Luis Benítez

EL METRO UNIVERSAL

(Novela)

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Índice

Premios

Dedicatoria

CAPITULO 1

CAPITULO 2

CAPITULO 3

CAPITULO 4

CAPITULO 5

CAPITULO 6

CAPITULO 7

CAPITULO 8

CAPITULO 9

CAPITULO 10

CAPITULO 11

CAPITULO 12

CAPITULO 13

CAPITULO 14

CAPITULO 15

CAPITULO 16

SEGUNDA PARTE

CAPITULO 17

CAPITULO 18

CAPITULO 19

CAPITULO 20

CAPITULO 21

CAPITULO 22

CAPITULO 23

CAPITULO 24

CAPITULO 25

CAPITULO 26

CAPITULO 27

CAPITULO 28

CAPITULO 29

CAPITULO 30

CAPITULO 31

CAPITULO 32

CAPITULO 33

CAPITULO 34

CAPITULO 35

EPILOGO

Otros títulos

Benítez, Luis

El metro universal. - 1a ed. - Buenos Aires : Pluma y Papel, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987-648-046-8

1. Literatura Argentina.

CDD A860

El metro universal

© 2012 Luis Benitez

© de esta edición Pampia Grupo Editor

Juan B. Alberdi 872, 1424, C.A.B.A., Argentina

info@pampia.com

www.pampia.com

Director Editorial: José Marcelo Caballero

Coordinadora de edición: Marcela Serrano

Ilustraciónes de cubierta: H&M

ISBN: 978-987-648-045-1 (edición impresa)

Primera edición eBook:Marzo 2012

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723

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Published under the Copyright Laws 11.723 Of The Republica Argentina.

Hecho en Argentina – Made in Argentina


La presente obra ha sido consagrada finalista del

Premio La Nación –Sudamericana de Novela 2006

Jurado:

Carlos Fuentes, Griselda Gambaro, Tomás Eloy Martínez,

Luis Chitarroni y Hugo Beccacece

dedicatoria

Para mi esposa, Susana Gerbiez,

estas y todas mis palabras

CAPITULO 1

-¿Qué otra cosa puede hacer un hombre verdaderamente culto, inteligente, sensible y, por ende, delicadamente estúpido, como sinceramente yo lo soy, que enamorarse de una puta?- vociferó el padre de la poesía contemporánea.

Desde su sillón favorito Beppo, el gato, abrió un ojo y lo observó fijamente desde su blando mundo.

Llovía. Llovía desenfrenadamente sobre París: las gotas, por un fenómeno físico maravilloso, caían desde alturas notables sobre los tejados, los adoquines, los macetones de los balcones desiertos, el mercado donde nadie había, derramado en la calle a la que daba la ventana, eternamente cerrada, de esa habitación donde sucedía todo y sucedía nada.

-¿Cómo, esta miserable, este adefesio que pertenece a un género, la mujer, que apenas alcanza a separarme de los animales a mí, que soy un hombre, puede expresarse así, con tanta crueldad, con tanta infame malicia, con tan premeditada alevosía… con tanta gracia en su… repugnante crueldad de loca infeliz…?-

Etcétera, etcétera, etcétera.

El hombre estrechó la carta contra su corazón y luego, furioso, arrugándola con desprecio, la arrojó violentamente cerca de donde ardía el fuego.

Pero apenas cerca.

Se dio vuelta y se quedó mirando unos instantes la pared. Tras pensarlo un momento, se volvió de golpe y se alivió al contemplar el escueto papel tirado en el piso, lejos del carbón encendido. Avergonzado, como si le pudiera ver alguien, con cuidado del gato, del mobiliario y de las paredes, se acercó a la humilde hojita, seguramente arrancada de un cuaderno de viaje, y, mordiéndose los labios, sonrojado deliciosamente por lo que hacía, la tomó con ligero asco y la depositó sobre la mesa, tropezando sin quererlo con la única silla de la habitación.

El gato rezongó sordamente, volviendo desde muy lejos.

Millones de fenómenos químicos se producían por doquier: el pelo del hombre y el del gato insensiblemente encanecían, el vapor de agua a 10 mil metros de altura se condensaba en agua, más pesada que el aire, y se desplomaba por su propio peso. Estallaba al llegar abajo y, según lo que tocara, se descomponía en sus compuestos básicos o bien se transformaba en una solución al bastardearse con lo encontrado. En la habitación, el aire apenas caldeado por un miserable brasero de hierro subía hasta el elevado techo de teca blanca y allí se enfriaba, transportando millones de partículas de hollín, ácaros muertos, patas de mosca, fragmentadas babas de telaraña; microorganismos que no tenían todavía nombre y otros que aún no lo tienen descendían hasta las narices del hombre y del gato adormilado apestando sus pulmones.

Etcétera, etcétera, etcétera.

En el balcón, las plantas y la escueta tierra que las soportaba en los canteros hacían lo suyo ensamblando y desensamblando elementos. Igual que desde hacía 6.000 millones de años, esta redonda rebanada de todo lo existente hacía lo que tenía que hacer sin mayores miramientos y sin testigos.

Tampoco el gato y el hombre, también ellos en lo suyo y sin prestar atención a nada más.

Como las gotas de agua, como la tierra en los canteros, como las plantas sumidas en su alquimia verde, el gato y el hombre eran sólo otro compartimiento estanco del innumerable consorcio de lo existente.

El gato estiró perezosamente una pata, presionando el ajado tapete de terciopelo verde que había conocido mejores épocas en el palacete de madame Auspick, la madre de Charles Baudelaire.

-¡Jeanne, vida mía, mi sol, mis ojos, mi… mi porquería de baño!

El gato resopló en un sueño y luego cayó en un marasmo más hondo, comprendiendo que su desconfianza hacia lo único que podría hipotéticamente agredirlo era completamente infundada. Sencillamente se desvaneció en un sueño sin formas ni fronteras ni inquietud.

-Mi bestia- susurró, alisándose la corbata de moño y saboreando todavía cada palabra de la cartita.

Fuera, una gota de agua que estaba convirtiéndose lentamente, sólo en su superficie, en cristales de hielo, cayó repentinamente desde una hoja de geranio, sin alcanzar a terminar el proceso, y se estrelló en miles de pedazos casi invisibles contra un adoquín de la rue de la Pepinniére, frente al número 25.

CAPITULO 2

Rémy Alphonse Urban Nicholas Armand Arthur François D’Armeuil La Bas Ramée D’Orleac, duque de la sangre y de Aquitania, caballero de la Orden de Malta y del Toison d’Or y prefecto de policía de París, cortó una larga lonja de queso en el descanso que se daba a las tres de la tarde en su laboratorio de la Rue des Cortesans.

Se trataba de un brie de Meaux pasado de su punto exacto a lo menos un año atrás.

Las fibras, flojas, se desmantelaban bajo el peso del grueso cuchillo de plata blasonado hasta que éste, como una lenta guillotina, llegaba al firme apoyo de la bandeja, zanjando el queso siempre en porciones de casi el mismo tamaño.

Rémy lo prefería así, manido, apestoso, no por un afán similar al de su primo Bonaparte III, cuyo retrato invertido colgaba divertidamente de la pared opuesta a donde él estaba y era famoso por su afición a las cosas podridas, incluyendo su imperio.

Rémy amaba el brie descompuesto porque, en sus doce años de investigación, había creído descubrir que el brie de Meaux, un año fuera de su punto, era la única sustancia que llegado un momento no se dilataba más.

De hecho, así lo había anunciado y explicado hasta el bostezo de algunos irreverentes mantenidos en la sesión extraordinaria de la Real Academia de Ciencias Luis Bonaparte, que él financiaba bajo el nombre de su ilustre primo.

Seis horas demandó su explicación y ninguno de aquellos altaneros físicos, matemáticos, astrónomos, químicos, zoólogos, botánicos, todos pagados de su bolsillo, se rebeló contra las parrafadas que tratando de dar algún énfasis, eran leídas por un anónimo en el aula magna, mientras él, Rémy, aparentaba no seguir ansiosamente las expresiones de sus rostros, sus señas entre sí, sus apenas perceptibles mensajes de mutua inteligencia.

Un anticuado tricornio que repentinamente se inclinaba para ocultar una sonrisa. Una mano que apenas podía disimular, bajo lo que parecía ser una expresión atenta, el repiqueteo de los dedos ofuscados sobre el pupitre de disección. El velo de una sonrisa maliciosa tendido por un intempestivo volver la cabeza atrás.

Mientras cortaba el brie Rémy rememoraba esa noche, que debía ser la de su gloria, asqueado. No por los hedores del queso inmundo que tajeaba bajo sus dedos enjoyados y protectoramente enfundados en cabritilla.

La recordaba así porque las seis horas de demostración en la letra de su descubrimiento habían sido acogidas con un frío aplauso leve, tras el cual todos se quedaron callados.

-Conspiradores. Hijos de los jacobinos- había murmurado con desprecio al quedarse solo, tras la partida hasta del mismo actor que había contratado para leer su solemne discurso académico.

-Mierda- susurró cuando Beadfort, su ayuda de cámara, vino a comunicarle que su carruaje ya estaba listo y dispuesto para la cena solemne que, en su honor y en el de su descubrimiento, la Academia que él financiaba iba a brindar en el Royal.

Rémy amaba hacer esperar a todo el mundo. Simplemente se acarició los cabellos que ya comenzaban a agrisarse sobre sus orejas, como acomodando aun más lo que su peluquero había acomodado y perfumado esa misma tarde, para la ocasión, y se quedó unos minutos más en aquella sala que exhibía las perfecciones de su acústica completamente desaprovechadas, allí donde doscientas butacas, entonces desiertas y mudas, le habían tácitamente dado la espalda.

Cortando el brie en dos porciones, contemplándolas un momento antes de retornar a tajearlas, volvió a estar en esa aula donde tanta verdad se había expuesto y tanta verdad había sido despreciada.

Oyó de nuevo, claramente, a solas otra vez con esa afrenta que los mismos a los que ayudaba a pagar las cuentas le habían ofrendado, la voz de Beadfort. Antes de retirarse, más buen mozo que prudente y sin saber de las famosas cualidades de acústica de la sala, su respetuoso ayuda de cámara había respondido a hurtadillas a su justificada expresión de unos pocos minutos antes.

-Mierda tu madre- había susurrado y creído que sofocado inútilmente en su aliento su ayuda de cámara, retirándose tras una genuflexión.

Las excelentes bóvedas que Rémy había mandado construir ex profeso para su academia habían hecho el resto. El duque había sonreído entonces con una mueca entre desdeñosa y feroz.

Desde esa noche, se había propuesto demostrar en los hechos su teoría.

De nuevo en su presente, siguió cortando el queso putrefacto -pero maravillosamente consistente- en mitades de mitades de mitades.

Iba a derrotar a la famosa paradoja de Aquiles y la tortuga, no sólo a esos pedantes que comían de su mano y se burlaban de él.

Iba a hacerlos pedazos.

El fino hilo de sangre ardió en su dedo índice derecho, allí donde la cabritilla de Flandes había sido penetrada hasta la carne.

Ofuscado sólo por sus recuerdos, Rémy apartó su herida del contacto con el queso podrido sin ninguna adelantada premonición científica. El, que pasaba por ser el padrino de las ciencias positivas dentro y fuera de Francia, no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo en la habitación, en ese más allá omnipresente que estaba representado, sin que él lo sospechara, por la lenta descomposición de unas flores en el jarrón infectado de microbios que ornaba su mesa de experimentaciones, por el aire abundantemente habitado que respiraba con resuellos de rabia, por su cuchillo de plata, por el brie y por la indefensa humanidad de su dedo índice.

CAPITULO 3

-¿Seguro que no quiere té, señor Raveil?- insistió la vieja.

-¡Pobre señor Raveil!- se recuperó después de un pensado instante- También yo, importunarlo con mis tonterías hoy, primero de noviembre…-

Raveil miró a la portera y recordó, agradecido, que cada Día de los Muertos ella tenía la misma cortesía hacia él.

Un año atrás, en ese mismo lugar, probablemente a esa misma hora, ella había dicho lo mismo.

Y el año anterior.

También un año antes. Y diez atrás.

En la hornalla la pequeña cacerola abollada era el recipiente de una aceleración creciente de partículas de agua, más pronunciada en el fondo, que poco a poco se iba acrecentando a medida que las mismas chocaban y rebotaban en las paredes calientes del utensilio. La vieja seguía hipnotizada el movimiento de las minúsculas burbujas que competían entre sí por llegar antes a la superficie, donde el brusco contacto con la diferencia de temperatura del exterior las hacía explotar con un estruendo que ni ella ni Raveil podían, naturalmente, oír.

-Clementine…- suspiró.

-Ojalá mi esposo, cuando yo me muera, se acuerde de mí como usted lo hace de ella, señor Raveil…- suspiró la vieja, dejando igualmente el té servido sobre la mesa que Raveil y la señora Raveil habían comprado de oferta, quince años atrás, en una kermesse parroquial.

La humedad había operado unos cambios en la mesa, lo mismo que en Clementine, que yacía a unas pocas cuadras de allí, en Pére Lachaise, algo más ajada que la mesa.

La vieja contempló con algo de humilde dignidad, parecida a la compasión o a la ternura que podía caber en ella, quizás a la costumbre, el ramo de gardenias. Junto a él había depositado en silencio la azucarera y también las tenacillas de peltre -ya algo oscurecidas por el uso- como flotando sobre la minúscula montaña de granitos blancos que la colmaban. Una delgada capa de compuestos químicos, en estratos minúsculos que eran inmedibles para la época, se había ido depositando sobre el metal.

La vieja se regañó a sí misma por lo de las tenacillas y se juró, como el año anterior, etcétera, etcétera, frotarlas con amoníaco esa misma tarde, cuando su mejor pensionista estuviera todavía en Lachaise.

Iba alejándose hacia la puerta cuando Raveil, extrayendo una moneda de su bolsillo derecho, susurró su nombre.

La vieja suspiró con alivio.

Sin probar el té, pero dirigiéndole a la mujer un gesto de reconocimiento, Raveil tomó las gardenias y con un manso saludo depositó la moneda en la palma pálida y dura de su portera.

Luego tomó su sombrero y salió, cerrando con cuidado la puerta tras de sí.

La vieja le dirigió una mirada más a la puerta cerrada y luego clavó sus firmes dientes en la moneda, comprobando que era, como todos los años, lo que cabía esperar de la fecha.

-Pobre señor Raveil- susurró, sentándose en la silla del que acababa de partir. Bebió metódicamente el té del ausente y luego el de la taza que había servido para la silla de enfrente. Le hubiese gustado acompañar el té con unos brioches calientes, pero sabía que el viejo no tenía otra afición que sus objetos de estudio y que aquel día.

-Nunca deja un pedazo de pastel. Un confite. Algo. Hace 30 años que vive aquí y nunca algo, una migaja, un resto…- suspiró.

Contempló la colección de balanzas de bronce y acero de Raveil con compasión hacia sí misma y pensó que, después de todo, el día iba a ser tan largo como todos los días.

La vitrina que tenía enfrente, colmada de pesas que iban desde planchuelas de media onza inglesa hasta tres kilogramos españoles, le dio un escozor en la espalda.

Pensó que era preferible.

Después de todo, dejar para una hora después la limpieza del piso no tenía nada de malo.

Además, aquél era un día especial.

Luego, como todos los años para esa fecha, las luces encendidas en su mente se fueron apagando poco a poco, como cuando se va el último espectador de un teatro, y se fue quedando lábilmente dormida. Como si se tratara de un gato, sus sentidos se alejaron de ella paso a paso, hasta salir de la sala desierta. Roncaba ya cuando el sol pálido de noviembre se animó a emerger de entre las hendijas de los postigones de hierro que daban a un patio interior.

Por una inflexión de la luz sobre los bordes agudos del metal, ésta se descomponía en siete colores sobre las zapatillas de tela de la vieja dormida.

La campana de la iglesia más cercana marcó las once con cuatro milésimas de segundo de retraso y nadie se dio cuenta.

Tampoco Raveil, consultando por costumbre su reloj de cadena, que volvió a guardar en el tercer bolsillo derecho de su chaleco, en el mismo instante en que penetraba en Pére Lachaise por la puerta del oeste.

Observó otra vez, atento, que ese día no inhumaban.

-Por la fecha- se dijo, sereno, y se dirigió hacia el fondo, al sector 34, tumba 322, corriente.

Vagamente, le pareció haberlo hecho antes.

CAPITULO 4

“En alguna parte de Bretaña, 26 de octubre de 1855

Charles:

En los últimos 10 días escribí y rompí una larga carta por día.

Finalmente, descubrí que las rompía porque me desagradaba el tono justificador de ellas.

Por eso decidí ser breve, para contarrte que decidí quedarme sola.

Te ruego que no insistas en acercarte a mí; luego de esta oportunidad que “nos“ di, estoy en condiciones de tomar esta decisión elaboradamente, sin improvisaciones, respondiendo a lo que siento y a lo que responsablemente analicé sobre ello.

No quiero explayarme más porque no me parece que sea lo apropriado.

Quiero pedirte que te desentiendas de colaborar conmigo en la cuestión de Claude: no es aconsejable.

Espero haber sido clara, aunque la brevedad de ésta…

Jeanne Duval

Su conversación con aquel hombre, antes de que le leyera la carta, había sido formal.

Bastante formal.

Había pedido dos ajenjos, para estar a tono con el cafetín.

En verdad, hasta aquella oportunidad, había sentido una agradable sensación de aventura al ir a encontrarse con aquel personaje: siempre tugurios oscuros, antros. Una delicia.

Nadie sabía que él, Sainte-Beuve, iba a verle allí. Se guardaba muy bien de contárselo a nadie.

Como si tuviese un forúnculo, eczemas en el cuerpo, una enfermedad vergonzosa, una criada por amante.

Aunque reconocía el genio de aquel hombre, no dejaba de ser para él, poderosamente, un personaje al que acudía cuando se cansaba de los que veía a diario. Pero también por algo más que distracción.

Sí, había pensado alguna vez con un ligero remordimiento; él también lo usaba.

Como lo usaban los que necesitaban de un pobre diablo para adosarle todas sus fealdades, sus escarnios, sus vicios celosamente ocultados al mundo al que pertenecía Sainte-Beuve. Un mundo que le obligaba a dejar el carricoche a la vuelta, siempre, de donde se encontraran.

Pero aquel placer de la aventura.

Baudelaire, pensó, con aquella carta lo estaba arruinando todo.

A Sainte-Beuve le agradaban las conversaciones formales, fuera porque le hacían sentir respetado o porque la formalidad le hacía sentir seguro. La formalidad le permitía sentirse en su lugar.

Todo había empezado bien.

Le había preguntado qué hacía allí, donde le había citado, y aquel lánguido le había dicho que lo había hecho porque, simplemente, espera a un tal Raveil, un físico, que iría a verlo en cuanto terminara de sufrir como todo el mundo, aquel día, en el cementerio.

Agregó que tenía ese Raveil que pagarle unos trabajos.

Recordando aquel comienzo apacible, Sainte-Beuve se repantigó incómodo en esa dura silla de Les Trois Cocus.

En otra circunstancia hubiera reído amablemente. Si se lo hubiese contado alguien en una tertulia literaria en lo de madame Rainaud o en lo de Soliers, sólo una semana atrás, o en un almuerzo campestre, como una curiosidad sustraída a un criado, hubiese deslizado dos o tres sarcasmos respecto de la mala prosa del texto, hubiese resaltado los dos errores de quien lo redactó, se hubiese extendido maliciosamente en detalles como la calidad inferior del papel y hubiese rematado todo con una apelación a evitar cuidadosamente toda relación con alguien que sólo vale cinco francos.

Pero no en aquella circunstancia.

Aunque era el redactor jefe del Heraldo de París y tenía sesenta años.

Para ganar tiempo, paseó la vista por aquel cafetín de morondanga donde le habían citado.

Miró la barra, donde un tipo se dormía de borracho hablando estupideces que, seguramente, serían la verdad absoluta en su mundo esponjoso.

Observó inquieto a dos que discutían a la salida del baño, recordando apresuradamente que un hombre como él, en realidad, nada tenía que hacer en un lugar como aquél, viendo, escuchando y aun leyendo la miseria humana.

Pensó, ya molesto, que la amistad que le unía al hombre arruinado que tenía enfrente, atento a sus palabras, bien podría no valer todo ese esfuerzo que le demandaba llegarse hasta esos lugares peligrosos, decididamente peligrosos, y como era hombre de talento, hizo una comparación entre el alma y las aficiones de quien le había citado y aquel lugar.

Pensó en que, si el precio de asomarse al espíritu de aquel hombre era contemplar esa inmundicia, bien poco valía lo suyo para el mismo que así le ofrecía el espectáculo de su propia alma y su propia escenografía. Ese figón de mugrientos donde ya los dos que habían salido del baño se iban a las manos, donde el patrón, acostumbrado a esas escenas, tomaba un largo palo y los tundía…

Pensó si lo que había visto en aquel hombre alto, espectral, de ojos marcadamente parecidos a los de Poe (su primer contacto habían sido unas traducciones de Poe que aquél le había acercado y que él, desde luego, había rechazado por considerar a Poe todavía un autor demasiado desconocido y, además, un norteamericano), pensó si lo que había visto en aquel hombre valía la pena cuando se exponía así, con una violencia que le obligaba a tolerar algo horrible, a mojar el dedo en un retrete.

El hombre había desviado la vista hacia la avenida a la que daba el local y eso alivió a Sainte-Beuve.

También pensó en que aquel hombre, que desfachatadamente le exhibía su intimidad con aquella carta, se animaba a hacer lo que nadie entre aquéllos que él conocía.

Y Sainte-Beuve pensó también en su juventud. Algo lejano, que había perdido mucho antes de ingresar en la Academia, antes de entrar en el Heraldo, incluso.

Evitó cuidadosamente el recuerdo de George Sand. En verdad, hacía muchos años que no pensaba en ella.

Tampoco quería hacerlo en ese momento.

Se sintió molesto. Después mucho más que molesto.

Se sintió furioso.

Comprendió, de a poco, porque era un hombre muy inteligente, que aquel Baudelaire había violentado su intimidad al exhibirle tan inmisericordiosamente la suya. Lo estaba obligando y él, decididamente, no quería.

Lo admiraba, era cierto, pero también era cierto que eso no le daba derecho alguno a pegarle allí, en ese lugar a donde nadie tenía que tener acceso.

-La amo, la amo aunque ella no me ame, Sainte-Beuve-

La voz sonó desde alguna parte.

Una voz firme, sin fisuras.

Pensó Sainte-Beuve que a esa altura del siglo ya nadie se animaba a hablar así. Que se burlara tanto alguien de la posibilidad de que se rieran de él era un escándalo, una provocación.

Un desafío, un reto. Una fanfarronada, en suma.

No podía ser real. No debía serlo. Era perentorio.

Con un rasgo de humor, que no aparecía en su mente desde hacía mucho tiempo, así, tan necesariamente, pensó como un absurdo que tenía que haber un estatuto real contra cosas como aquellas. Era una estupidez y no cabía en su espíritu que lo manifestara alguien como quien tenía enfrente.

Era cierto, en fin, que le despreciaban cuantos le conocían. Pero por razones otras.

No por aquéllas, que eran las peores.

Sintió claramente un escalofrío.

Para evitarlo, para entrar en calor, Sainte-Beuve preguntó (y de veras trató inútilmente de ser superficial, de sonar realmente superficial):

-¿Y quien es este Claude a quien alude… esta persona?-

El tono con que pronunció sus últimas dos palabras no hizo mella alguna en el hombre.

-Su primo, Beuve. Los mantuve tres meses en la misma pensión en la que vivíamos sin querer saber que eran amantes-

Aquel “querer” había sido demasiado.

Sainte-Beuve sintió en su estómago algo difuso, peligroso.

De pronto, sintió asco decidido por aquel lugar que antes le había parecido simplemente peligroso.

Como era un hombre de veras inteligente, alcanzó a preguntarse si no sentía asco por quien tenía enfrente.

-¿Y usted espera… cree que esa mujer volverá a escribirle?-

Se sintió vacío después de preguntarlo.

Para evitar el vacío, que le aterraba, Sainte-Beuve duplicó el peso de su pregunta:

-¿Cree que todo lo que está haciendo con usted mismo va a acercarla siquiera un codo?

Aun lo triplicó, buscando en su mente algo que pusiera todo aquello en evidencia.

Algo hiperbólico, tan poderoso del lado de la razón como aquello ridículo, orgulloso, impensable, que lo acechaba del otro lado de la mesa.

Por fin lo encontró, recordando un artículo que le habían obligado amablemente a publicar los accionistas del diario, dos noches antes.

Rió por dentro, seguro de derrotar con aquella cruda comparación cuanto le había golpeado en el vientre:

-¿Se piensa que esa Duval es… algo parecido al logro de la unidad de medida de todas las cosas, al metro universal?

Suplicó a las paredes mugrientas de Les Trois Cocus que Baudelaire no contestara.

Pero él lo hizo.

-Sí- dijo.

CAPITULO 5

Rémy observó con divertida malignidad a ese embajador extranjero. Bajo, chapurreando un francés de colegio religioso, moreno.

El y su francés eran morenos.

La antecámara de su real primo estaba colmada de solicitantes, pero de entre ellos sobresalía aquel estrafalario personaje de levita corta que, evidentemente, no lo había reconocido.

El sí lo recordaba.

Como podía entrar cuando quisiera, Rémy demoró el ejercicio de su privilegio con una premeditada indolencia.

No sabía todavía bien por qué, pero debía hacerlo.

Domínguez.

Se llamaba Domínguez.

Vagamente recordó los festejos del aniversario del nacimiento del general Lafayette en la embajada norteamericana.

Sí, aquel Domínguez estaba allí entonces, junto con los otros, hombres notables en sus paisitos, sus repúblicas perdidas en la selva, pensó divertido Rémy.

Los últimos a los que los criados les ofrecían champaña, los últimos a los que se les dirigía la palabra, En aquella antecámara le rodeaban otros como él, que también llevaban tres días diciendo a los cuatro vientos que llevaban invertidos tres días esperando para ser atendidos por Su Majestad Imperial. “Didi”, como le llamaba Rémy, se divertía mucho haciendo esperar a esos desgraciados.

-Mi estimado Domínguez…- apenas susurró Rémy, extendiendo una diestra ducal al desgraciado.

El hombrecito estaba estupefacto. Sólo atinó a ponerse de pie para recibir aquella inaudita salutación.

-Su Excelencia… Su Excelencia… yo, mi país, nos honramos y…- apenas atinaba a decir mientras Rémy, exageradamente, le sacudía decididamente los omóplatos.

Al ver el saludo manual convertido en franco abrazo, el sirviente mayor, un viejo de peluca empolvada a la antigua usanza, que estaba convencido de ser el único correctamente bien parado, recto como una estaca, junto a las puertas del paraíso, pensó ceñudamente en qué modales podía él inculcarle a esos jovencitos que le traían para servir en palacio cuando los grandes tenían en público a bien exhibir esas bajezas.

El viejo pensó, sin que se le moviera un músculo, en los viejos buenos tiempos.

Cuando otro que el papanatas al que guardaba entonces ese sinnúmero de puertas doradas, casi nunca estaba en palacio.

Cuando el Gran Emperador mandaba, él era un criadillo de encomiendas, pero recordaba a Marat, a… los ojos se le nublaron un momento, sin que su espinazo perdiera la marcialidad doméstica.

Cuando llegaban noticias del frente de los Pirineos, de Polonia, del avance sobre el territorio ruso. Cuando no existía el telégrafo y doce jinetes, enviados desde el mismo punto, competían por llegar a dar la noticia de Austerlitz, por ejemplo, a la lánguida Josefina. Quien primero llegara con el pergamino, firmado doce veces por aquella mano nerviosa y lejana, notificando una victoria, recibía una pensión vitalicia con un displicente gesto de la Emperatriz.

Aquel sí que había sido un gran hombre, pensó el sirviente mayor.

Queridos tiempos de antaño, etcétera, etcétera, etcétera.

Entonces, él tenía que ver a aquel babieca palmeando a un lacayo venido de quién sabía dónde.

Un duque de la sangre.

Furioso, viendo que uno de los mucamos menores se dormía en su puesto y aprovechando el espectáculo nunca visto que estaba dando el duque, discretamente el sirviente mayor se le acercó y le tironeó de la oreja más cercana, al tiempo que le clavaba la mirada en los ojos recién abiertos, para que el pueblerino no soltara un grito inoportuno frente a Su Excelencia.

Puestas las cosas en su lugar, el sirviente mayor volvió a su puesto con la misma discreción que antes, en sólo dos pasos hacia atrás de sus largas piernas y allí, inmemorial como los estucos de palacio, se adormeció recordando la gran sombra que había visto cuando era casi un niño cruzar nerviosamente ese mismo aposento: de uniforme siempre, la enorme sombra del pequeño hombre agigantada por la lumbre de las chimeneas que ardían día y noche.

El lo recordaba con orgullo.

Napoleón era muy friolento.

Rémy, mientras palmeaba al estupefacto Domínguez, intentaba inútilmente recordar su origen.

Sólo se acordaba de un país de tierras planas, perdido en su planisferio. Aquel que artísticamente pintado sobre un gobelino, ornaba una pared mayúscula de su estudio de científico potentado.

En verdad, Rémy estuvo muy cordial con aquel desgraciado.

Inclusive, le aseguró con un guiño mesurado que hablaría con su primo, cuando terminara la entrevista, a fin de que no esperara más en aquella antecámara.

Le estrechó la mano con un gesto de irrefutable afecto. Incluso, sin demostrar desconocimiento, le preguntó a Domínguez por su rey.

Sonrojándose, Domínguez susurró, como para no avergonzar al duque en público:

-El general Justo José de Urquiza es un presidente. Nosotros no tenemos un rey, sir-

-Ah, ah, mi buen señor Domínguez, no saben ustedes lo que se pierden por no tener un rey-

Al verlo reír, todos los presentes rieron. Domínguez, tras titubear un rato, también.

Mientras reía, Rémy sintió otra vez un pinchazo en el dedo índice de su mano derecha. Se le había inflamado un poco, a punto tal que el anillo de diamantes que, por coquetería, acostumbraba llevar en él, había tenido que cambiarlo a su dedo mayor.

Los chambelanes ya abrían respetuosamente las puertas doradas que llevaban al salón de consejo de Didi. Incluso para él, reflexionó Rémy, no era conveniente hacer esperar demasiado a su quisquilloso primo.

Pero todavía, con una graciosa inclinación cortesana de su cabeza, antes de penetrar en las cámaras que ambicionaban conocer la mayoría de los que allí esperaban, Rémy se volvió hacia el agradecido Domínguez y le preguntó:

-¿Quién me dijo hace unos días que era su canciller, Domínguez?-

El hombre no cabía en sí de gozo y no pudo evitar mirar de soslayo a los presentes, para ver qué impresión les había causado aquella familiaridad con los grandes.

El cumpleaños de Lafayette se había celebrado casi seis meses antes.

Todos esperaban.

Emocionado, Domínguez nombró a su cuñado, contemplando al granuja del duque con veneración.

Las puertas que llevaban hasta Didi se cerraron mientras Domínguez se inclinaba en una profunda reverencia, mientras musitaba con emoción lo mejor que le vino a la cabeza para tan extraña deferencia.

Luego se irguió, recto como un hilo estirado, contemplando a los otros con una expresión indescriptible de serenidad y de gozo y, tomando aliento, pidió al sirviente mayor una taza de té.

El viejo, de peluca empolvada, a la moda de un tiempo atrás, recordó otra vez las sombras de esa sala. A ello le siguió el recuerdo de que en ella habían esperado “Voltaire y algunos reyes y cardenales”, como se repetía en las cocinas, pero escuchó como todos la alegre carcajada de Rémy, que se alejaba de ellos como un fantasma que desapareciera detrás de aquellas puertas doradas e, inclinando la cabeza, se fue apresuradamente a cumplir con el deseo de monsieur Domínguez.

Al paso de Rémy se iban abriendo puertas tras puertas de aquellas galerías interminables, mientras su fino calzado de terciopelo se hundía en las muelles alfombras, mientras en su mente se felicitaba de haber elegido aquel día para visitar, sin previo aviso, a su primo el emperador.

El destino ponía en sus manos otro instrumento para alcanzar sus fines.

Como tenía también aficiones filosóficas, además de científicas, se preguntó por un solo instante si la presencia de aquel Domínguez allí, aquella mañana, no era una demostración más de la predestinación de las empresas exitosas que así, tan fácilmente, comenzaban.

Mientras pensaba vagamente en aquello, el último par de puertas se abrió. Penetró, por fin, allí donde le esperaba sin disimular su fastidio, Luis Bonaparte III, emperador.

Didi.

CAPITULO 6

Charles vio partir a Sainte-Beuve, tras dos silencios y un par de frases formales, comprendiendo que había llegado demasiado lejos con aquel hombre.

Se preguntó si aquello no era perder el último amigo que le quedaba.

Pensó que no.

Con una sonrisa amarga, porque ya veía venir el futuro inmediato, lo que le restaba de esa noche, se dirigió al patrón con una seña.

El viejo antedía él mismo su tugurio.

-El caballero dejó pagado todo y diez francos para lo que siga- se cuidó de decir el patrón.

Charles volvió a sonreír.

Era evidente que Sainte-Beuve lo había invitado a continuar cenando solo y también era evidente que, en su rudeza, aquel patrón no quería ofenderle.

Tampoco Sainte-Beuve.

Seguro de poder esperar en Les Trois Cocus, Charles pidió otro pastis.

El viejo trató de no ser chismoso.

-¿La señora…?-

-Bien, gracias- susurró Charles -entretenida con la modista. Usted sabe cómo son las mujeres-

Inclusive intentó sonreír.

El patrón lo miró de reojo, aprovechando el momento de colocar su cigarrillo en el borde del estaño y, sin desear ser cruel ni entrometido, él, viudo desde hacía tres años, agregó en un susurro:

-Entonces vendrá poco, como últimamente, con el señor…-

Acompañó su insinuación con una mirada atenta a la copa que acababa de lavar.

Seguía sucia.

Después se cambió de brazo el repasador y fue por el pedido de Charles Baudelaire.

Inmutable desde su última frase, Charles se concentró en el paisaje que le daba la ventana.

Dos niños jugaban con un aro en esa misma vereda; más allá un encapotado sereno encendía con una larga pértiga la luz de gas de la esquina.

Charles se sintió separado y cerca de todo aquello.

Pensó que estaba allí, dentro de Les Trois Cocus, y también afuera.

Que era los dos niños y el aro.

Al mismo tiempo que era el que encendía la luz de gas y aun la misma llama azul, insípida, que trazaba un cono de luz imprecisa sobre la calle.

El patrón, atento a la cuenta de diez francos que había dejado la culposa generosidad de Sainte-Beuve, como sabía lo que vendría, anotó en su memoria el franco y diez céntimos de la consumición.

Como volviendo de un sueño, Charles vio ante sí el frasco repleto de un líquido verdoso, la taza de loza con el agua, el colador de cobre, el mismo que se usaba en el local para el té, cubriendo protectoramente la boca entera de la taza. En el centro del colador, el terrón de azúcar.

A un lado, el platito conteniendo goma arábiga.

En autismo, pensando en otra cosa, vertió sin prisa el líquido cáustico de la botella sobre el terrón de azúcar.

El verde ajenjo fluyó acompasadamente del frasco hasta que Charles juzgó que era suficiente.

Desde un rincón, ocupando otra mesa, vacía salvo por ella y un vaso de agua, una vieja mendiga le veía hacer sonriendo con aprobación, sin perderse uno solo de sus movimientos.

Charles se detuvo y colocó la botella sobre el mantel manchado, sin taparla.

Miró a la vieja y pensó en la juventud de esa mujer, en lo que habían sido esos brazos arrugados, esas piernas casi tiesas, aquel rostro ajado sobre el que llovía una cabellera de bruja a dos aguas. Pensó en esas manos que se retorcían de ansiedad viéndole servirse el ajenjo.

Le hizo un gesto al patrón que, como un gran hipopótamo, hojeaba perezosamente con una pupila el suplemento deportivo del Heraldo y, con la otra, no perdía detalle del salón.

Cinco minutos después (en verdad, el patrón reprobaba cosas como aquellas) la vieja, con lágrimas en los ojos, tenía servidos frente a su cara asombrada otra verde botella, otra taza de loza, con su colador y su terrón de azúcar y su platito con goma.

Cuando la vieja terminó de verter el anisado fuerte sobre el azúcar, Charles agregó a lo suyo agua de la enorme jarra que lucía en todas las mesas y, a continuación, la goma, revolviendo todo con una cuchara dañada.

Raveil no podía faltar a la cita, pensó.

No podía hacerlo.

Tenía diez céntimos en el bolsillo derecho de su gabán y no podría quitarle más que con el estómago el resto de los diez francos al patrón.

Desde su mesa, ya bebiendo, la vieja le dirigía abundantes, reiterados brindis, sonriendo a todo lo que daba su enorme boca desdentada.

Charles correspondió a uno de los brindis, pero cuando la vieja, todavía sin moverse de su mesa, comenzó a relatarle sus cuitas, Charles, amablemente, miró hacia otro lado.

Desde la barra, el patrón le soltó un fastidiado chistido a la vieja, que se calló de inmediato.

Mas luego recomenzó.

Charles le sonrió un segundo, ansioso por volver a sus pensamientos, pero la vieja tomó esto como un signo favorable y no sólo redobló el énfasis de su conversación sino que, bajo la mirada reprobadora del patrón, arrastrando trabajosamente una pierna lisiada, se llegó hasta la mesa de Charles con la taza en la mano y se sentó junto a él.

Desde la barra, el patrón pensó que le estaba bien empleado al caballero por su excentricidad y aun rió quedamente cuando la vieja volvió a cargar su taza con la botella de Charles.

Este, sin cuidarse de nada que no fuera el rumbo de lo que pensaba, sabiendo que por la hora todo era inútil, un mero simulacro, otra forma sutil de la vergüenza, se limitó a acariciar la cabeza mugrienta y casi calva de la vieja cuando, treinta minutos después, ella se echó a llorar farfullando sobre su hombro.

Luego de una hora de aquello, él decidió que era tiempo de irse.

Charles reclinó con cuidado a la anciana dormida en su propia silla e hizo un gesto claro, de pie, al patrón.

Este sonrió y cerrando el diario, le dijo desde la barra:

-No se preocupe el señor. Igualmente duerme aquí todas las noches-

Charles ya iba a irse cuando el patrón lo llamó con un chistido descortés, aunque como todo en él, no malintencionado:

-Sobran dos francos-

Sin volver la cabeza, ya casi fuera del local, Charles se oyó decir:

-Tómelos por el hospedaje-

Fuera, al aguanieve se derramaba sobre las baldosas que tampoco estaban atentas a que eran las dos de la mañana.