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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Stella Bagwell

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tiernos cuidados, n.º 1766- marzo 2019

Título original: Taming a Dark Horse

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-442-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

UNA enfermera! ¡No necesito una maldita enfermera! ¡Sólo necesito salir de aquí!

Las protestas de Linc Ketchum resonaron en la pequeña habitación del hospital. Normalmente se consideraba un tipo tranquilo y pacifico, pero desde el terrible incendio que había calcinado los establos de T Bar K dos semanas antes se había convertido en una fiera.

El médico, un hombre alto y con canas, lo miró con severidad.

—Lo siento, señor Ketchum, pero sus manos y brazos han sufrido graves quemaduras, y no podré darle el alta a menos que una enfermera lo acompañe en todo momento. Eso significa estar pendiente de usted las veinticuatro horas del día. Su cuerpo aún sigue extremadamente propenso a las infecciones, y sus manos no pueden recibir la menor presión hasta que sanen por completo. Hay que cambiarle los vendajes a diario, y quiero que se haga correctamente.

Linc levantó la mirada hacia el doctor Olstead.

—Maldita sea, doctor, si va a obligarme a tener una enfermera encima de mí todo el día, más me vale quedarme en el hospital.

—Eso se puede arreglar. Personalmente, preferiría tenerlo aquí. Pero su familia opina que estará mejor en casa.

Linc puso una mueca y miró las sábanas que le cubrían la mitad inferior del cuerpo. Salvo los cortos paseos por el pasillo y los breves momentos que se sentaba en un sillón, había pasado demasiado tiempo confinado en aquella cama. Todo el cuerpo empezaba a dolerle. Y eso sólo era el suplicio físico… La eterna imagen de las paredes verdes y la pequeña televisión que colgaba en un rincón amenazaba con mandarlo al psiquiátrico. Si no salía pronto de allí empezaría a gritar y ya no podría parar.

—Está bien, doctor. Lo que usted diga. Si tengo que soportar a una enfermera… bueno, supongo que no puedo hacer nada al respecto. Al menos podré salir de aquí —levantó las manos y brazos, envueltos en pesados vendajes. Le recordaron a dos molestos tocones sobresaliendo en un pasto despejado. Si tenía que abrocharse los vaqueros sin ayuda o salir desnudo del hospital, se vería obligado a elegir la segunda opción—. Quiero salir de aquí, doctor. Quiero volver al trabajo.

—Pronto le retiraré los vendajes —le aseguró el médico—, pero pasarán al menos dos o tres semanas antes de que le permita volver a trabajar.

Linc abrió la boca para protestar, pero el médico no le dio ocasión de decir ni una palabra y siguió enumerándole las instrucciones y prohibiciones que debía cumplir a rajatabla cuando saliera del hospital.

Cuando el médico abandonó finalmente la habitación, Linc estaba abrumado y enojado por verse en un estado tan vulnerable. Era un hombre que nunca había necesitado ni pedido nada a nadie. Se valía por sí mismo desde que era un adolescente. No le gustaba depender de los demás. Pero parecía que en los próximos días tendría que hacer muchas cosas que no le gustaban.

Los recuerdos del incendio que lo había llevado al hospital se desataron en su cabeza. Vio las llamas avanzando por las paredes de las caballerizas y consumiendo las puertas de cada establo. Los aterrorizados caballos piafando y encabritándose mientras intentaban escapar del fuego que los cercaba. Sus frenéticos relinchos mezclándose con el crepitar de las llamas. El horrible sonido seguía despertando a Linc en mitad de la noche. Y por más que lo intentaba no conseguía olvidarse de aquella pesadilla.

Una y otra vez había vuelto a las cuadras, agarrando todas las yeguas que podía y abriendo las puertas que eran pasto de las llamas. Lo único por lo que podía estar agradecido era que todos sus amados caballos se habían salvado. Sólo una yegua había sufrido leves quemaduras, y su primo Ross le había asegurado que sanaría sin problemas. En cuanto a Linc, aquella experiencia infernal le había abrasado las manos y los brazos. Pero cuando pensaba en sus yeguas, sus potros y su semental, sabía que las heridas habían merecido la pena.

—Bueno, parece que al fin tenemos buenas noticias —dijo Ross, entrando en la habitación con su hermana Victoria—. Al menos vas a salir de aquí mañana.

Ross Ketchum era el primo de Linc. Los dos tenían la misma edad y habían crecido juntos en el rancho T Bar K. Ross era mucho más extrovertido y hablador que Linc, quien valoraba excesivamente su intimidad, pero a pesar de sus diferencias eran como hermanos que no sólo compartían la responsabilidad de dirigir un negocio multimillonario, sino también sus rasgos físicos. Largas piernas, pecho esbelto y musculoso, pelo castaño oscuro y ojos verdes, si bien los cabellos de Linc eran más claros que los de Ross, y sus ojos más oscuros.

—Sí —murmuró Linc—. Pero ya me dirás adónde demonios puedo ir. No puedo tener a una enfermera paseándose por las mañanas entre un hatajo de vaqueros desnudos. A menos que sea un enfermero.

Victoria Hastings, la hermana de Ross y médico practicante, lo miró y se echó a reír.

—No creo que ninguna enfermera o enfermero fuera bien recibido en los barracones.

—Sólo si tiene buenas piernas —intervino Ross en toco jocoso.

Victoria puso una mueca.

—Ross, nuestro primo no necesita a una enfermera con buenas piernas. Lo que necesita es reposo y buenos cuidados.

—Y eso es lo que va a tener, hermanita —dijo Ross, sonriéndole a Linc—. En cuanto nos lo podamos llevar a casa conmigo y con Bella.

—¡Oh, no! No voy a ir a tu casa.

La casa del rancho había sido construida cincuenta años atrás por Randolf y Tucker, los padres de Linc y de Ross respectivamente. Por aquel entonces, los dos Ketchum habían sido socios, poseyendo cada uno la mitad del T Bar K al noroeste de Nuevo México. Al principio las dos familias habían vivido juntas en la enorme mansión de troncos y piedra. Pero cuando Randolf contrajo una enfermedad cardiaca, le vendió su mitad a su hermano y se construyó una casa más modesta al otro lado de la finca. Sus primos, Seth, Ross y Victoria, siempre habían tratado a Linc como a un hermano, permitiéndole el libre acceso a la casa y a los fondos del rancho. Linc siempre había agradecido su generosidad, pero nunca se había aprovechado de ella. Era un hombre que se había hecho a sí mismo, y quería demostrar que había ganado todo lo que tenía gracias al duro trabajo, no a las limosnas.

—Maldita sea, Linc. Esa casa también es tuya —le dijo Ross—. Nos pertenece a todos nosotros, aunque solamente vivamos en ella Bella y yo. Y ya sabes que hay espacio de sobra. De hecho, son tantas las habitaciones libres que Bella no sabe qué hacer con ellas.

—Podéis llenarlas de críos —dijo Linc. Sería mucho mejor que alojar a un vaquero incapacitado que no podía ni abrocharse los pantalones.

Ross se echó a reír.

—Ya estamos intentando llenarlas de críos, Linc. Pero eso lleva su tiempo… Nos costará bastante llenar tanto espacio.

—Pues yo no quiero retrasar aún más esos esfuerzos —gruñó Linc—. Tú y Bella acabáis de casaros. Necesitáis estar solos.

—Díselo a Marina —intervino Victoria.

Marina había sido la cocinera y ama de llaves de la familia Ketchum desde que nacieron Linc y sus primos. La inmensa mujer latina sabía más de ellos que ellos mismos. Le tenía un cariño especial a Ross, y no se molestaba en ocultarlo. Siempre decía lo que pensaba, y sin duda insistiría en cuidar a Linc.

—Ésa es otra cuestión —dijo Ross rápidamente—. Marina estará disponible para la enfermera y…

—¡No! —exclamó Linc—. Marina ya tiene demasiado trabajo. No quiero cargarla con más problemas.

—Por Dios, Linc, te estás comportando como un crío.

Al no poder usar las manos ni los codos, a Linc le costó bastante elevarse del colchón, pero finalmente consiguió incorporarse en la cama y fulminó a su primo con la mirada.

—Escúchame, cerdo arrogante. Si crees que…

—¡Ya está bien! —gritó Victoria—. Esta discusión es del todo innecesaria.

—Tienes razón, lo es —corroboró Ross—. ¡Linc va a hacer lo que yo diga!

—¡Y un cuerno! —masculló Linc.

—Ya basta —volvió a intervenir Victoria—. Nadie va a obligar a Linc a hacer algo que no quiera —apoyó las manos en los pies de la cama y se inclinó hacia Linc con una sonrisa alentadora—. Yo tengo la solución, Linc. La vieja casa de tus padres está vacía. Grady, el capataz, se fue hace una semana. Se ha comprado una casa propia, así que tendremos la casa limpia y preparada para ti mañana.

El alivio se dibujó en el rostro de Linc.

—Victoria, eres una joya.

—Mi marido me dice lo mismo cada día —bromeó ella. Se acercó al cabecero de la cama y besó a Linc en la frente—. No te preocupes. No voy a dejar que nadie te dé la lata, y mucho menos mi hermano.

—Deja de mimarlo, Victoria —se quejó Ross, con una media sonrisa que suavizaba sus palabras—. O será inservible para el rancho cuando se recupere.

En esa ocasión, Linc optó por no morder el anzuelo. Ahora que sabía que iba a abandonar el hospital, había otro problema más acuciante que las provocaciones de su primo.

—Suena bien, Victoria, pero ¿qué hay de la enfermera? No creo que ninguna mujer quiera quedarse en el rancho, y mucho menos todo el día.

Victoria frunció el ceño.

—¿Por qué no? El rancho es muy bonito. Y la casa es muy agradable, aunque no sea ningún lujo.

Linc se encogió de hombros mientras lo asaltaban los recuerdos de su madre. Darla siempre había odiado el rancho. El polvo, el ganado, el aislamiento y los esfuerzos de su marido por sacar adelante la propiedad. Aún recordaba los gritos e increpaciones de su madre, amenazando a su padre con abandonarlo y largarse del rancho para siempre.

Finalmente lo hizo, pero no fue hasta que su padre murió de la enfermedad cardiaca que lo había estado consumiendo poco a poco. Linc era entonces un adolescente, y con frecuencia se había preguntado por qué su madre no se había marchado antes, cuando era obvio que no quería a su marido y tampoco había demostrado mucho interés por Linc. Se había contentado con dejar que su marido se ocupara del rancho y que apenas se cuidara a sí mismo.

Darla había vuelto a casarse poco después de quedarse viuda, y, para sorpresa de Linc, le había exigido a su hijo que se trasladara a la Costa Este con ella y con su nuevo marido. La idea era demasiado ridícula para tomársela en serio. Linc había pasado toda su vida en el T Bar K. Había crecido junto a sus primos, que tenían su misma edad. Aquel lugar era su hogar y siempre lo sería. No estaba dispuesto a mudarse a ninguna ciudad, lejos de todo lo que amaba. Por tanto eligió quedarse en el rancho, y su madre se marchó sin mirar atrás.

—Sí, bueno —le dijo finalmente a Victoria—. Pero algunas mujeres…

—No voy a contratar a cualquiera —le aseguró Victoria—. Si no es una mujer amable, sensata, trabajadora y completamente cualificada, no pondrá un pie en el rancho. ¿Está claro?

Linc quiso decirle que no había ninguna mujer así que estuviera dispuesta a vivir bajo el mismo techo que él, ni siquiera en una relación enfermera-paciente, pero mantuvo la boca cerrada. Ya había protestado y discutido bastante, y Victoria lo estaba haciendo lo mejor que podía. Al menos debía estarle agradecido.

—¿Dónde vas a encontrar a una mujer así? —le preguntó Ross a su hermana—. No crecen en los árboles precisamente.

—Soy médico, ¿recuerdas? —replicó ella—. Confía en mí. Sabré encontrar a una.

Ross la agarró del brazo y tiró de ella hacia la puerta.

—Pues será mejor que salgas de aquí y empieces a buscarla. Linc y yo tenemos asuntos que discutir.

—Espero que sea sobre caballos —dijo Linc—. ¡Porque estoy harto de hablar sobre enfermeras!

—Oh, muy bien, ya me marcho —aceptó Victoria, sacudiendo la cabeza—. Pero recuerda, Linc, que no puedes volver a trabajar hasta que te hayas recuperado por completo. Y para eso necesitas a una enfermera.

—Sí, ya lo sé… —murmuró Linc—. Bueno, supongo que un hombre puede soportar lo que sea si no le queda otro remedio. Soberbio

 

 

Aquella misma tarde, Nevada Ortiz estaba intentando vacunar a un niño pequeño y chillón cuando su jefa, la doctora Victoria Hastings, la llamó.

—Nevada, en cuanto hayas acabado aquí quiero verte en mi consulta.

Nevada limpió el muslo del niño con alcohol, intentando contener sus patadas.

—¿Qué hay del señor Buckhorn? Está en la sala de espera y Joyce dice que ya ha salido dos veces a fumarse un cigarrillo.

Victoria dejó escapar un suspiro de frustración.

—De acuerdo. Yo me ocuparé de él y te veré después en mi consulta.

—Parece que es algo serio —comentó la joven madre que sostenía a su hijo en brazos—. ¿Qué has hecho, Nevada?

En el pequeño pueblo de Aztec, Nuevo México, todo el mundo se conocía. Nevada llevaba trabajando allí seis años como enfermera, por lo que era una persona muy popular en el pueblo.

Se encogió de hombros y sonrió.

—No mucho, la verdad. Pero el pequeño Henry puede que no esté de acuerdo —le frotó el muslo al crío y al cabo de dos segundos los gritos dejaron paso a una encantadora sonrisa—. ¿Ves como no era tan horrible? Y mira lo que te has ganado…

Se metió la mano en el bolsillo del uniforme y sacó una piruleta roja. Le retiró el celofán y se la tendió al niño. Éste dejó escapar un grito de alegría y Nevada le dio una palmadita en la mejilla.

—Estate atenta por si le vuelve a subir la fiebre o los sarpullidos —le dijo a la madre—. No creo que tenga ningún problema después de esta reinyección, pero si es así, llámanos enseguida.

—Así lo haré. Gracias, Nevada.

Una vez que la madre y el hijo salieron de la consulta, Nevada corrió a buscar los gráficos del señor Buckhorn, que estaban entre otros cientos de tarjetas en las estanterías de recepción. Se inclinó y le susurró al oído de Joyce.

—¿Ha salido otra vez? ¿O sólo estaba maldiciendo?

No era necesario aclarar que se refería al señor Buckhorn, pues era el único paciente que quedaba en la sala de espera.

—Ninguna de las dos cosas, gracias a Dios —respondió la recepcionista—. Le puse el canal del Oeste en la televisión y está ensimismado con Sunset Carson.

Nevada sonrió y fue a la sala de espera con los gráficos del anciano.

—Señor Buckhorn, ya puede venir —lo llamó.

El viejo indio navajo bajó lentamente la cabeza y la miró con irritación.

—Ya he esperado demasiado, jovencita —dijo, apuntando con un dedo a la televisión—. Tengo que ver lo que este vaquero va a hacer con ese pistolero.

—Va a pegarle un tiro, naturalmente —dijo Nevada—. Y la doctora Hastings se lo va a pegar a usted como no venga inmediatamente. No tiene tiempo para esperar a los ancianos como usted.

El viejo murmuró unas ininteligibles palabras en navajo, se puso su desgastado sombrero y se levantó. Pero cuando llegó junto a Nevada ya estaba de mejor humor, con una amplia sonrisa y un brilló malicioso en los ojos.

—No soy tan viejo, señorita. Tengo una novia, y la veo todos los días.

—Por su olor parece que también se fuma un cigarrillo cada día. Sabes que a la doctora no le hará ninguna gracia.

El viejo soltó una carcajada.

—Lo superará.

 

 

Media hora después, Nevada pudo reunirse finalmente con Victoria. El día había sido muy largo y las dos mujeres estaban exhaustas. Nevada se dejó caer en el sillón junto al escritorio de la doctora.

—¡Vaya día! —exclamó—. ¿A cuántos pacientes hemos visto?

Victoria intentó sonreír.

—Dejé de contar cuando íbamos por el veinte.

Nevada se quitó las horquillas y su larga melena negra le cayó sobre los hombros.

—Bueno, ¿qué he hecho esta vez? —le preguntó a su jefa—. ¿Algún paciente descontento conmigo? Ya sé que el señor Tallman se quejó de la inyección, pero de verdad, Victoria, ese hombre siempre se está quejando de todo.

Victoria se recostó en su sillón y se rió cansinamente.

—No has hecho nada malo, Nevada. Y tienes razón, es un quejica. Pero no es eso por lo que quiero hablar contigo.

—¿No? —preguntó Nevada, mirándola con interés—. ¿Qué ha pasado? ¿Vas a quitarte trabajo de encima o algo así?

Victoria negó lentamente con la cabeza.

—Eso debería hacer, pero por el momento no es posible. El doctor Martínez está fuera de la ciudad y no volverá de sus vacaciones hasta la semana que viene. No tengo a nadie que me sustituya… al menos, a nadie a quien le confiaría mis pacientes —juntó las manos sobre la mesa y se inclinó para mirar fijamente a Nevada—. Tengo un problema. Necesito encontrar a una enfermera fiable con la que pueda contar.

Nevada se quedó aturdida.

—¿Quieres decir…? ¿Crees que no puedo ocuparme yo sola de todo? Creía que formábamos un buen equipo.

Victoria movió rápidamente una mano.

—Nevada, cariño, no podría trabajar sin ti. Eres mi brazo derecho. Y no sé cómo voy a sobrevivir durante las próximas semanas si accedes a esto…

—¿Esto? —repitió Nevada con cautela—. ¿Qué es esto?

—Tengo que pedirte un favor —dijo Victoria mientras se masajeaba la frente—. Un gran favor.

—Por supuesto. Lo que sea —se apresuró a corroborar Nevada.

—Espera un momento —dijo su jefa, dejando caer la mano—. Antes de aceptar tienes que saber de qué se trata. Es muy posible que no quieras involucrarte.

Nevada se removió en el asiento.

—Has despertado mi curiosidad. Y ya sabes cuánto me gustan los desafíos.

Victoria volvió a reírse.

—Tengo el presentimiento de que esto va a ser todo un desafío. Ya sabes que mi primo Linc sufrió graves quemaduras en el incendio del rancho.

Nevada asintió seriamente.

—Sí. ¿Cómo está?

—Van a darle el alta mañana.

—Eso es estupendo —dijo Nevada con una radiante sonrisa—. Por lo que me contaste, sus quemaduras tenían muy mal aspecto. Debe de estar mucho mejor.

—Lo está. Y Ross y yo hemos convencido al médico que estaría aún mejor si pudiera irse a casa. El médico ha dado su visto bueno. Pero sólo con la condición de que busquemos a una enfermera para que lo atienda las veinticuatro horas del día. Y he pensado en ti.

—¡Yo! —exclamó Nevada, llevándose la mano al pecho—. ¡Victoria, no… no puedo hacerlo!

—Acabas de decirme que harías lo que fuera —le recordó su jefa.

—Sí, pero no imaginé que me pedirías algo así. ¡Ni siquiera conozco a tu primo! ¡Estaría viviendo prácticamente con él!

—Estarías viviendo con él —la corrigió Victoria—. No se puede quedar solo. Aún no puede usar las manos ni los brazos. Te podrás imaginar todo el cuidado que va a necesitar.

—Sí, me lo imagino —murmuró Nevada. Se sentía fatal por Linc Ketchum. Nunca lo había conocido en persona, pero se podía imaginar el dolor y el sufrimiento por el que debía de estar pasando. Había atendido a muchos pacientes con quemaduras a lo largo de los años, y sabía los cuidados especiales que necesitaban. Pero no quería dejar su casa durante dos o tres semanas. ¿Y vivir con un hombre? Siempre había sido aventurera, pero no hasta ese punto.

—No creo ser la enfermera que necesitas.

—Eres exactamente la enfermera que Linc necesita. Sus heridas no sólo lo han incapacitado físicamente. También lo han afectado mucho emocionalmente. Linc es un hombre amable y sociable al que todo el mundo admira y aprecia. Pero esta mañana casi llegó a las manos con Ross. Necesita olvidarse del incendio y de este encierro. Y si alguien puede ayudarlo a conseguirlo, eres tú.

Nevada dejó escapar una carcajada incrédula.

—¿Cómo? ¿Jugando al dominó o al póquer? Victoria, no sé nada de él. Ni siquiera sé cómo hablarle.

—¿No sabes cómo hablarle a un hombre? —preguntó Victoria con una sonrisa—. Vamos, cariño, ese tipo de cosas surgen de un modo natural.

—Y luego hay otra cosa… Tengo una vida aquí, en el pueblo. ¿Cómo podría salir a divertirme si estoy atrapada en el T Bar K? Ya sabes que tengo muchos amigos. No lo entenderían…

—Si no lo entienden, es que no son tus amigos.

A Nevada se le escapó un largo suspiro. Lo había intentando, pero no había manera de convencer a Victoria.

—Tu decisión es firme, ¿verdad?

—Nevada, no conozco a nadie mejor que tú —respondió Victoria con voz suave—. Linc es un hombre que necesita un cuidado exquisito.

Nevada observó el rostro de Victoria y vio la angustia reflejada en su expresión.

—Quieres mucho a tu primo, ¿no es así?

Victoria asintió.

—Desde siempre. Linc es muy especial… para todos nosotros. Es como un hermano, aunque por alguna razón que ignoro siempre ha querido preservar su independencia. Pero es un hombre fuerte y compasivo, y no soporto verlo en su estado actual.

Nevada rodeó la mesa y puso una mano en el hombro de Victoria.

—No te preocupes. Ya sabes que aceptaré el encargo. No puedo negarte nada, aunque quiera.

Victoria levantó la mirada hacia ella.

—No lo hagas sólo por mí, Nevada. Hazlo por Linc, ¿de acuerdo?

Una incómoda sensación recorrió a Nevada, haciéndola dudar. Pero sus dudas apenas duraron un instante.

—De acuerdo —aceptó con una sonrisa—. Lo haré por Linc.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LINC estaba sentado en el porche de la vieja casa de su padre, cuando un pequeño deportivo blanco se detuvo a pocos metros de la valla que rodeaba el jardín. Un jardín que apenas era más que una pequeña parcela cubierta de pedruscos, pinos y arbustos.

Se levantó lentamente de la silla y caminó hacia la valla con los ojos entornados, intentando distinguir a la ocupante del vehículo tras el polvoriento parabrisas. Y mientras esperaba a que la enfermera se bajara del coche, se dijo a sí mismo que no importaba qué tipo de persona fuera aquella mujer, siempre que se mantuviera lo más lejos posible de él.

La puerta del coche se abrió finalmente y Linc vio unas piernas enfundadas en unos vaqueros y una larga melena negra agitada por la brisa de la tarde. La mujer se sujetó el pelo con una mano bronceada y se giró hacia Linc.

—Hola —lo saludó alegremente—. Supongo que usted debe de ser Linc.

Cielo santo, pensó Linc. Aquella mujer no era una enfermera. No podía serlo. Era muy joven, y se asemejaba más a una sensual sirena que a una cuidadora profesional. Su pequeño cuerpo tenía más curvas que la sinuosa carretera que subía hasta la casa, y su rostro estaba salpicado de hoyuelos, con unos ojos marrones y brillantes y unos labios del mismo color que las cerezas maduras. No era el tipo de mujer que Linc necesitaba durmiendo al otro lado del vestíbulo.

—El mismo —respondió, preguntándose cómo podía despedirla sin ser grosero.

Ella caminó hacia él y sonrió.

—Le ofrecería la mano, pero como no puede estrecharla, me limitaré a decir que me alegra estar aquí.

Llevaba un jersey rojo que se había deslizado sobre un hombro y unas sandalias lo bastante altas para romperle los tobillos. Linc no pudo impedir que su mirada subiera desde las uñas pintadas de sus pies hasta lo alto de la cabeza, y que luego volviera a bajar.

—¿Se puede saber dónde la ha encontrado Victoria? —preguntó groseramente.

La descarada pregunta hizo que la mujer arqueara sus delicadas cejas negras.

—Bueno, no he salido de ningún agujero, si es eso lo que está pensando. Soy su enfermera. Supuse que lo sabía. ¿No ha estado nunca en la clínica de Victoria?

Él sacudió la cabeza. Odiaba que aquella mujer lo hiciera sentirse como un completo estúpido.

—Nunca he necesitado atención médica —dijo, frunciendo el ceño al mirarse las manos vendadas—. Al menos, no hasta el incendio.

—Vaya, ha debido de tener mucha suerte —dijo Nevada mientras se fijaba en el primo de Victoria.

Él la fulminó con la mirada y levantó los pesados vendajes delante de sus narices.

—¿Suerte? ¿Llama a esto tener suerte?

Ella asintió, sin que su sarcasmo la afectara lo más mínimo.

—Si ha vivido todos estos años sin necesitar atención médica, es usted un hombre muy afortunado, Linc Ketchum. Y en cuanto a esas quemaduras… mejor que fueran sólo sus manos y brazos a que fuera todo el cuerpo.

Tenía razón, y él lo sabía, pero eso no lo hacía sentirse mejor. Aun así, le dio gracias a Dios por haber escapado del incendio antes de morir abrasado.

—Sí —dijo. Pasó junto a ella y le echó un vistazo al asiento trasero del coche. Estaba cargado con suficiente equipaje para llenar dos armarios—. Parece que ha venido para quedarse.

Nevada se volvió hacia él y frunció el ceño.

—Pues claro que he venido para quedarme. Necesita a alguien con usted a todas horas.

Linc respiró hondo.

—Verá… no quiero parecer grosero, pero no me parece que sea usted la persona indicada.

—¿Cómo dice?

Él se encogió de hombros con expresión ligeramente avergonzada. Normalmente se esforzaba por tratar a las personas con delicadeza, igual que hacía con sus caballos. Pero la mujer que tenía enfrente estaba acabando con su paciencia.

—He dicho que no creo que sea la persona más adecuada para quedarse conmigo.

Nevada entornó la mirada mientras posaba las manos en la cintura.

—No lo cree, ¿eh? ¿Y dígame, ¿qué tipo de persona le gustaría tener con usted? —le preguntó dulcemente.

—¡A ninguna! Puedo arreglármelas solo, maldita sea. ¡No sé por qué Victoria la ha enviado! ¡Ni siquiera creo que sea usted enfermera!

Nevada cruzó los brazos contra los pechos. Aquella reacción del paciente no era ninguna sorpresa. Victoria ya le había advertido que Linc estaba muy nervioso desde el incendio. Y ella había oído mucho tiempo atrás que era como un recluso. Le había preguntado a Victoria si los rumores eran ciertos, y su jefa se los había confirmado. Linc Ketchum jamás salía del rancho.

Pobre hombre… Realmente necesitaba su ayuda.

—¿Por qué no? —le preguntó simplemente.