Cover

PAPELES DEL TIEMPO

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

GILLES DE RAIS

Jacques Heers




Traducción de
Cristina Ridruejo Ramos
Aeiou Traductores


index-5_1.png

Número 33

Título original: Gilles de Rais

© Éditions Perrin, 1994 et 2005

© de la traducción, Cristina Ridruejo Ramos.

Cooperativa Aeiou Traductores

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

machadolibros@machadolibros.com

www.machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-160-0

Índice

Prefacio

Primera parte. Tiempos de gloria

I. De la comarca de Rais a la Corte

II. En la estela de los favoritos

Segunda parte. La carrera hacia la ruina

I. ¿Despilfarros?

II. La dura vida de un jefe de mesnada

Tercera parte. Oro y sangre

I. Demonios y crímenes

II. Hacia el abismo: deudas y estratagemas

III. Los procesos de Nantes (1440)

Epílogo: Los leales y los herederos. Destinos de un linaje perdido

Genealogías (Francia-Valois, Anjou, Orleans, Bretaña, Rais-Craon-Laval-Thouars, Craon-Sillé) .

Cronologías (Francia, Inglaterra, Bretaña – Gilles de Rais)

Bibliografía

Prefacio

¿HISTORIA O ESPECTÁCULO?

¿Se debe limitar la evocación del pasado a los rifirrafes polémicos, a la historia-espectáculo? ¿Aprovechar todas las ocasiones, más o menos accidentales, para volver a poner en tela de juicio –para rehabilitar, o al contrario cubrir de oprobio– a los grandes personajes de la Historia (o no tan grandes...), a veces olvidados o sumidos en una especie de indiferencia aletargada? Todas las épocas, todos los momentos de nuestra historia ofrecen incontables posibilidades y un campo abonado para los adalides de las revisiones sonadas.

La publicidad que recientemente se ha dado a Gilles de Rais y a su «proceso» se inscribe en este tipo de intenciones. Me temo que los reportajes que ofrecieron al respecto periódicos y revistas de todo signo privilegiaban deliberadamente el sensacionalismo, vendiendo demasiado baratos los principios elementales del oficio de historiador, a saber, la necesidad de abordar los documentos –todos los documentos– sin ideas preconcebidas. Por descontado, la Historia no es una ciencia «exacta», de eso no cabe duda. Que el historiador no sea capaz, más que a duras penas, de abstraerse de cierto «ambiente» –el ambiente politicosocial de su época– e incluso de ciertas afinidades personales, es algo que parece prácticamente inevitable y que se tolera de ordinario, siempre que sus pasiones no imperen sobre lo demás. Pero defender una postura declarada, eso ya es otra cosa, pues entonces el objetivo es quedarse solo con los hechos que encajan con tal idea preconcebida.

Nuestro objetivo con este libro –a diferencia de la mayoría de las obras sobre Gilles de Rais– es cortar las alas a la imaginación, descartar toda especulación novelesca, todo planteamiento incierto, para fundarnos únicamente en los documentos y en lo que sabemos del contexto en el que vivió Gilles de Rais.

En cuanto a los acontecimientos, no los ponemos en cuestión: Gilles de Rais, barón de Bretaña, mariscal de Francia, fue juzgado en Nantes en 1440 por el tribunal episcopal, por herejía, invocación de demonios, prácticas mágicas y sodomía, así como por la corte de justicia ducal, por felonía hacia su soberano y por el rapto y asesinato de niños. Fue condenado a muerte el 25 de octubre y ahorcado al día siguiente junto con dos cómplices suyos; su cuerpo, quemado en la hoguera, fue retirado con permiso de los jueces antes de que se redujera a cenizas, para ser enterrado en la iglesia de los carmelitas, en la misma ciudad.

Las sentencias fueron aceptadas por sus allegados, y su culpabilidad, reconocida por todos los cronistas de su época, así como por todos los historiadores que se interesaron en él –que, de hecho, no fueron muchos– más tarde, a lo largo de siglos. Así estaban las cosas hasta que, en el ambiente anticlerical de 1902, un libelo vino a cuestionarlo todo, afirmando la inocencia del sire de Rais, supuestamente condenado por jueces inicuos cuyos intereses consistían en hacerlo desaparecer para echar mano a sus bienes, y que le montaron un proceso «a la medida», falso, amañado, una maquinaria judicial de conveniencia. Tras la publicación de dicho libelo, algunos autores sostuvieron tal tesis, pero no tuvieron mucho público, y es que todos ellos escribían en épocas –que ahora nos parecen un tanto lejanas– en las que se consideraba que la narración de la Historia debía fundamentarse en documentos y argumentos, que la Historia era algo serio, tema de análisis y reflexión más que de campanadas o lucimientos, algo que aún no se presentaba en grandes tribunas, como los espectáculos o las peroratas de los faranduleros. Ya no vivimos en esos tiempos, hemos abandonado sin reparos aquella discreción que sin embargo es tan necesaria.

En los primeros meses de 1992, Gilbert Prouteau, un novelista de talento, escribió sobre el «caso» Gilles de Rais un libro que presentaba todas las cualidades de una buena novela histórica. No suscribo en modo alguno el desprecio que algunos historiadores profesan por la novela histórica, ni tampoco las mordaces reflexiones al respecto de Théophile Gautier, maestro en esta materia: «Walter Scott [...] ha traído al mundo y puesto de moda el género de composición más detestable que se pueda inventar. Ya solo su nombre contiene algo amorfo y monstruoso, que nos muestra de qué antipático apareamiento ha nacido: la novela histórica... Esta planta venenosa, que no da más que frutos hueros y flores sin perfume, crece sobre las ruinas de la literatura»1. Desde luego, no comparto tales reflexiones, pero al menos hay que permanecer atento, ser consciente de que cuando se entremezcla con la ficción, la Historia deja de ser Historia. Se convierte en un género literario que, con toda la razón y tal vez a causa del cambio de ambiente que ofrece, tiene un éxito en general merecido. Yo, personalmente, hace mucho que disfruto con esas lecturas, y a menudo he tenido ocasión de admirar grandes talentos, a sabiendas de que soy completamente incapaz de escribir una novela. En cuanto a reprochar los errores, anacronismos o incluso interpretaciones que yo consideraría erróneas, la verdad es que no veo motivo para hacerlo, mientras se especifique que se trata de una novela y la crítica lo trate como tal. Pero lo que me deja de piedra y, tras meditarlo, me desagrada realmente, es cómo se ha explotado la novela de Prouteau. Algunos periodistas, al no concebir la distinción –por otra parte, tan evidente– entre novela e Historia, lo tomaron todo como certezas. Reprodujeron hermosas frases, destacaron conclusiones arriesgadas, hablaron de impartir justicia por fin, de restaurar el «honor».

Se creó un «tribunal» y se escenificó un «proceso» para examinar los fundamentos de la tesis de la inocencia, revisar todo el procedimiento e incluso juzgar al obispo y al duque. ¡Y que no faltase de nada! No solo se hizo un proceso, sino dos: uno en Nantes, a iniciativa de un «comité de rehabilitación», y otro en París, en el Palais du Luxembourg.

Están de moda esos «tribunales» en los que vienen a ocupar una plaza los reparadores profesionales de errores históricos o los sermoneadores situados allí por la fama o, con mayor frecuencia, por sí mismos. El 500 aniversario de 1492 dio pie a toda clase de fantasías y, entre otras farsas, no faltaron los procesos judiciales. En una universidad americana –que no era conocida antes por ningún motivo– se constituyó un «tribunal» con el único fin de juzgar a Cristóbal Colón y condenarlo por un buen puñado de crímenes contra la humanidad: genocidio, crueldades, venta de esclavos, toda clase de timos. En Francia, a pesar de que no teníamos nada que decir, pues no habíamos participado en absoluto en la gran aventura, pareció imposible no aprovechar la ocasión para importunar a España y al mismo tiempo a la Iglesia. Me refiero a aquella extraordinaria estafa televisada, titulada La controversia de Valladolid, interpretada por excelentes actores y en parte basada en textos de buenos escritores del momento; pero, a medida que el telefilme avanzaba, se hizo patente una flagrante desvergüenza: situaciones y discursos inverosímiles, guiños de lo más burdo y errores garrafales, sobre todo anacronismos. Según se dice, su éxito fue considerable y varios críticos de renombre lo apreciaron.

Los procesos a favor de Gilles de Rais tuvieron lugar pocas semanas o meses después de los de Cristóbal Colón, obrando en el mismo sentido: el secuestro de la Historia en provecho de una postura particular o del espectáculo. Desde luego, nada que promoviera un mayor conocimiento, ni siquiera una nueva interpretación de los hechos. Cómo no aplaudir, al respecto, la intervención de la Sociedad de Historiadores Medievalistas: denunciando aquella historia-espectáculo, esta apuntó que, en caso de que tales formas se multiplicasen, recibiesen el aval de organismos públicos y, en resumen, se oficializaran, esa historia-espectáculo, «la que busca lo sensacional, lo patético, lo escandaloso [...], acabaría imponiéndose a la Historia erudita, sin duda menos espectacular pero más respetuosa con los documentos y, además, consciente de las posibilidades y limitaciones de la investigación histórica». No se podría expresar mejor. La mencionada Sociedad no tiene nada que ver con un «comité» a la medida ni se ha constituido para la ocasión; congrega a varios centenares de historiadores especializados en la Edad Media, que obviamente tienen cada uno sus inclinaciones personales y no están de acuerdo en todo, pero que saben muy bien lo que es una auténtica investigación, y que podrían, como han hecho algunos, preguntarse: «¿Es que hemos llegado efectivamente hasta tal punto de frivolidad y dejadez que ya no somos capaces de comprender y admirar una obra realizada seria y minuciosamente? ¿Es que ya no valemos más que para escuchar cuentos azules o rojos*2.

Decir que el sire de Rais fue el «primer rebelde de la Vendée» no puede más que asombrar y ofender a aquellos que piensan que el alzamiento en la Vendée fue motivado por ideales nobles. Igualmente, decir que el proceso que se desarrolló en el otoño de 1440 fue «el primer proceso estalinista de Europa» (¡desde luego, buscan expresiones impactantes!) supone establecer curiosos paralelismos y hacer gala de una censurable propensión al olvido, manifestando una excesiva complacencia y una sombrosa discreción sobre los horrores de las purgas soviéticas. Durante todo su proceso judicial, Gilles de Rais gozó de unas garantías que un acusado en la Unión Soviética no hubiera podido obtener jamás. Estos dos paralelismos se explican por el afán de impresionar al lector, pero son de todo punto indignos.

Por lo que respecta a las intenciones... Los defensores reconocen sin ambages que su primer objetivo es denunciar y condenar las ambiciones y maniobras del duque de Bretaña contra su vasallo, o, tal vez en igual medida, las del rey contra el ducado. En resumen, Gilles habría sido víctima de las ansias territoriales del príncipe y del rey, víctima –ya por entonces– de una forma de centralismo estatal; nos es presentado como un adalid de la comarca de Rais (el «primer rebelde de la Vendée») o de Bretaña. El espectáculo que se nos plantea sería la defensa de la independencia de las «comarcas» contra un poder represivo, sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa para conseguir sus fines y para el que, por descontado, la muerte de un hombre no importaba gran cosa. Un alegato regionalista frente a la fuerza ciega del Estado, en manos de taimados príncipes... Que el rey llevase a cabo una política –y no solo en este caso– que, con el tiempo, condujese a la incorporación del ducado al reino, eso es incuestionable. Por supuesto, cada cual es libre de aprobarlo o no, de alimentar o no cierta nostalgia. Yo soy de los que –heréticos o, si se quiere, desviacionistas– piensan que el feudalismo no era en aquellos tiempos un sistema político peor que otros, y que el establecimiento de un Estado fuerte, muy centralizado, no suponía forzosamente una panacea, una condición absoluta para la instauración de la paz, la justicia y otras tantas bondades. Pero esa cuestión ni siquiera se planteaba aún. El rey era completamente incapaz de obrar en tal sentido: estaba demasiado ocupado reafirmando un reconocimiento muy reciente y un poder que acababa de ser aceptado. Lo mismo ocurría con el ducado de Bretaña, donde la situación era extraordinariamente compleja, mucho más embrollada de lo que se imagina. Cuando las provincias vecinas están aún ocupadas por ejércitos de un rey extranjero, no se puede pensar en desposeer a sus vasallos.

Por otra parte, resulta un tanto arriesgado afirmar que el proceso ante la corte episcopal de Nantes estuviera completamente amañado solo para permitir que el obispo y el duque se apropiaran de algunos señoríos y otras posesiones del acusado: muchas de ellas, de hecho, ya estaban en sus manos. En ese aspecto, habría que observarlo más al detalle y hacer balance de las ventajas que extrajeron, uno y otro, de esta condena: esto nos reservaría algunas sorpresas. Sea como fuere, determinar las malas intenciones de los jueces no permite en ningún caso afirmar la inocencia de Gilles de Rais. Un mal juez puede toparse con crímenes reales.

En algunos considerandos del fallo de «rehabilitación» se puede distinguir otra intención, que no se ha manifestado con tanta claridad: desacreditar a la Iglesia en general, y a la Inquisición en particular. ¿Quieren demostrarnos que no todos los religiosos eran santos –el obispo y el inquisidor, los primeros–, que algunos cumplían mal su cometido o eran personas ávidas, de reputación dudosa? Eso ya está admitido desde hace mucho tiempo, respecto a los religiosos, y, de hecho, respecto a cualquier persona de cualquier condición en aquella época... y en todas las demás. Tanto el libro como el proceso- espectáculo pretenden hacernos creer que el sire de Rais fue condenado por la Inquisición: doble error, o mala fe. La corte eclesiástica radicada en Nantes no era un tribunal de la Inquisición, sino del obispo. Y sobre todo, no se celebró un juicio, sino dos, y fue el tribunal «civil», presidido por el presidente del Parlamento de Bretaña, el que condenó a muerte a Gilles de Rais.

Estos posicionamientos a priori, estos errores e imprecisiones –ya sean voluntarios o no–, desde luego no contribuyen a que dichas empresas revisionistas nos parezcan muy fiables.

¿Valía la pena el caso de Gilles de Rais? ¿Merece un libro?

¿POR QUÉ GILLES DE RAIS?

Es evidente que Gilles de Rais habría caído en el olvido si hubiera acabado su vida sencillamente entre Machecoul y Tiffauges, ocupándose de sus tierras y conservando una pequeña mesnada para el servicio de su castillo. Lo que lo ha convertido en un personaje «histórico», prácticamente obligado para cualquier autor de manuales que se precie, es su proceso, su ejecución pública en Nantes y la evocación de tantos crímenes. Para justificar ese interés, un tanto morboso, y en cualquier caso el gusto por el sensacionalismo, así como para acentuar el carácter dramático de su caída, lo mejor era convertirlo en un gran jefe militar, cargado de honores y hazañas. Por consiguiente, se suele presentar a Gilles como barón de Bretaña, hecho indiscutible pero que no parece haberle llevado a ocupar altos cargos o responsabilidades, y como mariscal de Francia, cosa que también es cierta, pero, ¿por qué callar entonces que solo ejerció ese cargo efectivamente durante dos o tres años?

¿Compañero de Juana de Arco? A decir verdad, hay pocos hechos que sostengan tal afirmación; aparte de su presencia –junto con otros muchos capitanes– en Orleans, durante los combates para liberar la ciudad, no hay nada que atestigüe esa lealtad que se pretende mostrar como ejemplar. En realidad, lo que ha reafirmado esa idea de lealtad es el paralelismo – completamente gratuito– entre los dos procesos y las dos hogueras, la de Ruán en 1431 y la de Nantes en 1440. Se ha pretendido al mismo tiempo destacar que las condenas de esos dos combatientes por su país habían sido impuestas por tribunales de la Iglesia, cosa que, en el caso de Nantes, es errónea. Por otra parte, Gilles de Rais no fue uno de los seguidores más leales de Juana: luchó a su lado en Orleans, Reims y en el primer ataque a París, pero ya no en Compiègne, pues tuvo que seguir a su verdadero señor, Louis de La Trémoille, adversario declarado de Juana.

¿Gran jefe militar? Desde luego, su papel no es desdeñable, pero es mucho menos importante que el de otros varios capitanes a los que los libros no hacen tantos honores. Solo luchó en las filas del ejército real durante unos dos años (1429- 1430); el resto del tiempo, luchaba en guerras entre facciones –no siempre muy honrosas– o por su propia cuenta: fue más un jefe de mesnada que de una compañía oficial. Ciertamente, hubo otros capitanes más activos y que se curtieron más en las grandes batallas, que hubieran merecido más atención: por supuesto, Richemont, pero también Dunois, el bastardo de Orleans, La Hire, Beaumanoir, Xaintrailles o Jean de Bueil. Se ha escrito demasiado sobre Rais, lo cual dificulta la apreciación.

¿Grandísimo señor? En este caso, la imagen también se ha impuesto a fuerza de insistir una y otra vez. ¿Qué sabemos, a ciencia cierta? Hay una carencia casi absoluta de documentación sobre el sire de Rais y sus señoríos, los de la comarca de Rais y los más lejanos, muy dispersos. Se sabe lo que poseía en el mejor momento de su vida, pero no los beneficios que extraía de ello. En realidad, solo hay un texto que habla de este tema, un texto forzosamente sospechoso y aleatorio, y en cualquier caso impreciso: la memoria redactada por sus parientes con el fin de demostrar su locura y la forma en que, mediante sus despilfarros, estaba dilapidando su fortuna. Escribieron lo que les convino, y resulta que fueron los únicos en hacerlo. Y, sin embargo, todo cuanto afirman sobre las ingentes sumas derrochadas, sobre el fasto de su vestimenta, su mobiliario, sus tapices y cortinajes, sobre el coste de las fiestas y su gusto desenfrenado por aparentar, sobre su censurable magnificencia, todo ello fue aceptado sin pegas por todos los autores que, de libro en libro, se fueron contentando con adornar un poco la trama, sin cuestionar nada.

Otra forma de suscitar una gran curiosidad sobre el personaje ha sido convertirlo en el Barba Azul de las leyendas y de los cuentos de Perrault. Pero eso es puro artificio. Gilles de Rais no es Barba Azul. Esa historia es mucho más compleja y sus raíces se encuentran en distintas regiones occidentales, algunas muy alejadas de la comarca de Rais y, en cualquier caso, muy anteriores a su época.

No fue ni un gran jefe militar, ni un leal seguidor de Juana de Arco, ni tampoco un señor riquísimo... ¿Por qué entonces le dedico otro libro al sire de Rais? Precisamente porque, sin ser una cosa ni otra, opino que aquel hombre y su destino ofrecen una lección fantástica sobre su época. Incluso sin entrar en grandes polémicas sobre el proceso o los fundamentos de la condena, sin insistir demasiado en los aspectos del desequilibrio mental o la enfermedad del personaje, su caso permite seguir la vida de un noble, terrateniente, hasta los aprietos y posteriormente la ruina, hasta su dramático fin; un noble atrapado en las duras exigencias de la guerra, en las luchas entre facciones y entre príncipes; un hombre que, como tantos otros capitanes de su época, no tenía otra forma de salir adelante que encomendarse a un grande, pero que no siempre lo consiguió, superado por acontecimientos que, por descontado, no dependían de él, simple peón en un tablero cuyas piezas se movían desde la corte.

En una época en la que, en general, no se respetaba la ley, una época de desórdenes y conspiraciones, en la que bandas de soldados desarraigados recorrían el país, ¿cómo podía mantener su rango, privado del apoyo real, ese barón de Bretaña, erradicado en una ubicación tan delicada, con un pie dentro y otro fuera del reino, siendo además vecino de linajes tan poderosos? Seguirlo en sus laboriosos esfuerzos, observar cómo se iban acumulando sobre él los negros nubarrones que anunciaban reveses de la fortuna, supone también y sobre todo evocar la vida en aquellas regiones occidentales –Bretaña, Maine, Anjou y Poitou– que, estando directamente confrontadas a la ocupación inglesa, embarcadas en una reconquista precaria, sufrieron el peso constante de la guerra en su sociedad, su estilo de vida y sus desvelos durante toda una generación, precisamente la de Gilles.

Situar a Gilles de Rais en ese contexto supone pues descubrir una civilización específica, original en muchos aspectos: la particular de las zonas fronterizas de todas las épocas, la de las fortalezas y los castillos defensivos disputados encarnizadamente, la de las guarniciones de bandidos extorsionadores, la de las cosechas inciertas; zonas donde las grandes hazañas de las cabalgadas se limitaban a hechos tan poco gloriosos como un ataque sorpresa a una exigua facción enemiga que se hubiera aventurado con poca fortuna. Supone igualmente, haciendo hincapié en el considerable peso de las luchas civiles –no políticas, sino dinásticas, y por supuesto no ideológicas, sino regionales (armañacs contra borgoñones, la facción de Bourges contra la de París)–, hablar de una Francia en la que, ciertamente, estaba empezando a surgir la conciencia de una identidad, pero que todavía seguía siendo un país en gestación.

LEYENDAS Y DOCUMENTOS

La Historia se basa en documentos. Para todo el período que denominamos «medieval», estos son indefectiblemente insuficientes: demasiado escasos, discontinuos y, la mayoría de las veces, incompletos. Quien desee describir la época en la que vivía Gilles de Rais, solo dispone de «retazos» y debe contentarse con fuentes muy dispares, cuyo interés es forzosamente desigual y que conviene confrontar y someter a un minucioso examen crítico. Lo que se ha conservado, tras las destrucciones deliberadas o por negligencia, es muy poca cosa, y solo nos permite hacer un tímido acercamiento a la realidad. La mayoría de los hombres y mujeres que situamos en primer plano, en el centro de la reconstrucción histórica, nos siguen siendo completamente desconocidos. Dejando aparte algunas personas de muy alto rango y ciertas afortunadas coincidencias, no se dice nada de su carácter ni de su forma de vida, y mucho menos de su aspecto físico. Por desgracia, para nosotros no son más que nombres. Resulta imposible describirlos, y colmar esas lagunas supone inventárselas, no hacer una labor de historiador. Y es que, en definitiva, Gilles de Rais, que se ha convertido en el siniestro protagonista de muchos libros –solo desde hace aproximadamente un siglo, no más–, en un personaje casi de leyenda, era un señor que, hasta su proceso, no había llamado apenas la atención. Mostrarlo con aspecto agraciado o enclenque, cual combatiente impetuoso o guerrero prudente que sopesa los riesgos, impulsivo o comedido en sus intenciones, es de todo punto gratuito, a gusto del autor: no corresponde a nada real.

Las fuentes accesibles se sitúan en dos registros muy diferentes.

Para empezar están las indirectas: son numerosas pero, a decir verdad, no aportan gran cosa. Los cronistas del rey de Francia y los de Anjou o Bretaña narran largo y tendido los acontecimientos de su época y ofrecen análisis a menudo detallados que, a lo largo de sus relatos, proporcionan gran cantidad de nombres de guerreros y asesores. Lo único que nos permiten es situar al sire de Rais en tal o cual empresa y seguir el rastro –de manera siempre imperfecta y con lagunas– de su trayectoria y compromisos. Son indicaciones demasiado rápidas, sin comentarios, perdidas entre otras muchas. En cierto modo, son solo alusiones.

Los testigos que declararon en el proceso de rehabilitación de Juana de Arco, en 1450-1455, quince años después de su campaña para liberar Orleans, estaban ciertamente bien informados; casi todos ellos fueron compañeros de armas de Gilles y lo vieron combatir, pero no por ello fueron más elocuentes; el sire de Rais no era por entonces su principal preocupación ni objetivo.

La Memoria de los herederos, llamada generalmente «la Memoria», en la que se basan constantemente todos los autores, muchos de los cuales reproducen pasajes, fue presentada al rey en 1435 y redactada a iniciativa de los parientes de Gilles. Era una especie de escrito de acusación para denunciar sus despilfarros, describiéndolo como un irresponsable incapaz de gobernar sus asuntos, con el fin de obtener una incapacitación que le prohibiera en adelante vender o enajenar sus bienes, y ello para poner freno al proceso de dilapidación del patrimonio, que ya había afectado a buena parte del mismo. La Memoria está redactada en tono contundente, pero muy impreciso. ¿Debemos creer a pies juntillas todo cuanto dicen esos «herederos», tan bienintencionados?

En cuanto al otro registro, los documentos «directos», redactados por o para el sire de Rais, la recopilación es igualmente escasa y los textos no se refieren más que a dos momentos de su vida, ambos excepcionales. Se trata, por una parte, de las actas redactadas por un notario de Orleans en 1435, que dan fe de las deudas adquiridas con posaderos o comerciantes, de préstamos y objetos empeñados; además, algunos apuntes contables de los responsables de las finanzas de la ciudad, que reflejan compras o salarios. Por otra parte, y por último, los archivos de los dos procesos, el eclesiástico y el civil: pesquisas, interrogatorios o declaraciones de los demandantes y los testigos, cargos de la acusación, confesiones del propio Gilles y de sus hombres de confianza, actas, sentencias y condenas. Ahí está lo esencial. Dichos archivos siguen existiendo y su autenticidad no se ha puesto nunca en duda. Constituyen un fondo documental de gran importancia, en absoluto monolítico, sino variado, que por suerte contrasta con la pobreza del resto.

Por tanto, tenemos mucha más autoridad para hablar de los procesos de Gilles –es decir, de unas pocas semanas del otoño de 1440– que de todos los años de su vida como señor y guerrero. Es por ello que la evocación de sus crímenes y crueldades puede llamar más la atención. Pero tampoco comprendo por qué motivo insistir con tanto ahínco en ese trágico epílogo y, por las mismas, prestar tan poca atención a los tiempos de combates y honores, así como a los posteriores, de cuitas y trabajillos de segunda. El enfoque documental es, obviamente, más incierto, y no ofrece jamás una satisfacción plena; sin embargo, la vida del sire de Rais, capitán militar, señor en las zonas fronterizas de un reino sumido en querellas entre príncipes y facciones, guerrero que pasa indefectiblemente de una clientela y un servicio a otro, queda lo suficientemente aclarada como para extraer algunas lecciones.

Notas al pie

1 Théophile Gautier; reseña sobre el libro de Eugène Sue, Histoire de la marine, publicada en La Chronique de Paris (febrero-marzo de 1936) y recientemente como apéndice en E. Sue, Romans de mort d’aventures, R. Laffont, 1993 (colección «Bouquins»). Gautier publicó La novela de la momia en 1858, mientras que hasta 1863 no publicó Le capitaine Fracasse, escrito veinticinco años antes, en 1838.

* Cuentos infantiles, por alusión a los cuentos de Marcel Aymé Les Contes du chat perché, publicados originalmente en dos tomos: los cuentos rojos y los cuentos azules. (N. de la T.)

2 Théophile Gautier; reseña sobre el libro de Eugène Sue, Histoire de la marine, publicada en La Chronique de Paris (febrero-marzo de 1936) y recientemente como apéndice en E. Sue, Romans de mort d’aventures, R. Laffont, 1993 (colección «Bouquins»).

PRIMERA PARTE

Tiempos de gloria

index-24_1.png

I

De la comarca de Rais a la Corte

LAS HERENCIAS

Gilles de Rais le debía toda su fortuna –una fortuna frágil, cuestionable y, en suma, efímera– a los azares o a los engranajes de las alianzas.

Todo comenzó con un sombrío asunto de herencias, el de Jeanne Chabot, dama de Rais, llamada Jeanne la Sage [la Sabia], que había heredado a los treinta y dos años de su hermano Girard V, fallecido sin descendencia en 1371. Recibió además, como recompensa a los servicios de Girard «en las guerras del rey», algunas tierras confiscadas a los ingleses, en particular en el señorío e isla de Bouin.

El casamiento de una mujer con semejante dote despertó enseguida grandes ambiciones y desvelos. El duque de Bretaña no aceptaba de buen grado que se instalase un linaje demasiado poderoso en aquella comarca de Rais y en sus castillos al sur del Loira, justo en la línea defensiva frente a Poitou y Aquitania. Su proyecto era, por supuesto, casar a Jeanne con uno de sus vasallos más allegados, o posiblemente, ya desde entonces, echar mano a sus feudos y hacer que los administrasen sus oficiales.

Frente a él, el rey de Francia intentaba, obviamente, que esa herencia cayera en su esfera de influencia. Actuó a través de un mediador, el papa de Aviñón Gregorio XI, papa francés de origen lemosín, que intermedió presentando como posible esposo a su propio hermano, Roger de Beaufort, que en aquel momento se hallaba cautivo de los ingleses. El matrimonio se celebró por poderes en Aviñón y, para evitar cualquier tentativa hostil, conquista sorpresa o acuerdo dudoso, se encomendó la custodia de la comarca de Rais* a Olivier de Clisson, hombre de confianza pues era un enemigo declarado del duque de Bretaña. Pero, tras fallecer Gregorio XI en 1378, Jeanne desposó al año siguiente, se desconoce mediante qué negociaciones, a Guillaume l’Archevêque, señor de Parthenay, cosa que le valió la oposición inmediata de los poderosos: la del nuevo papa, que la excomulgó por consanguineidad y sobre todo por bigamia –dado que el matrimonio de Aviñón se había declarado válido–, y la oposición aún más enérgica de Jean IV, duque de Bretaña, que no toleraba semejante intrusión de una familia de Poitiers en su ducado. Hizo varias visitas de lo más corteses a Jeanne, refugiada y como enclaustrada en el fuerte de Princé, y finalmente consiguió atraerla a Nantes..., donde la mandó encerrar inmediatamente en el castillo de Tour Neuve.

Prisionera, Jeanne se vio obligada a ceder Rais y todas sus tierras de la diócesis de Nantes a cambio de otros feudos más lejanos: Rosporden y Fouesnant, en Cornualles, mientras que las guarniciones ducales se instalaban en Machecoul y otras plazas fuertes de la comarca de Rais. Naturalmente, la familia apeló al rey, que impuso su arbitraje e hizo que el Parlamento de París condenase a Jean IV (1396) a restituir los señoríos usurpados y a pagar onerosas multas de 60.000 francos de oro, más 8.000 francos por año de ocupación abusiva. Jeanne regresó pues del exilio y recuperó sus derechos y sus bienes.

La herencia de ese linaje siguió siendo, durante más de veinticinco años, objeto de ambiciones e intereses que iban mucho más lejos que las simples querellas entre familias. El duque de Bretaña y el rey de Francia se habían implicado deliberadamente en el asunto. El ducado contra el reino: quizás aquello fue una anticipación de las desgracias que iba a sufrir Gilles unas décadas más tarde.

El asunto volvió a saltar a la palestra en el momento en que Jeanne, ya con cierta edad y sin descendencia, pensó en nombrar heredero a un pariente más o menos cercano. Pero al no estar muy segura de su elección, o viéndose obligada a ceder ante acuciantes peticiones, o tal vez por un capricho de último momento, acabó por vacilar demasiado y cambiar de opinión. Tras haber nombrado a Guy II de Laval-Blaison, a quien entregó inmediatamente su residencia preferida de Princé, quiso anular tal nombramiento a favor de Catherine de Thouars, viuda de Pierre de Craon, cosa que equivalía de hecho a dejar sus feudos, tras la muerte de esta, a su hijo Jean de Craon, que, a su vez, tomó posesión de Machecoul. Es posible que el objetivo fuera rehabilitar la casa de los Craon, que había quedado muy perjudicada al caer Pierre en desgracia después de haber intentado asesinar en París al condestable Olivier de Clisson, el 14 de junio de 1392 –a decir de algunos, a instigación del propio duque de Bretaña–, sobornando a una mesnada de vasallos menores y lacayos. Pierre de Craon, perseguido por el rey, había buscado refugio en algunas plazas fuertes en los confines de Bretaña. Desposeído de sus bienes, entregados al duque de Orleans, con su palacete parisino de Petit Musc demolido para agrandar el cementerio de Saint Jean en Grève, Pierre había logrado, sin embargo, gracias a los conflictos de influencias en los consejos reales y en la corte, que se olvidase su felonía. En los últimos años de su vida, se había dedicado con cierta fortuna a reconstruir sus dominios, a reorganizar sus castellanías y a gobernarlas adecuadamente, en particular la de La Ferté-Bernard, que después dejaría a su hijo Guillaume. La herencia de Pierre, en manos de su viuda Catherine y de su hijo Jean, una herencia que parecía difícil pero que no era nada desdeñable, sumada a la herencia de Jeanne de Rais, les prometía a ambos, pero sobre todo a Jean, un buen incremento de riquezas y de influencia.

Este segundo nombramiento de herederos desencadenó una serie de embrollos. Jean de Craon tomó la delantera, asegurándose avales y complicidades. Por su parte, Guy de Laval-Blaison seguía intentando hacer valer sus derechos y abrir diligencias ante el Parlamento de París, que, al no poder o no querer zanjar al respecto, validó finalmente un acuerdo concluido directamente entre ambas partes, a saber: que Guy desposaría a Marie, la hija de Jean de Craon.

De ese matrimonio nació, en 1404, en Champtocé, castillo a orillas del Loira del dominio de los Craon, un hijo a quien llamaron Gilles, en recuerdo de la peregrinación de los jóvenes esposos a Saint Gilles du Cotentin. El bautizo se celebró en la pequeña iglesia de Saint Pierre de Champtocé, en presencia de los vasallos de Rais y de muchos nobles vecinos, que participaron en la ceremonia, cirio en mano1. Dos años después, en enero de 1406, murió Jeanne Chabot: Guy y Marie tomaron posesión de la baronía de Rais. Su segundo hijo, René, conocido enseguida como René de La Suze, nació en 1407 en Machecoul.

Gilles y René perdieron a sus padres muy pronto: ambos murieron en 1415. Ese mismo año, su tío Amaury de Craon falleció en la batalla de Azincourt. En su testamento (fechado el 28 de septiembre de 1415), Guy de Laval había encomendado la tutela de sus dos hijos a un primo suyo, Jean Tournemine de la Hunaudaye, y estipulado que los maestros que él había escogido, dos curas –Georges de la Boczac y Michel de Fontenay– debían permanecer con sus hijos el tiempo necesario para completar su educación. Sin embargo, su abuelo, Jean de Craon, le arrebató a este la tutela de los huérfanos mediante un osado golpe de mano, o gracias a sólidos respaldos; logró que se anulase el testamento de su padre y obtuvo la custodia de la baronía de Rais2.

Juicios y actos violentos..., sea como fuere, Gilles, con doce años, se encuentra bajo la influencia absoluta de los Craon, sobre todo de su abuelo Jean. Mucho más tarde, en 1435, cuando el destino de Gilles dio un vuelco o se fue deslizando hacia el caos, sus parientes, afanándose por empañar su imagen e incapacitarlo, no dejaron de sacar a colación aquellos duros años de su juventud. Ciertamente, todos tenían en mente las tristes hazañas de su ancestro Pierre de Craon, que quedaron patentes en varias desafortunadas ocasiones, como la tentativa de asesinato de Olivier de Clisson. Aquel «personaje de moralidad deplorable» había dejado una reputación lamentable en los cronistas de su época; «hombre derrochador y depravado», a decir de las crónicas habría despilfarrado él solo en simples futilidades y grandes dispendios los 100.000 ducados que tanta falta le hubieran hecho a Louis I de Anjou para su campaña de Italia. Algunos le consideraban directamente responsable de la muerte del duque en Apulia en 13843, y poco les faltaba para pensar que Jean de Craon había heredado de su padre esa inclinación por las fechorías y las traiciones. Mucho más tarde, en 1440, en Nantes, el propio Gilles denunció en su confesión la perniciosa educación que había recibido bajo la palmeta de su abuelo, el mal ejemplo, las exhortaciones a obrar mal, a usar la fuerza antes que el derecho, a someter a las personas y a basarse únicamente en los golpes de audacia. Afirmó que todas sus desdichas provenían de ahí; no mencionó ninguna otra circunstancia ni incriminó a nadie más: Jean de Craon, pésimo consejero y artífice de viles intrigas, se vio señalado como el principal culpable.

Para los Craon, Gilles de Rais no fue más que un resorte, un simple peón. Lo que les impulsaba eran sus ambiciones, y no fue fácil arreglarle un buen matrimonio que asegurase una buena herencia. Escribir tan solo que el joven desposó a su prima Catherine de Thouars es, desde luego, ir demasiado rápido y pasar por alto numerosas negociaciones, muchas de las cuales sin duda no salieron a la luz, pero sabemos que al menos dos de ellas se saldaron con amargos fracasos. Con trece años, en 1416 o 1417, Gilles estaba comprometido a una rica heredera normanda, Jeanne Peynel, hija del sire de Hambye y huérfana. ¡Pero vaya noviazgo, y de qué manera!... El rey había confiado la tutela de la niña al señor de La Garde Guyon, que se había apresurado en comprometerla con su hijo de siete años. Pero el abuelo, Charles de Dinan, barón de Chateaubriand, reivindicaba a su vez la tutela.

Inepto y presionado por sus acreedores, recibió la oferta de Jean de Craon para casarla con Gilles, a cambio del pago de todas sus deudas y del desembolso inmediato de 4.000 libras.

Todos los parientes normandos protestaron al unísono, clamando por todo lo alto su rechazo, y el Parlamento les dio la razón; hubo que ceder y dejar pasar semejante ganga. Se concedió la tutela a su tía, Jacqueline Peynel, con la prohibición de acordar un matrimonio antes de la emancipación de la pupila4. Dos años después, otra peripecia en la carrera por lograr una buena posición: el 28 de noviembre de 1418, un contrato que sellaba la unión entre Gilles y Béatrice de Rohan, sobrina de Jean V, el duque de Bretaña, se firmó en Vannes en el castillo de Hermine, en presencia del propio duque y de varios vasallos superiores; sin embargo, la unión no llegó a realizarse y en este caso no tenemos datos sobre los avatares del asunto ni los motivos de la ruptura.

La unión con Catherine de Thouars sí que llegó a buen puerto, pero, desde luego, fue arduo lograrlo. El círculo de parientes y aliados no ocultó su hostilidad. Gilles mandó raptar a la joven en noviembre de 1420 para desposarla en secreto, en una simple capilla, sin haber obtenido –y de hecho, sin haber siquiera solicitado– una dispensa del impedimento de parentesco y el consentimiento de los padres. El matrimonio, celebrado por un monje desconocido, fue declarado nulo de inmediato: los jóvenes eran parientes en cuarto grado.

Jean de Craon, por su parte, se afanaba por reforzar esa alianza. Poco después de la muerte de su primera esposa, Béatrice de Rochefort, desposó a Anne de Sillé, la abuela de Catherine, que ya no era muy joven. Una intrigas exquisitas, un bonito éxito que le daba derecho a intervenir en los señoríos de Thouars y apartar a otros pretendientes... Los dos hombres, Jean y Gilles, ahora parientes por partida doble y naturalmente cómplices, se emplearon a fondo, venciendo toda resistencia, despreciando incluso las decisiones reales. Y en efecto, se vieron obligados a combatir o negociar, pues la viuda de Milet de Thouars, Béatrice de Montjean, no daba su brazo a torcer. Midió enseguida las consecuencias de esos dos curiosos matrimonios, tan precipitados, viendo que se multiplicaban las usurpaciones y expolios. Jean y su nieto Gilles, a la cabeza de varios guerreros que les apoyaban, ya se estaban adueñando de buena parte de las tierras de Catherine, e incluso de las tierras de su madre, Béatrice; llegaron hasta Poitou para tomar las dos fortalezas principales, Pouzauges y Tiffauges. La única defensa a la que podía aferrarse Béatrice de Thouars, de soltera Montjean, fue la siguiente: en cuanto acabó su período de luto, en 1421 (poco más o menos, pues la fecha es inexacta), desposó a un joven caballero, Jacques Meschin, señor de La Roche Ayreault, que anteriormente había sido escudero de Milet de Thouars y se había afirmado como protector de la esposa y la hija de su señor, gozando por lo demás de cierto crédito entre los nobles del ducado y del reino. Jacques Meschin deseaba ante todo salvaguardar todos los derechos del linaje; pero, como prueba de su voluntad de llegar a un acuerdo, emprendió los trámites para obtener la dispensa pontifical, lo único que permitiría que Gilles y Catherine se casaran legítimamente. El 24 de abril de 1422, el obispo de Angers, Hardouin du Bueil, los unió solemnemente en matrimonio en su castillo de Chalonnes, esta vez con la asistencia de nobles y eclesiásticos5.

Pero era esperar demasiado de la buena fe de los Craon, que actuaban insensibles a las protestas y reprobaciones que les llovían de todas partes. Durante el invierno de 1423-1424, el capitán de la mesnada de Tiffauges, Jean de La Noé, obedeciendo sus órdenes, hizo prisioneras a Béatrice de Montjean y a su hermana menor; las condujo a Champtocé, donde Gilles las amenazó con las peores sevicias, como arrojar a su suegra Béatrice al Loira dentro de un saco cerrado, si no renunciaba definitivamente a todos sus feudos. Interviene entonces su marido, Jacques Meschin, que envía a tres mensajeros, y a continuación Anne de Sillé, que obtiene la liberación de su hija Béatrice. Gilles estaba firmemente atrincherado en la fortaleza, resistía todos los ataques; finalmente los Meschin tuvieron que ceder y pagar un rescate por los mensajeros que habían enviado. Uno de ellos, Gilles Meschin, hermano de Jacques, había muerto a causa de sus malos tratos, encerrado en una mazmorra.

El Parlamento de Poitiers intenta entonces imponer un acuerdo: Béatrice solo conservaría algunos señoríos en el Lemosín, además de un castillo de su elección: Pouzauges o Tiffauges. Palabras vacuas..., pues el sire de Rais tenía ocupados ambos castillos y no los soltaba. Pese a todo, ese mismo Parlamento hizo un gesto un poco arriesgado. Su presidente, Adam de Cambray, se acercó a Pouzauges con la intención de imponer el acuerdo; fue muy mal recibido, de hecho fue más bien acosado: atacaron a su séquito, que se dio a la fuga, de modo que tuvo que partir inmediatamente. Esto supuso un escándalo, el cuerpo judicial estaba espantado; se condenó a Gilles a una severa multa cuyo pago nunca se exigió. El asunto se quedó ahí6.

Una fortuna creada, por tanto, no solo gracias a las mujeres, sino de esa manera en particular. Así pues, Gilles de Rais coronó con éxito la ardua búsqueda de dotes y herencias, pero lo cierto es que solo triunfó gracias a los actos violentos y a su negación de la justicia: ya era un bandido y un rebelde. Sus enemigos o rivales, otros aprovechados y acaparadores envidiosos de su éxito, no lo olvidaron jamás. Años más tarde, pudieron despacharse a gusto atacándole y avasallándole. Presentar sus procesos de 1440 como tentativas de juzgar a uno de los «grandes señores de Francia», protegido por alianzas y por la solidaridad de sus pares, es un error palmario. Equivaldría a situarlo en un nivel de prestigio que para muchos –todos aquellos que recordaban sus fechorías, ¡y debían de ser muchos!– no le correspondía, desde hacía mucho tiempo. Aún tres años después de su ejecución, en 1443, el Parlamento de París lo condenó por este escándalo de 1424, que entonces se remontaba a veinte años atrás, declarándolo culpable de lesa majestad e imponiendo a sus herederos una severa multa. ¿«Gran señor»? ¡En absoluto!

El sire de Rais, barón de Bretaña y mariscal de Francia, ¿era acaso tan riquísimo como afirman muchos autores? Desde hace un siglo, todos los historiadores están de acuerdo en atribuirle, en los mejores momentos de su carrera, una fortuna considerable. Sus plumas nos han dejado algunas expresiones que permiten imaginar vastos señoríos y grandes ingresos. Por descontado, nadie se ha atrevido a facilitar cifras ni a evaluar, aunque sea aproximadamente, cuáles podían ser sus ingresos, así como el origen y evolución de los mismos; ni tampoco a confrontarlos con los gastos a lo largo de los años. Es una tarea imposible: la investigación fracasaría desde los primeros pasos, a falta de documentación adecuada: no tenemos inventarios, ni registros de recibos, ni libros de contabilidad.

En tales condiciones, el estudio de los señoríos y las tierras, de su naturaleza y ubicación, no puede responder a las preguntas de una persona de nuestra época, tan preocupada por las precisiones numéricas y estadísticas. No obstante, el examen de sus posesiones y fuentes de ingresos puede en cualquier caso llevarnos a varios análisis, por supuesto menos ambiciosos, pero igualmente interesantes, a saber: definir la condición, el rango social de uno de los grandes capitanes de la época, uno de esos jefes guerreros que al mismo tiempo eran terratenientes, señores de vasallos, dominios y campesinos.

Llevar a cabo un recuento de feudos y derechos no es tarea fácil, pues estos se encontraban dispersos, a menudo enmarañados, mal definidos, y por añadidura eran de distintas procedencias y no siempre se respetaban. Gilles de Rais se benefició de varias herencias, al haber forzado su abuelo –y él mismo– el curso de los acontecimientos en más de una ocasión. Su patrimonio reunía, por medio del juego de alianzas matrimoniales y de manera forzosamente artificial, un gran número de señoríos. El abate Bossard, ya en 1886, había redactado una lista ordenada y fundamentada pero, por supuesto, incompleta. Disponemos ahora de una puntualización muy precisa, publicada en 1988 en una estupenda recopilación de artículos científicos dedicados a la comarca de Rais y a sus señores7.

Por herencia directa, Gilles era barón de Rais y –dicen algunos, aunque sin aportar pruebas ni precisar el sentido de la expresión– «decano de los barones de Bretaña». Sea como fuere, esos barones formaban la primera corporación política y social del ducado, y con el paso del tiempo, tal corporación se había reforzado, reducido e institucionalizado. En el siglo XIII, se contaban unos cuarenta barones que formaban en la práctica el consejo del duque, pero a finales del siglo siguiente ya no eran más que entre ocho y doce, para fijarse a continuación su número en nueve, sin duda por analogía con los nueve obispados de Bretaña8. Considerando todos los aspectos, el sire de Rais no era desde luego superior a los grandes barones del ducado, ni siquiera a otros linajes nobles, ni por la extensión o riqueza de sus tierras, ni por su peso político de cara al duque.

La baronía de Rais, vasto complejo de feudos y derechos, se extendía al sur del Loira, y por tanto en las fronteras de Poitou, en unas cuarenta parroquias. Comprendía una decena de señoríos, la mayoría de ellos ligados a un castillo, como Machecoul, Saint Étienne de Mer Morte, Pornic, Vüe y Princé.

De su madre, Marie de Craon, y de su abuelo, Jean de Craon, Gilles de Rais había recibido tierras desperdigadas por Maine, Anjou y Bretaña. La principal era el gran señorío de La Suze, en Maine, cerca de Sablé, que abarcaba unos quince pueblos alrededor de un poderoso castillo fortificado. En el propio Anjou, en el Loira o muy cerca, los sires de Craon poseían Champtocé e Ingrandes, así como la mayor parte de los feudos en la orilla norte del río, desde La Roche Serrat hasta Becon e Ingrandes, entre los que se contaban Montagné, Chaumont, Villemaison y una parte de las tierras de Savennières y Épiré, muy cerca de Angers. Más al norte, la baronía de Brionnay dominaba la confluencia de los dos ríos, el Sarthe y el Maine. Al sur del Loira, esta herencia de los Craon podía reivindicar la posesión de La Bénate, en medio de las tierras de Rais, un señorío nada desdeñable que abarcaba más de treinta parroquias: Loroux Bottereau, La Voulte, Bourgneuf en Rais y Sénéché. Además, los Craon eran propietarios de un palacete en Nantes y de distintos derechos, siempre citados y reivindicados. El palacete estaba situado en la calle Notre Dame, cerca de la colegiata. Se trataba de una de esas residencias edificadas intencionalmente en la capital, que permitía a los vasallos del príncipe alojarse cerca de su palacio y de sus consejeros, venir a presentar sus quejas, defender sus causas y mantenerse informados.