Título original: An Enchantment of Ravens

© de la obra: Margaret Rogerson, 2017

Derechos de traducción cedidos por KT Literary LLC.

y Sandra Bruna Agencia Literaria, SL.

Todos los derechos reservados

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2018

© de las plumas: nadtytok, goldnetz, BalMak, Brainstorm331 (Shutterstock)

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna Ediciones: febrero de 2019

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-01-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

UN ENCANTAMIENTO

DE CUERVOS

Uno

Mi salón olía a aceite de linaza y a espliego, y una pincelada de amarillo de plomo y estaño brillaba en mi lienzo. Estaba a punto de plasmar a la perfección el color de la chaqueta de seda de Tábano.

Era difícil convencer a Tábano de que llevara la misma ropa para cada sesión. Son necesarios varios días para que las distintas capas de la pintura al óleo se sequen y a él le costaba entender que no pudiera cambiarle la indumentaria al completo por otra que le gustara más. Era asombrosamente presumido incluso para los estándares de los elfos, que es como decir que un charco está muy mojado o que un oso es demasiado peludo. En resumidas cuentas, se trataba de una cualidad encantadora para una criatura que podía matarme sin renunciar a su hora del té.

—Podrías pintarme unos encajes plateados en las muñecas —sugirió—. ¿Qué te parece? Podrías añadirlos, ¿no?

—Por supuesto.

—Y si eligiera otro pañuelo para el cuello…

Por dentro, puse los ojos en blanco. Por fuera, me dolía la cara de llevar dos horas y media esbozando una sonrisa amable. La grosería era un error que no me podía permitir.

—Podría modificar vuestro pañuelo, siempre y cuando sea más o menos del mismo tamaño, pero necesitaría otra sesión para terminarlo.

—Eres una auténtica maravilla, mucho mejor que el anterior retratista, ese tipo del otro día. ¿Cómo se llamaba? ¿Sebastian Flácido? Puaj, no me gustaba ni un pelo, olía un poco raro.

Tardé un instante en caer en la cuenta de que se refería a Silas Plácido, un artista ilustre que había muerto hacía más de trescientos años.

—Gracias —dije—. Es todo un cumplido.

—Es apasionante ver la evolución del arte a lo largo del tiempo. —Sin prestar demasiada atención a mi respuesta, seleccionó uno de los pastelitos de la bandeja que había junto al diván. No se lo comió de inmediato, sino que se quedó mirándolo como habría hecho un entomólogo de haber descubierto una nueva especie de escarabajo—. Uno cree que ha visto lo mejor que los humanos tienen que ofrecer y de repente aparece un nuevo método para esmaltar la porcelana o estos fantásticos pastelillos rellenos de crema de limón.

Para entonces yo ya estaba acostumbrada a las peculiaridades de los elfos. Sin apartar la vista de su manga izquierda, seguí dando pinceladas al amarillo lustroso de la seda y recordé los tiempos en que su conducta me desconcertaba. Sus gestos eran distintos a los de los humanos: suaves, precisos, caracterizados por una rigidez particular, jamás fuera de lugar. Aquellos seres podían permanecer quietos sin pestañear durante horas o moverse con una rapidez tan pasmosa que los tenías encima antes de que te hubiera dado tiempo a reaccionar.

Me recliné en la silla, pincel en ristre, y contemplé el retrato; casi había terminado. Allí estaba la semblanza petrificada de Tábano, tan inmutable como él mismo. Escapaba a mi entendimiento la razón por la que a los elfos les fascinaban tanto los retratos. Suponía que tenía algo que ver con la vanidad y con sus insaciables ganas de rodearse de arte humano. Ellos nunca reflexionaban sobre su juventud porque no conocían otra cosa y, para cuando muriesen, si es que lo hacían, sus retratos llevarían mucho tiempo desintegrados.

Tábano parecía un hombre de treinta y tantos. Como todos los ejemplares de su especie, era alto, esbelto y guapo. Sus ojos eran del azul cristalino en que se torna el cielo después de que un chaparrón se ha llevado la calima del verano; su tez, pálida e inmaculada como la porcelana, y su pelo, del radiante oro platino del rocío iluminado por el amanecer. Sé que suena cursi, pero los elfos requieren de semejantes comparaciones. Sencillamente, no se les puede describir de otro modo. Una vez, un poeta de Extravagancia murió de desesperación al verse incapaz de capturar la belleza de un elfo en una metáfora. Creo que lo más probable es que muriera por envenenamiento con arsénico, pero eso es lo que cuenta la leyenda.

Por supuesto, no hay que olvidar que todo eso no es más que un glamur, una fachada, no su verdadero aspecto.

Los elfos son unos farsantes portentosos, pero no pueden mentir abiertamente y su glamur siempre tiene una tara. La de Tábano eran sus dedos: demasiado largos para ser humanos y con extrañas articulaciones en algunos puntos. Si alguien le miraba las manos durante demasiado tiempo, él las entrelazaba o se apresuraba a esconderlas como un par de arañas bajo una servilleta para quitarlas de la vista. Aquel era el más afable de cuantos elfos había conocido y sus modales eran más relajados que los del resto, pero quedarse embobado mirando nunca era una buena idea, a menos que, como yo, tuvieras una buena razón para hacerlo.

Finalmente, se comió el pastelito. No vi que lo masticara antes de tragárselo.

—Estamos a punto de terminar por hoy. —Limpié el pincel en un trapo y a continuación lo metí en el tarro de aceite de linaza que había junto al caballete—. ¿Os gustaría echar un vistazo?

—¿Acaso necesitas preguntarlo? Isobel, sabes que nunca de-saprovecho la oportunidad de admirar tu arte.

Antes de que me diera cuenta, lo tenía inclinado sobre mi hombro. Se mantuvo a una distancia prudencial, pero su extraño olor me envolvió: una fragancia a verdes frondas primaverales, al dulce perfume de las flores silvestres. En segundo plano se apreciaba algo salvaje, algo que llevaba milenios vagando por los bosques y que tenía largos dedos arácnidos que podían aplastar la garganta de un humano mientras su dueño esbozaba una sonrisa cordial.

El corazón me dio un vuelco. «En esta casa estoy a salvo», me recordé.

—Creo que prefiero este pañuelo después de todo —dijo—. Un trabajo exquisito, como siempre. ¿Cuánto te debo entonces?

Atisbé de refilón su elegante perfil. Se le había escapado un mechón de pelo del lazo azul que llevaba atado en la nuca como por accidente. Me pregunté por qué se lo habría arreglado así.

—Acordamos que sería un encantamiento para nuestras gallinas —le recordé—. Cada una de ellas pondrá seis huevos buenos por semana durante el resto de su vida y no debe morir de forma prematura por ningún motivo.

—Muy práctico. —Soltó un suspiro trágico—. Eres la mejor artista de esta era. ¡Imagina la de cosas que podría concederte! Podría hacerte derramar perlas en lugar de lágrimas. Podría prestarte una sonrisa que esclavizara los corazones de los hombres o un vestido que una vez que se contemple nunca se olvide. Y, sin embargo, tú me pides huevos.

—Es que me gustan mucho —respondí con firmeza, consciente de que los encantamientos que describía al final podían tornarse extraños y amargos, e incluso mortales. Además, ¿qué diantres iba a hacer yo con los corazones de los hombres? Con ellos no podía preparar una tortilla.

—Oh, muy bien, si insistes… El encantamiento empezará a surtir efecto mañana. Y con esto me temo que debo marcharme: tengo que ir a preguntar por el bordado.

Me levanté, arrancándole un chirrido a la silla, y me incliné ante él cuando se detuvo en la puerta. Él me correspondió con una elegante reverencia. Como la mayoría de los elfos, era un experto en fingir que devolvía la cortesía por elección, que para él no era un mero acto reflejo, tan necesario como respirar.

—¡Ajá! —añadió, enderezándose—. Casi se me olvida. Por la corte de la primavera corre el rumor de que el príncipe del otoño va a hacerte una visita. ¿No es fantástico? Estoy deseando saber si consigue posar durante una sesión entera o sale corriendo tras la Cacería Salvaje en cuanto llegue.

No fui capaz de controlar la expresión de mi cara ante semejante noticia. Me quedé allí plantada, boquiabierta, hasta que una sonrisa de desconcierto atravesó los labios de Tábano y este extendió su pálida mano en mi dirección, tal vez en un intento por determinar si había muerto, una preocupación nada desdeñable, pues sin duda para él los humanos fallecían a la menor provocación.

—El príncipe del… —Me salió una voz ronca. Cerré la boca y me aclaré la garganta—. ¿Estáis seguro? Tenía la impresión de que el príncipe del otoño no visitaba Extravagancia. Nadie lo ha visto desde hace cien… —Me quedé sin palabras.

—Te puedo asegurar que está vivito y coleando. Es más, lo vi justo ayer en un baile. ¿O fue el mes pasado? En cualquier caso, va a venir mañana. Salúdalo de mi parte.

—Se… Será un honor —tartamudeé, y me encogí mentalmente ante mi falta de compostura, una actitud impropia de mí. De repente necesitaba aire fresco, así que atravesé la habitación para abrir la puerta. Acompañé a Tábano hasta la salida y me quedé contemplando el veraniego trigal mientras su figura se alejaba por el camino.

Una nube pasó por delante del sol y una sombra inundó mi casa. Siempre era verano en Extravagancia, pero, después de que cayese una hoja del árbol del camino y de que otra la siguiese, no pude evitar sentir que se avecinaban cambios. Aún estaba por ver si los aprobaba o no.

Dos

¡Mañana! Tábano ha dicho que mañana. Ya sabes cómo son respecto al tiempo de los mortales. ¿Y si se presenta a las doce y media de la noche y me pide que trabaje en camisón? Mi mejor vestido tiene un desgarrón y no van a poder arreglármelo para entonces, así que tendré que usar el azul. —Mientras hablaba, me masajeé las manos con aceite de linaza, las restregué con una toalla y me limpié la pintura de los dedos. Normalmente no me molestaba en hacerlo, pero no era habitual que trabajase para un elfo de la realeza y no tenía ni idea de qué tipo de nimiedades podían ofenderlo. Y, para colmo, ando escasa de amarillo de plomo y estaño, y tendré que ir al pueblo esta tarde… Mierda. ¡Mierda! Lo siento, Emma.

Me remangué la falda para que no se mojara con el agua que se esparcía por el suelo y me apresuré a coger el asa del cubo que acababa de tirar.

—¡Santo cielo, Isobel! Todo saldrá bien. Marzo.—>Mi tía se bajó los anteojos y aguzó la vista—. No, Mayo…, ¿por qué no le secas eso a tu hermana, anda? No tiene un buen día que se diga.

—¿Qué significa mierda? —preguntó esta con picardía mientras se agachaba a mis pies y secaba el suelo con un trapo de varias pasadas.

—Es lo que se dice cuando derramas sin querer un cubo de agua —respondí, consciente de que encontraría la verdad peligrosamente inspiradora—. ¿Dónde está Marzo?

Mayo me obsequió con una sonrisa mellada.

—En lo alto de los armarios.

—¡Marzo, bájate de ahí ahora mismo!

—Se lo está pasando de miedo ahí arriba, Isobel —dijo Mayo, mojándome los zapatos.

—Cuando se haya matado, no se lo pasará tan bien —espeté.

Marzo soltó un balido de placer y bajó de un brinco, tiró una silla de una patada y cruzó la habitación saltando como una loca. Como vi que se dirigía hacia nosotras, alcé las manos para detenerla, pero no iba a por mí, sino a por Mayo, que se levantó justo a tiempo de chocar la cabeza con la suya. Eso me concedió un momento de respiro mientras las dos se tambaleaban aturdidas. Suspiré. Emma y yo estábamos intentando quitarles aquella costumbre.

Mis hermanas gemelas no eran precisamente humanas. Habían venido al mundo como un par de cabritillas antes de que un elfo borracho las encantara por diversión. Era un proceso lento, pero me dije a mí misma que al menos la cosa marchaba. El año anterior por la misma época aún no estaban domesticadas. Si había que sacar algo positivo de su encantamiento, era el hecho de que este las había vuelto casi indestructibles: yo misma había sido testigo de cómo Marzo sobrevivía tras comerse una maceta rota, roble venenoso, belladona y varias pobres salamandras sin que le pasara absolutamente nada. En mi opinión, que saltara por los armarios de la cocina entrañaba más peligro para los propios muebles que para ella.

—Isobel, ven aquí un momento. —La voz de mi tía interrumpió mis pensamientos. Me miró por encima de sus anteojos hasta que obedecí y luego me cogió la mano para limpiarme una mancha que había pasado por alto—. Mañana lo vas a hacer muy bien —me aseguró—. Estoy convencida de que el príncipe del otoño es como cualquier otro elfo y, si no lo es, recuerda que estás a salvo entre estas cuatro paredes. —Me envolvió las manos con las suyas y me dio un apretón—. Acuérdate de lo que ganaste para nosotras.

Le devolví el apretón. Tal vez en ese momento mereciera que me hablasen como a una niña pequeña. Intenté que mi voz no sonara lastimera cuando le respondí:

—Es que no me gusta la idea de no saber lo que voy a encontrarme.

—Ya lo sé, pero, si hay alguien en Extravagancia capaz de enfrentarse a esto, eres tú. Y los elfos lo saben tan bien como nosotras. Ayer mismo oí que alguien decía en el mercado que a este paso vas derechita al Pozo Verde…

Retiré la mano, perpleja.

—Ya sé que no es así, que tú nunca tomarías esa decisión. Lo que intento decirte es que, si los elfos consideran a alguien indispensable, es a ti, y eso es importantísimo. Así que mañana todo irá bien.

Dejé escapar un largo suspiro y me alisé la falda.

—Supongo que tienes razón —dije, sin creérmelo del todo—. En fin, debería irme si quiero regresar antes del anochecer. Marzo, Mayo, no volváis loca a Emma mientras estoy fuera. Confío en que la cocina esté perfecta a mi vuelta.

Miré intencionadamente la silla volcada antes de salir de la habitación.

—¡Al menos nosotras no hemos llenado el suelo de mierda! —gritó Mayo a mi espalda.

PLUMAS

Cuando era pequeña, una excursión al pueblo me parecía toda una aventura. Ahora, en cambio, no veía el momento de marcharme. El estómago se me hacía un nudo cada vez que algún transeúnte pasaba por la ventana.

—¿Sólo amarillo de plomo y estaño? —me preguntó el joven dependiente mientras envolvía con diligencia la barrita de tiza en un cartucho de papel de carnicero. Phineas sólo llevaba unas semanas trabajando allí, pero ya conocía bien mis hábitos.

—Pensándolo mejor, creo que me llevaré también una barrita de verde tierra y otras dos de bermellón. ¡Ah! Y todos los carboncillos que tengas, por favor.

Mientras veía cómo preparaba mi pedido, me entró cierta desesperación por todo el trabajo que me aguardaba aquella noche. Tenía que moler y mezclar los pigmentos, seleccionar la paleta y desplegar el nuevo lienzo. Con toda probabilidad, la sesión del día siguiente sólo consistiría en terminar el esbozo del príncipe, pero no soportaba la idea de no estar preparada para cualquier imprevisto.

Cuando Phineas se agachó y desapareció de mi vista, eché una ojeada por la ventana. Una pátina de polvo cubría el cristal, y la ubicación de la tienda, en una esquina entre dos edificios más grandes, le otorgaba un aire siniestro, cochambroso y recóndito. Ni un solo encantamiento iluminaba sus lámparas, sonaba cuando se abría la puerta o mantenía los rincones libres de polvo. Saltaba a la vista que los elfos no le habían prestado la menor atención; no necesitaban para nada los materiales que se usaban para hacer arte, tan sólo el producto acabado.

Los demás establecimientos de la calle eran otro cantar. Distinguí una falda de mujer que se colaba a toda prisa en Firth & Maester y, por aquella imagen fugaz, supe que se trataba de una elfa: ningún mortal podía permitirse las prendas de encaje que allí se vendían. Y ningún mortal compraba tampoco en la confitería contigua, cuyo cartel anunciaba flores de mazapán, unos dulces hechos con carísimas almendras importadas desde el Otro Mundo, a pesar del peligro que aquello entrañaba. Un arte de semejante calibre sólo podía pagarse con encantamientos.

Cuando Phineas se enderezó, sus ojos brillaban de un modo que reconocí en el acto. No, reconocer no era la palabra adecuada. Más bien que temí. Se apartó tímidamente un mechón de pelo de la frente al tiempo que mi corazón se hundía, se hundía y se hundía cada vez más. «Por favor—pensé—, otra vez no».

—Dama Isobel, ¿os importaría echarle un vistazo a mi obra? Sé que no soy como vos —se apresuró a añadir, esforzándose por controlar los nervios—, pero maese Hartford me ha estado animando, por eso se hizo cargo de mí, y llevo practicando todos estos años.

Sostenía un cuadro contra su pecho, escondiendo a propósito la parte frontal, como si lo que temiera exponer no fuera un lienzo, sino su propia alma. Yo conocía muy bien aquel sentimiento, lo cual no hacía más fácil lo que venía a continuación.

—Con mucho gusto —contesté.

Al menos tenía una dilatada experiencia fingiendo sonrisas.

Me lo tendió. Le di la vuelta y contemplé el paisaje que representaba a la tenue luz de la tienda. Me invadió una oleada de alivio; no se trataba de un retrato, gracias a Dios. No quiero parecer arrogante, pero mi arte gozaba de tan alta estima entre los elfos que estos no recurrirían a otro retratista hasta después de mi muerte y, para cuando ellos se dieran cuenta de que había fallecido, podían haber transcurrido varias décadas perfectamente. Me daban pena todos esos nuevos artistas que surgían en la estela de mi fama. Tal vez Phineas tuviera una oportunidad.

—Es muy bueno —le dije con sinceridad, y se lo devolví—. Tienes un excelente dominio del color y la composición. Sigue practicando, pero, mientras tanto —vacilé—, podrías vender tu obra.

Sus mejillas se encendieron y se puso muy recto. Se me pasó el alivio: ahora venía la peor parte. Me armé de valor mientras formulaba justo la pregunta que temía.

—¿Podríais…? ¿Creéis que podríais recomendarme a alguno de vuestros clientes?

Volví a desviar la mirada hacia la ventana, por donde vi que la propia señora Firth colocaba un nuevo vestido en el escaparate de Firth & Maester. De pequeña creía que era una elfa. Tenía la piel de porcelana, una voz más dulce que el canto de un ruiseñor y una cascada de rizos castaños demasiado lustrosos para ser naturales. Además, debía de rondar los cincuenta y no aparentaba más de veinte. Sólo más tarde, cuando aprendí a distinguir el glamur, me percaté de mi error. Y con el transcurso de los años, los encantamientos, que no eran más que una mentira, me desencantaron profundamente. Aunque fueran formulados con ingenio, todos, salvo los más mundanos, se echaban a perder. Y los que no eran formulados con ingenio arruinaban vidas. A cambio de aquella cinturita de avispa, la señora Firth no podía pronunciar ninguna palabra que comenzase por una vocal. Y el octubre anterior, el primer pastelero de la confitería había intercambiado por error tres décadas de vida por unos ojos más azules y había dejado viuda a su esposa. Pese a todo ello, la fascinación por la riqueza y la belleza estaban a la orden del día entre los vecinos de Extravagancia, que vislumbraban el Pozo Verde al final del camino como la promesa del mismísimo cielo.

Phineas debió de percibir mi reticencia, pues añadió a toda prisa:

—No a alguien importante, desde luego. A alguno del tipo de ese Macaón. A veces lo veo comprando Arte por la calle. Y dicen que los elfos de la corte de la primavera son de trato más amable.

La verdad era que no había ningún elfo amable, fuera de la casa que fuera. Sólo fingían serlo. El mero pensamiento de que Macaón se acercara a Phineas hizo que se me subiera la bilis. No era ni mucho menos el peor elfo al que había conocido, pero tergiversaría las palabras para convencer al pobre muchacho de que intercambiara a su primogénito por unas cuantas espinillas menos.

—Phineas, supongo que sabes que, por mi oficio, he pasado más tiempo que nadie del pueblo en compañía de los elfos. —Clavé mi mirada en la suya al otro lado del mostrador. Se le cambió la cara; sin duda pensaba que estaba a punto de rechazar su petición, pero seguí adelante—: Así que créeme cuando te digo que, si quieres tratar con ellos, debes tener cuidado. Que no sean capaces de mentir no los hace sinceros; intentarán engañarte a la primera de cambio. Si te ofrecen algo demasiado bueno para ser verdad, es que hay gato encerrado. La fórmula del hechizo no debe dar pie a que pueda malinterpretarse. De ninguna manera.

Sus ojos se iluminaron tanto que temí que todos mis esfuerzos fueran en vano.

—¿Eso significa que vais a recomendarme?

—Tal vez, pero no a Macaón. No negocies con él hasta que conozcas sus costumbres.

Me mordí la cara interna de la mejilla y miré por el rabillo del ojo a un hombre que salía de Firth & Maester: Tábano. Era obvio que había ido allí a por su bordado. Aunque yo debía de ser casi invisible en la penumbra de la tienda al otro lado de la calle, miró en mi dirección, sonrió y me saludó con la mano. Todos los transeúntes, incluido un grupo de jovencitas que lo esperaban en la puerta, estiraron el cuello para averiguar quién era tan importante como para merecer su atención.

—Él lo hará —declaré. Dejé mis monedas en el mostrador y me eché la bolsa al hombro, evitando contemplar el alborozo que iluminaba la cara de Phineas—. Tábano es mi mejor cliente y le gusta ser el primero en descubrir nuevos talentos, así que tal vez sea tu mejor baza.

Lo decía en todos los sentidos. Phineas estaría a salvo con Tábano. Si no hubiera tratado con él a mis cándidos doce años, no habría llegado a cumplir los diecisiete, ni siquiera con ayuda de Emma. Y, aun así, no podía quitarme de encima la sensación de que le estaba haciendo un flaco favor al joven al concederle aquel deseo ardiente que iba a acabar destrozándolo o decepcionándolo. La culpa me espoleó hasta la puerta y ni me molesté en despedirme. Pero, cuando agarré el picaporte, me quedé de piedra.

Había un cuadro colgado en la pared junto a la entrada, la imagen desvaída de un hombre en un altozano rodeado de árboles de extraños colores. Tenía el rostro oscurecido, pero blandía una espada que destellaba incluso en la luz grisácea. Varios sabuesos pálidos trepaban por la loma en su dirección y estaban representados en mitad del salto. Se me puso la piel de gallina. Conocía a aquella figura. Era un motivo recurrente en las obras pictóricas de hacía más de trescientos años, cuando dejó de visitar Extravagancia sin explicación alguna. En las que quedaban, siempre se lo veía en la distancia, luchando contra la Cacería Salvaje.

Al día siguiente lo tendría sentado en mi salón.

Abrí la puerta de un empujón, le hice una ligera reverencia a Tábano y me precipité por entre la multitud de espectadores curiosos con la cabeza gacha. Las exclamaciones se sucedían a mi paso. Alguien gritó mi nombre, tal vez con la esperanza de obtener el mismo favor que Phineas. Ahora que Emma lo había dicho, veía la verdad escrita en las caras de todos los presentes: me observaban fijamente, esperando que aceptara una invitación que no consideraría ni muerta. No podía explicarles a todos y cada uno de ellos que, para mí, la recompensa del Pozo Verde no era ni mucho menos el cielo, sino todo lo contrario: el mismísimo infierno.

El sol estaba bajo en el cielo mientras me dirigía a casa. Mis zapatos repiqueteaban por el camino que cruzaba el trigal al rítmico zumbido de las cigarras y la luz oblicua intensificaba el calor estival, hasta que la nuca se me puso pegajosa por el sudor y empezaron a darme escalofríos cada vez que una ráfaga de viento me apartaba el pelo. Los tejados torcidos y de vivos colores del pueblo se perdían de vista a mi espalda, ocultos por las colinas ondulantes que el estrecho sendero partía como si fuera la raya del pelo de una mujer. Si me daba prisa, estaría en casa al cabo de treinta y dos minutos exactamente.

Siempre era verano en Extravagancia, a diferencia de lo que sucedía en el Otro Mundo, donde las estaciones cambiaban según el paso del tiempo, cosa de la que apenas podía hacerme una idea. Mientras caminaba por mi sendero inmutable, los árboles de extraños colores del cuadro me acechaban como un sueño reciente. El otoño era, sin duda, una estación sombría que marchitaba el mundo, en la que los pájaros desaparecían y las hojas se descolorían y caían de las ramas como moribundas. Era obvio que la nuestra era mejor. Más segura. Puede que los cielos azules infinitos y el trigo permanentemente dorado fueran aburridos, pero me dije, y no por primera vez, que era estúpido anhelar cualquier otra cosa. Había cosas mucho peores que el aburrimiento, y en el Otro Mundo tenían buena constancia de ello.

Un olor a podredumbre me sacó de mis pensamientos frustrados. Aquella parte del camino discurría cerca de la linde del bosque y eché un precavido vistazo a las sombras. Las tupidas madreselvas y los escaramujos florecían formando una barrera por debajo de las ramas de los árboles. En un pasado remoto, durante aquellos días menos amables anteriores a la prohibición del hierro, los granjeros arriesgaban sus vidas clavando clavos en la corteza de los árboles para mantener a raya la maldad de los elfos. La visión de esos viejos clavos oxidados y retorcidos, casi irreconocibles, me hacía estremecer.

Volví a barrer la maleza con la mirada, pero no noté nada fuera de lugar. Lo más probable es que sólo se tratase de una ardilla muerta que se estaba pudriendo en algún sitio cercano. Me conformé con esa suposición y hurgué en la bolsa por cuarta o quinta vez para asegurarme de que no me había dejado nada en la tienda, lo cual habría sido muy raro, pues no era nada despistada. Cuando alcé la vista, algo iba mal. Una criatura se erguía en la cima de la siguiente colina, junto al roble solitario que marcaba la mitad del trayecto.

Lo primero que pensé fue que se trataba de un ciervo. Uno de tamaño descomunal, aunque más o menos conservaba la forma exacta: cuatro patas y dos cuernos. Entonces se giró para mirar en mi dirección y me di cuenta en el acto de que no lo era.

La sensación de que algo iba mal se intensificó. La brisa amainó y el aire se paralizó y dio paso a un calor opresivo. Los pájaros dejaron de cantar y las cigarras de zumbar, e incluso el trigo languideció en la quietud del ambiente. El hedor a podredumbre se tornó abrumador. Me agazapé, pero era demasiado tarde.

El no-ciervo seguía observándome.

A pesar del calor, una gelidez febril me envolvió la piel y se me clavó en el estómago. Sabía lo que aquel no-ciervo era en realidad. Y también sabía que estaba sentenciada: nadie escapaba ni se escondía de un animal fantástico. Esa criatura había emergido de un túmulo y era una especie de unión grotesca de magia élfica y antiguos restos humanos. Algunas de aquellas bestias actuaban como sirvientes y guardianes de sus amos; otras surgían de la tierra de manera espontánea. Un monstruo como ese había matado a mis padres cuando era una cría y los había dejado en tal estado que Emma no me dejó ver sus cuerpos. Y ahora yo iba a morir de la misma manera. No creo que mi mente llegara a procesar aquello, porque lo siguiente que pensé fue que no debería haber malgastado el dinero comprando pigmentos; era evidente que ya no me iban a hacer ninguna falta.

El animal bajó la cabeza y lanzó un rugido que atravesó todo el campo, un sonido profundo, impactante y pútrido, como si alguien hubiera tocado un viejo cuerno de caza que hubiera sido hermoso alguna vez y que ahora estuviera lleno de musgo putrefacto. Giró su pesado cuerpo, coronado por aquella cornamenta, y se precipitó por la ladera.

Yo me puse en pie de un brinco y eché a correr. No hacia la seguridad de mi hogar a medio kilómetro de distancia, sino en la dirección opuesta, hacia el trigal. Si quería hacer algo meritorio en mis últimos instantes de vida, podía intentar alejar a aquella cosa de mi familia lo máximo posible.

El trigo se abría alrededor de mi falda remangada. Los tallos crujían bajo mis botas y las espigas me azotaban y me arañaban los brazos desnudos. La bolsa me rebotaba contra la parte posterior de los muslos y me ralentizaba. Las cigarras se apartaban de un salto como si una mano invisible tirara de ellas. Al principio sólo oía mi propia respiración desapacible. Nada de aquello parecía real; bien podría haber estado corriendo por ese campo por el mero placer de hacerlo un día radiante bajo un cielo cerúleo.

Hasta que la frialdad de una sombra me acarició la espalda sudorosa y me vi envuelta en la oscuridad. El trigo flameaba a latigazos como un mar embravecido por una tempestad. Entonces, una pezuña dio un fuerte pisotón a mi lado y se clavó en el suelo. Retrocedí por instinto, me tambaleé y caí rodando entre las espigas. La bestia se cernió sobre mí.

La imagen de un ciervo orgulloso ondeaba sobre ella como el reflejo del sol en el agua. Por los huecos oscuros que quedaban en el espejismo se entreveía una silueta esquelética formada por corteza en descomposición y unida por enredaderas que se movían como tendones, una cara hueca como una calavera y unos cuernos que no eran sino un par de ramas torcidas unidas por zarzas espinosas cuya longitud era equiparable a la estatura de un hombre. Una sensación nauseabunda lo impregnaba todo; cuando aquella cosa bufó y alzó una pata temblorosa, la corteza se desprendió y cayó al suelo. Un sinfín de escarabajos diminutos salieron correteando de las piezas y se escabulleron por encima de mis medias antes de echar a volar en todas direcciones. Me dieron arcadas al sentir en la boca el sabor a podredumbre.

El animal se encabritó y tapó el sol. Creí que lo último que iba a ver en la vida era la constelación de gusanos que se retorcían en su vientre. Por eso no supe reaccionar cuando el monstruo se desplomó delante de mí y quedó reducido a un impreciso montoncito tembloroso de madera carcomida. Unos ciempiés más largos que mi mano se adentraron en la hierba. Dos enormes polillas moteadas alzaron el vuelo. Las cigarras volvieron a zumbar como si nada hubiera ocurrido, aunque yo seguí sudando y temblando en el suelo mientras la sangre me reverberaba en los oídos. Solté un grito de repulsa y le di una patada al montón. Varias esquirlas de hueso salieron despedidas junto con la corteza; el cadáver humano que le daba vida había sido destruido.

—Llevo dos días siguiendo a esa bestia; puede que no le hubiese dado alcance si no hubieras llamado su atención —dijo una voz cálida y jovial—. Por si te interesa, es un sayón.

Levanté la mirada de los restos de la criatura. Había un hombre delante de mí, tan eclipsado por el sol que no acerté a distinguir sus rasgos, sólo que era alto y esbelto y que estaba envainando una espada.

—¿Llamado su…? —Me interrumpí, perpleja y bastante ofendida. Lo dijo como si no tuviera importancia, como si mi vida no contara en absoluto. Y entonces lo vi claro: tal vez aquella figura pareciera humana, pero no lo era—. Gracias —respondí, cambiando de opinión y tragándome mis protestas—. Me habéis salvado la vida.

—¿Yo? ¿Del sayón? Ah, sí, supongo que sí. En ese caso, de nada… Oh, no sé tu nombre.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo como un trueno que retumbara en mitad de la noche. No me había reconocido, lo que significaba que no iba a Extravagancia muy a menudo, si es que alguna vez había puesto un pie allí. Quienquiera que fuese, podía ser más peligroso que los elfos con los que acostumbraba a tratar. Y, como todos los de su especie, no podía resistirse a averiguar mi verdadero nombre. Hice una pausa para poner a prueba mi mente y mi buen juicio, y llegué a la tranquilizadora conclusión de que no me había lanzado ningún hechizo malicioso, uno de esos que podían desatarme la lengua o hacerme revelar secretos que no debía. Nadie usaba su nombre de pila en Extravagancia, porque hacerlo sería exponerse a un encantamiento por el que un elfo podía controlar el cuerpo y el alma de un mortal para siempre, sin que este llegara a advertirlo, sólo por el poder de aquella única palabra secreta. Esa era la forma de magia élfica más perversa y, por ende, la más temida.

—Isobel —respondí, poniéndome en pie como pude.

Hice una reverencia.

Si se dio cuenta de que le había proporcionado mi nombre falso, no lo dejó entrever. Pasó por encima del montón de una larga zancada, hizo una profunda reverencia y me cogió la mano. La sostuvo en alto y la besó. Yo disimulé mi cara de extrañeza. Ya que se había empeñado en tocarme, habría preferido que me ayudara a levantarme.

—De nada, Isobel —continuó.

Sentí sus fríos labios en los nudillos. Como había agachado la cabeza, sólo alcancé a ver su pelo, que estaba despeinado. Lo tenía oscuro y ondulado más que rizado, y adquiría un leve matiz cobrizo al contacto con el sol. Su aire alborotado me recordó a cuando una fuerte racha de viento desordenaba las plumas de un cuervo o un halcón. Como me ocurría con Tábano, también era capaz de olerlo: desprendía un aroma especiado a hojas secas y crujientes, a frías noches bajo una luna clara, a naturaleza, a nostalgia. El corazón me martilleaba en el pecho, tanto por el horror que me había provocado el animal fantástico como por el encuentro con ese elfo a solas en el campo, que suponía un peligro igual de acuciante. Por eso os pido que me perdonéis por lo que os voy a decir: de pronto, aquel olor me pareció irresistible, más que cualquier otro que hubiera percibido en toda mi vida. Y empecé a desearlo con todas mis fuerzas. No a él exactamente, sino a la novedad enorme y misteriosa que representaba, a la promesa de que, en algún sitio, el mundo era distinto.

Bueno, hasta ahí habíamos llegado. Volví a izar mi enfado como una bandera en un mástil.

—No sabía que los besos en la mano duraran tanto, señor.

Se enderezó.

—Para un elfo, nada dura demasiado —contestó con una media sonrisa.

Habría jurado que me sacaba sólo un par de años, aunque sabía que su edad real bien podía centuplicar aquella estimación. Tenía unos rasgos elegantes y aristocráticos que contrastaban con su pelo revuelto y una boca expresiva que quise pintar en el acto. Las sombras en las comisuras de sus labios, el ligero pliegue en una mejilla que aparecía cuando sonreía.

—He dicho —recalcó— que, para un elfo, nada dura demasiado.

Levanté la mirada y vi que me observaba con perpleja fascinación y la sonrisa aún congelada en la cara. Ahí estaba su defecto: el color de sus iris, un curioso tono de amatista, resaltaba entre el dorado de su tez y me trajo a la memoria la luz del crepúsculo al bañar las hojas caídas. Sus ojos me perturbaron por alguna razón que no tenía nada que ver con su inusual tonalidad, pero no supe concretar por qué.

—Perdonadme. Soy retratista; acostumbro a quedarme mirando a la gente y a olvidarme de todo lo demás. He oído lo que habéis dicho, pero no sé qué responder.

Él se fijó en mi bolsa. Cuando volvió a concentrarse en mí, su sonrisa había desaparecido.

—Claro. Imagino que nuestras vidas escapan a la comprensión humana; al menos en su mayor parte.

—¿Sabéis por qué el sayón ha salido del bosque para dirigirse a Extravagancia, señor? —pregunté, porque me daba la sensación de que esperaba algún tipo de confirmación sobre su carácter enigmático y porque quería que la conversación fuera corta y práctica. Era muy raro ver un animal fantástico por aquellos lares y su presencia resultaba muy inquietante.

—No lo sé. Tal vez la Cacería Salvaje lo haya ahuyentado o quizá sólo estuviera vagando por ahí. Ha habido otros últimamente y están causando bastantes problemas.

«Últimamente» podía significar cualquier cosa para un elfo, incluida la fecha de la muerte de mis padres.

—Sí, los humanos muertos suelen causar bastantes problemas.

Arrugó el entrecejo y su mirada se tornó escrutadora. Sabía que me había ofendido en algo, pero, como era habitual entre los de su especie, le resultaba imposible averiguar en qué. Era tan incapaz de entender la tristeza que conllevaba una muerte humana como un zorro de lamentarse por la muerte de un ratón.

Yo, por mi parte, tenía clara una cosa: no quería quedarme allí el tiempo suficiente para comprobar que aquella confusión lo crispaba y acababa echándome un hechizo ruin a modo de venganza.

Agaché la cabeza e hice otra reverencia.

—La gente de Extravagancia os agradece vuestra protección. Nunca olvidaré lo que hoy habéis hecho por mí. Que tengáis un buen día, señor.

Aguardé hasta que él se inclinó de nuevo antes de girarme hacia el sendero.

—Espera —me pidió.

Me quedé quieta.

Oía el susurro del trigo a mi espalda.

—Si he dicho algo que te ha molestado… Perdona.

Miré despacio por encima del hombro y vi que me observaba con cierta vacilación. No tenía ni idea de cómo interpretar el gesto. Era bien sabido que los elfos se disculpaban en algunas ocasiones —cuidaban los modales en extremo—, pero la mayoría de las veces aplicaban un doble rasero y esperaban que fueran los humanos los que guardaran las formas mientras ellos hacían todo lo posible por disimular su mala conducta. Estaba estupefacta.

Así que dije lo único que se me ocurrió:

—Disculpas aceptadas.

—Estupendo. —Volvió a esbozar aquella media sonrisa y su vacilación se tornó en autocomplacencia—. Nos vemos mañana entonces, Isobel.

Ya había echado a andar cuando sus palabras hicieron mella en mí y caí en la cuenta de lo que significaban. Me giré de nuevo, pero el elfo, que sólo podía ser el príncipe del otoño, ya se había ido. El trigo ondeaba alrededor del sendero vacío y el único signo de vida que se percibía en todo el trigal era un cuervo solitario que volaba hacia el bosque y cuyas rojizas plumas brillaban allí donde reflejaban la luz del crepúsculo.

Tres

Aún no tenía ni idea de cuándo llegaría el príncipe y, como mi tía estaba de visita en el pueblo, la responsabilidad de sacar a las dos cabras locas de la cocina recaía sobre mí. Era más fácil decirlo que hacerlo.

—¡Dijo que nuestros nombres eran raros! —chilló Mayo mientras Marzo sollozaba en silencio junto a la estufa. Nunca había detestado más al hijo del panadero, aunque, a decir verdad, era bastante agradable y, en realidad, tenía parte de razón.

Me acuclillé y las cogí por los hombros.

—Escuchad, cuando tía Emma y yo os pusimos el nombre, erais cabras —les expliqué—. Para entonces, ya os habíais acostumbrado a Marzo y Mayo y, como no estábamos seguras de si el encantamiento duraría, decidimos conservarlos.

Marzo dio un hipido. Necesitaba cambiar de táctica.

—Escuchad, tengo una pregunta importante que haceros. ¿Qué es lo que más os gusta?

—Asustar a la gente —respondió Mayo tras reflexionar durante un instante.

Marzo abrió la boca e hizo un gesto de asentimiento.

Ay, madre.

—Eso es un poco rarito, ¿no os parece?

Mayo me lanzó una mirada cautelosa.

—A lo mejor…

—Sí, definitivamente lo es —repuse con voz firme—. Pero que sea raro no significa que sea malo, ¿verdad? Puede ser bueno, como asustar a la gente o comer salamandras. Harold os estaba haciendo un cumplido.

—Mmm —murmuró Mayo. No parecía muy convencida. Pero al menos Marzo había dejado de llorar, de modo que, en aras de mi salud mental, declaré aquella ronda como una victoria parcial.

—Ahora, venga, id a jugar fuera hasta que llegue nuestro invitado. Recordad, no traspaséis la linde del trigal.

Mientras las empujaba hacia la puerta, una viscosa sensación de malestar me revolvió el estómago. Si otra bestia fantástica emergía del bosque…

Algo así ocurría en muy contadas ocasiones y no se me iba de la cabeza la facilidad con la que el príncipe había despachado al monstruo el día anterior. Seguro que estábamos a salvo en su presencia. Pero el malestar seguía allí, así que añadí:

—Si oís que las cigarras se callan, volved a casa de inmediato.

Mayo alzó la mirada hasta mí con las cejas juntas en señal de sospecha.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo.

—¿Por qué no podemos jugar en casa?

Las empujé por las escaleras de la entrada mientras la desvencijada puerta de la cocina se cerraba de golpe a nuestra espalda. Comprobé aliviada que todo parecía normal fuera. Las gallinas cloqueaban para sí mismas mientras cruzaban airadas el patio, los árboles se mecían con una ligera brisa y las sombras recorrían las redondeadas colinas. Con todo, Mayo se quedó mirándome. Me di cuenta de que aún tenía el estómago cerrado como un puño y que eso debía de reflejarse en mi cara.

—Sabes de sobra el motivo —respondí con brusquedad, enterrando mi culpa.

La verdad es que razones no faltaban. Mayo había volcado mis caballetes en más de una ocasión y Marzo hacía gala de un apetito insaciable por el azul de Prusia. Pero la razón principal era que a los elfos no les hacía gracia tenerlas cerca. Mi teoría era que las gemelas les avergonzaban, pues eran la prueba viviente de uno de sus errores, una prueba involuntariamente poderosa de la que librarse. Y sabía a ciencia cierta que no se les podía lanzar un hechizo: Marzo y Mayo eran sus verdaderos nombres. Si los elfos pudieran utilizar ese conocimiento en su contra, ya lo habrían hecho.

Marzo dio un balido de regocijo y se encaramó a la pila de la leña, pero Mayo no apartó la vista.

—No te preocupes, no nos haremos daño —concluyó con sobriedad, y me dio una palmadita en la rodilla. Acto seguido, echó a correr tras su hermana.

Los ojos me escocían. Rápidamente, me alisé la falda y me remetí unos cuantos mechones de pelo por detrás de la oreja. No quería que se dieran cuenta de que me había emocionado y tampoco quería admitirlo ante mí misma. Cuando me concentraba en mantenerlo todo en orden, no tenía que pensar en lo que les había ocurrido a mis padres ni en por qué aquel acontecimiento seguía provocándome pánico doce años después cuando en su día ni siquiera lo había presenciado ni había visto ni oído nada. Sin embargo, era obvio que no escondía mi miedo todo lo bien que debería; hasta Mayo lo notaba.

El graznido bronco de un cuervo resonó en el árbol que hacía sombra en el patio.

—¡Fuera! —dije sin apenas alzar la vista. Los cuervos espantaban a los pájaros cantores que anidaban en nuestros arbustos y Emma y yo hacíamos todo lo posible por devolverles el favor.

Mi inquietud se desvaneció bajo el cálido sol al ver a Marzo y a Mayo trepando por los troncos. Desde lejos, el único modo de distinguirlas era fijándote en los lunares blancos que salpicaban su piel, por lo demás rosada: Mayo tenía uno que le recorría la mejilla izquierda y la mitad de la nariz. El pelo negro y rizado era idéntico en ambas, así como la mella en los dientes delanteros y sus ceños sorprendentemente traviesos. Parecían un par de cupidos que hubiesen decidido que preferían disparar flechas reales. Eran terribles. Las quería con locura.

Pero no podía olvidar que el príncipe estaba al llegar y la aprensión lamía sin descanso las orillas oscuras de mi subconsciente.

El cuervo volvió a graznar.

Esta vez alcé la vista. El ave ladeó la cabeza contemplando mi frente arrugada. Erizó las plumas y se puso a dar elegantes saltitos por la rama. Cuando salió a la luz, se me cortó la respiración. Su dorso tenía un brillo rojizo y me pareció que sus ojos eran de un color inusual.

Hice una rápida reverencia y entré en casa a toda prisa, dividida entre la esperanza de que el cuervo no fuese el príncipe después de todo y la sensación de que, si ese era el caso, le había hecho una reverencia a un pájaro y luego había huido a la desbandada. La puerta suelta de la cocina hizo pom, pom, pom al cerrarse detrás de mí.

Sonó un cuarto pom, pero esta vez fue diferente. Alguien llamaba.

—¡Adelante! —grité. Miré a mi alrededor y deseé no haberlo hecho.

Cogí un cacillo al azar y lo metí en el fregadero. Ni siquiera estoy segura de que estuviera sucio, pero eso fue lo único a lo que me dio tiempo antes de que la puerta se abriera de par en par y el príncipe del otoño entrara en la habitación. El marco estaba hecho para humanos de tamaño medio, así que tuvo que agachar la cabeza para evitar darse con el dintel.

—Buenas tardes, Isobel —me saludó, e hizo una elegante reverencia.

Nunca antes había tenido a un elfo en la cocina. Era una habitación pequeña con bastas paredes de piedra, un suelo de madera tan desgastado por el paso de los años que se había combado por el centro y una ventana alta que dejaba entrar un poco de luz, la suficiente como para centrar la atención en la pila de platos sin fregar junto al armario y en el puñado de turba que seguía ardiendo con poco entusiasmo en la pequeña chimenea que llegaba a la altura del pecho.

En contraste, el príncipe parecía recién salido de un carruaje dorado del que tiraran media docena de sementales blancos. No recordaba qué llevaba puesto el día anterior, pero, si se hubiera parecido a lo que llevaba ese día, lo habría hecho. El abrigo de seda negra ajustado casi arrastraba tras sus botas a modo de manto y estaba ribeteado de terciopelo cobrizo. Sobre la frente llevaba una corona de cobre a juego y, aunque el pelo revuelto parecía haber cobrado vida propia y engullido la mayor parte de esta, pude distinguir que tenía forma de hojas entrelazadas y que estaba salpicada de verde y cardenillo. En la solapa tenía prendido un broche con forma de cuervo, sin duda una reliquia de una época pretérita, y la espada del día anterior aún pendía de su cintura.

Sí, allí estaba, a escasos centímetros de una piel de cebolla mustia que no había barrido aquella mañana.

Ya había incumplido el código de la etiqueta. Lo que dijera a continuación debía ser meditado y sereno. En cambio, lo que me salió fue:

—¿Qué ocurre si no sois capaz de devolver la reverencia?

El príncipe se había girado para hacer tiempo y miraba atentamente un cucharón mientras yo me recomponía. En ese momento, sin embargo, volvió la vista hacia mí. «¿Qué eres?», parecían decir sus desconcertados ojos amatista.

—Me temo que no te entiendo.

El suelo de madera combado estaba a punto de ceder. Tal vez me hiciera el favor de complacerme en ese preciso instante.

—Si alguien os hace una reverencia o se inclina ante vos y no sois capaz de devolverle el gesto —me oí decir.

Su cara se iluminó al comprender y su habitual media sonrisa reapareció en su rostro. Se inclinó hacia mí y sostuvo mi mirada como si fuera a revelarme un gran secreto. Tal vez lo estuviera haciendo.

—Es un auténtico incordio —me confesó en voz baja—. Tenemos que encontrar al que lo hizo y, hasta entonces, no podemos quitárnoslo de la cabeza.

Vaya.

—Supongo que yo acabo de hacerlo. Lo siento.

Se enderezó y me dio la impresión de que se había olvidado de mí durante un momento.

—Encontrarte ha sido un placer —dijo amablemente, aunque un poco distante, y cogió una brocheta para la carne—. ¿Esto es un arma?

Se la quité con cuidado y la devolví a su sitio.

—En principio, no.

—Ya veo —dijo y, antes de que pudiera detenerlo, atravesó la cocina en tres grandes zancadas para inspeccionar una sartén que colgaba de un clavo en la pared—. Estoy casi seguro de que esto sí lo es.

—En realidad… —Era la primera vez que me quedaba sin palabras en presencia de un elfo—. Bueno, se puede utilizar como tal, claro, pero sirve para cocinar. —Desvió la mirada hasta mí—. Arte para preparar comida —le aclaré, porque sus cejas se habían juntado en una amable consternación que rayaba la alarma.

—Sí, sé lo que es cocinar —repuso—. Sólo estaba asombrado de la cantidad de herramientas que tu arte puede utilizar también como armas. ¿Es que no hay nada que vosotros, los humanos, no utilicéis para mataros los unos a los otros?

—Seguramente no —admití.

—Qué curioso.