doce ciclos de quimioterapia y radiación, se resistía a morir. Se suponía que las semillitas liberaban su carga mortífera cuando una sonda óptica las activaba. Hasta el momento, después de cuatro intentos, las suyas no lo habían hecho, ni siquiera después de que los médicos hubieran recargado su cerebro con tantas SEMILLAS como para sembrar varios campos de maíz.

—Tienes que darle tiempo, Alexandra.

«Claro, para ti es muy fácil decirlo. Tú tienes tiempo».

—Tía Hannah, hace dos años que lo detectaron. Nada ha funcionado.

—Es verdad, pero el tumor está creciendo relativamente despacio. El doctor Barrett dice que podría alargarte la vida varios años y que, para entonces, seguro que habrá nuevos medicamentos.

—O no. Yo sólo sé que ya no puedo seguir con esto. —Esperaba una explosión al otro lado, pero sólo recibió silencio por respuesta. Este se prolongó durante tanto tiempo que Alex creyó que la llamada se había cortado—. ¿Tía Hannah?

—Estoy aquí. —Pausa—. ¿Cuándo lo decidiste?

—Después de mi visita a Barrett la semana pasada.

—¿Por qué ahora?

«Porque me tiembla la mano izquierda —pensó Alex—. Porque no huelo nada. Porque tengo la cabeza llena de bolitas minúsculas que no están haciendo nada y eso significa más quimio y radio de la de siempre, y porque estoy muy harta de que se me caiga el pelo y de echar las tripas vomitando por nada y de hacer los deberes en la cama, y porque no voy a meterme en un centro para enfermos terminales. Porque, por una vez, soy yo la que toma las decisiones».

Sin embargo, lo que dijo fue:

—No creo que tenga más oportunidades. Necesito hacer esto mientras pueda.

Más silencio.

—Me imagino que en el instituto preguntarán por ti. Al doctor Barrett le va a dar algo.

Alex pensó que, en el fondo, Barrett se sentiría aliviado. Ya no tendría que hacerle ver el lado bueno de la vida.

—¿Qué vas a decirle?

—Ya se me ocurrirá algo. ¿Llamarás?

—A la vuelta —dijo, sin estar muy segura de que pudiera cumplir esa promesa—. Al coche, me refiero. Una vez que esté en el Waucamaw, no tendré cobertura.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer yo? ¿Colgar un farol de una torre? ¿Cruzar los dedos? ¿Empezar a hacer punto? —Ante el silencio de Alex, su tía continuó—: Una parte de mí está por llamar a la policía y que te traigan de vuelta.

—¿Y la otra qué dice?

—Que eres una cabezota. Que cuando se te mete una cosa en la cocorota, no hay nada que hacer. —Hizo una pausa—. Y que no estoy segura de poder culparte. Eso no es lo mismo que decir que lo que estás haciendo esté bien, sólo que lo entiendo.

—Gracias.

—No hay de qué. —Su tía suspiró—. Alex, ten mucho cuidado, ¿de acuerdo? Intenta volver de una pieza, ¿vale?

—No me pasará nada. No es la primera vez que hago una excursión de estas.

—No pongo en duda tu capacidad para salir adelante: hacer fuego, vivir de lo que da la tierra, construirte un refugio con unas ramitas y un chicle… igual que tu padre. Si los puñeteros zombis atacan, estás preparada.

—Gracias —dijo, intentando tragarse las lágrimas. No quería que aquello terminara en llanto—. Será mejor que me vaya. Te quiero, tía Hannah.

—¡Ay, qué tontita! —exclamó su tía—. ¿Te crees que no lo sé, puñetera?

Nunca más volvieron a hablar.

1

Cuatro días más tarde, Alex estaba sentada en un frío pedrusco tallando una rama de aliso hasta reducirla al tamaño de un palillo de dientes, mientras esperaba que hirviera el agua del café. Soplaban fuertes rachas de viento del noroeste, gélido y húmedo. A lo lejos, el río Moss centelleaba con los rayos del sol, como una cinta serpenteante por un profundo valle de árboles desnudos, abetos plateados y el verde más oscuro de la densa cicuta y de los plumosos pinos blancos. El frío aire olía a frío, lo cual quería decir que, para Alex, era totalmente inodoro, algo a lo que estaba bastante acostumbrada, dado que llevaba más de un año con el olfato atrofiado.

Aquel frío era una auténtica sorpresa, pues nunca había recorrido el Waucamaw a finales de septiembre. El Paraje Natural de Waucamaw solía constituir una aventura veraniega familiar, cuando los fastidiosos jejenes, los mosquitos chupasangre y ese calor capaz de derretir a una persona eran sus mayores preocupaciones. Ahora empleaba las mañanas en pisotear el hielo quebradizo y deslizarse por rocas áridas y raíces cubiertas de escarcha. El estado del camino era traicionero: cada paso se convertía en una invitación a torcerse un tobillo. Cuanto más avanzaba hacia el norte y más se acercaba al lago Superior —aún le quedaban dos días y lo único que se distinguía en el horizonte era una especie de bruma púrpura—, más parecía empeorar el tiempo. Sólo podía divisar, en dirección al lejano oeste, bajo una capa de nubes de color pizarra, los ligeros y azulados remolinos de lluvia soplando hacia el sur. Pero delante le aguardaba un cielo cerúleo: un día que se prometía despejado y perfecto y que, estaba segura, a sus padres les habría encantado.

Si fuera capaz de recordarlos.

Al principio fue el humo.

Tenía quince años y por aquel entonces era huérfana, un fastidio, aunque ya había tenido un año para superarlo. Luego, cuando a pesar de haberse extinguido el fuego aún perduraba el olor a humo, su tía, convencida de que estaba viviendo una de esas crisis postraumáticas, la llevó a ver a una loquera: una aspirante a la Gestapo de cuyo aspecto podría deducirse que calzaba tacones de aguja y fustigaba a su marido: «Ah, sí, ese humo es una rrrepetizión del accidente de tus paddres, yah?». La loquera resultó ser también muy lista y mandó a Alex al doctor Barrett, un neurocirujano, que dio con el monstruo.

Por supuesto, el tumor era cancerígeno e inoperable, así que recibió quimioterapia y radioterapia y se le cayeron el pelo y las cejas. La parte positiva era que ya no tenía que depilarse las piernas ni las axilas. La parte negativa era que los antivomitivos no funcionaban —qué suerte— y devolvía cada cinco minutos, lo que hacía alucinar a las bulímicas del instituto, porque ella era, en esto, una auténtica profesional. Entre un tratamiento y otro, dejaba de vomitar y el pelo volvía a crecerle, abundante y rojo como la sangre. Una jaqueca crónica se le había instalado en las sienes, pero, como Barrett le dijo, nadie se había muerto nunca de dolor. Cierto, pero hay días en los que tampoco te apetece vivir. Por fin, el olor a humo se desvaneció… aunque con él se fueron todos los demás olores, porque el monstruo no menguaba, sino que continuaba creciendo y mascando en silencio.

Nadie le advirtió que, cuando no hueles nada en absoluto, se te borran muchos recuerdos. Como el olor a pino evoca instantáneamente el espumillón, las luces de Navidad y un ángel que brilla, o la nuez moscada y la canela de la despensa te traen a la memoria una luminosa cocina y a tu madre tarareando una canción mientras extiende el hojaldre en un recipiente de vidrio. Sin sentido del olfato, los recuerdos se te escurren como monedas en un bolsillo roto, hasta que todo el pasado se convierte en cenizas y tus padres, en un espacio en blanco: no te queda más que los agujeros de un queso suizo.

Un golpeteo intermitente, entre un cortacésped y un rifle semiautomático, rompió el silencio. Al cabo de un momento, descubrió el avión —blanco y con una sola hélice— sobrevolando el valle, en dirección al noroeste. Miró el reloj: las ocho menos diez. No fallaba. Después de cuatro días, dio por sentado que se trataba del mismo avión, que hacía dos trayectos diarios: uno un poco antes de las ocho de la mañana y otro sobre las cuatro y veinte de la tarde. Podía poner el reloj en hora.

El zumbido se desvaneció y volvió a reinar la calma en el valle, como si lo cubrieran con una campana de cristal. A lo lejos se oía el hueco toc-toc-toc de un pájaro carpintero. Tres cuervos se entretenían irritando a otro en los pinos y un halcón trazaba una especie de espiral en el cielo.

Se echó el café y se oyó a sí misma tragar. No olía ni sabía a nada, tan sólo era marrón y estaba caliente. Luego percibió de reojo algo que se movía hacia la derecha: algo suave y borroso de color canela. Miró de repente, esperando encontrarse con una ardilla simple o, tal vez, con una listada.

Hallar al perro fue una auténtica sorpresa.

2

Se quedó helada.

Era un perro flaco, pero musculoso y ancho de pecho. Tenía una careta negra y manchas parduscas. Parecía un pastor alemán, pero mucho más pequeño. A lo mejor todavía era un cachorro. El perro llevaba una mochila de color azul eléctrico abrochada alrededor del cuerpo y un segmento de collar estrangulador le titilaba en el cuello.

De algún sitio del sendero llegó el débil sonido de hojas pisoteadas. El perro giró las orejas, aunque en ningún momento apartó sus oscuros ojos de Alex. Luego, la voz de un hombre se oyó por el repecho:

—¿Mina? ¿Has encontrado algo?

El perro dejó escapar un débil gemido, pero no se movió.

—¿Hola? —Tenía la garganta muy seca y la palabra salió más bien como un graznido. Se humedeció los labios e intentó tragar saliva con una lengua que, de pronto, se había vuelto rasposa como una lija—. Mmm… ¿podría llamar a su perro?

La voz del hombre se oyó de nuevo:

—Ay, lo siento. No te preocupes. No muerde… Mina, échate.

La perra —Mina— obedeció al instante y se echó en el suelo. Aquello resultaba esperanzador. Así no parecía ni la mitad de feroz.

—¿Se ha echado? —gritó el hombre.

¿Y si no lo hubiera hecho? Entonces, ¿qué?

—Ajá.

—Perfecto. Espera, casi hemos…

Un instante después, un hombre larguirucho con un mechón de pelo blanco superó con gran dificultad el repecho, ayudándose de un bastón que empuñaba con la mano derecha. Iba vestido como un leñador, jersey de cuello alto negro bajo camisa de franela roja incluido. Un hacha con su funda pendía de un enganche en el borde de su mochila.

Uno o dos pasos atrás iba una niña con trenzas rubias. Llevaba una mochila rosa de Hello Kitty a la espalda, una parka rosa a juego y el ceño fruncido. También llevaba incrustados un par de auriculares blancos en los oídos, con el volumen tan alto que Alex oía hasta el más tenue de los bajos.

—Lo sabía —dijo el anciano. Asintió mirando la cafetera de Alex—. Lo olí desde allí abajo y decidí seguir mi olfato, sólo que Mina se me ha adelantado. —Tendió una mano—: Jack Cranford. Esta es mi nieta Ellie. Ellie, di hola.

—Hola —obedeció ella sin entusiasmo.

Alex calculó que la niña tendría unos ocho o nueve años y se dio cuenta de que ya apuntaba maneras. No dejaba de dar cabezaditas al ritmo de la música.

—Hey —contestó Alex. No hizo ademán alguno de estrechar la mano del anciano, no sólo porque aquel tipo, con su hacha, su perra y su huraña nieta, fuera un completo desconocido, sino porque el modo en que la perra le clavaba la mirada le hacía pensar que a esta le encantaría hacerse antes con ella.

El viejo esperó con una sonrisa un poco temblorosa dibujada en los labios y un desconcierto creciente asomando a sus ojos. Como vio que Alex no le correspondía, se encogió de hombros, retiró la mano y dijo en tono afable:

—No importa. Si estuviera en tu pellejo, yo tampoco me fiaría de mí. Y siento lo de Mina. Siempre se me olvida que hay un par de jaurías de perros salvajes en el Waucamaw. Debe de haberte dado un susto de muerte.

—No pasa nada —mintió, y pensó: «¿Perros salvajes?».

El silencio se prolongaba. La niña seguía cabeceando y parecía aburrida. La perra empezó a jadear, desplegando la lengua a modo de húmeda serpentina rosa. Alex se dio cuenta de que los ojos del anciano pasaban de ella a su tienda y viceversa. Entonces él le soltó:

—¿Siempre eres tan habladora?

—Oh. Bueno… —¿Cómo podían los adultos decir cosas tan campantes que, de haber salido de su boca, habrían tachado de grosería? Trató de encontrar una respuesta neutra—: No lo conozco.

—Está bien. Como te he dicho, me llamo Jack. Esta es Ellie y esta, Mina. ¿Y tú te llamas…?

—Alex. —Pausa—. Adair. —Quería darse de tortas. Responder había sido un acto reflejo, igual que cuando te pregunta un profesor.

—Encantado de conocerte, Alex. Debería haber adivinado que por tus venas corría una pizca de sangre irlandesa, con esos ojos de duende y esa melena pelirroja. No suelo tropezarme con muchos irlandeses por aquí.

—Vivo en Evanston. —Otro acto reflejo—. Mmm… aunque mi padre era de Nueva York. —Pero ¿qué estaba haciendo?

El anciano arqueó la ceja izquierda.

—Entiendo. ¿Y estás sola aquí arriba?

Decidió no contestar a esa.

—No oí a su perra.

—Ah, bueno, no me sorprende. Me temo que es por el entrenamiento que recibió. En realidad, no es mía. Técnicamente, pertenece a Ellie.

—Abuelooooo… —La niña puso los ojos en blanco.

—Vamos, Ellie, deberías estar orgullosa —dijo Jack. Y a Alex—: Mina es un malinois; bueno, en realidad… un pastor belga. Es un PTM, perro de trabajo militar. Trabajaba detectando bombas, pero ahora está jubilada. —Intentó esbozar una sonrisa apesadumbrada que no se correspondía con sus ojos—. Pertenecía a mi hijo Danny…, el padre de Ellie. Murió en acto de servicio en Iraq, hace un año más o menos.

Los labios de la niña dibujaron una mueca y un atisbo de color coqueteó con el ángulo de su mandíbula, pero no dijo nada. Alex sintió resonar en su interior un leve tintineo de compasión.

—Ah. Bueno, es una perra muy bonita. —En cuanto oyó salir estas palabras de su boca, se arrepintió. Sabía lo torpe que llega a ser la gente cuando descubre que has perdido a tus padres. Incluso esa palabra te hacía sentir que, de algún modo, era culpa tuya.

Los ojos de la niña, pálidos y plateados, bajaron de la cara de Alex al suelo.

—Sólo es un estúpido perro.

—Ellie —empezó a decir Jack, pero se mordió la lengua y se tragó lo que había estado a punto de decir—. Quítate los auriculares ahora mismo, haz el favor. No seas maleducada. Además, llevas la música demasiado alta. Te vas a quedar sorda.

La niña puso de nuevo los ojos en blanco, pero se quitó los auriculares y se los dejó colgando alrededor del cuello. Siguió otro silencio incómodo y entonces Alex soltó de manera impulsiva:

—Mirad, acabo de hacer café. ¿Queréis?

La cría le lanzó una mirada como diciendo: «Perdona, ¿no ves que soy una niña?», pero Jack contestó:

—Me encantaría tomar una taza, Alex. Nosotros podemos hacer hasta una pequeña contribución —anunció Jack, guiñando un ojo—. No te lo vas a creer, pero llevo donuts Krispy Kreme en la mochila.

—Abueloooooo —protestó la niña—. Los íbamos a guardar para después.

—No pasa nada —interrumpió Alex rápidamente—. Justo acabo de…

—Vamos a comernos esos donuts. —La voz de Jack tomó un tinte irritado y Alex oyó los fantasmas de muchas viejas discusiones.

—Claro, genial —repuso alegremente Alex, tan risueña que sonó como la ardilla Alvin acelerada—. Me encantan los donuts.

—Seguro que están duros —espetó Ellie.

3

Los Krispy Kreme estaban duros —aún conservaba el sentido del tacto—, pero se podían mojar. A Alex le sabían a pasta húmeda.

—Siempre traigo una cafetera francesa, pero esta vez se me ha olvidado moler los granos con antelación. —Jack añadió leche en polvo a su taza y la removió—. Al final he tenido que machacarlos con el hacha.

Ellie arrancó otro pedacito de uno cubierto de chocolate y fideítos de colores y se lo arrojó diestramente a la perra, que lo cogió al vuelo.

—¿A que parece un adicto?

Jack enrojeció. Alex sintió lástima del anciano y dijo:

—Yo habría hecho lo mismo.

Ellie la fulminó con la mirada, pero Jack se limitó a reírse entre dientes.

—Bueno, yo no lo recomendaría. El café estaba tan fuerte que me han rechinado los dientes… Ellie, cariño, ese donut le va a hacer daño a Mina. El chocolate no es bueno para los perros.

—No pasa nada —respondió Ellie, lanzándole otro trozo de donut a la perra.

Alex cambió de tema:

—Bueno, y ¿de dónde sois?

—De Minneapolis —contestó Jack—. Yo era reportero: corresponsal del Trib en el extranjero. Pero no he sido capaz de escribir una línea desde que Danny murió. Mi editor está que se tira de los pelos, y eso que es calvo… Pero es un buen tipo.

Ellie dio un bufido.

—¿Por eso lo llamas imbécil cada vez que cuelgas el teléfono?

¿Qué le pasaba a esa niña?

—Mi profesora de lengua solía decir que un escritor es el peor juez de su propio trabajo —comentó Alex.

—Puede ser. Aunque yo ya no creo en mi trabajo. A la gente no le importa. La mayoría no presta atención a nada y no quiere que se la moleste. Como esa chorrada que echan sobre el fin de las operaciones de combate en Iraq… ¡Qué estupidez! Es pura política. De lo que no te hablan es de que, para los muchachos que continúan allí, las reglas de combate siguen siendo las mismas y de que hay muchos tiroteos. —Jack se interrumpió para dar un suspiro y se atusó un mechón de pelo blanco y rizado—. Lo siento, parece que estoy enfadado, pero no… es sólo que…

—Lo que deberías es estar hecho una furia —se acaloró Ellie—. Mi padre ha muerto, pero nadie va a ir a la cárcel. A él lo vuelan por los aires y a mí me dan este maldito perro. ¿Cómo se come eso?

—Ya lo hemos hablado, Ellie. En la guerra…

—¿En la guerra? ¿Qué clase de respuesta es esa? —La niña le arrojó el resto del donut a la perra. Sorprendida, esta retrocedió unos pasos y miró ansiosa a Jack.

Alex no pudo contenerse:

—Deberías hablarle mejor a tu abuelo. Él no te ha hecho nada.

—¿Y a quién le importa lo que tú pienses? No eres mi madre. ¡No te conozco! —Ellie dio una patada al hornillo WindPro de Alex, que se volcó, y la cafetera se hizo trizas contra las rocas, derramando el líquido hirviendo. La perra la esquivó, sobresaltada—. ¡Nadie te ha preguntado!

—¡Ellie! —Jack trató de agarrar a su nieta—. ¡Ya basta!

—Odio esto. —Ellie se zafó—. Odio esto, te odio, odio estos bosques. ¡Odio a todo el mundo! ¡Déjame en paz!

—¡Cálmate! —Jack acabó por perder la paciencia—. Ve a dar un paseo. Contrólate, ¿me oyes?

—¡Sí! —le espetó Ellie. Se colocó los cascos y echó a andar por donde Alex había venido el día anterior. La perra salió corriendo tras ella, pero la niña le ordenó por encima del hombro—: ¡Vete! —El animal titubeó y finalmente optó por dar otro paso, vacilante. Ellie cogió un palo y lo levantó como si de un bate de béisbol se tratara—. ¡Vete! ¡Perro estúpido! ¡Vete!

—¡Ellie! —bramó Jack—. ¡No te atrevas a hacerle daño a la perra! ¡Mina, ven! —Cuando la perra volvió sobre sus pasos a la carrera, Jack le gritó—: Cariño, ¿por qué te comportas de esa manera?

—¿Y por qué no? —dijo Ellie—. ¿Acaso me ha servido de algo ser buena? —Dio media vuelta y se perdió en el bosque.

—Ha sido un año muy duro. Su madre se fue a Dios sabe dónde y mi Mary falleció, así que sólo me tiene a mí —explicó Jack, reuniendo un puñado de cristales—. Me gustaría pagarte los destrozos.

—No, no, no pasa nada. Lo entiendo —dijo Alex, aunque estaba enfadada. Jack era una buena persona, pero ella tenía sus propios problemas y ahora se había quedado sin cafetera. Menos mal que había cogido también el café soluble. Examinó el hornillo y tuvo que reprimir un quejido. Dos de los puntales se habían doblado y no le gustaba cómo se había torcido la manguera de combustible. Con suerte, tendría que enderezar el metal con una roca o a base de golpes—. Tenga cuidado, Jack, no vaya a cortarse.

—Puede que sea perro viejo, pero aún estoy fuerte. Bueno, salvo del corazón. Me pusieron este nuevo marcapasos hace seis meses. —Jack metió los cristales en la bolsa vacía de los Krispy Kreme—. Ellie me tiene preocupado; es como una pequeña bomba de relojería. Sólo quería que se distrajera un poco, tal vez llevarla de pesca… La gente tiene buenas intenciones, pero tanta compasión es más de lo que una cría puede soportar.

Alex se sintió completamente identificada. Todo el mundo lo sentía siempre tanto por ella… cuando, en realidad, todos aquellos lo siento no eran más que un eufemismo de uf, menos mal que no me ha pasado a mí.

—¿Dónde está su madre?

—No tengo ni la más remota idea —gruñó Jack—. Se marchó un año después de que Ellie naciera. Dijo que necesitaba tiempo para pensar, que tenía que encontrarse a sí misma. Más bien perderse, diría yo. No la he visto desde entonces. Si quieres un perro, te fastidian haciéndote sacar una licencia, pero cualquier loco puede tener un hijo. —Suspiró—. Yo tengo buena parte de culpa.

—¿Por qué dice eso?

Jack señaló a Mina, que estaba tumbada sobre la panza, dormitando.

Mina fue idea mía. Cuando jubilan a los perros (si están demasiado machacados para trabajar o simplemente viejos), los militares dejan que las familias de los adiestradores los adopten, si lo desean. A Mina la hirió la misma explosión que mató a Danny, así que pensé que haría a Ellie sentirse mejor, como si tuviera cerca un pedacito de su padre. Él quería mucho a esta perra, pero Ellie la odia. No es mala chica. La mayor parte del tiempo es todo lo servicial que una niña triste y furiosa de ocho años puede ser.

—No suena muy alentador.

—Te acostumbras. Pensé que le vendría bien desconectar y respirar aire puro, pasar un tiempo con Mina… —Jack omitió el resto, haciendo un gesto de rechazo con la mano—. Bueno, ya está bien… ¿Y cuál es tu historia?

—¿La mía? —Alex dejó de forzar los torcidos puntales del hornillo—. Estoy tratando de resolver algunas cosas.

—¿Adónde te diriges?

—A Mirror Point.

—¿En el lago Superior? Está lejísimos. No me gustaría que mi hija anduviera sola por aquí. Quién sabe lo que podría ocurrirle…

Sabía que Jack tenía buenas intenciones, pero una de las ventajas de ser un enfermo terminal era que podías saltarte todo tipo de reglas. Así que no se achantó:

—Jack, no necesito su permiso ni le he pedido su opinión.

—Eso no significa que no vaya a dártela. Vosotros los jóvenes os creéis invulnerables, pero en este bosque hay perros salvajes y todo tipo de chiflados.

Por no mencionar a ancianos que metían sus narices en los asuntos de los demás. Aunque eso habría sido demasiado grosero y a Alex le daba la impresión de que Jack sólo estaba tratando de fastidiarla a ella porque no era capaz de controlar a Ellie. Se concentró en desarmar el hornillo y se hizo el silencio. Al cabo de un momento, Jack se agachó para apretarle el hombro.

—Lo siento, soy un pelmazo.

—Jack —dijo Alex, harta del hornillo y de la conversación—, aprecio su preocupación, pero no es asunto…

De pronto, la mano de Jack empezó a apretarle tanto que le hizo daño. Sorprendida, levantó la vista y las palabras se le fueron de la boca al contemplar su cara.

—Yo… —La cara de Jack se retorció en un repentino espasmo y el hombre se presionó las sienes con la palma de las manos—. Yo… espera, espera…

—¡Jack! —Alarmada, trató de sujetarlo y entonces vio a la perra. Mina estaba completamente rígida, los músculos le temblaban y tenía el pelo del lomo tan erizado como el de un mohicano. Los negros labios del animal se habían retraído para dejar al descubierto dos brillantes hileras de dientes muy blancos y afilados, y un gruñido empezaba a reverberarle en algún lugar del pecho.

Alex sintió una punzada de miedo.

—Jack, Mina está…

Jack emitió un sonido profundo y gutural. En apenas un instante, un chorro de sangre roja le manó de la boca y fue a estrellarse sobre las rocas heladas. Alex chilló justo cuando Mina soltaba un agudo gañido.

Un segundo después, ella también sintió el dolor.

4

El dolor era como fuego, como un láser que le abrasara el cerebro. Un repentino repiqueteo metálico burbujeó en sus oídos. Primero lo vio todo rojo y después de un blanco deslumbrante. Luego empezó a tambalearse, los pies se le enredaron y cayó al suelo. Algo húmedo y caliente salió despedido de su garganta y le chorreó por la barbilla.

Jack también lo estaba pasando mal, incluso peor. Tenía la piel tan pálida que su sangre parecía de pega, como la de Halloween. Las piernas le fallaron y empezó a arquearse, echándose mano al pecho. Después, sencillamente, se derrumbó como una marioneta a la que hubieran cortado los hilos. Se dio un buen golpe, porque la cabeza rebotó en la roca y sus gafas salieron disparadas, deslumbrando con el reflejo del sol.

Aturdida, Alex no podía hacer otra cosa que permanecer allí repanchigada como una muñeca rota. La sangre se le estaba acumulando en la garganta y empezó a toser mientras todo le daba vueltas como agua yéndose por un sumidero. Aquel extraño chirrido metálico procedente del cielo seguía siendo muy alto. ¿Qué era aquello? Mareada, con un dolor que le taladraba el cerebro, levantó la cabeza como pudo e intentó centrar la vista. Al principio, pensó que debía de estar a punto de desmayarse porque el cielo se estaba poniendo cada vez más oscuro, pero luego se dio cuenta de que la oscuridad se movía.

Pájaros. Eran pájaros. No sólo unos cuantos o una bandada, sino cientos y cientos, miles. Pájaros de todos los tipos, de todas las formas, de todos los tamaños. Y estaban por todas partes: en el cielo que quedaba encima de sus cabezas y subiendo en espiral, como una especie de nube ensordecedora en forma de embudo, desde el valle que se extendía a sus pies. No estaban organizados, no volaban en fila como hace una bandada, sino que chocaban unos con otros, ya fuese porque eran muchos o porque el dolor que tan salvajemente se había apoderado de ella también los estaba martirizando.

Algo cayó con un ruido sordo y le golpeó las piernas. Alex dio un grito y se apartó mientras un cuervo moribundo iba dando tumbos hasta la roca. Tenía una de sus enormes alas completamente doblada hacia atrás y el negro pico se le había partido de cuajo, como la mina de un lápiz. A continuación, pájaros muertos y moribundos empezaron a llover del cielo, por todos lados.

De repente, se oyó un chillido muy fuerte. No era humano. Alex, horrorizada, lanzó una mirada por encima del hombro justo a tiempo de ver tres ciervos colina arriba cayendo estrepitosamente. Consiguieron ganar la cima y se pusieron de pie sobre sus patas traseras, haciendo un ruido de martillo neumático al estampar las pezuñas contra las rocas. Uno de ellos —una gran hembra— emitió un bramido ronco, húmedo y expectorante y luego le manó sangre de la boca, formando un halo carmesí. La hembra se encabritó de nuevo, pedaleando con las patas delanteras, y los otros dos la imitaron, cortando el aire con sus pezuñas. Acto seguido, la manada avanzó en tropel hacia el precipicio como empujada por una mano invisible.

«No, no, no». Los pensamientos de Alex llegaban fragmentados. «No, no vas a… no vas a ver esto. No van a… no pueden…».

Pero lo hicieron.

Los ciervos se catapultaron por la cima de la colina y se precipitaron al vacío.

Planearon durante un instante, suspendidos entre el cielo saturado de pájaros y las oscuras fauces del valle. Alex no pudo evitar pensar en renos voladores…

Pero entonces, el mundo real volvió a hacer acto de presencia. La gravedad ejerció su fuerza.

Los ciervos cayeron, con sus bramidos resonando tras ellos como estelas de cometas, y luego desaparecieron.

5

Una fracción de segundo más tarde, algo le golpeó en la cabeza y le sobrevino una especie de sacudida física a medida que la tirantez que sentía en el cogote iba desapareciendo. Las tenazas que le rodeaban el cráneo se aflojaron. El estómago no tardó en rebelarse y acabó vomitando encima de las rocas. Incluso cuando estaba convencida de que no le quedaba nada más que echar, se mantuvo a gatas, exhausta, sintiendo un hormigueo en las venas y en la piel, como si todo el cuerpo se le hubiera quedado dormido y el cerebro acabara de descubrir cómo reconectar. El corazón le martilleaba. Tenía el interior de la cabeza sensible y dolorido, como si alguien hubiera hincado una cuchara y la hubiera removido con fuerza. Y estaba temblando, como si le hubiesen administrado una enorme dosis de quimio en vena. Algo líquido le bajaba por la parte derecha del cuello y, al tocarse, se le mancharon los dedos de sangre.

«Ay, Dios mío». Cerró los ojos, luchando contra una oleada de pánico que amenazaba con escapársele por el pecho y la garganta. «Calma, calma…».

—¡Abueeeeelooooo!

* * *

Ellie se arrastraba gateando por el margen del bosque. Tenía el labio superior manchado de sangre.

—¿Abuelooo? —alzó la voz a trompicones—. ¡Abueeeeelooooo!

—Ellie. —Alex buscó asiento, pero demasiado rápido: el mundo le daba vueltas y tuvo que esforzarse por reprimir nuevas arcadas.

—¿Dónde está mi…? —La mirada de Ellie se posó en un punto más allá de Alex y los ojos de la niña se abrieron de par en par, dejando ver dos motas de iris azul plateado—. ¿Abuelo?

Alex desvió la vista hacia donde la niña miraba. Jack estaba inmóvil, bocabajo sobre las rocas, con el cuerpo enmarcado en un charco de sangre.

—Abuelo. —Ellie empezó a reptar. Su brazo se topó con un pájaro muerto y lo apartó dando un grito: un pegajoso amasijo de plumas sangrientas se le enmarañó al dorso de la mano. Se estremeció y trató de quitárselo de encima mientras tartamudeaba—: Haz algo, ha-haz algo…

¿Que hiciera algo? ¿Y qué iba a hacer? Alex conocía las técnicas de reanimación pulmonar: su madre, que era médico, se había asegurado de que las aprendiera. Pero Jack parecía estar muerto y, además, era viejo y llevaba un marcapasos, y hacerle el boca a boca a una persona real y que encima había vomitado sangre… El estómago le dio otro vuelco. Y si lo devolvía a la vida y le recuperaba el pulso, entonces, ¿qué? No podía pedir ayuda y su coche estaba a varios días de camino.

«Vamos, contrólate. Examínalo y acabemos de una vez».

Se le pusieron los pelos de punta al tocar a Jack, especialmente por el sonido de despachurramiento que hizo su cuerpo cuando le dio la vuelta. La sangre le cubría la cara a modo de máscara y aún estaba bastante caliente, como con vaho. Los dientes delanteros, superiores e inferiores, se habían estampado contra las rocas, saltando en pedacitos que parecían chicles. Se armó de valor y le acercó los dedos al cuello para tomarle el pulso. Tenía la sangre pegajosa y retrocedió con un quejido. «Venga, puedes hacerlo. No lo pierdas…».

—Haz algo —dijo Ellie, apretándole el hombro con fuerza—. Por favor.

Captó unas rápidas pulsaciones y a punto estuvo de decir una tontería antes de darse cuenta de que se trataba de su propio pulso y no del de Jack. Se obligó a esperar unos cuantos segundos más para asegurarse, pero sabía que Jack estaba muerto. Debería haberse sentido triste, pero lo único que pudo experimentar fue el alivio de poder retirar por fin la mano.

—Lo siento, Ellie —dijo. Tenía sangre espesa medio seca bajo las uñas y sintió de pronto la necesidad de ducharse o bañarse, lo que fuera para limpiar aquella horripilante sensación de la sangre de Jack. Tenía que buscar algo para cubrirlo. Tal vez tuviera algo en la mochila—. Creo que tu abuelo está muerto.

—No. —Ellie se sorbió la sangre. Tenía los dientes naranjas y la entrepierna de los vaqueros oscurecida y manchada—. ¡No, no! ¡Estás mintiendo!

—No.

Por Dios, todo lo que quería era salir de aquella loca montaña y volver al coche. ¿Qué era lo que había ocurrido? El miedo se instaló en su pecho: ¿y si volvía a ocurrir?

«Tengo que salir de aquí», pensó. El hedor de la sangre de Jack, húmeda y cobriza, se le había metido en la nariz; también podía percibir el fuerte olor a amoníaco que emanaba Ellie, y supo que la niña se había orinado encima. La piel de la pequeña desprendía un olor aún más hediondo, como si se hubiera olvidado de cepillarse los dientes. «Sal de aquí, busca el coche. A lo mejor el guarda de la entrada…».

Y entonces pensó de improviso: «Espera… ¿Qué?».

6

Se quedó completamente petrificada.

No.

Estaba equivocada. Tenía que estarlo.

Era incapaz de oler. El tumor había engullido aquella facultad.

Pero…

Pero había sangre. Olía la sangre de Jack. Ellie se había orinado encima y ella lo olía. Justo ahora, en este preciso segundo.

Era imposible. Debía de ser su imaginación, el dolor, la conmoción o… o algo.

Pero ¿y si no era así?

Casi temía intentarlo de nuevo. Pero lo hizo. Tenía que saberlo. Por muy terrible que fuese el momento, se inclinó sobre Jack e inspiró larga, lenta y deliberadamente, pensando: «¿Ves?, es una alucinación, una de esas cosas imaginarias del cerebro».

Pero no lo era. Ahí estaba otra vez aquel olor, tan cercano a lo físico que lo sintió anidar en su nariz. Era… —trató de encontrar algo con lo que compararlo—, sí, era a lo que olían las monedas húmedas.

Una fracción de segundo más tarde, un diminuto destello se encendió en su masa cerebral y, de repente, vio su pequeño carrito rojo, el que había dejado fuera mojándose con la lluvia, tan claro como el agua. Se sobresaltó tanto que se estremeció. Aquel carrito… ¿Cuántos años tenía? ¿Seis? No, no, siete, porque ahora le llegaron una serie de flashes rápidos, como un centelleo de fuegos artificiales: un patio de ladrillo, rosas blancas que trepaban por un enrejado, el perezoso zumbido de las abejas y luego estaba su madre, su madre, su madre, preciosa, de pie junto a su padre y este diciéndole: «Creíamos que, con siete años, ya eras lo bastante mayor para saber cómo cuidar de tus cosas».

«Papá». Alex dio un profundo suspiro. El aire se le precipitó en la boca, le envolvió la lengua y entonces detectó algo amargo y… muy tostado y… y dulce. Café, aquel era el sabor del café y… y del donut. Lo había vomitado todo y ahora era capaz de paladearlo, de olerlo.

Y Alex pensó: «¡Madre mía!».

Barrett le había hablado sobre El Final: la pérdida de esta función, la muerte de aquella capacidad y la posible necesidad de empezar con el tratamiento del dolor, que era como los médicos llamaban a drogarte hasta que te ibas durmiendo y te morías.

Sin embargo, ni siquiera Barrett estaba seguro de eso, porque El Final podía ser muy rápido. El tumor seguiría creciendo y creciendo, y allí arriba no quedaba mucho sitio. Al acumularse tanta presión en un espacio cerrado, el cerebro le chorrearía por la base del cráneo, igual que la pasta de dientes cuando sale del tubo. Después se iría apagando, pues todo lo que la mantenía vivita y coleando —corazón, pulmones— sencillamente dejaría de funcionar.

Como es obvio, Barrett no estaba seguro de nada, porque cada persona era diferente. Era imposible que le dijera lo que podía esperar porque, en fin, él nunca se había muerto. Bastante razonable. Sin embargo, había una cosa de la que Alex estaba completamente segura: Barrett nunca, jamás, había mencionado nada de que, cuando llegara El Final, ella fuese a recuperar lo que había perdido.

Como el sentido del olfato.

Como el del gusto.

Como a su padre. Como a su madre.

Ahora estaba oliendo la sangre de Jack. Le habían venido aquellos recuerdos olvidados de su carrito, de las rosas blancas y de su madre. Había oído la voz de su padre. Era capaz de distinguir en su boca el regusto agrio del vómito y estaba despierta; no estaba soñando.

Tal vez a eso se refería la gente cuando decía que, al morir, toda tu vida pasaba ante tus ojos. No lo sabía. Nunca le había preguntado a Barrett sobre aquello en particular. Para ser sincera, no había estado segura de querer saberlo. Había oído hablar de experiencias cercanas a la muerte, por supuesto. Había visto Ghost y había oído historias sobre cómo los seres queridos que habían fallecido antes que tú se quedaban esperándote mientras caminabas hacia la luz. Pero eso era una tontería. Eso era lo que la gente esperaba que pasase, no lo que ocurría en realidad. Había estudiado bastante biología y contaba, además, con montones de experiencias propias. El cerebro era un órgano caprichoso que eliminaba tu sentido del olfato, te machacaba la percepción del gusto y se cargaba también muchos de tus recuerdos. De modo que, si le cortabas el riego sanguíneo, si las células se quedaban sin oxígeno, tal vez fuera la luz blanca lo que vieses cuando la palmabas. ¿Quién sabe? Ella no, desde luego. Ella no tenía ni idea de lo que esperar cuando llegase El Final.

A menos que este lo fuera.

A menos que este fuera su final y que estuviera viviéndolo.

7

La perra gimió.

—Mira. —La voz de Ellie sonaba como si tuviera la nariz taponada. Una especie de moco ensangrentado le brillaba por encima del labio superior—. Junto a tu tienda de campaña.

«Ay, vete, déjame en paz». Sintió una punzada de temor en el corazón. Si no prestaba atención, ¿se desvanecería todo de nuevo: los olores, los recuerdos? Lo único que deseaba era acomodarse en algún sitio tranquilo, sola, y concentrarse en lo que le estaba pasando.

—¿Qué? —farfulló, pero enseguida vio a la perra ponerse en pie con dificultad y tuvo que reprimir un lamento. El animal parecía estar mal, aturdido. La sangre le manaba como caramelo espeso de un corte en el cuero cabelludo. Jadeando, se tambaleó hasta el cuerpo de Jack, sorteando los pájaros muertos y estampando en la roca sus huellas ensangrentadas. Recelosa, Alex se mantuvo en tensión mientras Mina olisqueaba el cadáver de Jack. No sabía nada de perros. ¿No se negaban algunos a marcharse cuando sus dueños morían? Dios, ¿y qué iba a hacer ella si Mina…?

La perra empezó a ladrar furiosamente y con gran estruendo. Alex se sobresaltó.

—¡Cállate, perro estúpido! —Ellie se tapó los oídos con las manos llenas de sangre—. ¡Cállate, cállate!

—Shh, shh, Mina, shh —dijo Alex. Los ladridos eran insoportables, como disparos. Se adelantó, sin tener muy claro lo que pretendía; sólo quería que la perra se callara. Intentó sujetarla—: Mina, ¡ya!

Con un gruñido, la perra volvió de pronto la cabeza, enseñando los dientes. Alex retiró la mano soltando un pequeño chillido y entonces, al segundo, percibió el olor del húmedo pelaje… y algo más, asilvestrado, espeso y brutal.