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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Anne Canadeo

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El refugio soñado, n.º 1762- marzo 2019

Título original: Baby on the Run

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-439-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CAREY Mooreland observó la autopista mientras agarraba con fuerza el volante. Llevaba las manos enguantadas y estaba apretándolo tanto que los dedos le dolían. Había empezado a nevar hacía unas horas y en aquellos momentos los copos eran aún más abundantes y caían con tanta intensidad que los limpiaparabrisas casi no daban abasto para apartarlos.

La calefacción no funcionaba muy bien, por lo que Carey tuvo que levantar la mano y limpiar el vaho que empañaba los cristales del coche. Aquél era el tercer vehículo que había tenido en poco más de un año. Cada uno había ido teniendo más kilómetros y más problemas que el anterior. Sin embargo, debía cambiar de coche cada pocos meses para protegerse, para ocultar su identidad y procurar que a Quinn le resultara más difícil encontrarla mientras huía de un lugar a otro.

Había comprado unos neumáticos especiales para nieve en Vermont. Había supuesto un gasto inesperado, pero se alegraba de ello. Tenía que pensar en su bebé, Lindsay. La pequeña, que tenía seis meses, dormía plácidamente en su asiento, cubierta de la cabeza a los pies de modo que tan sólo la nariz y una pequeña porción de su dulce cabecita quedaban al descubierto.

Carey también quería dormir. Ansiaba dar la vuelta y regresar a Blue Lake. Detener el coche y echarse a llorar. Sin embargo, como muchas otras veces durante el último año, se obligó a hacer lo que debía para sobrevivir. Para mantener a salvo a su hija. Eso era lo único que importaba en aquellos momentos.

Encendió la radio y un alegre villancico llenó el silencio. Era el día de Nochebuena. Casi se le había olvidado. De algún modo durante su desesperada huida, las fiestas navideñas habían quedado en un segundo plano.

La autopista se había convertido en una carretera de un único carril. Poco a poco, el cansancio se fue apoderando de ella y, al fin, decidió parar para echar gasolina al coche y tomarse un café. Había estado concentrándose tanto en la conducción que no sabía exactamente dónde estaba. Sabía que se encontraba en algún lugar de la costa de Maine, en algún lugar entre Blue Lake, Vermont, que era donde había iniciado su viaje y Bar Harbor, donde esperaba embarcarse en un ferry con destino a New Brunswick. Desde allí, se dirigiría a la isla Prince Edward, en Canadá.

Canadá era un país muy grande. Una persona podía esconderse allí con mucha facilidad. Después de un tiempo, hasta Quinn McCauley perdería su obsesión y dejaría de buscarla. Ése era el plan de Carey. Si le metían entre rejas, también dejaría de buscarla. ¿O acaso haría que sus secuaces siguieran persiguiéndola? Sabía que era un hombre muy rencoroso. No era algo descabellado.

Salió de la autopista y se encontró en un cruce de caminos. Una señal indicaba que la localidad de Greenbriar estaba a siete kilómetros de distancia y que allí podría encontrar combustible, comida y alojamiento. Carey tomó la dirección que indicaba la flecha. Parecía lo más lógico. No podía estar conduciendo toda la noche y mucho menos con aquella nevada. Necesitaba encontrar un lugar en el que alojarse. Esperaba que a la mañana siguiente, cuando retomara su camino, al menos la tormenta de nieve hubiera cesado.

No se veía ni un sólo coche por la carretera. Parecía que todo el mundo estaba en sus casas celebrando la Nochebuena. Lindsay y ella deberían estar en aquellos instantes en una fiesta con sus amigos de Blue Lake: Rachel Reilly, su prometido Jack Sawyer y el hijito de ambos, Charley. Carey había dejado regalos para todos y una nota, en la que explicaba que se había tenido que marchar de repente para ir a cuidar a un familiar enfermo en Virginia. También, prometía ponerse en contacto con todos ellos a los pocos días.

Intentó imaginarse la reacción de sus amigos. No le gustaba mentir, pero no le había quedado más remedio. Se había enterado que el detective de Quinn había vuelto a encontrar su rastro. Algún día se lo explicaría todo a sus amigos. O tal vez era mejor no hacerlo.

El villancico terminó y el locutor empezó a hablar del largo viaje de Santa Claus. Lindsay era demasiado pequeña para comprender, pero Carey no pudo evitar recordar su infancia, feliz y sin problemas, en compañía de sus padres. Desgraciadamente, los dos habían fallecido, al igual que su esposo, Tom, que había fallecido el año anterior en una de las obras de Quinn.

Estaba completamente sola a excepción de Lindsay. Su secreto era como un muro que le rodeaba el corazón, tan grueso como el de una prisión, y que impedía hacer amistades duraderas. Algunas personas lo preferían así o podrían adaptarse a aquella clase de vida, pero Carey no creía que pudiera vivir así mucho más tiempo. Sentía que, aquella noche, había llegado al final de la cuerda. Si huir a Canadá no resolvía sus problemas, ya no sabía qué podía hacer. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Carey no vio de dónde había salido el animal. Había estado distraída, perdida en sus pensamientos y, de repente, apareció. Salió de entre los árboles y se plantó en la carretera justo delante del coche. Tenía un aspecto enorme, con una gran cornamenta y largas y poderosas piernas. Habría gritado, pero no tuvo tiempo. Estaba cerca, demasiado cerca.

Dio un volantazo a la izquierda. El coche saltó por encima del arcén y se deslizó por una nevada pendiente. Carey no hacía más que pisar el freno. Incluso utilizó el freno de mano, pero sin conseguir nada. Miró a su hija durante un instante y vio que, milagrosamente, estaba dormida.

Entonces, el coche se fue deteniendo muy lentamente, aunque cuando un árbol detuvo por fin la caída el impacto fue lo suficientemente fuerte como para hacerla ir hacia delante y abollar el parachoques. Afortunadamente, el airbag no saltó.

Carey se volvió en su asiento.

—Lindsay, cielo.

La pequeña la miró con ojos muy abiertos y, de repente, empezó a llorar. Al ver que el asiento del coche de la niña no se había movido ni un sólo milímetro, Carey dio las gracias al cielo de que las dos estuvieran bien. A continuación, se desabrochó el cinturón de seguridad y saltó del coche. Medio hundida en la nieve, consiguió abrir la puerta y sacar a su hija. El contacto con el pequeño cuerpo de su bebé la reconfortó. Se dio cuenta de que estaba temblando del shock. Muy pronto, Lindsay dejó de llorar y se relajó contra el hombro de su madre.

Carey trató de tranquilizarse e intentó recordar lo que tenía que hacer. Lo primero fue inclinarse y encender las luces de emergencia. Entonces, se preguntó si alguien las vería en aquel barranco.

—Tenemos que llamar para pedir ayuda —le dijo a su hija—. Alguien tiene que venir para sacarnos de aquí… dondequiera que estemos.

Tomó su teléfono móvil y marcó el número de Emergencias. Una operadora respondió inmediatamente.

—Acabo de tener un accidente —dijo—. El coche se me ha salido de la carretera y ha golpeado un árbol. Estoy sola con un bebé. Necesitamos ayuda inmediatamente…

Carey trató de permanecer tranquila, pero sólo contar lo que acababa de ocurrir le hacía sentirse desesperada y asustada.

—¿Qué tiempo tiene su bebé, señora?

—Seis meses.

—¿Hay alguien herido?

—No, las dos estamos bien, pero, por favor, envíe alguien a recogernos. Tengo miedo de que mi hija vaya a enfriarse.

—Enviaremos a alguien enseguida. ¿Dónde ha ocurrido el accidente?

—Yo… no estoy segura… me salí de la autopista en la última salida. Entonces, me bajé por la rampa y vi una señal que decía Greenwood, o Greenbriar… —suspiró Carey—. No vivo por aquí. Me perdí y me salí de la autopista para encontrar una gasolinera.

—Muy bien, señora. Creo que sé dónde podría estar usted. ¿Viajaba hacia el norte o hacia el sur?

—No lo sé… Creo que, en la señal, me fui hacia la derecha.

—¿Se ve el coche desde la carretera?

De repente, la señal telefónica empezó a perderse. Carey trató de hablar muy rápido.

—No lo sé, yo…

La comunicación se cortó.

Carey miró la pantalla. Se había quedado sin batería. Ni siquiera se había dado cuenta de que la tuviera baja. Lo sacudió, aún sabiendo que no le iba a servir de nada. Se sentía tan frustrada que quería gritar.

¿Le habría dado a la operadora suficiente información para encontrar el coche? No podía estar segura. Estaba nevando tan fuerte… Las ventanas del coche, que ya estaba medio enterrado, estaban tan cubiertas de nieve que ya casi no se distinguían.

Además, se trataba de un día de fiesta y la población más cercana debía de ser muy pequeña. No creía que hubiera muchos oficiales de policía o grúas de servicio aquella noche. Tal vez tardarían horas en encontrarla…

El pánico se apoderó de ella. ¿Y si estaban allí perdidas durante horas? ¿Qué haría? ¿Ni siquiera quería pensarlo?

Carey volvió a colocar a Lindsay en su asiento, cerró la puerta y decidió subir hasta la carretera. Vio que la pendiente era tan empinada que había sido un milagro que el coche no se hubiera ido rompiendo por el camino. Habían tenido suerte.

Con gran esfuerzo, consiguió llegar hasta el arcén de la carretera y respiró profundamente. Entonces, se alarmó al ver que un hombre se dirigía corriendo hacia ella. Era muy alto y corpulento, con fuertes hombros y largas piernas. Llevaba puesta una gruesa parca con la capucha por encima de la carretera y botas hasta la rodilla. Como estaba a contraluz de las luces traseras del coche que había aparcado a pocos metros de la carretera, Carey no podía verle el rostro. Tragó saliva y esperó que aquel desconocido no representara más problemas que los que ya tenían.

Cuando él terminó de acercarse, vio que su abrigo indicaba que se trataba de un oficial de policía y respiró más tranquila.

—Ha llegado muy rápido… Ni siquiera creía que la operadora supiera exactamente dónde me encontraba. Entonces, me quedé sin batería y…

—No me han enviado a encontrarla a usted. Simplemente me dirigía a mi casa y vi las luces de emergencia.

—Gracias por parar.

—No hay de qué darlas. ¿Se encuentra usted bien? —le preguntó con voz profunda—. ¿Qué le ha ocurrido a su coche? ¿Ha patinado por la nieve?

—Un ciervo salió de entre los árboles. Al menos, creo que se trataba de un ciervo. Di un volantazo y traté de esquivarlo.

—¿Viaja usted sola?

—Tengo a mi hija conmigo. Es sólo un bebé. Está en el coche, pero está bien. La dejé durante un minuto para subir a la carretera y poner algo que indicara que había habido un accidente.

Casi antes de que Carey terminara de hablar, el oficial de policía se puso en movimiento. Bajó la pendiente con facilidad y llegó al lugar donde estaba el coche en un abrir y cerrar de ojos. Entonces, abrió la puerta.

Carey fue bajando detrás de él con mucho más cuidado. Cuando llegó al coche, el policía ya tenía a la pequeña Lindsay en brazos. Tras examinarla, se la entregó a su madre.

—Parece estar bien.

Entonces, tomó la manta que había sobre el asiento trasero y envolvió a la pequeña con ella. Carey se sintió muy sorprendida. Ella ni siquiera se lo había pedido. Fue un gesto inesperado y muy tierno.

La niña estaba llorando, pero él no parecía darse cuenta. Tenía algo, un aire calmado, tranquilo que le daba el aspecto inamovible de una montaña. Justo lo contrario de como ella se sentía.

—¿Necesita algo de la parte trasera? —le preguntó a Carey.

—Esa bolsa azul con las cosas de la niña… y la bolsa negra. Supongo que también el asiento del coche de mi hija.

El policía tomó las dos pesadas bolsas y se las colgó de los hombros como si estuvieran vacías. Entonces, tomó el asiento del coche. Después, le pidió a Carey las llaves para cerrar el coche y avanzó un poco con las bolsas. Tras dejarlas en el suelo, se volvió de nuevo a mirar a Carey.

—Es mejor que lo dejemos todo aquí y yo regresaré a por ellas. Si quiere, yo tomaré en brazos a la niña y así podemos subir todos juntos.

Carey le entregó la niña y sintió una ligera sensación de preocupación que se desvaneció en el momento en el que vio cómo el policía la apretaba con fuerza contra su pecho. Efectivamente, la pequeña iría mucho más segura con el policía que con ella.

Él se echó a un lado y dejó que Carey pasara primero. Cuando ella empezó a deslizarse, el policía apareció inmediatamente a su lado. Con un brazo sujetaba a Lindsay y con el otro la agarró a ella para evitar que cayera.

Cuando la miró, lo único que Carey pudo ver fueron sus ojos, de un azul brillante como una mañana de verano. Su color desafiaba la oscuridad de la noche y la blancura de la nieve.

Decidió que era mejor centrarse en subir la pendiente y no pensar en el hombre que tenía al lado. Se dio rápidamente la vuelta y miró hacia delante. Aquél era el contacto más cercano que había tenido con nadie en más de un año, desde que Tom murió.

—Ahora, tenga cuidado. Ya la tengo. Sólo tiene que ir con cuidado.

—Puedo conseguirlo… —replicó ella, tratando de centrar su atención en la pendiente.

Cuando por fin llegaron a la carretera, Carey lanzó un suspiro de alivio. Con mucho cuidado, él le entregó a su hija para después bajar a por el resto de las pertenencias de las dos. Carey no estaba del todo segura de que él pudiera ocuparse de las dos bolsas y de la silla del bebé de una vez, pero el policía apareció instantes más tarde sin ni siquiera haber perdido el aliento.

Lo siguió hacia un todoterreno que estaba aparcado un poco más abajo. Rápidamente, el policía metió las bolsas en el maletero y colocó la silla de Lindsay en el asiento trasero. A continuación, Carey colocó a la pequeña en el asiento y le colocó los cinturones. Antes de cerrar la puerta, le dio un beso en la frente y le acarició la mejilla. Estaba segura de que debía de tener hambre y necesitar un cambio de pañales.

—Pobrecita mía… Me ocuparé de ti muy pronto…

Instantes después, se sentó en el asiento delantero junto al policía y esperó que él arrancara el vehículo. Cuando por fin él se apartó la capucha de la parca del rostro, pudo verle la cara.

Era muy guapo. Muy guapo. Los ojos sólo habían sido un anticipo, pero el resto era mucho mejor de lo que había esperado. Tenía el cabello oscuro, muy corto. Como lo tenía mojado por la nieve, los esbeltos pómulos y las fuertes líneas de su rostro resaltaban aún más. Mientras hacía un cambio de sentido para regresar a la ciudad, la expresión de su rostro era muy seria. La dirección que tomaron era la misma que Carey llevaba antes de que tuvieran el accidente.

Ella se quitó la capucha y se apartó el cabello dorado del rostro. Como la larga melena se había mojado con la nieve, tenía un aspecto más rizado y salvaje que de costumbre. Extendió las manos hacia las salidas de aire y se dio cuenta de que él la estaba observando de un modo que la hizo sentirse muy avergonzada.

Se trataba de la clásica mirada de apreciación entre hombre y mujer, la misma que ella le había dedicado a él, aunque el policía no se había dado cuenta. ¿O sí?

—Si tiene frío, puedo subir un poco la calefacción.

—No, gracias. Estoy bien —dijo quitándose los guantes mojados y metiéndoselos en el bolsillo—. Creo que no me ha dicho su nombre, oficial.

—Ben Martin. Puede ahorrarse lo de oficial. No estoy de servicio. Tampoco sé cómo se llama usted.

—Carey Mooreland. Y ésa es Lindsay —añadió, señalando a la niña, que estaba en el asiento trasero.

—Es adorable. Me alegro mucho de que no se haya hecho ningún daño. En cierto modo, ha tenido usted suerte con lo de la nieve. Aminoró considerablemente la marcha del coche. Cuando se golpeó con ese árbol, podría haber sido mucho peor.

—Sí, es cierto —afirmó, aunque sabía que la nieve había dificultado mucho su avance. Sin nieve, ya podría estar en Canadá.

—¿Tiene que llamar a alguien? —preguntó el policía. Evidentemente, se refería a esposo o pareja.

—No. No hay nadie… esperándome. Voy de camino a Portland a visitar a una amiga.

—Pues parece que no va a poder continuar. Al menos por esta noche.

—Supongo que sí. ¿Qué le parece el coche? ¿Puedo llamar a alguien para que vaya a recogerlo?

—Haré que llamen a los de la grúa desde la comisaría, pero no sé si la empresa que trabaja en esta zona podrá ir a recogerlo esta noche. Creo que todas las grúas que hay en treinta kilómetros a la redonda están hasta arriba de llamadas.

—Y cuando lo recojan, ¿dónde lo llevarán?

—El taller más cercano es Anderson’s, que está en el pueblo. Es un tipo muy honrado y le aseguro que no le cobrará más de lo debido. Sin embargo, estoy seguro de que mañana estará cerrado, por lo que tendrá que esperar a pasado mañana para que él lo eche un vistazo.

Carey sintió que el alma se le caía a los pies. Tendría que estar allí al menos dos días y seguramente algunos más para que le miraran el coche. ¿Cuánto tardarían? No lo sabía, pero cada instante le parecía muy valioso.

—¿Y no hay otro sitio?

—Hay unos cuantos talleres en la carretera, pero tendrá que pagar más por la grúa. Además, no le puedo asegurar que esos sitios sean de fiar.

Tomó la radio que llevaba en el salpicadero y le pidió a la operadora que enviara una grúa tan pronto como fuera posible al lugar en el que se había quedado el coche. Carey accedió a que llevaran el coche al taller del pueblo. Parecía la solución más fácil.

—En cuanto a nosotras —dijo—, puede dejarnos en un motel por aquí cerca.

—Hay un hotel en el pueblo, pero está lleno con gente que ha venido a pasar las fiestas con sus parientes.

—Tal vez haya habido una cancelación…

—Confíe en mí. Esta noche no tienen habitaciones libres —dijo, con una sonrisa—. Tengo línea directa. Mi madre y mi hermana son las dueñas.

Resultaba difícil imaginarse a aquel hombretón con una madre, pero por supuesto que la tenía, al igual que esposa e hijos y un montón de parientes que lo estarían esperando para una enorme fiesta de Nochebuena. Como llevaba guantes, no podía asegurarse de que llevaba anillo… De repente, se dio cuenta de en lo que estaba pensando. ¿Qué le importaba a ella si estaba casado o no?

—Tiene que haber otro lugar —dijo centrándose de nuevo en la conversación—. No tiene que ser lujoso. Con que esté limpio… y haya calefacción, nos vale.

—Hay algunas casas que alquilan habitaciones, pero están llenas esta noche. Al norte, por la carretera, hay un motel, pero está todo cortado por la nieve. Además, estoy seguro de que tampoco tienen vacantes con este tiempo.

—Vaya… ¿Y qué cree usted que deberíamos hacer?

El policía la miró durante un instante y luego guardó silencio.

—Bueno, yo tengo mucho sitio en mi casa. Casi hemos llegado allí. Sinceramente, no veo otra solución.

—¿Y no hay ningún otro sitio? —preguntó ella, muy sorprendida por la oferta.

—Mañana habrá muchas habitaciones disponibles, pero esta noche, con la nieve, no se me ocurre nada más. Me ha dicho que lo único que quería era una habitación limpia y calefacción. Al menos, yo le puedo garantizar eso.

—¿Y a su familia? ¿No le importará?

—Bueno, no creo que a Dixie… mi perra, le importe. A ella siempre le gusta recibir visitas.

A Carey le gustó aquella respuesta, aunque no quiso indagar en las razones. Se dijo que era porque no quería incomodarle si tenía esposa e hijo. Nada más.

—Soy consciente de que la situación puede resultarle un poco desconcertante, por lo que lo lógico es que dude. Si quiere, puedo llamar a la comisaría para que usted pueda hablar con mi sargento y él le asegure que yo soy quien soy. ¿Se sentiría mejor de este modo?

—Está bien. Supongo que es lo más lógico.

Ben tomó la radio del coche y, segundos después, Carey estaba escuchando al inmediato superior de su rescatador elogiando las cualidades de éste como oficial y caballero. Muy pronto, las dudas que Carey pudiera tener sobre Ben desaparecieron por completo.

—Gracias, sargento. Ha ido usted de mucha ayuda.

Ben le quitó la radio de la mano.

—Muchas gracias, sargento. Me ha hecho sonar un héroe de película.

—Te lo mereces, compañero. Feliz Navidad. Nos vemos después de las fiestas.

—De acuerdo. Feliz Navidad, sargento.

Tras colgar la radio, Ben miró fijamente la carretera. A Carey le pareció que se sentía avergonzado por las buenas palabras de su jefe. De hecho, hasta parecía que se había sonrojado.

—¿Satisfecha? —preguntó, por fin.

—Pareces la estrella del cuerpo de policía.

—Puede ser… Sólo somos cinco —comentó, con una sonrisa.

—¿Cuánto queda para tu casa? —le preguntó Carey.

—Casi hemos llegado.

Efectivamente, unos minutos después se apartó de la carretera para tomar un pequeño desvío. Después de un breve trayecto entre árboles cargados de nieve, llegaron a una casa. Se trataba de una pequeña y agradable cabaña que estaba hecha de troncos. Contaba con un pequeño porche y un tejado muy inclinado y cubierto de nieve, una chimenea de piedras y ventanas con contraventanas y jardineras. Unos altos pinos rodeaban la cabaña. Las ramas tenían un aspecto reluciente por la nieve, lo que además le daba al conjunto la apariencia de una postal. Todo parecía mágico.

—¿De verdad es una cabaña de troncos? —preguntó Carey mientras Ben detenía el coche.

—Sí. La construí yo mismo. Con un poco de ayuda de mis amigos, por supuesto.

—Menudo logro. Me sorprende que tu jefe se olvidara de mencionar algo así.

—Tienes razón. Se lo recordaré. Bueno, vayamos dentro para calentarnos junto al fuego.

Ben saltó primero del coche y sacó todas las pertenencias de Carey del maletero. Carey se bajó también del vehículo y tomó a Lindsay.

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Junto al salón, estaba el comedor, con una enorme mesa de madera y sillas del mismo material. El comedor estaba separado de la cocina por un mostrador. El techo estaba decorado con vigas, lo que le daba a la estancia un aspecto mucho más rústico.

Carey dejó a su hija en el sofá y se quitó el abrigo. A continuación, hizo lo mismo con el buzo que llevaba la pequeña. Lo primero que hizo fue cambiar el pañal de Lindsay y, a continuación, la llevó a la cocina donde le preparó un biberón.

Los enormes sillones que había delante de la chimenea demostraron ser tan cómodos como parecían. Carey le dio a su hija el biberón allí y notó cómo la pequeña se relajaba inmediatamente. Cuando Lindsay terminó, fue quedándose poco a poco dormida en brazos de su madre. A Carey le pareció increíble que la niña estuviera tan tranquila. No tenía ni idea de lo que había estado a punto de ocurrir aquella noche. Ni de que, una vez más, estaban huyendo.

Tal vez algún día le podría decir a su hija lo que habían tenido que pasar. Lo haría cuando Lindsay hubiera crecido y pudiera comprenderlo. Esperaba que, cuando pudiera hacerlo, sus vidas fueran mucho más tranquilas. ¿Ocurriría eso alguna vez?

Vio que había una manta sobre el respaldo del sillón. Se la echó por los hombros. La casa resultaba muy acogedora, pero tenía el frío metido en los huesos y, prácticamente, estaba temblando. Podría ser que fuera por el shock de lo ocurrido. De repente sintió cómo la adrenalina iba abandonando poco a poco su cuerpo y se relajó.

Llevaba horas en tensión, primero por haber tenido que huir de Vermont y luego por el accidente. Lindsay y ella habían tenido suerte. Tal vez Ben Martin tenía razón y la nieve les había salvado la vida. Tal vez la nieve había pasado de ser un problema a convertirse en un amuleto de buena suerte.

Cerró los ojos y recordó el momento en el que los fuertes brazos de Ben la ayudaron a subir la colina. Él sólo había estado haciendo su trabajo, ayudando a la víctima de un accidente. Dudaba que ese breve contacto hubiera significado algo para él.

Tenía que admitir que, para ella, había sido más de lo que hubiera debido. Aquellos brazos le habían transmitido tranquilidad y serenidad, seguridad y protección, algo a lo que ella no estaba acostumbrada. En aquellos momentos, en la casa de Ben, tenía la misma sensación. Aunque sabía que se trataba tan sólo de algo temporal, resultaba maravilloso poder dejarse llevar, bajar la guardia y relajarse sólo por unas horas…

«Lo suficiente para descansar. Para tomar aliento. Antes de que volvamos a tomar nuestro camino», se recordó.