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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Teresa Ann Southwick

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nadie como él, n.º 1767- marzo 2019

Título original: When a Hero Comes Along

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-443-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO todos los días un hombre tenía la oportunidad de regresar de la muerte.

El capitán de marina Joe Morgan había regresado del infierno. Había aprendido lo que era enfrentarse a un terrorista dispuesto a matarlo. Sabía lo que le había costado salvarse de la muerte y se llevaría aquel secreto con él a la tumba.

Ahora tenía que verse las caras con Kate Carpenter, quien seguramente lo odiaría. Tenía razones para ello, pero aun así tenía que verla. Y a su hijo también. Tenía que explicarles.

Allí estaba en el umbral de su puerta. Alzó la mano para llamar con los nudillos, pero cerró el puño. Quizá debería haber llamado antes, pensó, pasándose la mano por el pelo, pero no le gustaba demorar las cosas. Además, antes o después tendrían que verse. Llevaba cinco minutos allí sin llamar a la puerta y no había visto a nadie en el complejo de apartamentos.

Los caminos a través de los arbustos estaban bien iluminados. Había fijado aquel encuentro a las siete y media a propósito, puesto que no era demasiado tarde, pero tampoco demasiado pronto como para que ella no estuviera en casa. Con un poco de suerte, no le cerraría la puerta en la cara.

Pero si se quedaba allí mucho más tiempo, cualquiera sospecharía de sus intenciones.

Se pasó la mano por el pelo otra vez y luego apretó el botón del timbre. Al no oír nada, se preguntó si las paredes serían muy compactas o si el timbre estaría estropeado. Quizá fuera él el que no oía. La guerra era algo muy ruidoso y quizá su audición se había visto afectada.

Había pasado sus pruebas físicas y estaba deseando volver a sus negocios en Servicios de Helicópteros Southwestern. El hecho de que su hermano fuera el dueño de media compañía no era algo en lo que pudiera pensar en aquel momento.

Dentro del apartamento, una sombra pasó junto a la ventana y oyó unos pasos al otro lado de la puerta. Si Kate era tan lista como pensaba, en aquel momento debería de estar mirando por la mirilla. Suponiendo que llegara a ella. Hacía catorce meses que no la veía, pero no había olvidado lo menuda y delgada que era. Él medía casi un metro ochenta, pero aun así sus cuerpos encajaban a la perfección.

Pasaron unos segundos y reparó en que sus latidos se aceleraban. Entre Afganistán y Kate Carpenter, su corazón estaba haciendo un gran esfuerzo. Pero en cualquier momento, el suspense se acabaría.

Esperó y nada ocurrió. ¿Estaba al otro lado de la puerta? ¿Lo estaba mirando? ¿Y si no abría la puerta? ¿Podría culparla por no hacerlo?

Debería haber llamado antes de ir.

—¿Kate? —dijo llamando suavemente con los nudillos a la puerta—. Soy Joe Morgan —añadió, por si acaso no lo recordaba.

Aquello no era normal, no después de la carta y de lo que le había dicho en ella. Pero sabía por propia experiencia que las mujeres podían olvidarse de los buenos recuerdos cuando querían hacer daño.

Dentro, se oyó descorrer una cadena justo antes de que el pomo de la puerta girara y Kate apareciera ante él. No dijo nada, tan sólo se quedó mirándolo, con los ojos abiertos como platos. Aquella expresión le resultó familiar. La conmoción era una manera de proteger la mente y el cuerpo, una pausa hasta que ambos fueran lo suficientemente fuertes como para enfrentarse al trauma. Nunca se había considerado parte de un trauma, pero ahora se daba cuenta de que no había llamado por miedo a que le colgara el teléfono o se negara a verlo o a hablar con él.

Ahora que la tenía tan cerca y sentía el calor de su piel, se daba cuenta de lo mucho que necesitaba verla y hablarle. Estaba más guapa de lo que recordaba. Sus ojos eran grandes y, aunque a primera vista parecían marrones, tenían brillos dorados, lo que le hizo recordar que cuando miraba al sol sus ojos se volvían verdes. Seguía siendo menuda y, a pesar de la ropa que llevaba, le daba la impresión de que tenía más curvas que la última vez que la había visto, cuando le había hecho el amor.

Su melena morena y brillante caía sobre sus hombros, al igual que cuando la había besado hasta dejarla sin aliento. Entonces sus ojos se habían vuelto verdes sin que el sol tuviera nada que ver con ello. Pero ahora no estaba sonriendo.

—¿Kate?

—Joe —susurró ella—. Pensé que nunca más volvería a verte.

—Sorpresa —dijo él encogiéndose de hombros y apoyándose en el umbral de la puerta.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Aquél no era el recibimiento que esperaba, lo que le hizo recordar que se había hecho un guión para aquel encuentro. En su cabeza había visto sonrisas, abrazos y hasta lágrimas de alegría.

—Quería verte.

—¿Por qué?

Quería creer que sus palabras eran resultado de la sorpresa, pero sabía que no era así. Le había hecho daño rompiendo con ella bruscamente. Ella no había logrado entender que era lo mejor, pero tampoco se lo había explicado.

—Recibí la carta —dijo él.

—No estaba segura —replicó ella alzando la barbilla—. No me contestaste.

—Hay un motivo para no haberlo hecho.

—No importa —dijo y apretó por unos segundos los labios—. Dejaste bien claro que no fui más que una aventura para ti. Lo pasamos bien, pero fue tan sólo eso.

Una aventura muy erótica, pensó él. Una atracción instantánea que había ardido en llamas. Pero ella tenía razón. Le había dejado bien claro que habían acabado, aunque por desgracia, sus recuerdos aún seguían vivos, especialmente aquél en que tan sólo la cubría una sábana. Después, la había dejado y los hoyuelos de sus mejillas desaparecieron.

—Recuerdo lo que dije.

—Entonces recordarás que me dijiste que no me molestara en esperar, que no debía imaginar que…

—Acerca de esperar…

Ella bajó la mirada unos segundos y luego se encontró con la suya.

—Sólo te escribí porque pensaba que tenías derecho a saber…

—¿Cuándo te enteraste?

—¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó ella y un brillo de culpabilidad asomó a sus ojos.

—Si pensabas decírmelo.

—Tuve mis dudas —admitió—. Yo…

—¿Podemos seguir hablando dentro? —dijo mirando las puertas de los otros apartamentos—. Seguro que no quieres que los vecinos oigan esta conversación.

Ella se mordió el labio y, por su expresión, era evidente que estaba considerando rechazar su propuesta. Pero de pronto se hizo a un lado y abrió la puerta de par en par.

—Está bien, pasa.

Antes de que cambiara de opinión, entró. Desde donde estaba, podía ver la cocina y el comedor, con unas puertas correderas que daban a un patio. Las paredes estaban pintadas de dorado claro y la alfombra era beige. El entorno era bonito y acogedor.

Se giró y la miró. Con aquellos ajustados vaqueros y su camiseta ceñida marcando cada curva de su cuerpo, estuvo a punto de olvidar que lo que quería saber era el motivo de que hubiera esperado tanto para decirle que estaba embarazada. Si se hubiera enterado antes, ¿habrían cambiado las cosas? Eso era algo que nunca sabría.

—Sobre la carta… —dijo él.

—Apenas nos conocíamos, Joe. Dejaste bien claro que no querías compromisos. ¿Acaso no tenía derecho a saber que lo único que querías era sexo? Por alguna razón, no me di cuenta de las señales —dijo ella y sus ojos brillaron con intensidad—. Para que lo sepas, no te culpo de nada. Nadie me puso una pistola en la cabeza.

Eso estaba claro. Había sido cariñosa y tierna entre sus brazos. La había deseado más y más cada vez que la había visto. Incluso después de tanto tiempo, aún la deseaba. Pero ya había hecho el tonto una vez y había sido suficiente.

—También es mi hijo.

En una décima de segundo, la expresión de la cara de ella pasó de mujer rechazada a madre coraje.

—¿Desde cuándo? Es evidente que no querías saber nada cuando no contestaste la carta.

Él sacudió la cabeza.

—No contesté porque no pude.

—Ah, ¿te rompiste los brazos? —ironizó—. Mira, Joe, lo cierto es que no necesito ni quiero nada de ti. Me sentí obligada a contarte lo del bebé y tú no me contestaste. Fin de la historia.

—No tan deprisa, ahora estoy aquí.

Habría ido antes de no haber sido por la tramitación médica y los formularios para el retiro militar que había tenido que cumplimentar. Además, aquélla era una conversación que no quería mantener por teléfono.

—Hay una explicación —dijo y se encontró con su mirada acusadora—. Y quiero que la escuches de mis labios.

—Está bien —dijo ella cruzándose de brazos.

—La carta llegó cuando estaba a punto de irme a una misión y pensaba contestarla a la vuelta.

—Ya veo.

—Lo cierto es que… me llevó un tiempo regresar.

—¿Por qué? —preguntó mirándolo con desconfianza.

—El helicóptero en el que viajaba fue alcanzado y los talibanes decidieron mostrarnos su hospitalidad.

Eso era todo lo que tenía que saber, lo único que pensaba contarle.

Su mirada se volvió cálida al tomarlo del brazo.

—Joe…

El roce de sus dedos era demasiado agradable y se apartó.

—Llegué hace un rato y he venido directamente desde el aeropuerto.

Era importante que lo supiera.

—No sé qué decir.

—Háblame de mi hijo.

Una sonrisa apareció en sus labios.

—Es perfecto, lo mejor que he hecho nunca.

—¿Qué nombre le pusiste?

Ella se acercó hasta la mesa que había junto al sofá, tomó una foto enmarcada y se la dio.

—J.T.

Mientras miraba la foto, Joe sintió que el corazón se le encogía. El bebé tenía los ojos grandes, del mismo azul que los suyos y con los hoyuelos de su madre.

—¿Qué significa J.T.?

—Joseph Turner. Ése era el nombre de mi abuelo.

—¿Qué tiene, cuatro meses? —dijo acariciando la foto.

Ella asintió y Joe no pudo evitar mirar su vientre y preguntarse por el aspecto que tendría embarazada.

—¿Puedo verlo?

—Está durmiendo —respondió ella.

—Sólo quiero verlo.

Ella se quedó pensativa, con el ceño fruncido.

—Por aquí —dijo por fin.

La siguió hasta la habitación del bebé. La tenue luz que impedía que la habitación estuviera completamente a oscuras le permitió ver la cuna. Había muñecos de peluche por doquier. Lentamente se acercó y se quedó mirando al niño, que dormía plácidamente boca arriba.

Joe alargó la mano y acarició sus pequeños dedos.

—Qué pequeño es.

—Tenías que haberlo visto cuando nació —dijo ella con una amable expresión en su rostro.

Pero no había sido culpa de ella que no lo hubiera visto. Durante seis meses, él ni siquiera había sabido que había un bebé en camino y eso sí había sido culpa de ella. No lo había tenido a su lado mientras su hijo crecía en su interior ni cuando había dado a luz. Le había robado el comienzo y luego, un enemigo desde el otro lado del mundo, había hecho el resto. ¿Y si aquel ataque de remordimiento no la hubiera obligado a decírselo?

—Necesitamos hablar —dijo mirándola a los ojos.

—De acuerdo. Pero no aquí ni ahora. Llámame mañana.

Aquello le sonó a una maniobra evasiva. Estaba entrenado para sobrevivir y sabía que además de una buena formación, era necesaria una buena táctica. Y la sorpresa era la mejor estrategia.

—De acuerdo —dijo—. Te llamaré mañana.

 

 

Kate Carpenter esperaba cerca de la entrada de urgencias, a unos veinte metros del gran círculo marcado en el suelo de hormigón con una H en su interior. Allí era donde los helicópteros médicos tomaban tierra. Había uno de camino con un hombre de cincuenta y ocho años y un posible ataque al corazón. El paciente era de Pahrump. Sabía que era un viaje de una hora por carretera, puesto que su madre vivía allí. La ayuda médica habría llegado tarde si le hubieran llevado en ambulancia.

Las enfermeras de la sala de urgencias del Centro Médico Mercy se turnaban para atender la llegada de los helicópteros y aquel día era el turno de Kate. El médico ya había recibido el electrocardiograma y estaba al tanto de la situación a través de radio y de la información del monitor acoplado al corazón del paciente.

En aquella sala de urgencias era donde había visto a Joe Morgan por primera vez. Todavía no podía creer que hubiera aparecido la noche anterior sin avisar. Había albergado esperanzas de volver a verlo después de su estancia de doce meses en el extranjero. Pero los días habían pasado sin que tuviera noticias de Joe. Al final, se había imaginado que no era más que uno de esos hombres donantes de esperma. Pero por la expresión de su rostro al conocer a su hijo, se había dado cuenta de que se había equivocado y eso era lo que más le había preocupado.

Sus reservas emocionales se habían visto mermadas al sugerirle que se vieran otro día. Él se había mostrado de acuerdo y luego se había ido con aspecto cansado. Estaba más delgado que la última vez que lo había visto y se preguntó qué le habría pasado. Su explicación acerca de la hospitalidad de los talibanes no le había reportado demasiada información, pero tenía un mal presentimiento. Aunque estuviera más delgado, todavía conseguía hacer que el pulso se le acelerara hasta límites peligrosos.

De repente oyó el zumbido de las aspas del helicóptero y miró hacia arriba. Cuando se le comenzó a alborotar el cabello, se obligó a olvidar sus problemas personales y concentrarse en aquella situación.

Esperó impaciente hasta que las aspas dejaron de moverse y se acercó junto a un celador a la puerta abierta del helicóptero. La enfermera de vuelo los ayudó a sacar al paciente y les entregó la documentación de Jim Bennett, antes de llevarlo en silla de ruedas a la sala de urgencias.

Después de colocarlo en la camilla, Kate se dispuso a tomarle la tensión.

—Voy a tomarle sus constantes vitales, señor Bennett.

—De acuerdo —dijo el hombre con el rostro pálido del dolor y el miedo.

Tomó el estetoscopio de su cuello y se lo ajustó a los oídos. Después de escuchar atentamente, anotó los resultados, tanto del pulso como de la tensión. Le estaba dando un par de aspirinas al paciente cuando el doctor Mitch Tenney entró en la habitación.

El médico tomó el informe y lo leyó.

—Señor Bennett, está teniendo un I.M. —dijo sin mirar al paciente.

—¿Qué es eso? —preguntó el hombre con mirada aterrorizada.

—Un infarto de miocardio —dijo Mitch.

—Un ataque al corazón —aclaró Kate.

—Vamos a darle algunos anticoagulantes y morfina para el dolor —dijo Mitch y miró a Kate—. Siga mis instrucciones.

—De acuerdo —asintió ella.

—Vamos a llevarlo a la unidad de cuidados cardiacos para tenerlo en observación —añadió Mitch dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Voy a morir? —preguntó el señor Bennett.

—Hoy no —dijo Mitch mirándolo por fin.

Kate sacudió la cabeza ante el comentario frío del doctor. Mitch Tenney era el mejor especialista que había visto en una sala de urgencias, pero lo que le sobraba de conocimientos le faltaba en humanidad. El hospital había recibido más de una queja debido a su comportamiento.

Kate se quedó con el paciente hasta que fue llevado a una habitación y luego pasó por la sala de enfermeras.

—Si no hay nada ahora, voy por algo de comer.

La supervisora apartó la vista del ordenador.

—Ve, Kate. Es tarde y debes estar muerta de hambre.

—Sí, ha sido una de esas intensas mañanas.

Y aún se volvió más intensa al atravesar la sala de espera en dirección a la cafetería y ver allí a Joe. Llevaba su uniforme caqui y unas gafas de sol de aviador colgaban del cuello de su camiseta blanca.

—Hola.

—¿Qué estás haciendo aquí?

De pronto cayó en la cuenta. No estaba vestido para una fiesta de disfraces. Aquélla era la ropa de trabajo de un piloto de helicóptero. Había tardado en darse cuenta de que era él el piloto del helicóptero que había llegado.

—Olvida la pregunta —dijo ella sacudiendo la cabeza.

No estaba preparada para enfrentarse a él tan pronto. Una de las razones por las que había dado por finalizada la visita del día anterior había sido para tranquilizarse, pero después de pasar la noche en vela pensando en él, no había podido calmar sus nervios.

—A lo que me refiero es si no tienes algún otro sitio al que ir.

—Ahora mismo no.

Tenía buen aspecto, pensó. Aquel uniforme le sentaba bien. Su pelo corto y moreno estaba ligeramente revuelto. Sus ojos azules se encontraron con los suyos. Se le veía más serio que de costumbre, más fascinante y peligroso.

Seguía estando muy guapo y al observarlo, el ritmo de su corazón se aceleró. Pero había algo en él que era diferente. Su aire de seguridad, aquel porte que había llamado su atención al conocerlo, no estaba. Parecía estar vigilante, precavido, en alerta.

Sus facciones eran duras, con la mandíbula cuadrada y una nariz algo torcida. Al fijarse mejor, vio una cicatriz en su barbilla que no recordaba. Había besado cada centímetro de su rostro durante aquellas intensas semanas en que habían estado juntos antes de que le dijera bruscamente que lo que había entre ellos se había acabado.

Kate metió las manos en los bolsillos y lo miró.

—Voy a comer.

—¿Te importa si te acompaño?

Ella se encogió de hombros.

—Como quieras. Pero es comida de hospital, luego no digas que no te lo advertí.

—Entendido.

La cafetería estaba en la primera planta y recorrieron varios pasillos hasta que percibieron el olor a comida. Era tarde para comer y el comedor estaba prácticamente vacío. Tomaron unas bandejas rojas y las deslizaron por la balda metálica mientras decidían entre los diferentes menús del día: carne stroganoff y pollo teriyaki. Miró a Joe con la intención de romper la tensión y decir algo sobre aquella terrible comida, pero su lengua se negó a moverse. Estaba inmovilizada por la expresión de intensidad que veía en sus ojos. De repente, ya no tenía hambre, al menos de comida.

—Te recomiendo una hamburguesa.

Él asintió y Kate pidió dos. Tomaron un par de refrescos y luego pasaron por caja. Ella insistió en pagar puesto que le hacían descuento como empleada.

Una vez sentados frente a frente en una mesa, Kate partió su hamburguesa en dos. Cualquier cosa con tal de mantener las manos ocupadas. Por desgracia, aquel movimiento evidenció que le temblaban.

—No esperaba verte tan pronto.

—Tenía que pasar.

—Por J.T. —dijo ella.

—Porque Servicios de Helicópteros Southwestern es mi compañía y prestamos los servicios de evacuación médica para el Centro Médico Mercy.

—Lo sabía. Es sólo que como dueño de la compañía te imaginaba sentado detrás de una mesa.

—De ninguna manera —dijo sacudiendo la cabeza—. Creo que cualquiera que no quiera volar, es porque está loco.

Kate prefería tener los dos pies en suelo firme. Ésa era una de las diferencias irreconciliables entre ellos y sospechaba que habría muchas más. El problema era que no sabía cuántas más habría. Había pasado varias semanas con aquel hombre y conversar no había sido algo que hubieran hecho demasiado. Pero las cosas habían cambiado. Era el padre de J.T. y sabía muy poco sobre él, excepto que la había hecho romper sus propias reglas y luego había desaparecido rompiendo su corazón. Eso era lo que pasaba cuando uno no seguía sus propias reglas. No volvería a cometer ese error otra vez.

—Entiendo —dijo ella.

Él tomó su hamburguesa y le dio un bocado.

—¿Quién cuida de J.T. mientras estás trabajando?

Seguramente le habría preguntado lo mismo aunque no hubiera mencionado a su hijo.

—Tengo ayuda.

—Imagino que esa persona será de tu confianza.

—Por supuesto. Es una mujer madura, una abuela —dijo y al ver su expresión de extrañeza, añadió—. Una abuela joven. Tiene referencias.

Joe terminó su hamburguesa mientras ella jugueteaba con el pan de la suya. Kate sabía que la aparición de Joe complicaría su vida y aquella conversación la estaba incomodando. En algún sitio había oído que una buena defensa era un buen ataque.

—Mira, Joe. No sé qué quieres, pero yo también tengo preguntas. Por ejemplo, ¿por qué no llamaste anoche antes de venir?

Él se encogió de hombros.

—Soy un tipo inquieto.

—Pues a mí me gusta tener los pies en el suelo y planearlo todo.

—No cuando estuvimos juntos —dijo con mirada ardiente.

Tenía razón. Desde que se diera cuenta de que su madre había elegido un perdedor tras otro, Kate se había prometido no cometer los mismos errores y hacer las cosas de manera práctica y ordenada. Se enamoraría, se casaría y después de un tiempo razonable, unos dos años, tendrían un bebé.

Pero entonces había conocido a Joe. Había aparecido en la sala de urgencias del hospital Mercy para que le dieran unos puntos en la mano y la había conquistado con su sonrisa irresistible. Se había dado cuenta de que aquel flirteo era peligroso, pero la excitación se le hizo irresistible. Cayó rendida a sus pies durante un mes mágico, hasta que él le dijo que todo había acabado y que se marchaba al extranjero por un año. Después de eso, había enterrado su dolor en una actitud servil y había creído haber aprendido la lección. Al menos, eso había creído hasta que descubrió que estaba embarazada. Pero eso no significaba que fuera como su madre. Ella podía cuidarse sola y era así como quería que fuera.

—Estuvimos juntos hace mucho tiempo —dijo Kate—. Y las cosas han cambiado desde entonces.

—Sí —dijo él mientras asentía con la cabeza—. Has tenido un hijo mío.

—Y no lo cambiaría por nada. Quiero a ese niño mucho más de lo que pensé que pudiera quererse a alguien. Todo lo que hago, todas las decisiones que tomó, son por él.

—De acuerdo. Pero ahora he vuelto. Si hubiera estado aquí…

¿Qué habría sido diferente? La había dejado. ¿Y si hubiera tardado en decirle que iba a ser padre? La decisión era difícil. Su propio padre la había dejado antes de que tuviera uso de razón y siempre se había preguntado por qué se había casado con su madre si no pensaba quedarse. Al menos, Joe se había ido antes de que fuera demasiado tarde.

—Está bien, Joe —dijo ella por fin—. No es culpa tuya no haber estado para J.T.

—Pero ahora estoy aquí.

—Sí.

Necesitaban hablar, pero todavía no estaba lista.

—Quiero hacer lo correcto, Kate.

—¿Qué quiere decir eso?

¿De veras quería oír aquello?

Una sensación incómoda creció en su interior, haciéndole difícil respirar. J.T. era suyo. Podía cuidarlo y criarlo ella sola. No necesitaba la ayuda de nadie para que J.T. creciera sano y feliz. Si impedía que alguien se entrometiera, las posibilidades de que el niño fuera feliz serían mayores. Si lo hacía ella sola, sería lo mejor porque siempre estaría ahí para él.

—¿A qué te refieres con hacer lo correcto? —preguntó ella mirándolo.

—Tenemos que casarnos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

KATE estaba dando un sorbo a su té helado y a punto estuvo de atragantarse.

—¿Sabías que no está bien bromear cuando alguien está bebiendo?

Joe no estaba de broma. Estaba muy serio, aunque no había sido su intención hacerle aquella proposición. Si lo hubiera planeado, habría habido flores y velas, no frías luces fluorescentes. Y la comida sería mejor que aquellas hamburguesas de cartón repletas de colesterol. Pero ahora que lo había dicho, se sentía mejor.

—No estoy bromeando. Tenemos que casarnos.

—No —dijo ella jugueteando con el hielo de su bebida.

—¿Por qué no?

—¿De veras quieres que te lo cuente? El caso es que sólo tengo media hora para comer.

La irritación se apoderó de él. No la recordaba tan sarcástica, claro que todos sus recuerdos eran de antes de que le dijera que todo había acabado. Tenía razones para mostrarse dura. De hecho, era una buena idea que se quitara aquel resquemor.

—Dame una buena razón por la que no deberíamos hacerlo —dijo él.

—¿Sólo una? —dijo mirándolo.

—Al menos para empezar.

—Está bien —dijo ella asintiendo pensativa—. Aquí va una: apenas nos conocemos.

—Así el matrimonio nos dará una oportunidad de conocernos.

—¡Por favor! ¡Eso es estúpido!

—La gente lo hace todo el tiempo.

—Pero yo no —dijo jugueteando con un mechón de pelo—. Mi vida va bien. ¿Por qué iba a querer complicármela?

Hablando de complicarse la vida, él había pasado mucho tiempo en sótanos oscuros, cuevas y sabe Dios qué otros sitios pensando en el bebé. En su carta le había anunciado que iba a tener un niño, justo después de admitir que había considerado no decirle nada, que no le importaba criar a su hijo sola y que no se sintiera obligado a nada. «Cuídate y sé feliz, Kate», habían sido sus palabras de despedida. Estaba bien, pero hacía mucho tiempo que no era feliz.

Bueno, eso no era del todo cierto. Había sido feliz junto a ella. Pero por encima de ellos estaba su hijo.

—¿Y el bebé? —preguntó él.

—¿Qué pasa con él? —preguntó con mirada brillante—. J.T. está bien. No tengo ningún problema ocupándome de él.

—En tu carta decías que no te importaba criarlo sola, pero…

—Y así es —lo interrumpió—. Aunque no recuerdo exactamente lo que dije.

Él sí lo recordaba. Solía llevar la carta con él y la había leído tantas veces que había memorizada cada una de sus palabras.

—Se te ve muy concentrado —dijo ella con cautela.

—Estoy pensando —replicó él y apoyó los codos en la mesa—. ¿Necesitas ayuda con el bebé?

—No y menos de ti.

—Soy el padre de J.T.

—Eso es cierto. Y también lo es que me dejaste.

—No sabía que estabas embarazada.

—Está bien. Pero tu intención era dejarme. ¿Se supone que ahora tengo que creer que soy la mujer de tus sueños sólo porque he tenido a tu bebé? —preguntó riendo, aunque sin una pizca de humor—. Creo que no.

—Tenía que partir a mi destino y no me parecía justo pedirte que me esperaras.