© de la obra: Iria G. Parente y Selene M. Pascual, 2018

© del mapa y los detalles que acompañan el texto: Lehanan Aida, 2018

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna Ediciones: febrero de 2019

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-99-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A todas las mujeres. No importa lo inmensa que sea la jaula en la que nos han metido. Juntas vamos a derribar todos sus barrotes. Juntas podemos ser más libres de lo que hemos sido jamás.

jaula

JAULAS DE SEDA

fausto

Fausto

—Hagas lo que hagas, Fausto, trata bien a tu prometida.

Los labios de mi madre caen sobre mi frente como una estrella fugaz. Igual de rápida, igual de cálida, la presencia de su beso se disuelve y ante mí sólo queda su sonrisa, ese gesto tierno que también contiene una advertencia:

«Tienes una misión importante. No lo estropees».

No pienso hacerlo.

—Sigo compadeciendo a esa pobre muchacha. Casarse contigo es un castigo que nadie merece.

Casilda me sonríe con su sorna habitual. Ni siquiera puedo sentirme molesto por sus palabras, y menos en este momento en el que nos despedimos para no volver a vernos durante lo que me parece demasiado tiempo. Después de toda una vida con ella, resultará extraño no tenerla alrededor, burlándose de mí o enseñándome a ver el mundo a través de sus ojos despiertos.

—Eres encantadora, hermana. Pero sé que esta es sólo tu manera de disimular lo mucho que me vas a echar de menos.

—Bromeas, ¿verdad? Estoy deseando que pongas los pies en ese barco y la marea se te lleve a Dione… o al fondo del océano. Así quedarás desterrado o muerto y la corona, en mis manos. Todo forma parte de un plan perfecto.

Tengo que reír cuando intenta hacer un gesto malévolo que no casa con ella. Fátima está en sus brazos, sin entender nada de lo que ocurre, y yo me inclino sobre la cabeza de mi sobrina para plantar ahí un montón de buenos deseos. La niña me mira con sus enormes ojos verdes, idénticos a los de su madre, idénticos a los de mi madre. Hace un sonido ininteligible y yo me lo guardo en el corazón como su despedida. Después, Casilda le pasa la niña a Adiel para poder rodearme con los brazos. Su voz es un hilo en mi oído:

—Lo harás bien.

Más me vale.

—Te echaré de menos.

Ella sonríe. Casilda no es de expresar de esa manera sus sentimientos, pero en el beso que deja en mi mejilla se encuentra toda la añoranza que sentirá por mi partida. Cierro los ojos. La algarabía del pueblo, de la celebración en el puerto por la marcha de su príncipe, desaparece por un instante. Hay todo un nuevo universo abriéndose y rodeándonos con la presión de su boca sobre mi pómulo. Es el universo que tengo que recordar si me entran dudas o miedo al futuro.

El universo se fragmenta con una mano firme sobre mi hombro. Casilda se aleja de mí para que ambos podamos mirar al rey de Granth.

—Recuerda que serás la representación de todo Granth en Dione. Lleva nuestro nombre y nuestro escudo con orgullo. Tu madre y yo llegaremos para el comienzo de la Cumbre, pero confío en que aprovecharás tu tiempo previo allí. Descubre todo lo que puedas de esas tierras y sus gentes: estás destinado a ser su rey.

Siento mis cabellos hundiéndose bajo el peso de una corona que no existe.

—Lo haré, padre. —No añado más. Echo otro vistazo a toda mi familia. O a casi toda—. Decidle a Samira…

—No hará falta —me corta Casilda—. Sabe que la echarás de menos tanto como ella a ti. Quizá precisamente por eso ha preferido hacerlo más sencillo y ha decidido no aparecer.

Suspiro, alzando la vista hacia el oeste. El palacio no se ve desde aquí, pero me lo imagino brillando entre las dunas con los tonos del mármol blanco. En una de las torres, mirando hacia fuera con el morro torcido y un colibrí aleteando a su alrededor, se encuentra la más joven de las princesas del reino. La que decidió que aceptaría tan poco la marcha de su hermano como para ni siquiera despedirse de él. Si no hay despedida, no hay separación.

Sólo que sí la hay.

—A la princesa Samira le gusta el dramatismo: no es como si fueras a marcharte para el resto de tu vida.

Me fijo en Logen, que coloca una mano sobre mi hombro. Al menos lo tengo a él para acompañarme en el viaje y, sobre todo, durante las largas semanas que restan hasta la boda.

—Cuida de nuestro príncipe, Logen. Aunque estas tierras son ricas, él es lo más valioso que tenemos.

Mi nigromante se separa de mí para hacer una reverencia perfecta ante su rey.

—Seré su sombra en Dione.

Pienso que es una comparación acertada, dado el negro de sus ropas. Pero las sombras son espías sigilosas, expertas en la quietud, y Logen disfruta hablando todo el tiempo y sabe poco del silencio. Su risa siempre es grande y vibra en su pecho y su mandíbula, contagiosa. Agradeceré que esté cerca para alejarme de mis propios pensamientos cuando estos parezcan a punto de devorarme. Es lo que ha hecho siempre desde que lo conozco. A veces creo que ese don debe de ser parte de su magia: por lo general, es suficiente una de sus bromas para conseguir que un problema inmenso se convierta en algo diminuto.

Ahora, sin embargo, ni todas sus risas podrían quitarme la presión que siento en el pecho. La nostalgia anticipada. Miro por encima de los hombros de mi familia. El jaleo continúa en el puerto. Tras los guardias que nos protegen, el pueblo se amontona para despedirme. Ondean banderas y nos desean larga vida. Algunos ya vitorean el nombre de Ivy de Dione, mi futura esposa y la que esperan que sea su futura reina. Más allá de la gente reconozco los colores arena de mis tierras, los granates y el olor a océano y la sensación del sol abrasador en la cara. En Dione todo será muy diferente, lo he estudiado. Por eso sé cuánto añoraré aquello a lo que he estado toda una vida acostumbrado. El picante sobre la lengua en las comidas, la Gran Biblioteca con su infinidad de tomos y papiros, el cantar de los nasires…

Y es uno de esos lo que me despierta. Idris emite un graznido de despedida a sus compañeros y planea alrededor de los nasires de mi hermana y mi madre antes de encaramarse a un mástil del barco que debe llevarme a mi nueva vida. Su plumaje blanco lanza un reflejo cegador. Su canto exigente me dice que estamos haciendo esperar a mi futuro y que uno no puede simplemente darle la espalda y caminar en dirección contraria.

Respiro hondo. Lo entiendo: lo que tengo que hacer es importante, muchísimo más que yo mismo.

Si todo sale bien, la próxima vez que pise esta isla será con la satisfacción de haber hecho lo que debía. Regresaré de manera muy diferente a como me marcho, pero merecerá la pena.

Miro a mi madre. Ella me ofrece su sonrisa llena de palabras.

—Cuidaos. Os veré pronto.

No digo nada más. Doy un paso atrás, poniendo el pie en la pasarela para subir al barco. Vuelvo a mirar más allá de mi familia. A mi pueblo. Al oeste, al palacio imaginado, como si así mi hermana pudiera recibir mi despedida. A los almenares de la Gran Biblioteca, que sobresalen en la lejanía. Aspiro el aroma de mi tierra.

Y le doy la espalda a todo menos a mi destino.

ivy

Ivy

Un rayo de luz se cuela por entre las cortinas de la cama. Es apenas un hilo que evidencia un día gris, enfadado, como todos los que llevamos de esta primavera. Aunque se supone que el invierno debería haber dejado paso a cielos claros, lo cierto es que sigue lloviendo y las corrientes de aire soplan en cada habitación del castillo. Suelto un suspiro, girándome. Ni siquiera me molesto en volver a cerrar los ojos, porque sé que pronto se abrirá la puerta y me arrastrarán fuera del lecho, pero disfruto de la paz antes del caos, del calor de las mantas y del perezoso silencio roto por los gritos de las gaviotas.

Oigo pasos y voces en la antesala, que apenas tardan en irrumpir en mi dormitorio. Cierro los párpados cuando unas manos despiadadas apartan las cortinas y una cascada de luz se derrama sobre mi rostro, que cubro como puedo con el antebrazo.

—¡Es hora de levantarse, Ivy!

Me estremezco, aunque no sé si es por la voz de mi tía o porque de pronto las mantas desaparecen y me quedo sólo con la camisa para enfrentarme al frío de la habitación. Aunque oigo a alguien encendiendo el fuego para caldear el cuarto, que se ha quedado frío durante la noche, mis huesos parecen temblar bajo mi piel. Siento ganas de gruñir o gemir en protesta, pero eso sería inapropiado. Pasos y voces, el sonido del agua abandonando la jarra, tan helada como la mañana, como el suelo de piedra que toco con los pies cuando me siento en el borde de mi cama.

Lavarme, desvestirme, volver a vestirme. Sentarme en el tocador y dejar que me peinen. Todas las mañanas la misma rutina. Todas las mañanas los mismos ojos recorriéndome, las mismas manos dándome forma. De fondo, la voz de mi tía sólo sirve para hacer que la experiencia sea todavía más tediosa. Tareas por hacer, comentarios de la nobleza que no me interesan, noticias que nunca llegan a romper la quietud de mi día a día. Me observo en el espejo mientras mis dedos repasan distraídamente el suave ribeteado de piel en las mangas. La chica que se encuentra ante mí, sobre la que cantan canciones para hacer llegar noticias de su belleza a todos los confines de Marabilia, parece aburrida y triste, como un pajarillo enjaulado. El vestido azul oscuro hace que aparente ser mayor y más pálida de lo habitual.

Bajo la vista a mi regazo, porque dudo que necesite otro par de ojos siguiendo sus movimientos.

—¿Me estás escuchando, Ivy?

No me muevo, quizá porque no quiero encontrarme con la expresión crítica e inquisitiva de mi tía. A lo mejor porque necesito unos instantes para desentrañar qué me estaba diciendo.

—Las telas para el traje de novia. —Las palabras salen de mis labios antes de que me dé cuenta de su significado, y cierro la boca antes de poder añadir nada más.

—Yo creo que debería ser un vestido azul. A juego con tus ojos.

No me pronuncio al respecto. En su lugar, dejo escapar el sonidito más críptico que puedo: que interprete lo que quiera de él.

Me encojo un poco cuando un tirón en mis cabellos me hace daño. La doncella se disculpa y continúa haciéndome las trenzas que después enredará en torno a mi cabeza.

—También había pensado en adornar el castillo con flores para la llegada de tu prometido. Dicen que ya ha salido de Granth y que no tardará mucho en llegar, siempre que los Elementos le sean favorables.

Se me encoge el estómago ante la mención del príncipe Fausto. Un muchacho que jamás he visto, de una tierra en la que nunca he estado. Cada vez que pienso en él, en que han decidido que sea mi futuro, el rey de mi gente, algo se me remueve en las entrañas. Algo que se queja, pero a la vez permanece expectante. Algo que me recuerda que toda la educación de mi vida ha ido enfocada a estar a la altura del momento, pero que se debate entre luchar contra el impulso de huir o dejarse vencer por él. ¿Tiene eso sentido?

Me levanto. Sé que no puedo escapar de mi casa, de las fronteras de Taranis, pero sí puedo correr lejos de quien me hable de lo que no deseo escuchar.

—Discúlpame, tía —susurro—. Padre me está esperando y no debo retrasarme. Sabes que no empezará a desayunar sin mí.

Si tiene algo que comentar, se lo calla. Se limita a apartarse y, con los labios apretados, mueve la cabeza hacia la puerta.

No pierdo la oportunidad. Hace unos años hubiera sido impensable que me dejaran sola para caminar siquiera desde mi habitación al pequeño salón privado donde comemos mi padre y yo. De hecho, hace unos años hubiera sido impensable que tuviera mi habitación para mí y durmiese sola por las noches, sin ninguna dama que me hiciese compañía y velase por mi bienestar. Sin embargo, desde que cumplí la mayoría de edad y, más recientemente, desde la muerte de la reina, he gozado de un poco más de libertad. No es como si pudiera hacer y deshacer a mi gusto, pero por lo menos tengo un poco de espacio al que llamar mío.

Aunque en ocasiones siento que ese espacio, que ese tiempo a solas, es insuficiente. Sobre todo cuando parece que todo mi mundo se mueve alrededor del mismo acontecimiento: la inevitable boda. Respiro, intentando no pensar en las lunas enteras sufriendo las preguntas, fingiéndome emocionada, obligándome a sonreír siempre que tenía que afrontar conversaciones relacionadas con él: «Sí, estoy muy feliz», «Sé que el príncipe será un gran esposo si mi padre lo ha elegido para mí», «No puedo esperar a conocerlo». Al final las mentiras empiezan a salir con tanta facilidad de mis labios que parecen parte de una canción o un poema de mi infancia.

Pero lo intente como lo intente, lo cierto es que no puedo convencerme de que el entusiasmo es real. No puedo forzarme a interesarme por la lista de invitados (que yo no he elegido), el vestido (que probablemente no sea de mi agrado), las flores (que tendrán algún significado que desconozco) o los banquetes.

Sólo quiero gritar. Recordarles que iban a recibir a mi antiguo prometido con la misma ilusión. Pero mi antiguo prometido, Kay-len de Dahes, nunca existió. La princesa Kay de Dahes apareció un buen día en la puerta del castillo, mucho después de que su padre hubiera dicho que su hijo había sido raptado por unos piratas, para contarnos que nos habían engañado. Que nunca fue un muchacho. Que el compromiso podía romperse.

Después, fue como si Dahes entero hubiera sido borrado del mapa: nadie osaba mencionar nada al respecto en mi presencia. Como si temieran por mi integridad, la gente caminaba de puntillas a mi alrededor. Y aunque sea consciente de mi crueldad, aunque sepa lo mucho que esas personas sufrían por mí, lo cierto es que su silencio era… sublime. Lo que había añorado durante tantas lunas. Una parte despiadada de mí sentía ganas de reírse cuando pensaban que lloraba la boda que no iba a celebrarse. Como si hubiera conocido a mi prometido. Como si alguna vez aquel nombre de muchacho hubiera despertado en mí poco más que una cordial curiosidad. Pasó al menos una semana antes de que alguien volviese a mirarme a la cara y dos meses más antes de que alguien mencionase al príncipe de cualquier otro reino en mi presencia. En una ocasión, hasta vi a mi tía perder la calma con su nieta porque había nombrado a Geraint de Dahes en una conversación. Pensé que iba a echarla del cuarto, pero todo quedó en un incómodo silencio antes de que Cordelia retomara la lectura en voz alta para encauzar la paz y las demás, la costura.

Ahora, sin embargo, no parece que el príncipe vaya a resultar una mentira, y lo único que puedo pedir es que llegue pronto a tierra y acabemos de una vez con todos los preparativos.

Mi padre me espera sentado en su silla, comiendo distraídamente, los ojos fijos en el tapiz que está colgado en la pared de enfrente. Cuando me ve llegar, su cara se ilumina y es como si varios años alzaran el vuelo de sus hombros, que estaban hundidos por su peso. Me acerco para besar su mejilla y me acomodo a su lado. La mesa no es muy grande, pero hay sitio para otras dos sillas, como si siempre esperásemos invitados. A veces he descubierto al rey buscando en uno de los asientos a su reina porque, aunque los años hayan pasado, supongo que hay costumbres que nunca se pierden.

—¿Cómo habéis dormido, padre?

—Bien. Hasta que he oído a tu tía batallar con las sirvientas, al menos. Parece que hoy está especialmente activa.

Tía Dévona y su energía no son nada nuevo. Creo que ese es su secreto para haber enterrado a tres maridos, como siempre presume de haber hecho. Como si sobrevivirlos fuera un premio de valor incalculable. Aunque probablemente crea que su mayor hazaña sea habernos visto crecer tanto a mi madre como a mí. Se le llenan los ojos de orgullo al hablar del momento en el que yo sea desposada, coronada y, sobre todo, en el que dé un heredero varón a la corona.

Mordisqueo el pan recién hecho, intentando ignorar la aprensión al pensar en cualquiera de las tres cosas.

—Hoy vienen a mostrarnos las telas para el vestido de novia —murmuro. Procuro sonar entusiasmada, pero sé que no lo consigo—. Y, al parecer, Fausto de Granth ya está de camino.

—Pronto podrás conocerlo. —Su sonrisa es tan sincera que me hace sentir mal. Cuando pone esa cara, sé que no puedo defraudarlo. Que necesita este matrimonio. Que nuestro reino lo hace porque las mujeres no llevan la corona o toman decisiones políticas, y es mejor que me case con alguien a la altura de la misión que dejar que alguna otra persona le suceda, con los bandos de nobles lanzándose picotazos como aves carroñeras para que el último que quede en pie pueda sentarse en el trono. Mi padre sólo dormirá tranquilo cuando me haya desposado y los intereses del reino permanezcan a salvo.

Y yo soy una herramienta para ese fin. Un puente, como él mismo me ha llamado siempre que hemos mantenido esta conversación antes. Un hermoso puente de oro, una alianza que ayudará a conservar la paz y la estabilidad. Un producto en el mercado que se ha expuesto para que los bolsillos más pudientes pujen por mí. Dahes me ganó una vez, pero no pudo pagar el precio. Y con esa oportunidad perdida, Granth ha ganado la suya y me presta atención. Si consideran que estoy entera, que soy de su agrado, si me ponen a contraluz y quedan satisfechos con mi brillo, dejarán que las monedas cambien de mano y mi futuro quedará sellado.

—Pronto —repito. Y tengo la esperanza de que suene a promesa y no a resignación.

fausto

Fausto

De mi país me llevo la música. La guardo entre mis dedos, en cada nota que se desprende del nay. Supongo que la melodía no debe de parecerle demasiado alegre a ninguno de los marineros, pero no me siento con ánimos para tocar canciones que despierten aplausos y muevan los pies, sólo este sonido lánguido, que marca el compás de la despedida a una isla que hace horas que ya ni siquiera se divisa en el horizonte.

—Conseguirás deprimir a todo el barco.

A veces creo que Logen se mete en mi cabeza incluso cuando sabe que no debe hacerlo. Cuando no debería poder; por más nigromante que sea, ya que los nobles y la realeza siempre llevamos encima amuletos que nos protegen de vistazos indiscretos. Las piedras azules que evitan la intrusión en nuestras mentes son un bien preciado y un accesorio de moda cada vez más popularizado.

La melodía cesa cuando me toco la oreja izquierda para comprobar que el pendiente no se ha caído antes de mirar por encima del hombro. Logen se acerca para apoyarse justo a mi lado.

—No te preocupes: en las celebraciones de la boda tendrás todas las canciones alegres que quieras. Las pediremos expresamente para ti.

—Por favor. Espero por lo menos «Lo Vil» o alguna de las que se cantan en las tabernas sobre Arthmael de Silfos. De hecho, eso delante del susodicho sería algo que agradecería el resto de mis días.

Pese a todo, sonrío. No tengo el placer de conocer a su majestad Arthmael de Silfos, pero, como todos los reyes y reinas, está invitado al enlace. Al fin y al cabo, se trata de la unión de dos países y concierne a todos los reinos, de una manera u otra. Además, la Cumbre se celebrará sólo unos días antes, y no podría realizarse sin la presencia de cada uno de los dirigentes de Marabilia. A estas alturas, los reyes estarán consultando con sus consejeros los temas que querrán discutir, las posturas que deberán defender, las posiciones que habrán de tomar. Durante las semanas previas a una Cumbre se estudia la situación política del continente y se elucubra sobre los temas que saldrán a debate. Aunque siempre cabe la posibilidad de que surja algún asunto inimaginable, como hace dos años, cuando se convocó una reunión de urgencia…

—¿Tienes miedo? —Logen me observa, inquisitivo, dándole la espalda al mar y a mi isla invisible. Supongo que para él es más fácil: aunque Granth haya sido su hogar durante los últimos años, no ha vivido allí toda su vida. Para llegar a ser nuestro nigromante tuvo que estudiar en la Torre de Idyll y, antes de eso, pasó una gran temporada en Verve. Nunca me ha dicho que eche de menos ninguno de aquellos reinos. Logen no es una persona que tenga especial aprecio a las raíces.

—Miedo no; vértigo, supongo. Mi madre espera… muchas cosas de mí.

—Y que renuncies a tantas otras.

Estoy a punto de responderle que no creo que se le pueda llamar renuncia cuando un graznido nos hace dar un respingo. Levanto la cabeza, buscando a Idris, y frunzo el ceño al ver que le grazna a una gaviota que lleva una manzana en el pico. Justo cuando aparto la mirada para retomar la conversación con Logen me doy cuenta de que hay dos cosas extrañas en esa escena: el hecho de que Idris se moleste en prestarle atención a una simple gaviota y que una gaviota robe una manzana. Hago una mueca y observo la pelea de las aves. La gaviota consigue evitar a Idris… y se lanza hacia la puerta de la bodega, abierta.

Creo que a mi amigo y a mí se nos pasa la misma idea por la cabeza. Idris se vuelve hacia mí y me grazna. Un segundo después, la imagen de un colibrí aparece en mi mente sin que yo la pida.

Y otro rostro.

Los pasos que me llevan a la bodega son tan rápidos como mi pensamiento.

Cuando bajo las escaleras y la veo, ni siquiera puedo sorprenderme de verdad.

Samira me mira sentada entre las cajas mientras muerde la manzana robada. Aesir, ahora convertido en colibrí en vez de en gaviota, revolotea a su alrededor.

Al principio tiene la expresión de un delincuente al ser pillado cometiendo un crimen; después, su sonrisa de siempre.

—Hermano, ¡qué inesperada casualidad! ¿Quieres fruta?

samira

Samira

Ser la tercera heredera en una línea sucesoria sólo tiene ventajas. Una por cada escalafón que bajas, concretamente. Primera: eres una princesa, así que tu vida está resuelta. Segunda: pese a ser princesa, no vas a heredar el reino, por lo que tu vida, además de estar resuelta, puede ser bastante relajada. Tercera: como no vas a heredar el reino, nadie espera demasiadas cosas de ti.

Y como nadie espera demasiadas cosas de ti, puedes hacer lo que te venga en gana.

Como escaparte de palacio.

—¿Es que te has vuelto loca, Samira?

Le doy otro mordisco a la manzana, mirando al dramático de mi hermano con un pestañeo que espero que parezca encantador.

—Sólo soy una adorable muchacha preocupada por su hermano y príncipe, que tiene que partir a un país lejano en el que seguro que echará de menos su hogar y se sentirá muy perdido. Mi fin es protegerlo y hacerle compañía.

Y si de paso veo un poco de mundo, ¿qué mal le hace eso a nadie?

—Esa es la misión de Logen.

Miro a nuestro nigromante, que ha llegado justo detrás de Fausto. No ha dicho palabra. Lo conozco lo suficiente para saber que en realidad le divierte mi aparición.

—Oh, seguro que Logen quiere que no te sientas solo, pero no me meteré en su forma de encargarse de eso…

Logen esconde una sonrisa.

—De menos formas de las que yo estaría dispuesto.

Fausto se azora, por supuesto.

—¡Samira! —me increpa—. ¡Y tú, Logen, no le sigas el juego!

—Bueno, puesto que ya sabes que estoy aquí, supongo que puedo salir a cubierta. Empezaba a aburrirme aquí abajo.

Me bajo de las cajas de un salto, apartando la manzana a un lado. Con suerte, ahora podré comer algo más que simple fruta. Aesir, que también se siente amonestado por Idris, la ignora y se acerca a mí para revolotear a mi alrededor.

Sin embargo, esta vez no es tan sencillo salirme con la mía. Fausto me corta el paso poniéndose delante de mí.

—No puedes estar aquí, Samira. —Acto seguido, sus ojos escrutan a Logen con tal seriedad que hasta el nigromante pierde la diversión en la mirada—. ¿Hay alguna manera de que la lleves de regreso de manera fácil y rápida?

Frunzo el ceño y cruzo los brazos sobre el pecho. La respuesta de Logen es bastante evidente:

—No sin retrasarnos. Tendríamos que dar media vuelta. Aunque pusiera todos los vientos a nuestro favor, perderíamos un día.

Fausto hace una mueca. No permitirá ni el más mínimo inconveniente en su itinerario. Quiere que todo salga a la perfección. Como siempre. Fausto de Granth nunca deja margen a errores o a cualquier cosa que se salga de sus calculados planes.

—En tal caso, cuando lleguemos la acompañarás y…

—No voy a dejarte solo en Dione. Tú lo has dicho: mi deber es protegerte en un reino en el que puede que tengas algún aliado, pero en el que serás ante todo un desconocido. Y, de hecho, sólo un extranjero para muchos.

Chasqueo los dedos delante de los dos muchachos, con las cejas alzadas.

—Hola, sí, gracias por vuestra atención. No sé si os habéis dado cuenta, pero no he necesitado el permiso de nadie para colarme en este barco y no lo necesito para quedarme. Voy a ir a Dione y, cuando lleguemos, os acompañaré al palacio.

—Padre y madre van a morirse de la preocupación cuando descubran que no estás.

Pongo los ojos en blanco. Lo bueno de ser la tercera es, además, que ningún rey ni reina se mueren si te pierden de vista. Eres un comodín, pero, mientras todo vaya bien, poco más. De hecho, si eres mujer, ni siquiera puedes ser considerada comodín. Para serlo, una tendría que casarse. Concretamente, con un hombre que pueda dar herederos al reino. Y eso no entra en absoluto en mis planes.

—Apuesto a que sobrevivirán. Pero les dejé una carta, ya que tanto te preocupa. A estas alturas puede que ya la hayan encontrado, si es que se han percatado de que les falta una hija.

—¡Claro que se habrán percatado!

—La cuestión es que todo esto no es el gran drama que estás sugiriendo. Sólo estoy tomándome un leve retiro de unas semanas para apoyar a mi querido hermano. Cuando sea un hombre casado, después de disfrutar al máximo de las fiestas y beberme hasta el agua de los floreros, volveré a casa junto con padre y madre. Asunto resuelto. Todos felices.

—En Dione nadie espera que tú…

—¡Pues seré tu regalo de bodas! Dicen que la princesa es muy bonita: dado que tú eres un virginal doncel, a lo mejor puedo encargarme yo de ella.

Logen ahoga una carcajada mientras Fausto respira hondo, apretándose el puente de la nariz.

—Samira…

—Vas a contar con tu adorada hermana un poco más de tiempo del previsto. ¿Puedes, por favor, abandonar tu formalidad y apreciar algo tan maravilloso como mi presencia?

Fausto abre la boca y, antes de que pueda decir nada, me echo sobre su cuerpo para darle un abrazo de los que siempre hacen que me perdone todo. Puede que engañe a mucha gente con su porte de caballero de noble armadura, pero la verdad es que es un blando, al menos cuando no hay política de por medio. Y otra ventaja de ser la tercera es que la mayor parte del tiempo la política ni me roza.

Al final, siento a mi hermano suspirar. Es tan sencillo que, si no me alegrase tanto su resignación, me burlaría de él.

—No voy a olvidar que has fingido estar muy dolida por mi marcha para poder escaparte —me amonesta. O lo intenta, porque en realidad hay una parte de él que se preguntará cómo no se lo pudo imaginar, conociéndome.

—Oh, pero es que estaba dolida; tanto que he decidido seguirte… —digo con voz melosa.

De nuevo, pone los ojos en blanco. No me cree, claro, pero ni falta que hace. De hecho, prefiero que nunca sepa diferenciar cuándo me burlo de él con palabras de cariño o cuándo se las digo de verdad; que lo supiese sería demasiado vergonzoso.

Así que me parece bien si piensa que todo ha sido una excusa para alejarme de Granth una temporada. Por una parte, es así; por otra, iba a echarlo demasiado de menos.

Que te ignoren por ser la tercera tiene muchas cosas positivas. Excepto cuando una de las pocas personas que no te ignora desaparece.

—Por todas las estrellas, te lo pido: cuando lleguemos a Dione, no te metas en líos.

Parpadeo, como si no supiera de qué me habla. Veo mi sonrisa de duende reflejada en sus pupilas, en las que, pese a todo, se esconde la alegría por verme.

—Yo nunca, nunca me meto en líos.

cordelia

Cordelia

Ivy lleva nerviosa desde que se cerró el compromiso y, a medida que descubre que la llegada de su prometido es inminente, su ansiedad aumenta. Lo noto en cómo a veces duda cuando da un paso, en la fuerza con la que se aferra a mi brazo mientras caminamos por el jardín. Ha perdido algo de apetito (aunque nunca fue una muchacha que comiese demasiado) y la veo suspirar por los rincones, no como las princesas de los cuentos, sino como una condenada antes de recibir el castigo de un crimen del que ya le han dado el veredicto.

Quisiera decir algo para consolarla, como que yo también pasé por ello y no me ha ido tan mal. Claro que considero que he tenido mucha suerte con Alden. He oído historias horribles de maridos que manipulan a sus mujeres. Hombres que fuerzan, que gritan, que pegan. Hombres que pierden la paciencia o que vuelven borrachos a su casa. Hombres que se buscan amantes, que rechazan a las mujeres a las que han jurado respetar y guardar fidelidad y lealtad.

Me digo que a mi prima no le pasará nada de eso. El príncipe será un hombre amable que la respete. Que se enamore de ella. Quizá no como en las historias ni con un flechazo a primera vista, pero con el tiempo…

Toco el dorso de su mano y la princesa sale de su ensimismamiento. Me mira con los ojos muy abiertos, como si se hubiera percatado de mi presencia en ese mismo instante. Después se apoya un poco más contra mí y posa la mejilla en mi hombro.

—A veces me gustaría que nunca nos hubiéramos hecho mayores —me dice en un susurro plagado de añoranza.

Estoy de acuerdo. Yo también echo de menos las noches bajo las mantas, cuando nos contábamos historias y comíamos dulces robados de las cocinas en los momentos en que la condesa de Elgin o la reina no miraban. Añoro las tardes lluviosas tumbadas sobre una manta junto a la chimenea o esas de aventuras por los pasadizos de palacio, intentando encontrar tesoros y leyendas.

—El tiempo es algo que ni el nigromante más poderoso podría devolvernos —le recuerdo—. Y supongo que tiene sentido, ¿verdad? De lo contrario, nos acomodaríamos y no nos molestaríamos en vivir el presente con tanta intensidad.

No sé si son las palabras correctas. Los claros ojos de Ivy se posan en los míos y algo dentro de ella parece gritar para decirme que, en realidad, su presente es algo que no quiere vivir.

Cuando cambiamos de tema tras un largo silencio, una sombra se cierne sobre nosotras. Tiene forma de barco con la bandera de Granth ondeando en el mástil, o esa es la silueta que toma cuando una sofocada y jadeante Portia llega corriendo al jardín para decir las palabras que Ivy tanto teme:

—El barco del príncipe ha sido avistado.

fausto

Fausto

Cuando el vigía de la nave anuncia tierra, Samira sale corriendo hacia la proa para ver el paisaje antes que nadie. Aesir la sigue con su cantar alegre, imitando su alma inquieta y con deseos de descubrir mundo. Idris y yo, sin embargo, nos quedamos en nuestro camarote, casi sin ánimos para mirar por el pequeño ventanal. Mi compañera deja escapar un graznido que es casi un gruñido desagradado y yo le dedico una leve sonrisa; ella puede quejarse con el disgusto que a mí no se me permite sentir. O que yo no me permito sentir, mejor dicho. Con un batir certero de alas, se acerca a la mesa del escritorio en el que trabajo, con todos los documentos acerca de Dione que he tenido que estudiar a lo largo de los meses. Su historia. Las casas de sus nobles. La cantidad de sus habitantes. El tipo de política que su majestad Derrick ha mantenido en las últimas décadas. Resúmenes de las relaciones del reino con el resto de Marabilia, en especial con Granth…

Y su princesa. Todo lo que se pueda saber de ella, aunque no es mucho. Lo que se dice de Ivy de Dione es sólo un esbozo que sugiere que se trata una bonita muchacha de cabellos de hilo de oro, piel nevada y ojos nacidos del mismo océano que separa nuestras tierras. Dicen que callada, dicen que encantadora. La viva imagen de su madre en algún momento, según otros. De salud delicada, sugiere algún cronista…

Esos documentos los he ignorado deliberadamente. Quizá no debería haberlo hecho. Quizá debería haber buscado una pista más concreta sobre su personalidad. Algo que nos una desde el principio. Echo un vistazo de reojo al baúl, tentado de obsesionarme en conocer el detalle exacto que haga que no nos odiemos en cuanto nos veamos. No puedo permitirme algo así. Necesito hacer que esto funcione, aunque de todos los planes que tengo que sacar adelante, ni siquiera sé cómo abordar este.

Idris grazna, quitándome la idea de la cabeza al reclamar mi atención. Un segundo después, me invade una añoranza quejumbrosa. Durante unos segundos casi planeo por los desiertos de Granth y me sumerjo en las aguas de sus playas. El canto único de los oasis en los que nacen los nasires me llena de una tristeza que no sé si es mía o de la culpable de las imágenes en mi cabeza.

Extiendo los dedos hacia Idris, que empuja su cabeza contra ellos.

—Yo también lo echo ya de menos, amiga mía.

Idris canta tan triste como las notas de mi nay. Permito que lo haga, llenándome el pensamiento de imágenes de la isla que hemos dejado atrás, mientras me preparo para descubrir las tierras a las que nos acercamos.

Tomo todos los documentos de la mesa y los lanzo poco a poco dentro del mismo baúl que esconde los retazos imaginados de mi prometida. Me cuesta desecharlos, aceptar que todo lo que haya podido estudiar será sólo teoría en un escenario en el que voy a tener que actuar.

Más allá de los papeles, la realidad espera que la conozca.

ivy

Ivy

Me inspeccionan desde todos los ángulos, de todas las formas posibles: a contraluz, desde arriba, por la espalda, de perfil… Hay ojos a mi alrededor, agobiantes, dispuestos a sacar defectos que nunca han estado ahí. Y también hay palabras, por supuesto: de halago, de crítica, de aceptación. Me siento despiezada, estudiada. Con un peso tan grande sobre los hombros que ni siquiera me deja fuerzas para gritar que se detengan, que las cintas del vestido están demasiado apretadas, que el perfume es tan fuerte que me da dolor de cabeza, que los colores son demasiado abrumadores, que la marea de gente del patio me agobia. ¿Podrán siquiera sostenerme las piernas?

Mientras observo la llegada de mi prometido y sus acompañantes, pienso que me desmayaré, que colapsaré como un castillo de naipes, desparramándome en silencio en un desastre por el que nadie llorará.

Intento concentrarme en los cuerpos que me rodean, en el murmullo de voces nuevas con un acento cadencioso y extraño, tan ajeno a mi día a día como si fuera otra lengua.

—¡Os esperábamos, alteza! —El tono de mi padre es jovial, encantado de poder recibir al hijo que nunca tuvo y que ha tenido que buscar en otras tierras. Su bienvenida, cálida, estalla cuando abre los brazos como para abarcar a todos nuestros invitados—. Es un honor recibiros en Taranis.

Mientras el pequeño destacamento de soldados granthianos se mantiene en orden y el silencio cae sobre ellos, su príncipe se adelanta y sube el par de escalones que lo separan de nosotros. Mi padre le sonríe ampliamente y, en respuesta, Fausto de Granth corresponde al gesto, como contagiado, antes de inclinarse en una perfecta reverencia.

Entorno los ojos, estudiándolo desde un lugar entre mis damas, que se irguen a mi alrededor como la última barrera que me separa de mi destino. Aunque no creo que se me permita ocultarme mucho más: no estoy aquí para mantenerme invisible, sino para deslumbrarlo y hacer que de alguna forma mi mera existencia complazca sus expectativas.

Me obligo a dejar de pensar en lo injusto que es y me fijo en sus ropas de extranjero, con sus telas coloridas y finas; en su piel oscura; en sus extraños zapatos en punta; en la empuñadura enjoyada de su espada, cuyo filo traza una curva elegante. La moda de Granth no podría ser más diferente de la de Dione.

—El honor es mío —proclama con voz suave. Su acento es fuerte y tiene una cadencia diferente pero no desagradable—. Conoceros a vos y vuestras tierras ha sido mi deseo desde el momento en que supe que vendría. Y como si la suerte nos sonriera, los vientos no han podido sernos más favorables. Espero que nuestra llegada no os haya cogido por sorpresa.

Está aquí. Mi prometido realmente está aquí. Nos casaremos en unas semanas.

—Mi corte os aguardaba con tanta impaciencia que seguro que han rezado a todos los Elementos para que dirigieran vuestro barco a puerto con la mayor brevedad posible. Puede que no os conozcan, pero todos os quieren ya. Tendréis la oportunidad de comprobarlo en los siguientes días, aunque les he advertido que no os abrumen más de lo necesario.

El príncipe es de sonrisa fácil y rostro agradable, aunque es complicado saber si está fingiendo. Es muy sencillo tirar de las comisuras de los labios hacia arriba, aunque no lo sientas. Es fácil adoptar un papel, crearse un personaje que interpretar. Tanto que a veces corres el peligro de olvidarte de quién eres.

—No os preocupéis, majestad: en Granth estamos acostumbrados a rodearnos de familia, y espero encontrar eso ahora en vuestra corte.

No habla de una prometida o una esposa, sino de una familia, lo que de alguna forma me agrada. Incluso si yo siempre he considerado que la mía ya estaba completa. Me siento cruel por no haber pensado lo mismo. Por no ser capaz de dar un paso hacia delante y ofrecerle… ¿qué? En realidad no sé si busca comprensión o amor, o sólo está diciendo lo que a mi padre le gustaría escuchar.

Sus ojos abandonan los de mi padre en ese preciso instante y parecen buscar algo. Lo veo recorrer rostro por rostro. De los miembros del Consejo, detrás del rey. De mis damas. Sé que se pregunta cuál será su esposa. A quién, de todas esas mujeres, va a desposar. Y yo, irracional, no puedo evitar preguntarme si alguna le gustará más. Si se fijará en la figura de Valora o en sus gruesos labios. Si se detendrá un segundo de más en los ojos despiertos de Portia o si descubrirá ese lunar junto a la comisura derecha de sus labios que parece puntuar su belleza. Si le fascinará la perpetua expresión dulce de Cordelia, que permanece a mi derecha con mirada amable y una sonrisa.

Cuando los ojos del príncipe entran en contacto con los míos, no hay chispas ni magia. Ni siquiera vértigos o mariposas en el estómago. En su lugar, me atenaza la vergüenza y, huidiza, bajo la vista aun a riesgo de parecer demasiado tímida. Cohibida o cobarde, incluso.

O quizá decida verme como recatada, y yo no me molestaré en llevarle la contraria.

—Espero que encontréis un hogar en nuestras tierras, alteza —lo anima mi padre, aunque no debe de saber cómo se siente: al fin y al cabo, él nació y creció en este palacio y siempre tuvo a su familia cerca—. Pese a que nunca podremos sustituir a Granth en vuestro corazón, esperamos que también haya un sitio para Dione en vuestros pensamientos.

Se me corta la respiración cuando el rey alza la mano y me sonríe. Sé que quiere que me acerque, pero mis pies parecen de piedra, imposibles de levantar. Noto los dedos de alguien en la espalda. Aunque no me vuelvo, reconozco el tacto sutil pero reconfortante de Cordelia, que me ofrece su apoyo.

—Y también espero, por supuesto, que haya un lugar para mi hija a vuestro lado. Dejadme que os presente a su alteza real, Ivy de Dione.

Sigo sin moverme. Mis piernas se niegan a aceptar la orden. Mi pecho se llena de nubes. Mi estómago se solidifica y cae hasta mi vientre.

El empujón que necesito no es amable y llega acompañado de un susurro casi feroz: mi tía pronuncia mi nombre como una advertencia y, de alguna forma, eso me devuelve el sentido. Parece que no me piso el bajo del vestido sólo por intervención de los Elementos, porque lo recojo demasiado tarde.

Espalda recta, pasos cortos, mirada humilde. Moldeo mi expresión y me detengo a unos pasos cautelosos de mi padre y el príncipe. Me inclino como me han enseñado, con la certeza de que todos los presentes están pendientes de mí.

—Mi señor —susurro, aunque mi voz no parece mía, sino de otra muchacha. Una a la que le han presentado un desconocido cualquiera, y no su prometido—. Es un honor para nosotros que estéis al fin en nuestro reino.

Me enderezo y alzo los ojos. Él hace una reverencia a su vez.

—Me hace feliz poder conoceros, alteza. Aunque he escuchado tanto de vos que casi es como si ya os hubiera encontrado mil veces.

No sé qué responder a eso. Ni siquiera creo que tenga sentido. ¿Cómo va a conocerme si nunca antes hemos hablado? ¿Cree acaso que lo que se pueda decir de mí es parte de mi verdadero yo? ¿Acaso piensa que me mostraré igual ante los desconocidos que ante mi familia?, ¿ante los súbditos de mi padre que ante mi prometido? Puedo imaginarme lo que ha escuchado. Que soy hermosa. Que soy dulce y agradable y mansa. Que seré la perfecta esposa. Que estoy sana y que le daré hijos perfectos a la corona.

No contesto. En su lugar, amplío mi sonrisa y recibo sus palabras en silencio.

samira

Samira

Desde que desembarcamos en el puerto de Taranis hasta que nos presentamos en el palacio de la familia real de Dione, tengo tiempo para descubrir varias cosas. Por ejemplo, que la ciudad es un lugar perfecto por el que perderse, con sus infinitos callejones y sus retorcidos caminos empedrados. O que la temperatura va a provocarme varios resfriados como vista las ropas que acostumbro a llevar. También he apreciado que la moda aquí es bastante diferente a la nuestra. Sobre todo la de las mujeres, que llevan metros y metros de tela gruesa y pesada en grandes y opulentos vestidos que me agobian sólo de imaginar que me cubren. De hecho, lo primero que tuve claro es que, por mucho frío que haga, no voy a dejar que nadie me acerque una de esas cosas.

Bueno, excepto si es una muchacha pidiendo ayuda para quitarse esa cantidad de ropa de encima. En ese caso, seré una ayudante magnífica, ya que otra de las cosas que descubro es que las mujeres en Dione son bastante bonitas. Especialmente su princesa. No sé si mi hermano piensa lo mismo, pero yo me quedo un rato admirando sus facciones perfectas, el color níveo de su piel, el tono claro de sus ojos. No sé si es la mujer más hermosa que he visto nunca (esa es mi madre, probablemente, o Casilda), pero sí es indudablemente bella. Había escuchado las canciones hablando de su hermosura, pero suponía que serían exageraciones. El tipo de cosa que empieza como un rumor y se convierte en una verdad popular e incuestionable a costa de repetirse demasiado, como las heroicidades de Arthmael de Silfos.

No, la belleza de Ivy de Dione hace honor a todo lo que se ha escrito sobre ella. Aunque hay algo en ella que no me gusta. Es preciosa, pero es preciosa como lo sería una muñeca o una obra de arte. Artificial. Eso parece. Ella y su sonrisa, perfectamente calculada, sin réplica en su mirada. Observo a mi hermano, pero me es imposible advertir su expresión; está demasiado adelantado, hablando con el rey.

Nadie ha reparado en mi presencia; estoy bastante acostumbrada. Y no lo hacen hasta que mi hermano no lo quiere así:

—Lo cierto es que necesitaremos una habitación más de lo previsto.

Cuando Fausto se gira a medias para observarme, los ojos de Derrick de Dione se fijan en mí. Y así los de toda la corte. Aprovecho mi momento para adelantarme un par de pasos y sonreír.

—Me temo que hemos tenido una polizona en nuestro barco. Os presento a mi hermana, su alteza real Samira de Granth. Una rebelde, aunque ahora ostente esa sonrisa de niña buena.

Me llevo dos dedos a la frente y me inclino al modo granthiano.

—¡Rebelde! No, no. Simplemente soy una… apasionada aventurera ansiosa por conocer nuevas tierras. Sobre todo aquellas con las que tanto nos vamos a relacionar. —Parpadeo—. Venir sólo a la boda me habría parecido insuficiente, al ser Dione un reino tan magnífico como se dice…

Fausto alza apenas una ceja, pese a que sé que está agradado. Puede que hasta le haga gracia mi actitud, aunque eso no va a mostrárselo a nuestros anfitriones. En cualquier caso, le parecerá bien que me gane a su futuro suegro. El rey, por su lado, está sorprendido, pero ¿quién se negaría a una muchachita tan encantadora como he aparentado ser? Es imposible, por eso al final se ríe con una carcajada limpia y natural.

—¡De modo que una aventurera! Parece que últimamente hay cada vez más en Marabilia. Descuidad: aquí siempre habrá sitio para vuestra familia. Mandaremos preparar unas habitaciones cerca de vuestro hermano, si os parece bien, alteza.

—Y si veis que es mucha molestia, no hay problema: le robaré la cama a él mismo.

Fausto frunce el ceño.

—No, no harás tal cosa.

—¿Por qué no? Así me aseguraré de que no haces nada que no deberías antes de la boda, hermano.

Ups. Esa es la clase de comentario que debería permanecer en mi cabeza, pero que ha salido disparado de mi boca. Puedo escuchar a Logen carraspear para evitar la carcajada. No quiero mirar a mi hermano; sé que la sugerencia no le habrá hecho tanta gracia como las otras. «Ibas muy bien, Samira». Escucho su reproche contenido de manera tan clara que es casi como si pudiera meterse en mi mente.

—Como dar vueltas y vueltas por el cuarto pensando en cómo podría agradar a su prometida, quiero decir. Porque eso es lo que mi pobre hermano lleva haciendo desde que se anunció el compromiso, obsesionado con el enlace. Está desesperado por gustaros, alteza.

Consigo que nadie piense en la primera connotación de mi sugerencia. Fausto probablemente ahora esté avergonzado y se sienta descubierto, el rey quiere creer que eso es cierto y la princesa, a la que todos miramos, está demasiado sorprendida y ruborizada como para pensar nada. Ni siquiera en una respuesta. Quizá por eso sus damas salen a su rescate antes de que pueda colapsar. En concreto, lo hace una muchacha joven, de cabellos morenos perfectamente recogidos, a excepción de un tirabuzón rebelde que le cae por la frente. Tiene los ojos del color de la arena de las playas de Granth y una sonrisa tan cálida como la temperatura de nuestro reino. La observo porque no parece artificial. Captura el brazo de la princesa y su risa suena a canto de gorrión.

—Como podéis observar, alteza, nuestra princesa también ha estado nerviosa. Pero, por suerte para todo el mundo, ella me tiene a mí y vuestro hermano, a vos. Seguro que podemos hacer algo para ayudarlos.

Ivy enrojece más, mirando a su dama con el mismo reproche que Fausto me echaría a mí. Eso hace que me guste. Además, provoca que el rey se destense al reír.

—¡Los jóvenes! ¡Cuánta ternura y timidez! Se os pasará, muchachos, se os pasará. —Con confianza, pone una mano en el hombro de mi hermano. Aunque puedo reconocer la tensión todavía en él, se relaja un poco—. Entremos, debéis de estar agotados de la travesía. ¡Y hambrientos!

Existen bastantes historias que hablan sobre la conexión emocional entre los nasires y sus cuidadores. Dicen que, cuando un nasir nace y ve a su cuidador, sus caracteres quedan irremediablemente ligados. Por eso, cuando a mí me rugen las tripas ante la mención de comida, Aesir canta con alegría y revolotea cerca. Como yo, al principio puede pasar desapercibido, pero siempre sabe cómo llamar la atención. La corte, por supuesto, se sorprende al ver al pequeño colibrí a mi alrededor, picoteándome el pelo. La muchacha que se ha agarrado a Ivy y la propia princesa parpadean. Siento que me pican las mejillas.

Fausto se lleva una mano a la cara.

—Controla a Aesir, Samira.

Carraspeo y alzo una mano para que Aesir se pose en mi dedo, aunque da unos saltitos nerviosos sobre él. No deja de cantar.

—¿Lleváis… pájaros con vos, alteza?

Miro a la dama de Ivy.

—No son pájaros. Son nasires.

Descubro comprensión en las miradas de los presentes. Veo ojos que buscan el escudo de armas de Granth, la silueta de las aves que se dice que siempre han protegido nuestra isla. No hay nasires más allá de nuestras tierras, a no ser que sean criaturas robadas y arrancadas de su hogar.

Por primera vez, veo también cierto brillo en los ojos de Ivy de Dione cuando Fausto alza su brazo para llamar a Idris. Ella llega sin disfraces, sin imitar ninguna apariencia que no sea la suya, de la que está orgullosa: su plumaje blanco resplandece incluso bajo el cielo plomizo. No sé si Fausto se da cuenta de que los labios de su prometida se entreabren. Casi parece querer dar un paso hacia delante. De hecho, creo que lo hará, que se acercará y dejará de ser la estatua artificial y perfecta y…

—¡Cielos, esto es del todo inesperado!