BREVE HISTORIA
DEL ARTE
NEOCLÁSICO

Historia del arte: volumen 11

BREVE HISTORIA
DEL ARTE
NEOCLÁSICO

Historia del arte: volumen 11

Carlos Javier Taranilla de la Varga

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título: Breve historia del arte Neoclásico. Historia del arte: volumen 11

Autor: © Carlos Javier Taranilla de la Varga

Copyright de la presente edición: © 2019 Ediciones Nowtilus, S.L.

Camino de los Vinateros 40, local 90, 28030 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: NEMO Edición y Comunicación

Imagen de portada: Vista de la fachada oeste del Capitolio de los Estados Unidos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-1305-019-5

Fecha de edición: enero 2019

Depósito legal: M-229-2019

Prólogo

De entre todos los estilos artísticos quizá sea el neoclásico el que ha sido menos y peor valorado por los historiadores del Arte. Considerado como una especie de remedo del arte de la Antigüedad y del Renacimiento, se la ha achacado falta de originalidad en el diseño, frialdad en la ejecución y rigidez en las formas y en el planteamiento estético.

Este juicio, que suele ser habitual en la mayoría de los estudios académicos, contrasta con la percepción de mucha gente que contempla las obras neoclasicistas, sobre todo la arquitectura y la escultura, con lo ojos asombrados de quien percibe la sensación de monumentalidad y precisión que emanan de ellas.

En este libro, breve y preciso, de Carlos Javier Taranilla de la Varga, se ofrece una visión sintética de este estilo artístico que triunfó fundamentalmente en Europa y América, en el siglo XVIII y primeras décadas del XIX.

El lector se encuentra en primer lugar con el marco histórico de la época, especialmente el auge de los Estados nacionales que rolan hacia posiciones imperialistas, como el creciente Imperio británico, la agónica monarquía francesa que derivará, revolución mediante, hacia la megalomanía del Imperio napoleónico, los coletazos del Imperio español, el eclecticismo tardío de los imperios centroeuropeos, ruso y otomano, o incluso el naciente «imperialismo republicano» de los recién nacidos Estados Unidos de América y las repúblicas fundadas sobre las descomposición de los dominios españoles y portugueses en Iberoamérica.

Esta parte del libro es absolutamente imprescindible para entender el triunfo de la Ilustración, el racionalismo y la estética del neoclásico.

Por las páginas de este libro discurren los acontecimientos y las obras de arte que protagonizaron esa época, apenas un siglo, en la que el mundo de la Edad Moderna se deshizo para entrar de lleno en la Contemporánea.

Las ciudades de los Imperios europeos, sobre todo, sus capitales (Londres, París, Madrid, Viena, San Petersburgo, Estambul...), y de las nuevas repúblicas americanas (Washington, Ciudad de México, Buenos Aires, Lima...) se revistieron de grandes edificios «al estilo clásico»; los escultores imitaron en formas, estilo e incluso motivos iconográficos a sus colegas grecorromanos y renacentistas; y los pintores acudieron al formalismo academicista de los diseños, a la geometrización de los dibujos y a la simplificación de los colores básicos.

Y, en fin, Carlos Taranilla incluye un amplio capítulo sobre las obras del Neoclasicismo en España, a partir sobre todo de los edificios trazados por el italiano Sabatini o por Villanueva, el mejor exponente de la arquitectura española de la época.

No falta en este breve tratado una mirada a la obra de Francisco de Goya, verdadero eje sobre el que pivota el gran cambio de la estructura formalista del neoclásico hacia la revolución de la pintura contemporánea.

Este libro, de ágil lectura pese a su estilo casi telegráfico en algunos momentos, se culmina con un glosario y una escueta bibliografía. Se trata, en suma, de una guía para entender y ubicar el arte neoclásico.

José Luis Corral

Escritor e historiador

Introducción. El Neoclasicismo

La finalidad de todo hombre honesto que coge la pluma, la paleta o el cincel es hacer atractiva la virtud y ridículo y ocioso el vicio.

Diderot

El Neoclasicismo o nuevo clasicismo fue un movimiento cultural que se impuso entre mediados del siglo XVIII y el primer tercio del XIX merced a varios factores: ideológicos, como la influencia de las ideas ilustradas y el triunfo de la razón; estéticos, como la reacción frente al recargamiento decorativo del arte rococó; y de índole social, como el impacto que produjeron las excavaciones arqueológicas de las antiguas ciudades romanas de Pompeya y Herculano, sepultadas —con otras como Stabia— por la erupción del volcán Vesubio, el 24 de agosto del año 79 d. C., y redescubiertas el 11 de diciembre de 1738, la segunda, y en 1748, la primera, por el equipo del ingeniero militar zaragozano Roque Joaquín de Alcubierre, que trabajaba por encargo del rey Carlos VII de Nápoles y Sicilia, futuro Carlos III de España. El entusiasmo ante los hallazgos fue tal que en otros lugares de Italia y no pocas partes de Europa —Granada, sin ir más lejos— se procedió a realizar excavaciones por doquier con el ánimo de hallar restos de un pasado grandioso, lo que dio lugar a la falsificación de yacimientos arqueológicos.

Poco después se produjo el descubrimiento del templo de Paestum, construido en un estilo dórico arcaico hasta entonces ignorado, que rompió todos los esquemas vitrubianos acerca de la proporción y la armonía que se creía había presidido el arte de la Grecia antigua. Algún teórico como Piranesi lo tomó por posterior al orden toscano, el más sublime según él, e incluso a todos los órdenes griegos, en su intento de justificar la perfección clásica, que no admitía que esta podía descender de la evolución estilística desde un primer arcaísmo.

El Neoclasicismo fue un arte basado en el equilibrio, la proporción y la serenidad, como rechazo al movimiento desorbitado del Barroco y los excesos decorativos del rococó. Representa en la historia del arte el segundo redescubrimiento de la Antigüedad clásica después del Renacimiento.

El término neoclásico surgió avanzado el siglo XIX y se impuso plenamente en el XX. Anteriormente se empleaban las expresiones clásico (por su inspiración en la Antigüedad) o académico (por el control que ejercía sobre las artes esa institución oficial). Sus detractores le nombraban irónicamente art pompier (‘arte bombero’, en francés), burlándose de los cascos similares a los del uniforme del cuerpo de bomberos con los que adornaban los artistas a sus modelos para representar personajes griegos y romanos.

El neoclásico pertenece a la categoría estética clásica, que a partir de la Antigüedad grecorromana se ha mantenido a lo largo de la historia, pues, al contrario de lo que muchas veces se ha sostenido, no llegó a desaparecer durante la Edad Media, sino que resurgió con el Renacimiento, permaneció durante el Barroco, se manifestó con fuerza a finales del siglo XVIII y, en combinación con el historicismo y el eclecticismo, perduró durante todo el XIX; cobró vigor con los totalitarismos del XX e incluso aparece en los tiempos actuales.

Se trata de un estilo en todo el sentido del término, puesto que comprende arquitectura, escultura, pintura, artes decorativas, literatura, música y teoría del arte. Sus precedentes más inmediatos son el depurado Barroco vitrubiano francés del siglo XVIII —inspirado en las teorías de aquel tratadista romano y denominado allí Classicisme—, el Renacimiento y el manierismo.

En cuanto a sus comienzos, la opinión más común es que tienen lugar con el advenimiento de la Revolución francesa —estilo directorio— y la subida al poder de Napoleón, pero se pueden retrotraer al reinado de Luis XVI, a partir de Ange-Jacques Gabriel y su Petit Trianon de Versalles.

Respecto a su final, aunque la etapa de auge podemos decir que finalizó; al menos en Francia, con la caída del emperador y el inicio de la Restauración, a partir de entonces se expandió por otros países europeos con la intención de emular las pasadas glorias napoleónicas que habían hecho suyas, y sabemos que, en brazos del historicismo, el eclecticismo y los revival se ha mantenido en sus formas externas hasta hoy.

En cuanto a su extensión geográfica podemos decir que constituyó el primer estilo de carácter universal, ya que se introdujo en toda América, donde fue abrazado inmediatamente en el norte coincidiendo con la independencia de las colonias inglesas, y manifestándose con retraso en Iberoamérica por su más tardía emancipación. En Europa abarcó todo el continente y por el este penetró en Rusia y las culturas eslavas.

Nacido en Italia al calor de las ruinas romanas, la restauración de Pompeya y Herculano y la herencia renacentista purista (Bramante, Palladio), el neoclásico tuvo extrañamente escaso eco en Grecia, cuna de la Antigüedad, quizá por la tradición bizantina, profundamente arraigada en el país heleno.

Floreció en Francia en consonancia con el racionalismo que impregnaba la cultura gala hasta el punto de haber creado un Barroco a su medida (Classicisme) y merced a su adopción por parte de los revolucionarios para oponerlo al rococó de la aristocracia y, a continuación, como instrumento del nuevo césar para glorificar su imperio.

Se adaptó con perfección a la mentalidad germánica, que veía en la grandeza monumental de las construcciones neoclásicas el mejor recuerdo de la tradición aria, emparentada en sus creencias con los antiguos helenos; por eso, el Neoclasicismo germano, en su rigurosa medida y frialdad, será más griego que romano y se conocerá también con el término neogriego.

También en los países escandinavos se abrazó en principio el estilo como un retazo del pasado histórico, si bien la fantasía romántica, el simbolismo y el expresionismo, movimientos sentimentales nada calculadores, acabaron desplazándolo pronto.

En Inglaterra fue muy bien acogido, quizá porque en aquel país el desorbitado, pasional, Barroco nunca tuvo mucho eco, sino que se había impuesto una línea de tradición palladiana con predominio de las superficies rectas.

En España, a pesar del apoyo del rey ilustrado a artistas que practicaron el estilo (Sabatini, Villanueva), la fuerza de la tradición barroca (Ventura Rodríguez, que trabajaba a caballo de ambos estilos, y el prestigio de los imagineros), así como la oposición a todo lo que viniera de Francia —país invasor—, mermó su aceptación tras la guerra de la Independencia, a pesar de que falto de pureza en combinación ecléctica —como en sus inicios ocurrió con el Barroco monumental—, se manifestará por doquier.

En 1740, con la llegada a la cátedra de San Pedro del cardenal Lambertini (Benedicto XIV) y su interés por acrecentar las colecciones capitolinas —sin olvidar su crítica a la costumbre vaticana de tapar con latta las partes pudendas de las figuras—, la restauración del Coliseo romano y el impulso dado a las excavaciones arqueológicas, el nuevo movimiento artístico empezó a ver el alba. El mismo año llega a Roma, procedente de su Véneto natal, el artista y teórico Giovan Battista Piranesi (1729-1776), que con sus Vedute di Roma (‘vistas de Roma’), las ilustraciones de la primera parte de su Archittetture e Prospettive (1743) y su Antichitá Romane (1756) provocan una exaltación del valor de las ruinas romanas, en su deseo de «conservar Roma por medio de las estampas» mediante el estudio detallado de los restos arqueológicos.

Roma se convierte en el centro del arte, «il vero centro dell’Arte», en palabras del pintor y grabador alemán Johann Tischbein. A Roma llegan, en el Grand Tour, Anton Raphael Mengs, Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) y Francesco Milizia (1725-1798) que contribuyen con su arte y sus escritos al nacimiento y la difusión del nuevo estilo, con el inestimable concurso de las ruinas de Pompeya y Herculano. No obstante, fue la valoración ideal del mundo griego, especialmente en los dos primeros artistas, la que adquirió un carácter más sublime, aunque se cayó en el error de tomar las copias romanas por originales helenos.

Pronto alcanzó eco en Inglaterra (Robert Adam, Thomas Chippendale), Francia (Percier, Fontaine, Ledoux), Alemania y otros lugares de Centroeuropa.

Se planteó la doble opción de considerar la perfección clásica como un modelo a imitar o bien someter sus restos al imperio de la razón y la crítica. En la primera tesis estuvo Winckelmann, que en 1755 publicó en caracteres latinos sus Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura, una obra que alcanzó gran éxito a pesar de su corta tirada: cincuenta ejemplares, de los cuales hoy solamente se conserva uno en la Biblioteca Nacional de Sajonia. Para él, el ideal de belleza solo había sido alcanzado por los antiguos griegos y criticaba la imitación directa de la naturaleza, la labor del artista moderno debía consistir en perfeccionarla. Ese mismo año viajó a Roma para estudiar las obras de la Antigüedad y visitar las ruinas de Pompeya y Herculano, que le cautivaron. En su obra principal, Historia del arte en la Antigüedad (1764), se encuentra el primer método de estudio sistematizado de la historia del arte: evolución de las formas, períodos, estilos y análisis comparativo de las obras.

Para Milizia, que representa la segunda postura, la belleza ideal está en escoger las partes más bellas de la naturaleza y combinarlas en un todo, ya que no existe nada completamente bello por sí mismo. En el campo arquitectónico se mostró de una gran modernidad al ser partidario de la amplitud de plazas y calles, así como del funcionalismo de todas las partes de un edificio. En una época de fervor clásico, supo valorar también la arquitectura gótica por su racionalismo geométrico.

Entre los distintos estudios teóricos, que surgen en el caldo de cultivo de los nuevos estudios fomentados por el espíritu ilustrado, sir Joshua Reynolds explica en sus Discursos que el buen pintor debe pintar para la mente, no para los ojos, de este modo se adentra en una concepción del arte desde una visión más intelectual. Una prueba más de la importancia dada a la razón frente al sentimiento, aunque aquella no pudo borrar el peso de este en el pensamiento y, por ende, en la obra humana.

En cuanto a la representación de las bellas artes, como la arquitectura, además de la inspiración grecorromana (peristilos, frontones, arcos de medio punto, arcos de triunfo, columnas conmemorativas), adopta también elementos egipcios como los obeliscos tras la expedición de Bonaparte al país del Nilo. Característica común fue el color blanco en los edificios a pesar de beber en fuentes clásicas, donde la arquitectura se policromaba. En un punto y aparte, la arquitectura utópica de la revolución mirará hacia formas anticlásicas: esferas, cubos, conos, propias de la arquitectura contemporánea. Como aspecto positivo, hay que destacar su integración en el urbanismo: grandes plazas y avenidas, espacios verdes en correlación con su carácter urbano, principalmente, si excluimos las mansiones de recreo en el ámbito rural.

Aparecen nuevas tipologías arquitectónicas en consonancia con el progreso económico y las exigencias de la Revolución Industrial: bolsas de comercio, estaciones de ferrocarril, mercados, así como hospitales, obras de higiene pública, observatorios, teatros y, contando con precedentes helenísticos, bibliotecas y museos, con los que tiene lugar la apertura al público de las grandes colecciones reales y aristocráticas.

En 1759, abre por primera vez sus puertas el Museo Británico de Londres, fundado seis años antes. Por iniciativa de los papas Clemente XIV (1769-1774) y Pío VI (1775-1799) se crea en el Vaticano el Museo Pío Clementino, dedicado a la estatuaria clásica. En 1779, se inaugura en Kassel el museo Fridericianum —considerado el primer museo público del mundo—, construido expresamente para esta función por orden del príncipe soberano o landgrave Federico II. En 1793, le tocó el turno a la Gran Galería del Louvre. Y en 1819, tiene lugar en Madrid la inauguración del Museo Real de Pinturas —posteriormente, Museo Nacional del Prado— con precedentes durante el reinado de Fernando VI y, más concretamente, en el Museo de Ciencias Naturales pensado por Carlos III y en el Museo Josefino creado por el rey intruso en 1809.

Respecto a la escultura, se produce una desmedida idolatría hacia todo lo antiguo, agravada por el desconocimiento de las etapas arcaicas —lo que lleva a creer que la creación artística había tenido lugar siempre bajo los parámetros de la armonía, el equilibrio y la proporción—, haciendo caso omiso al anticlasicismo helenístico y cayendo en el error de creer griegas todas las copias romanas. Precisamente, fue la copia de los modelos antiguos con absoluta frialdad y ausencia general de emotividad lo que predominó —por lo que se ha calificado este movimiento de ser excesivamente acartonado e irreal, con escasas o nulas aportaciones— lo que desvalorizó u opacó la labor artística. Ello dio lugar, por otra parte, al nacimiento de toda una industria de la falsificación en aras del comercio de pretendidas antigüedades. Así mismo, se cayó en el error de imitar las figuras antiguas en su apariencia descolorida, habiendo sido la escultura, como en el caso de la arquitectura, una explosión de color. En cuanto a los materiales, no hubo duda, se adoptaron casi exclusivamente el mármol y el bronce, es decir, aquellos considerados clásicos, sin tener en cuenta que los griegos utilizaron también la madera (xoanas, figuras votivas arcaicas), la caliza y la terracota. En el caso del relieve se impuso la exposición de las escenas a la manera del friso clásico.

Las estatuas acusan en su excesiva rigidez posturas declamatorias, por lo que carecen de la expresión del pathos (‘emoción’), habitual en las obras griegas y en el retrato romano (republicano). Abundan estos últimos, pero siempre en sentido heroico, divinizado; por ello se esculpen desnudos, con la apariencia y los atributos de los personajes mitológicos: Paolina Borghese, Napoleón como Marte, ambos del cincel del adulador Canova.

Esa afición a lo descolorido se observa también en los tonos fríos, pálidos, a veces grises o exclusivamente lineales (Flaxman) de la pintura. El dibujo —como expresión de la razón— se impone al color y será la principal característica técnica del estilo neoclásico frente al romántico, que volverá, como el Barroco, al uso explosivo de la policromía, incluso con encendido matiz revolucionario y carácter sensual. Es, por excelencia, la línea recta la que domina las composiciones neoclásicas, prescindiendo de la curva, contracurva, espiral y diagonal barroca. En su rigidez geométrica, se imponen los esquemas triangulares, piramidales y rectangulares, con la necesaria proporción y el contrapeso óptico en las figuras que forman la composición. Esta pulcritud lleva a los artistas a fijarse, más que en las pinturas pompeyanas, en los maestros más puros del Renacimiento, como Rafael. Los temas históricos para exaltar los valores patrióticos, junto con la corriente mitológica heredada de la Antigüedad, fueron los más empleados. En sus últimos compases, al abrirse la difícil pugna entre un estilo que surge y otro que decae, habrá artistas que, circulando sobre la difusa raya que separa ambos —las composiciones históricas, en su remembranza del pasado, poseen un evidente carácter emotivo—, se manifestarán neoclásicos por su técnica, pero románticos por la temática de sus obras, especialmente en Francia, país donde operaron más especialmente los cambios de corriente: Ingres, Prud’hon, Girodet, Chassériau, Gros, Géricault. Se dará sobre las cenizas de uno, tras la coexistencia de ambos, el nacimiento del otro, como el ave fénix que ha sido siempre la historia del arte.

Por otro lado, las artes suntuarias, como marfiles, esmaltes, telas, bronces, cristales, cerámicas, porcelanas, candelabros, lámparas, relojes de mesa y chimenea, camafeos, vajillas, etc., por su gran riqueza y alto precio tuvieron siempre un carácter burgués y aristocrático, nunca un matiz popular. Estaban cargadas de alegorías y figuras mitológicas al gusto de la decadente sociedad dieciochesca que se decía aborrecer, pero los nuevos ricos imitaban sin rubor. Valgan de ejemplo las conocidas manufacturas de Sèvres con sus vasos marcados con la N napoleónica.

Las vestimentas de las clases altas, particularmente durante el estilo imperio —etapa que corresponde políticamente al primer Imperio francés—, copiaron la moda clásica para la ropa de mujer, como no podía ser de otra manera: largas túnicas blancas de talle alto, bajo el busto, y peinados adornados con cintas a juego. Los hombres adoptaron la elegancia de los uniformes entorchados.

En definitiva, el valor principal del Neoclasicismo fue su interés hacia el estudio y la investigación, como hijo de la Ilustración, lo que dio lugar en el campo de las humanidades al nacimiento científico de la arqueología y la historia del arte.

Actualmente, el resurgimiento experimentado por el Neoclasicismo se puede remontar al movimiento del nuevo urbanismo y la adopción por parte de la arquitectura posmoderna de elementos clásicos. A partir de la primera década del siglo XXI, la arquitectura neoclásica contemporánea se cataloga bajo el término general de «nueva arquitectura clásica». A veces también se la conoce como Neo-Historicism, Revivalism, Traditionalism o simplemente arquitectura neoclásica, el estilo histórico que estudiamos en este libro.