HISTORIA DE LAS IDEAS

CONTEMPORÁNEAS



Una lectura del proceso de secularización

Tercera edición ampliada y revisada

EDICIONES RIALP, S.A. 

MADRID

INTRODUCCIÓN

El libro que estamos introduciendo posee unas características específicas, que convendrá aclarar desde el inicio de estas páginas. La historia de las ideas es un ámbito de estudio no demasiado definido, que se encuentra entre la historia y la filosofía, y en el que intervienen también conceptos tomados en préstamo de la literatura, la sociología, el derecho y la ciencia política. Esta indefinición permite al historiador de las ideas una gran libertad de movimientos, que va más allá de los estrechos límites metodológicos de otro tipo de disciplinas.

La causa final, denominada por los antiguos causa causarum, condiciona el esquema de todo estudio histórico sobre las ideas. Originariamente, el presente libro fue publicado en italiano (2001, 2005), como manual para los estudiantes de la Facultad de Comunicación Institucional de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Se proponía presentar un panorama de las principales corrientes culturales de los últimos dos siglos, con la finalidad de comprender el contexto cultural contemporáneo, campo habitual del futuro trabajo de los estudiantes en el ámbito de la comunicación. La buena aceptación por parte de lectores no relacionados con dicho campo de estudios me ha decidido publicarlo en español para un público más amplio.

Las ideas contemporáneas son múltiples, y es humanamente imposible ocuparse de la totalidad. Se impone una elección, y la hicimos teniendo en cuenta la finalidad original del libro. Como se podrá comprobar leyendo las presentes páginas, hay un hilo conductor que estructura las diversas partes. Este hilo es el proceso de secularización que se verifica en la Modernidad. Dicha secularización, como se explicará oportunamente, no equivale sin más a descristianización, y presenta distintas facetas: puede concretarse en una afirmación de la autonomía relativa de lo temporal sin perder el horizonte trascendente (secularidad), o puede desembocar en una autofundación antropológica de carácter prometeico, que concluye en el nihilismo.

Por lo tanto, el estudio de las ideas de los dos últimos siglos será afrontado desde la perspectiva de la secularización como proceso característico de la Modernidad. La historia —y en medida todavía menor la historia de las ideas— no alcanza nunca el nivel de objetividad idealizado por los positivistas. Las decisiones del historiador pesan en la presentación del objeto de estudio. En este caso, la elección del hilo conductor condiciona el esquema del libro. Se podría haber elegido otro tema estructurante —el desarrollo científico, la historia económica, etc.—, pero hemos preferido este por la misma finalidad que queríamos dar al presente trabajo: una especie de orientación cultural para un futuro comunicador institucional. Entender los orígenes intelectuales de los movimientos culturales ayuda sin duda alguna a un análisis sereno y ponderado del mundo circunstante.

Además de aclarar el hilo conductor de estas páginas, hay que mencionar que la perspectiva que el autor adopta es la propia de la visión cristiana del hombre, de la historia y de la sociedad. También el lector podrá observar que se ha privilegiado el análisis de la cultura occidental, porque se trata de la cultura que más se ha difundido y ha llegado a ser mundial. Esto no significa que en el libro se identifique cristianismo y cultura occidental, y aquí y allá habrá referencias importantes a los desarrollos culturales exteriores a nuestro hemisferio.

El libro consta de cuatro partes. En la primera se abordan los elementos más característicos de la época moderna (siglos XV-XVIII), donde queda en evidencia la puesta en marcha del proceso de secularización. Se analizarán en esta parte las consecuencias culturales del Renacimiento, descubrimiento de América, Reforma protestante, Ilustración y romanticismo. En la segunda parte, la más larga, se estudiarán las principales ideologías contemporáneas —liberalismo, nacionalismo, marxismo, cientificismo—, subrayando su papel de religiones sustitutivas. La tercera parte es un análisis de la crisis de la cultura de la Modernidad, a partir de los comienzos del siglo XX, cuando los paraísos profetizados por las ideologías no se hicieron realidad. Las temáticas centrales de esta parte son el nihilismo, la sociedad permisiva, y los movimientos culturales más actuales: feminismo, ecologismo, nuevos movimientos religiosos. La presente Historia de las ideas contemporáneas se concluye con un análisis de la relación entre cristianismo y Modernidad, y en particular entre la Iglesia Católica y el mundo contemporáneo. Dicho análisis será el objeto de la cuarta parte de nuestro estudio.

* * *

Desde la primera edición italiana hasta esta tercera edición española han pasado más de diez años. La historia se ha acelerado, y por eso se hizo necesaria una actualización del texto.

Gracias a las sugerencias de algunos lectores, en la primera parte se amplió la exposición de las filosofías de Descartes y de Hume.

La presentación de Kant ha sido simplificada, atendiendo al público no experto en filosofía.

Hemos ampliado la tercera parte, sobre todo en lo que respecta a los movimientos culturales actuales, y en particular lo referente a la ideología del género. El apartado de Freud ha sido totalmente revisado. En la cuarta parte, teniendo en cuenta las polémicas surgidas en los últimos años, hemos añadido un apartado sobre Pío XII y su actuación en la Segunda Guerra Mundial. También incluimos una breve visión del pontificado de Benedicto XVI.

Entre los rasgos que se suelen incluir como característicos de la Modernidad, ocupa un puesto de privilegio la noción de secularización. Se afirma con frecuencia que el mundo moderno es un mundo secularizado, mientras que el medieval es un mundo cristiano. Afirmación simplista, que exige algunas distinciones si no queremos caer en visiones excesivamente esquemáticas de la Historia. Las grandes estructuras interpretativas suelen dejar amplios espacios por los que se escapa la realidad fáctica, que nunca se presenta con colores nítidos, sino más bien ofrece una gama de todos los matices cromáticos posibles.

El proceso de secularización no es unívoco. Secularización no equivale a descristianización. La afirmación paulatina de la autonomía de lo temporal puede coincidir con un proceso de desclericalización —proceso que purificaría las concreciones históricas de inspiración cristiana de elementos extraños a dicha inspiración— o puede desembocar en una pretendida afirmación de independencia absoluta de las realidades temporales respecto de toda instancia trascendente.

El concepto de Cristiandad también es profundamente ambivalente. Entiendo en estas páginas por tal la organización sociopolítica que se formó en Europa occidental a lo largo de la Baja Edad Media (siglos XI-mediados del siglo XV). La Cristiandad fue una de las posibles concreciones sociales del cristianismo, pero nada nos autoriza a identificarla con la organización sociopolítica cristiana par excellence, en el supuesto caso de que hubiera alguna. La Cristiandad medieval se presenta como Jano, el dios bifronte de los romanos: un rostro cristiano —y, por tanto, profundamente humano— que ofreció a los hombres la posibilidad de dar una respuesta con sentido a los principales interrogantes de la existencia humana, y que, al mismo tiempo, dio vida a manifestaciones sociales que salvaguardaban valores imperecederos como las universidades y los hospitales. La otra cara de la Cristiandad, que denominaremos clerical, se concreta en la frecuente confusión de los órdenes natural y sobrenatural, que llevó a dos identificaciones injustificadas: la del poder espiritual con el poder político y la de la pertenencia a la Ciudad de Dios con la pertenencia a la ciudad terrena.

El problema de la Cristiandad medieval es un problema político. Si el poder espiritual y el poder temporal tienen el mismo origen y el mismo fin, la identificación de ambos está justificada y la separación o distinción es innecesaria. Pero si no hay tal unidad en el origen o en el fin de ambos, la absorción de uno en el otro es injustificable: se verificaría una extralimitación o abuso de poder.

La actitud que se adopte ante el problema de la Cristiandad medieval puede ser muy diversa. Si se intenta mantener el statu quo sociopolítico nos encontramos ante una actitud clerical: la resolución de los problemas temporales estaría a cargo, más o menos directamente, de quienes ejercen el munus regendi Ecclesiae, es decir, de la jerarquía eclesiástica, ya que desde esta óptica se piensa que el poder temporal del príncipe es derivado del poder espiritual. Una radicalización de esta actitud clerical la encontramos en el tradicionalismo, el cual, partiendo de la Cristiandad medieval como la concreción in terra de la esencia del cristianismo, alienta como íntimo desideratum un regreso a la sociedad y a la cosmovisión medievales.

Quienes sostengan que el origen remoto de ambos poderes es el mismo —Dios—, pero los fines a los que se debe tender son distintos —el bien común sobrenatural en el primer caso, el bien común temporal en el segundo—, estarían llevando a cabo un proceso de secularización, entendido como una toma de conciencia de la autonomía relativa de lo temporal. Autonomía relativa porque, según esta teoría interpretativa, por su mismo origen lo temporal se halla anclado en una perspectiva trascendente.

Por último, quienes afirman que el poder temporal —y más ampliamente, el mundo de lo humano— no sólo tiene distinto fin sino que en su origen no hay ningún elemento trascendente, están impulsando un proceso de secularización tendiente a presentar una autonomía de lo temporal absoluta, identificable con lo que en el siglo XIX se comenzó a denominar laicismo 1.

Secularización no equivale a pérdida del sentido religioso. El proceso de secularización entendido en forma fuerte lleva, utilizando el famoso concepto de Max Weber, al desencantamiento del mundo. Durante la época moderna hay una crisis de fe que se manifiesta en la desmitificación y racionalización del mundo, en la creciente pérdida de toda trascendencia que reenvíe más allá de lo visible y aferrable. Con palabras de Kahn, se puede decir que la crisis de fe «significa pérdida de una imagen del mundo unitaria y global segura, en la cual todas las partes se relacionaban con un centro: por lo tanto se trata de la pérdida del centro.

En cuanto esta imagen de un mundo con la certeza del centro era nuestra herencia, se puede hablar con propiedad de un “espíritu desheredado”, de una “disinherited mind”»2. Pero crisis de fe no es lo mismo que desaparición del sentido religioso. Si lo que desaparece es la fe en un Dios personal y trascendente, el sentido religioso inherente al espíritu humano encuentra otros centros, que se absolutizan: se sacralizan elementos terrenos que proveerán las bases para religiones sustitutivas. Si este proceso se hace evidente en las ideologías contemporáneas, ya en la primera etapa de la Modernidad se producirá este cambio de centro.

Basta pensar en la razón ilustrada, en el sentimiento romántico o en el Yo absoluto del idealismo alemán.

Iniciamos el estudio de las raíces de la Modernidad con un análisis del nuevo espíritu que nace a mediados del siglo XV en Europa occidental: nos referimos al Renacimiento, cuya riqueza de contenidos excluye visiones simplistas o esquemáticas. Por su parte, el descubrimiento de América es considerado como un hecho creador de época, que marca el cambio entre dos realidades históricas de amplio respiro y que llamaremos estructuras o unidades de comprensión histórica. Desde la perspectiva del presente estudio —la historia de las ideas— trataremos de analizar en qué modo la novedad americana influyó en el proceso de secularización que caracteriza el paso de la Cristiandad medieval a la Modernidad. Secularización bifronte, como bifronte era la Cristiandad medieval. Después haremos referencia al papel desarrollado por la Reforma protestante —otro hecho creador de época. En los dos capítulos sucesivos presentaremos brevemente los elementos más importantes del Antiguo y del Nuevo Régimen, para captar las diferencias entre estas dos etapas de la Modernidad, separadas por las revoluciones de finales del siglo XVIII.

Sucesivamente, dedicaremos algunas páginas al estudio de los orígenes filosóficos e ideológicos del Nuevo Régimen, privilegiando el análisis de la Ilustración, que será la fuente principal de la Modernidad ideológica, a la que consagramos la segunda parte de este curso. La primera parte se concluye con un estudio sobre el romanticismo y el idealismo alemán, en donde encontramos elementos que estarán presentes en forma eficaz en la Modernidad ideológica.

I

RENACIMIENTO, NUEVO MUNDO Y REFORMA PROTESTANTE

Entre el siglo XV y el XVI se suceden una serie de hechos históricos que indican que un mundo se está agotando —el medieval— y otro está naciendo —el moderno—. La caída de Constantinopla en poder de los turcos en 1453 pone fin a una continuidad histórica milenaria, la de la dignidad imperial romana. Dicho acontecimiento trajo consecuencias importantes que incidirán en la nueva configuración del mundo. Numerosos teólogos, filósofos, literatos y filólogos bizantinos abandonarán su patria y se trasladarán a Italia —en particular, a Florencia— fortaleciendo así un movimiento de regreso a las fuentes clásicas de la cultura, que se denominará Renacimiento o Humanismo. A su vez, el cierre de la ruta comercial hacia Oriente, causado por la caída de Bizancio, será un elemento importante para explicar los adelantos técnicos que se verifican durante la segunda mitad del siglo XV en lo que respecta a las ciencias y técnicas de la navegación. Tales adelantos permitieron realizar distintos intentos para encontrar nuevas rutas que llevaran hasta la China y la India. Algunos de esos intentos terminarán providencialmente con el descubrimiento de América y por ende con el ensanchamiento de la visión europea del mundo. En 1517, poco antes de que Magallanes iniciase su travesía de circunvalación del mundo, y Cortés estuviese a las puertas de México, un fraile agustino, Martín Lutero, comienza su predicación antiromana desde Wittenberg. El fin de la unidad de la Cristiandad medieval, causada por las discordias religiosas entre católicos, luteranos, calvinistas, anglicanos, producirá efectos tan revolucionarios como los de la entrada en la escena occidental del nuevo continente americano.

Renacimiento, descubrimiento de América y Reforma protestante pusieron a circular un gran número de ideas nuevas, que encontraron un aliado fundamental en un avance tecnológico de esa época: me refiero a la invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, por obra de Johannes Guttenberg.

Los siglos XV y XVI son una especie de bisagra entre dos estructuras históricas: la de la Cristiandad medieval (siglos XI-mitad del siglo XV) y la del Antiguo Régimen (siglos XVII y XVIII).

Es una época caracterizada por procesos de cambio, donde se evidencian novedades modernas, pero a la vez perduran continuidades medievales. En estas páginas dedicaremos especial atención a los elementos que manifiestan el inicio del proceso de secularización, entendido en los dos sentidos antes descritos: el de la afirmación de la autonomía absoluta del hombre y el de desclericalización o toma de conciencia de la autonomía relativa de las realidades temporales.

1. Renacimiento y antropocentrismo

Con el término Renacimiento se designa una serie de procesos culturales que tuvieron lugar en los siglos XV y XVI, pero cuyos primeros atisbos se pueden encontrar ya en el siglo XIV.

Quizá el elemento principal del espíritu renacentista sea el de la vuelta a los clásicos. La llegada de humanistas griegos a Italia favoreció los estudios de la antigüedad greco-romana. El análisis minucioso de las fuentes y los esfuerzos por comprender los textos en el contexto histórico en el que nacieron dieron vida a este renacimiento de la cultura clásica.

Durante el medioevo se utilizaron muchas fuentes clásicas para la elaboración de los sistemas teológicos escolásticos. Pero dichas fuentes eran prevalentemente instrumentos puestos al servicio de la exposición sistemática de la fe. Ahora se trataba de valorar las fuentes en sí mismas: Platón, Aristóteles, los estoicos, Cicerón cobraban nueva vida a partir de los estudios filológicos, retóricos, lingüísticos. Los humanistas se propusieron imitar la elocuencia greco-latina, superando las decadencias estilísticas bajomedievales.

Un proceso análogo se verificó en el terreno de las artes plásticas: los ejemplos de la antigüedad mediterránea en arquitectura, pintura, escultura fueron seguidos por un altísimo número de artistas italianos, que lograron imponer sus técnicas al servicio del nuevo estilo de reminiscencias clásicas en el resto de Europa. Basta citar los nombres de Leonardo, Miguel Angel, Rafael, Botticelli, Ticiano para comprender la importancia que ejerció el Renacimiento en el naciente mundo moderno.

La tendencia a volver a los orígenes de la civilización europea también se concretó en un creciente interés por el estudio de los orígenes del cristianismo. Durante el Renacimiento se llevan a cabo numerosas ediciones de la Sagrada Escritura, que intentaban establecer el texto original de la Biblia, para reemplazar la edición tradicional de la Vulgata, considerada plagada de errores. Al mismo tiempo, se inician ediciones de los Padres de la Iglesia, a quienes se veneraba como los más autorizados testimonios de la vida cristiana primitiva. En esta labor destacó el famoso humanista holandés Erasmo de Rotterdam.

En el ámbito científico, durante estos años de cambio se formulan teorías cosmológicas que terminarán por modificar la visión del universo. Los descubrimientos de Copérnico, Ticho Brahe y Kepler en astronomía marcan una nueva época, aunque esta nueva visión tardará décadas en suplantar las ideas populares al respecto. A su vez, se realizan avances tecnológicos importantes en materia de navegación, arte militar, minería, etc., que si bien se apoyaban en invenciones medievales, en este periodo se aceleran, preparando el terreno al desarrollo tecnológico todavía más sostenido y revolucionario del siglo XVII.

No es posible en estas páginas detenernos en cuestiones de detalle. Como ya hemos advertido, sólo nos interesa señalar los elementos propios del proceso de secularización que caracteriza a la Modernidad. En este sentido, el Renacimiento presenta muchas facetas ricas en diversidad, y no es factible ofrecer un juicio sumario sobre los efectos que dicho movimiento ejerció en la secularización moderna. La primera impresión que podría obtener un analista superficial sería la siguiente: el Renacimiento redescubre el mundo clásico en su radical antropocentrismo, que se opone a la tradición medieval cristiana teocéntrica. A partir del siglo XV se abandona la visión trascendente de la vida, para centrarse en el valor intrínseco de las cosas naturales. Evidentemente, esta somera descripción peca de simplista, y se impone un análisis más sereno e integral de las cosas.

Respecto a la filosofía renacentista, es evidente que cambia el ambiente intelectual respecto a la escolástica bajomedieval, por lo menos en cuanto a estilo, métodos y temáticas. Tal filosofía no se presenta como un bloque monolítico: hay corrientes platónicas, desarrolladas fundamentalmente en Florencia, que intentan una síntesis entre pensamiento clásico y cristianismo, mientras que otras escuelas tienden al naturalismo. En las corrientes de inspiración platónica la temática fundamental es el hombre, entendido como microcosmos en armonía con el universo, y que contempla la perfección de Dios como modelo que el hombre debe reflejar. Autores como Nicolás de Cusa (1401-1464), Pico della Mirandola (1463-1494) o Marsilio Ficino (1433-1499) pueden ser tildados de antropocéntricos, no en el sentido de negación de lo trascendente, sino sólo por el puesto que el estudio del hombre ocupa en sus doctrinas. Pero se trata de un hombre que no se concibe sin su referencia a Dios. Serán otras las corrientes renacentistas más naturalistas, que en cierta medida ponen las bases para la afirmación de la autonomía absoluta del hombre, como el aristotelismo de la escuela de Padua, que niega que se pueda demostrar con argumentos racionales la inmortalidad del alma. En general se puede afirmar que el influjo platónico permitió síntesis armoniosas entre razón y fe, entre cultura clásica y visión cristiana del hombre, mientras que los aristotélicos tendieron hacia un naturalismo autónomo que entraba en colisión con algunas verdades religiosas.

En el ámbito de las artes, la ambigüedad del Renacimiento se manifiesta, por un lado, en la secularización de muchos motivos estéticos, con la proliferación de las temáticas mitológicas y representaciones sensuales, y por otro, en la exaltación de la fe cristiana a través de edificios, pinturas, esculturas y composiciones musicales. Es significativo el hecho de que los materiales de las ruinas clásicas fueron utilizados para la construcción de los templos más importantes de la Roma cristiana. Lo que sí se observa como elemento común en las expresiones artísticas de uno u otro signo es el aprecio por la naturaleza, concretada en las nuevas técnicas para reproducir espacios según las leyes de la perspectiva y en el papel preponderante del cuerpo humano. Este elemento común implicaba una valoración positiva de la creación y de la vida terrena, que no se oponía necesariamente a la visión trascendente de la existencia humana. El predominio del sentido de la vista, defendido por Leonardo da Vinci (1425-1519) —«el ojo es el más digno de los sentidos»—, anunciaba algunas características de la Modernidad: la primacía de lo experimentable sobre lo recibido por tradición (ámbito en el que reinaba el sentido del oído, a través del cual se reciben las autoridades), y la tendencia a implantar la lógica del dominio del hombre en su relación con la naturaleza, recalcada más tarde por Galileo, Descartes y Francis Bacon.

El deseo de volver a las fuentes de la vida cristiana no signicaba una crítica a la religión en cuanto tal, sino más bien un deseo de purificación de la vivencia cristiana, distinguiendo elementos auténticos de supersticiones y costumbres humanas que se habían ido solidificando en los siglos medios. Los estudios filológicos de Lorenzo Valla, por ejemplo, llegaron a la conclusión de que la llamada “Donación de Constantino” —supuesta entrega al Papa del poder temporal en el centro de Italia por parte del Emperador— era una invención medieval carente de fundamentación histórica. A veces, las intenciones de los humanistas fueron meramente eruditas, pero en muchos otros casos, los estudios filológicos estaban animados de un sincero deseo de reforma moral, como lo demuestran las obras de Tomás Moro, Juan Luis Vives o, con algunas reservas, Erasmo de Rotterdam.

La revaloración de la antigüedad clásica presentó algunas veces la tentación de “superar” el cristianismo, ofreciendo modelos de vida estoico-epicúreos, como es el caso del libertinismo renacentista.

Pero también abrió una posibilidad de presentar el cristianismo como culminación de lo verdaderamente humano, que perfecciona y completa las deficiencias de la visión clásica del hombre.

Como se ve, el Renacimiento, en cuanto antropocentrismo, es secularizador en distintos sentidos, y es imprescindible distinguir procesos de uno u otro tipo para no caer en visiones maniqueas. Donde sí se puede observar una clara manifestación de la secularización en sentido fuerte —como afirmación de la autonomía absoluta del hombre— es en una de las doctrinas renacentistas más centrales y de mayor influjo en los siglos posteriores: me refiero a la teoría política de Nicolás Maquiavelo (1469-1527). El florentino elaborará una doctrina que separaba radicalmente la política de la religión y de la moral. Según Maquiavelo, la tradición política clásica había puesto la mirada en el hombre como debería ser. Así, las soluciones políticas greco-latinas y medievales terminaban en una abstracción, lejana de la realidad fáctica. Las circunstancias históricas de la Italia renacentista empujan al florentino a dirigir la mirada más abajo, y contemplar al hombre real, cogido en su contradicción existencial. El fin último del príncipe debe ser la conservación del poder político. Para hacer esto hay que conocer las pasiones humanas y jugar con ellas. Todo medio que permita el mantenimiento del poder llega a ser, desde esta perspectiva pragmática, lícito. La política goza de una autonomía particular, donde las reglas de la moral natural y las verdades de la religión revelada dejan de ser absolutas, para convertirse en medios para la conservación del Estado, identificado, en algunas páginas maquiavélicas, con la fuerza del poder político.

Quizá Maquiavelo no era consciente de las consecuencias que tal teoría habría tenido en un futuro lejano, cuando otras teorías políticas basadas en la fuerza y en la violencia hicieron su aparición en el escenario de la historia mundial. La secularización de la política, entre otras consecuencias, proclamó la razón de Estado como fin último de los estados nacionales. El cardenal Richelieu en el siglo XVII y Otto von Bismarck en el siglo XIX serán los principales defensores de esta teoría en el ámbito de las relaciones internacionales, poniendo las bases para las grandes tragedias del siglo XX. Pero estas teorías serán objeto de nuestro estudio en la segunda parte de este curso.

Los intelectuales del Renacimiento tenían una viva conciencia de que se estaba inaugurando una nueva época. Giorgio Vasari (1511-1574), pintor e historiador del arte, utiliza por primera vez el término “moderno” para referirse a los nuevos estilos en pintura, arquitectura y escultura, considerados como superiores aun a los clásicos. Francis Bacon hablaba de una “tercera época”, después de la Antigüedad y del Medioevo, y afirmaba que «esta tercera época superará en mucho el patrimonio cultural de Grecia y Roma»1. En 1559, Mathias Quadt declaraba: «lo que en el pasado era asimilable sólo por pocos y seleccionados adeptos, ahora es comprendido por personas comunes, mediocres, de modesta instrucción. Llegará un día en que todos los secretos de la naturaleza estarán al alcance de la mente humana»2. Contemporáneamente, Jean Fernel alababa «esta nuestra era, que ve a las artes y a las ciencias triunfalmente renacidas después de doce siglos de abandono»3. Surgía así el concepto autorreferencial de Modernidad, ligado a la afirmación de las capacidades humanas, y en contraposición al periodo precedente, tildado de gótico y bárbaro.

2. Descubrimiento de América y secularización 

El contacto de los europeos con el continente americano trajo un sinnúmero de consecuencias de diversa índole. Centrándonos en las que influyen en el proceso de secularización, nos detendremos, por un lado, en las críticas que, tomando pie de los sucesos americanos, se dirigen contra la teocracia medieval; y por otro, en la elaboración de una nueva figura antropológica que servirá de base a las doctrinas revolucionarias de finales del siglo XVIII: me refiero a la visión del hombre primitivo como buen salvaje, que se encuentra en plena armonía con la naturaleza.

a) Los Justos Títulos y la secularización; de la teocracia medieval

Cuando Colón regresa de su primer viaje, la corona castellana realiza rápidas gestiones con la Santa Sede para obtener una serie de privilegios sobre las tierras recién descubiertas.

Se trataba de una praxis normal en la Europa del siglo XV, todavía unida moralmente bajo la autoridad pontificia. El Papa Alejandro VI, mediante cuatro bulas, dona en 1493 las tierras descubiertas y por descubrir a los reyes de Castilla, con el fin de evangelizarlas. Detrás de este acto papal se vislumbraba la idea de que el Romano Pontífice poseía la suma potestad espiritual y temporal sobre todo el mundo, y en consecuencia podía donar tierras pobladas por infieles a un reino cristiano, en aras a su cristianización. La llamada duda indiana —la duda que se ponía la conciencia cristiana sobre la legitimidad de la ocupación de América— surgió relativamente rápido. Las declaraciones de principio de los reyes de Castilla y la legislación que fue elaborada en defensa de los aborígenes americanos —condición de vasallos libres, buen tratamiento, reglamentación humanitaria del trabajo— se basaban sobre la presunta validez sustancial de la donación pontificia.

Los teóricos de la Junta de Burgos de 1512, que dieron a luz un sistema legislativo en favor de los indígenas, seguían convencidos de la bondad de los planteamientos característicos de la teocracia medieval, que atribuía el poder universal —no sólo el espiritual, sino también el temporal— al Romano Pontífice. En consecuencia, el título de posesión del rey sobre las Indias no era otro que el de la donación pontificia. Así se deduce de la obra del dominico Matías de Paz, De dominio Regum Hispaniae super indos, y la del jurista Palacios Rubios, De insulis oceanis.

Otros autores, como el maestro nominalista Maior y el humanista Ginés de Sepúlveda, añadían a las pretensiones teocráticas la teoría aristotélica de la esclavitud por naturaleza. Teniendo en cuenta la barbarie de los indios, era lícito que los príncipes cristianos los sometieran a una efectiva servidumbre, a la que estaban llamados por naturaleza4.

Hay que esperar hasta 1538 para ver refutadas en un modo incontrastable estas teorías. Este trabajo clarificador, que constituye una piedra miliar en el proceso de secularización que caracteriza a la Modernidad, fue llevado a término por un dominico castellano, fundador de la Escuela de Salamanca, Francisco de Vitoria (1492-1546). Su Relectio de Indis es una obra breve, pronunciada oralmente frente al cuerpo docente de la Universidad de Salamanca. Está estructurada en tres partes. En la primera, Vitoria se pregunta si los indios eran verdaderos dueños —es decir, si poseían capacidad de dominio— antes de la llegada de los españoles; en la segunda analiza siete títulos usados por los peninsulares que justificarían la ocupación de América y que él considera sin valor alguno; finalmente, en la última parte de la relación, presenta siete títulos que podrían legitimar el dominio de la Corona sobre las Indias, añadiendo un octavo título que da sólo como probabale.

Las características de la obra inclinarían a pensar que Vitoria pertenece de lleno a la escolástica medieval. Pero los temas que presenta expresan una fuerza y novedad tan grandes que transforman al dominico en el fundador del derecho internacional moderno, poniendo en crisis a la teocracia medieval. Vitoria se contrapone a una tradición de numerosos autores —en su mayor parte, teólogos y canonistas— que habían establecido sólidamente una serie de principios jurídicos que giraban en torno a la plena identificación del orden natural con el sobrenatural y a la transposición de las atribuciones del poder temporal al espiritual. El problema del dominio efectivo de los indios sobre tierras y bienes americanos antes de la llegada de los españoles es la ocasión histórica que se presenta a Vitoria para formular una doctrina que hoy llamaríamos personalista, inspirada en la antropología de Santo Tomás de Aquino. Oponiéndose al Armacano, a John Wyclif y a los valdenses, «quienes defendían que el título de dominio es el estado de gracia»5, sostiene que los indios son señores efectivos de sus bienes, pues «el dominio se funda en la imagen de Dios»6. Ser imagen de Dios es algo propio del hombre en virtud de su naturaleza racional, no en virtud de la gracia.

Pertenece al orden natural. Gracias a sus potencias racionales, el hombre goza de dominio sobre sus actos. Como dice Santo Tomás, citado por el mismo Vitoria, «una persona es dueña de sus actos cuando puede elegir ésto o aquello»7. La capacidad de dominio del hombre deriva de su condición personal —autodominio— y, en consecuencia, ningún pecado ni infidelidad —que le hacen perder bienes sobrenaturales, pero no su condición personal— impide al hombre ser dueño de sus bienes.

No sólo descalifica la teoría de la gracia como título de dominio natural —considerada por Vitoria como “herejía pura”— sino que también niega el valor de la presunta teoría aristotélica de la esclavitud natural sostenida por algunos autores medievales. Demostrando una apertura mental sorprendente para su época, lejana de una actitud etnocéntrica, afirma que los indios «a su modo ejercen el uso de razón. Ello es manifiesto, porque tienen establecidas sus cosas con cierto orden. Tienen, en efecto, ciudades, que requieren orden, y tienen instituidos matrimonios, magistrados, señores, leyes, artesanos, mercados, todo lo cual requiere uso de razón. Además, tienen también una especie de religión, y no yerran tampoco en las cosas que para los demás son evidentes, lo que es un indicio de uso de razón. Por otra parte, ni Dios ni la naturaleza faltan a la mayor parte de la especie en las cosas necesarias; pero lo principal del hombre es la razón, y sería inútil la potencia que no se reduce al acto»8.

Fundamentar el título de dominio jurídico sobre la naturaleza de la persona humana, sin recurrir a ningún argumento de orden sobrenatural, puede parecer una verdad simple y casi evidente. Sin embargo, debemos tener presente que en 1538 la doctrina era nueva. No representaba una novedad absoluta —Santo Tomás de Aquino y sus mejores comentadores, como Tomás de Vío, el cardenal Cayetano, habían ya señalado claramente la distinción entre los dos órdenes— pero Vitoria sistematiza en un todo coherente esta doctrina, aplicándola a un caso específico que era de incandescente actualidad. Si los indios eran verdaderos dueños, la donación pontificia encontraría un fuerte obstáculo para su legitimidad.

En la segunda parte de la relectio, Vitoria hace una reseña de los falsos títulos presentados por los españoles para justificar la ocupación de América. No haremos un análisis detallado de las argumentaciones vitorianas. Señalaremos sólo la novedad revolucionaria del planteamiento del dominico al criticar la tradición teocrática medieval.

Los que sostenían como títulos jurídicos válidos el dominio universal del emperador o del papa, aunque aparentemente pertenecían a frentes políticos opuestos, en realidad se nutrían de idénticos principios teóricos. La idea del imperio universal es muy antigua —basta pensar en los grandes imperios orientales— pero en la Cristiandad medieval adquiere características específicas. El imperium mundi se transforma en el Sacrum Imperium a cuya cabeza se encuentra el papa, quien, a su vez, delega en el emperador el poder temporal universal del cual es depositario.

Las ceremonias de coronación del emperador por parte del Romano Pontífice muestran de modo patente y gráfico la teoría política que se encuentra en su base. En algunos casos, la teoría imperialista no aceptaba la derivación del poder temporal del espiritual, sino que se consideraba que el emperador recibía directamente de Dios su poder universal.

Vitoria considera que ni el dominio universal del emperador, ni el dominio universal temporal del papa —en el supuesto caso de que existiera— son títulos jurídicos válidos para legitimar la ocupación de América por parte de la corona española. Según el maestro dominico, todos los hombres son por naturaleza libres e iguales. En la institución concreta de los poderes públicos, además de su fundamento en la naturaleza social del hombre, intervienen las voluntades humanas libres y el derecho positivo. La división de las naciones se verificó a lo largo de la historia en modo casi espontáneo, y en el proceso de su formación intervino en forma decisiva el consenso de los miembros del grupo9. Vitoria, contraponiéndose a juristas de la talla de Bartolo di Sassoferrato, no encuentra ningún título ni de derecho natural, ni de derecho divino ni humano capaz de atribuir al emperador el dominio sobre todo el universo.

Cuando el dominico analiza el segundo título no legítimo —el dominio universal del papa— no escatima argumentos, ya que, para decirlo con sus palabras, los que consideran que el Sumo Pontífice es monarca de todo el orbe, también en materia temporal, lo hacen «con arrogancia»10. Contra Enrique de Segusio, Antonino de Florencia, Agustín Triunfo de Ancona, Silvestre Prierias y otros autores medievales y renacentistas, Vitoria afirma que «el Papa no es señor civil y temporal de todo el orbe, hablando de dominio y potestad civil en sentido proprio (...); dado que el Sumo Pontífice tuviera tal potestad secular en todo el orbe, no podría transmitirla a los príncipes seculares (...); el Papa tiene potestad temporal en orden a las cosas espirituales, esto es, en cuanto sea necesario para administrar las cosas espirituales (...); ninguna potestad temporal tiene el Papa sobre aquellos bárbaros ni sobre los demás infieles (...); aunque los bárbaros no quieran reconocer ningún dominio al Papa, no se puede por ello hacerles la guerra ni ocuparles sus bienes»11. Las conclusiones antiteocráticas de Vitoria se basan en argumentos de razón y en los testimonios de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. Su humanismo cristiano permitió al dominico burgalés realizar una labor de criba entre los elementos propios de la doctrina cristiana y elementos espúreos, fruto de tradiciones políticas humanas que podían tener un valor circunstancial histórico, pero que no pertenecían al depósito de la revelación. Vitoria abre un claro en la selva de las argumentaciones teológicas y canónicas interesadas. Después de su crítica, aparece la luz: los derechos del orden natural, que no son suprimidos por el orden sobrenatural, sino por éste incorporados y elevados.

Precisamente esta defensa del orden natural, unida a la afirmación de la absoluta gratuidad del orden sobrenatural, permiten a Vitoria establecer la necesidad de evitar la coacción en materia de fe. «Aunque la fe haya sido anunciada a los bárbaros de un modo probable y suficiente y éstos no la hayan querido recibir, no es lícito, por esta razón, hacerles la guerra ni despojarlos de sus bienes»12. Creer es una acción libre y la fe un don de Dios.

Recogiendo la tradición tomista y la de muchos otros autores medievales, Vitoria ponía en guardia frente a la tentación de imponer con la fuerza la verdad cristiana, violando así el íntimo sagrario de la conciencia personal.

Analizando los títulos por los cuales se considera que España tiene el derecho de ocupar América, Vitoria abandona la vena crítica, para dejar espacio a un espíritu constructivo que será la base de una teoría racional del derecho internacional. La afirmación de la sociabilidad natural, la existencia de una comunidad de naciones que debe tender al bien común universal, la obligación moral de lo que hoy llamaríamos “injerencia humanitaria” son elementos propios del humanismo cristiano profesado por el dominico.

Vitoria sostiene la existencia de una comunidad internacional —llamado por él Totus Orbis— de la que forman parte todas las naciones con igualdad de derechos. Superaba así la visión de la Cristiandad, constituida sólo por las naciones cristianas de Europa occidental. Las leyes de dicha comunidad son las del derecho de gentes, que deriva directamente del derecho natural.

Los únicos títulos por los cuales Castilla podría justamente intervenir en América se basan, en primer lugar, en el derecho natural de comunicación. En tanto que indios y españoles forman parte de la misma humanidad, los segundos pueden establecerse en América bajo la condición de no lesionar ningún derecho a los bárbaros, así como éstos podrían radicarse en Europa.

«La amistad entre los hombres —sigue argumentando Vitoria— parece ser de derecho natural, y es contrario a la naturaleza el rechazar la compañía de hombres que no hacen ningún mal»13. Si los indios se opusieran al derecho natural de comunicación, los aborígenes estarían cometiendo una injusticia.

Prosigue Vitoria analizando otros posibles títulos justos, y los encuentra en la libertad de navegación y comercio —libertad derivada del derecho de gentes—, el derecho de igualdad en el trato y reciprocidad, el derecho de opción a la nacionalidad, el derecho de predicar el Evangelio —salvaguardando la libertad de los indios para convertirse o no—, etc.

El concepto de “injerencia humanitaria” aparece, con otras palabras, en el desarrollo del quinto título legítimo: «otro título puede ser la tiranía de los mismos bárbaros o las leyes tiránicas contra los inocentes, como las que ordenan el sacrificio de hombres inocentes o la muerte de hombres sin culpa para comerlos»14.

Por encima de las leyes positivas de una nación están las leyes de la humanidad, que se encuadran en el ámbito del derecho natural y divino, «pues a todos mandó Dios el cuidado de su prójimo, y prójimos son todos aquéllos: luego, cualquiera puede defenderles de semejante tiranía u opresión»15. Los españoles podrían intervenir, en nombre de la comunidad internacional, para defender a los inocentes de una muerte injusta. Intervención que debe cesar cuando se ponga fin a las injusticias que la ocasionaron.

El de Vitoria es un humanismo cristiano. ¿Qué entendemos por dicho humanismo? Vitoria, si bien está plenamente inserto en la tradición escolástica tomista, también está empapado de las corrientes de pensamiento a él contemporáneas. Vitoria bebe del humanismo español de Antonio de Nebrija y de Pedro Mártir de Anglería, pero se confronta siempre con el ambiente humanista de París, centro intelectual de Europa. El humanismo de Vitoria pone al hombre en el centro de la especulación filosófica, pero lejos de desembocar en un antropocentrismo, subraya el carácter creatural del hombre y su radicación existencial en la trascendencia. Humanismo cristiano, que se purifica de las adherencias teocráticas extrañas al depósito de la fe, y que armoniza los elementos naturales y sobrenaturales del hombre llamado a la vida de la gracia.

Con Vitoria y la Escuela de Salamanca se entraba en un mundo moderno (reconocimiento de la autonomía de lo temporal) y cristiano (reconocimiento de la dignidad de la persona en cuanto imagen de Dios y de la llamada universal a la fe y a la gracia). La novedad aportada por Francisco de Vitoria en su Relectio de Indis respecto a las relaciones entre el orden natural y sobrenatural, y entre el poder espiritual y el temporal, supera en sus planteamientos las concreciones históricas de la teocracia medieval, y suponen una secularización que tiende a establecer la legítima autonomía del orden temporal sin cortar las raíces que unen este orden con la trascendencia. La Relectio de Indis es una de las puertas por las que se pasa del mundo medieval al mundo moderno16.

b) El mito del buen salvaje y las visiones utópicas europeas

Hasta ahora hemos visto como el descubrimiento de América produjo en España un despertar de las doctrinas del derecho natural y una progresiva secularización de la teoría política. Era, por así decirlo, un proceso que iba en la dirección América-Europa. Ahora debemos abordar un segundo proceso, que tiene la particularidad de ser ambidireccional. Me refiero a la corriente de pensamiento que surgió en Europa con ocasión de la llegada de visiones utópicas de la realidad americana. La pintura de una América paradisíaca, de un mundo indígena puro e ingenuo, fue uno de los tantos gérmenes que alimentaron nuevas tendencias antropológicas que derivarán, a la postre, en las revoluciones de fines del siglo XVIII. Estas nuevas tendencias antropológicas, integradas en una filosofía política de signo liberal, harían el viaje de regreso a América, y las encontraremos en la base del proceso emancipador americano.

Paul Hazard, en su clásico libro La crise de la conscience européenne, analiza cómo la llegada de noticias y relatos del mundo extraeuropeo animó a los intelectuales del Viejo Continente a plantearse una serie de cuestiones vitales de suma importancia. La existencia de costumbres diversas, de religiones muy distintas a la cristiana, de instituciones políticas que poco tenían que ver con la monarquía absoluta fueron un fermento que poco a poco fue corroyendo el sistema de certezas sólidas en las que se apoyaba la cosmovisión europea17.

Además, es fácil rastrear desde la Antigüedad una constante en la historia del pensamiento: la tendencia a mitificar, que en muchos casos es la vía de escape psicológico a una realidad dura y dolorosa. La edad de oro en la que supuestamente habría vivido la humanidad en su infancia, o el futuro Reino Milenario, donde todo sería mejor, aparecen en las más distintas civilizaciones y culturas. Hay en la naturaleza humana una cierta vena utopista que expresa el hambre de trascendencia que siente el hombre ante unas circunstancias vitales limitadas.

La Europa del siglo XVI, con sus grandezas y sus miserias, fue un buen caldo de cultivo para que crecieran visiones americanas utópicas, alimentadas por las noticias que iban llegando al viejo continente de las supuestas maravillas transoceánicas. Los primeros portadores de la novedad americana, que alcanzaron inmediato renombre y publicidad en el continente europeo, fueron nada menos que Cristóbal Colón y Américo Vespucio. El genovés, en su carta anunciadora del Descubrimiento, traza un panorama americano edénico: hombres desnudos, sin malicia, sin intereses materiales, que viven en armonía con la naturaleza. El Almirante dirá que «son la mejor gente del mundo y más mansa»18. Y esas gentes viven en medio de un sinfin de riquezas.

Tantas, que Colón promete a los Reyes Católicos «oro cuanto oviesen menester»19.

La llegada de la carta a la Corte, las inmediatas traducciones y el esparcirse de la noticia por Europa fue todo uno. Las utopías clásicas encontraban un correlato real, no ficticio o meramente imaginativo. Al shock colombino se añaden las confirmaciones de esa misma realidad dadas por las cartas de Américo Vespucio.

El florentino, en cartas dirigidas a distintos personajes de Toscana, da cuenta de las tierras paradisíacas por las que pasa. En una de ellas, fechada en 1503, declara: «Es justo llamar a estas tierras Nuevo Mundo (...) el aire es más templado y tibio que en cualquier región conocida»20. Es la misma tierra que Colón, en carta a los Reyes Católicos, escrita después del tercer viaje, asegura que coincide con el Paraíso Terrenal21.

A las cartas de Colón y Vespucio se sumarán más tarde algunas obras de Fray Bartolomé de Las Casas, diligentemente traducidas al inglés, francés y flamenco, ya que sus denuncias de las injusticias hispánicas en Indias eran muy bien acogidas por las naciones rivales de España. Las Casas presentará una visión del indio americano plenamente concorde con la posterior elaboración europea del bon sauvage. Ciertamente abrumado por la posibilidad de que triunfase en España la idea de que los indígenas respondían a la noción aristotélica de servidumbre natural, Fray Bartolomé describe a los indios en términos idílicos: «Todas estas universas e infinitas gentes crió Dios las más simples, sin maldades ni dobleces. Obedientes, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quienes sirven. Son sumisos, pacientes, pacíficos y virtuosos. No son pendencieros, rencorosos o vengativos.

Además, son más delicados que príncipes y mueren fácilmente a causa del trabajo o enfermedades. Son también gentes paupérrimas, que no poseen ni quieren poseer bienes temporales. Seguramente que estas gentes serían las más bienaventuradas del mundo si sólo conocieran al verdadero Dios»22.

Como bien escribe el ensayista venezolano Arturo Uslar Pietri, «América puso a Europa a cavilar y a soñar. Le ofreció un mundo nuevo y desconocido para medirse y compararse. Le brindó a los europeos nuevos temas y nuevos motivos para expresar la insatisfacción que experimentaban por el orden en que vivían.

Las utopías sociales del Renacimiento, tan llenas de fermento crítico y reformista, están inspiradas en América. Más que en el conocimiento, en un vago sentimiento de la novedad y la bondad americanas»23.