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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El chico que se comió el universo

Título original: Boy Swallows Universe

© 2018, Trent Dalton

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado originalmente por Australia por Fourth Estate, una división de HarperCollins Publishers.

© Traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Darren Holt, HarperCollins Design Studio

Imágenes de cubierta: Getty Images/Shutterstock.com

 

ISBN: 978-84-9139-380-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

El chico escribe palabras

El chico hace un arcoíris

El chico sigue los pasos

El chico recibe una carta

El chico mata al toro

El chico pierde la suerte

El chico se fuga

Chico conoce chica

El chico despierta al monstruo

El chico pierde el equilibrio

El chico busca ayuda

El chico separa los mares

El chico roba el océano

El chico domina el tiempo

El chico tiene una visión

El chico muerde a la araña

El chico aprieta el nudo

El chico cava profundo

El chico echa a volar

El chico vence al mar

El chico llega a la luna

El chico que se comió el universo

Chica salva a chico

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A mi madre y a mi padre

A Joel, Ben y Jesse

El chico escribe palabras

 

 

 

 

 

Tu final es un pájaro azul muerto.

—¿Has visto eso, Slim?

—¿Ver qué?

—Nada.

Tu final es un pájaro azul muerto. No hay duda. Tu. Final. No hay duda. Es. Un. Pájaro. Azul. Muerto.

 

 

La grieta del parabrisas de Slim parece un monigote alto y sin brazos haciendo una reverencia ante la realeza. La grieta del parabrisas de Slim se parece a Slim. Sus limpiaparabrisas han dejado un arcoíris de suciedad sobre el cristal que llega hasta mi lado, en el asiento del copiloto. Slim dice que una buena manera para que recuerde los pequeños detalles de mi vida es asociar momentos y visiones a cosas que llevo sobre mi persona o cosas de mi vida diaria que veo, huelo y toco con frecuencia. Cosas del cuerpo, cosas del dormitorio, cosas de la cocina. De ese modo, tendré dos recordatorios de cualquier detalle por el precio de uno.

Fue así como Slim venció a Black Peter. Fue así como Slim sobrevivió al agujero. Todo tenía dos significados; uno para aquí, y por «aquí» me refiero al lugar en el que él se encontraba entonces, en la celda D9, División 2, Prisión de Boggo Road; y otro para allí, ese universo sin barreras ni límites que se expandía en su cabeza y en su corazón. Aquí no hay nada salvo cuatro paredes de hormigón verde y oscuridad, mucha oscuridad, y su cuerpo solitario e inmóvil. Un camastro metálico de hierro y acero soldado a la pared. Un cepillo de dientes y un par de zapatillas de tela de la prisión. Pero la taza de leche agria que un guardia deslizaba por el hueco de la puerta de la celda le trasladaba allí, a Ferny Grove en los años 30, a las delgaduchas vacas lecheras de las afueras de Brisbane. Una cicatriz en el antebrazo se convertía en el pasaporte a un viaje en bicicleta durante la infancia. Una mancha solar en el hombro era un agujero de gusano a las playas de Sunshine Coast. Se frotaba y se iba. Un prisionero fugado de la D9. Con libertad fingida, pero nunca a la fuga, lo cual era igual de bueno que antes de que lo metieran en el agujero, cuando su libertad era real, pero siempre estaba a la fuga.

Se acariciaba con el pulgar los contornos de los nudillos y eso le trasladaba allí, a las colinas del interior de Gold Coast, hasta las cataratas de Springbrook, y la cama de acero de la celda D9 se convertía en una roca caliza desgastada por el agua, y el suelo de hormigón frío del agujero de la prisión bajo sus pies descalzos se transformaba en un agua cálida de verano donde sumergir los dedos, y se tocaba los labios cuarteados y recordaba lo que sentía cuando algo tan suave y perfecto como los labios de Irene rozaban los suyos, recordaba cómo ella aliviaba su dolor y sus pecados con sus besos, cómo le limpiaba, igual que le limpiaban las cataratas de Springbrook con aquel agua blanca que le caía a chorros en la cabeza.

Me preocupa bastante que las fantasías carcelarias de Slim se conviertan en las mías. Irene sentada sobre aquella piedra húmeda y musgosa, desnuda y rubia, riéndose como Marilyn Monroe, con la cabeza hacia atrás, relajada, poderosa, la dueña del universo de cualquier hombre, guardiana de los sueños, una visión del allí que permanece en el aquí, para permitir que la hoja afilada de una navaja de contrabando pueda esperar un día más.

«Yo tenía una mente de adulto», dice siempre Slim. Fue así como venció a Black Peter, la celda subterránea de aislamiento de Boggo Road. Lo metieron en ese agujero medieval durante catorce días durante una ola de calor veraniego en Queensland. Le dieron media barra de pan para comer en dos semanas. Le dieron cuatro, tal vez cinco vasos de agua.

Slim dice que la mitad de sus compañeros de prisión en Boggo Road habrían muerto pasada una semana en Black Peter, porque la mitad de las cárceles, y la mayoría de las grandes ciudades del mundo, están llenas de hombres adultos con mentes de niño. Pero una mente adulta puede llevar a un hombre adulto a cualquier lugar al que desee ir.

En Black Peter tenía un rugoso colchón de fibra de coco en el que dormía, del tamaño de un felpudo, tan largo como una de las tibias de Slim. Cada día, dice Slim, se tumbaba de costado sobre el colchón de fibra de coco, apretaba esas largas tibias contra su pecho, cerraba los ojos y abría la puerta del dormitorio de Irene. Allí, se metía bajo las sábanas blancas de Irene, pegaba su cuerpo suavemente al de ella, pasaba el brazo derecho por encima del vientre desnudo de porcelana de Irene y se quedaba allí durante catorce días. «Hecho un ovillo como un oso hibernando», dice. «Llegué a sentirme tan cómodo en el infierno que luego no tenía ganas de volver a salir».

Slim dice que tengo una mente de adulto en el cuerpo de un niño. Solo tengo doce años, pero Slim opina que puedo asimilar las historias más duras. Slim opina que debería oír todas las historias carcelarias de violaciones a hombres, de hombres que se rompían el cuello con sábanas anudadas y se tragaban trozos afilados de metal diseñados para rasgarles los intestinos y garantizarles una semana de vacaciones en el soleado Royal Brisbane Hospital. Creo que a veces va demasiado lejos con los detalles, con la sangre que salía de los culos violados y cosas así. «Luces y sombras, chico», dice Slim. «No se puede escapar de la luz ni de la sombra». Tengo que oír historias sobre enfermedad y muerte para poder entender el impacto de aquellos recuerdos sobre Irene. Slim dice que puedo asimilar las historias más duras porque la edad de mi cuerpo no importa nada comparada con la edad de mi alma, que él ha ido acotando hasta situarla entre los setenta y pocos y la demencia. Hace unos meses, sentado en este mismo coche, Slim dijo que no le importaría compartir conmigo una celda en la cárcel porque sé escuchar y me acuerdo de lo que escucho. Una lágrima solitaria resbaló por mi cara cuando me hizo aquel inmenso cumplido.

—Las lágrimas no sientan muy bien ahí dentro —me dijo.

Yo no sabía si se refería a dentro de una celda o dentro del cuerpo. Lloré un poco por orgullo y un poco por vergüenza, porque no lo merezco, si acaso «merecer» es una palabra que un tipo pueda compartir con un preso.

—Lo siento —le dije, disculpándome por la lágrima. Él se encogió de hombros.

—Hay más en el lugar de donde ha salido esa —respondió.

Tu final es un pájaro azul muerto. Tu final es un pájaro azul muerto.

 

 

Recordaré el arcoíris de suciedad sobre el parabrisas de Slim a través de la lúnula blanquecina de la uña de mi pulgar izquierdo y, cuando contemple esa lúnula blanquecina, recordaré para siempre aquel día en que Arthur «Slim» Halliday, el fugitivo más famoso de todos los tiempos, el maravilloso «Houdini de Boggo Road», me enseñó a mí —Eli Bell, el chico del alma vieja y la mente de adulto, principal candidato a compartir celda con él, el chico con las lágrimas por fuera— a conducir su oxidado Toyota LandCruiser azul oscuro.

Hace treinta y dos años, en febrero de 1953, tras un juicio de seis días en el Tribunal Supremo de Brisbane, un juez llamado Edwin James Droughton Stanley sentenció a Slim a cadena perpetua por matar a un taxista llamado Athol McCowan con una pistola Colt del 45. Los periódicos siempre se han referido a él como Slim «el asesino de los taxistas».

Yo me refiero a él como mi canguro.

—Embrague —dice Slim.

El muslo izquierdo de Slim se tensa cuando, con su vieja pierna bronceada, surcada por setecientas cincuenta arrugas porque podría tener setecientos cincuenta años, pisa el embrague. La vieja y bronceada mano izquierda de Slim mueve la palanca de cambios. Lleva un cigarrillo liado a mano encendido, consumiéndose y colgando de mala manera de la comisura de su labio inferior.

—Punto muerto.

Veo a mi hermano, August, a través de la grieta del parabrisas. Está sentado en nuestra verja de ladrillo marrón, escribiendo la historia de su vida en letras cursivas con el dedo índice derecho, dibujando palabras en el aire.

El chico escribe en el aire.

El chico escribe en el aire del mismo modo en que mi viejo vecino Gene Crimmins dice que Mozart tocaba el piano, como si cada palabra estuviese destinada a llegar a su destino, envuelta en un paquete, enviada desde un lugar más allá de su propia mente atareada. Ni con papel ni con una máquina de escribir, sino en el aire, palabras invisibles, esas cosas que suponen un acto de fe y que tal vez no sabrías ni que existían, de no ser porque a veces se convertían en viento y te golpeaban en la cara. Notas, reflexiones, diarios, todo ello escrito en el aire, con el dedo índice de la mano derecha estirado, escribiendo letras y frases en la nada, como si tuviera que sacárselo todo de la cabeza, pero, al mismo tiempo, necesitara que su historia se esfumase en el aire también, sumergiendo para siempre su dedo en un tintero eterno e invisible. Las palabras no sientan bien dentro. Siempre es mejor fuera que dentro.

Tiene a la princesa Leia en la mano izquierda. El chico no la suelta nunca. Hace seis semanas Slim nos llevó a August y a mí a ver las tres películas de La guerra de las galaxias al autocine Yatala. Absorbimos aquella galaxia lejana desde el asiento trasero de su LandCruiser, con la cabeza apoyada en bolsas llenas de vino que a su vez estaban apoyadas en una cangrejera que apestaba a pescado muerto y que Slim guardaba allí junto a una caja de aparejos de pesca y una vieja lámpara de queroseno. Había tantas estrellas aquella noche sobre el sureste de Queensland que, cuando el Halcón Milenario se dirigió volando hacia un lado de la pantalla, creí por un momento que iba a salir despedido hacia nuestras propias estrellas y alcanzaría la velocidad de la luz para llegar hasta Sídney.

—¿Me estás escuchando? —me pregunta Slim.

—Sí.

No. Nunca escucho como debería. Siempre estoy pensando demasiado en August. En mamá. En Lyle. En las gafas de Buddy Holly que lleva Slim. En las arrugas de su frente. En su manera rara de andar, desde que se disparó en la pierna en 1952. En el hecho de que tiene una peca de la suerte, como yo. En que me creyó cuando le conté que mi peca de la suerte tenía poderes, que significaba algo para mí, que cuando estoy nervioso o asustado o perdido, mi primer instinto es mirar esa peca marrón que tengo en el nudillo central de mi índice derecho. Entonces me siento mejor. Suena absurdo, Slim, le dije. Suena idiota, Slim, le dije. Pero él me mostró su propia peca de la suerte, casi un lunar, en realidad, en la muñeca derecha. Me dijo que pensaba que podría ser cancerígeno, pero que es su peca de la suerte y no podía quitársela. En la D9, me dijo, aquella peca se convirtió en algo sagrado porque le recordaba a una peca que tenía Irene en la cara interna del muslo izquierdo, no lejos de su lugar sagrado, y me aseguró que algún día yo también conocería ese lugar sagrado entre los muslos de una mujer, y sabría entonces lo que sintió Marco Polo la primera vez que sus dedos tocaron la seda.

Me gustó esa idea, así que le conté a Slim que mi memoria comienza cuando descubrí aquella peca en el dedo índice a los cuatro años, sentado con una camisa amarilla de mangas marrones sobre un butacón de vinilo marrón. En ese recuerdo hay una tele encendida. Me miro el dedo, veo la peca, levanto la mirada, giro la cabeza hacia la derecha y veo una cara que creo que es la de Lyle, pero podría ser la de mi padre, aunque en realidad no recuerdo la cara de mi padre.

Así que esa peca siempre representa la consciencia. Mi big bang particular. El butacón. La camisa amarilla y marrón. Y entonces llego. Estoy aquí. Le dije a Slim que creía que el resto estaba en duda, que los cuatro años anteriores a ese momento podrían no haber sucedido nunca. Slim sonrió cuando le dije aquello. Me dijo que la peca en el nudillo del índice derecho representa mi hogar.

 

 

Arranque.

—Por el amor de Dios, Sócrates, ¿qué te acabo de decir? —grita Slim.

—¿Que me asegure de bajar el pie?

—Estabas mirándome. Parecía que estabas escuchando, pero no escuchabas una mierda. Me mirabas la cara, mirabas esto, lo otro, pero no oías una sola palabra.

Es culpa de August. El chico no habla. Puede hablar, pero no quiere. No ha dicho una sola palabra desde que recuerdo. Ni a mí, ni a mi madre, ni a Lyle, ni siquiera a Slim. Se comunica bien, transmite conversaciones tocándote el brazo, o con una carcajada o un movimiento de cabeza. Puede decirte cómo se siente por su manera de abrir el bote de la mermelada. Puede decirte lo contento que está por su manera de extender la mantequilla en el pan, o lo triste que está por su manera de atarse los cordones.

A veces me siento con él en el sofá y jugamos al Super Breakout con la Atari, y lo pasamos tan bien que le miro en un momento concreto y juraría que va a decir algo. «Dilo», le ordeno. «Sé que quieres. Dilo». Él me sonríe, ladea la cabeza hacia la izquierda, levanta la ceja izquierda y arquea la mano derecha, como si estuviera frotando una bola de nieve invisible, y esa es su manera de decirme que lo siente. «Algún día, Eli, sabrás por qué no hablo. Pero ese día no ha llegado, Eli. Ahora te toca jugar a ti».

Mi madre dice que August dejó de hablar cuando ella huyó de mi padre. August tenía seis años. Ella dice que el universo le robó las palabras a su niño cuando no miraba, cuando estaba demasiado absorbida por esas cosas que me contará cuando sea mayor, toda esa historia de que el universo le robó a su niño y lo sustituyó por el enigmático chiflado superdotado con el que he tenido que compartir litera los últimos ocho años.

De vez en cuando, algún desafortunado chico de la clase de August se ríe de él y de su negativa a hablar. Su reacción es siempre la misma: se acerca al abusón malhablado en cuestión, que es ajeno a la vena psicopática oculta de August, y, bendecido por su incapacidad para explicar sus actos, se limita a golpear al otro en la nariz, la boca y las costillas con una de las combinaciones de puñetazos de boxeo que nos ha enseñado Lyle, el novio de mi madre de toda la vida, en los interminables fines de semana invernales con un viejo saco de boxeo de cuero que hay en el cobertizo de atrás. Lyle no cree en casi nada, pero sí cree en la capacidad de una nariz rota para cambiar las circunstancias.

Los profesores generalmente se ponen de parte de August porque es un estudiante brillante, de los que ya no quedan. Cuando llegan los psicólogos infantiles, mi madre improvisa otro halagador testimonio de uno de los profesores, diciendo que August sería una incorporación estupenda para cualquier clase y que el sistema educativo de Queensland se beneficiaría teniendo más niños como él, completamente mudos.

Mi madre dice que, cuando tenía cinco o seis años, August se quedaba durante horas mirando las superficies reflectantes. Mientras yo jugaba con mis camiones y mis construcciones en el suelo de la cocina y mi madre preparaba tarta de zanahoria, él se quedaba mirando un espejo de maquillaje de ella. Permanecía durante horas sentado entre los charcos, contemplando su reflejo en el agua, no al estilo de Narciso, sino más bien en lo que a mi madre le parecía una forma de explorar, como si buscara algo. Yo pasaba por delante de nuestro dormitorio y lo veía poniendo caras en el espejo que teníamos sobre la cómoda de madera. «¿Lo has encontrado ya?», le pregunté una vez cuando yo tenía nueve años. Él se apartó del espejo y me miró con una expresión perdida, mordiéndose el extremo izquierdo del labio superior, como queriendo decirme que, más allá de las cuatro paredes beis de nuestro dormitorio, existía un mundo que yo no necesitaba y para el que no estaba preparado. Pero seguí preguntándole lo mismo siempre que lo pillaba mirándose al espejo. «¿Lo has encontrado ya?».

Siempre se quedaba mirando la luna y seguía su recorrido por el cielo desde la ventana de nuestro dormitorio. Conocía los ángulos de la luz de la luna. A veces, en mitad de la noche, salía por la ventana de nuestro cuarto, sacaba la manguera y, en pijama, la arrastraba hasta el bordillo, donde se quedaba sentado durante horas, llenando en silencio la calle de agua. Cuando obtenía el ángulo correcto, el inmenso charco se llenaba con el reflejo plateado de la luna llena. «La piscina lunar», declaré yo una noche fría. Y August se puso contento, me pasó el brazo derecho por los hombros y asintió con la cabeza, como podría haber asentido Mozart al final de la ópera favorita de Gene Grimmins, Don Giovanni. Se arrodilló y, con el dedo índice derecho, escribió seis palabras en una cursiva perfecta sobre la piscina lunar.

El chico se come el universo, escribió.

Fue August quien me enseñó a fijarme en los detalles, a interpretar una cara, a obtener toda la información posible del lenguaje no verbal, a extraer expresiones, conversaciones e historias de cualquier objeto mudo que tenemos ante nuestros ojos, de las cosas que nos hablan sin hablarnos. Fue August quien me enseñó que no siempre había que escuchar. A veces solo había que mirar.

 

 

El LandCruiser se pone en marcha haciendo ruidos metálicos y doy un respingo sobre el asiento de vinilo. Se me caen del bolsillo de los pantalones cortos dos gominolas que llevaba ahí desde hace siete horas y se cuelan entre la espuma del asiento que Pat, el difunto y leal chucho de Slim, se dedicó a mordisquear regularmente durante los frecuentes viajes que hacían los dos desde Brisbane hasta el pueblo de Jimna, al norte de Kilcoy, en los años posteriores al encarcelamiento de Slim.

El nombre completo de Pat era Patch, pero eso era demasiado para Slim. El perro y él iban con regularidad a buscar oro en el cauce de un arroyo perdido en Jimna, donde Slim sigue creyendo a día de hoy que hay depósitos de oro suficientes para dejar pasmado al rey Salomón. Sigue yendo allí con su vieja cacerola el primer domingo de cada mes. Pero dice que la búsqueda de oro no es lo mismo sin Pat. Era Pat el que sabía buscar oro. El perro tenía olfato. Slim asegura que Pat tenía auténtica sed de oro, el primer perro del mundo que sufrió la fiebre del oro. «La enfermedad dorada», dice. «Eso fue lo que mató a Pat».

Slim mueve la palanca de cambios.

—Cuidado al pisar el embrague. Primera. Suelta el embrague.

Pisa el acelerador.

—Cuidadito con el pedalito.

El enorme LandCruiser avanza tres metros junto al bordillo lleno de hierba y Slim frena; el coche queda paralelo a August, que sigue escribiendo en el aire con el índice derecho. Slim y yo giramos la cabeza hacia la izquierda para ver su aparente explosión de creatividad. Cuando termina de escribir una frase completa, clava un dedo en el aire, como si quisiera poner un punto y aparte. Lleva su camiseta verde favorita con las palabras Aún no has visto nada escritas en letras de colores. Tiene el pelo castaño cortado como un beatle. Lleva puestos unos viejos pantalones cortos de Lyle de los Parramatta Eels, azules y amarillos, pese a que, a sus trece años, cinco de los cuales los ha pasado viendo partidos de los Parramatta Eels en el sofá con Lyle y conmigo, no tiene el más mínimo interés en la liga de rugby. Nuestro querido chico misterioso. Nuestro Mozart. August es un año mayor que yo, aunque en realidad es un año mayor que todo el mundo. August es un año mayor que el universo.

Cuando termina de escribir cinco frases completas, humedece la punta del dedo con la lengua, como si estuviera mojando la pluma en el tintero, y entonces vuelve a conectarse con esa fuerza mística que impulsa aquel bolígrafo invisible que escribe palabras invisibles. Slim apoya los brazos en el volante y da una larga calada al cigarrillo sin apartar los ojos de August.

—¿Qué está escribiendo ahora? —pregunta.

August es ajeno a nuestras miradas, sus ojos solo siguen las letras que escribe en su personal cielo azul. Tal vez para él sea una hoja de papel cuadriculado interminable en la que escribe en su cabeza, o tal vez vea los párrafos negros sobre el cielo. Para mí es una escritura de espejo. Puedo leer lo que escribe si lo miro desde el ángulo correcto, si puedo ver las letras con claridad y darles la vuelta en mi cabeza.

—La misma frase una y otra vez.

—¿Qué dice?

El sol por encima del hombro de August, como un dios blanco y luminoso. Yo me llevo la mano a la frente. No hay duda.

—Tu final es un pájaro azul muerto.

August se queda quieto y me mira. Se parece a mí, pero en una versión mejorada, más fuerte, más guapo, todo en su cara parece suave, suave como la cara que ve cuando se mira en la piscina lunar.

—Tu final es un pájaro azul muerto —repito.

August me dirige una media sonrisa y niega con la cabeza, mirándome como si fuera yo el que se ha vuelto loco. Como si fuera yo quien se imagina cosas. «Siempre estás imaginándote cosas, Eli».

—Sí, te he visto. Llevo mirándote cinco minutos.

Él sonríe otra vez y borra las palabras del cielo con la palma de la mano. Slim también sonríe y niega con la cabeza.

—Ese chico tiene las respuestas —comenta.

—Las respuestas ¿a qué? —pregunto.

—A todas las preguntas —responde Slim.

Mete la marcha atrás en el LandCruiser, retrocede tres metros y frena.

—Ahora te toca a ti.

Slim tose y escupe el tabaco por la ventanilla del conductor sobre el asfalto achicharrado y lleno de baches de nuestra calle, que cuenta con catorce casas bajas de amianto, todas ellas, incluida la nuestra, en tonos crema, aguamarina y azul cielo. Sandakan Street, Darra, mi pequeño suburbio de refugiados polacos y vietnamitas, y refugiados de los malos tiempos como mamá, August y yo, exiliados aquí desde hace ocho años, escondidos del resto del mundo, supervivientes abandonados de ese gran barco que transporta a los australianos de clase baja, separados de América, de Europa y de Jane Seymour por océanos y una preciosa barrera de coral, y otros siete mil kilómetros de costa de Queensland, y después un paso elevado que lleva los coches hasta la ciudad de Brisbane, y separados un poco más por la cercana fábrica de cemento y cal, que en los días de viento esparce polvo de cemento por todo Darra y cubre las paredes azules de nuestra ruinosa casa con polvo que August y yo nos apresuramos a sacudirnos antes de que llegue la lluvia y convierta el polvo en cemento, dejando venas grises de tristeza por la fachada de casa y el enorme ventanal por el que Lyle tira las colillas de los cigarros, y por el que yo tiro los corazones de las manzanas, siempre imitando a Lyle porque, y tal vez sea demasiado joven para entenderlo bien, siempre merece la pena imitar a Lyle.

Darra es un sueño, una peste, un cubo de basura desbordado, un espejo roto, un paraíso, un cuenco de sopa de fideos vietnamitas lleno de gambas, carne de cangrejo, orejas de cerdo, manitas de cerdo y tripas de cerdo. Darra es una chica tragada por un desagüe, es un chico con mocos enormes colgándole de la nariz, es una adolescente tumbada en mitad de la vía del tren esperando a que pase el expreso, es un sudafricano que fuma hierba sudanesa, es un filipino que se inyecta cocaína afgana en la casa contigua a la de una chica camboyana que bebe leche de Darling Downs. Darra es mi suspiro de paz, mi reflexión sobre la guerra, mi absurdo deseo preadolescente, mi hogar.

—¿Cuándo calculas que volverán? —pregunto.

—Pronto.

—¿Qué han ido a ver?

Slim lleva una camisa de algodón de color bronce metida por dentro de sus pantalones cortos azul oscuro. Lleva esos pantalones todo el tiempo y dice que tiene tres pares distintos del mismo modelo, pero cada día veo el mismo agujero en la esquina del bolsillo trasero derecho. Sus chanclas azules de goma se han adaptado a la forma de sus pies viejos y callosos, cubiertos de porquería y con olor a sudor, pero la chancla izquierda se le sale y se queda enganchada en el embrague cuando sale del coche. Houdini ya no es el mismo. Houdini está atrapado en la cámara de agua en las afueras de Brisbane. Ni siquiera Houdini puede escapar del tiempo. Slim no puede huir de la MTV. Slim no puede huir de Michael Jackson. Slim no puede escapar de los años 80.

La fuerza del cariño —responde mientras abre la puerta del copiloto.

Quiero mucho a Slim porque él nos quiere mucho a August y a mí. Slim era frío y duro en su juventud. Se ha suavizado con la edad. Siempre se preocupa por August y por mí, y se preocupa por cómo creceremos. Lo quiero mucho por intentar convencerme de que, cuando mi madre y Lyle están fuera tanto tiempo, como ahora, es porque han ido al cine y en realidad no están traficando con heroína que han comprado a algún restaurador vietnamita.

—¿Lyle ha elegido esa película?

Yo sospechaba que mi madre y Lyle eran traficantes de droga desde que, hace cinco días, encontré un paquete de medio kilo de heroína Golden Triangle escondido en el cortacésped del cobertizo del jardín. Ahora estoy convencido de que mi madre y Lyle son traficantes de droga cuando Slim me dice que han ido al cine a ver La fuerza del cariño.

Slim me mira con severidad.

—Muévete, listillo —murmura entre dientes.

Piso el embrague. Meto primera. Cuidadito con el pedalito. El coche da una sacudida y empezamos a movernos.

—Pisa un poco el acelerador —dice Slim. Yo piso el pedal con el pie descalzo y la pierna totalmente extendida, y atravesamos nuestro jardín hasta el rosal de la señora Duzinski, en el bordillo de al lado—. Métete en la carretera —dice Slim riéndose.

Giro el volante hacia la derecha y vuelvo al asfalto de Sandakan Street.

—Embrague, segunda —gruñe Slim.

Más deprisa ahora. Pasamos por delante de casa de Freddy Pollard, por delante de la hermana de Freddy Pollard, Evie, que empuja una Barbie sin cabeza por la calle, montada en un cochecito de juguete.

—¿Paro? —le pregunto a Slim.

Slim mira por el espejo retrovisor y después gira la cabeza hacia el espejo del copiloto.

—No, a la mierda. Da una vuelta a la manzana.

Meto tercera y avanzamos a cuarenta kilómetros por hora. Somos libres. Es una huida. Houdini y yo, huyendo. Dos escapistas fugitivos.

—¡Estoy conducieeeendo! —grito.

Slim se ríe y le suena el pecho.

Giro a la izquierda en Swanavelder Street, pasamos por delante del centro de inmigrantes polacos de la Segunda Guerra Mundial, donde los padres de Lyle pasaron sus primeros días en Australia. Giro a la izquierda en Butcher Street, donde los Freeman tienen su colección de aves exóticas: un pavo real, un ganso común, un pato criollo. Sigo conduciendo. Giro a la izquierda en Hardy, y después otra vez en Sandakan.

—Ve reduciendo —dice Slim.

Yo piso el freno, quito el pie del embrague y el coche se detiene otra vez junto a August, que sigue escribiendo palabras en el aire, absorto en su obra.

—¿Me has visto, Gus? —le grito—. ¿Me has visto conducir, Gus?

Él no aparta la mirada de sus palabras. El chico ni siquiera nos ha visto alejarnos.

—¿Qué está garabateando ahora? —pregunta Slim.

Las mismas dos palabras una y otra vez. Una luna creciente en forma de «C» mayúscula. Una «a» minúscula y rechoncha. Una «i» escuálida, coronada con una cereza. August está sentado en el mismo sitio de siempre, junto al ladrillo que falta, a dos ladrillos de distancia del buzón rojo de hierro forjado.

August es el ladrillo que falta. La piscina lunar es mi hermano. August es la piscina lunar.

—Dos palabras —le digo a Slim—. Un nombre que empieza por «C».

Asociaré su nombre con el día que aprendí a conducir y, sobre todo, el ladrillo que falta, la piscina lunar, el Toyota LandCruiser de Slim, la grieta en el parabrisas, mi peca de la suerte, mi hermano August, todo aquello me recordará siempre a ella.

—¿Qué nombre? —pregunta Slim.

—Caitlyn.

Caitlyn. No cabe duda. Caitlyn. Ese dedo índice derecho y una hoja interminable de papel azul cielo con ese nombre escrito encima.

—¿Conoces a alguien que se llame Caitlyn? —pregunta Slim.

—No.

—¿Cuál es la otra palabra?

Yo sigo con la mirada el dedo de August, que gira por el cielo.

—Es Spies —respondo.

—Caitlyn Spies —repite Slim—. Caitlyn Spies. —Da una calada a su cigarrillo mientras reflexiona—. ¿Qué coño significa eso?

Caitlyn Spies. No hay duda.

Tu final es un pájaro azul muerto. El chico se come el universo. Caitlyn Spies.

No hay duda.

Esas son las respuestas.

Las respuestas a las preguntas.