Portada: Lo que hizo Katy. Susan Coolidge
Portadilla: Lo que hizo Katy. Susan Coolidge

 

Edición en formato digital: noviembre de 2018

 

Título original: What Katy Did

En cubierta: Design and art direction by Bekki Guyatt-LBBG

© Illustration by Quino Marín

© De la traducción, Raquel G. Rojas

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17624-22-4

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

1 Los pequeños Carr

2 El Paraíso

3 Día de enredos

4 La mazmorra tenebrosa

5 En el pajar

6 Amigas íntimas

7 La visita de la prima Helen

8 Mañana

9 Días de desaliento

10 Papá Noel y San Valentín

11 Una nueva lección

12 Dos años después

13 Por fin

CAPÍTULO 1

Los pequeños Carr

Un día, no hace mucho tiempo, estaba yo sentada en la pradera, en un paraje por donde corría un pequeño arroyo. Hacía calor. El cielo era muy azul y había nubes blancas, como gigantescos cisnes, que lo surcaban de un lado a otro. Justo delante de mí, entre un matorral de juncos verdes con oscuras y aterciopeladas espigas, se elevaba una única flor de lobelia roja para inclinarse luego sobre el arroyo, como si quisiera ver su hermoso rostro reflejado en el agua, aunque no parecía vanidosa.

La estampa era tan encantadora que me quedé un buen rato allí sentada, deleitándome con ella. De pronto, a mi lado, dos vocecillas empezaron a hablar, o a cantar, no sabría decirlo con exactitud. Una de ellas era aguda; la otra, un poco más grave, sonaba firme y contrariada. Era evidente que discutían, pues no dejaban de repetir las mismas palabras una y otra vez:

—Lo hizo Katy.

—No lo hizo Katy.

—Lo hizo.

—No lo hizo.

—Lo hizo.

—No lo hizo.

—Sí.

—No.

Creo que lo dijeron al menos cien veces.

Me levanté para tratar de localizar a tales oradores y, en efecto, allí mismo, sobre una de las espigas de espadaña, descubrí dos diminutas criaturas de color verde claro. Al parecer no veían muy bien, pues ambas llevaban anteojos negros. Tenían seis patas cada una: dos cortas, otras dos no tan cortas y dos más muy largas. Estas últimas se doblaban como el compás de la capota de una calesa, entonces, mientras las observaba, empezaron a desplazarse por el junco y comprobé que se movían igual que un viejo tílburi. De hecho, si no hubiera sido yo tan grande en comparación, creo que las habría oído chirriar mientras avanzaban. En el tiempo que estuve allí, no dijeron nada, pero en cuanto me di la vuelta empezaron a pelearse otra vez y en los mismos términos que antes:

—Lo hizo Katy.

—No lo hizo Katy.

—Lo hizo.

—No lo hizo.

De camino a casa, me puse a pensar en otra Katy, una que conocí una vez, que siempre planeaba hacer un montón de cosas fantásticas y al final no hizo ninguna de ellas sino algo muy diferente; algo que al principio no le gustaba en absoluto pero que, en conjunto, fue muchísimo mejor que cualquiera de esas cosas con las que había soñado. Y, según pensaba, este cuentecillo fue tomando forma en mi cabeza y decidí escribirlo para vosotros. Así lo he hecho y, en recuerdo de mis dos pequeños amigos de los juncos, le he puesto este título. Esta es la historia de Lo que hizo Katy.

 

 

Katy se llamaba Katy Carr. Vivía en Burnet, que entonces no era un pueblo muy grande, pero crecía tan rápido como podía. Su casa estaba a las afueras del pueblo. Era una casa grande y cuadrada, blanca, con persianas verdes y un porche en la parte delantera sobre el cual las rosas y las clemátides formaban un espeso enramado. Cuatro grandes algarrobos daban sombra al camino de grava que conducía a la puerta principal. A un lado de la casa había un huerto; al otro, una leñera, un establo y un nevero. Detrás, el jardín al que daba la cocina se extendía hacia el sur, y más allá había un prado con un arroyo, nogales y cuatro vacas, dos pardas, una rubia con cuernos afilados enfundados con estaño y una blanca muy bonita llamada Daisy.

Los hermanos Carr eran seis: cuatro chicas y dos chicos. Katy, la mayor, tenía doce años; Phil, el más pequeño, cuatro, y los demás eran de edades intermedias.

El doctor Carr, su padre, era un hombre bueno y afable, pero muy ocupado, que se pasaba todo el día fuera de casa, a veces también toda la noche, cuidando a personas enfermas. Los niños no tenían madre. Había muerto cuando Phil era un bebé, cuatro años antes de que empezara esta historia. Katy la recordaba muy bien; para el resto no era más que un nombre dulce y triste que se mencionaba los domingos, y en sus oraciones, o cuando su padre se mostraba especialmente tierno y solemne.

En lugar de su madre, de la que se acordaban tan poco, estaba la tía Izzie, la hermana de su padre, que vino a cuidar de ellos cuando su madre emprendió aquel largo viaje del que, durante tantos meses, los pequeños estuvieron esperando que regresara. La tía Izzie era una mujer menuda, delgada y de rostro afilado, un poco aviejada y muy pulcra y exigente para todo. Intentaba ser amable con los niños, pero la desconcertaban demasiado porque no se parecían ni una pizca a ella cuando era pequeña. La tía Izzie había sido una chiquilla discreta y ordenada a la que le encantaba sentarse como lo hacía aquella niña de la canción infantil, en la sala con su labor de costura, y que los adultos le acariciaran la cabeza y le dijeran que era una buena chica. Katy, sin embargo, se desgarraba el vestido todos los días, odiaba coser y le traía sin cuidado que la considerasen «buena», mientras que Clover y Elsie salían corriendo espantadas como potrillos inquietos cuando alguien intentaba acariciarles la cabeza. Para la tía Izzie aquello era insólito y le costaba perdonarles a los niños que fueran tan «incomprensibles» y tan poco semejantes a los niños y niñas que recordaba de la escuela dominical y que eran los chiquillos que más le gustaban y a los que mejor entendía.

El doctor Carr era otra persona que le preocupaba. Quería que los niños crecieran fuertes y resueltos; por eso los animaba a trepar y a divertirse con juegos rudos a pesar de que acababan llenos de magulladuras y con la ropa hecha jirones. De hecho, solo había media hora al día en la que la tía Izzie estaba realmente satisfecha con su labor: la media hora antes del desayuno, en la que había establecido como norma que todos debían permanecer sentados y aprender un versículo de la Biblia cada mañana. En ese momento, los miraba con ojos complacidos; estaban todos impecables, con sus chaquetas bien cepilladas y el pelo tan bien arreglado. Pero en cuanto sonaba la campana, se acababa su descanso. Desde ese instante, se volvían, como ella decía, «no presentables». Los vecinos la compadecían mucho. Solían contar las sesenta perneras blancas y tiesas de las calzas que tendía a secar cada lunes por la mañana y comentaban entre ellos la impresión que daba la colada de aquellos niños y cuánto esfuerzo debía de suponer para la pobre señorita Carr mantenerlos limpios. Pero la pobre señorita Carr no pensaba que fueran limpios en absoluto; eso era lo peor.

«¡Clover, sube a lavarte las manos!». «¡Dorry, recoge tu sombrero del suelo y cuélgalo en el clavo! En ese no... ¡En el tercero desde la esquina!». Cosas así eran las que la tía Izzie se pasaba el día diciendo. Los niños le hacían bastante caso, pero no puede decirse exactamente que la quisieran, me temo. Siempre la llamaban «tía Izzie»; nunca «tita». Los niños entenderán lo que eso significa.

Quiero presentaros a los pequeños Carr y me parece que no tendría mejor oportunidad para hacerlo que en el día en que cinco de los seis estaban encaramados en lo alto del nevero, como polluelos en el palo de un gallinero. El nevero era uno de sus sitios preferidos. No era más que un tejadillo bajo sobre un agujero en el suelo, y, como quedaba en medio de un lateral del patio, a los niños siempre les parecía que el camino más corto para llegar a cualquier parte era cruzarlo por encima. También les gustaba sentarse en el caballete y luego, sin levantarse, dejarse caer despacio sobre las cálidas tablillas hasta llegar al suelo. Aquello era malo para sus zapatos y sus pantalones, desde luego, pero ¿y qué? Los zapatos y los pantalones, y la ropa en general, eran asunto de la tía Izzie; lo suyo era deslizarse y pasarlo bien.

Clover, que seguía en edad a Katy, estaba sentada en el medio. Era una niña hermosa y dulce, con gruesas trenzas de cabello castaño claro y ojos miopes y azules que parecían estar siempre a punto de echarse a llorar. En realidad, Clover era la criaturita más alegre del mundo; pero esos ojos y su vocecilla suave y arrulladora hacían que la gente sintiera ganas de acariciarla y de ponerse de su parte. Una vez, cuando era muy pequeña, salió corriendo con la muñeca de Katy y, cuando esta empezó a perseguirla para intentar recuperarla, Clover se aferró a ella y no quería soltarla. El doctor Carr, que no estaba prestándoles mucha atención, solo oyó el tono lastimero de la voz de Clover cuando decía: «¡No! ¡Quiero la muñeca!», y, sin pararse a averiguar nada más, gritó bruscamente: «¡Qué vergüenza, Katy! Devuélvele a tu hermana su muñeca ahora mismo!»; cosa que Katy hizo, muy sorprendida, mientras Clover ronroneaba triunfante como un gatito satisfecho. Clover era risueña y de buen carácter, un poco indolente y muy modesta, aunque, de hecho, se le daba bastante bien cualquier tipo de juego; también era muy graciosa y divertida, de una forma discreta. Todo el mundo la adoraba y ella adoraba a todo el mundo, sobre todo a Katy, a quien consideraba una de las personas más sabias de la tierra.

El pequeño Phil estaba sentado en el tejadillo junto a Clover, que lo sujetaba firmemente rodeándolo con un brazo. Luego estaba Elsie, una niña delgada y morena de ocho años, con hermosos ojos oscuros y la cabecita llena de rizos cortos y apretados. La pobre Elsie parecía no encontrar su sitio entre los hermanos Carr; no terminaba de encajar ni con las mayores ni con los pequeños. Lo que más deseaba Elsie, con todo su corazón, era que la dejasen ir siempre por ahí con Katy y con Clover y con Cecy Hall, y compartir sus confidencias y que le permitiesen dejar notitas en los buzones que siempre estaban escondiendo en toda clase de lugares secretos. Pero estas no querían que Elsie fuese con ellas y solían decirle que se fuera «a jugar con los niños», cosa que le dolía en lo más hondo. Y, cuando no se iba, lamento decir que eran ellas las que la rehuían y, como tenían las piernas más largas, les resultaba fácil. La pobre Elsie, que entonces se quedaba sola, lloraba con amargura pero, como era demasiado orgullosa para jugar mucho rato con Dorry y con John, su principal consuelo era seguir la pista de las mayores y descubrir sus misterios, sobre todo los buzones, que eran su mayor agravio. Su vista era aguda y ágil como la de un pájaro. Buscaba y rebuscaba, las seguía y las observaba hasta que, al fin, en algún insólito e inesperado lugar, en la horqueta de un árbol, en mitad de la esparraguera o, quizá, en el peldaño más alto de la escalera de mano, descubría la pequeña caja de cartón con su cargamento de cartitas que siempre terminaban igual: «Asegúrate de que Elsie no se entere». Entonces cogía la caja y, cuando llegaba adondequiera que estuviesen las otras, la tiraba al suelo y exclamaba, desafiante: «¡Aquí tenéis vuestro estúpido buzón!», pero al mismo tiempo tenía ganas de llorar. ¡Pobrecita Elsie!

En casi todas las familias numerosas hay uno de los niños que se queda un poco apartado. Katy, que tenía los planes más fantásticos para convertirse en una entregada «heroína», no veía, en su errática despreocupación, que ahí mismo, con su desamparada hermana pequeña, tenía esa oportunidad que tanto ansiaba de reconfortar a alguien que necesitaba mucho consuelo. Ella nunca se dio cuenta, y el compungido corazón de Elsie no encontró alivio.

Dorry y Joanna estaban sentados en los extremos del caballete. Dorry tenía seis años, era un niño mofletudo y pálido, con una expresión bastante solemne, y llevaba la manga de la chaqueta manchada de melaza. Joanna, a quien sus hermanos llamaban «John» o «Johnnie», era una espléndida y robusta muchachita, un año menor que Dorry; tenía grandes ojos de mirada valiente y una boca ancha y rosada siempre dispuesta a reír. Los dos eran muy buenos amigos, aunque Dorry parecía una niña a la que hubiesen vestido por error con ropas de chico, y Johnnie un chico que, para divertirse, hubiera cogido prestado el vestido de su hermana. Pues bien, cuando estaban todos allí sentados, parloteando y riendo, se abrió la ventana del piso superior de la casa, oyeron un grito de júbilo y vieron asomarse a Katy. Llevaba en la mano un puñado de medias y las agitaba triunfante en el aire.

—¡Hurra! —exclamó—. Hemos terminado y la tía Izzie dice que podemos irnos. ¿Estáis cansados de esperar? No ha sido culpa mía, los agujeros eran enormes y se tarda un montón en coserlos. ¡Date prisa, Clover, ve a por las cosas! Cecy y yo bajamos enseguida.

Los niños se levantaron de buena gana y bajaron deslizándose por el tejadillo. Clover fue a buscar las cestas a la leñera. Elsie corrió a por su gatita. Dorry y John cargaron con dos grandes haces de ramas verdes. Cuando ya estaban listos, la puerta lateral se abrió de golpe y Katy y Cecy Hall salieron al patio.

Debo ahora hablaros de Cecy. Era muy amiga de los hermanos y vivía justo al lado. Sus patios estaban separados solo por un seto, sin puerta, y Cecy pasaba casi todo el día en casa del doctor Carr, así que era como una más de la familia. Era una muchacha pulcra y ordenada, de piel pálida y rosácea, de modales recatados y formales, con el cabello claro y brillante, que siempre tenía muy suave, y manos delgadas que nunca parecían ensuciarse. ¡Qué diferencia con mi pobre Katy!

Katy siempre llevaba el pelo enredado, no dejaba de engancharse los vestidos, que «se rompían solos», y, a pesar de su edad y su estatura, era tan descuidada e inocente como un niño de seis años. Katy era la chica más larguirucha que se hubiera visto. Qué hacía para crecer así, nadie lo sabía; pero ya le llegaba a la oreja a su padre y le sacaba media cabeza a la pobre tía Izzie. Cuando se paraba a pensar en su altura, se sentía muy torpe y le parecía que era todo piernas, brazos y articulaciones angulosas. Por suerte, tenía tantas otras cosas en la cabeza, planes, ideas y fantasías de todo tipo, que no le quedaba mucho tiempo para acordarse de lo alta que era. Era una niña cariñosa y dulce, a pesar de todos sus descuidos, y siempre tenía un montón de buenos propósitos, pero por desgracia nunca los cumplía. Experimentaba arrebatos de responsabilidad respecto a sus hermanos y quería darles un buen ejemplo, pero cuando llegaba el momento se le olvidaba hacerlo. A Katy los días se le pasaban volando, pues cuando no estaba estudiando la lección o cosiendo y zurciendo con la tía Izzie, cosa que odiaba en extremo, siempre había montones de planes maravillosos rondándole la cabeza y solo deseaba tener diez pares de manos para llevarlos a cabo.

Esta misma agitación hacía que siempre se metiera en líos. Le gustaba construir castillos en el aire y soñar con el día en que algo que hubiera hecho le valdría la fama y todo el mundo querría conocerla. No creo que hubiese decidido qué iba a ser eso tan maravilloso, pero mientras pensaba en ello a menudo se le olvidaba estudiar o atarse los cordones; entonces obtenía una mala calificación o la tía Izzie le regañaba. En esos momentos se consolaba diciéndose que, en poco tiempo, sería tan guapa, tan querida y tan afable como un ángel. Muchas cosas iban a sucederle a Katy antes de que llegara ese día. Sus ojos, que eran oscuros, se volverían azules; la nariz se le haría más larga y recta, y la boca, demasiado grande entonces para encajar en el papel de heroína, aún tenía que convertirse en una especie de pimpollo de rosa. Mientras, y hasta que aquellos encantadores cambios llegasen, Katy trataba de olvidarse de su aspecto tanto como podía, aunque creo que la persona que más envidiaba en el mundo era la señorita que aparecía en la etiqueta de las botellas de tricófero, con esa magnífica melena que le llegaba hasta el suelo.

CAPÍTULO 2

El Paraíso

El lugar al que iban los niños era una especie de soto pantanoso al final de un prado que había cerca de la casa. No era muy grande, pero lo parecía porque los árboles y matorrales crecían tan juntos que no se veía dónde terminaba. En invierno, el suelo estaba húmedo y fangoso y nadie iba por allí, excepto las vacas, a las que no les importa mojarse los pies; pero en verano no había tanta agua y era un sitio fresco y verde, lleno de cosas encantadoras, como rosas silvestres, sasafrases y nidos de pájaro. Estrechos y serpenteantes senderos lo recorrían aquí y allá, abiertos por el ganado cuando iba de un lado a otro. Los niños lo llamaban «el Paraíso», y para ellos era tan salvaje e interminable y repleto de aventuras como cualquier bosque del País de las Hadas.

Para ir al Paraíso había que cruzar una cerca de madera. Katy y Cecy la saltaron de un brinco y los más pequeños gatearon por debajo. Una vez pasada la cerca, se vieron en campo abierto y, todos a una, empezaron a correr hasta llegar a la entrada del bosquecillo. Entonces se detuvieron, con una extraña expresión de duda en el rostro. Siempre era emocionante volver al Paraíso por primera vez después del largo invierno. ¿Quién sabía lo que podían haber hecho las hadas mientras ellos no estaban allí para verlo?

—¿Por qué camino vamos? —preguntó Clover al fin.

—Podemos votar —propuso Katy—. Yo digo que por el Sendero del Peregrino y la Colina de la Dificultad.

—¡Yo también! —afirmó Clover, que siempre estaba de acuerdo con Katy.

—El Sendero de la Paz es bonito —sugirió Cecy.

—¡No, no! ¡Nosotros queremos ir por el Sendero de los Sasafrases! —gritaron John y Dorry.

Sin embargo, Katy, como de costumbre, se salió con la suya. Acordaron que irían primero por el Sendero del Peregrino y que luego explorarían con detalle la totalidad de su pequeño reino y verían todo lo que había ocurrido desde la última vez que estuvieron allí. Y así se pusieron en camino, con Katy y Cecy a la cabeza de la comitiva y Dorry, que aún arrastraba el enorme haz de ramas, cerrando la marcha.

—¡Ahí está nuestro querido rosal, sano y salvo! —gritaron los niños.

Se acercaban a lo alto de la Colina de la Dificultad, cuando vieron el prominente tocón del que salía, cimbreante, un rosal silvestre con nuevos brotes verdes. Este rosal era algo que los fascinaba. Siempre estaban inventando historias sobre él y vivían con el constante temor de que una vaca hambrienta se encaprichara del arbusto y se lo comiera.

—Sí —dijo Katy, al tiempo que acariciaba una hoja con el dedo—. Corrió un grave peligro una noche del invierno pasado, pero se salvó.

—¿Qué peligro? ¡Cuéntanoslo! —exclamaron los demás. Las historias de Katy eran famosas en la familia.

—Fue en Nochebuena —prosiguió ella con voz misteriosa—. El hada del rosal estaba muy enferma. Había pillado un tremendo resfriado, y el hada del álamo, que está justo ahí, le dijo que el té de sasafrás es muy bueno para los resfriados. Así que se bebió un capuchón de bellota entero, luego se acurrucó en el rincón más oscuro y mullido del bosque y se quedó dormida. En mitad de la noche, cuando ya roncaba a pleno pulmón, se oyó un ruido entre los árboles: un espantoso toro negro se acercaba al galope con ojos feroces. El toro vio nuestro pobre rosal y ya tenía abierta la gigantesca boca y estaba a punto de comérselo cuando un hombrecillo regordete, que llevaba una vara en la mano, apareció de pronto detrás del tocón. Era Papá Noel, por supuesto. Le dio tal azotaina al toro con su vara que el animal empezó a mugir como loco y luego levantó una pezuña para tocarse la nariz y comprobar si esta seguía allí o no. Aún la tenía, pero le dolía tanto que empezó a mugir otra vez y se fue corriendo tan rápido como pudo para esconderse en el bosque. Entonces Papá Noel despertó al hada y le dijo que, si no cuidaba mejor del rosal, tendría que poner a otra hada en su lugar y enviarla a ella a cuidar de alguna zarza llena de espinas.

—¿De verdad existen las hadas? —preguntó Dorry, que había estado escuchando la historia con la boca abierta.

—Pues claro —contestó Katy. Luego, inclinándose hacia su hermanito, añadió con una voz que pretendía ser dulcísima—: ¡Yo soy un hada, Dorry!

—¡Bah! —repuso este—. Tú eres una jirafa, ¡lo ha dicho papá!

Al Sendero de la Paz le habían puesto ese nombre porque era umbrío y fresco. Los arbustos más altos de uno y otro lado casi se tocaban por encima del camino y los árboles daban sombra incluso en pleno día. Allí crecía una especie de florecilla blanca que los niños llamaban «marietita» porque no conocían su verdadero nombre. Estuvieron un buen rato cogiendo ramilletes de estas flores; luego John y Dorry se pusieron a arrancar un puñado de raíces de sasafrás; de modo que, antes de que hubieran podido recorrer la Avenida de los Hongos Venenosos o ir a ver la Madriguera del Conejo y todo lo demás, el sol ya se había colocado sobre sus cabezas y era mediodía.

—Tengo hambre —dijo Dorry.

—¡No, Dorry, no puedes tener hambre hasta que terminemos el cenador! —exclamaron las niñas alarmadas, pues Dorry tendía a no hallar consuelo si lo hacían esperar para comer.

Así que tuvieron que darse prisa en construir su refugio. No se tardaba mucho, pues solo había que colgar las ramas sobre varias cuerdas de saltar a la comba que ataban al mismo álamo donde vivía el hada que le había recomendado el té de sasafrás al hada del rosal.

Cuando acabaron, se apretujaron todos debajo. Era un enramado muy pequeño, con el espacio justo para ellos, las cestas y la gatita. No creo que hubiese cabido nadie más; ni siquiera otro gato. Katy, que estaba sentada en el centro, desató y levantó la tapa de la cesta más grande mientras los demás se asomaban ansiosos para ver qué había dentro.

Primero sacó un montón de bizcochitos de jengibre y los dejó con cuidado sobre la hierba a la espera de que llegase su momento. Luego, panecillos de mantequilla, tres para cada uno, rellenos con fiambre de cordero. Y, por último, una docena de huevos cocidos y una bandeja de emparedados de ternera en salmuera. La tía Izzie ya les había preparado el almuerzo para el Paraíso otras veces y conocía muy bien su apetito.

¡Qué bien les sabía todo allí dentro, con la brisa susurrando entre las hojas del álamo, la luz del sol, los dulces olores del bosque a su alrededor y los pájaros cantando sobre sus cabezas! Ningún banquete de los adultos fue nunca ni la mitad de divertido. Cada bocado era un placer, y, cuando ya había desaparecido hasta la última migaja, Katy sacó la segunda cesta y de ella, ¡qué fabulosa sorpresa!, siete pastelitos de melaza, con su cobertura dorada y sus bordes crujientes y almibarados, que sabían a caramelo y ralladura de limón y a un montón de cosas ricas juntas.

Hubo un clamor generalizado. Incluso la prudente Cecy estaba encantada, y Dorry y John pateaban el suelo con los talones en alborozado tumulto. Siete pares de manos se extendieron al mismo tiempo hacia la cesta; siete dentaduras se pusieron a trabajar sin demorarse un instante. En muy poco tiempo, todo vestigio de los pasteles se había desvanecido y un dichoso empalago se extendió por todo el grupo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Clover mientras el pequeño Phil trataba de volcar las cestas, como para asegurarse de que no quedaba nada dentro que se pudiera comer.

—No sé —replicó Katy distraída.

Había dejado su sitio y estaba medio sentada medio tumbada sobre la retorcida rama baja de un nogal que llegaba casi a la altura de sus cabezas.

—Vamos a jugar a que somos mayores —propuso Cecy— y decimos lo que vamos a hacer.

—Vale —dijo Clover—, tú empiezas. ¿Qué vas a hacer?

—Voy a tener un vestido negro de seda y rosas rosas para el sombrero y un chal blanco de muselina —afirmó Cecy—, ¡y voy a ser clavadita a Minerva Clark! También voy a ser muy buena, tan buena como la señora Bedell, pero muchísimo más guapa. Todos los jóvenes caballeros querrán invitarme a pasear, pero yo no les haré caso porque..., bueno, estaré siempre enseñando en la escuela dominical y visitando a los pobres. Y algún día, cuando esté inclinada junto a una anciana dándole de comer mermelada de grosellas, un poeta vendrá y me verá, y luego se irá a su casa y escribirá un poema sobre mí —concluyó triunfante.

—¡Bah! —replicó Clover—. A mí eso no me parece nada divertido. Yo voy a ser una hermosa dama, ¡la más hermosa del mundo! Y voy a vivir en un castillo amarillo, con columnas amarillas en el pórtico y esa cosa cuadrada en lo alto, como la del señor Sawyer. Mis hijos van a tener una casita para jugar ahí arriba. Y habrá un catalejo junto a la ventana, para mirar por él. Llevaré vestidos de oro y de plata todos los días, y anillos de diamantes, y tendré delantales de satén blanco para ponérmelos cuando limpie el polvo o quite cualquier cosa sucia. En el centro del patio trasero, habrá un estanque lleno de perfume y siempre que quiera un poco podré salir y llenar una botella. Y no enseñaré en la escuela dominical, como Cecy, porque no quiero; pero todos los domingos iré y me quedaré en la puerta y, cuando sus alumnos salgan para irse a casa, les echaré perfume en los pañuelos.

—¡Yo voy a tener lo mismo! —gritó Elsie, cuya imaginación estaba enardecida por aquella espléndida estampa—. Pero mi estanque será más grande. Y también seré muchisísimo más hermosa —añadió.

—No puedes —le dijo Katy desde donde estaba—. Clover ya va a ser la dama más hermosa del mundo.

—Pues yo seré más bella que la más hermosa —insistió la pobrecita Elsie—. Y también seré grande y sabré los secretos de todo el mundo. Y entonces todos serán amables conmigo y nunca saldrán corriendo ni se esconderán y no habrá ningún buzón ni nada fastidioso.

—¿Tú qué vas a ser, Johnnie? —preguntó Clover, ansiosa por cambiar de tema pues el tono de Elsie era cada vez más lastimero.

Johnnie, sin embargo, no tenía una idea muy clara sobre su futuro. Empezó a reírse sin parar y apretó muy fuerte el brazo de Dorry, pero nada más. Este fue más explícito:

DE MARZO

13 DE MARZO. E comido rosbif, y repoyo, y patatas y salsa de manzana, y pudin de arroz. No me gusta el pudin de arroz de nuestra casa. El de Charley Slack está muy vueno. Gachas y jalea de merienda.

19 DE MARZO. Se me a olvidado lo que e echo. John y yo nos emos guardado los pasteles para llebarlos a la escuela.

21 DE MARZO. Se me a olvidado lo que e echo. Tortitas para desayunar. Debby no a echo vastantes.

24 DE MARZO. Es domingo. Ternera en salmuera para almorzar. E estudiado la leción de la Biblia. La tía Issy a dicho que soy un glotón. E decidido no pensar tanto en la comida. Ojalá sería un niño mejor. Nada especial de merienda.

25 DE MARZO. Se me a olvidado lo que e echo.

27 DE MARZO. Se me a olvidado lo que e echo.

29 DE MARZO. E jugado.

31 DE MARZO. Se me a olvidado lo que e echo.

1 DE AVRIL. E decidido no volber a escrivir en el diario.

 

Ahí terminaban las anotaciones, y parecía que no hubiese pasado más de un minuto desde que dejaran de reírse de ellas cuando las sombras empezaron a alargarse y Mary fue a decirles que tenían que volver y prepararse para cenar. Era horrible tener que recoger las cestas vacías y regresar a casa sabiendo que el largo y maravilloso sábado se había acabado y que no habría otro hasta la semana siguiente. Sin embargo, era un consuelo recordar que el Paraíso siempre estaba allí y que, en cualquier momento, cuando Katy y la tía Izzie estuvieran dispuestas, solo tenían que saltar una cerca —una muy fácil— y, sin temor alguno a que un ángel de espada llameante se interpusiera en su camino, entrar y tomar posesión de su edén.