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Alfred Lansing. Chicago, 1921 – 1975

Editor y autor, Lansing sirvió de joven en la Marina de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, llegando a recibir el Corazón Púrpura. A la salida de la Marina, después de la Guerra, regresó en 1946 al North Park College durante dos años para luego pasar a la Universidad de Northwestern, donde estudió periodismo. Hasta 1949 fue editor de un periódico semanal en Illinois. Después trabajó como escritor independiente para medios como United Press y la revista Collier’s, y más tarde como editor de Time Inc.
Pero Alfred Lansing es sobre todo conocido por haber publicado el bestseller Endurance. Shackleton’s Incredible Voyage (1959), un relato histórico del viaje de sir Ernest Shackleton a la Antártida en 1914. Durante su exhaustiva investigación, el autor habló con diez de los supervivientes de la expedición y tuvo acceso a los cuadernos y diarios personales de otros ocho, para obtener una visión más completa de la increíble aventura. En 1960, el autor recibía tanto el Christopher Award y el Secondary Education Board’s Book Award por esta obra.

 

 

 

Título original: Endurance: Shackleton’s Incredible Voyage (1959)

 

© Del libro: Alfred Lansing

© De la traducción: Elena Grau

© Del prólogo: Ramón Larramendi

Edición en ebook: enero de 2019

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

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www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-949879-2-2

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica:Toni Montesinos y Roberto Herreros

Composición digital: leerendigital.com

 

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Endurance. La prisión blanca

 

 

CubiertaEn diciembre de 1914, sir Ernest Shackleton y una tripulación de veintisiete hombres zarpó de Georgia del Sur a bordo del Endurance rumbo al Polo Sur, con el objetivo de cruzar la Antártida, el último continente inexplorado, por tierra. Un mes más tarde, con temperaturas de 35 grados bajo cero, el barco encallaba en el hielo del mar de Weddell, en las afueras del Círculo Polar Antártico.
Más de un año después, y todavía a medio continente de distancia de la base deseada, la nave estuvo amarrada al hielo flotando hacia al noroeste, antes de ser finalmente aplastada por la fuerza del hielo. Durante ese tiempo Shackleton y su tripulación sobrevivieron a la deriva en una de las regiones más salvajes del mundo, antes de poder zarpar de nuevo en uno de los botes salvavidas. Pero apenas había comenzado el calvario, aún debían afrontar un viaje casi milagroso a través de más de 850 millas de mares pesados del Atlántico Sur, hacia el puesto de mando más cercano a la civilización. El relato de Alfred Lansing, escrupulosamente investigado y brillantemente narrado, es reconocido como el relato definitivo de la fatídica expedición.

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Índice

 

 

Portada

Endurance. La prisión blanca

Prólogo (Ramón Larramendi)

Prefacio

Primera parte

01

02

03

04

05

06

07

08

Segunda parte

01

02

03

04

05

06

Tercera parte

01

02

03

04

05

06

Cuarta parte

01

02

03

04

05

Quinta parte

01

02

03

04

05

06

Sexta parte

01

02

03

04

05

06

Séptima parte

01

02

03

Epílogo

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre Alfrend Lansing

Créditos

Prólogo

Apenas contaba 23 años cuando, en un viaje a la ciudad británica de Cambridge cayó por primera vez en mis manos el libro de Albert Lansing Endurance: Shackleton’s Incredible voyage. Corría el año 1988 y el destino me había llevado hasta una librería de segunda mano, de las llamadas de viejo porque sus estantes acumulan tesoros por descubrir entre el polvo y el olvido. Y allí estaba: una primera edición de la obra de Lansing, de 1959, con la historia de uno de los grandes exploradores polares de todos los tiempos.

Por entonces, precisamente me encontraba en la famosa Universidad para visitar el Scott Polar Institute, uno de los mejores centros de investigación del mundo sobre los territorios polares. Ya estaba planificando la que sería la gran aventura de mi vida: la expedición Circumpolar, que me llevaría desde Groenlandia hasta Alaska, cruzando todo el Ártico americano únicamente a bordo de un trineo de perros y de un kayak para las zonas navegables. Aquel sería un largo viaje de tres años en el que todo un mundo desconocido se abriría ante mí, siempre desafiante, lleno de misterio. Un mundo que marcó desde entonces el devenir de mi vida.

Antes de emprender aquel desafío, dediqué mucho tiempo a buscar la inspiración y la sabiduría en los clásicos de la exploración polar; quería encontrar claves que me ayudaran en la vida de quienes antes que yo se habían enfrentado a aquel inhóspito mundo, y habían sobrevivido para contarlo, o por el contrario no lo habían logrado.

La lectura del libro de Lansing sólo me duró una noche. Desde el momento que abrí sus amarillentas páginas, no pude levantar la vista y aún recuerdo que daban las cinco de la mañana cuando, irresistiblemente fascinado, sumergido de lleno en la epopeya de Ernest Sakcleton, puse fin a aquella Expedición Imperial Transantártica. Entendí entonces por qué, sin realizar ningún hito geográfico, ha pasado a los anales de la historia.

Quizá lo más sorprendente de esa voracidad lectora es que ya conocía los detalles de los hechos que se narraban, pues antes que leer la obra del periodista norteamericano ya había caído en mis manos el relato que escribió el propio Shackleton, South: the Endurance expedition, pero la calidad literaria de Lansing logra una comprensión de la aventura que supera con creces la versión que nos había dejado su principal protagonista.

Aun así, para entender por qué logró convertir Endurance en un best-seller —de hecho aún hoy es un libro de referencia—, hay que tener en cuenta que lo escribió en el año 1959, justo cuando el geólogo anglo-alemán Vivian Funchs y el neozelandés Edmund Hillary acababan de culminar con éxito la primera travesía de la Antártida. Era la misma ruta que en 1914 ya había intentado realizar por primera vez Shackleton, aunque no lo consiguió. Casi 45 años más tarde, estos dos exploradores lo habían logrado, y el pionero británico volvía a estar de actualidad.

Además, cuando Lansing se puso a investigar los hechos, hacía ya décadas que habían pasado los turbulentos tiempos de la Primera Guerra Mundial que habían «pillado» a Shackleton en plena aventura, pero no tanto como para que el autor no pudiera encontrar y entrevistar a una decena de miembros de aquella expedición. Gracias a sus testimonios y al tiempo transcurrido desde entonces, pudo tener una perspectiva histórica privilegiada sobre lo acaecido, de la que había carecido el explorador británico.

Por otro lado, el libro recuperaba una expedición y a un personaje que habían caído en el olvido. Shackleton se consideraba un fracasado, aunque había logrado regresar a su país con todos sus hombres vivos. Y sin embargo, su historia quedó totalmente eclipsada por otro fracaso mucho más dramático: la muerte en 1912 de su compatriota el capitán Robert Scott y de los cuatro camaradas que iban con él. Ocurrió en la carrera por la conquista del Polo Sur, que ganaría finalmente el noruego Roald Amundsen.

El afán de Scott por llegar a la meta el primero aun a costa de su vida, su decepción al saberse perdedor, el sufrimiento de sus últimos días, que dejó plasmado en una emotiva carta a su esposa...Todo ello convirtió al militar en un mártir, en una leyenda que ocupaba plenamente el imaginario popular como héroe antártico.

Y no hay que olvidar que cuando Shackleton regresó de su expedición antártica a su país, en 1917, Inglaterra se hallaba envuelta en la Primera Guerra Mundial. Era un momento en el que las historias de heroísmo personal, de sufrimiento y de muerte ocupaban las páginas de la actualidad cada día. Y eran dramas que llegaban desde las lúgubres trincheras del frente oriental de Europa, donde toda una generación de jóvenes de la misma edad que gran parte de los miembros de la expedición se desangraba y moría. Demasiados héroes sin éxito. Malos tiempos para celebraciones.

De hecho, pasado el rápido tronar de los cañones a su regreso de la Antártida, y tras una efímera fama después de su muerte, Shackleton pasó al olvido al que la historia tiene condenado a un gran número de sus héroes victoriosos y, por norma, a todos los no victoriosos.

Pero no permaneció en la oscuridad. El Endurance de Lansing, décadas después, inició la recuperación de la memoria de aquel líder incombustible, que de repente se descubrió como un ser capaz de las más impensables hazañas. No es de extrañar el éxito que tuvo la obra nada más ser publicada. Es más, sin duda este libro marcó el comienzo de lo que con el tiempo se convirtió en «shackletonmanía», un afán por poner en su lugar el reconocimiento que merecen las cualidades de aquel personaje irrepetible. Y resulta curioso que, a medida que su figura ha ido tomando valor, la del capitán Scott ha ido, de forma inversamente proporcional, en detrimento; hasta el punto de que algunos de sus más alabados méritos, comenzaron a no ser considerados como tales.

Debo reconocer que la vida de Ernest Shackleton siempre me ha fascinado. No por sus éxitos como explorador, que no los tuvo, sino porque nunca culminó con éxito alguna de sus expediciones a las tierras polares. Y es que no sólo la Trasantártica no acabó como estaba pensada; todas las que dirigió acabaron en un rotundo fracaso. Por ello, no deja de ser sorprendente que cuando se cumple un siglo de aquella travesía, uno de los exploradores polares más conocidos del mundo sea el que nunca triunfó. Es una paradoja que nos ofrece pistas de la excepcionalidad de una persona que consiguió su última y más perdurable victoria varias décadas después de muerto.

Bien es cierto que la historia y la percepción de la realidad de cualquier acción humana se modifica con el paso del tiempo, pero en este caso más que el efecto de los años ha sido posiblemente el libro de Lansing el que más ha influido, y aún lo sigue haciendo, para que haya tenido lugar ese cambio respecto a los logros del explorador británico.

A lo largo de las páginas, el autor, que no es conocido más que por esta obra, describe con enorme brillantez al aventurero, su tremenda capacidad como líder incuestionable, su actitud siempre positiva ante la adversidad, su afán en la lucha contra dificultades que a la inmensa mayoría parecían imposibles de superar, su valía para lograr mantener a su equipo cohesionado cuando todo a su alrededor se estaba desintegrando y cuando las posibilidades de supervivencia se hacían cada vez más remotas.

La lucha de Shackleton desde que su buque rompehielos Endurance es apresado por los hielos, y después destruido, y finalmente abandonado el 27 de octubre de 1915, hasta que consigue rescatar a sus hombres el 30 de agosto de 1916, 10 meses después, en isla Elefante, se convierte gracias al libro de Lansing en algo más grande que una gran aventura. Es el triunfo del espíritu humano ante la adversidad más absoluta, ante la desesperanza, ante el miedo, y se convierte también en un ejemplo imperecedero de cómo las cualidades personales de un auténtico «jefe», como le llamaban sus hombres, pueden hacer superar lo insuperable. Y así es cómo esa desesperada lucha por la supervivencia pasa a ser algo de más trascendencia que alcanzar una meta, en algo más universal y atemporal que la consecución del plan previo que tenía marcado.

Cuando se conoce el desfavorable escenario, ingrato para la vida, en el que se desarrolla esta historia, la eterna pugna por mantener las cualidades necesarias para afrontar la adversidad, bajo enormes presiones, toma una nueva perspectiva. Y este es precisamente su verdadero éxito, el que le ha granjeado de algún modo la inmortalidad. Hoy Shackleton se ha convertido en un icono, en un símbolo del afán de superación del ser humano desde un punto de vista moderno, porque su figura y los valores que supo transmitir no han perdido actualidad.

En la otra cara esta Robert Scott, un militar imbuido por el ideario de la Armada británica, que en su época era la más importante del mundo. Un hombre que había sido formado para obedecer y se obedecido, que tenía una concepción del mando mucho más vertical, más clasista y, por tanto, más encorsetada por los prejuicios de su época. Sus órdenes no podían ser reflexionadas, ni discutidas.

Un carácter muy distinto al de Shackleton, quien tenía claro que lo importante era minimizar las diferencias con los subordinados, que supo que la forma de ganárselos para su causa era con una mezcla de increíble fortaleza y valor como los que él tenía; que era necesario poner en marcha la imaginación para que el equipo funcionara, incluso con estrategias que pudieran resultar estrambóticas; que había que utilizar la psicología para gestionar el equipo sin fisuras; y que logró transmitir una genuina preocupación por el bienestar de sus hombres. El cóctel de todos esos elementos le granjeó el respeto y la confianza total de sus hombres, que le siguieron, aun cuando sus órdenes les resultaran incomprensibles, y que fueron tan necesarias para la supervivencia final.

Los acontecimientos que suceden en la aventura son tan dramáticos que el desenlace está en el límite más extremo que separa lo posible de lo imposible. Incluso hoy, con toda la tecnología puntera a nuestro alcance, la Antártida sigue siendo un territorio lleno de peligros. Cuesta creer que la tripulación del Endurance no cayera en la desesperación paralizadora cuando se vio obligada a abandonar su barco en mitad de un mar de hielo. Y cuando su «jefe» les conminó a iniciar una desesperante ruta de destino incierto, arrastrando las chalupas por la banquisa, con el objetivo final de alcanzar tierra firme a cientos de kilómetros. Y cómo no pensar en la angustia que debieron de sentir cuando, una vez que estaban alcanzando los bordes de aquella banquisa, observaron que el hielo comenzaba a desintegrarse y a mezclarse con el agua, convirtiendo las cercanías de la costa en un chapapote en el que agua y los icebergs se mezclaban convirtiendo la navegación en una actividad extremadamente peligrosa. Y qué decir de la alegría pasajera por la llegada a la inhóspita isla elefante, donde nadie vendría a rescatarles porque nadie pasaba por allí. O de la partida de Shackleton y unos pocos hombres en un pequeño bote, bautizado como el James Caird, hacia las islas Georgia del sur, convencido de que regresaría con ayuda a por el resto de los compañeros. Y, por último, una vez en Nueva Zelanda, cómo no sufrir con su desesperante lucha por conseguir un barco con el que ir a socorrer a sus hombres.

De hecho, el capitán del Endurance, Frank Worsley, y los otros compañeros que le acompañaban en el bote salvavidas remarcarían después cómo fue en esos momentos, durante los meses de junio y julio de 1916, cuando el explorador estuvo más estresado y más tenso. En pleno invierno antártico, Shackleton era consciente de que cada día que pasaba era un día perdido para conseguir el barco que podría suponer la vida o la muerte de algunos o de todos sus hombres. Y como siempre, lo logró, y el rescate final, con todos sus hombres sanos y salvos, tuvo lugar a finales de agosto de 1916.

Siempre me ha fascinado la lectura en paralelo de los sucesos que estaban teniendo lugar en la expedición de Shackleton y de los dramáticos acontecimientos que se estaban produciendo simultáneamente en Europa. Como comentaba antes, coincidía con la Primera Guerra Mundial, el primer conflicto bélico en el que cientos de miles de jóvenes eran enviados a una muerte segura en incontables e inútiles ataques de la guerra de trincheras. Y resulta curioso constatar cómo los generales y los mandos británicos que comandaban las tropas destacaron, precisamente, por las cualidades opuestas de las que Shackleton hacía gala en la otra punta del globo terráqueo. Entre los dirigentes de aquella barbarie, el engreimiento, la incompetencia, el clasismo en las relaciones y la indiferencia ante el sufrimiento de los subordinados eran las normas que regían el comportamiento.

Este contexto histórico sirve para situar el 1 de julio de 1916, cuando mientras el explorador, desesperado, recorre despachos en Uruguay en su intento por conseguir un buque de rescate, a muchos miles de kilómetros comienza la batalla del Somme. Fue una desastrosa ofensiva a lo largo de 40 kilómetros con la que el ejército franco-británico intentaba romper el frente alemán. En un solo día, los aliados registraron la mayor carnicería de su historia. En apenas 24 horas, más de 20.000 jóvenes, británicos en su mayoría, murieron en una de las jornadas más infames de la historia de Inglaterra.

Esta comparación no hace sino realzar la figura de un Shackleton, que trasciende su época. De hecho, sus cualidades como líder han ido creciendo a comienzos del xxi, donde se han ido incrementando las publicaciones que abordan la historia de sus aventuras desde las más variadas perspectivas. Hoy, su caso se ha llegado a convertir en un clásico en las escuelas de negocios, alcanzando el estatus de icono del liderazgo, un ejemplo de la actitud que hay que tener ante la adversidad. En muchas sesiones de coaching dirigidas a los ejecutivos de las grandes empresas se cuenta la odisea del Endurance.

Como uno de los pocos que sí hemos cruzado el continente antártico, en mi caso 90 años después del intento de Shackleton, y también como organizador de expediciones a los territorios polares, hay algunos aspectos de esta expedición que me llaman mucho la atención. El primero de ellos es el episodio de la selección del grupo de personas con el que haría su viaje. Como describe Lansing, con gran maestría, el explorador británico puso un anuncio en la prensa, que se ha hecho famoso:

Busco voluntarios para un viaje peligroso. Se ofrece: sueldo exiguo, frío intenso y se garantizan largas horas en absoluta oscuridad. Un regreso incierto. Honores y reconocimiento en caso de finalizar el viaje con éxito.

Más de 5.000 personas se presentaron a la convocatoria, pese a que las condiciones eran duras a priori. Y eso ya es sorprendente. Pero aún más perplejidad me produce que la elección de unos u otros fuera más por una mezcla de gente que coincidió por casualidad o, en todo caso, tras una entrevista que en ningún caso duró más de cinco minutos. El éxito posterior indica que tenía confianza absoluta en su intuición, y que ésta resultó acercada.

Con este antecedente, podría pensarse que en el grupo resultante, compuesto por 27 personas, tenía asegurados los conflictos por el choque entre personalidades muy distintas. Sin embargo, su habilidad para gestionar al equipo se percibe en numerosos detalles. Y esa fue, sin duda, una de sus tareas más difíciles. Las fuertes divisiones en facciones dentro de un grupo, el cuestionamiento del líder, incluso la generación de bandos que resultan irreconciliables y hasta el motín abierto son algunas de las desgracias que han asolado a un buen número de expediciones. Algunas, antes que la suya y que estaban compuestas por equipos mucho más numerosos, y sometidos también a situaciones dramáticas.

No puedo dejar de pensar en la expedición «Bahía de Lady Franklin», que Adolphus Washington Greeley realizó por el Ártico entre 1881 y 1884. En aquel viaje, promovido desde Estados Unidos para recoger datos astronómicos, magnéticos y meteorológicos, 19 de los 25 hombres murieron de hambre debido a la inexperiencia de la tripulación en un entorno tan hostil como era la costa de Groenlandia. Greeley tuvo incluso que fusilar a alguno de sus hombres para poder mantener el orden. Podría decirse que estaban en circunstancias similares de desesperación que el grupo de Shackleton, y sin embargo los desenlaces fueron totalmente diferentes, algo que sólo se puede achacar al carácter de sus líderes.

A lo largo de toda la obra, la descripción que hace Lansing del aventurero explorador logra capturar esas facultades del personaje en múltiples ocasiones, pero en pocas queda tan bien reflejado como cuando relata lo que ocurre después del hundimiento del barco, cuando su primer oficial, Lionel Greenstreet, y el doctor de abordo Alexander Hepburne Macklin decidieron irse a cazar focas y, para ello, asumieron el riesgo de montarse sobre un bloque flotante de hielo. Aquella iniciativa de los dos hombres, no hizo ninguna gracia a Shackleton que, en contra de lo que pudiera parecer, detestaba cualquier riesgo innecesario —de hecho era conocido como el «prudente Jack»—, y al líder le bastó una mirada de desaprobación para trasladar su mensaje a los atrevidos Greenstreet y Macklin, que inmediatamente cejaron en su empeño.

Pero mientras por un lado se hacía patente su aura de autoridad, por el otro se esforzaba por mantener a lo largo de los meses un comportamiento familiar con sus hombres, y por ello insistía en tener el mismo tratamiento que los demás, y no toleraba ningún privilegio con la comida o con la ropa, y hasta realizaba en igualdad de condiciones las tareas manuales más duras y menos agradables. Contaban sus compañeros, y así lo traslada Lansing, que el explorador llegaba al punto de enfadarse cuando descubría que el cocinero le había puesto más cantidad o que su comida era de mejor calidad que la del resto del equipo.

No menos llamativa resulta la manera en la que Shackleton trataba de evitar que cundiera el pesimismo y que el negativismo se expandiera como la pólvora entre sus hombres, un riesgo que aumentaba a medida que el tiempo transcurría y parecía más lejana una salida airosa. Justamente, utilizó su optimismo y su seguridad para ganarse la plena confianza de todos y hacer cundir la idea de que, si el grupo seguía cohesionado, saldrían adelante durante el duro invierno antártico.

No puedo por menos que mencionar las condiciones de la exploración en las que se desarrollaron los acontecimientos narrados por Lansing. Hoy en día, nadie se aventura en la Antártida sin las comunicaciones vía satélite, que nos permiten estar conectados con el exterior para solicitar un rescate en caso de peligro, para informar de nuestra situación o, sencillamente, para enviar noticias. Hoy, nadie viaja sin sofisticados materiales que aíslan de temperaturas que pueden superar los 50º bajo cero, y aun así el frío es helador. Hoy contamos con instrumentos que nos indican dónde estamos en cada paso que damos porque no es difícil desorientarse en mitad de una ventisca.

Con nada de ello contaba aquel grupo de hombres sobre los que cayó la noche durante largos, gélidos y tenebrosos días.

Por todo ello, abducido por su valentía y su resistencia, aquella noche, cuando la obra de Lansing cayó en mis manos, no pude desprenderme de aquellos supervivientes hasta que no los sentí a salvo, de regreso a sus hogares. Espero que los lectores de esta nueva edición la disfruten tanto yo. Aunque en ello vayan horas de sueño.

[1] Pionero explorador polar español, director de Viajes Tierras Polares y promotor del proyecto Trineo de Viento.

Prefacio

La historia que sigue es verdadera.

Me he esforzado en relatar los acontecimientos tal y como ocurrieron y en describir con la mayor exactitud las reacciones de los hombres que los vivieron.

Para este propósito, se me ha permitido consultar gran cantidad de material, sobre todo los diarios extremadamente detallados de casi todos los miembros de la tripulación que escribieron uno. Es sorprendente lo minuciosos que son, considerando las condiciones en las que se redactaron. A decir verdad, contienen mucha más información de la que podría incluirse en este libro.

Estos diarios de navegación son una hermosa y extraña colección de documentos, ahumados con grasa, arrugados porque se mojaron y luego fueron puestos a secar. Algunos se escribieron en libros de contabilidad con una caligrafía clara. Otros, en pequeños blocs de notas y con letra pequeña. En todos los casos, sin embargo, se ha conservado el lenguaje exacto, la puntuación y la espontaneidad con que fueron escritos.

Además, para facilitar la lectura de estos diarios, casi todos los miembros supervivientes de la expedición se sometieron a largas horas y muchos días de entrevistas con una amabilidad y espíritu de cooperación para los que no tengo suficientes palabras de agradecimiento. La misma buena voluntad caracteriza las numerosas cartas en las que estos hombres contestaron a muchas de las preguntas que surgieron.

Así, la mayoría de los supervivientes de esta extraordinaria aventura trabajaron conmigo, de buena gana y con un acusado grado de objetividad, para volver a crear en las páginas que siguen una descripción de los acontecimientos tan veraz como fue posible. Estoy muy satisfecho de mi colaboración con ellos.

Sin embargo, estos hombres no comparten conmigo responsabilidad alguna. Si en la narración existen inexactitudes o interpretaciones erróneas, se deben sólo a mí y no deben atribuirse a los que tomaron parte en la expedición.

Los nombres que me ayudaron a hacer posible este libro aparecen al final del mismo.

ALFRED LANSING

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01

La orden de abandonar el barco se dio a las cinco de la tarde. Para la mayoría de los hombres, sin embargo, no fue necesario recibir ninguna porque para entonces todos sabían que el barco estaba acabado y que había llegado el momento de abandonar cualquier intento de salvarlo. Nadie demostró miedo o aprensión. Durante tres días habían estado luchando sin tregua y habían perdido. Aceptaron la derrota casi con apatía. Estaban demasiado cansados para preocuparse.

Frank Wild, el segundo de a bordo, se dirigió por la cubierta inclinada hacia los camarotes de la tripulación. Allí, los marineros Walter How y William Bakewell estaban acostados en las literas más bajas. Tras haber pasado tres días en las bombas, se encontraban al borde del agotamiento y, sin embargo, no podían dormir debido a los ruidos del barco.

El barco estaba siendo aplastado. No fue algo repentino, sino que sucedió lentamente, poco a poco. Una fuerza de diez millones de toneladas de hielo presionaba a ambos lados de la nave. Se estaba muriendo y lanzaba gritos de agonía. Las costillas, la tablazón y las inmensas cuadernas, muchas de ellas de casi 30 centímetros de grosor, gritaban cuando la presión asesina aumentaba. Y cuando las cuadernas ya no pudieron aguantar la tensión, se rompieron con un estampido similar al fuego de la artillería.

La mayor parte de los maderos del castillo de proa ya había desaparecido a primeras horas del día y la cubierta estaba levantada y se desplazaba lentamente de arriba abajo siguiendo el vaivén de la presión.

Wild asomó la cabeza en el camarote de la tripulación.

—El barco se va a pique, muchachos —dijo con voz tranquila—. Creo que ha llegado el momento de abandonarlo.

How y Bakewell se levantaron de sus literas, cogieron dos fundas de almohada en las que habían guardado algunos efectos personales y siguieron a Wild hasta la cubierta.

Luego Wild bajó a la pequeña sala de máquinas del barco. Kerr, el segundo maquinista, estaba esperando al pie de la escalerilla. Junto a él se encontraba Rickenson, el jefe de máquinas. Habían permanecido allá abajo durante casi setenta y dos horas, manteniendo el vapor en las calderas para que las bombas de la sala de máquinas siguieran funcionando. Durante ese tiempo, aunque no pudieron ver el movimiento del hielo, sabían perfectamente lo que le estaba sucediendo al barco. Sus costados, que en muchos tramos alcanzaban los 60 centímetros de grosor, debido a la presión que sufrían llegaban a abombarse hasta 15 centímetros hacia adentro. Al mismo tiempo, las planchas de acero del suelo se encallaban, chirriando allí donde sus bordes se encontraban, luego se abombaban y de pronto se superponían unas con otras con un agudo chirrido metálico.

Wild no perdió el tiempo.

—Apagad el fuego —dijo—. El barco se hunde. —Kerr pareció sentirse aliviado.

Wild se dirigió a popa, al pozo de las hélices. Allí McNeish, el viejo carpintero del barco, y el marinero McLeod estaban ocupados con unos trozos de mantas rotas calafateando una caja-dique construida por McNeish el día anterior. La habían levantado en un intento de contener el flujo de agua que entraba en el barco, donde el timón y el codaste habían sido arrancados por el hielo. Ahora el agua ya superaba las planchas del suelo y estaba subiendo a mayor velocidad de lo que las bombas podían soportar. Cuando la presión cesaba un momento, se escuchaba el sonido del agua que avanzaba y llenaba la bodega.

Wild hizo una señal a los dos hombres para que abandonaran la labor y luego trepó por la escalerilla hasta la cubierta principal.

Clark, Hussey, James y Wordie habían estado trabajando en las bombas, que más tarde abandonaron por propia iniciativa, cuando comprendieron la futilidad de lo que estaban haciendo. Ahora estaban sentados encima de unas cajas o en el suelo de cubierta y se apoyaban contra las amuradas. Sus rostros mostraban la terrible fatiga de haber pasado tres días en las bombas.

Más allá, los conductores de los perros habían atado un trozo largo de vela a la barandilla de la portilla e hicieron una especie de tobogán que llegaba hasta el hielo desde uno de los costados del barco. Cogieron a los cuarenta y nueve huskies de sus perreras y los deslizaron de uno en uno hasta los hombres que esperaban abajo. En otro momento, una actividad de esta clase habría vuelto locos a los perros, pero en esta ocasión intuían que estaba sucediendo algo extraordinario. No se pelearon entre ellos y ninguno intentó escapar.

Quizá era la actitud de los hombres. Trabajaban apresurados y apenas hablaban entre sí. Pero sin ninguna muestra de alarma. Aparte del movimiento del hielo y de los ruidos del barco, la escena era de relativa calma. La temperatura era de -22,5 °C y soplaba un ligero viento del sur. Arriba, el cielo crepuscular estaba despejado.

Pero en algún lugar más hacia el sur una tormenta empezaba a soplar hacia ellos. Probablemente no los alcanzaría al menos hasta al cabo de dos días, pero su aproximación la sugería el movimiento del hielo, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y centenares de millas más allá. La banquisa era tan inmensa, y tan gruesa, que aunque el vendaval no había llegado todavía a su posición, la lejana fuerza de los vientos ya presionaba unos témpanos contra otros.

La superficie del hielo era un caos en movimiento. Parecía un enorme rompecabezas cuyas piezas se fueran estrechando hacia el horizonte, empujadas en todas direcciones por una fuerza invisible pero irresistible. La deliberada lentitud del movimiento aumentaba la sensación de potencia titánica. Allí donde dos témpanos gruesos se tocaban, sus bordes se golpeaban entre sí y permanecían frotándose durante un rato. Cuando ninguno de los dos daba muestras de ceder, se alzaban lentamente, estremeciéndose, empujados por aquella fuerza implacable. Luego, misteriosamente, se detenían cuando esta fuerza invisible en el hielo parecía perder interés. Pero, más frecuentemente, los dos témpanos, de un grosor de tres metros o más, seguían alzándose, formando como carpas, hasta que uno de ellos o ambos se rompían y se desmoronaban, creando aristas de presión.

Se percibían los sonidos de la banquisa en movimiento: los ruidos básicos, el gruñido y el gemido de los témpanos y el ocasional golpe sordo cuando un pesado bloque se derrumbaba. Pero, además, diríase que la compresión de la banquisa producía un repertorio casi ilimitado de otros sonidos, muchos de los cuales parecían no tener relación con el ruido del hielo sometido a presión. A veces era como si estuvieran forzando a cambiar de vía a un gigantesco tren de ejes chirriantes. Sonaba la sirena de un barco enorme mezclada con el canto del gallo, el rugido del oleaje distante, el suave latido de un motor lejano y los lamentos de una anciana. En los raros períodos de calma, cuando el movimiento de la banquisa se apaciguaba por un momento, el aire transportaba un apagado retumbar de tambores.

En este universo de hielo, el movimiento mayor y la presión más intensa se concentraban en los témpanos que atacaban el barco. Su posición no podría haber sido peor. Un témpano se había encajado sólidamente a estribor de la proa y otro la tenía sujeta en el mismo lado, a popa. Un tercer témpano se había clavado directamente en el través opuesto, a babor. Así, pues, el hielo hacía esfuerzos por romperlo por la mitad. En vanas ocasiones se inclinó entero a estribor.

El hielo inundaba la parte delantera, donde se concentraba lo más duro del asalto; se iba amontonando cada vez más contra la proa, a medida que el barco rechazaba cada nueva oleada, hasta que poco a poco fue inundando las amuradas para caer luego en cubierta, llenándola con una carga aplastante que la hundió aún más. Aprisionado de esta manera, el barco se encontraba cada vez más a merced de los témpanos que se abalanzaban contra sus flancos.

La reacción de la embarcación contra cada nuevo ataque variaba: a veces se estremecía brevemente como un ser humano que padece una punzada de dolor, otras sufría una serie de convulsiones acompañadas de gritos de angustia. En esas ocasiones los tres mástiles se balanceaban violentamente mientras que el cordaje se tensaba como las cuerdas de un arpa. Pero lo que más atormentaba a los hombres era ver las veces en que la nave parecía una enorme criatura en trance de asfixiarse que intentaba respirar mientras sus costados se esforzaban por repeler la presión que la estrangulaba.

Lo que más les impresionó en aquellas últimas horas fue que la embarcación se comportara como una gigantesca bestia agonizante.

A las siete de la tarde ya habían trasladado al hielo todos los aparejos y los enseres esenciales y habían montado una especie de campamento en un témpano sólido, a poca distancia de estribor. La noche anterior habían bajado los botes salvavidas. Cuando descendieron al hielo, la mayoría de los hombres experimentó un inmenso alivio por alejarse del barco perdido para siempre, y pocos habrían regresado a él de buena gana.

Unos desafortunados recibieron la orden de volver para recuperar varias cosas. A Alexander Macklin, un médico joven y corpulento que era, además, el conductor de uno de los grupos de perros se le dijo, en cuanto acabó de atarlos, que fuera con Wild a la bodega de proa a buscar madera.

Los dos hombres echaron a andar y acababan de llegar al barco cuando oyeron muchos gritos que procedían del campamento. El témpano en el que habían levantado las tiendas se estaba rompiendo. Wild y Macklin regresaron corriendo. Pusieron el arnés a los perros y rápidamente trasladaron a otro témpano las tiendas, las provisiones, los trineos y todos los aparejos, alejándose un centenar de metros más del barco.

Cuando acabaron el traslado, el barco parecía estar a punto de hundirse por completo, de modo que los dos hombres lo abordaron a toda prisa, se abrieron camino entre los bloques de hielo desparramados en el castillo de proa y levantaron una trampilla que llevaba a la bodega. La escalerilla, arrancada de cuajo, yacía a un lado y tuvieron que bajar a tientas en medio de la oscuridad.

En el interior, el ruido era indescriptible. El compartimento medio vacío amplificaba, como una gigantesca caja de resonancia, los sonidos de los tornillos al desprenderse y de la madera al astillarse. Desde donde se encontraban, a poca distancia de los costados del barco, oían los golpes del hielo intentando irrumpir en el interior.

Esperaron a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y lo que vieron los aterrorizó. Las tablas verticales estaban cediendo y las del techo iban a desprenderse; era como si estuvieran apretando poco a poco una gigantesca pinza y que el barco no pudiese aguantar la presión.

La madera que buscaban estaba almacenada en lo más recóndito y oscuro de la bodega. Para llegar hasta allí iban a tener que arrastrarse por un travesaño, pero vieron que se combaba como si estuviera a punto de partirse, y temieron que el castillo de proa se derrumbara a su alrededor.

Macklin vaciló un momento; Wild, al percibir su miedo, le gritó por encima del ruido del barco que no se moviera, se lanzó por la abertura y en unos minutos empezó a pasar las tablas a Macklin.

Los dos se movieron a una velocidad febril, pero, aun así, la tarea les pareció interminable. Macklin estaba seguro de que no podrían sacar la última tabla a tiempo, pero la cabeza de Wild volvió a aparecer finalmente a través de la abertura. Subieron la madera a cubierta, salieron y permanecieron largo rato en silencio, saboreando la exquisita sensación de seguridad. Más tarde, Macklin confió a su diario: «No creo haber experimentado nunca un temor tan espantoso como el que sentí en la bodega de ese barco que se estaba quebrando».

Una hora después de que el último hombre desembarcara, el hielo traspasó los costados del barco con afiladas astillas que le abrieron heridas y dejaron entrar enormes bloques de hielo y trozos de témpanos. Medio barco estaba hundido. El hielo había aplastado el castillo de proa a estribor con tanta fuerza que unas latas vacías de gasolina, apiladas en cubierta, atravesaron la pared del castillo de proa y alcanzaron el otro lado arrastrando un gran cuadro enmarcado que había estado colgado en la pared. Curiosamente, el cristal del marco no se había roto.

Una vez que se hubo tranquilizado todo el mundo en el campamento, algunos hombres fueron a ver los restos de lo que había sido su barco. Los demás se acurrucaron en sus tiendas calados, de momento indiferentes a su suerte.

Había un hombre que no compartía la sensación de alivio, al menos no en un sentido amplio. Era un individuo corpulento, de rostro y nariz anchos y hablaba con un ligero acento irlandés. En las horas que tardaron en abandonar el barco, en sacar el equipo y a los perros, se había mantenido más o menos apartado.

Se trataba de sir Ernest Shackleton, y los veintisiete hombres que habían abandonado la nave de modo tan poco glorioso eran los miembros de su Expedición Transantártica Imperial.

Era el 27 de octubre de 1915. El nombre del barco era Endurance [aguante, resistencia], y su posición, 69° 05› sur y 51° 30› oeste, en la helada inmensidad del mar de Weddell, en el Antártico, casi a medio camino entre el Polo Sur y la avanzada más austral habitada por el hombre, a unas 1.200 millas de distancia.

Pocos hombres han soportado tanta responsabilidad como Shackleton en ese trance. Si bien sabía que su situación era desesperada, en ese momento no podría haber imaginado los esfuerzos físicos y emocionales a que se verían sometidos, los rigores que tendrían que afrontar, los sufrimientos que padecerían.

De hecho, se encontraban solos en los helados mares antárticos. Había transcurrido casi un año desde su último contacto con la civilización. Nadie sabía que tenían problemas, y mucho menos dónde estaban. No contaban con ningún aparato transmisor de radio con el que avisar a los posibles salvadores y, aunque hubiesen podido mandar un SOS, es dudoso que hubiesen llegado hasta ellos. Corría el año 1915 y no había ni helicópteros, ni vehículos para la nieve como los weasels y los snowcats, ni aviones aptos para esta tarea.

Así pues, su aprieto era de una simplicidad desnuda y aterradora. Sólo contaban con ellos mismos para salvarse.

Shackleton estimaba que la plataforma de hielo que empezaba en la península de Palmer, la tierra más cercana entre las conocidas, se hallaba a 182 millas al oeste-suroeste; pero la tierra propiamente dicha, carente de seres humanos y animales, estaba a 210 millas de distancia, y no proporcionaba ninguna posibilidad de rescate.

El lugar conocido más próximo donde podrían encontrar como mínimo comida y refugio, era la minúscula isla Paulet, de dos kilómetros de diámetro, que se encontraba a 346 millas al noroeste, al otro lado de la banquisa en constante movimiento. En 1903, doce años antes, la tripulación de un barco sueco había pasado allí el invierno cuando el mar de Weddell aplastó su nave, el Antarctic. El barco que los rescató depositó provisiones en la isla para uso de futuros náufragos. Por ironías del destino, era el propio Shackleton a quien habían encargado comprar esas provisiones, y ahora, una docena de años más tarde, era él quien las necesitaba.