portada

LETRAS MEXICANAS

Marginalia
TERCERA SERIE
 [1940-1959] 

ALFONSO REYES

Marginalia

TERCERA SERIE
 [1940-1959] 

Fondo de Cultura Económica

Primera edición electrónica, 2017

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Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue un eminente polígrafo mexicano que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la crítica literaria, la narrativa y la poesía. Hacia la primera década del siglo XX fundó con otros escritores y artistas el Ateneo de la Juventud. Fue presidente de La Casa de España en México, fundador de El Colegio Nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. El FCE emprendió, en 1955, la publicación de sus Obras completas, que abarcan 26 volúmenes, y en 2010, la de su Diario, que ocupa 7 tomos.

ÍNDICE

MARGINALIA
TERCERA SERIE
 [1940-1959] 

¡Al diablo con la homonimia!

Premio “Manuel Ávila Camacho”

Encuentros con Pedro Henríquez Ureña

Carta a una Sombra

Tributo en memoria de Menéndez y Pelayo

Los cuentos de Rojas González en el cine

La Gran Cruz de Núñez de Balboa, de Panamá

José Gorostiza en la Academia

A vuela pluma

Treno para José Ortega y Gasset

Divagación de otoño en Cuernavaca

Carta a los amigos de Las Palmas

Hombres del siglo XIX

En el crepúsculo modernista

El rescate de la persona

Algo más sobre la novela detectivesca

Un gran policía de antaño

En torno al sofisma

MARGINALIA

TERCERA SERIE
 [1940-1959] 

contraportada

Las dos series anteriores de las Marginalia se publicaron en México, Tezontle, 1952 y 1954, y se distribuyen, como la presente (incorporada a la colección El Cerro de la Silla) por el Fondo de Cultura Económica (México, Av. Universidad, 975).

¡AL DIABLO CON LA HOMONIMIA!

ATENTAMENTE ruego al lector se sirva tomar nota de la aclaración siguiente, a fin de evitar las confusiones que han comenzado ya a perturbar a la docta opinión:

La persona que tiene la honra de escribir estas líneas, abogado por título, antiguo diplomático y representante de México en España, Francia, la Argentina y el Brasil, autor de libros en verso y en prosa que algunos han tenido la curiosidad de leer, no es la misma persona que cierto digno funcionario de igual nombre.

La homonimia me ha jugado ya algunas bromas pesadas, y no quisiera que le acontezca lo mismo a este mi homónimo. Creo que Rafael Heliodoro Valle recordaba hace poco el hecho, rigurosamente auténtico, de que una vez se me confundió con D. Alfonso XIII. Ello aconteció por 1920, con motivo de un telegrama que envié de Burdeos a Lyon, a cuyo jefe de estación pedía yo que me reservara un lugar en el coche-cama del tren para Milán. El jefe de estación, que acaso medio entendía el español (el conocimiento a medias es peligroso), creyó leer “Alfonso Rey” donde decía “Alfonso Reyes”. Cuando llegué a Lyon de madrugada, me encontré formados en fila a los empleados de la estación, y vi con sorpresa que se me había reservado algo como un Tren Olivo para mí solo.*

Un par de años más tarde, siendo yo encargado de negocios de México en España, recibí, abierta por la Real Secretaría y acompañada de atentas disculpas, una carta que me dirigía desde Florencia el viejo poeta italiano Guido Mazzoni; quien, siguiendo la costumbre de su país, me daba en el sobre el tratamiento de “Egregio Signore”. Era entonces secretario de D. Alfonso el señor Emilio María de Torres, y le contesté al instante que podía manifestar de mi parte a su augusto soberano que estaba disculpado, y que sólo le rogaba yo, por si la equivocación se repetía y la letra no era masculina, que me guardara el secreto, ofreciéndole por mi parte hacer lo mismo con las cartas para D. Alfonso que extraviaran el rumbo y vinieran a dar a mis manos.

En otra ocasión, un agente de publicidad, que tenía una importante oficina en Madrid y llevaba mi mismo nombre —lo que también era causa de confusiones constantes, que ambos sufríamos con paciencia— me convidó campechanamente a que nos viéramos las caras. Él estaba acompañado de su hijo Alfonso, y yo del mío, que padece la misma enfermedad onomástica. Pero era de noche, se produjo en el barrio un corto circuito, se apagaron las luces, y los cuatro Alfonsos nos saludamos en la oscuridad, y nos separamos sin llegar a vernos las caras, respetando los misteriosos designios de la Providencia.

Algunos años más tarde, encontrándome ya al frente de nuestra Legación en Francia, harto de que Henri de Montherlant, el conocido escritor, se jactara de haber toreado becerros en su juventud por las poblaciones septentrionales de España, le mandé un programa de toros en que aparecía el rejoneador Alfonso Reyes, usurpando yo para mí la gloria del valiente caballero en plaza. Por aquellos días, en efecto, el rejoneador Reyes acertó a presentarse en las Arenas de Lutecia. Y por cierto que una conocida artista francesa me mandó una expresiva carta, cuyas consecuencias desconoce la historia, a la Legación de México (144, Boulevard Haussmann), felicitando a Monsieur le Ministre et Toréador.

Me alargaría yo demasiado si, en mi afán de identificarme, vaciara aquí toda mi biografía, que por suerte o por desgracia cubre ya una cantidad de años apreciable. Acaso mi biografía esté bien resumida en estos versos chapuceros que improvisé para un banquete de industriales y comerciantes de Monterrey, mi tierra natal, donde todos los concurrentes estábamos obligados a declarar la línea o ramo de nuestras actividades:

Soy el industrial más pobre

que vio el Cerro de la Silla:

entre tanto taller, fábrica,

fundición, cervecería,

mi alquitara Parker-Duofold

sólo palabras destila.

Mas por algo, digo yo,

suele perdurar quien fija

la veleidad de su nombre

en garabatos de tinta.

Se me ocurrió sacar partido de esta miseria, vendiéndola como reclamo a la empresa de las plumas Parker-Duofold, y explicando que yo era autor de tantos más cuantos kilómetros de palabras impresas, amén de otras que todavía me propongo imprimir si Gutenberg lo permite. Pero la adusta empresa parece que encontró el documento demasiado alegre para sus conocidos gustos dorios.

Y, sin embargo, yo creo que esta declaración de oficio tiene sus ventajas. Hay una hora en que el vecino se sienta a la puerta de su casa y se pregunta, receloso, cómo se ganará el pan cada uno de los pasantes. Y aún no se ha inventado el uniforme de escritor, aunque no ha de tardar mucho al paso que vamos, y puede que sea la mortaja. Un día me compré un traje de deporte para salir al campo.

—¿Y usted qué es, señor? —me preguntó un ranchero.

—Soy literato —dije, procurando no darle mucha importancia al término.

—¡Ah! —se me contestó—. Ese traje debe de ser muy práctico para su trabajo.

Volviendo a nuestro tema, todos estos males de la homonimia ¿se evitarán el día que los nombres se sustituyan con cifras, como se hace ya con las calles según las reglas del nuevo urbanismo, o como se hace para los agentes secretos, que hoy por hoy no escasean? Desde luego, se corre el riesgo, si no de agotar los números, sí de alcanzar incómodas cifras astronómicas y aun llegar al vertiginoso “Googol”. Conviene recordar que “Googol” no es el nombre de ningún novelista ruso, sino el nombre sugerido al matemático Edward Keyser por su sobrino de nueve años de edad, para denominar el número que corresponde a la unidad seguida de cien ceros, así como sugirió el nombre de “Googolplex” para la unidad seguida de un “Googol” de ceros. Esta experiencia del gran matemático —la necesidad en que se vio de volver al nombre propio al habérselas con un número exorbitante— demuestra el fracaso a que nos llevaría el sustituir los nombres con cifras.

Queda otro recurso, de cuya rudeza soy el primero en abominar. Consistiría en obligar compulsoriamente y por medio de la ley a cambiarse el nombre a ciertas personas, conforme al doble criterio de que el mejor derecho corresponde a la persona de mayor jerarquía o, a falta de diferencia apreciable en la jerarquía, al primer ocupante. Pero esta ley no merece nuestro aplauso porque envuelve cierta intención infamante.

Un procedimiento más expedito consistiría en que los homónimos se batan en duelo a muerte y que sobreviva el más afortunado, con lo cual de paso quedaría probado que eran dos personas distintas, para acabar con toda sospecha. Pero este recurso tiene más inconvenientes de lo que a primera vista se descubre. Y desde luego, como en la ocasión que nos ocupa, el que uno de los homónimos sienta verdadera estimación por el otro.

Tal vez se pudiera encontrar alguna fórmula de conciliación o arbitraje. Así pudiera ser, por ejemplo, la elección de “alias” o apodos por convenio mutuo. Los apodos parecen hoy denigrantes, pero son de ilustre prosapia: Platón, Cicerón, Ovidio Nasón y otros no menos gloriosos como el Sodoma, el Tintoretto o el Greco, no son nombres, sino apodos.

O bien pudiera convenirse en ejercer oficios distintos: uno, cultivar patatas, y otro, coles; o en frecuentar distintos lugares: uno, el cabaret y otro, el bar automático, etc. Pero, en los tiempos que corren, este género de pactos pacíficos está ya muy desacreditado.

En todo caso, conste que me esfuerzo por evitar que carguen con mis pecados a mi distinguido homónimo. Es la menor reparación que le debo, por ser yo la causa de que él se haya encontrado al nacer con un nombre ya a medio uso.

1940.

Letras de México, México, 16-XII-1940; Nueva Democracia, Nueva York, I-1941; un fragmento en Síntesis, México, II-1941.