Iria G. Parente

Selene M. Pascual

SUEÑOS DE PIEDRA

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© de la obra: Iria G. Parente y Selene M. Pascual, 2015

© del mapa: Lehanan Aida, 2015

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna Ediciones: junio de 2017

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-944243-9-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A todos los que cada día emprenden un viaje directo hacia sus sueños. Que siempre lleguéis a vuestro destino.

SUEÑOS DE PIEDRA

Arthmael

Arthmael

—A ver si me queda claro: ¿le vais a dar  mi corona a un bastardo?

Un silencio incómodo se hace en la biblioteca mientras aparto mi incrédula mirada de mi padre y la paso al hombre que está junto a él, al otro lado de la mesa. No tiene nuestro pelo negro, pero sí los ojos grises que mi familia ha compartido durante generaciones. Es alto, más alto que yo, pero resulta obvio que no tiene el porte de un príncipe. ¿De un noble? Quizá. Aunque sigue sin llegarme a la suela de las botas, por mucho que se envuelva en las mejores prendas y me mire desde arriba.

Pero mi padre pretende cederle el trono. Mi trono.

El reino que me pertenece por derecho desde que vine al mundo.

El rey también parece mirar al hombre de reojo, antes de volver su atención a mí con aire cansado. Imagino que es el día perfecto para que se arrepienta de algún desliz de hace más de veinte años. Una noche con la mujer equivocada, en el lecho equivocado; una carga para toda la vida.

—Está decidido, Arthmael —me repite, como si no me hubiera dicho eso mismo hace un minuto—. Él también es mi hijo, y es mayor que tú. —Por lo visto, soy el único que comprende la diferencia entre los derechos de los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio—. Te he criado para que seas el digno heredero que este país necesita, pero el puesto de Jacques es… legítimo. Hay pruebas de que soy su padre, es noble y todos lo respetan. Además, tiene conocimientos de sobra para ocupar el sitio que ha venido a reclamar.

¿Reclamar? Probablemente lo ha exigido, amenazando a mi padre con alguna clase de escándalo. Pero ¿tiene que ser así? Muchos hombres cometen deslices en su juventud. Incluso los reyes. La solución es darles a los bastardos un puesto de presunto poder, a ser posible lo suficientemente lejos de la capital para que no puedan molestar. En ningún caso se debería permitir que se sienten en tu regazo y se prueben tu corona.

Mi corona.

Y de todas formas, ¿qué clase de nombre es Jacques para un rey?

—No me queda alternativa —prosigue, con una disculpa en su expresión atormentada—. Tú seguirás siendo el príncipe y quizás, algún día, rey de este o de otro reino.

Lo cual no es más que otra forma de decir que tendré que rezar para que todos a mi alrededor se mueran antes de que lo haga yo. O ayudar al curso de los acontecimientos con un poco de veneno en ciertas copas. De pronto, esa me parece una solución brillante.

Jacques me observa y sonríe, enseñando los dientes. Parece tenerlos todos, pero eso podría solucionarlo fácilmente con un golpe.

—No pretendo ser tu enemigo, hermano.

Y yo no pretendo ser tu amigo más que revolcarme desnudo en un arbusto de ortigas.

—Soy el príncipe de Silfos —le recuerdo, deteniéndome en cada sílaba—, por lo que me tratarás con el debido respeto. Y que yo sepa, una de las condiciones para gobernar es haber salido de dos entrepiernas precisas: la del rey y la de la reina. —Miro a mi padre—. Tal vez os hayáis olvidado de mi madre, padre, pero fue la mujer con la que compartisteis cama durante más de diez años.

Su majestad Brydon de Silfos enrojece. Nunca lo había visto tan furioso, pero ni siquiera así alza la voz:

—Yo soy el rey, Arthmael, y tu padre, y tú sí que me tratarás a mí con el debido respeto. He tomado la decisión y ya no hay vuelta atrás: Jacques es tu hermano reconocido y, desde hoy, el heredero al trono. Su madre fue una de las mujeres más poderosas de la nobleza de Silfos. —Frunce el ceño—. La familia, de hecho, sigue siendo igual de poderosa que antaño, y es conocida y querida por el pueblo. ¿Es que quieres una revuelta civil, muchacho? Porque eso conseguirás si os enfrentáis, y no estoy seguro de que vayas a ganar…

Por supuesto. Al final, todo se reduce al poder. A cómo la gente te ve, a cómo reaccionan cuando oyen tu nombre. Como si yo no fuera conocido por todos.

Abro la boca. Mi padre me detiene:

—Te mostrarás encantador con Jacques, chiquillo impertinente. Si tienes paciencia, es posible que te encuentre un matrimonio ventajoso con alguna princesa heredera, y entonces reinarás, como debe ser.

Habla como si hubiera muchas princesas casaderas en Marabilia, aparte de Ivy de Dione. Bueno, ¿quién sabe? Igual, si espero unas cuantas lunas, alguna otra bastarda, en Verves o en Idyll, salga de debajo de una piedra y venga a ofrecerme su mano.

—El pueblo sabe que yo seré el rey. Lo sabe desde que nací, y está contento con ello.

Un sonido, entre un resoplido y una risa, se le escapa al supuesto noble. Tiene cara de estar aguantando una carcajada.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le espeto.

—Tu amor por el pueblo es un asunto… unilateral, Arthmael. Al fin y al cabo, ¿qué has hecho por él?

¿Hacer? Titubeo. Bueno, estaba guardando todas las grandes cosas para cuando ocupara el trono. Y puede que también las ideas sobre esas grandes cosas. Esperaba recibir una iluminación. De momento, sólo soy el príncipe. Bajo a la ciudad a divertirme, y supongo que eso significa invertir en las tabernas locales, lo cual es algo digno de admiración, aunque sea a pequeña escala. También cuido de los empleados de palacio, y ellos también son parte del pueblo. ¿O debería decir ellas? Mantengo alto su amor por sí mismas y por mí, y les doy unas horas de relajación cuando vienen a verme.

—¿Qué has hecho ? —inquiero, ya que prefiero no entrar en detalles delante de mi padre.

—Mi familia prospera gracias a unos negocios que ofrecen empleos honrados a los habitantes de la ciudad. Hemos abierto comercio con países vecinos, y dedicamos mucho esfuerzo y dinero a darle sustento a gente que no puede trabajar ni tiene ingresos. Arelies, mi esposa, siempre les envía la comida que sobra en nuestra cocina, así como ropa de abrigo cuando el invierno se encrudece. Las personas comunes nos conocen y nos quieren.

Lo que en realidad me afecta no es su discurso: es más que obvio que, por mucho que sienta devoción hacia el pueblo, la siente aún más por su propia voz. Lo que me duele es la expresión de mi padre, llena de orgullo por su recién ganado hijo. La clase de mirada que nunca me ha dedicado a mí.

Esto tiene que ser una broma.

—Si has aprendido algo en todos estos años, Arthmael, entenderás que esto es lo más inteligente.

¿Lo más inteligente es dejar que un don nadie se meta en el camino que por derecho me pertenece? ¿Lo más inteligente es apartarme a un lado? ¿Y qué más? Quizá deba darle la espalda también y poner el culo en pompa…

¿Qué es lo que el pueblo quiere? ¿Alguien a quien adorar? Pues yo se lo daré. Estoy seguro de que puedo ser una figura mucho más digna que él. Podría salir a la calle y adoptar a un niño. Eso le encantaría al populacho. O curar a los enfermos. Debería salir ahí fuera y salvar a damas en apuros. Matar monstruos y apresar villanos para llevarlos ante la justicia…

Sonrío. Los héroes pasan a la historia. Los benefactores, no. Bueno, sí. Pero no por menos de doscientos barcos con las bodegas cargadas de oro. Y sólo si se hunden de camino. Todavía siguen encontrando algunas monedas en las costas de Rydia. Fue un desastre.

—Si lo más inteligente es convertirse en el ídolo de unos cuantos muertos de hambre para ser rey, yo también puedo hacerlo.

Hay uno de esos silencios en los que parece resonar incluso el aletear de las pestañas.

—¿Qué? —pregunta Jacques.

Me cruzo de brazos, y es al rey a quien miro.

—Me convertiré en un héroe del pueblo —aclaro—. ¿Qué dices a eso, padre?

—¿Qué?

—Soy un príncipe. He sido educado para ser un hombre de recursos, fuerte y valiente. Y, obviamente, este bufón de aquí podrá ser todo lo rico que quiera, y benevolente, si él lo dice, pero nunca ha hecho verdaderas heroicidades. Hablo de la clase de cosas que haría el rey de una leyenda, la clase de hazañas que se solían llevar a cabo en el pasado, pero que hoy los nobles ya no hacen porque las consideran muy peligrosas. Rescataré a damiselas en apuros y salvaré pueblos enteros. Entonces, veremos a quién amarán los campesinos. —Hago un ademán—. Una luna. No necesito más para demostrarle a todo Silfos…, no, a toda Marabilia, que soy el soberano que necesita.

La quietud se alarga unos cuantos latidos más, antes de chisporrotear y convertirse en una risa. La risa del imbécil de Jacques, que se ha apoyado en la mesa y se carcajea, doblado por la mitad. Hago un mohín, dispuesto a dejarle claro que hablo muy en serio, pero me quedo con las palabras en la boca cuando mi padre le lanza una mirada helada que lo acalla casi al momento. Casi. Sus hombros aún se siguen convulsionando cuando se tapa la boca para silenciar su risa histérica.

—Creo que deberías retirarte —le dice—. Yo continuaré esta conversación con mi hijo, Jacques. Ve con tu esposa: en su estado, podría necesitarte.

No sé qué estado es ese, pero si ha heredado la puntería de nuestro padre, puedo imaginármelo.

El nuevo heredero —que disfrute mientras pueda, no va a ser un puesto vitalicio— se deshace en una reverencia que me demuestra su procedencia noble. Tiene los labios apretados, y supongo que la idea de haber molestado a nuestro padre lo martiriza. Quizá por eso, con la intención de aplacarlo, también se inclina ante mí.

—Hermano.

—Príncipe Arthmael para ti.

Lo sigo con la vista hasta que la puerta se cierra. Entonces resoplo y me vuelvo hacia mi padre.

—No me han dejado otra opción —me dice, antes incluso de que yo pueda abrir la boca—. No deseo conflictos en el reino, y la nobleza puede llegar a ser muy difícil de controlar si ve sus privilegios amenazados o si cree que puede conseguir más poder.

»Pero si tienes paciencia —continúa—, conseguiré un trono adecuado para ti. Esta podría ser una gran oportunidad para el reino: ampliaremos nuestras fronteras y crearemos alianzas fuertes. La princesa de Dione es una criatura joven y encantadora, según dicen. Quizás ese podría ser el trono en el que mereces sentarte. No te he criado y enseñado todo lo que sé para darte menos que un reino próspero que dirigir.

Casi me siento tentado. Nunca he estado en Dione, pero cuentan que sus barcos son los más ligeros y rápidos, y que a sus costas llegan marineros del otro lado del mar, que hablan lenguas extrañas que sólo ellos entienden. Que vienen de tierras donde las mujeres llevan vestidos cortos, si es que llevan algo. Lugares donde la guerra es tan normal que, en cuanto un niño tiene fuerza suficiente para coger una espada, lo empujan al frente de batalla.

Bárbaros.

Elimino el pensamiento de mi mente.

—Yo no quiero otro reino —replico, dolido por la insinuación—. Yo quiero Silfos, y no me conformaré con menos. Dione puede ser muy bonito, y estoy seguro de que su princesa es todo lo hermosa que dicen por ahí, pero no es mi sitio. No es mi hogar. Sólo es… un lugar extraño.

No es este castillo. No tiene los pasillos por los que he corrido mil veces. No tiene nuestro patio de armas, siempre lleno de soldados con una sonrisa para su príncipe. Allí, probablemente, no podría ir a la ciudad y que todo el mundo me aceptase como uno más. Que brindaran conmigo en la taberna, con una muchacha en mi regazo y sus labios en mi cuello. Allí me perdería por las calles por no conocerlas, no porque me apeteciera pasear sin rumbo.

No es lo mismo, por mucho que mi padre quiera hacerme creer que esta puede ser la oportunidad que estaba esperando.

—No puedo hacer nada, hijo. ¿Qué quieres? ¿Que los mande matar a él y a su mujer embarazada, y así librarnos de ellos?

—Francamente, no es la peor idea que he oído hoy.

De hecho, creo que es la primera que viene de sus labios que tiene sentido. Al menos así podríamos restaurar el orden natural de las cosas.

Me doy cuenta demasiado tarde de que era una pregunta retórica y que, por desgracia, mi comentario no le ha hecho mucha gracia.

—¡Arthmael! ¿Qué demonios tienes en la cabeza?

—Te diré lo que no tengo: una corona. Y todo por… ese.

—Su familia materna es poderosa. —En cambio, la mía está muerta: mala suerte—. No mentía cuando dijo que había trabajado y escuchado al pueblo. Su madre, de hecho, fue una gran mujer y, si realmente estuvieras al tanto de lo que pasa en Duan, sabrías que se sintió mucho su pérdida cuando murió hace unos días. —Suspira, como si él compartiese su desolación—. Te quiero, hijo mío, pero ¿qué has hecho tú, aparte de ser sangre de mi sangre y de la de tu difunta madre? Nunca te has preocupado de verdad por esa gente. Quizás haya sido culpa mía, por malcriarte, por permitir hacer tu vida sin dotarte de responsabilidades. ¿Has estado alguna vez en alguna audiencia? ¿Sabes del hambre o de la pobreza que pasan algunos de los nuestros? Nuestro deber es cuidar de su seguridad, pero tú te has limitado a darle ganancias a los lupanares y al mercado, al que sólo vas para lucirte entre las muchachas.

Alzo las cejas. Que el del hijo bastardo se atreva a darme lecciones de moralidad… Por lo menos yo no he dejado embarazada a ninguna mujer. Creo.

—Tú tampoco eres un dechado de virtud. —Parece que va a protestar, pero yo levanto la mano, indicándole que no he acabado—. Pero ¿sabes qué? Disfruta de tu reencontrado hijo ahora que puedes. Cuando vuelva, todo el mundo me querrá a como rey. Y entonces lo echaré a patadas de mi castillo, y ni siquiera sus iguales lo respaldarán.

—¿Cuando vuelvas? —Entorna los ojos, y la tensión se muestra en su rostro y sus hombros—. No irá en serio toda esa tontería sobre convertirte en un héroe…

Al menos yo he tenido una idea. Y si no lo consigo… quizás encuentre alguna aldea encantadora en la que vivir mi retiro. O tal vez debería fingir mi muerte y dejarlos llorar, para luego volver como un hombre renacido, que ha visto la luz antes de volver a la vida y al que se le ha encomendado alguna misión celestial.

Pensaré los detalles por el camino.

—Ya que la otra opción es encandilar a los de Dione para que su hija me haga un hueco en su cama porque las mujeres no pueden gobernar en su reino y su padre no quiere ni oír hablar de lo contrario, me parece más apetecible salir de aquí por mi propio pie. De hecho, padre, creo que debería ponerme en camino antes de mañana.

—Un buen príncipe aceptaría su lugar, Arthmael de Silfos. —Sé que la conversación es seria porque un padre sólo utiliza el nombre completo de su hijo cuando no le queda otra opción, ni siquiera el razonamiento—. No saldrás de este castillo hasta que esas estúpidas ideas sobre heroísmo hayan abandonado tu cabeza. Nunca has estado lejos de las murallas, siquiera. Te quedarás aquí y te mostrarás encantado de haber adquirido un nuevo hermano. Si te marchas, habrá murmuraciones, creerán que estás en su contra. ¿Así es como piensas ganarte el cariño de la gente? ¿Dejando que piensen que hay odios en el castillo, peleas por la corona?

—En realidad, ha quedado comprobado que sabes ocultar muy bien las cosas: si has podido tener un hijo sin que nadie se enterase, estoy seguro de que sabrás cómo hacer pasar mi desaparición por algo que a ti te convenga.

El rostro del rey se llena de arrugas cuando frunce el ceño.

—No hables como si no fueras nada para mí: eres mi hijo, el legítimo. —Estoy a punto de pedirle que repita eso, para que entienda mi molestia, pero me muerdo la lengua—. Te he visto crecer: no eres un desconocido, como ese muchacho. Eso es suficiente para mí, Arthmael. ¿No lo es para ti?

—No lo es para nadie: por lo visto, no para aceptarme como el heredero.

—Quédate —me pide, y parece más viejo y cansado que nunca, como si este único día hubiera traído con él una década que lanzar sobre sus hombros—. Encontraremos la solución juntos. Aquí, en tu sitio.

—Un sitio del que me quieres apartar.

—Te lo he dicho: algún trato con una casa real…

—¡Si mi sitio está aquí, no puede estar a la vez en otro lugar, padre! ¡Quiero Silfos! —Aprieto los puños. Trato de no escucharme, sé que sueno infantil, como ese niño malcriado con el que suelen asociarme—. Lo haré a mi manera. Y no puedes detenerme: soy mayor para hacer lo que me dé la gana.

Ya lo estoy haciendo, de hecho, antes de que él se dé cuenta de que voy a salir del cuarto. Su voz llamándome queda ahogada cuando cierro la puerta. Echo a correr por el pasillo por última vez en mucho tiempo y me meto en mi dormitorio para coger algunos enseres básicos: una muda de ropa, una bolsa con monedas, mi espada y mi capa preferida. No necesito nada más.

Para ser un héroe sólo se necesita un corazón valiente.

O eso dicen.

Lynne

Lynne

Lord Kenan se derrumba sobre mi cuerpo desnudo con un último gruñido de placer. Siento su sudor pegándose a la piel de mi espalda y sus manos aún me agarran con fuerza de las caderas. Yo sólo puedo mirar las sábanas, esperando el momento en que se retire de una vez por todas y me deje volver a moverme.

Que me deje apartarme de su lado.

Que me deje ser libre, esta vez para siempre.

Esta noche ha sido mi última noche. Esta será mi última vez.

O de eso quiero convencerme.

Siento su beso en mi espalda. No se aparta. Sigue dentro, haciéndome sentirlo con cada centímetro de mi cuerpo. Que me deje. Ya. Que se aparte. Me repugna la manera en que sus labios suben por mi piel; su lengua me toca, llenándome de saliva. Sus manos ascienden de mi cadera a mis pechos, asiéndose a ellos, estrujándolos. Aprieto los dientes, pero cojo aire. Estoy acostumbrada. Lord Kenan no es el hombre más repugnante que ha pasado por mi cama a cambio de unas monedas. Los ha habido peores. Hombres asquerosos que me han obligado a hacer las cosas más denigrantes por menos dinero del que costaban sus galantes ropajes. Kenan sólo se acuesta conmigo. En ocasiones, si cree que no estoy lo suficientemente centrada, si no queda satisfecho con lo que le hago, me pega. Sus golpes tampoco han sido los más fuertes que he recibido. Él, al menos, nunca me ha dejado inconsciente.

Su aliento choca contra mi oreja. Puedo olerlo. Nauseabundo, a licor y a sexo, a todas las órdenes y a toda su brusquedad. Me afectaría más si no estuviera habituada a esa peste desde hace más de tres años.

Ha sido suficiente.

—¿Qué ocurre, mi florecilla…? —Sus caderas se presionan más contra mi cuerpo, pegándose a mí hasta lo indecible. Más adentro, pese a que ya ha acabado. Sus dientes muerden mi cuello. Entrecierro los ojos, mirando las sábanas. Estoy apretándolas con fuerza. Echo un vistazo a la ventana sin que él se dé cuenta, en un mudo deseo de traspasarla y marcharme para siempre de este lugar—. Pareces distante… Hoy no estás tan entregada como otras noches…

Pienso que tengo que lograr que se separe, antes que nada. Que deje de agarrarme como lo está haciendo, que deje de besarme de una maldita vez. Hoy no voy a permitir que repita.

Por eso giro la cabeza y aprovecho su cercanía para besarlo. Para contentarlo. Mis labios tientan los suyos como sé que a él le gusta: suave, provocadora, pero aparentemente inocente. Como si siguiese siendo una niña inexperta. Como si él me hubiera dejado ser una chiquilla de verdad.

Catorce años. Con catorce años me trajo a este maldito lugar.

En noches como esta, me pregunto cómo he aguantado tanto.

—Estoy incómoda en esta posición, lord Kenan… —Muerdo un poco su labio con aparente ternura. En este negocio todo es fingir. Adoptar el papel que el cliente quiere. A Kenan le gustan débiles, sumisas y dulces. Llenas de atenciones para él. Yo hace mucho que dejé de ser dulce, aunque quizá no haya dejado nunca de ser débil. A lo mejor por eso no he huido todavía. Porque tengo miedo de que lo que haya fuera sea peor que lo que hay aquí.

Pero eso se acabó.

Lord Kenan aún mueve sus caderas un poco más antes de retirarse, al fin, con sus manos tocándome todo el cuerpo. Coge mi trasero, agarrándolo bien, y luego le da un azote con una risita entre los labios. Aprieto los puños, pero me apresuro a girarme y a sentarme en la cama. Lord Kenan se arregla las calzas. Él nunca se desviste del todo, sólo lo justo. A veces ni siquiera se quita la camisa, aunque hoy su pecho está al descubierto. Prefiero cuando no prescinde ni de una prenda más de las necesarias. Cuanto menos contacto entre nuestras pieles, mejor.

Su mirada de gravedad hace que me tense en mi asiento mientras se adecenta. Sus ojos azules siempre han sido helados, aunque intente derretirlos a menudo con la falsa calidez con la que nos trata a todas las prostitutas, para hacernos sentir que estamos en un buen lugar aunque vivamos en el infierno.

—Espero que no estés aburriendo a nuestros clientes, florecilla. Sabes que muchos aquí te valoran… Te estimamos. Eres una de nuestras joyas más preciadas. Mi joya más preciada. —Sus dedos cogen mi barbilla, apretándola, obligándome a alzar el rostro hacia él. Contengo las ganas de escupirle a la cara, pero quizá vea el desafío en mis ojos, porque sonríe de medio lado y me vuelve a besar. Brusco. Violento. Reclamando lo que es suyo.

Pero yo no soy de nadie.

Aguardo a que se canse y se separe y, cuando lo hace, no espero ni un segundo más. Es hora de dejar las cosas claras de una vez por todas.

—Voy a marcharme, lord Kenan.

Él me observa. Se pasa los dedos de manera pensativa por la barba que puebla su mentón. Nunca me he parado a pensar cuántos años me saca. Más de quince, seguro. Quizá veinte. Los mismos que cuando me recogió de la calle para meterme en una habitación y quitarme lo poco que me quedaba.

—¿Otros clientes que atender? —murmura, como si no hubiera entendido bien mi frase—. Soy el propietario de este sitio, nadie tiene por qué interrumpirnos si yo no…

—Me voy del prostíbulo. Me marcho de este lugar. Hoy. Ahora.

Lord Kenan parece sorprendido de que me atreva a cortarle a mitad de la frase. Cuando alzo la cabeza, casi pienso que esto será suficiente y por fin comprenderá que no puede seguir reteniéndome y me dejará marchar.

Sonríe, y sé que no será tan fácil.

Su mano me vuelve a tomar el rostro antes de que pueda hacer nada por evitarlo. Sólo que esta vez no es brusco. Es dulce, tierno. Y eso es casi peor que la violencia que a menudo emplea. Cuando hace esto, cuando sonríe, cuando me acaricia como si de verdad me tuviera algún cariño, más peligroso resulta. Siempre parece seguro de sí mismo. Siempre está seguro de sí mismo. Su caricia toca mi mejilla, repasando la marca roja de la bofetada que el primer hombre de la noche me propinó. Luego roza mi labio, donde aún siento una pequeña herida ocasionada por el tercero, que mordió demasiado fuerte. Si me paso la lengua por la zona, aún puedo saborear la sangre.

Lo mismo noche tras noche. Estoy harta. Harta. Harta de cuerpos desconocidos, de ser una muñeca, de que me usen para tirarme, de que me tiren para usarme. Estoy harta de no poder soñar con la luz del sol ni el mundo más allá de esta cama. Estoy harta de desgastar mis manos y mi piel al frotar mi cuerpo con jabón en un intento de sentirme menos sucia. En un intento de borrar el tacto de todas esas personas, el sabor de todos esos cuerpos.

No quiero seguir aquí.

No puedo seguir aquí.

No voy a seguir aquí.

—Te vas a ir… —repite Kenan con tranquilidad. Sigue teniendo esa sonrisa en los labios que me hace enfurecer. Me llena de rabia porque se ríe de mí y de mis aspiraciones. Del hecho de que quiera una vida más allá de… esto—. Juraría que ya lo hemos hablado, ¿verdad, florecilla?

Odio que me llame así. No soy ninguna florecilla. No soy, mucho menos, su florecilla. Soy una mujer. Soy una persona. No soy su juguete ni una planta que observar y regar para poder contemplarla a todas horas y luego deshojarla. Aunque a mí ya me han quitado todos los pétalos.

—¿Dónde vas a ir, mi pequeña? Aquí te cuidamos. Te damos un techo, te alimentamos, te salvamos de la calle y del frío… ¿Cuál es la alternativa para una chica como tú ahí fuera? Sin propiedades, sin familia, sin dinero… Harás lo mismo, cobrando menos y en cualquier callejón. Además, eso sería tan desagradecido, Lynne… ¿Quién te sacó de la necesidad cuando eras una niña huesuda y perdida, una ladrona que ni siquiera podía llevarse a la boca más que un par de migajas al día? ¿Quién te ha convertido en la muchacha brillante y hermosa que eres? ¿Y todo a cambio de qué? ¿Unas horas dejando que todos disfrutemos de tu belleza?

Intento que mi voluntad no se quiebre esta vez. Es cierto: ya lo hemos hablado. Ya he querido salir de aquí antes. Pero ese discurso siempre me ha mantenido atada a este sitio. Me llena de miedo volver a la vida que tenía. Al hambre, a la oscuridad, al frío, a la inanición. Estuve a punto de morir muchas veces vagando sola por las calles.

Y más allá de eso, me da miedo descubrir que no puedo ser más que un par de piernas abiertas.

Pero no voy a dejar que esta vez me amedrente. No. Puedo hacer grandes cosas. Si me esfuerzo, puedo ser la dueña de mi vida. Puedo montar mi propio negocio, igual que en su día lo tuvo mi padre, antes de morir. Quizá no en Silfos, donde las mujeres no tenemos opciones, y mucho menos las tendré yo, habiendo sido una prostituta. Pero Marabilia es un continente grande: las buscaré en otros países y, si no las encuentro, viajaré hasta otros continentes de ser necesario. He leído que más allá de nuestros mares una mujer puede ser todo lo que desee ser.

Voy a luchar. Tengo que luchar.

—Quiero vivir mi vida, lord Kenan. —Aparto la cara de su mano. Él entrecierra los ojos—. Agradezco que me sacarais de la calle, pero no quiero pudrirme en este lugar el resto de mi existencia.

—Muchacha, ¿qué vida esperas tener? ¿Qué quieres? ¿Algún caballero que se enamore perdidamente de ti y te dé una hermosa familia? —Mi jefe ríe, burlándose, como si no hubiera idea más absurda—. ¿No has conocido hombres suficientes entre estas paredes para saber qué es lo que te espera? —Abro la boca, pero él me vuelve a coger la cara, y esta vez no tiene nada de delicado. Lo hace con tanta fuerza que me duele—. A las putas no se las quiere, Lynne. Nunca serás más que eso para nadie.

Cojo aire con dificultad. Está equivocado. Yo no quiero ninguna familia ni ningún hombre que me la dé. Si tiene razón en algo es en que he visto cómo son. Aquí han venido de todo tipo: solteros, casados, con una docena de hijos… Todos a lo mismo. No aspiro a que nadie me quiera. No aspiro tampoco a querer a nadie. Quizá no pudiese hacerlo aunque quisiera, porque hace mucho que se me olvidó lo que era sentir cariño.

Para mí, el amor es un cuento más de otros lugares lejanos. Ni lo quiero ni lo espero, por hermoso que parezca en historias que les suceden a otros. Yo sólo ansío vivir mi vida. Ser independiente. Quiero ganar mi dinero de una manera honrada y ver lo que el mundo puede depararme.

—No quiero ningún hombre. No lo necesito.

La carcajada de Kenan resuena por todo el cuarto.

—¡Oh, florecilla! ¿Tan poco has aprendido? ¿Tan mal te he enseñado? ¿De verdad tienes esperanzas de algo así? Me temo que has leído demasiadas historias de exóticos países al otro lado del océano. Aquí las mujeres no sois reinas, ni tenéis derechos más allá de dar a luz a nuestros hijos. No valéis nada sin un hombre que os proteja. ¿Y quién te va a proteger a ti si no lo hago yo?

Es más de lo que puedo soportar. No aguanto que ante sus ojos —y ante los de muchos otros— no seamos más que ganado que marcar. Para los hombres como él, las mujeres somos una herramienta: sólo estamos aquí para que nos usen y después parir, para perpetuar el orden que ellos han creado una generación tras otra.

Esa no va a ser mi vida. No hasta que yo decida que quiera tener hijos, si es que algún día quiero tenerlos. Y, desde luego, no serán los hijos de ningún capullo que me embarace en este maldito lugar.

Me aparto de él con brusquedad y me levanto, orgullosa incluso en mi desnudez. Alzo la barbilla como si pretendiera medir mi mirada con la suya, pese a que él es mucho más alto que yo.

—Me marcho —repito, sin más.

Paso por su lado para recoger mi vestido…

Antes de que pueda dar un paso, él me agarra de la muñeca. Con tanta fuerza, clavando sus uñas en mi piel, que dejo escapar un gemido de dolor. No es nada comparado con la brusquedad con la que tira de mí y me hace caer de nuevo en la cama, mi espalda chocando duramente contra el colchón, arrebatándome el aliento. Intento incorporarme, pero él ya está encima de mí, presionando su cuerpo contra el mío, sus piernas apretando las mías para que no pueda patalear. Una vez más, su mano coge mi cara y, cuando intento sacudirme, cae el golpe: la bofetada es tan fuerte que me deja mareada.

La ansiedad llega. El terror llega.

Aún sigo aturdida cuando me obliga a mirarlo.

—Eres mía, florecilla. Mía y de este lugar.

Me besa con brusquedad y yo gimo en protesta. Que lo deje. Que me deje. Que se aparte. Que me suelte.

Su mano en mi pierna me obliga a separarla.

No.

No.

Siento el dolor cuando se impulsa dentro de mí. Aprieto los dientes, mientras él embiste, rompiéndome una vez más.

He perdido la cuenta de las veces que ha pasado esto.

No puedo más.

Dejo que crea que me tiene. Dejo que crea que me puede follar de nuevo. Que me quedaré a su lado. Hasta le dedico unos gemidos. Hasta le pido perdón. Hasta me aferro a él con una mano.

La otra corre por el colchón. Busca bajo la almohada.

Encuentra.

Cuando clavo el puñal en su espalda, lo hago sin dudas. Con fuerza. Con desesperación. Con la seguridad de que esto es lo único que puedo hacer si quiero huir y que este hombre no me persiga hasta el fin de sus días.

El primer gemido de sorpresa llega contra mi boca, pero eso no me detiene. Lo aprieto contra mí, abrazándolo para que no pueda separarse. Segunda puñalada. Tercera. Sus fuerzas flaquean y yo aprovecho ese momento para apartarle con rapidez, haciéndole caer como un peso muerto en la cama. Aún vive y me mira con los ojos muy abiertos. Su camisa está empapada de sangre.

No me quedo a ver cómo muere.

Con rapidez, recojo mi ropa interior y mi vestido del suelo, vistiéndome con tanta premura como puedo. Ni siquiera ato las cintas a mi espalda para no perder tiempo. Kenan gime detrás de mí, intentando sobrevivir, intentando pedir auxilio; no encuentra la voz ni para gritar de verdad. Aun así, puede que alguien lo oiga y venga a ver qué sucede.

Cojo la pequeña alforja en la que había metido todo lo necesario para mi marcha y miro atrás, al cuerpo que deja las sábanas blancas manchadas de carmín. Su rostro está contorsionado en una mueca de dolor y se agarra a la ropa de cama con desesperación, mascullando una súplica.

—Te dije que me iría de aquí —le susurro.

Abro la ventana. Ni siquiera vuelvo a mirar a Kenan. Ni siquiera me preocupo de cuánto tiempo agonizará hasta que finalmente se rinda y muera.

Armándome de valor, doy el salto hacia mi libertad.

Arthmael

Arthmael

Puede que Duan no sea el mejor lugar de este mundo, pero lo voy a echar de menos. Quizá por eso me permito detenerme a beber a la salud de la capital de Silfos y de sus habitantes. Mi idea era deleitarme con una jarra, pero, al pensar en la sed que me va a dar en el camino, al final decido que sean tres.

Cuando me pongo en marcha, la noche ya está bien avanzada.

Sé que las puertas de la ciudad están cerradas a estas horas, así que me propongo utilizar un pasadizo del que mi padre me habló hace muchos años. Por supuesto, conozco estas calles como la palma de mi mano y he tenido entre los dedos muchas veces los planos de cuando la capital se levantó. Murallas fuertes, altas como gigantes, para ver alrededor. Entonces no había casas rodeándolas, pero la población ha aumentado y algunas chozas se ocultan bajo su sombra para protegerse, aunque según las historias hace siglos que Silfos no vive una guerra. El último gran desastre que se conoce fue la Rebelión de los Panes hace más de cincuenta años, en la que los panaderos de la ciudad «persuadieron» al rey para que bajara los impuestos sobre la harina. Para ello, mezclaron con la masa una planta que mantuvo a la nobleza suelta de vientre durante una semana entera. ¿Honorable? Puede que no. Pero consiguieron lo que querían. Desde entonces, el oficio de catador ha estado muy demandado.

Abandono los pensamientos sobre aquella revuelta antes de que me entre hambre y canturreo entre dientes el himno de mi país, como si lo que comienzo fuese una cruzada por su gloria, y me siento un poco más… heroico. O quizás el alcohol se me haya subido a la cabeza.

Tal vez por eso no la oigo venir antes de doblar la esquina.

Tal vez por eso, cuando choca conmigo, me deja sin aire y me tira al suelo, placándome con la fuerza de su carrera. Trato de agarrarme y mi mano se enreda en un brazo. Ambos caemos duramente al suelo y la cabeza empieza a darme vueltas al chocar contra la piedra.

Digno de leyenda, Arthmael: buen comienzo.

Me froto el cogote y entreabro los ojos con un gemido. A la luz de la luna y de algunas de las casas que nos rodean, incluyendo una ruidosa taberna que tiene la puerta abierta, un rostro me observa desde arriba, con las puntas de los cabellos haciéndome cosquillas en la cara. No puedo evitar sonreír. Mi mano está en la espalda de una muchacha que jadea sobre mí. Normalmente no suelen hacerlo hasta que les levanto la falda, pero no me quejaré. Me doy cuenta de que no lleva el vestido abrochado y mis dedos tocan piel cálida. Al bajar la vista, veo la forma de sus pechos tentándome contra el escote de un vestido que se abre en contra de su voluntad.

—Hola, hola —me descubro diciendo, y no sé si es un saludo para ella o para las dos amigas que parecen presentarse por sí mismas.

La joven se endereza. Mi mano cae un poco de su espalda. Me observa y, en la penumbra de la noche, entrecierra los ojos.

—¿El príncipe? —murmura, casi incrédula.

Estúpido Jacques. Todo el mundo me conoce. Incluso las chicas a las que estoy seguro de no haber visto nunca antes. Me acordaría si así fuera.

—Veo que la fama me precede. —Le dedico una sonrisa de un montón de dientes—. Y pese a que no suelo pedirles a las damas que se levanten en mi presencia, me parece que este no es el sitio más adecuado para seguir teniéndote encima.

Aunque si quiere, hay un callejón cerca lo suficientemente oscuro como para aceptar ponerla contra la pared.

Ella obedece sin palabras y se levanta. Se arregla el vestido como puede, atándoselo, y yo casi me siento desilusionado. Estoy seguro de que podríamos haber aprovechado la situación de una forma satisfactoria para ambas partes. Una especie de despedida de la ciudad por todo lo alto.

O por todo lo bajo, para ser más exactos.

Me levanto, sacudiéndome el polvo y la tierra de la ropa. Ella me observa con detenimiento. Obviamente, no habrá podido evitar fijarse en lo apuesto que soy.

—¿Haríais algo por una pobre y desamparada muchacha, oh, mi buen príncipe?

Eso tiene que contar como una petición oficial de ayuda.

Mi primera dama en apuros.

Qué emocionante.

—¡Por supuesto! —contesto, haciendo una reverencia—. ¡Que nadie diga que Arthmael de Silfos no es un hombre bondadoso y noble que se preocupa por su pueblo! —Miro alrededor y constato que estamos solos, aunque nunca se sabe quién puede estar cerca. Muchos rumores empiezan por eso de que alguien oyó a alguien decir algo—. Dime, pues, ¿qué puedo hacer por una joven tan agraciada? ¿Escoltarte a casa? ¿Algún malhechor ha amenazado tu honra, princesa?

Ella alza una ceja. Espero que la expresión de escepticismo tenga que ver con la inexistencia de su virginidad y no con mi declamación. La fantasía que se está desarrollando en una parte de mi mente sería un poco más incómoda de no ser así.

—Tu capa —me impone, extendiendo la mano. De alguna calle cercana llegan gritos y pasos apresurados que parecen poner nerviosa a mi acompañante—. ¡Dámela!

Me gustaría pensar que sólo tiene frío, pero ni siquiera un honrado muchacho como yo puede ser tan inocente. Es sospechoso. Y seguro que nadie ha pasado a la historia por regalar una capa. A menos que fuera de ortigas y causara una urticaria y, posteriormente, una guerra. Titubeo. Me gusta mi capa. Arthmael de la Cálida Capa. No me suena tan mal cuando lo repito en mi mente e, incluso, cuando lo susurro. Suena a rey amable, que da cobijo a sus súbditos entre sus brazos protectores. O que sólo lleva la capa y es tan caliente que no le hace falta nada más.

Arthmael de la Cálida Capa suena mejor que Arthmael el Nunca Coronado.

Decido que no puede hacer daño y me la quito para tendérsela, aunque no me haya tratado con el respeto que alguien de mi posición merece. Soy misericordioso con los pobres.

Ella ni siquiera me da las gracias; se la pone de inmediato y esconde el rostro entre las sombras de la capucha. Más sonidos de pisadas y carrera, y los puntos de luz de unas antorchas en el entramado de callejuelas. Algo sorprendido, me quedo quieto, viendo cómo se acercan.

—¡Vosotros id por allá! —grita una voz que me pone alerta. Están buscando a alguien.

Antes de que pueda llegar a la conclusión de que buscan a mi compañera, ella me empuja con rudeza hacia el callejón en sombras. Mi espalda choca contra la pared de una casa y ella se aprieta contra mí. Me resulta difícil ver su expresión, pero siento su cuerpo tenso contra el mío, como si se preparase para saltar. Tiene cierto aire de gata. No me importaría que me clavara las uñas en la espalda mientras ronronea bajo mi mano.

Soy un príncipe débil a los deseos de la carne.

—Oye, muchacha…

Su mano sobre mi boca me acalla de inmediato.

—¿Un príncipe inmensamente preocupado por su pueblo, has dicho? ¿Que me escoltarías a casa? Pues puedes empezar por guiarme hasta la manera más fácil, rápida y con menos vigilancia de salir de esta maldita ciudad. Y puedes empezar ahora mismo.

Parpadeo, incapaz de hablar contra su palma, y ella me suelta. Qué adorable, intentando portarse como una chica mala. Me pregunto qué habrá hecho. ¿Robar en una casa? ¿Seducir al hombre equivocado? Puede haber mujeres muy territoriales, cuando se trata de sus maridos. Y una esposa despechada es tan peligrosa como un dragón que lleva una semana sin comer. Puede que incluso peor. Ellas saben apuntar con la rodilla a donde más duele.

—Dejemos claro, en primer lugar, que no recibo órdenes, y menos de plebeyas. Y, en segundo lugar, no soy idiota: es obvio que has hecho algo malo y sería contraproducente para la reputación que intento labrarme. Algo me dice que debería apresarte y llevarte ante los guardias, y prepararme para recibir felicitaciones de todos por mi hazaña. —Me cruzo de brazos—. Así que, a menos que haya que limpiar tu honor porque has sido injustamente acusada de un crimen, te recomiendo que no me hagas perder el tiempo. Ah, y devuélveme mi capa: es mi preferida.

No sé de dónde lo saca. Supongo que tiene un bolsillo en el vestido y una mano sorprendentemente rápida. No sé nada, excepto que cuando me quiero dar cuenta tengo un puñal sobre el cuello.

Me concentro en no empezar a gritar como una niña.

—¿Te convence esto de que tu tiempo no es tan valioso como para ignorarme?

—¿Estás amenazando a tu príncipe? —pregunto con voz estrangulada—. ¡Deberías estar arrodillándote!

—Oh, y como protestes mucho, no me importará sumir a Silfos en la tristeza de tamaña pérdida.

Creo que está siendo sarcástica. Alzo una mano y, aunque ella aprieta el arma y hace una incómoda presión contra mi nuez, pongo un dedo en el filo e intento que la baje un poco. No le tiembla la mano, pero estoy seguro de que puede darme un buen disgusto como no tenga cuidado.

—Está bien —concedo. Y rezo para que nadie, jamás, se entere de que en mi primera noche fuera de casa he sido asaltado y hecho prisionero por una muchacha que apenas me llega a la altura de los ojos y que, además, debe de pesar la mitad que yo.

Arthmael el Humillado. Tú sí que eres material digno de mitos.

Por el rabillo del ojo veo una luz que se acerca. Contra mí, la muchacha vuelve a tensarse. Creo que hace una mueca.

Y después, el beso.

Me coge de la camisa y me obliga a inclinarme. El cuchillo sigue sobre mi garganta, pero casi parece que deje de importar mientras, apasionada, cubre mis labios con los suyos. Su pierna se enreda con la mía; su falda se alza. Con la mano, guía mi propia mano hasta su muslo. Podría acostumbrarme a que amenacen mi vida si va a ser así todas las veces. Ella se pega todavía más y me mete la lengua en la boca cuando, por entre las pestañas, veo que una antorcha se acerca. Nos iluminan, más a mí que a ella, que sigue cubierta con mi capa. Subo los dedos hasta su trasero y termino de pegarla a mí y a mi entrepierna. Con o sin arma en la mano, puede hacerme lo que desee. Seguro que nunca ha tenido la oportunidad de jugar con la espada de un príncipe.

Ella se separa cuando la oscuridad vuelve a nuestro callejón. Se detiene tan bruscamente que yo no puedo evitar abrir y cerrar las manos, consciente de que ya no tengo nada que agarrar. Jadeo, y me doy cuenta de que aún siento la presión del filo en el cuello. ¿Ya está? ¿He sido utilizado para un fin práctico? ¿Me piensa dejar así, a medias, con el familiar cosquilleo en el estómago y la sangre sin poder llegarme al cerebro?

¿Qué clase de criatura inhumana y cruel es esta?

—La salida —me espeta—. Rápido.

Zorra.

—Soy el príncipe, pero me temo que eso no me da derecho a pedir que me abran las puertas de la ciudad por un capricho —mascullo.

Me paso la lengua por los labios. Es como si todavía me besara. No es ninguna inexperta, eso seguro. Entrecierro los ojos, y apuesto a que tendría alguna clase de sospecha si pudiera pensar en otra cosa que no fuera levantarle la falda. O en que me escuece la piel del cuello. Creo que he empezado a sangrar.

—¿Me vas a decir que no hay pasadizos? —inquiere, suspicaz—. ¿Alguna salida que no pase por la puerta? Eso dejaría la ciudad indefensa si trataran de asediarnos.

—Claro que los hay, pero se supone que son secretos, por lo que comprenderás que no puedo llevarte allí.

No, no lo entiende. Lo sé porque hasta sus ojos parecen relucir en la oscuridad. Contengo el aliento cuando aprieta su rodilla contra mis calzas en señal de advertencia. Ese único gesto me pone más nervioso que el puñal mismo. Creo que el color abandona toda mi cara.

—De acuerdo —accedo, justo antes de que se aparte un paso y yo me cubra, protector. Está loca. Mejor darle la razón hasta perderla de vista—. Se halla cerca —prosigo, haciendo un ademán descuidado en la dirección en la que me dirigía antes de que ella chocara conmigo.

—Pues vas a ser un buen príncipe y vas a guiarme hasta allí. Y después olvidarás haberme visto.

Ese último punto parece el más difícil de cumplir, dado el estado en el que me ha dejado. A menos, claro, que vaya a ofrecerme desahogo por las molestias.

—¿El beso también tengo que olvidarlo? Porque la verdad es que ha estado bastante bien y…

La muchacha resopla y dice algo sobre con qué pensamos normalmente los hombres.

—Te daré otro si me llevas a ese pasadizo y guardas el pequeño secreto de mi huida.

No sé si su ofrecimiento será peor que la enfermedad, pero siempre he sido de la opinión de que hay que aceptar las oportunidades de la vida, y al menos así obtendré algo a cambio de un servicio que nadie debe saber que he llevado a cabo. Ayudar a los fugitivos no es una buena forma de ganarme el respeto de la gente honrada, aunque esté haciendo un bien a la comunidad: si no está aquí, no podrá hacer nada malo.

Curiosamente, ante mí, incluso con un objeto puntiagudo y cortante en la mano, no parece… mala. Sólo una fierecilla. Y, oh, me encantaría domarla. Las yeguas salvajes, al fin y al cabo, están para montarlas.

—¿Qué tal si apartas la daga? Te escoltaré como caballero que soy. —Al ver que no responde, añado—: Estarás a salvo, te doy mi palabra de príncipe.

—Del más rico al más pobre, la palabra de un hombre siempre vale lo mismo para mí: nada. —Doy un respingo y protesto cuando adelanta su mano libre y me arrebata la espada del cinto. De repente, me siento poco más que castrado—. Irás delante. Yo te sigo.

Farfullo algo, pero ella me hace un gesto con la cabeza y yo arrastro los pies para ponerme en camino. Espero que ese beso valga la pena. Espero, de pronto, todavía más preocupado, que no se le ocurra ir contando esta historia por ahí. Eso sí que me destrozaría. Dejo escapar un quejido. Podría ponerle una trampa y guiarla hasta algún puesto de guardia, pero eso tampoco ayudaría a mi situación. Me convertiría en el príncipe más cobarde de Marabilia, indigno de la corona. Por todo el país, el continente, el mundo, se relataría el cuento del idiota que se dejó desarmar por una muchacha cualquiera. Hasta Ivy de Dione se reiría de mí, y no habría ni boda ni corona…, sólo vergüenza suficiente para no volver a aparecer en público.

Viendo que no tengo alternativa, la conduzco hasta el pasadizo. Está en un callejón, alejado de la parte más habitada de la ciudad. Me agacho, tiro de una anilla de hierro tras apartar un adoquín que sé que está suelto y, no sin esfuerzo, descubro una entrada negra como la boca de un monstruo en la que unas escaleras parecen descender hasta las mismísimas entrañas de la tierra.

—Ahí lo tienes —anuncio con voz neutra.

Ella titubea un instante.

—Gracias —dice al fin. Me tiende la espada, que yo cojo con un gruñido. Cuando la vuelvo a envainar, me siento completo de nuevo.

—Mi capa también —le recuerdo.

La chica no parece contenta con eso.

—Este pasadizo me sacará de la ciudad, ¿verdad?

Pongo los ojos en blanco. No, te llevará justo a los aposentos del rey.

—Termina al lado del río, sí.

Hay unos segundos de silencio, que me parecen eternos, mientras ella forcejea con la capa antes de lograr quitársela. La alcanzo cuando me la tiende.

—¿Qué has hecho? —me atrevo a preguntar. No tiene nada que ver conmigo, pero me puede la curiosidad.

—Cuanto menos sepas, mejor; así, si alguien pide audiencia en palacio clamando justicia y buscándome, ni siquiera sabrás que he sido yo y te ahorrarás sentirte culpable. Gracias por tu ayuda.

No es cierto. En el caso improbable de que estuviera aquí para esa audiencia, y en el caso todavía más improbable de que me interesase estar presente en ella, sabría lo que habría pasado. ¿Acaso se cree que no sé sumar dos y dos?

Sin mirarme dos veces, se introduce en el pasadizo.

Yo me quedo quieto un instante, indeciso, antes de asomarme dentro. Su silueta es sólo una mancha más en el tramo de escalones que desciende. Creo que tiene la mano pegada a una pared.

—¡Te has olvidado de mi beso! —le recuerdo.

Ella se detiene. Creo que se gira.

—¿Me vas a seguir para que te dé un beso? —Yo bajo un par de escalones y tanteo la entrada para cerrar el hueco—. Hasta donde yo tenía entendido, el príncipe Arthmael no es ningún necesitado.

Nos quedamos completamente a oscuras cuando empujo el portillo de nuevo a su sitio. No soy capaz de ver nada, ni siquiera mis propias manos. No habría mucha diferencia entre esto y cerrar los ojos. Busco la pared con mi palma y la encuentro. Una capa de polvo y suciedad se me adhiere al instante a la piel. Huele a humedad, a tierra y a podrido, como si algo se estuviera descomponiendo ahí abajo.

—En realidad, vamos en la misma dirección, así que he pensado que quizá podríamos divertirnos un poco por el camino. Te ofrecería conversación, pero no pareces muy habladora.