Eloy Tizón

 

 

Herido leve

Treinta años de memoria lectora

 

 

 

 

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Eloy Tizón, Herido leve

Primera edición: marzo de 2019

 

ISBN epub: 978-84-8393-641-2

 

© Eloy Tizón, 2019

© De la ilustración de cubierta: Iker Ayestaran, 2019

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2019

 

Colección Voces / Ensayo 275

 

 

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A mis padres

 

 

 

 

Leer es entonces una decisión que pone en juego la relación que tenemos con nuestra propia lengua, es decir, nuestro propio ser en tanto que seres históricos. Si tomamos nuestra lengua como un mero instrumento de comunicación, si creemos que ya estamos en casa en nuestra propia lengua, si solo leemos aquello que sabemos leer y que se somete sin violencia a nuestros esquemas habituales de comprensión, entonces no leemos en absoluto porque no somos capaces de una confrontación crítica que nos ponga en juego a nosotros mismos, porque ya no somos un diálogo, porque en nosotros mismos ya se ha cerrado el cuestionamiento de lo que somos. La decisión de leer, por el contrario, es la decisión de dejar que el texto nos diga lo que no comprendemos, lo que no sabemos, lo que desafía nuestra relación con nuestra propia lengua, es decir, lo que pone en cuestión nuestra propia casa y nuestro propio ser.

 

Jorge Larrosa, La experiencia de la lectura

 

 

 

La verdadera cultura no tiene fronteras, tampoco prohibiciones, jerarquías ni solemnidades. La verdadera cultura es intuitiva, orgánica, emocionante y certificada precisamente por esta convivencia íntima, sanguínea, apasionada, con lo hecho por otros. […]

Así pues, vida y biblioteca son sinónimos.

 

Esperanza López Parada, Babelia-El País, 8/10/2005

 

 

 

There are satanic joys known to writers only.

 

Anaïs Nin, Henry and June

 

Prefacio

 

 

Hay libros que persigues para escribirlos y libros que te persiguen a ti. Hay libros que esquivas y libros que te avasallan. Libros precoces y tardíos. En principio, no estaba en mi ánimo publicar en este momento un libro de ensayos literarios, que, sin embargo, a la larga ha resultado ser para mí uno de los más gratificantes. Su historia, creo, es peculiar. Todo se origina en cierto día de comienzos de 2018, cuando, a mi regreso de un viaje a Cartagena de Indias, en Colombia, me encontré atascado con el libro de ficción que tenía entre manos. ¿Qué hacer?

Como me resulta difícil permanecer ocioso, para llenar el vacío de esas mañanas no se me ocurrió nada mejor que canalizar mi energía en curiosear sin un propósito claro en un disco duro antiguo, que no revisaba desde hacía años, a ver qué me encontraba.

Abriéndome paso entre la clásica maraña de archivos más o menos arcaicos, fotos pixeladas de los fantasmas del pasado que fuimos y la consabida estratificación de fósiles y reliquias que todos acumulamos en nuestros ordenadores, tropecé con una carpeta que despertó mi interés: contenía una cantidad considerable de reseñas y artículos literarios realizados por mí tiempo atrás, entre otros medios, para Revista de Libros, en la que fui colaborador asiduo durante años.

Me intrigó. Apenas recordaba su contenido. Además, estaban escritos en un programa informático que usaba entonces y del que ya no dispongo, de modo que para poder simplemente acceder a ellos, lo primero que hice fue descodificar esos pictogramas sumerios a un idioma legible y limpiarlos de toda la hojarasca tipográfica con que suelen ensuciarse estos trasvases, con intención de volver a leerlos con calma, sin más pretensiones.

Solo quería leerlos.

A ello me dediqué a lo largo de un par de semanas. Mi interés fue en aumento. No me parecieron desdeñables. En el trascurso de la lectura, de hecho, me cruzó por la mente una pregunta: ¿Y si los publico?

Ahí pensé por vez primera que tal vez fuese posible reunirlos en un volumen, y comencé a soñar. Esto me llevó a tirar del hilo y remontarme a otras reseñas muy anteriores: mis primeros trabajos publicados –casi balbuceos– en los suplementos culturales del diario El Mundo, todavía en activo, junto al desaparecido periódico El Sol y la también extinta revista literaria El Urogallo, en esa época dirigida por Encarna Castejón, cuando yo tenía veinticinco años.

Casi todos teníamos veinticinco años. O menos. En aquel entonces, sin una formación académica específica y sin experiencia, recién licenciado del servicio militar y la universidad, no me pareció sorprendente que profesionales cualificados a quienes tuve el atrevimiento de dirigirme sin conocerlos de nada, aceptaran publicar en sus cabeceras de tirada nacional los artículos de un novato como yo, junto a nombres consagrados; nunca se lo agradeceré lo suficiente. Hoy día, viéndolo en retrospectiva, lo considero asombroso.

Tengo mucho que agradecer, y al final del libro lo haré con nombres y apellidos. De esas primeras colaboraciones no conservo copia digital, pues a finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando comencé mi andadura como colaborador en prensa (¡remunerado!), carecía aún de ordenador en casa, por lo que entregaba mis artículos en folios mecanografiados, que se quedaban en la redacción del periódico y no volvía a recuperar, conservando yo únicamente el recorte del artículo, en el momento en que aparecía impreso en el medio que correspondiese.

La verdad, me acordaba vagamente de haber guardado en su día todos esos recortes de prensa en una carpeta, pero ¿en cuál? No estaba seguro. Hacía demasiado tiempo de aquello. Varias mudanzas (unas seis o siete), con sus correspondientes zarandeos vitales y sentimentales, volvían enojosa la tarea de localizar esa carpeta o carpetas. No sería raro que se hubiese perdido en cualquier curva del camino, o hubiese sido pasto de la humedad, o las llamas, junto a tantas otras cosas.

No me resigné. Cuando me propongo algo, no me rindo con facilidad. Insistí. Rebusqué en las cajas de cartón apiladas en el trastero de mi piso actual, y al final, no sin trabajo, obtuve mi recompensa.

Resultó que había sobrevivido.

La configuración de este libro ha tenido, también, cómo no, su hora detectivesca.

 

Llevé la carpeta a mi estudio, para examinarla mejor. La abrí: había muchos más artículos de los que yo recordaba. Los hojeé vagamente por encima, con aprensión y sentimientos encontrados, que oscilaban entre el pasmo, la curiosidad y el rechazo. No me sentía capaz de leerlos tal cual estaban, en papel. Prefería hacerlo en pantalla. Para ello, me enfrentaba a la temible tarea de tener que escanear o teclear un centenar largo de páginas con opiniones sobre literatura que supuestamente yo había vertido desde hacía treinta años. ¿Cómo afrontar tal reto? No me veía con fuerzas. ¿Y si al final resultaba que no merecía la pena tanto esfuerzo para recuperarlas?

Ante la duda, recurrí al asesoramiento de mi editor y amigo Juan Casamayor, a quien le expuse mis inquietudes y que de inmediato se mostró interesado en el proyecto. Vio ahí un libro potencial. Me animó. Debatimos sus pros y sus contras. Con buen criterio, Juan me recomendó a una persona de entera confianza y con experiencia editorial, a quien yo ya conocía, Cris Montes Ortego, como posible responsable de digitalizar las páginas de papel de las distintas publicaciones.

Cris aceptó mi encargo con entusiasmo y no sé si un punto de inconsciencia. Le entregué la voluminosa carpeta, que ella se llevó a su casa. Cris ha sido la persona que ha trasladado minuciosamente cada palabra impresa al formato digital de manera impecable, escrupulosa, e incluso corrigiendo las erratas que detectaba. Cada cierto tiempo, yo recibía un e-mail suyo con una veintena o más de estas reseñas trascritas por ella. El siguiente paso era leerlas con atención, tras lo cual decidía si las incluía en el proyecto o si las descartaba y las apartaba fuera de él.

Para mí, era como leerlas por vez primera. Un descubrimiento. No recordaba haber dicho tales cosas de tales libros. En algunos párrafos me reconocía y en otros no. Algunas ocurrencias me hacían sonreír: ¿había escrito yo eso? Hacía afirmaciones que hoy día me costaría apuro mantener, sin al menos someterlas a una contundente reformulación teórica, con matizaciones que las dotasen de mayor precisión y nervio. A eso me he dedicado. En el caso de los artículos que he dado por válidos (los que a mi parecer han superado la barrera del tiempo, una vez agotada la urgencia de su novedad), salvo unos pocos que he mantenido iguales, la mayor parte ha pasado por un profundo proceso de cirugía.

 

Cuando Cris dio por finalizado su trabajo y por fin reuní todas las piezas del puzle, empezó la siguiente fase. Que consistió, más allá de revisarlas con lupa una por una, en acertar con una estructura orgánica para el conjunto, que evitase la simple aglomeración informe de encargos dispersos en diferentes épocas y medios; decidido a impedirlo, buscaba articularlas en un organismo coherente.

Esa labor fue espinosa, pues descubrir la planificación interna de mis libros es siempre para mí la parte más ardua. Barajé diversas modalidades: cronológica, geográfica, por proximidades estéticas… Ninguna me satisfizo del todo. Quedaban descompensadas. De algunos apartados reunía muchos artículos, mientras que de otros apenas ninguno. Le daba vueltas. No acertaba con la clave del acertijo.

En este punto resultó providencial un almuerzo con mi amigo Andrés Neuman, a quien mostré impreso el índice. Generoso y lúcido como siempre, Andrés detectó de inmediato los puntos débiles de mi esquema. Me sugirió vertebrar el libro siguiendo el argumento de un relato basado más en constelaciones temáticas o afinidades atmosféricas, evitando la férrea cuadrícula disciplinaria en la que yo, por algún motivo, me había obcecado hasta entonces. Por descontado, Andrés llevaba razón.

Los días y semanas siguientes reordené todos los materiales partiendo de cero, abandonando mi pretensión inicial, y adoptando la propuesta de Andrés de una nueva clasificación, más libre, para lo cual tuve que descoyuntar el libro primitivo, olvidarme de él y aprender a pensar de otra manera, desde otros parámetros mentales diferentes.

Junto a los artículos originales, he agregado escritos recientes (uno de hoy mismo), algunos prólogos e inéditos que considero dignos de ser rescatados.

El título se me impuso de manera natural, sin forzar nada: Herido leve.

A partir de ahí, el libro tomó forma y dirección. Lo vi crecer ante mis ojos. Se expandió. Me estimulaba la idea de dar visibilidad a unos textos míos olvidados que pocos leyeron en su día pero que forman parte de mi intimidad como escritor y lector y de los cuales no reniego. Sin este trabajo concienzudo de cribado, actualización, montaje, poda, edición, reescritura y en definitiva mejora, no habrían salido de su caja de cartón. Seguirían allí por tiempo indefinido, calculo que hasta perderlos la pista y acabar borrándose en un limbo de plazas de garaje y trasteros cada vez más lejanos, lo cual me habría apenado.

 

Lo que empezó siendo un libro involuntario, inducido por una carambola de vicisitudes fortuitas, al final ha derivado en un empeño apasionante, que me ha tenido atrapado durante el último año. He invertido en este libro la misma fe ilimitada que pongo al escribir cualquiera de mis ficciones. He dado lo mejor de mí. He disfrutado mucho creándolo.

La mayoría de estos ensayos, me parece, sonarán nuevos a los oídos lectores. En su forma actual, pueden considerarse inéditos. Con el fin de favorecer la fluidez de su lectura, he agrupado toda la información relativa a datos históricos, tales como lugar y fecha de nacimiento y muerte de los autores, año de publicación de las obras, etcétera, al final del volumen, donde el lector podrá consultarla en los índices alfabéticos. Asimismo, por igual motivo, los libros comentados tienen su referencia bibliográfica en un apéndice final, junto a la fecha de origen de los textos.

 

Durante su composición me ha sucedido algo que juzgo representativo del modelo cultural en que vivimos, sometido al relativismo. Al revisarlos, me he topado con obras de autores publicados en las mejores editoriales, jaleados como imprescindibles por los suplementos culturales hace apenas tres décadas que hoy hemos olvidado y fulminado del canon por completo: no están. Esas ausencias son llamativas. Y también me ha ocurrido resucitar títulos descatalogados que son tesoros artísticos de belleza y dignidad que merecerían estar aún disponibles en las librerías.

Muchas cosas han cambiado. El concepto de justicia e injusticia, aplicado a la literatura y al arte, no deja de ser problemático. La idea de salvaguardar y reivindicar determinadas gemas desconocidas que anime a posibles lectores y editores a recuperarlas y a darles una segunda oportunidad, estimo que es justificación más que pertinente para este libro, si es que necesitase de alguna.

Siempre he amado la literatura. Dejar constancia de este amor me parece un empeño hermoso y noble.

Por último, la confección de Herido leve también ha implicado, hasta cierto punto, al menos para mí, una meditación sobre el sentido del tiempo y la memoria lectora, tanto individual como colectiva, afectadas por todo tipo de vaivenes, tensiones y caprichos, con conclusiones a veces exaltantes y a veces melancólicas. De todo hay. No hay que perder de vista que estas páginas proceden de un arco cronológico concreto, moldeado por los parámetros ambientales predominantes en cada momento, en constante evolución, con sus limitaciones y también –ojalá– con algún que otro destello de grandeza. Algo, imagino, propio de un territorio tan escurridizo y raro como es la literatura.

No te puedes aislar ni un minuto. Del roce permanente con el mundo exterior surge todo: lo bueno y lo malo, la arena y la catástrofe, el jersey y la llama, la ternura y el precipicio.

Si cuento todo esto no es por ningún afán de puntillismo numismático, que no me incumbe, sino porque estoy convencido de que los entresijos de un libro también determinan su génesis, su coloración y su adn, y por eso conviene explicarlos. Para el lector común –al que me dirijo en estas páginas– puede resultar instructivo vislumbrar cómo, desde la intuición inicial por lo general brumosa hasta su consumación, se extiende un largo pasadizo invisible –que a veces dura años o décadas–, lleno de puertas y sombras, en el que intervienen muchas manos, ojos e inteligencias, que es preciso apurar hasta el fondo para que el libro se acomode a su forma y encuentre la respiración que le es propia.

Ese pasadizo es el libro. Este libro. Todos los libros. Me atrevo a afirmar que en este mundo de incertezas y posverdades fluctuantes, una sola cosa es segura: el libro sabe esperar.

I
Intuiciones tempranas

Cien años de compañía

 

 

Al principio fue el asombro. Recuerdas el estupor y la sensación de maravilla que te embargaron con aquel libro único que casi devoraste un verano, a los dieciséis años, en la casona que tus abuelos tenían en Robledo de Chavela, un pueblito de la sierra madrileña, aplaudiendo interiormente, dosificando los capítulos para que te durasen más, para prolongar el milagro, porque no querías que aquel carnaval de soledades centenarias y aquel vértigo de nombres repetidos acabasen nunca.

Era una casa de pueblo bastante austera, en forma de caja alargada, de una sola planta, con tejado a dos aguas, oscura y húmeda, cocina con fogón de hierro, que en tiempos lejanos había servido como oficina de contratación de una antigua mina de magnesio, ya inexistente, por lo que aún conservaba su nombre original entre los vecinos de Robledo, que seguían llamándola «la Magnesita».

Esa casa, pongamos, fue el lugar de la lectura.

Conocías esa casa desde niño. Cada rincón. Ya tu primer verano, al poco de nacer, lo pasaste allí. Tus padres, cansados de tu falta de apetito, por ver si te estimulaba el aire alto de la sierra, empujaban tu carrito para alimentarte todos los días en un claro del monte, un lugar despejado con un único árbol centenario, de retorcidos ramajes y corteza de paquidermo, a cuya sombra os instalabais, y que alguien había bautizado con el nombre de «pino solitario».

Con el tiempo se convirtió en una unidad de medida que servía, por ejemplo, para hacer carreras de bicis: hasta el pino solitario y volver.

Ahora, con dieciséis años, te estaba ocurriendo algo raro, definitivo, que luego durante años por pudor mantendrías en secreto, sin atreverte a confesarlo por temor a ser rechazado o a sentirte incomprendido: si eso era la literatura, tú amabas la literatura, sí, la idolatrabas con un amor desquiciado y lento, querías instalarte a vivir definitivamente allí, en esas mismas páginas o parecidas, con los Buendía o los Moscote, ser tú mismo un Buendía o un Moscote a punto de ser fusilado para poder seguir leyendo entre temblores aquel manantial de prodigios, acostado en la tumbona del jardín, abstraído del alboroto de tus primas que correteaban a tu alrededor, mientras el cielo del verano adolescente desplazaba muy despacio los pinares e iba leyéndote a ti.

Dieciséis años. Mil novecientos ochenta. La Magnesita. El pino solitario. La manía de los números pareció dominarlo todo: «Llovió cuatro años, once meses y dos días». La exactitud de las cifras, por qué tanta. Ese año tú pegaste el estirón, te crecieron los huesos del cuerpo y de la mente, se expandió la arboladura de tu conciencia, y la ropa te quedó estrecha. Te diagnosticaron miopía y comenzaste a usar gafas. También te detectaron una conjuntivitis. Te recetaron gotas. El ritual diario de mirar desde abajo esa lágrima vacilante que no caía, que caía de repente en el centro del iris y estallaba en cristales y te cegaba con su sol negro. El escozor del sexo animal reclamó su lugar en forma de erecciones matinales incontroladas y poluciones nocturnas.

Te levantabas temprano. Nadabas en la piscina del vecino. Comías poca fruta.

Tu vida iba transcurriendo, en cierto modo, paralela a esa novela. Hasta entonces, ningún profesor del colegio en que cursabas el bachillerato te había explicado que escribir así fuese posible. Frase a frase, capa tras capa, con esa música, con esa mística, con esa libertad eléctrica, dando rienda suelta a los saltos en el tiempo, narrando hacia atrás y hacia delante. El único fusilado, al final, era el lector, tú mismo, quien recibía en el pecho la granizada de aquella bella descarga caribe.

Durante el tiempo que duraba la lectura, desaparecían tus inseguridades, temores, fantasmas, traumas y complejos. ¿Cómo decirlo? Leer te graduaba la vista mejor que las gafas. Mientras leías, dejabas de estar ciego. La vida relatada te parecía preferible a la vida sin relatar, como el reflejo de un castillo duplicado en el lago es a veces superior al castillo real. Descubriste que la literatura era un cataclismo llevadero. Y estaba siempre a mano. Gracias a ella pasaste de ser un herido grave a ser un herido leve.

Un mundo capaz de crear a Tintín y a Charlie Brown no podía ser del todo malo ni estar del todo equivocado.

Al mismo tiempo, en las emisoras de fm sonaba una avalancha de grupos de música descarados y frescos, que invadieron con nuevos acordes el panteón funerario de los cantautores solemnes de pana y zurrón de la canción protesta del posfranquismo para aportar ironía acelerada, frivolidad pop y terror en el hipermercado, horror en el ultramarino.

Todas las secuencias han llegado a su conclusión / el tiempo no puede esperar, cantaba un grupo llamado Zombies.

El tiempo no podía esperar y nosotros éramos raros. Tristes. Alegres. Lectores. Un día nos fijábamos en la muchacha del chalet de enfrente, varios años mayor que tú, solo porque vivía en el chalet de enfrente y tocaba la batería (escuchábamos sus redobles procedentes del garaje donde ensayaba) o porque la veíamos caminar solitaria al atardecer en dirección al pueblo, de vez en cuando, con las muñecas vendadas, ataviada con un sombrero masculino.

De modo que saltaste sin paracaídas desde los libros juveniles de Jules Verne o Agatha Christie (con una escala gótica en Edgar A. Poe), con aquellas cubiertas abigarradas y un poco insensatas de la editorial Molino, hasta esta otra galería de enormidades. A continuación, sin pararte a tomar aire, te zambulliste en los cuentos completos de Cortázar, en la edición de bolsillo de Alianza. Y luego devoraste Piedra de sol de Octavio Paz. Y poco después Trilce y Poemas humanos de César Vallejo. Y Lezama Lima. Y Felisberto Hernández. Y Borges. Y Severo Sarduy. Y Juan Rulfo. Y Alejo Carpentier. Y Manuel Puig. Unos te llevaban a otros. No siempre los entendías. Las voces dialogaban o se oponían o luchaban entre sí. Nada parecía saciar tu bulimia lectora.

Libros, libros, más libros. Diamante corta diamante. Ahí empezó una nueva sacudida que lo trastocaría todo, que lo despeinaría todo, que pondría tu vida patas arriba, hasta hoy: la literatura en el centro y todo lo demás orbitando a su alrededor. Ni realismo ni mágico, qué etiqueta tan torpe; aquello era otra cosa bien distinta. El equivalente aproximado a una erección matinal que durase quinientas doce páginas seguidas.

Todo estaba interconectado. Había vasos comunicantes entre esto y aquello. Y en la página cuatrocientos dieciséis de tu libro leíste que un personaje en París vivía «en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidas donde había de morir Rocamadour», que era el bebé de la novela de otro autor que se titulaba Rayuela. De este modo ibas entendiendo que tener cultura no consistía en acumular información enciclopédica, nada de eso, sino en afilar tu capacidad para establecer conexiones entre dos puntos distantes.

(Poco podía imaginar aquel lector flaco del jardín que algún día, en el futuro, la literatura y los libros te llevarían a cruzar el océano y viajar hasta Colombia, a visitar Cartagena de Indias, para allí tropezarte en el malecón frente al mar con la casa roja del autor de la novela, a quien sus amigos llamaban Gabo. Las verjas cedieron. Gabo te invitó a pasar. Te ofreció una taza de café. Solo, sin azúcar. Hablaste un rato con él. Le preguntaste por, te respondió que. Pero no, espera. Ese encuentro es pura fantasía y no llegó a suceder. Ocurre todo en tu mente, aunque el viaje sí fue real. La casa de Cartagena de Indias estaba cerrada. Los postigos, encajados. Los muros de color arcilloso, ofendidos, te miraron con indiferencia. Pero existía. Estaba allí delante, haciendo guiños, sacudida de palmeras, loca de ventanas. Bastaba con eso. Era la casa del escritor. De Gabo. Tantos años después. Y tú, en señal de respeto y gratitud, acariciaste la puerta antes de marcharte: adiós).

Porque Macondos había muchos, claro, Macondo era mucho más que un lugar geográfico específico o un solo libro: era un orgasmo de tinta, un estado de ánimo, un televisor desintonizado en una casa vacía, un santo y seña para iniciados, un tren lleno de cadáveres rumbo al océano, una maquinita de escupir poemas y zapatos, un zarpazo de hermosura trémula de mariposas azules, a la vez que un cursillo acelerado de arte: colocando las piezas en determinado orden, en el orden preciso –y solo en ese: ¡cuidado!– se alcanzaban cotas de emoción y éxtasis, la paradoja de que a base de ir hilvanando un embuste tras otro, como los pescaditos de oro que el coronel Buendía engarzaba en su vejez solitaria, cada uno mayor que el anterior, al término del viaje desemboquemos en una verdad posible o incluso en la verdad total.

En Macondo llovió cuatro años, once meses y dos días. No llovió cinco años ni siete y medio, sino esa cifra exacta, inapelable, y no otra. La matemática puesta al servicio de la poesía, para dar verosimilitud a la invención descabellada.

El caos requiere puntualidad.

Cambiar el orden de las palabras –como cuando cambiamos de letra o de domicilio o de dedo para el anillo–, comprendiste tú entonces en la tumbona del jardín de Robledo, significa cambiar el orden del mundo, subvertirlo. Alterar un nombre es alterar la vida. Modificar el curso de un río, abrir una brecha, trastocar un destino, desunir un amor, interrumpir el vuelo de una mosca o de una estrella fugaz.

(Ella tocaba la batería. Llevaba sombreros de hombre. Yo me caí de la bici y me rompí la nariz. A mi vuelta de agosto y de los libros aquellos, a mi regreso del verano de los pinares, al comienzo del nuevo curso escolar, mis amigos de Madrid, en efecto, me notaron cambiado, «raro», otro, sin acertar a localizar en qué punto exacto de mi anatomía residía el agente transformador que me separaba de mi antiguo yo. Mis amigos entornaban los ojos para rastrear alguna modificación física, ¿era en el peinado?, ¿en los ojos?, ¿en la ropa?, sin adivinar que aquel seísmo espiritual había ocurrido en otra dimensión interna, más sutil, lejos del alcance de sus pesquisas y olfateos, una capa geológica o dos más adentro, como en esas radiaciones nucleares en que la piel del afectado queda intacta pero el fuego se aloja en los huesos, tanto más hondo y feroz cuanto más invisible).

La vida es un rato de luz y ya está.

La lectura fue tu verano. La lectura sería, a partir de entonces, todos tus veranos. No habría otros. Y también las demás estaciones del año, con sus correspondientes balnearios de sol y sus palmerales de letras. Tú mismo eras un pino solitario.

Escribe Jean-Paul Sartre que «la lectura es un pacto de generosidad entre el autor y el lector; cada uno confía en el otro, cuenta con él y le exige tanto como se exige a sí mismo»1.

Un pacto de generosidad a la vez que de (auto)exigencia. Eso es. Ahora creo que así es como hay que leer: en trance, drogado, secuestrado por la tinta, dejándose mecer sin cortapisas, sin oponer resistencia, igual que tú en la Magnesita, más allá del filtro de escepticismo que a veces segregan la cultura y la barrera frígida de los intermediarios intelectuales erigidos por siglos de erudición, academias del buen gusto, comedimiento y el meñique estirado de algunos reseñistas y bla bla bla.

Leer como un caníbal o un poseso, como un soldado la víspera de la batalla, atravesando el salvajismo de la prosa hasta llegar al cuerpo, a tu cuerpo, a mi cuerpo, a todos los cuerpos del mundo.

Hasta el agradecimiento infinito por aquellas horas de luz remota del verano en un jardín de la sierra madrileña con primas reidoras, en que el hijo del telegrafista de Aracataca nos llevó a todos los niños de la mano en un secuestro consentido a reconocer el hielo, y el fuego, y el viento, y la zozobra de las estaciones, y el vuelo de los vencejos al caer la tarde, y el sabor a ceniza triste de la felicidad, y los prodigios de la carne desnuda rodeada del temblor arenoso de cientos de alas, y el susto del enamoramiento, y la fuga definitiva de la muerte, y la belleza de los muslos entreabiertos para la caricia y la lengua, y los laberintos de la sangre, y la rajadura de un título que, una vez abierto, ya jamás cicatrizará, porque el corazón nunca cierra.

1. Jean-Paul Sartre, ¿Qué es la literatura? Trad. Aurora Bernárdez. Buenos Aires, Losada, 2003, p. 97.

Maestro

 

 

A Juan Eduardo Zúñiga un día, siendo un adolescente, lo ha contado él mismo, se le apareció la literatura rusa igual que a otros se les aparece la cara de un ángel rubio en la cornisa y les susurra unas cuantas palabras al oído que cambiarán el curso de su destino. Ese encuentro decisivo entre un muchacho madrileño y el ángel ruso de la literatura le cautivó, le ha tenido enamorado y en vilo toda su vida con su mensaje secreto y ardiente, modificó su conciencia de adulto, le maniató a otras ciudades y al teclado de otros idiomas, le puso libros invisibles en las manos, bajo los párpados, todavía no escritos, solo para que él los deletrease.

Sostiene el teórico Jonathan Culler que «interpretar una obra es explicar la historia de una lectura»2.

Esta lectura en concreto arranca cuando Juan Eduardo Zúñiga tiene doce años y, según propia confesión, «vivía con mis padres en una casa alquilada de las afueras». Allí alguien, un día, arrojó un folleto de propaganda de libros populares en el que se incluía un pequeño fragmento de novela de un autor desconocido para él, un tal Iván Turguéniev, que comenzaba con las palabras: «Tenía yo entonces doce años y vivía con mis padres en una casa alquilada de las afueras»3.

Momento imperial.

Nacido en 1919, Juan Eduardo Zúñiga no alcanzó a vivir la época de los duelos de honor que narran casi todas las grandes epopeyas del xix, con sus testigos midiendo los pasos y sus chisteras en bosques de madrugada, perfumados de pólvora y sangre. Pero en su infancia sí oyó zumbar sobre su cabeza el avispero cainita de la guerra civil española, el desplome de los bombardeos aéreos, el ladrido histérico de las sirenas, vio pasar de cerca o de lejos toda la caballería roja y azul de los uniformes, escupiendo infierno, que tal vez es la versión española y deficiente del duelo colectivo a la hora de resolver a tiros nuestras diferencias.

Este trauma histórico lo reflejó él más tarde, ya adulto, a través de un puñado de fábulas conmovedoras y exactas, fibrosas, que fue publicando aquí y allá a cuentagotas, sin apremios, de manera artesanal, lejos de todo escaparatismo, troqueladas con la magia sigilosa de su paciencia y su genio: El coral y las aguas, Largo noviembre de Madrid, Misterios de las noches y los días.

 

«–Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos, parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos; acaso las fatigas del hambre, el sordo tambor de los bombardeos, los parapetos de adoquines cerrando las calles solitarias…»4.

 

Que yo sepa, Zúñiga fue el primero, seguramente el mejor, en adelantarse y contar la guerra civil española desde el territorio tembloroso de la literatura fantástica, al cual quizá pertenece. ¿Por qué no? Dado que ninguna guerra es lineal, ni realista, ni discursiva, sino alucinatoria y onírica, solo puede contarse a trallazos salteados, si es que se puede, desde la resaca lisérgica de un mal viaje como hicieron con las voces del Vietnam Michael Cimino en El cazador o Francis Ford Coppola en Apocalypse Now.

Juan Benet, por su parte, hizo algo parecido en su ciclo de Región, al zurcir historia y mito. Leyendo lo que estos dos juanes tan distintos, pero tan complementarios, escribieron sobre la guerra civil, casi todas las demás ficciones sobre este conflicto, salvo contadas excepciones, resultan inofensivas y como de felpa.

Contar la guerra civil como un cuento de fantasmas. Los cuentos de fantasmas como guerras civiles.

 

Interpretar una obra es, según Jonathan Culler, explicar la historia de una lectura. Zúñiga ha dicho la guerra, el miedo, la intolerable opresión, el dolor de los vencidos, pero también ha dejado dichos la ternura y la piel, el deseo de los cuerpos, el olor de una calle, el precio de una lámpara, y lo ha hecho a través de la exigencia ética y el dolor de una memoria que queda prendida como polvo de mariposa entre los dedos de un lector conmovido.

Su tono nada estridente, su sonido de cuerda, de instrumento de madera, de contrabajo, la bella musicalidad armónica desprendida de sus frases esponjosas que no limita el misterio, antes lo ensancha, otorgan a su escritura un envolvente halo de cotidianidad y sorpresa. Si en sus páginas sopla el viento, a veces, por descontado, no será nunca el huracán que devasta los cultivos, sino la brisa submarina que hace oscilar la posidonia.

Para el estudiante desnortado pero ávido de lecturas que en su adolescencia durante los años ochenta buscaba puntos de referencia y cartas de navegación con que orientarse, los cuentos de este escritor semioculto supusieron un hito y de los pocos que él consideró dignos de colocar en su estante de elegidos, al lado de los maestros latinoamericanos.

En ese tiempo uno ya sueña con escribir y busca sus libros futuros en los libros de los demás. Rastrea pistas. Copia e imita. Hurga, por así decir, en las papeleras ajenas. Detecta huellas de sus propios libros, los libros futuros que escribiremos más adelante, si hay suerte, en las páginas de los demás, para leernos anticipadamente a nosotros mismos.

La literatura es una cadena de entusiasmos. Se transmite por contagio de una generación a la siguiente. A veces se interrumpe durante algunos años, o décadas, y después, de manera misteriosa y guadianesca, reaparece. Es una cadena que no puede romperse. Zúñiga ha rememorado su propio deslumbramiento. Es un momento muy bello, fundacional y decisivo en la biografía de cualquier escritor, que todo lector, si lo es de verdad, conoce o reconoce. Señala un comienzo mítico: nuestro segundo nacimiento.

Zúñiga. Debajo de su chaleco de punto de hombre hogareño y barba republicana, discreto, sin duda cariñoso, que me abrió con toda generosidad las puertas de su domicilio de estancias alegres y luz centrifugada frente al parque del Retiro, cuando yo era joven e indocumentado (exactamente igual que lo hicieron Carmen Martín Gaite y Manuel Longares, otros maestros), ofreciéndome limonada y dedicatorias, sabios consejos y palmadas de aliento, debajo de ese chaleco latía en su pecho, obstinado, un corazón eslavo que marcaba las horas con su tictac cosaco, una melodía del tiempo acorde con la inmensidad sosa de las estepas, amores suicidas a bordo de trenes nevados o de trineos enfermos, orillas del Volga, el Don apacible, las almas muertas, la dama del perrito y Lara Zhivago.

Sin saberlo, o quizá sí, Zúñiga ha reproducido en sí mismo y en su obra el vértice espiritual de esos autores románticos que le precedieron y a quienes él tanto adoraba. Ahora es uno con ellos. Merece, como pocos, el título de maestro. Maestro de la concisión, del ritmo y de la elipsis. En el jardín de los cerezos brilla el samovar y una figura de anís se aleja hacia la sombra blanca de los estanques.

2. Jonathan Culler, Breve introducción a la teoría literaria. Trad. Gonzalo García. Barcelona, Crítica, 2010, p. 80.

3. Juan Eduardo Zúñiga, El anillo de Pushkin. Lectura romántica de escritores y paisajes rusos. Barcelona, Bruguera, 1983, p. 15.

4. Comienzo del cuento «Noviembre, la madre, 1936», que abre el volumen Largo noviembre de Madrid, Barcelona, Bruguera, 1982, p. 9.

Maquillada para escribir

 

 

En su biografía sobre Djuna Barnes, La formidable Djuna Barnes, Andrew Field relata un episodio acaecido en 1937 en que la escritora estadounidense, residente en Londres, se esfumó durante una larga temporada sin dejar rastro ni responder a las llamadas. Preocupados por su ausencia y su salud, una noche dos amigos de la autora treparon a gatas con dificultad por los tejados del edificio del número sesenta de Old Church Street donde ella residía, con el fin de asomarse a la claraboya y asegurarse de que al menos seguía con vida. A través de los cristales, espiaron a Djuna Barnes en la intimidad de su apartamento, y comprobaron con alivio que ella se encontraba allí, sana y salva.

La vieron en su cuarto, maquilladísima, envuelta en un salto de cama, con una botella de ginebra en la mano, dirigiéndose al dormitorio. Los dos hombres procedieron a retirarse discretamente al suponer una cita amorosa, cuando se quedaron atónitos al ver que la escritora se metía sola en la cama rodeada de papeles manuscritos y se ponía a escribir. Dicho con otras palabras: sorprendieron a Djuna Barnes en el momento de acostarse con la Literatura.

Es una imagen poderosa, porque, ¿cabe imaginar mejor amante?

 

Podemos adelantar esta hipótesis: Djuna Barnes fue una mujer que se maquillaba antes de ponerse a escribir. Toda su prosa, en efecto, tiene algo de la cruel precisión cosmética de una línea azul sobre un párpado, tiene arrogancia de cutis y violencia de pintalabios, y posee, como ella misma escribió, «la reserva de una mujer amada por un perro y muchos hombres».

En un viaje a París adquirí hace años una fotografía de Djuna Barnes que la muestra según el célebre retrato de Berenice Abbott: la escritora va ataviada con turbante y su ya mítica capa larga, y en la imagen aparece tal como debió de ser en la vida ordinaria aquella noche, vista desde el tejado: una belleza atigrada y una mujer áspera, vulnerada, difícil de querer.

Tiempo después, en una caseta de libros usados de Madrid encontré un ejemplar de segunda mano de El bosque de la noche, cuya dedicatoria manuscrita decía: «Espero que este regalo te servirá de entretenimiento en el asilo. Pasaré a verte, tal vez, dentro de unos meses. Te quiero mucho —J».

Con cierta aprensión, devolví el volumen a su sitio.

 

Djuna Barnes aprendió de James Joyce el fraseo torrencial, la sintaxis descoyuntada, y por una paradoja su valía se ha visto eclipsada durante años por la figura titánica del irlandés. Ahora que las cosas vuelven a su cauce, y parece que la exasperación formal llevada hasta el límite remite para dejar paso a estructuras narrativas más clásicas (pero mañana será distinto), otros escritores, Djuna Barnes entre ellos, regresan para ocupar el peldaño que de siempre les perteneció. Mientras Joseph Roth o la propia Barnes rejuvenecen de año en año, el camafeo de Anna Livia Plurabelle, mucho me temo, pierde brillo y envejece.

 

Compacta y dura, El bosque de la noche es la obra capital de Djuna Barnes y uno de los textos más intensos y sobrecogedores del siglo xx.

Fue escrita entre los veranos de 1932 y 1933 en el retiro campestre de Hayford Hall, en Inglaterra, invitada por su benefactora Peggy Guggenheim –gracias a cuya pequeña asignación mensual pudo sobrevivir toda su vida–, donde la autora se recuperaba de un aborto voluntario. A ello se sumaba la crisis por la ruptura sentimental con su pareja, la escultora Thelma Wood, que fue el gran amor de su vida. Ambas convivieron en París, en el bulevar Saint-Germain, y la escultora sirvió de modelo para el personaje desorientado de Robin Vote. Esta es la razón por la que su apellido forma parte del título original (Nightwood), incrustado a manera de homenaje en clave o marca de agua, para ser leído al trasluz.

El bosque de la noche es un fruto tardío de las vanguardias europeas de comienzos del siglo xx y, si hemos de creer a su biógrafo Andrew Field, uno de los textos que, una vez presentados, menos tardaban en volver a salir, rechazados, de los despachos editoriales. Al fin, la novela encontró acomodo en la londinense Faber & Faber en 1936, precedido por un hasta cierto punto discutible prólogo de T. S. Eliot, que más contribuyó a emborronar las cosas que a arrojar alguna luz (si bien es cierto que su apoyo fue decisivo para la edición). Evidentemente, muchos no supieron qué hacer con tal novela –y siguen sin saberlo–. Hoy por hoy, no es probable que los raros cometas de Djuna Barnes amplíen mucho sus órbitas.

«Soy la escritora desconocida más famosa del mundo»: así gustaba de presentarse a sí misma. De vuelta a Estados Unidos, Djuna Barnes alquiló un minúsculo apartamento de dos piezas en Patchin Place, en el Village neoyorkino, en el que vivió sola y enclaustrada sus últimos cuarenta años, sin apenas pisar la calle ni atender las llamadas de sus admiradoras jóvenes, entre las que se encontraban Anaïs Nin o Carson McCullers, de quien se cuenta que una noche acampó frente a su puerta, sin obtener respuesta. Mientras ella permanecía sorda al mundo exterior, su mito artístico seguía creciendo, imparable.

 

En sus dibujos de juventud, Djuna Barnes muestra a las claras la influencia inicial que sobre ella ejerció el Art Noveau, sobre todo de Aubrey Beardsley. Un poso de todo aquello parece haberse adherido a sus trabajos literarios maduros: el gusto modernista por la línea ondulante, las bruscas floraciones de esporas y palabras que estallan aquí o allá a lo largo de un discurso envolvente que crece como un tapiz, como una madreselva. El bosque es sinuoso como un bosque.

Frente a la sabia definición de la novela como un dibujo en una alfombra, Djuna Barnes ha creado hilo a hilo un tejido carnívoro, capaz de devorarse a sí mismo, en el que los personajes son empujados hasta el límite de lo soportable por una especie de furor verbal que al mismo tiempo los rebasa y los sostiene. Sin concesiones: «Los hombres tienen cuatro patas, pero han aprendido a llamar manos a dos de ellas».

Hay en todo esto mucho de Dostoievski. La misma atmósfera alucinada, como un telón violáceo, sirve de fondo –París, Berlín– a estas criaturas de ojos saltones que no son sino «piel tirante sobre un viento con los músculos crispados contra la mortalidad».

En Dostoievski, los actores, paralizados, van y vienen, se arrepienten de haber ido o haber vuelto, son capaces de recorrer estepas enteras sin abandonar los tres metros cuadrados de su apartamento. Los personajes barnesianos aparecen animados por un parecido zarandeo interior que se resuelve al fin, como en la joven Robin Vote, en una huida constante, atravesando países y corazones, hasta conformar la imagen final de la novela: una mujer con un perro.

Pero sobre todo hablan.

Si la apoteosis de Joyce fue el virtuosismo en el manejo del monólogo interior o stream of consciousness, Djuna Barnes patentó otro recurso no menos inquietante: la utilización de una especie, valga el oxímoron, de monólogo dialogado.

Es evidente que sus personajes no «hablan» en el sentido tradicional del término. Uno de ellos (que puede ser Félix, que puede ser Nora) pregunta algo, hace alguna observación; otro (que con toda seguridad es el doctor Matthew-Poderoso-Grano de Sal-Dante-O’Connor) se lanza a una cascada de digresiones, chistes obscenos, historias, retruécanos en que imágenes y metáforas viajan a una velocidad tempestuosa. «Pronto supe que la tragedia de un animal puede ser dos patas peor que la de un hombre». O esta otra: «El tiempo es una gran conferencia que proyecta nuestro fin, y la juventud no es más que el pasado que adelanta la pierna».

En sentido estricto no hablan, no se comunican: en sus entrevistas se dedican a tensar una suerte de funda verbal con que los personajes se recubren unos a otros para protegerse de la intemperie y el frío de la muerte. Si dejan de hablar, estarán muertos. Dejar de hablar supone dejar de vivir, y los personajes se convierten así en hilos conductores de la electricidad verbal –pero hay cortocircuitos, chispazos–. De hecho, Djuna Barnes se sirvió de frases-impacto a modo de pequeños electrochoques o agujeros negros que absorben y repelen toda la luz del relato.

«Trituras el hígado de un pato y obtienes paté; golpeas el músculo cardíaco de un hombre y obtienes un filósofo».

¿Para quién hablan los personajes de Djuna Barnes? Desde luego, no para los demás personajes del libro. Toda esa durísima erupción de imprecaciones apunta sin duda a algo o a alguien que no vemos, que está, como dicen en el cine, «fuera de campo». Más allá de la novela e incluso de la literatura misma, en los márgenes.

Ese tercero en discordia –¿Dios? ¿el lector?– es sin embargo el que otorga espesor a la prosa y lo único que a la postre queda en pie: el lenguaje que habla consigo mismo a través de nuestras palabras; el solo lenguaje estacionado en nosotros mientras dura el tiempo de una existencia, una novela.