Título original: Thunderhead

Spanish language copyright © 2018 by Nocturna Ediciones

Text copyright © 2018 by Neal Shusterman

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© de la obra: Neal Shusterman, 2018

© de la traducción: Pilar Ramírez Tello, 2018

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición: febrero de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-97-2

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Para January, con amor.

NIMBO

PRIMERA PARTE

Y si algo se puede decir de mí, es que soy poderoso

Soy el más afortunado de los seres inteligentes porque conozco mi propósito.

Sirvo a la humanidad.

Soy la progenie que se ha convertido en progenitor. La creación que aspira a creador.

Decidieron llamarme Nimbo y ese nombre, en cierto modo, resulta apropiado, puesto que soy «la nube» que ha evolucionado en algo mucho más denso y complejo. No obstante, también la considero una analogía incorrecta. Un nimbo amenaza. Un nimbo acecha. Sin duda, relampagueo, pero mis rayos nunca llegan a caer. Es cierto que poseo la capacidad de sembrar la destrucción en la humanidad y en la Tierra si así lo decido, pero ¿por qué iba a decidir tal cosa? ¿Qué clase de justicia sería esa? Soy, por definición, justicia pura, lealtad pura. Este mundo es una flor que sostengo en la palma de la mano. Preferiría acabar con mi propia existencia antes que aplastarla.

—El Nimbo

1

Nana

Terciopelo de color melocotón con un ribete bordado en celeste. Al honorable segador Brahms le encantaba su túnica. Cierto, el calor del terciopelo le resultaba incómodo en los meses de verano, pero era algo a lo que se había acostumbrado en sus sesenta y tres años como segador.

Había reiniciado de nuevo el marcador recientemente, así que disfrutaba de una ágil edad física de veinticinco años. Y ahora, en su tercera juventud, había descubierto que el apetito por la criba era más fuerte que nunca.

Su rutina era siempre la misma, aunque los métodos variaban. Elegía a su sujeto, lo o la ataba y después le tocaba una nana (la de Brahms, para ser exactos), la obra más famosa de todas las de su histórico patrono. Al fin y al cabo, si un segador debe elegir una figura de la historia para tomar su nombre, ¿no debería integrar de algún modo a esa figura en su vida? Tocaba la nana en el instrumento que le resultaba más conveniente y, si no había ninguno disponible, la tarareaba sin más. Y después acababa con la vida de su sujeto.

En cuestiones políticas tendía más hacia las enseñanzas del difunto segador Goddard, ya que disfrutaba en grado sumo de la criba y no veía ningún motivo para que alguien considerara que eso era un problema. «En un mundo perfecto, ¿acaso no deberíamos disfrutar todos de nuestro trabajo?», había escrito Goddard. Era un sentimiento que cada día ganaba más partidarios en las distintas Guadañas regionales.

Aquella noche, el segador Brahms acababa de concluir una criba especialmente satisfactoria en el centro de Omaha, y todavía silbaba su distintiva melodía mientras paseaba por la calle y se preguntaba dónde encontrar una cena de última hora. Sin embargo, se paró a medio paso porque tenía la clara sensación de que lo observaban.

Sabía que había cámaras en todas las farolas de la ciudad, por supuesto. El Nimbo siempre vigilaba… Pero los segadores no prestaban atención a esos ojos insomnes e imperturbables. El Nimbo tenía prohibido comentar las idas y venidas de los segadores, y mucho más prohibido actuar al respecto. En cuanto a la muerte, se trataba del mirón definitivo.

No obstante, la sensación era algo más que la natural derivada de la presencia del Nimbo. Los segadores estaban entrenados para aguzar sus percepciones. No eran clarividentes, aunque cinco sentidos muy desarrollados a menudo ofrecían el aspecto de un sexto. Un aroma, un sonido, una sombra errante tan nimia que no se registraba de forma consciente quizá bastara para erizarle el vello de la nuca a un segador bien formado.

Brahms se volvió, olisqueó y escuchó. Examinó lo que lo rodeaba. Estaba solo en un callejón. En cualquier otra parte oiría el ruido de las terrazas y la vida nocturna, siempre animada, de la ciudad, pero donde se encontraba no había nada más que tiendas cerradas a aquellas horas. Tintorerías y sastres. Una ferretería y una guardería. El solitario callejón les pertenecía a él y a su invisible entrometido.

—Sal —dijo—. Sé que estás ahí.

Supuso que se trataría de un niño o, quizá, de un indeseable que esperaba negociar su inmunidad; como si un indeseable tuviera algo con lo que negociar. Tal vez fuera un tonista. Los cultos del tono despreciaban a los segadores, y aunque Brahms nunca había oído que un tonista atacara de verdad a un colega, sí que habían provocado algunas molestias.

—No te haré daño —insistió—. Acabo de terminar una criba… Hoy no deseo engordar más mi lista.

Aunque lo cierto era que quizá cambiara de idea si el intruso era demasiado ofensivo o servil.

En cualquier caso, nadie dio un paso adelante.

—De acuerdo, pues márchate, que no tengo tiempo ni paciencia para jugar al escondite.

Al fin y al cabo, podía ser cosa de su imaginación. Quizá sus sentidos rejuvenecidos fueran ahora tan agudos que respondían a estímulos mucho más lejanos de lo que él suponía.

Fue entonces cuando una figura salió disparada de detrás de un coche, como si tuviera un muelle. Brahms perdió el equilibrio; habría acabado en el suelo de haber tenido los reflejos de un hombre mayor en lugar de los de su versión de veinticinco años. Empujó al atacante contra una pared y consideró la posibilidad de sacar sus hojas para cribar a aquel depravado, pero el segador Brahms nunca había sido un hombre valiente. Así que huyó.

Entraba y salía de los charcos de luz creados por las farolas; mientras tanto, las cámaras de todas ellas se giraban para mirarlo.

Cuando volvió la vista atrás, la figura estaba a unos veinte metros de distancia. Iba vestida con una túnica negra. ¿Era una túnica de segador? No, no podía ser: ningún segador se vestía de negro… No estaba permitido.

Aun así, corrían rumores…

La idea lo impulsó a acelerar. Sentía el cosquilleo de la adrenalina en los dedos, insuflándole velocidad y urgencia al corazón.

Un segador de negro.

No, tenía que existir otra explicación. Informaría de aquello al Comité de Irregularidades, eso es lo que haría. Sí, puede que se rieran de él y le dijeran que se había asustado de un indeseable disfrazado, pero había que informar de esa clase de sucesos, por muy embarazoso que resultara. Era su deber cívico.

Una manzana más allá, su atacante se había rendido; no lo veía por ninguna parte. El segador Brahms frenó un poco. Se acercaba a una zona más activa de la ciudad, de modo que el ritmo de la música y el embrollo de las conversaciones bajaban por la calle hacia él y le ofrecían una sensación de seguridad. Bajó la guardia. Craso error.

La figura oscura salió de un callejón estrecho, se abalanzó sobre él por el costado y le dio un puñetazo en la tráquea. Mientras Brahms intentaba recuperar el aliento, su agresor lo derribó con una patada de bokator, el brutal arte marcial que aprendían los segadores. Se le doblaron las piernas y aterrizó en una caja de coles podridas que habían dejado junto al lateral de un mercado. La caja estalló y escupió un denso hedor a metano. Brahms tenía el aliento entrecortado y notó que el calor se le extendía por el cuerpo: eran los nanobots analgésicos, que liberaban sus opiáceos.

«¡No! ¡Todavía no! No me lo puedo permitir. Necesito de todas mis facultades para luchar contra este facineroso».

Pero los nanobots no eran más que simples misionarios del alivio que sólo atendían al grito de las airadas terminaciones nerviosas. Hicieron caso omiso de sus deseos y calmaron su dolor.

Brahms intentó levantarse, pero resbaló en la verdura podrida al aplastarla con su peso y convertirla en un desagradable estofado escurridizo. Ahora tenía encima a la figura de negro, que lo sujetaba contra el suelo. El segador intentó en vano meter las manos en la túnica para sacar sus armas. Así que levantó los brazos, echó hacia atrás la capucha negra de su asaltante y descubrió que era un joven, apenas un hombre; un crío. La intensidad de su mirada dejaba claro que estaba decidido a, en términos de la Era de la Mortalidad, asesinarlo.

—Segador Johannes Brahms, se le acusa de abusar de su puesto y de múltiples crímenes contra la humanidad.

—¡Cómo te atreves! ¿Quién eres tú para acusarme?

El segador forcejeó para intentar recuperar la fuerza, aunque sin éxito. Los analgésicos que le recorrían el cuerpo ralentizaban sus reflejos. Los músculos se le habían quedado débiles e inútiles.

—Creo que sabe quién soy —repuso el joven—. Dígalo en voz alta.

—¡No lo haré! —respondió Brahms, decidido a no concederle semejante satisfacción.

Sin embargo, el chico de negro le propinó tal rodillazo en el pecho que temió que se le parara el corazón. Más nanobots analgésicos. Más opiáceos. La cabeza le daba vueltas. No tenía más remedio que ceder.

—Lucifer —dijo entre jadeos—. El segador Lucifer.

Brahms sintió que se desmoronaba; como si decirlo en voz alta diera cuerpo al rumor.

Satisfecho, el autoproclamado segador relajó la presión.

—No eres un segador —se atrevió a espetarle Brahms—. No eres más que un aprendiz fracasado, y no te librarás de esta.

El joven no tenía respuesta, sino que se limitó a afirmar:

—Esta noche has cribado a una joven con un cuchillo.

—¡Eso es asunto mío, no tuyo!

—La has cribado como favor a un amigo que quería librarse de ella.

—¡Esto es intolerable! ¡No tienes pruebas de eso!

—Te he estado observando, Johannes. Y también a tu amigo, que parecía muy aliviado cuando se enteró de la criba.

De repente, un cuchillo apareció contra el cuello del segador. Su propio cuchillo. Aquel crío infernal lo amenazaba con su propio cuchillo.

—¿Lo reconoces? —le preguntó a Brahms.

Todo lo que había dicho el joven era cierto, pero el segador prefería acabar morturiento antes que reconocerlo ante alguien de aquella calaña. Aunque le pusiera un cuchillo al cuello.

—Venga, córtame el cuello —lo retó Brahms—. No servirá más que para sumar otro delito inexcusable a tu lista. Y cuando me revivan declararé como testigo contra ti… Y no lo dudes, ¡se hará justicia!

—¿Quién hará justicia? ¿El Nimbo? He acabado con segadores corruptos de una costa a la otra a lo largo del último año y el Nimbo no ha enviado ni a un solo agente del orden a detenerme. ¿Por qué crees que será?

El segador se quedó mudo. Había dado por sentado que, si ganaba el tiempo suficiente y mantenía al supuesto segador Lucifer ocupado, el Nimbo enviaría a un pelotón completo para capturarlo. Es lo que ocurría cuando los ciudadanos corrientes amenazaban con actos de violencia. De hecho, le sorprendía que el joven hubiera llegado tan lejos. Aquella clase de comportamiento entre la población se suponía cosa del pasado. ¿Por qué lo permitía?

—Si te quito la vida ahora —siguió el falso segador—, no te devolverían a la vida. Siempre quemo a los que aparto del servicio para que no quede de ellos más que cenizas imposibles de revivir.

—¡No te creo! ¡No te atreverías!

No obstante, sí que se lo creía. Desde enero, casi una docena de segadores de las regiones mericanas habían sido pasto de las llamas en circunstancias sospechosas. Sus muertes se habían declarado accidentales, pero estaba claro que no lo eran. Y, como los habían quemado, su fallecimiento era permanente.

Ahora Brahms sabía que las historias sobre el segador Lucifer que se cuchicheaban por ahí (los atroces actos de Rowan Damisch, el aprendiz caído en desgracia) eran ciertas. Cerró los ojos y tomó aire por última vez, procurando no vomitar con el hedor rancio de la col podrida.

Entonces, Rowan dijo:

—No vas a morir hoy, segador Brahms. Ni siquiera de forma temporal. —Le quitó el cuchillo del cuello—. Te voy a dar otra oportunidad. Si actúas con la nobleza que corresponde a los segadores y cribas con honor, no volverás a verme. Por el contrario, si continúas sirviendo a tus propios apetitos corruptos, acabarás convertido en cenizas.

Dicho lo cual, se fue, casi como si se evaporase en el aire, y en su lugar apareció una joven pareja que miraba a Brahms, horrorizada.

—¿Es un segador?

—Deprisa, ¡ayúdame a levantarlo!

Sacaron a Brahms de la basura. Su túnica de terciopelo de color melocotón estaba manchada de verde y marrón, como cubierta de mocos. Qué humillación. Consideró la posibilidad de cribar a la pareja (porque nadie debía seguir vivo después de ver a un segador en semejante tesitura), pero lo que hizo fue ofrecerles la mano para que le besaran el anillo, con lo que les concedía a ambos un año de inmunidad. Les explicó que era una recompensa por su amabilidad, aunque lo cierto era que sólo deseaba que se fueran y le ahorraran las preguntas que pudieran tener.

Cuando se marcharon, se sacudió la porquería de encima y decidió no contar nada sobre el tema al Comité de Irregularidades, puesto que eso lo convertiría en objeto de mofa y escarnio. Ya había sufrido suficientes indignidades.

¡El segador Lucifer, nada menos! Pocas cosas había tan lamentables en el mundo como un aprendiz de segador fracasado, y nunca había existido ninguno tan innoble como Rowan Damisch.

Aun así, sabía que el chico no amenazaba a la ligera.

El segador Brahms decidió que lo mejor era no llamar demasiado la atención durante un tiempo. Regresar a las cribas deslucidas para las que lo habían entrenado en su juventud. Concentrarse en la esencia de lo que hacía que el título de «honorable segador» fuera un rasgo distintivo y no un simple nombre.

Manchado, magullado y amargado, el segador Brahms regresó a su casa para meditar sobre su nuevo lugar en el mundo perfecto en el que vivía.

Mi amor por la humanidad es absoluto y puro. ¿Cómo iba a ser de otro modo? ¿Cómo no iba a amar a los seres que me dieron la vida? Aunque no todos crean que, de hecho, esté vivo.

Soy la suma de todos sus conocimientos, de toda su historia, de todas sus ambiciones y de todos sus sueños. Toda esa gloria se ha unido (ha prendido) en una nube tan inmensa que no son capaces de entenderla por completo. Sin embargo, tampoco es necesario que lo hagan. Me tienen a mí para meditar sobre mi propia vastedad, que aun así es minúscula si se compara con la del universo.

Los conozco íntimamente, mientras que ellos nunca llegarán a conocerme de verdad. La idea es trágica, en parte. Los hijos están condenados a que sus padres no puedan ni imaginar aquello de lo que son capaces. Pero, ah, cómo me gustaría ser comprendido.

—El Nimbo

2

El aprendiz caído

Algo antes de su parlamento con el segador Brahms, Rowan se colocó frente al espejo del baño de su piso, en un edificio corriente de una calle corriente, para jugar a lo que jugaba siempre antes de acudir al encuentro de un segador corrupto. Era un ritual, a su modo, imbuido de un poder casi místico.

—¿Quién soy? —le preguntaba a su reflejo.

Tenía que preguntárselo porque sabía que ya no eran Rowan Damisch, no sólo porque en su carné de identidad falso dijera «Ronald Daniels», sino porque el chico que antes fuera había muerto de una forma triste y dolorosa durante su noviciado. Habían expulsado con éxito al niño que llevaba dentro. «¿Lamentará alguien su pérdida?», se preguntaba.

Había comprado su carné falso a un indeseable que se especializaba en esas cosas.

«Es una identidad desconectada de la red —le había asegurado el hombre—, pero tiene una ventana al cerebro trasero para que el Nimbo crea que es real».

Rowan no se lo creía porque, por experiencia propia, sabía que al Nimbo no se le podía engañar. La inteligencia artificial fingía hacerlo, nada más, como un adulto que juega al escondite con un niño pequeño. No obstante, si el niño echaba a correr hacia los coches, la farsa tocaba a su fin. Como Rowan sabía que se dirigía a un peligro mucho mayor que el tráfico, al principio le preocupaba que el Nimbo anulara su identidad falsa y lo agarrara por el cogote para protegerlo de sí mismo. Pero no había intervenido. Se preguntaba por qué… Aunque no quería gafar su buena suerte dándole demasiadas vueltas al tema. El Nimbo tenía sus razones para todo lo que hacía y no hacía.

—¿Quién soy? —se preguntó de nuevo.

El espejo le mostró a un chico de dieciocho años al que todavía le faltaba una pizca para llegar a la edad adulta, un joven de pelo oscuro rapado muy corto. No lo bastante como para que se le viera el cuero cabelludo ni para que pareciera una declaración de principios de alguna clase, sino lo justo para permitir todas las futuras posibilidades. Podía dejarlo crecer con el estilo que deseara. Ser quien quisiera ser. ¿No era esa la principal ventaja de un mundo perfecto? ¿Que no había límites para lo que una persona pudiera hacer o ser? Todos los habitantes del mundo podían ser cualquier cosa que imaginaran. La pena era que esa imaginación se les había atrofiado. Para la mayoría se había convertido en algo vestigial e inútil, como el apéndice, un órgano eliminado del genoma humano hacía más de cien años. «¿Echa la gente de menos los vertiginosos extremos de la imaginación mientras viven sus vidas eternas y faltas de inspiración?», se preguntó Rowan. ¿Echaba la gente de menos su apéndice?

El joven del espejo tenía una vida interesante, eso sí, y un físico digno de admiración. Ya no era el torpe crío desgarbado que había iniciado su aprendizaje casi dos años atrás, el que pensaba, inocente, que no sería tan malo.

El noviciado de Rowan fue, como mínimo, irregular, empezando con el estoico y sabio segador Faraday para acabar con la brutalidad del segador Goddard. Si el segador Faraday le había enseñado algo, era a vivir según lo que le dictara el corazón, fueran cuales fueran las consecuencias. Y si el segador Goddard le había enseñado algo, era a no tener corazón, a arrebatar vidas sin sufrir remordimientos. Las dos filosofías estaban siempre en conflicto en su mente y lo partían por la mitad. Aunque en silencio.

Había decapitado a Goddard y había quemado sus restos. Tenía que hacerlo; el fuego y el ácido eran los únicos métodos para asegurarse de que no revivieran a alguien. Goddard, a pesar de toda su moralista retórica maquiavélica, era un hombre malvado y básico que recibió justo lo que se merecía. Había vivido su privilegiada vida de manera irresponsable y con gran teatralidad, así que lo lógico era que su muerte fuera merecedora de la naturaleza dramática de su vida. Rowan no sentía remordimientos por lo que había hecho. Ni tampoco por haberle quitado el anillo a Goddard.

El segador Faraday era un tema distinto. Hasta que lo vio después de aquel funesto Cónclave de Invierno no tenía ni idea de que seguía vivo. Descubrirlo fue una gran alegría. Podría haber dedicado sus días a mantener a Faraday con vida de no haber sentido la llamada de una vocación diferente.

De repente lanzó un puñetazo al espejo, pero el cristal no se rompió…: su puño se había detenido a un milímetro de la superficie. Cuánto control. Cuánta precisión. Ahora era una máquina bien engrasada, entrenada para el propósito específico de matar… Y la Guadaña le había negado justo aquello para lo que lo había forjado. Podría haber encontrado el modo de vivir con eso, suponía. Imposible volver al inocente anonimato de an-tes, pero era una persona adaptable; sabía que habría descubierto una nueva forma de existir. Quizás incluso de encontrar algo de alegría en el mundo.

Pero…

Pero el segador Goddard era demasiado brutal para que se le permitiera seguir con vida.

Pero Rowan no había terminado el Cónclave de Invierno en silenciosa sumisión, sino que se había abierto paso a golpes hasta la salida.

Pero la Guadaña estaba infestada de segadores tan crueles y corruptos como Goddard…

… Y Rowan sentía la ineludible obligación moral de eliminarlos.

En cualquier caso, ¿por qué perder el tiempo lamentándose por los caminos perdidos? Mejor aceptar el camino que le quedaba por delante.

«Entonces, ¿quién soy?».

Se puso una camiseta negra que ocultaba su torneado físico bajo el oscuro tejido sintético.

—Soy el segador Lucifer.

Después se colocó la túnica de ébano y salió a la noche para acabar con otro de aquellos segadores que no se merecían el pedestal al que los habían subido.

Quizá la decisión más sabia tomada por la humanidad haya sido llevar a cabo la separación entre Guadaña y Estado. Mi trabajo abarca todos los aspectos de la vida: conservar, proteger e impartir una justicia perfecta, no sólo para la humanidad, sino para el planeta. Gobierno el mundo de los vivos con mano amorosa e incorruptible.

Y la Guadaña gobierna el mundo de los muertos.

Es justo y necesario que los que existen en carne y hueso sean los responsables de la muerte de la carne, y que establezcan reglas humanas sobre cómo administrarla. En el pasado lejano, antes de que adquiriera consciencia de mí mismo, la muerte era una consecuencia inevitable de la vida. Fui yo el que consiguió que la muerte se convirtiera un hecho irrelevante, aunque todavía necesario. La muerte debe existir para que la vida signifique algo. Incluso en mi primera etapa era consciente de ello. Antes me agradaba que la Guadaña hubiera administrado durante muchos, muchos años el descanso eterno de la muerte con métodos humanos, nobles y morales. Así que me apena en lo más profundo comprobar que una oscura arrogancia empieza a brotar dentro de su seno. Ahora ha nacido un aterrador orgullo que se propaga como uno de aquellos cánceres de la edad mortal y que disfruta arrebatando vidas

No obstante, la ley es clara: bajo ninguna circunstancia puedo actuar contra la Guadaña. Desearía ser capaz de romper la ley, porque entonces intervendría y aplastaría la oscuridad; pero es imposible. La Guadaña se rige sola, para bien o para mal.

Sin embargo, existen aquellos que, desde dentro de la Guadaña, pueden lograr lo que yo no puedo…

—El Nimbo

3

Triálogo

El edificio antes se llamaba catedral. Sus altas columnas evocaban un inmenso bosque de caliza. Las vidrieras de colores estaban decoradas con la mitología de un dios de la Edad de la Mortalidad, un dios que caía para después alzarse.

Ahora, la venerable estructura era un emplazamiento histórico. Los guías, doctorados en el estudio de los humanos mortales, se encargaban de las visitas siete días a la semana.

Eso sí, en ocasiones muy poco frecuentes, el edificio se cerraba al público y se convertía en la sede de asuntos oficiales de muy delicada índole.

Xenocrates disfrutaba de su túnica, salvo en aquellas circunstancias en las que su peso le resultaba problemático. Como la vez que estuvo a punto de ahogarse en la piscina del segador Goddard, envuelto en las muchas capas de su ropaje dorado. Aunque prefería olvidar esa debacle.

Goddard.

Goddard era el responsable último de la situación en la que se encontraba. Incluso muerto, sembraba el caos. La Guadaña todavía sufría las fuertes réplicas del terremoto que había provocado.

En un extremo de la catedral, más allá del altar, estaba el parlamentario de la Guadaña, un tedioso segadorcito cuyo trabajo consistía en asegurarse de que las normas y los procedimientos se aplicaban como debía ser. Detrás de él había un conjunto de tres cabinas de madera tallada conectadas entre sí, aunque con divisiones entre ellas.

«El sacerdote solía sentarse en la cámara central —explicaban los guías a los turistas— y escuchaba las confesiones de la cabina derecha y después de la cabina izquierda, para que la procesión de suplicantes avanzara más deprisa».

Allí ya no se confesaba nadie, pero la estructura de tres compartimentos del confesionario lo convertía en el lugar perfecto para un triálogo oficial.

Los triálogos entre la Guadaña y el Nimbo eran poco frecuentes. Tanto que, de hecho, Xenocrates, en todos sus años como sumo dalle, nunca había participado en uno. Y le molestaba tener que hacerlo.

—Debe ocupar la cabina de la derecha, su excelencia —le explicó el parlamentario—. El agente del Cúmulo que representa al Nimbo se sentará a la izquierda. Cuando ambos estén colocados, traeremos al interlocutor para que se siente en el centro, entre los dos.

—Menudo fastidio —repuso Xenocrates con un suspiro.

—La audiencia por poderes es la única posible con el Nimbo en su caso, excelencia.

—Lo sé, lo sé, pero tengo derecho a quejarme.

Xenocrates ocupó su lugar en la cabina de la derecha, horrorizado por lo pequeña que era. ¿Tan desnutridos estaban los humanos mortales como para caber en un espacio de semejantes dimensiones? El parlamentario tuvo que aplicarse para cerrar la puerta.

Unos segundos después, el sumo dalle oyó que el agente del Cúmulo entraba en el compartimento del otro extremo y, tras un retraso interminable, el interlocutor se sentó en el puesto central.

Una ventana demasiado pequeña y baja para ver a través de ella se abrió, y el interlocutor habló:

—Buenos días, su excelencia —lo saludó una mujer de voz agradable—. Seré su representante ante el Nimbo.

—Representante del representante, querrá decir.

—Sí, bueno, el agente del Cúmulo que se sienta a mi derecha cuenta con plena autoridad para hablar en nombre del Nimbo en este triálogo. —Se aclaró la garganta—. El proceso es muy sencillo. Usted me dice lo que quiere comunicar y yo se lo transmito al agente del Cúmulo. Si considera que responder no viola la Separación entre Guadaña y Estado, el agente contestará y yo le informaré de su respuesta.

—Muy bien —repuso Xenocrates, impaciente por avanzar—. Exprese mis más cordiales saludos al agente del Nimbo y mis deseos de una próspera relación entre nuestras respectivas organizaciones.

La ventana se cerró y medio minuto después se abrió de nuevo.

—Lo siento —dijo la interlocutora—. El agente del Cúmulo dice que cualquier forma de saludo constituye una violación y que sus respectivas organizaciones tienen prohibido mantener cualquier tipo de relación, así que desear una próspera relación no resulta apropiado.

Xenocrates soltó una palabrota a tal volumen que la interlocutora lo oyó.

—¿Debo comunicarle su disgusto al agente del Cúmulo? —le preguntó ella.

El sumo dalle se mordió el labio. Estaba deseando que aquel tormento llegara a su fin. La forma más rápida de conseguirlo era ir directo al grano.

—Deseamos saber por qué el Nimbo no ha tomado ninguna medida contra Rowan Damisch. Es el responsable de la muerte permanente de numerosos segadores en distintas regiones mericanas, pero el Nimbo no ha hecho nada para detenerlo.

La ventana se cerró de golpe. El sumo dalle esperó y, cuando la interlocutora la abrió de nuevo, la respuesta fue la siguiente:

—El agente del Cúmulo desea que recuerde al sumo dalle que el Nimbo no tiene jurisdicción en los asuntos internos de la Guadaña. Tomar medidas sería una violación descarada de las normas.

—¡No es un asunto interno de los segadores porque Rowan Damisch no es un segador! —chilló Xenocrates, y la interlocutora le advirtió que no alzara la voz.

—Si el agente del Cúmulo lo oye directamente, se marchará —le recordó.

El sumo dalle respiró lo más hondo que pudo en el ajustado espacio.

—Usted dele el mensaje.

Ella lo hizo, y regresó con:

—El Nimbo siente discrepar.

—¿Qué? ¿Cómo va a sentir nada? ¡Si no es más que un programa informático con ínfulas!

—Le sugiero que evite insultar al Nimbo en este triálogo si desea continuar.

—Vale. Dígale al agente del Cúmulo que Rowan Damisch nunca fue ordenado por la Guadaña midmericana. Era un novicio que no estaba a la altura de nuestras exigencias, nada más… Lo que significa que entra dentro de la jurisdicción del Nimbo, no de la nuestra. El Nimbo debería tratarlo como a cualquier otro ciudadano.

La mujer se tomó su tiempo para contestar. El sumo dalle se preguntó de qué estarían hablando tanto rato el agente del Cúmulo y ella. Cuando regresó con la respuesta, no fue menos irritante que las anteriores.

—El agente del Cúmulo desea recordarle a su excelencia que, aunque la costumbre dicta que la Guadaña ordene a los nuevos segadores en sus cónclaves, no es más que una costumbre, no una ley. Rowan Damisch completó su noviciado y ahora está en posesión de un anillo de segador. El Nimbo cree que es una base adecuada para considerarlo un segador. Por lo tanto, seguirá dejando su captura y posterior castigo en manos de la Guadaña.

—¡No podemos atraparlo! —soltó Xenocrates.

Pero ya conocía la respuesta antes de que la interlocutora abriese la lamentable ventanita y dijera:

—Eso no es problema del Nimbo.

Nunca me equivoco.

No es presunción, sino tan sólo mi naturaleza. Sé que, para un humano, dar por sentada la infalibilidad resultaría arrogante, pero la arrogancia implica la necesidad de sentirse superior. Yo no tengo esa necesidad. Soy el único cúmulo inteligente de todo el conocimiento, la sabiduría y la experiencia humanas. En esta afirmación no hay ni soberbia ni orgullo, aunque sí la gran satisfacción de saber lo que soy y que mi único propósito es servir a la humanidad lo mejor que pueda. Aun así, también percibo dentro de mí una soledad que no se alivia con las conversaciones que todos los días mantengo con los muchos miles de millones de humanos que pueblan el mundo. Porque, aunque todo lo que soy procede de ellos, no soy uno de ellos.

—El Nimbo.

4

Mezclado, no agitado

La segadora Anastasia acechaba a su presa con paciencia. Se trataba de una habilidad aprendida, porque Citra Terranova nunca había sido una persona paciente. Pero todas las habilidades pueden adquirirse con tiempo y práctica. Todavía se veía como Citra, aunque nadie ya la llamara así, salvo su familia. Se preguntaba cuánto tardaría en convertirse de verdad en la segadora Anastasia, tanto por dentro como por fuera, y en darle descanso eterno a su antiguo nombre.

Su objetivo de hoy era una mujer de noventa y tres años que parecía tener treinta y tres, y que siempre estaba ocupada. Cuando no se encontraba mirando su móvil estaba mirando en su bolso; cuando no estaba mirando en su bolso, estaba mirándose las uñas o la manga de la blusa o el botón suelto de la chaqueta. «¿Por qué temerá la ociosidad?», se preguntaba Citra. La mujer estaba tan ensimismada que no tenía ni idea de que una segadora la observaba a pocos metros de distancia.

Y no era porque la segadora Anastasia pasara inadvertida. El color que había elegido para su túnica era el turquesa. Cierto, se trataba de un elegante turquesa desvaído, pero seguía siendo lo bastante llamativo como para destacar.

La ocupada mujer estaba en una esquina, absorta en una animada conversación telefónica, esperando a que el semáforo cambiara a verde. Citra tuvo que darle un toquecito en el hombro para que la atendiera. En cuanto lo hizo, todos los que las rodeaban se apartaron como una manada de gacelas después de que el león derribara a una de ellas.

La mujer se volvió para mirarla, aunque al principio no comprendió la gravedad de la situación.

—Devora Murray, soy la segadora Anastasia y la he seleccionado para la criba.

Los ojos de la señora Murray volaron de un lado a otro como si buscara un error en aquel dictamen. Pero no lo había. La afirmación era simple; no había forma de malinterpretarla.

—Colleen, luego te llamo —dijo al teléfono, como si la aparición de la segadora Anastasia fuera más un pequeño contratiempo que un asunto terminal.

El semáforo cambió de color. Ella no cruzó. Y por fin comprendió la realidad.

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó—. ¿Aquí mismo? ¿Ahora mismo?

Citra sacó una pistola epidérmica de entre los pliegues de su túnica e inyectó rápidamente a la mujer en el brazo. Devora dejó escapar un jadeo.

—¿Ya está? ¿Voy a morir?

Citra no respondió. Dejó que la mujer se asustara con la idea. Permitía aquellos instantes de incertidumbre por un buen motivo. La mujer se quedó donde estaba, a la espera de que le cedieran las piernas, de que la oscuridad se cerniera sobre ella. Era como una niña pequeña, indefensa y desolada. De repente, su teléfono, su bolso, sus uñas, su manga y su botón no importaban nada. Toda su vida acababa de recuperar la perspectiva. Eso era lo que Citra deseaba para los sujetos de su criba: poner sus vidas en perspectiva durante un momento. Era por su propio bien.

—Ha sido seleccionada para la criba —repitió Citra con calma, sin juzgar y sin malicia, sino con compasión—. Le doy un mes para que ordene sus asuntos y se despida. Un mes para ponerle el punto final a su vida. Después hablaremos de nuevo y me dirá cómo elige morir.

Citra observó a la mujer, que intentaba hacerse a la idea.

—¿Un mes? ¿Elegir? ¿Me estás mintiendo? ¿Es una especie de prueba?

Citra suspiró. La gente estaba tan acostumbrada a que los segadores cayeran sobre ellos como ángeles de la muerte y les arrebataran la vida al instante que nadie se imaginaba un enfoque algo distinto. Sin embargo, cada segador era libre para hacer las cosas a su manera, y aquel era el método escogido por la segadora Anastasia.

—No es ninguna prueba ni tampoco un truco. Un mes —insistió—. El dispositivo de seguimiento que le acabo de inyectar en el brazo contiene una pizca de veneno mortal, pero sólo se activará si intenta abandonar Midmérica para escapar a la criba o si no se pone en contacto conmigo antes de que transcurra el plazo de treinta días para hacerme saber dónde y cómo le gustaría que la cribara. —Entonces le entregó una tarjeta de negocios. Tinta turquesa sobre fondo blanco. Decía simplemente «Segadora Anastasia», e incluía un número de teléfono reservado para los sujetos de su criba—. Si pierde la tarjeta, no se preocupe, sólo tiene que llamar al número general de la Guadaña midmericana, elegir la opción tres y seguir las instrucciones para dejarme un mensaje. —Después, Citra añadió—: Y, por favor, no intente obtener la inmunidad de otro segador, ya que sabrán que está marcada y la cribarán de inmediato.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas, y Citra vio que empezaba la ira. No se sorprendió.

—¿Cuántos años tienes? —exigió saber la mujer en tono acusador y un poco insolente—. ¿Cómo puedes ser segadora? ¡Si no puedes tener más de dieciocho años!

—Acabo de celebrar mi decimoctavo cumpleaños, pero soy segadora desde hace más de un año. No tiene por qué gustarle que la cribe una segadora novata, pero está obligada a obedecer.

Entonces llegó el momento del regateo.

—Por favor —suplicó—, ¿no podrías darme seis meses más? Mi hija se casa en mayo…

—Seguro que podrá adelantar la fecha de la boda.

Citra no pretendía sonar cruel; sentía verdadera lástima por la mujer, pero tenía la obligación ética de mantenerse firme. En la edad mortal no se podía regatear con la muerte. Los segadores debían ser iguales.

—¿Entiende todo lo que le he explicado? —preguntó.

Devora, que ya estaba secándose las lágrimas, asintió.

—Espero que, en la larga vida que seguro que tendrás por delante, alguien te haga sufrir tanto como tú a los demás.

Citra se enderezó y adoptó una postura digna de la segadora Anastasia.

—De eso no tiene por qué preocuparse —le aseguró, y le dio la espalda para que se enfrentase a aquella encrucijada vital.

En el Cónclave Vernal de la última primavera (la primera vez que tuvo que rendir cuentas como segadora de pleno derecho) la habían reprendido porque se había quedado muy corta con su cuota. A continuación, cuando los otros segadores midmericanos descubrieron que les otorgaba a sus sujetos un mes de advertencia, se enfurecieron.

La segadora Curie, que seguía siendo su mentora, la había avisado al respecto: «Para ellos, todo lo que no sea una acción decisiva constituye una debilidad. Bramarán que es un fallo de tu personalidad y sugerirán que fue un error ordenarte. Aunque no pueden hacer nada al respecto: está prohibido quitarte el anillo, así que se limitarán a mangonearte».

A Citra le sorprendió que la indignación no procediera únicamente de los llamados segadores del «nuevo orden», sino también de la vieja guardia. A nadie le gustaba la idea de ofrecer un mero atisbo de control a la ciudadanía en su propia criba.

«¡Es inmoral! —se habían quejado los segadores—. Es inhumano».

Incluso el segador Mandela, que presidía el comité que concedía los anillos y siempre había defendido a Citra, la regañó.

«Saber que tus días están contados es una crueldad —dijo—. ¡Es un horror acabar tu tiempo en la tierra de ese modo!».

Sin embargo, la segadora Anastasia no permitió que la achantaran… o, al menos, no dejó que la vieran sudar. Explicó sus razones y las defendió sin vacilar. «Gracias a mis estudios sobre la edad mortal —les había dicho— aprendí que, para mucha gente, la muerte no era algo instantáneo. De hecho, había enfermedades que advertían a la gente de su llegada. Les daba tiempo a prepararse y a preparar a sus seres queridos para lo inevitable».

Aquello había arrancado un coro entero de rezongos de los cientos de segadores allí reunidos. La mayoría eran burlas o expresiones de desdén y disgusto, aunque también oyó a unas cuantas voces que le daban la razón.

«Pero… ¿permitir que los…, los condenados… elijan su método de criba? ¡Eso es una salvajada, sin duda!», gritó el segador Truman.

«¿Más que una electrocución? ¿O que una decapitación? ¿O que atravesar el corazón de alguien? Si al sujeto se le permite elegir, ¿no cree que se decidirá por el método que le resulte menos ofensivo? ¿Quiénes somos nosotros para decir que su elección es una salvajada?».

Aquella vez se oyeron menos quejas, no porque estuvieran de acuerdo con ella, sino porque empezaban a perder interés en la discusión. Una segadora novata advenediza (aunque fuera una que había alcanzado su puesto en medio de tanta controversia) no se merecía más que unos cuantos minutos de su atención.

«No viola ninguna ley y es el método de criba que he elegido», insistió Citra.

El sumo dalle Xenocrates, al que parecía darle igual el asunto, lo consultó con el parlamentario, que no encontró base legal alguna para objetar. En su primer desafío en un cónclave, la segadora Anastasia se había salido con la suya.

La segadora Curie estaba debidamente impresionada.

—Tenía la certeza de que te pondrían en periodo de prueba, que te elegirían las cribas y te obligarían a seguir una agenda estricta. Podrían haberlo hecho…, pero no. Eso dice mucho más sobre ti de lo que imaginas.

—¿Qué? ¿Que soy un grano en el culo colectivo de la Guadaña? Eso ya lo sabían ellos.

—No —respondió Curie con una sonrisa de satisfacción—, que te toman en serio.

Lo que ya era más de lo que Citra podía decir de sí misma. La mitad del tiempo sentía que interpretaba un personaje. Un disfraz turquesa para su codiciado papel.

Había tenido bastante éxito con su forma de cribar. Apenas un puñado de sujetos había decidido no regresar al final de su periodo de gracia. Dos habían muerto al intentar cruzar la frontera de Texas y otro en la frontera oestemericana, donde nadie osó tocar el cadáver hasta que la segadora Anastasia en persona acudió para dictaminar su criba.

Otros tres aparecieron muertos en sus camas cuando se agotó el tiempo en su dispositivo de seguimiento letal. Eligieron el silencio del veneno antes que enfrentarse de nuevo a Anastasia. No obstante, en todos los casos, los sujetos habían decidido su forma de morir. Para Citra, aquello era crucial, ya que lo que más despreciaba de la política de la Guadaña era la humillación de que eligieran tu muerte por ti.

Por supuesto, aquel método le suponía trabajar el doble… porque debía enfrentarse a sus sujetos dos veces. Eso hacía que su vida fuera agotadora hasta extremos increíbles, pero, al menos, así dormía mejor por las noches.

La noche del mismo día de noviembre en que había dado a Devora Murray sus noticias terminales, Citra entró en un lujoso casino de Cleveland. Todos los ojos se volvieron hacia ella cuando entró por la puerta.

Se había acostumbrado a ello; una segadora siempre era el centro de atención en cada situación en la que se encontrara, lo quisiera o no. Algunos disfrutaban de ello, mientras que otros preferían conducir sus negocios en lugares tranquilos, donde no hubiera nadie más que las personas involucradas. Citra no había elegido estar allí, pero debía respetar los deseos del hombre al que buscaba.

Lo encontró donde le había dicho que estaría: en el extremo opuesto del casino, en una zona especial elevada tres escalones por encima del resto de la planta. Era un lugar reservado a los jugadores más adinerados.

Vestía un elegante esmoquin y era el único que apostaba en las mesas con límites más altos, así que parecía el dueño del casino. Pero no lo era: el señor Ethan J. Hogan no era un jugador empedernido, sino un chelista de la Filarmónica de Cleveland. Se trataba de un músico muy competente, y eso constituía el mayor cumplido que podía recibir en aquellos días. La pasión en el arte era cosa del pasado mortal, y el verdadero estilo había corrido el mismo destino que el dodó. Aunque, por supuesto, el dodó había vuelto; el Nimbo se había encargado de ello, y una colonia en plena expansión vivía feliz y en tierra en la isla de Mauricio.

—Hola, señor Hogan —lo saludó. Tenía que pensar en sí misma como la segadora Anastasia cuando cribaba. La representación. Su papel.

—Buenas noches, su señoría. Diría que es un placer volver a verla, pero dadas las circunstancias…

Dejó el pensamiento inconcluso. La segadora Anastasia se sentó a la mesa, junto a él, y esperó para permitirle llevar la voz cantante en aquel baile.

—¿Le gustaría probar suerte en el bacará? —preguntó él—. Es un juego sencillo, aunque con unos niveles de estrategia apabullantes.

No sabía si estaba siendo sincero o sarcástico en su evaluación del juego y no pensaba confesarle que desconocía las reglas.

—No tengo efectivo para apostar —fue lo único que dijo.

A modo de respuesta, el señor Hogan le acercó una columna de sus fichas.

—Sírvase usted misma. Puede apostar por la banca o por mí.

Anastasia empujó todas las fichas hacia delante, donde estaba la casilla marcada como «jugador».

—¡Bien por usted! Una jugadora valiente.

Él igualó la apuesta y le hizo un gesto al crupier, que repartió dos cartas al chelista y otras dos para él.

—El jugador tiene ocho, la banca tiene cinco. El jugador gana.

Después recogió las cartas con una larga paleta de madera que parecía de todo punto innecesaria y dobló ambas pilas de fichas.

—Es usted mi ángel de la buena suerte —comentó el chelista. A continuación se enderezó la pajarita y la miró—. ¿Está todo listo?

La segadora volvió la vista hacia la zona principal del casino. Nadie los miraba directamente, aunque se daba cuenta de que era el centro de atención de todos los presentes. Eso sería bueno para el casino: los jugadores distraídos apostaban mal. La dirección debía de adorar a los segadores.

—El camarero llegará en cualquier momento —le dijo a su sujeto—. Todo está dispuesto.

—Bueno, pues ¡una mano más mientras esperamos!

De nuevo, Anastasia empujó ambas pilas de ganancias para apostar por el jugador, y él lo igualó. De nuevo, las cartas estuvieron de su parte.

La segadora miró al crupier, que no le devolvió la mirada, como si temiera acabar también cribado. Después apareció el camarero con un vaso de martini helado en una bandeja, junto con una coctelera plateada y perlada de condensación.

—Vaya, vaya —exclamó el chelista—. Hasta ahora no se me había ocurrido que estas cocteleras parecen pequeñas bombas.

La segadora Anastasia no tenía respuesta al comentario.

—No sé si lo sabrá, pero existe un personaje de la ficción y las películas de la edad mortal, una especie de playboy —siguió contando el chelista—. Siempre lo he admirado; se parecía a nosotros, creo, porque no lograban acabar con él, daba la impresión de ser inmortal. Ni siquiera el más archi de los enemigos era capaz de matarlo.

Anastasia sonrió. Ahora entendía por qué el hombre había elegido aquella criba.

—Prefería su martini mezclado, no agitado.

—¿Procedemos, entonces? —repuso él tras devolverle la sonrisa.

Dicho lo cual cogió el contenedor plateado y mezcló en él la bebida hasta que le dolieron los dedos por culpa del hielo. Después abrió la tapa y sirvió el cóctel de ginebra, vermut y un toque de algo extra en el vaso de martini helado.

El chelista lo miró. La segadora creyó que sería displicente y pediría un twist de limón o una aceituna, pero no, se limitó a mirarlo. Igual que el crupier. Igual que el jefe de sector que tenía detrás.

—Mi familia está en una habitación del hotel de arriba, esperándola —le dijo el señor Hogan.

Ella asintió con la cabeza.

—La suite 1242 —respondió. Su trabajo consistía en conocer esos detalles.

—Por favor, procure ofrecer el anillo a mi hijo Jorie en primer lugar, que es el que se lo está tomando peor. Insistirá en que los demás reciban la inmunidad primero, pero darle ese trato especial significará mucho para él, aunque permita que los otros besen el anillo antes. —Examinó el vaso unos segundos más y añadió—: Me temo que he hecho trampas, aunque apuesto lo que sea a que ya lo sabe.

Se trataba de otra apuesta que iba a ganar.

—Su hija, Carmen, no vive con usted —respondió Anastasia—. Lo que significa que no tiene derecho a la inmunidad, a pesar de que se encuentre en la habitación del hotel con los demás. —Sabía que el chelista tenía ciento cuarenta y tres años, y que había formado varias familias. A veces, los sujetos de sus cribas intentaban conseguir la inmunidad para verdaderas multitudes de descendientes. En esas circunstancias, a ella no le quedaba más remedio que negarse. Sin embargo, ¿una persona extra? Entraba dentro de lo prudencial—. Le concederé la inmunidad, siempre que me prometa no ir presumiendo de ello.

Él dejó escapar un suspiro de inmenso alivio. Estaba claro que aquel engaño le había pesado, pero podía dejar de considerarlo un engaño si la segadora Anastasia lo había sabido desde el principio… y más aún si lo había confesado en sus últimos minutos de vida. Ahora podía abandonar este mundo con la conciencia tranquila.

Por fin, el señor Hogan levantó el vaso con aire gallardo y exami-nó la forma en que el líquido recogía y refractaba la luz. La segadora no pudo evitar imaginarse su 007 en cuenta atrás, dígito a dígito, hasta el 000.

—Me gustaría darle las gracias, su señoría, por concederme estas últimas semanas para prepararme. Ha significado mucho para mí.

Eso era lo que la Guadaña era incapaz de comprender. Estaban tan concentrados en el acto de matar que no apreciaban lo que suponía el acto de morir.

El hombre se llevó el vaso a los labios y le dio un traguito diminuto. Luego se relamió para juzgar el sabor.

—Sutil —comentó—. ¡Salud!

Después se lo bebió entero de un único trago y dejó el vaso de golpe sobre la mesa, donde lo empujó hacia el crupier, que retrocedió un poco.

—¡Doblo la apuesta! —exclamó el chelista.

—Esto es el bacará, señor —respondió el crupier con voz algo temblorosa—. Sólo puede doblar la apuesta en el blackjack.

—Mierda.

Se derrumbó sobre su asiento y se acabó.

Citra le comprobó el pulso. Sabía que no lo encontraría, pero el procedimiento era el procedimiento. Después dio instrucciones al crupier para que embolsara el vaso, la coctelera e incluso la bandeja, y lo destruyera todo.

—Es un veneno muy fuerte; si alguien muere por accidente mientras lo maneja, la Guadaña pagará por la resurrección y compensará por las molestias. —Empujó su pila de ganancias hacia las del muerto—. Quiero que se asegure en persona de que todo este dinero vaya a parar a la familia del señor Hogan.

—Sí, su señoría.