3. MESOPOTAMIA

La construcción estable —de piedra—, el sistema adintelado y las formas estáticas e invariables de todo el arte egipcio, son la expresión de las arraigadas tradiciones de un pueblo ensimismado que tenía la obsesión de lo imperecedero.

El estudio de los diversos pueblos que habitaron la Mesopotamia nos ofrece un punto de vista opuesto y nos presenta un contraste radical con el sentido de eternidad que animó al antiguo Egipto.

Lo terrenal y las grandes construcciones de tierra

Huyendo conscientemente de hacer una narración, e incluso de establecer un análisis descriptivo de la historia de los distintos habitantes —sumerios, caldeos y asirios— de las tierras de Mesopotamia, me limitaré a señalar algunos aspectos más característicos, que se pueden considerar como comunes de aquellos pueblos durante las sucesivas hegemonías de Babilonia,Asur, Nínive..., aunque sólo en algunos de ellos se acusaron de una manera extrema, mientras que en otros apenas aparecen.

Como en Egipto, la fecundidad de una tierra aglomeró a los hombres junto a los ríos y dio pujanza al país que bebía de sus aguas; pero, en contraste con la civilización de las orillas del Nilo, es muy expresivo el hecho de que, siendo muy fértiles los territorios regados por el Eufrates y el Tigris en que se desarrollaron estas culturas, la principal fuente de riqueza de los imperios mesopotámicos era el botín de guerra.

Sí, porque la Mesopotamia no tiene una unidad geográfica clara y distinta, ni unos límites definidos que la aíslen, ni siquiera que la distingan de las tierras vecinas, pobladas de gentes muy diversas. Su historia se compone de reyertas fronterizas, invasiones, imperios que se levantan y pueblos que sucumben: afanes siempre nuevos y cambiantes. Sus reyes y sus hombres buscaban su provecho actual, poder, gloria, lujo y riqueza temporales. Amantes de la vida y de la fuerza, no se preocupaban por la eternidad. Eran belicosos, egoístas y crueles. De ahí que no tuvieran arquitectura funeraria, y que construyeran en cambio fastuosos palacios inmensos e inexpugnables. Sus fortificaciones tenían muros de un espesor descomunal (los de Korsabad tienen 25 metros de grueso) y de una altura que, en la muralla de Babilonia (según los datos que nos transmite Diodoro) alcanzaban los 90 metros, dimensión que no nos parece exagerada si se la considera tomada desde el fondo del foso hasta la coronación de las almenas. Los palacios de los asirios estaban elevados sobre una inmensa plataforma artificial (el palacio de Sargón tiene 100.000 metros cuadrados de superficie y un volumen de 1.500.000 metros cúbicos) que les servía para dominar la llanura y facilitar la defensa. Los reyes levantaban aquellos grandes pedestales de su orgullo con el esfuerzo de millares de esclavos y de cautivos de guerra que, a golpe de látigo, dejaban jirones de su cuerpo acarreando adobes, o morían exhaustos en los barrizales de los que sacaban la arcilla. Sin embargo, la erección de estos enormes basamentos de adobe llevaba consigo también un beneficio para la irrigación de las llanuras, ya que para extraer la arcilla necesaria, se practicaban numerosos canales que distribuían el agua del Tigris por las tierras de labor, de manera que a la edificación de un palacio, correspondía el trazado de un canal, y, por tanto, el progreso de la agricultura era un provechoso subproducto de la tiránica y despiadada glorificación de los monarcas.

Aquellos palacios asirios absolutamente cerrados hacia fuera y de un lujo deslumbrador por dentro, pueden expresar, y expresan efectivamente, el egoísmo y la insolidaridad de sus habitantes; pero responden también en su concepto a una tradición mesopotámica, pues ya desde el año 3.000 a.C. los sumerios tenían en Ur una ciudad con casas de fachadas ciegas —sin ninguna ventana—, y la vida organizada alrededor de un patio porticado central. Esta solución de la vivienda sumeria fue heredada mitigadamente por los griegos y los romanos, y, siglos más tarde, por los árabes. Es una solución seguida también en los patios andaluces y en los claustros monásticos del medievo, y que, según las circunstancias constructivas y ambientales, según el grado de aislamiento buscado y según la índole de las relaciones y la calidad de los cerramientos, cambia completamente de significación, y pasa de ser la expresión de un egoísmo belicoso, a ser una cordial protección de la intimidad o incluso un foco interior de irradiación de vida.

Pero los inmensos muros exteriores, completamente ciegos, de las construcciones asirias tienen un carácter especial por la sucesión de colosales estrías que, a modo de pilastras, realzan con su verticalidad la altura de aquellos extensos cerramientos. La expresión de estas grandes y rotundas paredes difiere por completo de la que tienen las grandes y rotundas paredes de Egipto, porque para los asirios el muro no es —como lo era para los egipcios— una mole de piedra que reposa eternamente, sino una muralla de tierra que se levanta desafiante y belicosa. Los egipcios acusan y enriquecen la superficie plana, y, con el paramento en talud, le dan la estabilidad que afirma su quietud milenaria. Los asirios rompen el plano para destacar, con un dinamismo vertical, la altura y el volumen del muro: su fuerza.

En el monumental recinto amurallado, no hay más comunicación con el exterior que el mero acceso, que tiene un cierto parentesco formal con el pilono egipcio, en cuanto que consta de una puerta flanqueada por dos torreones; sin embargo, las significaciones de ambos tienen muy poco de común: el pilono egipcio es el término de una avenida que a él conduce. Es una entrada monumental que se constituye en la fachada del templo, y, como tal fachada, representa una comunicación hacia fuera: participa al exterior algo de lo que el templo es. Por el contrario, en el acceso del palacio asirio, las torres almenadas protegen celosamente la puerta: no invitan, amedrantan. A ambos lados, toros alados con cabeza humana montan su guardia permanentemente: estos monstruos, con cuerpo de toro (a veces, con garras de león), alas de águila y cabeza de hombre, esculpidos con firmeza y acusando el relieve de sus músculos, son centinelas siempre alertas, símbolos de fuerza y poderío irreductible. Un detalle curioso de ingenuo primitivismo es que estos engendros tienen una quinta pata supernumeraria, que permite verlos con cuatro patas cuando se los mira de costado.

Con arcilla, los asirios levantaban las plataformas que servían de basamento a los palacios, porque la arcilla era indudablemente, el material más adecuado —el único, en realidad— para erigir unas mesetas de tal extensión y volumen, y que tuviera calidad de suelo y consistencia de asiento. Con arcilla edificaban también las murallas, porque, al no disponer de piedra, la arcilla era el material que mejor podía servir para unas construcciones tan macizas y voluminosas. Hasta aquí todo parece —y es— muy natural; pero los palacios, los opulentos y fastuosos palacios llenos de lujo y magnificencia interior, hechos para el redomado sibaritismo de unos monarcas, estaban también —y esto ya puede quizás asombrarnos— construidos de barro, de vulgar y deleznable barro.

La falta de piedra, la escasez de madera y la dificultad de transporte, unidas a la necesidad de un eficaz aislamiento térmico, hicieron que los pueblos mesopotámicos tuvieran la arcilla como único material estructural, y, por tanto, procedieron a construir de la única manera que este material lo permite, es decir, abovedando los ambientes, con lo cual consiguieron un constante perfeccionamiento de su técnica.

Primeramente —antes de que se llegara a inventar la bóveda propiamente dicha— aderezando cañas, formaban unos arcos de curvatura uniforme rigidizados en sentido vertical y horizontal con otras cañas y juncos. Constituían así unas cerchas que distribuían longitudinalmente debidamente arriostradas. Al cubrir esta armadura con juncos paralelos al eje, quedaba habilitado el encofrado de una cubierta cilíndrica. Sobre este molde procedían a extender sucesivas capas horizontales de arcilla que se superponían, esperándose siempre al desecado de la anterior, hasta que el entramado quedara completamente cubierto (F 9).


El cañón de arcilla que quedaba como techo después de quitar el sostén auxiliar de cañas y juncos, tenía forma abovedada; pero no trabajaba mecánicamente como una bóveda, ya que los sucesivos lechos avanzados se fundían solidariamente formando un caparazón monolítico como el de una cueva o el de un túnel natural. Este sistema era muy lento y laborioso, ya que había que esperar a que se secase cada capa y esta desecación debía ser homogénea, para lo cual había que mantener un cierto grado de humedad en los puntos de menor espesor de cada lecho. Era preciso también contar siempre con suficiente cantidad de arcilla para seguir el proceso sin interrupciones, y evitar en todo momento partes demasiado blandas susceptibles de agrietamientos que llevarían consigo el derrumbe de la obra.

Más tarde, con tímidos ensayos sobre espacios de pequeñas dimensiones, siguen el muro vertical de ladrillo y al llegar al arranque de la superficie cilíndrica, lo curvan adaptándose al encofrado.Se forman así las primeras bóvedas: son como el muro que se cierra sobre sí mismo para envolver el recinto.

Estas bóvedas de medio cañón corrido se perfeccionan cuando se las lleva a cubrir recintos más amplios; y, sobre todo, cuando se moldean piezas en forma de dovelas (de sección trapezoidal), que son capaces de sostenerse apoyándose mutuamente sin interposición de arcilla ni de aglomerante alguno en las juntas. Así son las bóvedas de todos los grandes palacios asirios y todas las que —en arcilla o en piedra— se han repetido siempre a lo largo de la historia de la construcción.

El único material de construcción era pues, prácticamente, el barro. No fueron, además, los asirios pródigos en el uso del barro cocido, y sólo acudieron a él en aquellos casos en los que la humedad podía dañar la arcilla cruda —solados de patios y basamentos— y aquellos otros en los que les interesaba una mayor riqueza aparencial. Cocidos y esmaltados de vivos colores eran los ladrillos empleados en los paramentos más nobles: arcos cabeceros, frisos, cuadros, zócalos y pavimentación de las salas. Esta cerámica, con su riqueza cromática y brillantez de superficie, realzaba todos los elementos de la arquitectura. Sin embargo, es interesante señalar que las piezas esmaltadas no eran un mero recubrimiento a manera de azulejos, plaquetas o baldosines, sino que eran ladrillos sustentantes cuya cara exterior (menor siempre que las caras de apoyo) era el soporte del esmalte (F 10).


Entre las grandes moles de arcilla que levantaban aquellos hombres, además de las murallas, de las plataformas basamentales, y de los palacios mismos, cabe destacar, por su carácter singular y muy específico de toda la arquitectura mesopotámica, los zigurats, engreídos y apabullantes, que servían de torre y observatorio. Geométricas montañas de adobe sin cocer, fueron levantadas ya por los primitivos sumerios y, después, con algunas variaciones, tuvieron gran importancia en Babilonia y entre los asirios. Los zigurats eran las construcciones más específicamente monumentales de la Mesopotamia. Se erigían como macizas atalayas escalonadas de hasta siete cuerpos superpuestos a los que se accedía mediante rampas exteriores sucesivas.

Nabucodonosor, al levantar de nuevo la torre de Borsippa, decía que «queriendo asombrar a los hombres» rehizo «la maravilla de las siete esferas del mundo». Es interesante señalar que el motivo que da para la construcción, y, por tanto, la principal función que el Zigurat debía cumplir era «asombrar a los hombres». Sin embargo, respondía a su misión de atalaya para dominar la bóveda celeste y el horizonte redondo.

Caldeos y asirios eran amigos de desentrañar la significación de las estrellas y las relaciones de sus rumbos, y dentro de su fervor astrológico, consagraban el color del revestimiento de cada piso del Zigurat a un planeta: Saturno (negro), Venus (blanco), Júpiter (naranja), Mercurio (azul), Marte (rojo), la Luna (plateado) y el Sol (amarillo).

Debía de ser impresionante —es lo que sus constructores se proponían— la contemplación de aquellas moles de espectacular grandiosidad, esmaltadas de colores brillantes, que se levantaban dinámicamente hacia el cielo como efecto de la tensión ascendente producida por las estrías que, a modo de pilastras, surcaban verticalmente cada uno de los grandes prismas encaramados unos sobre otros. Con sus juegos de rampas constituían también una escenografía deslumbrante para procesiones rituales en las grandes solemnidades.

Eran los zigurats los grandes monumentos al orgullo efímero de los hombres, levantados con barro deleznable y caduco, amontonando vidas humanas para desafiar al cielo con una opulenta riqueza aparencial. Su grandiosidad no residía (como la de las pirámides de Egipto) en la pureza de la geometría y en la solidez y estabilidad de la construcción; sino en la brillantez de la superficie y, por eso, de su magnificencia sólo quedan unos grandes montones de arcilla que, con pacientes excavaciones, van saliendo a la luz para satisfacción de los arqueólogos, meditación de los mortales y dolor de los paisajistas.

La torre de Babel de la que habla la Biblia fue uno de estos inmensos zigurats que se empezó a construir, como todos ellos, con miles de esclavos cautivos de guerra de países diversos que trabajaban bajo la coacción de la fuerza, y, en ella, se produjo confusión de lenguas, disgregación del trabajo e imposibilidad de continuar la obra: se armó, efectivamente, una verdadera torre de Babel.

Fastuosos debieron ser también los jardines colgantes de Babilonia, considerados como una de las siete maravillas de la antigüedad: su construcción debía consistir en un juego monumental de terrazas escalonadas; pero de su fulgurante belleza no nos quedan más que los elogios ardientes y asombrados que les dedicaron Herodoto, Diodoro y algún otro historiador.

Para levantar estas grandiosas construcciones de arcilla eran necesarios muchos millares de brazos humanos. Cuando no se contaba con un número suficiente de prisioneros de guerra, los monarcas asirios llegaron a fomentar pérfidamente las sediciones. Enviaban emisarios a las provincias menos sometidas; agentes reales provocaban la rebelión en las poblaciones, las cuales se negaban a pagar tributo y mataban a los mensajeros. Con este motivo se enviaba una expedición para castigar a los rebeldes, con lo que conseguían un buen acopio de prisioneros que, dominados por el terror, suministraban la mano de obra necesaria.º

Los poemas épicos murales

Aquellas edificaciones imponentes levantadas por multitud de esclavos anónimos que trabajaban como bestias, sin genio propio y sin libertad, eran, sin embargo, verdaderas obras de arte, porque tenían una grandiosidad sobrecogedora, transmitían realmente un mensaje humano (e inhumano), respondían a una idea ordenadora y expresaban con eficacia los afanes —la fervorosa egolatría— de los hombres que impulsaron la construcción. Eran, además, tanto entonces, en el período de su construcción, como ahora, en la desolación de su ruina, un exponente palmario de una época.

Pero estas obras no son sino un marco elocuente de otro arte muy valioso, extensísimo también en su producción, pero mucho más reducido de volumen, en el que interviene eficazmente la habilidad del artista concreto que pone su sello: es, por una parte, la actividad de ceramistas y artesanos que daban acabado a la arquitectura, y, por otra, la de todos aquellos artistas que con sus esculturas y bajorrelieves decoraban, enriquecían y vivificaban los ambientes. Unos y otros ponían el nexo de unión entre las descomunales masas de arcilla y la vida humana. Esta relación era necesaria para que se diera la monumentalidad de aquellas construcciones; porque lo desmesurado sólo llega a ser grandioso (y aun, simplemente, grande) cuando puede referirse al hombre.

Las artes figurativas, principalmente los relieves que decoraban las paredes de los palacios, tienen un valor artístico propio; pero, para comprender mejor sus características expresivas y plásticas, es necesario considerar los objetivos que se proponían los artistas, y los deseos y la manera de ser de los hombres para los que trabajaban.

Más expresivos del orgullo y de la crueldad de los reyes asirios que las afirmaciones que pudiéramos hacer nosotros, son algunos textos que ellos mismos escribieron y que no necesitan comentarios. En el año 882 a.C. dice Asurbanipal en uno de sus partes de guerra: «Mandé construir una pared delante de las puertas principales de la ciudad, hice despellejar a los jefes de la rebelión y tapicé la muralla con sus pieles.Algunos fueron emparedados vivos, otros empalados a lo largo de la pared y mandé reunir sus cabezas a modo de coronas». A mediados del siguiente siglo,Tiglatpileser escribe: «Encerré al Rey en su morada, ante sus puertas amonté muchedumbre de cadáveres. He destruido, devastado o quemado todas las ciudades. He dejado al país desierto, convertido en colinas y montones de escombros».

Estos dos botones de muestra sirven para formarnos una idea de lo que la guerra y, sobre todo, el poderío y la superioridad aplastante significaba para aquellas gentes.

Cuando no había ejércitos ni enemigos que machacar, el entretenimiento preferido por los monarcas asirios era la caza de fieras salvajes. En principio, el león era muy abundante; pero después había que ir a buscarlo a tierras bastante alejadas. Para evitar al rey estos desplazamientos, avezados cazadores traían leones en grandes jaulas hasta las residencias reales, sin causarles ningún daño. Allí, cuando el monarca tenía deseos de cazar, los soltaban, los enfurecían con gritos, y el rey, en su carro de guerra, acompañado por un auriga y dos cazadores armados de lanzas, los acosaba y los asaeteaba. Era un deporte emocionante y arriesgado en el que brillaba la destreza del rey y en el que jugaba un papel importante la habilidad de los que le acompañaban, cuyos errores se pagaban con la muerte.

Recreándose en sus cacerías, Tiglatpileser escribe: «En nombre del dios Ninurta que me ama, he cazado con mi temible arco, con mi jabalina de hierro y con la puntiaguda lanza, cuatro soberbios y gigantescos bisontes en la estepa de Mitanni...Traje a la ciudad de Azur sus pieles y sus cuernos».Y en otro lugar: «en nombre del dios Ninurta que me ama, he dado caza a 120 leones, resistiendo a pie firme, con corazón intrépido, sus acometidas; y a 800 leones más montando en mi carro. En mi botín de caza he reunido toda la suerte de animales del campo y de aves del cielo». El rey, al construir su palacio, fabrica una glorificación monumental de su persona, y quiere dejar constancia —para admiración del mundo— de todos los valores que le enorgullecen: su pericia de guerrero y de cazador, su fortaleza temible, su avasallador poderío y la derrota y humillación de sus enemigos.

La decoración de las paredes se hace, pues, con relieves que expresan las glorias del rey y el poder y la fuerza de los ejércitos asirios. Son laudatorias narraciones de las hazañas y jactanciosas epopeyas, en las que el monarca y sus soldados se ven siempre arrogantes, fuertes y victoriosos, mientras que las tropas contrarias aparecen derrotadas y maltrechas. Se complacen en describir las feroces torturas a las que someten a los vencidos en la guerra, o el dolor de las fieras que agonizan en las brillantes cacerías (F 11).


Junto a estos temas bélicos y escenas sangrientas, que constituyen el grueso de la decoración mural, aparecen también frecuentemente escenas de festines lujosos y libaciones rituales pacíficas y placenteras.

La decoración mural, cuando no es con los propios ladrillos esmaltados, se hace generalmente recubriendo la pared con tableros de alabastro en los que están esculpidas las escenas. No les interesa, como a los egipcios, acusar el paramento plano, y, por tanto, no tienen como norma el evitar en sus representaciones toda sensación de profundidad. Existe también un mayor relieve en el tratamiento de las superficies. Se suele decir que si los bajorrelieves asirios tienen más volumen en los salientes y rehundidos de la talla que los egipcios, es porque el alabastro es más blando que las piedras usadas en Egipto y facilita el trabajo escultórico. Es verdad; pero es interesante subrayar que, siendo así, unos y otros bajorrelieves responden (independientemente de las exigencias artesanales) a la concepción artística y ambiental emanada de su mentalidad propia.

Contrariamente a lo que ocurría en los murales egipcios, la distribución y actitud de las figuras —la composición del cuadro— no atienden tanto al ritmo y equilibrio de líneas y de formas en el plano, como a la eficacia descriptiva, a la viveza de la narración y a la expresión épica de la gloria y del dolor de vencedores y vencidos.

Es precisamente en esta línea expresionista donde encontramos las más relevantes cumbres del arte asirio, entre las que debemos destacar las estremecedoras figuras de leones que agonizan atravesados por las flechas del monarca.

8. LOS ETRUSCOS

Etruria, en la Península Itálica, se corresponde, más o menos, con la actual Toscana.

Se desconoce el origen de los etruscos; pero, terminado el siglo X a.C., podemos encontrarlos asentados entre el río Tíber y el Arno.Tuvieron su mayor apogeo y dominio en el siglo VI a.C. En el año 387 fueron vencidos y sometidos por los romanos. A lo largo del siglo III a.C. los etruscos se fueron integrando total y definitivamente en Roma.

Su arte y su gran capacidad ingenieril constituyen un presupuesto y un ingrediente importante del arte romano.

En el arte etrusco podemos encontrar unas características que lo aproximan al arte micénico y egeo: son precisamente aquellos aspectos que habíamos señalado como diferenciales de las obras prehelénicas en contraposición a las egipcias, mesopotámicas o persas: por una parte, la habilidad artesana y el ingenio constructivo, frente al gran volumen de mano de obra no especializada; y por otra parte, el aprecio por lo vital y humano, por lo cálido y familiar más que por lo grandioso y mayestático. Si los etruscos buscan la riqueza de sus obras, lo hacen con una exuberancia ornamental y colorística y con lujo en los materiales; pero no con un colosalismo monumental.

El dominio de arcos y bóvedas les llevó a encontrar soluciones más eficaces que las empleadas en Micenas para el problema de aumentar la fiabilidad de resistencia de los dinteles de piedra. En este sentido, para evitar que el peso del muro gravite sobre el dintel, en lugar de emplear el triángulo de descarga de las sobrepuertas micénicas (F 19), utilizan el arco de descarga, que es un recurso constructivo que se repetirá ya constantemente en la historia de la arquitectura, y que matizará el carácter específico de algunos estilos posteriores (el románico, por ejemplo) (F 39).


Por otra parte, y de más importancia todavía en el devenir de la construcción, introducen el llamado dintel despiezado: la solución, verdaderamente ingeniosa para que el dintel de piedra no se parta, es ponerlo ya previamente partido; pero dividiéndolo de manera que sus partes, mutuamente apoyadas, se sostengan. El dintel despiezado no trabaja constructivamente como un dintel, sino como un arco (si podemos llamar «arco» a un montante recto) dividido en dovelas trapezoidales acuñadas entre sí, en el cual la piedra, cada una de sus piedras, no trabaja a flexión, sino a comprensión (que es el sistema de trabajo más adecuado para los materiales pétreos), y produce, como todos los arcos, unos empujes laterales que habrán de ser absorbidos o contrarrestados en la construcción.

Otra aportación constructiva (adoptada después por los romanos para su impluvium) es el cubrir un recinto cuadrado dejando un hueco en el medio que servía a los etruscos para salida de humos de una fogata central. Unas vigas apoyadas en las paredes opuestas resolvían el problema sin necesidad de columnas o soportes intermedios, tal como se ve en la figura (F 40).


Los templos etruscos rectangulares, con cubierta a dos aguas que define un frontón triangular en la fachada principal, y con una ordenación de columnas, están emparentados con el megarón prehelénico y con todos los templos griegos. La amplitud del pronaos y el estar levantados sobre un podium que los aísla lateral y posteriormente, con acceso por una escalinata anterior, los relaciona más estrechamente con la generalidad de los templos que construirán los romanos.

Dentro de la arquitectura etrusca, las tumbas tienen una importancia singular; más, incluso, que las ciudades, a pesar de que el tipo de ciudad etrusco, con dos calles axiales en cruz que terminan en cuatro puertas monumentales, fue el adoptado oficialmente en el imperio romano.

Las tumbas etruscas, tal como ocurría en los llamados tesoros de Micenas, responden al mismo concepto arquitectónico que los prehistóricos dólmenes (una cámara rotundamente cerrada con un acceso angosto); pero, como aquellos tesoros, están muy enriquecidas en su decoración y evolucionadas en sus sistemas constructivos. Unas veces están excavadas en la roca. Otras, levantadas en piedra con bóvedas o falsas bóvedas, con pilastras o sin ellas, y recubiertas con un túmulo de piedra que a veces está rodeado por un muro de piedra cilíndrico a modo de tambor. La decoración de la cámara funeraria es lujosa; pero doméstica y familiar, imitando frecuentemente, en la piedra, las vigas de madera que constituían el techo de sus viviendas, y decorando las paredes con pinturas alegres y jugosas.

Incluso las estatuas de los sarcófagos, no yacen rígidas con expresión de quietud eterna, sino que se nos presentan como personas vivas suavemente recostadas en un diván, en la actitud despreocupada y amigable de quien está en su casa.

Toda la escultura etrusca bebió con avidez, directamente y sin profundizar en ella, de la escultura que contemporáneamente se hacía en Grecia.

Siguiendo el arcaísmo helénico, las figuras etruscas tuvieron primeramente el rostro ovalado con los pómulos acusados, los ojos saltones y la característica sonrisa arcaica. Los cuerpos se mostraban bastantes esbeltos, pero con una cierta tosquedad y rigidez.

Más tarde asimilaron (porque encajaba perfectamente con su espíritu barroco y vitalista) todo el realismo y expresividad helenísticos.Los cuerpos fueron presentando simultáneamente una tendencia a la obesidad.

Nunca tuvieron, sin embargo, el espíritu sensitivo y ponderado en las proporciones, depurado y elegante en las formas, que caracterizó el arte helénico clásico tanto en la arquitectura como en la escultura.

Los etruscos hicieron sus templos vistosos, brillantes de color y profusamente decorados; pero sin el sentido de equilibrio en la proporción de los elementos, ni exquisitez en las formas. El hecho de que sus tumbas imitaran, labrándolas en piedra, las vigas de madera de las viviendas, nos dice de su habilidad constructora, de su ingenio y de su intención artística (querían, quizá, dar con ello un sentido eterno a lo vital y pasajero); pero nos habla también (por la inadecuación en el empleo de los materiales) de su falta de sensibilidad constructiva y de finura en la expresión arquitectónica.Tanto en las esculturas de los sarcófagos y en los abundantes retratos estatuarios, como en algunas representaciones animales muy características, y, sobre todo, en la multitud de figurillas con que decoran los cofres, las tapaderas de sus vasijas y los más variados objetos de su uso (que frecuentemente tienen asas, patas o mangos antropomórficos o con muy caprichosas figuraciones) demuestran un amor por la exuberancia artística y la profusión de adornos, y por la exaltación de lo concreto, vivo e individuante.

Hay siempre una cierta tendencia a lo caricaturesco, con expresión directa y extrovertida, sin lugar para la contemplación interior ni para el misterio. El ingenio y la viveza les interesan mucho más que la depuración de las formas, la armonía y la elegancia. Es un espíritu artístico próximo al que anima las actuales fallas valencianas, y que, como en escultura, hemos visto que se manifiesta también en arquitectura, y se da con toda claridad en las pinturas.

Los etruscos se expresan mejor escultóricamente en la arcilla y en el bronce que en la piedra, y, precisamente en estos materiales, desarrollan también una extraordinaria habilidad artesanal para las artes aplicadas.

Mezclando la arcilla con hollín consiguen una cerámica negra de brillo metálico, muy característica, llamada «bucchero nero» (barro negro), con la que hacen no sólo vasijas muy bien modeladas, sino objetos variadísimos, incluso cadenas en las que buscan más el efecto aparencial y el alarde técnico que la propiedad y adecuación del material. Por otra parte hacen también cerámicas en que van siguiendo los caminos marcados por los griegos (áticas o jónicas, primero; helenísticas, después).

Alcanzaron gran altura en el trabajo de metales, y en orfebrería llegaron a unas cotas difíciles de superar.

12. ORÍGENES DEL ARTE CRISTIANO

En el seno del Imperio Romano, coincidiendo con el máximo esplendor de Roma, calladamente, sin que transcendiera aparentemente nada en el desarrollo imperial ni en sus manifestaciones artísticas, se da el acontecimiento más trascendental para la humanidad: el nacimiento del Cristianismo, que viene a dividir la historia en dos grandes épocas: antes y después de Cristo. Todo el arte occidental, a partir de entonces, viene influido, inspirado, dirigido, condicionado o vivificado, desde su concepción hasta sus detalles, en sus temas y en sus formas, por el sentido cristiano o por la incidencia que la doctrina de Cristo tiene en la vida de los hombres.

Sin embargo, la gestación de esa potencialidad artística que habrá de marcar durante siglos los derroteros del arte, se hizo de una manera oculta y silenciosa, aunque aquel embrión era ya perfectamente congruente con lo que sería su inmenso desarrollo posterior.

Desde el primer momento, ya en los comienzos del más primitivo arte paleocristiano, hay una Idea directriz, en función de la cual se hacen las manifestaciones artísticas.

Haciendo una simplificación que, aunque excesiva y difusa, puede ser válida si no la tomamos como un dogma excluyente, sino sólo como un punto de vista parcial y aproximativo, podemos aventurarnos a decir que en el arte oriental (Mesopotamia, Persia...) la forma se busca a sí misma y domina a la idea; en el arte clásico la idea es, precisamente, la perfección de la forma; en cambio, en el arte cristiano, la forma está al servicio de la idea.

El Cristianismo trae una Idea nueva, que, para expresarse, necesita servirse de un repertorio de formas. Muchas veces son formas, y aun elementos temáticos, que ya existían, pero asumidas y cristianizadas por el arte cristiano; y otras que son creadas expresamente. La Idea va integrando todo lo aprovechable del mundo en que se desarrolla y dándole un nuevo sentido.

Antes del Edicto de Milán (313) que dio la paz a la Iglesia, los cristianos usaron, para sus reuniones de familia y ceremonias religiosas, casas de vivienda en las que se aderezaban algunos locales para dedicarlos especialmente al culto. Se adaptaron también para iglesias casas que algunos fieles pudientes donaban, y en algunos casos, se construyeron templos de nueva planta, pero con un carácter más variado, modesto y acoplándose a las circunstancias de cada caso. La arquitectura más importante y muy característica es la de las catacumbas. Las catacumbas, o cementerios excavados fuera de las ciudades o junto a ellas, constaban de galerías subterráneas, que daban acceso a unas cámaras más grandes —los cubículos— con chimeneas de aireación. En las paredes se abrían los nichos para los difuntos. Los cristianos celebraban allí algunas de sus ceremonias y reuniones de familia (F 63).


Es interesante señalar la riqueza expresiva —ambiental— de esta arquitectura de las catacumbas. Allí, los cristianos se sumergían en su mundo interior, protegidos del mundo hostil. Las paredes, enlazadas en la acogedora concavidad de la bóveda, envolvían, cobijaban y apiñaban a los fieles en íntima comunión con los hermanos cuyos cuerpos reposaban bajo los mismos muros.

La decoración pictórica de las paredes seguía las mismas líneas de la que se hacía en el Imperio Romano:recuadros y cenefas que fraccionaban el muro y enmarcan escenas o representaciones varias. Se puede notar, sin embargo, que, consecuente con la clausura del recinto, la decoración no simulaba las aperturas en la pared ni las perspectivas caprichosas a las que tan proclives fueron los pintores pompeyanos. La pintura, así, colaboraba a crear el ambiente de recogimiento.

Muchas de las representaciones eran temas elegidos del arte romano, a los que se cristianizaba dándoles una nueva significación.

Así, el Moscóforo se repite insistentemente como el Buen Pastor, Eros y Psiquis son Cristo y el alma, los orantes proliferaron renovando su sentido; y para representar la Resurrección se toma la escena del mito de Orfeo. El pavo real, signo pagano de la inmortalidad, sigue siéndolo para los cristianos; pero se pone ahora junto a las representaciones de Cristo, que son muchas veces simbólicas (el cordero, el áncora, la vid, el pan) o anagramáticas, como el crismón o el pez.

Además se representan escenas bíblicas relacionadas con la Redención y pasajes del Nuevo Testamento. Es muy frecuente la entrada del alma al banquete celestial, que se relaciona con el ágape eucarístico y, a su vez, con la Sagrada Cena. La vid, que era corriente en las cenefas o plafones de la decoración mural romana, es repetida profusamente por los cristianos debido a su riqueza simbólica (la cepa y los sarmientos, la Eucaristía, el Viñador...)

Durante los primeros siglos, las esculturas exentas son escasas. En cambio son muy frecuentes los relieves iconográficos cuyos ejemplares mejores y más abundantes se encuentran en los sarcófagos. La decoración de estos sarcófagos puede darse con escenas bíblicas que se suceden sin interrupción en friso corrido; otras veces, enmarcando los personajes y escenas en arquerías sobre columnas y, muy frecuentemente, reduciendo toda la iconografía a un medallón o recuadro central, y adornando el resto con estrías y otros temas ornamentales. Los motivos representados, en general, son los mismos que eran objeto de la pintura.

A partir del Edicto de Milán, los cristianos construyen multitud de edificios destinados al culto. El tipo de la basílica romana, donde los romanos celebran sus asambleas públicas, se adecua perfectamente a las necesidades del culto cristiano y se adopta como templo (F 64). Consta de una nave central, con techo plano de madera, terminada en un ábside que se acusa como foco de atención del recinto, y dos naves laterales más bajas, separadas por sendas hiladas de columnas. Las naves laterales pueden tener un segundo piso (triforio) abierto sobre la central. A veces, antepuesta al ábside, se colocaba una nave transversal (transepto) destinada al culto de los mártires, que se mantendrá en la tipología del templo cristiano como el crucero.


En el imperio de Oriente, el templo cristiano, además de la planta basilical y con más profusión que ella, adopta planta circular, octagonal o de cruz griega, cubierta con bóvedas y cúpulas sobre pechinas: toma formas arquitectónicas recibidas de la Persia sasánida.

Dos rumbos en el desarrollo del arte cristiano

La traslación de la capitalidad a Constantinopla, la división del Imperio Romano, y, poco después, la caída del Imperio Romano de Occidente bajo las invasiones bárbaras, son hitos históricos que marcan dos rumbos distintos, no absolutamente autónomos, pero claramente diferenciables, en el desarrollo del arte cristiano. Responden a dos aspectos diversos —muy acusadamente diversos— de la misma Idea. Expresan plásticamente dos espiritualidades distintas en las que se manifiesta, de maneras muy diferentes, un espíritu común.

El arte cristiano oriental viene a coincidir con el que se encuadra en el llamado estilo bizantino, que adquiere un gran esplendor ya en el siglo VI y cuyas características fundamentales se mantienen con una gran homogeneidad hasta el siglo XV (toma de Constantinopla por los turcos), y perduran con muy leves evoluciones hasta la edad contemporánea.

El arte cristiano occidental, en cambio, presenta una notable variedad de formas según las zonas geográficas, y sufre unos cambios violentos de estilo a lo largo de la historia.

Para centrar las ideas y aclarar cuáles son las líneas directrices de ambos caminos (sobre todo, en la desconcertante variedad estilística de todo lo que hemos dado en llamar arte occidental), debemos remontarnos a unos antecedentes históricos del arte enraizado en la geografía.

Egipto, Mesopotamia y, sobre todo, Persia, subyacen en todo el arte bizantino.

La depurada Grecia, con sus ancestros prehelénicos, y la pragmática Roma, con sus raíces etruscas, están latentes bajo todas las evoluciones del arte occidental.

En Oriente se acusa el valor artístico de la magnificencia. El arte de Occidente acentúa más lo vital y lo humano.

En el primer caso, el arte nos produce, principalmente, la admiración de lo monumental. En el segundo, podemos recibir de él tanto el calor de lo íntimo como la serenidad de lo lógico o la emoción de lo vivo.

Por una parte está lo mayestático y decorativo, lo brillante y aparencial. Por otra, lo cálido y lo profundo.

¿Cómo dos caminos viejos y tan diferentes entre sí pueden responder con propiedad a una única idea y, además, totalmente nueva?

El arte ha encontrado en el Cristianismo su máxima libertad de expresión plástica, porque el Cristianismo no determina en absoluto los medios, sino que propone un fin; y, de ahí, que el arte cristiano se haya enriquecido a lo largo de la historia con el más variado repertorio de formas, adoptando con toda propiedad las maneras existentes y llevándolas a veces a su plenitud, o también abriendo derroteros vírgenes, y poniéndose en la vanguardia con técnicas nuevas y hasta revolucionarias.

Pero, para atenernos a esta primera bifurcación del arte cristiano oriental y occidental vamos a considerar en qué consiste esa Idea directriz —única, pero riquísima en contenido y posibilidades— capaz de vivificar igualmente a esos dos caminos que se nos presentan como opuestos, aunque en realidad no son sino manifestaciones diferentes de un mismo espíritu.

Lo más enjundioso de esa Idea, lo que la constituye en algo absolutamente original y nuevo en la historia de los hombres, es la existencia de un Dios a quien amar. No es sólo (aunque también lo sea) un Dios poderoso al que se teme; frente a la idea de dioses que aterrorizan o de destinos caprichosos que actúan en las tinieblas, aparece la Providencia que ama; Dios, omnipotente, es, ante todo, Amor, y la vida de los hombres tiene, en Él, su principio y su fin. El arte cristiano es la expresión de la vida cristiana. Esa vida consiste en la humanización de Dios y la divinización de lo humano: el hombre inválido que se dirige a Dios y se integra en Él,y Dios inmenso que acoge al hombre.Todo ello constituye una unidad indisoluble y sin fisuras; pero muy variada y rica en aspectos. Según cuales sean los aspectos que se subrayen dentro de ese espíritu único, surgen las diversas espiritualidades del Cristianismo, y, con ellas, los distintos rumbos del arte cristiano.

En la Iglesia de Oriente se pone un acento especial en el culto y homenaje a la Divinidad, de ahí, el esplendor de su liturgia. Por eso, el arte bizantino se dirige, principalmente, a cantar la grandeza del Dios al que se ama.

En la Iglesia de Occidente se destaca el valor del camino que amorosamente conduce al hombre a Dios; de ahí que la ascética y la doctrina estén especialmente subrayadas en todo el arte cristiano occidental.

Valor religioso del arte cristiano

El arte cristiano, desde sus orígenes, cumple una función religiosa de evocar en nuestro espíritu, con elementos sensibles, las verdades de la fe y las realidades sobrenaturales —invisibles— que nos envuelven. Hay, en él, una representación tangible de lo intangible que busca siempre, en definitiva, avivar de alguna manera el fervor de los fieles, hacer más sensible en ellos la llama de la fe, ponerles en contacto con el misterio de lo divino. Esta es la razón de ser religiosa y pastoral de las imágenes. Pero para alcanzar este fin común, podemos distinguir dos caminos que son diferentes aunque no necesariamente se excluyan.

Unas veces las imágenes tienen la misión de meros símbolos que presentan visiblemente lo invisible, para hacer más fácil la plegaria: a través de ellas se adora a Dios, o se venera a los santos.

Otras veces las imágenes tienen una misión más ilustrativa: nos representan escenas bíblicas o pasajes sagrados para explicarnos cómo sucedieron, o, simplemente, para recordárnoslos.

En uno y otro caso, la misión mediata, el fin de la imagen, es acercarnos a lo sobrenatural; pero en el primero predomina la liturgia, mientras que en el segundo predomina la doctrina.

En las iglesias orientales resalta el valor de la imagen como símbolo, y así vemos cómo las representaciones bizantinas se mantienen frecuentemente en la actitud mayestática y solemne de recibir una veneración: se prescinde de todo ambiente vivo y familiar y se busca, en cambio, conmover a los fieles con la riqueza y majestad de su apariencia.

Por el contrario, en las imágenes occidentales, el sentido predominante es el explicativo o narrativo. Es el valor docente y catequístico de ilustrar sobre unos acontecimientos que sucedieron o que sucederán, o más bien, el de evocar vitalmente esos acontecimientos para estimular el fervor.

Pero el valor religioso del arte no se reduce a las imágenes. Las artes figurativas no pueden sino representar impropiamente al Dios incorpóreo y a las verdades sobrenaturales que son irreductibles a figura.

Dios, ese Dios «en quien —con frase de San Pablo— nos movemos, vivimos y somos», tiene en el espacio arquitectónico una representación mucho más propia que en la imagen. La arquitectura crea un ambiente en el que también, en cierta manera, «nos movemos, vivimos y somos», y esa arquitectura tendrá un valor religioso en la medida en que su ambiente nos evoque la presencia del Dios que nos escucha o que nos envuelve.

Los templos pueden facilitar la devoción por su adecuación funcional, ya que son el lugar donde los fieles se congregan en comunidad de amor. Su eficacia religiosa estará en cómo se acusa la importancia del foco de atención común, en cómo el ambiente invita al recogimiento interior o en cómo estimula la elevación del espíritu. Esta línea de adecuación funcional tiene aspectos ambientales y formales muy diversos. Es la línea dominante en la inmensa variedad de tipos y estilos de templos en el arte cristiano occidental.

Pero la devoción puede ser estimulada también arquitectónicamente por la creación de un espacio grandioso que patentice, con su sublimidad y riqueza, la majestad de Dios. Esta línea, que no es nunca independiente de la primera, ya que ambas se entrecruzan y se funden, es la que suele primar en la arquitectura religiosa bizantina.


21. LA PLENITUD DE LA ARQUITECTURA RENACENTISTA

Al hablar de la arquitectura renacentista, me refiero, exclusivamente, a la que respondía, con todo rigor, a las normas que constituían el código de perfección arquitectónica establecido empíricamente en Italia por los arquitectos de los siglos XV y XVI, y que fue más o menos reglamentado por las preceptivas que escribieron los llamados tratadistas del Renacimiento (Alberti, Vignola, Palladio, Scamozzi...)

En los diferentes países de Europa, sobre todo en el siglo XVI, se introdujeron elementos y motivos ornamentales que provenían de Italia, y que formaron unos estilos autóctonos, para los cuales se han acuñado ya en la literatura de la Historia del Arte, los nombres de «Renacimiento francés», «Renacimiento flamenco», «Renacimiento español»... Sin embargo, aunque estos estilos arquitectónicos sean contemporáneos y tengan algunos puntos de contacto con el Renacimiento, no pueden identificarse con él, y menos, juzgarlos y medirlos por el código renacentista.Yo, personalmente, me quedo más tranquilo hablando de «Plateresco», que de «Renacimiento español». Aunque tengo que aceptar esa denominación porque está ya totalmente establecida. En este capítulo reservo la palabra «renacentista» para la arquitectura —de cualquier país— que responda plenamente a la preceptiva del Renacimiento italiano, aunque esté matizada por algunas características locales que son, a veces, muy fuertes (es el caso del llamado estilo herreriano).

Como ya se ha dicho anteriormente, la preceptiva renacentista dice que la perfección arquitectónica radica, exclusivamente, en su belleza. Y es totalmente independiente de su utilidad, de su economía, y de cualquier factor exterior que pueda limitar o condicionar su forma y sus dimensiones (paisaje, clima, función, historia...). Esa belleza exige la interpretación fiel y rigurosa de los cinco órdenes de la arquitectura romana en sus molduras y en sus proporciones. Además, como elemento distintivo renacentista, se introdujo la cúpula semiesférica sobre pechinas. La decoración de los lienzos de pared, frisos y pilastras, se hacía, cuando se creía oportuno (con más o menos profusión según la preferencia personal del arquitecto, que en esto era libre para decidir) mediante bajorrelieves ordenados geométricamente con motivos ornamentales a los que se dio en llamar «grutescos», porque estaban inspirados en las pinturas que adornaban los sótanos (llamados «grutas») del Palacio de Nerón, conocido por el nombre de la «casa Áurea».



Brunelleschi, al abrir el camino, había señalado ya la plenitud de la arquitectura renacentista (y, con él, Alberti, claro). Los pintores quattrocentistas (pienso en Ghindarlaio, Botticelli, y en Mantegna, también) interpretaron en sus cuadros aquella nueva arquitectura, y (pintores al fin) dieron una importancia de primer orden a ese aspecto, meramente epidérmico, de la decoración de grutescos en los paramentos planos. Los arquitectos del Quattrocento italiano mantuvieron, en general, ese gusto por la profusa decoración superficial de frisos y pilastras, así como una cierta preferencia para el orden corintio, sobre los otros órdenes —más sencillos— de la arquitectura romana. Se suele distinguir esta arquitectura quattrocentista (sin que haya ningún cambio drástico) de la que se viene a hacer en el Cinquecento (siglo XVI): El Alto y el Bajo Renacimiento, se denominan respectivamente. En el Cinquecento pierde importancia la decoración menuda, y, en cambio, se acusan más las líneas arquitectónicas y los juegos de volúmenes.

La construcción de San Pedro de Roma imprimió un carácter muy acusado en los avatares de la arquitectura, así como también puso su huella definitiva en la Historia de la Iglesia.

El Papa Julio II se lanzó a la magna empresa de construir ese gran templo que marcara una cumbre en el arte de todos los tiempos, que fuera el símbolo tangible de la capitalidad romana, y que expresara el dominio de la Cristiandad sobre el universo entero.

Bramante