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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 399 - diciembre 2018

© 2006 Judy Duarte

Llámalo deseo

Título original: Call Me Cowboy

© 2006 Lilian Darcy

La princesa disfrazada

Título original: Princess in Disguise

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-758-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Llámalo deseo

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

La princesa disfrazada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

LA escalera crujió y Priscilla abrió los ojos. Era de noche y un adulto la llevaba en brazos.

—¿Papá?

—Shh, pequeña mía, no te preocupes. Yo estoy contigo.

Sólo su lamparita de noche de Snoopy iluminaba sus pasos.

—¿Adónde vamos?

Él le hizo una seña de que no hiciera ruido.

—Vuelve a dormirte, cariño.

Priscilla descansó su cabeza sobre el pecho de su padre y sintió los latidos de su corazón: llevaban casi el mismo ritmo de su cojera según caminaba hacia la puerta principal de la casa. Ella bostezó.

—Estoy muy cansada, papá.

—Lo sé, cariño.

Priscilla quería regresar a su cama, no quería andar por ahí. Su padre cerró cuidadosamente la puerta tras ellos y ella sintió el aire fresco de la noche en el rostro y los pies desnudos.

Una lechuza ululó en la lejanía y un perro ladró cerca de ellos.

—Hace frío, papá, y está muy oscuro.

—Todo va a salir bien, cariño. Espera y verás —respondió su padre.

Priscilla vio la camioneta de su padre aparcada delante de la casa; tenía el motor en marcha y la calefacción la convertía en un lugar de lo más acogedor en ese momento.

—Tengo una almohada y una manta para ti ahí dentro —le anunció su padre—. ¿Por qué no intentas dormirte de nuevo? Tenemos un largo camino por delante.

—¿Adónde vamos? —repitió ella mientras se tumbaba en el asiento trasero.

—A un lugar feliz —contestó él desde el asiento del conductor.

Priscilla miró por la ventanilla trasera. La casa quedaba muy lejos, pero vio que se encendía la luz en la ventana del piso de arriba.

—¿Dónde está mamá? —preguntó ella—. ¿Por qué no viene con nosotros?

—Vuelve a dormirte, cariño. La telefonearemos por la mañana y podrás hablar con ella.

Viajaron toda la noche y todo el día siguiente, pero nunca se detuvieron ni telefonearon a su madre.

Ni tampoco volvieron a hablar de ella nunca más.

Capítulo 1

 

 

 

 

Veintidós años después

 

 

Priscilla Richards no estaba de humor para fiestas, pero asió una copa de champán y cumplió con la cortesía: fingir sonrisas y mantener charlas superficiales.

Era una noche clara y la casa brillaba en todo su esplendor. Byron Van Zandt, un banquero dedicado a inversiones, daba una fiesta de lujo para celebrar el ascenso de su hija Sylvia.

Pero no todos estaban tan contentos. Priscilla estaba deseando marcharse a casa y no era porque no se alegrara por Sylvia, su mejor amiga.

Sylvia y ella se habían conocido en la universidad, donde ambas habían obtenido el doctorado en Literatura. Luego habían conseguido sendos trabajos de fábula en la pequeña pero emergente editorial Sunshine Valley, especializada en literatura infantil.

Trabajar juntas había estrechado su amistad, así que Priscilla no podía irse de la fiesta por mucho que lo deseara. Se lo debía a su amiga.

—¡Hola! —la saludó Sylvia acercándose a ella entre la multitud—. ¡Te has animado a venir!

—No me lo perdería por nada —contestó Priscilla con una sonrisa—. Enhorabuena por el ascenso.

Sylvia se fijó en la copa intacta de Priscilla.

—Bebe todo lo que quieras, Pris. Puedes quedarte a dormir aquí, no tienes por qué preocuparte de cómo vas a regresar a Brooklyn esta noche.

—Gracias por la oferta pero dormiré en mi casa. De hecho, voy a marcharme pronto.

Sylvia se acercó a ella y la observó atentamente.

—Estás empezando a preocuparme, ¿sabes?

—Estaré bien, en serio.

Su amiga se cruzó de brazos. Era evidente que Priscilla no la había convencido.

—Sé que adorabas a tu padre, Pris. Y es normal que estés triste. Pero detesto verte tan decaída. Quizá deberías ir al médico a que te recetara algo. ¿O por qué no visitas a un sacerdote o un consejero?

El dolor no la había dejado tan fuera de combate, pensó Priscilla. Rodeó los hombros de Sylvia con su brazo y le dio un afectuoso apretón.

—Gracias por el consejo. Pero lo que realmente necesito es armarme de valor y deshacerme de las cosas de mi padre. Después de eso, estaré mucho mejor.

—¿Significa eso que regresarás dentro de poco a trabajar? Desde que te tomaste ese permiso no he tenido a nadie con quien poder chismorrear. Y creo que la nueva recepcionista se acuesta con Larry el de Marketing.

—Syl, tú nunca chismorreas.

—Sólo contigo —puntualizó Sylvia y bebió un sorbo de champán—. Entonces, ¿cuándo te reincorporas al trabajo?

Hasta la noche anterior, Priscilla tenía pensado regresar a la oficina el lunes por la mañana. Pero ya no estaba tan segura.

—Quizá pida otra semana más.

—Entonces vente a mi casa unos días. Has estado encerrada en la tuya durante meses y yo necesito un cambio de aires. Podemos comer helado y vernos toda mi colección de películas de Hugh Grant.

—Gracias por la oferta, Syl. Deja que cierre un par de asuntos pendientes y me reuniré contigo. Pero nada de películas de Hugh Grant. Últimamente me tiran más los hombres del tipo cowboy, como John Wayne.

Alguien que fuera lo opuesto a su padre, pensó Priscilla.

—Veré lo que puedo hacer —dijo Sylvia con una risita y luego se puso seria—. ¿No puedes esperar un par de semanas para ocuparte de las cosas de tu padre?

—Me temo que no —respondió Priscilla.

Tenía muchas preguntas y ansiaba encontrar respuestas. Respuestas que al mismo tiempo temía conocer.

—Al menos debe de ser un alivio saber que tu padre ya no sufre más —comentó Sylvia.

En los últimos meses, dado que el cáncer se había apoderado de su padre, Priscilla se había pedido una baja en el trabajo para cuidar de él. Había sido demoledor ver cómo se marchitaba y saber que estaba sufriendo.

—Tienes razón, Syl. Ahora está en un lugar mejor.

—Y además, ahora está con tu madre —añadió su amiga.

Priscilla asintió. Todo el mundo sabía que Clinton Richards se había quedado destrozado al perder a su esposa veinte años atrás. En lugar de buscar otra mujer a la que amar, él había dedicado su vida entera a su hija, a que fuera feliz y tuviera lo que necesitara. De hecho, cuando a Priscilla la habían aceptado en la Universidad Brown, él se había mudado cerca de allí. Y cuando ella había logrado el empleo en la editorial, él había vuelto a trasladarse, esa vez a Nueva York. Afortunadamente, como era diseñador de páginas web por su cuenta, trabajaba en casa y tenía flexibilidad de horarios y posibilidades que otras personas no tenían.

Priscilla se colgó del brazo de su amiga y la llevó hacia la puerta.

—Escucha, Syl. Es una fiesta estupenda, pero tengo que irme a casa.

—¿Por qué? Si ni siquiera te has terminado la copa de champán.

—La verdad es que llevo un par de días con dolor de estómago.

De acuerdo, sólo le dolía desde la noche anterior, después de despertarse de madrugada de un sueño inquietante. Y esa molestia se había acrecentado al entrar en la habitación de su padre y empezar a sacar cosas de su arcón de cedro.

—Apuesto a que los nervios que has pasado te han afectado al estómago —comentó Sylvia.

—Seguramente.

Lo que la atormentaba era algo más que el dolor por la pérdida de su padre, pero no sabía bien el qué. Bueno, algo sí que sospechaba. El viudo de modales exquisitos que tanto la había querido se había llevado un secreto a la tumba y ella iba a descubrir de qué se trataba.

Dudó si contárselo a Sylvia. No quería aguarle la fiesta, pero… Respiró hondo y se lanzó.

—Anoche tuve un sueño y me desperté sudando y con la cama revuelta.

—¿Tuviste una pesadilla? Son muy molestas.

—Cierto, pero creo que no era una pesadilla, sino un recuerdo que tenía muy guardado.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sylvia dedicándole toda su atención.

Priscilla no estaba segura. Al principio había tenido una sensación inquietante y luego habían acudido a su mente multitud de imágenes: una casa de dos plantas, aroma a vainilla, risas, cuentos antes de irse a dormir.

Gritos y lloros.

Una mesa con un tablero de mármol que se hacía añicos lanzada contra el suelo.

Los recuerdos de ese sueño, de ese extraño descubrimiento, se apoderaron de ella como una mano helada apretándole el corazón. Priscilla intentó sacudirse esa sensación para poder seguir hablando con su amiga.

—Cuando me desperté, me sentía tan inquieta que fui a la habitación de mi padre y abrí el viejo arcón donde guardaba sus cosas… He encontrado pruebas de que quizá mi apellido no sea Richards.

—¿Estás segura? —preguntó Sylvia casi sin poder creérselo.

—No, no lo estoy. Pero hasta que no llegue al fondo de este asunto no voy a poder centrarme en nada. Ojalá supiera por dónde empezar a buscar.

Sylvia se quedó en silencio, concentrada. Tras unos instantes se le iluminó el rostro.

—Espera aquí —le dijo y se apresuró al despacho de su padre.

Momentos después, regresó y le entregó una tarjeta de visita.

—Ésta es la agencia de detectives que mi padre usa cuando tiene que investigar a sus empleados.

Priscilla leyó la tarjeta:

 

García y socios.

Investigaciones de calidad con discreción.

Oficinas en Chicago, Los Ángeles y Manhattan.

Trenton J. Whittaker

 

—Es una agencia con muy buena reputación —añadió Sylvia—. Por supuesto, no son baratos, pero me encantará prestarte el dinero que necesites.

—Te lo agradezco, pero mi padre tenía una buena cuenta de ahorro que puso a mi nombre antes de morir. Y también tenía un buen seguro de vida. Así que en ese sentido estaré bien.

—No te mereces menos —dijo Sylvia y sonrió traviesa—. Conocí a ese hombre, Trenton Whittaker, el otro día en el despacho de mi padre. Y es arrebatador. Con ese acento sureño al hablar… es tan sexy que te derretirías sólo de oírlo.

Priscilla puso los ojos en blanco.

—Cuando escoja un detective privado no lo haré porque sea guapo ni sexy.

—Esa agencia es de alto nivel, son muy buenos. Y si resulta que el detective está soltero y es sexy, ¿qué tiene de malo? No me digas que no te vendría bien un poco de alegría para el cuerpo. Y te aseguro que este hombre te la daría. Si yo no estuviera saliendo con Warren, me hubiera lanzado sobre él sin pensármelo.

Priscilla no tenía ningún interés en encontrar a «míster Perfecto». No podía pensar en el futuro cuando estaba tan preocupada con el pasado. Pero guardó la tarjeta en su bolso; seguramente daría una oportunidad a la agencia, aunque no necesariamente al señor Whittaker.

Luego le tendió su copa prácticamente llena a Sylvia.

—Enhorabuena por el ascenso. Y gracias por invitarme a la fiesta.

—No me des las gracias por eso. Eres mi mejor amiga, ¿cómo no iba a invitarte?

—Y tú la mía —dijo Priscilla y le dio un abrazo.

—Oye, acaba de ocurrírseme algo. ¿Recuerdas ese libro para adolescentes que editaste hace un tiempo? El del vaquero de rodeos.

Priscilla lo recordaba. Era un libro bien escrito, con escenarios vívidos y un protagonista guapo y con agallas. Asintió.

—¿Qué sucede con él?

—Me dijiste que te veías cabalgando a la puesta de sol con un cowboy como ése.

—¿Y qué? No hablaba en serio.

Sólo había sido un comentario soñador. A ella le encantaba la gran ciudad, así que enamorarse de un vaquero estaba más que descartado.

—Vi la forma en que te brillaban los ojos al hablar de ese libro, ¡casi acariciabas la foto de la portada cada vez que lo tenías entre manos! Era tu corazón el que hablaba, Pris. Y he encontrado al hombre perfecto para ti.

—Un hombre es lo último que necesito en este momento —protestó Pris.

—¿Qué te parece un detective que vive en Manhattan y tiene un suave acento sureño? Un hombre al que llaman Cowboy.

 

 

Cowboy Whittaker estaba sentado a su escritorio en la oficina de Manhattan de García y socios, de espaldas a una impresionante vista del Empire State Building.

Acababa de hablar por teléfono con una clienta, una madre soltera que había llamado para contarles que había recibido la primera pensión de manutención para su hijo. Gracias al trabajo de Cowboy, habían localizado al padre, que se había marchado con otra; el hombre ya no podría seguir esquivando sus obligaciones.

Los padres aprovechados eran lo peor.

Él no era un gran experto en padres. El suyo había sido un adicto al trabajo que nunca tenía tiempo para su familia. Pero al menos habían tenido mucho dinero.

Cowboy suspiró. Estaba deseando volver a trabajar sobre el terreno, hacer lo que mejor se le daba: lograr información de las personas sin que ellas se dieran cuenta, y todo porque él les resultaba inofensivo y encantador.

Su acento sureño solía hacer que la gente creyera que era un chico de pueblo algo tonto; se sentían en confianza con él y le contaban cosas que no le dirían a ningún otro detective privado. Él de chico de pueblo no tenía nada y de tonto mucho menos, pero lo usaba a su favor, alimentando incluso esa impresión.

Le encantaba su trabajo, esos juegos mentales que había que hacer para descubrir secretos y destapar mentiras.

Lo que no le gustaba nada era el trabajo en el despacho. Pero hasta que su jefe y amigo, Rico García, regresara de su luna de miel en Tahití, Cowboy estaba obligado a estar entre cuatro paredes.

Menos mal que Rico regresaría a la ciudad al día siguiente.

De pronto sonó el intercomunicador.

—Priscilla Richards está aquí, Cowboy —anunció Margie, la secretaria.

—Gracias. ¿Puedes hacerla pasar, por favor?

Su cita de las tres de la tarde llegaba gracias a la recomendación de Byron Van Zandt, uno de sus clientes más recientes.

La puerta se abrió y Cowboy se puso en pie, uno de los muchos gestos de cortesía que su madre le había enseñado mientras lo criaba en la alta sociedad de Dallas.

Margie se hizo a un lado y una atractiva pelirroja con un traje de corte clásico y color crema entró en el despacho. Medía aproximadamente un metro sesenta y llevaba su precioso pelo recogido en un elegante moño. Llevaba muy poco maquillaje y realmente no necesitaba más. Cowboy se imaginó qué aspecto tendría recién despierta, aunque no tuvo curiosidad por averiguarlo por sí mismo. A él no lo atraían las mujeres así de formales.

Desde que él era un adolescente, su madre había intentado que se emparejara con alguna de las debutantes de Dallas y le había presentado a una tras otra. Él había llegado a aborrecerlo y desde entonces siempre había buscado mujeres que supieran divertirse de verdad, nada formales.

Pero eso sucedía fuera del trabajo. Él no tenía citas con sus clientas, aunque sí hubiera flirteado con alguna… pero sólo para pasarlo bien un rato.

A pesar de todo, aquella mujer lo intrigaba, sentía curiosidad por lo que la había llevado allí.

Quizá fuera porque, a pesar del moño, sus rizos rojos insinuaban que ella sabía «soltarse el pelo»… Y sus grandes ojos azules seguro que podían poner en aprietos a más de uno.

Pero, por la forma en que agarraba su bolso, con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, ella podía salir corriendo de allí en cualquier momento.

Perfecto. A él le encantaba ver a mujeres tímidas relajarse, soltarse, sentirse cómodas a su lado… aunque no sucediera nada entre ellos.

—¿Por qué no se sienta, señorita? —dijo él señalando una silla frente a su escritorio.

—Gracias, señor Whittaker.

Él le dirigió una deslumbrante sonrisa para desarmarla.

—No hace falta que me llame de usted. En casa, en Dallas, me llaman TJ y aquí en Manhattan, Cowboy. Escoja el que le guste más.

Ella carraspeó nerviosa, lo que aumentó la curiosidad de él. Él también se sentó.

—¿Qué puedo hacer por usted? —añadió.

—No sé muy bien por dónde empezar. Todo esto es nuevo para mí.

La voz de ella, suave y sexy, acarició los oídos de Cowboy y todo su cuerpo. ¿Por eso ella se vestía tan formal, para enmascarar su aura tan sexy? Él se obligó a detener esos pensamientos y a centrarse en el trabajo.

—¿Por qué no empieza por el principio?

Ella se apoyó en el respaldo de la silla pero siguió estando rígida.

—Hace un par de días tuve un sueño inquietante —comenzó y respiró hondo—. Pero era tan real, que creo que era un recuerdo. Me desperté a las dos de la madrugada, con el corazón acelerado y una sensación de desasosiego.

—¿Qué fue lo que soñó? —preguntó él.

—Cuando yo tenía tres años, mi padre me sacó de mi habitación en medio de la noche y me llevó en brazos a su camioneta. Y recorrimos un largo camino en coche hasta llegar al pueblo de Iowa donde me crié. Pero lo extraño fue que, mientras salíamos de la casa, mi padre me hizo hablar en voz baja todo el rato. Me decía que todo iba a salir bien.

—¿Eso es algo que recuerda o forma parte del sueño?

—Era demasiado real para ser un sueño. Así que, al despertarme, fui al dormitorio de mi padre y rebusqué entre sus cosas. Mi padre tenía un arcón en el que guardaba sus cosas: un uniforme del ejército, una camisa de los boy scouts con todas sus condecoraciones…

¿Acaso ella creía que porque hubiera sido boy scout, su padre no podía mentir ni tener un secreto?, pensó Cowboy.

—También estaban sus papeles del ejército —añadió ella—. Parece que mi padre en realidad se llamaba Clifford Richard Epperson, no Clinton Richards. Y necesito que alguien me ayude a descubrir la razón por la que se cambió el nombre.

—¿Eso es todo? —preguntó él.

Priscilla no estaba segura. Carraspeó de nuevo.

—No, hay algo más, aunque quizá no conduzca a nada.

Él se recostó en su silla y ella no pudo evitar estudiarlo un instante. Se sentía intrigada por él.

Era un hombre alto, más de metro ochenta. Su pelo castaño estaba despeinado con mucho estilo, aunque ella sospechaba que se debía al sombrero vaquero blanco que había sobre el escritorio. Sus ojos castaños parecían de ámbar a la luz del sol. Y su voz era tan sexy que lograría lo que quisiera de una mujer.

Sylvia tenía razón: «Es tan sexy que te derretirías sólo de oírlo», recordó que había dicho su amiga.

—¿Y qué es? —preguntó él.

—¿Disculpe? —preguntó ella, ruborizándose al darse cuenta de que se había quedado ensimismada.

—Ha dicho que había otra cosa más que yo debería saber.

—Ah, sí. Me había quedado atrapada en… el recuerdo… —se excusó ella y carraspeó, obligándose a concentrarse en por qué estaba allí—. Mi padre murió de cáncer. Y los últimos tiempos fueron duros, incluso teniendo la ayuda de la residencia. Antes de que él entrara en coma, yo le repetía todos los días lo mucho que lo quería y lo que le agradecía que hubiera hecho de padre y de madre para mí. Le decía que era la hija más feliz del mundo. Y que si Dios lo llamaba, yo lo dejaba marcharse para que pudiera reunirse con mi madre.

Cowboy escuchó en silencio. Como no hizo ningún comentario, ella continuó.

—Un día mi padre me agarró la mano y habló. Dijo algo sobre mi madre, pero apenas se le entendía. Capté un «lo siento» y un «que Dios me perdone». Supuse que se lamentaba por morir y dejarme sola… pero ya no estoy tan segura.

Era como si hubiera un recuerdo bajo la superficie deseando ser destapado.

—Quiero saber por qué cambió de nombre. Sería un buen comienzo —añadió ella.

Sacó un sobre de su bolso. Contenía los papeles de la baja en el ejército de su padre, así como el certificado de nacimiento de ella, donde ponía que sus padres eran Clinton y Jezzie Richards.

—¿Lo ve? Los nombres de él no coinciden.

—¿Cuándo murió su padre?

—El cuatro de julio, el día de la Independencia de Estados Unidos de América —respondió ella—. Resulta bastante irónico porque él nunca quería estar solo.

Cowboy observó los papeles.

—No debería ser muy difícil seguirle el rastro.

—Perfecto. Ya es hora de que regrese a trabajar y recupere mi vida. Pero no puedo afrontar el futuro si no sé lo que sucedió en el pasado.

Hasta que no obtuviera respuestas, ella no podría concentrarse en las historias que editaba, historias destinadas a deleitar a los niños y dejaros con buenos recuerdos de su niñez. No podría hacerlo mientras su propia niñez fuera tan desgraciada. Y tan confusa.

Guardaba muchos recuerdos de la época en la que vivía en Iowa con su padre y eran recuerdos felices. Pero apenas recordaba nada de sus primeros años: una casa grande y blanca con un escalón que crujía, justo el que daba al suelo; una lamparita de noche de Snoopy; un columpio hecho con un neumático y colgado de un viejo roble; una mujer de pelo negro que hacía galletas pero de la cual no recordaba la cara.

—¿Dónde puedo localizarla a usted? —le preguntó Cowboy.

Priscilla sacó una tarjeta de visita de su bolso y escribió por detrás sus números de teléfono personales, el de su casa y el del móvil. Cowboy observó interesado la tarjeta.

—«Editorial Sunshine Valley. Priscilla Richards, editora adjunta» —leyó él en voz alta.

—Publicamos literatura infantil —explicó ella.

Él soltó una risita y la miró con los ojos brillantes.

—Casi acierto.

—No lo entiendo.

—La había catalogado como una librera o algo parecido.

Ella sonrió. Su amiga Sylvia también había catalogado bien a aquel hombre. Cowboy Whittaker era puro encanto. Y ella sospechaba que era un soltero vividor que nunca desperdiciaba ninguna oportunidad de cenar o tomar algo con una mujer.

Ni por supuesto de acostarse con ella.

Claro que a ella no le interesaba formar parte de su larga lista de conquistas. Pero eso no significaba que no le gustara su estilo o su aspecto. Se puso en pie mientras se colgaba el bolso del hombro.

—¿Sabe? Me gusta su voz, su acento es…

Se detuvo, incapaz de terminar la frase. No podía decirle que le resultaba sexy, así que dijo algo más correcto.

—Su voz resulta muy agradable para los oídos.

—Bueno, algo es algo. Yo tampoco soy imparcial ante su voz —dijo él y sonrió travieso—. Es tremendamente sexy.

Ella tragó saliva, no sabía qué decir. ¿Estaba flirteando con ella? ¿O le estaba tomando el pelo? Prefería no pensarlo y olvidarse de aquello. Se dirigió hacia la puerta y él se adelantó y agarró el picaporte.

—Supongo que Margie ya la ha informado de nuestras tarifas.

Priscilla asintió.

—Sí. Y ya le he pagado un depósito.

—No creo que me lleve más de un par de días obtener la información que usted busca. Y a partir de ahí podremos continuar.

—Se lo agradeceré —dijo ella.

Él le abrió la puerta con tanta cortesía que le hizo pensar que aún quedaban caballeros en Manhattan. Al salir del despacho, ella giró el rostro para contemplar una vez más la impresionante vista. Y no se refería al Empire State Building, sino al cowboy que había hecho que el corazón le diera un vuelco.

Él sonrió.

—La llamaré.

Ella sabía que se refería al caso, pero en el fondo de su corazón se preguntó cómo se sentiría si él se refiriera a una cita.

Menuda tontería, ese hombre seguro que tenía una legión de mujeres reclamando su atención. Y ella no iba a buscar a nadie con quien cabalgar durante la puesta de sol.

Primero tenía que reconciliarse con su pasado y desvelar el secreto de su padre.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

COWBOY giró en su silla y contempló la puesta de sol sobre Manhattan.

Su día cada vez iba a peor.

Primero lo había telefoneado su madre insistiendo para que fuera a casa dentro de dos semanas, a una cena que ella ofrecía para apoyar a su cuñado en su carrera hacia congresista. Cowboy sabía que todos los Whittaker iban a acudir pero él no tenía ningunas ganas de hacerlo.

Trenton James Whittaker, el hijo pequeño de una familia cuya riqueza provenía del petróleo, había sido un inconformista desde pequeño. Y su remilgada y formal madre se había empeñado en domarlo desde el primer día. Pero Cowboy, o TJ, como lo llamaban en Dallas, nunca se había sometido a nadie ni a nada.

Su madre había terminado por renunciar a controlarlo. Pero eso no la había detenido de intentar emparejarlo con alguna debutante «apropiada» o alguna joven que figurara mucho en sociedad. Ella esperaba que la mujer adecuada lograra meterlo en vereda.

A TJ no le interesaban ninguna de esas jóvenes y había respondido a los tejemanejes de su madre llevando a casa a otras mujeres que sabía que ella nunca aprobaría. Normalmente eran amigas suyas que se disfrazaban de la manera más escandalosa y con las que TJ se reía después comentando la reacción de su madre.

Pero había más entre madre e hijo que ese acto de rebeldía. Durante los últimos quince años, entre los dos se desarrollaba una guerra fría que comenzó el día en que su madre lo sorprendió besando a Jenny Dugan. Su madre había avergonzado tanto a la pobre Jenny que, según él, había desencadenado una serie de circunstancias que habían desembocado en la muerte de Jenny. Y él nunca le había perdonado eso a su madre.

Ella tampoco se lo había pedido. Y quizá por eso él continuaba fastidiándola todo lo posible.

De todas formas, en los últimos tiempos él no estaba portándose demasiado mal, pero eso era sólo porque se había hartado de tanto lío familiar y se había mudado a Nueva York. Había sido algo impulsivo, pero se había quedado allí al conocer a Rico y conseguir un empleo en García y socios.

Estar lejos de su madre no había cambiado sus sentimientos hacia ella, pero al menos vivía mucho más tranquilo.

Comprobó el calendario. Faltaba mucho para el veintitrés de julio, el fin de semana en que volaría a Dallas y acudiría a la cena. Lo haría por su hermana. Así era como se lo había dicho a su madre.

Pero no sólo la llamada de su madre le había empañado el día.

Además había descubierto información que destrozaría a Priscilla Richards. Y no tenía ningún deseo de comunicársela.

Su primer impulso había sido decírselo por teléfono y evitar así lidiar con sus lágrimas en persona. Pero esa hubiera sido la forma de actuar de un cobarde. La situación requería que se lo dijera cara a cara, aunque no se sintiera preparado para ello.

—Hola —saludó una voz familiar desde la puerta del despacho.

Cowboy se giró y esbozó una amplia sonrisa. Rico tenía un aspecto fabuloso, era evidente que la luna de miel le había sentado bien. Parecía feliz de estar enamorado y atado a la misma mujer para el resto de su vida.

—Ya era hora de que regresaras, señor enamorado —saludó Cowboy con una risita.

—Pensé que tenía que asegurarme de que mi mano derecha no había arruinado la empresa mientras yo estaba fuera —respondió Rico y se acercó a Cowboy—. ¿Cómo va todo? Tú no sueles contemplar las vistas de la ciudad, ¿qué sucede?

—Mi madre acaba de invitarme a casa para guardar el protocolo y las apariencias —respondió Cowboy—. Y además tengo que darle malas noticias a una clienta y no tengo ganas.

—¿Es una mujer? Entonces no tendrás problemas para hacerlo, eres un as en tratar a las mujeres, las encandilas con tu encanto.

Cowboy resopló.

—Esta vez no. No es el tipo de mujer al que yo encandilo.

Priscilla quizá no tuviera la fortuna ni la posición de la alta sociedad de Dallas, pero era como ellos: el tipo de mujer que se preocupaba de su reputación y esperaba mucho de los hombres con los que salía, hombres a los que controlaba y obligaba a acudir a todos los eventos sociales. Y él no pensaba dejarse enganchar por una mujer así.

Rico se sentó en una silla frente a Cowboy y lo miró inquisitivo.

—Si esa mujer se deshiciera de esa carcasa tan formal y remilgada que lleva encima, sería muy guapa —añadió Cowboy—. Pero algo me dice que es demasiado «niña buena» para mí y a mí ese tipo de mujeres no me atraen, ¿recuerdas? Además, yo no salgo con clientas.

No sabía muy bien por qué, pero Priscilla Richards le había caído simpática y, cuando él había descubierto las malas noticias, lo había preocupado cómo se las tomaría ella.

—¿Y qué es lo que te preocupa del caso? —le preguntó Rico.

—No lo sé. Tengo la sensación de que ella va a desmoronarse cuando le cuente lo que he averiguado y no quiero sentirme en la obligación de recoger sus pedazos. No soy bueno en eso. La mujer acaba de perder a su padre, al que estaba muy unida. Y voy a ser yo quien le diga que ese hombre era un bastardo disfrazado.

Quizá Priscilla lo sorprendiera y en lugar de echarse a llorar al escuchar la verdad, se enfadara. Él preferiría enfrentarse a gritos y patadas antes que a sus lágrimas.

—¿Qué has encontrado acerca de su padre?

—Tenía dos órdenes de arresto en Texas: una por asalto y la otra por secuestro.

 

 

Priscilla estaba en la habitación de su padre guardando su ropa en una caja para el ejército de salvación.

La habitación todavía olía a él, una mezcla de Old Spice y tabaco de pipa junto con reminiscencias a medicinas, un recuerdo del dolor que había experimentado en sus últimos días.

A ella le dolía deshacerse de la ropa que le había visto puesta, pero era una tontería conservarla cuando otra persona podía hacer uso de ella.

Ya había revisado los armarios que contenían papeles, facturas y la partida de nacimiento que le había dado a Cowboy. También había encontrado su cartilla de vacunación y boletines de notas de cuando era pequeña.

Pero por ningún lado había ningún certificado de matrimonio.

Tampoco había nada de la época en que vivía su madre, aunque eso era de esperar. Un incendio provocado por un cortocircuito en la instalación eléctrica había acabado con la vida de su madre y con la casa centenaria en la que habían vivido. Todo lo que la familia poseía, incluidas fotografías y recuerdos, había quedado destruido.

Lo único que había sobrevivido era el viejo arcón de cedro que su padre había construido en el instituto. Se lo había llevado la noche que Priscilla y él habían abandonado Texas.

Priscilla acarició la madera. Años atrás, cuando ella tenía unos doce años, una vez había entrado en la habitación y había encontrado a su padre inclinado sobre el arcón, revisando algo en su interior. Al oírla entrar, él se había levantado de un respingo, como si ella lo hubiera sorprendido haciendo algo malo. Él tenía los ojos llorosos. Rápidamente había cerrado la tapa, se había enjugado las lágrimas y había carraspeado. Y luego le había ofrecido ir a tomar un helado. Ella se había quedado perpleja ante esa reacción. Quiso preguntarle sobre el pasado, saber qué lo atormentaba tanto, compartir con él su desilusión de crecer sin una madre.

Llevaba años queriendo preguntarle esas cosas. Pero siempre que ella mencionaba a su madre, Texas o el pasado, un aura de tristeza se apoderaba de él. Ella había supuesto que a él lo avergonzaba su propia vulnerabilidad. Así que, igual que había hecho muchas veces antes, ella había intentado hacerle la vida más fácil y no había vuelto a hablarle del pasado.

Semanas después de su muerte, ella seguía sabiendo muy poco de aquel hombre.

Sacó la camisa de su uniforme del ejército y la estudió detalladamente. En el lugar de la etiqueta con el nombre quedaban sólo unos hilos. ¿Había él intentado ocultarle su identidad? Y de ser así, ¿por qué no se había deshecho del uniforme? No tenía sentido conservarlo.

Priscilla dejó la camisa a un lado y sacó otra, la de los boy scouts. Tenía varias bandas: tiro con arco, natación, acampada, remo, primeros auxilios… Era como si él hubiera querido conservar recuerdos de sus logros. Pero de ser así, ¿por qué los había escondido en un arcón?

Ella sacó otros objetos: un guante de boxeo muy usado, una pelota de fútbol firmada, una navaja suiza, un libro sobre caza y acampada. Aparentemente, su padre había sido un joven muy deportista e interesado por las actividades al aire libre.

Sin embargo, el hombre que ella conocía era callado, casero y su única actividad física era su paseo diario a por el periódico. Ella había supuesto que eso se debía a su cojera, resultado de una herida de guerra. Pero él ni siquiera veía deportes en la televisión ni daba muestras de tener más intereses que ella misma, sus libros y su ordenador.

Aquello no cuadraba.

¿Quién había sido su padre en realidad? Y más importante aún, ¿quién era su hija? Ella no descansaría hasta que no tuviera respuestas.

Después de sacar todo del arcón vio que el papel que cubría el fondo estaba levantado por una esquina. Acercó la mano para aplanarlo pero notó que había algo debajo: era una fotografía Polaroid de su padre vestido con el uniforme del ejército; en la etiqueta ponía EPPERSON. Estaba de pie junto a una joven sonriente menuda y de pelo oscuro.

¿Sería ésa su madre? Priscilla no recordaba su rostro, pero sí que era una mujer grande, robusta. De hecho, recordaba que al abrazarla no lograba rodearle la cintura completamente con los brazos.

Sin embargo, la joven de la fotografía era delgada y menuda. Priscilla dio la vuelta a la foto, pero no tenía ninguna inscripción con los nombres ni ninguna otra nota.

Entonces sonó el timbre de la puerta.

Seguramente sería la señor Hendrix llevándole algo de comer. La anciana viuda combatía su soledad ayudando a personas que lo necesitaban. Y en los últimos meses había sido una auténtica bendición para Priscilla, primero cuando la salud de su padre se había deteriorado tanto, después con la preparación del entierro y luego con sus visitas y gestos de atención.

Priscilla se limpió las manos en sus pantalones y se dirigió hacia la entrada descalza. Un mechón de pelo escapó de su cola de caballo y se lo recogió detrás de la oreja.

Llegó a la puerta y miró por la mirilla, segura de que se encontraría con su vecina. Pero no era Mavis Hendrix quien estaba al otro lado de la puerta, sino el señor Whittaker, el hombre al que llamaban Cowboy.

A Priscilla se le aceleró el corazón. Abrió la puerta. Él se quitó el sombrero y esbozó una sonrisa que la hizo ruborizarse. Priscilla intentó disimular su sorpresa y le devolvió la sonrisa.

—Hola.

—Estaba por el barrio y se me ha ocurrido pasarme por aquí y comentarle algo.

—Yo estaba revisando las cosas de mi padre —dijo ella.

—¿Es un mal momento?

¿Para hablar de la investigación para la que ella lo había contratado? Al contrario, seguramente era el mejor momento. Ella estaba inmersa en el pasado, o al menos en lo poco que sabía.

—En absoluto. Pase, por favor.

Según él entró, pareció que la habitación se hacía más pequeña y su aroma envolvió a Priscilla, que lo saboreó maravillada. Él llevaba unos vaqueros desgastados, una camisa de algodón y una chaqueta de cuero marrón. Al verlo quitarse el sombrero, ella no pudo evitar llevarse la mano al pelo y desear estar presentable.

Vio que su invitado examinaba atentamente el salón. Se fijó en las cajas que ella ya había preparado para el ejército de salvación y en las cortinas que se había olvidado de abrir.

—Quizá debería haber avisado antes de venir —dijo él.

—No se preocupe. No me he separado mucho de esta casa en los últimos meses —respondió ella.

Se quitó la coleta y se peinó el pelo con los dedos, deseando no haber quedado peor. No le gustaba que la gente la viera sin arreglar, especialmente aquel hombre.

Él la miró a los ojos y entonces ella dejó de peinarse.

—¿Ha averiguado algo sobre mi padre? —le preguntó.

—Sí —contestó él serio—. Hay que investigar más, pero tiene que decidir si quiere que yo siga adelante o prefiere hacerlo usted.

—Supongo que eso dependerá de lo que usted haya descubierto.

Él se acercó a ella y le puso una mano sobre el hombro. Priscilla se estremeció.

—Demos un paseo —sugirió él.

—¿No prefiere hablar aquí? —preguntó ella.

—No. Siempre que puedo, prefiero estar al aire libre.

Un par de minutos más tarde, después de calzarse, peinarse y pintarse los labios, Priscilla condujo a Cowboy hacia un parque cercano.

—¿Qué ha averiguado?

—Tenía usted razón acerca del cambio de nombre. Su padre se llamaba en realidad Clifford Richard Epperson, nunca legalizó el nombre de Clinton Richards.

—¿Entonces mi verdadero apellido es Epperson?

—Exacto.

—¿Y qué me dice de la partida de nacimiento que le di? Figuramos con el apellido Richards.

—Ese papel es una buena copia, pero es falso. Alguien pagó a un falsificador para que se lo hiciera.

Priscilla se quedó sin aliento unos instantes, como si le hubieran pegado un puñetazo en el pecho. Su vida era una mentira, una falsificación.

Continuaron caminando en silencio. Después de un rato, él añadió:

—Su padre nació y creció en Cotton Creek, en Texas. Ahí fue donde él y la madre de usted vivían cuando usted nació.

—Nunca había oído hablar de ello. Mi padre decía que habíamos vivido en un pueblecito a unas dos horas de Austin.

Maldición, su padre también le había mentido sobre eso. Priscilla sentía una mezcla de ira y desilusión. Ella había querido descubrir el secreto de su padre, pero tal vez Cowboy había destapado más cosas del pasado de las que ella había pedido.

—¿Por qué se cambió el nombre? —preguntó ella—. ¿Se metió en problemas?

Cowboy le puso la mano en la espalda, haciéndola estremecerse de nuevo, y la guió hacia un banco.

—¿Qué le parece si nos sentamos?

Ella no quería sentarse, quería conocer el secreto que su padre le había ocultado. Era como si Cowboy quisiera desvelárselo con delicadeza, y ella agradecía que fuera tan atento, pero ella era mucho más dura de lo que él creía. Durante los últimos veinte años había sido ella quien se había ocupado de su padre y no al revés, como podía parecer.

Pero como no quería discutir, accedió a sentarse como la niña obediente que siempre había sido. Una niña que había intentado por todos los medios que su padre fuera feliz. Su padre, un hombre que le había mentido.

—¿Qué sabe de su madre? —le preguntó él.

—No mucho. Mi padre y ella fueron novios desde el instituto. Y ella murió cuando yo tenía tres años. Se llamaba Jezzie. Pero quizá mi padre también me mintió sobre eso.

—En su partida de nacimiento real figura que su madre y esposa de su padre se llamaba Rebecca Mae Epperson.

Priscilla agradeció haberse sentado, le flaqueaban las piernas.

—Y hay más: Rebecca Mae Epperson sigue viviendo en Cotton Creek.

Priscilla sintió como una bofetada y el estómago se le hizo un nudo. Por unos instantes le costó respirar, hablar o pensar con claridad.

—¿Mi madre está viva? —logró preguntar por fin—. ¿Y el incendio?

—No he encontrado nada de ningún incendio. Pero, por lo que sé hasta ahora, su padre estaba acusado del secuestro de usted, sobre quien no tenía la custodia.

Dios bendito…

Priscilla creyó que iba a estallarle la cabeza. Quería negarlo, llamar mentiroso a Cowboy, gritar unos cuantos improperios y encerrarse en su casa, pero en el fondo de su corazón sabía que él acababa de desvelarle la verdad.

Priscilla suspiró a punto de echarse a llorar mientras recordaba la primera de las mentiras de su padre.

—Él me dijo que mi madre se quedaba para esperar al camión de mudanzas y cerrar todos los cabos sueltos del traslado. Ella iba a ir en avión a Rapid City, donde nosotros la llevaríamos a nuestra nueva casa. Pero la noche antes de que ella tomara el avión, mi padre me dijo que lo habían telefoneado y le habían informado de lo del fuego y de la muerte de mi madre.

Todo había sido una mentira.

Una lágrima se deslizó por su mejilla y ella se la enjugó con la mano, pero fue reemplazada por otra. Estaba a punto de desmoronarse, pero se obligó a mantener el tipo.

Aquello era demasiado.

No tenía ni la menor idea de qué hacer a continuación. Se giró hacia Cowboy.

—¿Y ahora qué hacemos?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

QUE qué hacían? ¿Los dos? ¿Y él qué sabía?, pensó Cowboy. Priscilla lo miraba como si él tuviera todas las respuestas.

—Eso depende de si quiere ponerse en contacto con su madre o no —respondió él.

Ella lo miró con ojos llorosos; aunque intentaba contener las lágrimas no tenía mucho éxito.

—Lo sé, tengo que hacerlo. Es sólo que… —suspiró ella pesadamente—. No sé qué decir, ni cómo abordar todo esto. ¿Qué se supone que debo hacer, plantarme delante de su puerta y anunciarle que soy la hija que perdió hace tanto tiempo?

—Puedes buscar su número de teléfono en la guía, llamarla y decirle que está viva y bien.

—¿Y luego qué?

Ella le estaba pidiendo consejo, como si él pudiera dárselo o saber cuánto podría soportar ella. Aquello era lo que él tanto temía: que ella se desmoronara y él no supiera reaccionar.

Se acordó de Jenny, de cómo él le había fallado cuando ella más lo necesitaba, y sintió una opresión en el pecho. Quiso salir huyendo, no sólo de sus recuerdos sino de aquel momento también. Él nunca había sido bueno en temas emotivos. Y con los años había logrado desarrollar una filosofía de la despreocupación que le había funcionado muy bien.

Además, su trabajo en el caso estaba casi terminado. Había descubierto la verdadera identidad del hombre. De lo que siguiera a continuación que se ocupara otro, por ejemplo los amigos de Priscilla, que la apoyaran ellos a partir de entonces. Seguro que eran más capaces que él de hacerlo.

Pero cuando ella lo miró con los ojos más expresivos que él había visto nunca, bañados en lágrimas, él se quedó atrapado. «Tengo que librarme de esto», se dijo. Tenía que lograr que Priscilla se recompusiera, sólo así su conciencia se quedaría tranquila para poder apartarse de ella.

—¿Qué le parece si pensamos esto delante de una cerveza? —propuso poniéndose en pie y tendiéndole una mano.

Ella asió su mano y se levantó.

—No me gusta la cerveza. En realidad, no bebo alcohol, pero una copa de vino quizá sí me ayude a ver este día tan horrible de otra forma.

Ella se soltó de él pero continuaron caminando juntos. A Cowboy le resultó agradable y perturbador al mismo tiempo. El viento jugueteaba con el cabello de ella y le hacía llegar el aroma de su perfume. A Cowboy le pareció que era de lilas, pero fuera lo que fuera le gustaba. Más de lo que debería. Y él no quería involucrarse demasiado con una clienta ni verse inmerso en el torbellino emocional en el que ella se encontraba.

—No tiene por qué decidirlo hoy —le advirtió él.

—Tiene razón. Tengo que plantearme muchas cosas.

El rostro de ella era una miríada de emociones. Él sospechaba que ella estaba enfadada con su padre. Y también debía de estar dolida y confundida. Querría apoyo y consuelo.

Él no era nada bueno en eso, a Jenny le había fallado. Pero no podía dejar que ella volviera a su casa en aquel estado, y menos a aquella casa tan sombría y sin vida. Por eso le había sugerido que salieran a dar un paseo, quería sacarla de ese mausoleo a que le diera el sol. Y no iba a dejarla volver hasta que estuviera seguro de que ella estaba bien.

No sabía si tomarse un vino la ayudaría a ella, pero a él desde luego que le iría bien un trago. Lo ayudaría a afrontar ese rato de intimidad en que ella iba a abrirle su corazón.

Mientras caminaban, ella apoyó su hombro contra el brazo de él como si fueran amigos de toda la vida. Jenny también solía hacerlo, lo de acercarse casi demasiado a él, reclamar su atención. Cowboy se obligó a centrarse en el presente.

Pero no podía dejar de pensar en que no había sido su madre quien había provocado la muerte de Jenny.

Había sido él.

 

 

Priscilla y Cowboy estaban sentados a una mesa en un oscuro rincón del bar. Ella, con una copa de vino blanco; él, con su segunda cerveza.

—Vas a necesitar más de un par de sorbos para que tu día mejore —comentó él señalando su copa.

Ella dobló su servilleta de papel y lo miró a los ojos.

—No voy a beber hasta olvidarme de todo este lío, si eso es lo que sugieres.

—No intento que te emborraches. No me gustaría tener que sacarte de aquí en brazos.

—No suelo beber alcohol y además no he tomado nada desde el desayuno —comentó ella—. Así que beberé al ritmo que me parezca.

Él se encogió de hombros e hizo una mueca.

—Sólo intentaba ayudar.

Emborracharse no era una solución para ella, pero Priscilla apreciaba el intento de él de que dejara de pensar en sus problemas. Ella se había vuelto bastante autosuficiente desde que era pequeña, había tenido que hacerlo. Y era agradable que un hombre le ofreciera el apoyo emocional que su padre no le había brindado.

Por alguna razón, que comenzaba a vislumbrar, su padre se había ido retrayendo en sí mismo cada vez más en los últimos años, incluso antes de que le diagnosticaran el cáncer. Trabajaba en casa diseñando páginas web, una ocupación que le permitía no tener contacto con sus clientes ni con el mundo real. Con el tiempo se había convertido casi en un ermitaño, algo que a ella la preocupaba.

Desde que podía recordar, Priscilla siempre se había sentido impulsada a cuidar de su padre. Pero, en el fondo, la dependencia emocional cada vez mayor de él hacia ella se había convertido en un problema.

—Yo quería mucho a mi padre —admitió—. Pero eso no evita que esté enfadada con él. No era la persona que yo creía que era.

Cowboy asintió, la comprendía perfectamente.