Introducción

Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon -una selección- de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.

En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros -fuente perenne de conocimiento- tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.

La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.

Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula -como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos- el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.

Los Editores

Propósito

Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.

Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».

Esta colección de Clásicos Universales -por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora- va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.

Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.

Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.

Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.

Los Editores

Estudio preliminar, por Francisco Nóvoa

Cicerón

Pocas figuras representativas hay en la antigüedad clásica que despierten, como la de Cicerón, tan amplias resonancias en nuestra cultura.

En la galería de altos ejemplos que nos ofrece aquella edad se encuentran muchos otros, poetas, filósofos, guerreros, gobernantes y escritores que le aventajan por la grandeza de las acciones o por el valor estético de la obra o por la hondura del pensamiento, pero pocos han logrado, como él, hacer accesibles y comunicables los valores esenciales de aquella civilización.

Sin alcanzar la grandeza de los unos ni la profundidad de los otros, se adelanta entre los primeros por la cordial simpatía de su temperamento, la flexibilidad de su inteligencia, la amplitud y el fervor de su curiosidad y la vitalidad de su estilo. Pocas obras ofrecen, como la suya, un panorama tan ancho y tan claro de una época decisiva de la historia.

Se mantiene luego de tal modo presente en el pensamiento europeo, que ha sido posible hacer la historia de su fama en línea paralela a la historia de nuestra cultura.

Durante mucho tiempo, hasta principios del siglo XIX, fue considerado como maestro indiscutido, personificación del hombre de letras para unos, tipo ejemplar de humanidad para otros. Nuestro Alonso de Cartagena dice en el prólogo de una de sus traducciones "ca non es este libro de Santa Escritura en que es error añadir o menguar: mas es composición magistral fecha para nuestra doctrina".

Se puede recordar como típica-modelo y fuente de muchas otras, la biografía de C. Middleton, que tradujo Azara: especie de hagiografía laica, pinta una imagen ejemplar de Cicerón, convertido en norma ideal de los hechos y hombres de su época.

Es de sobra conocida la reacción que se produce a comienzos del siglo XIX, cuyo éxito se debe en gran parte al prestigio de Mommsen, autoridad suprema en todo lo que se refiere a la historia de Roma. La vastedad y precisión de su ciencia y, sobre todo, el empuje creador de su obra impusieron la nueva actitud.

Exalta a César y rebaja a sus enemigos con tal ardor y movimiento en el relato, con tal vivacidad en los juicios, que da la impresión de terciar en la remota lucha como en un asunto personal.

Muchas son las causas con que se ha pretendido explicar esta animosidad, pero no sería aventurado afirmar que cuenta entre ellas la reacción de la nueva escuela histórica, demasiado pagada de sus éxitos contra el hombre de letras que representaba el viejo tipo del hombre culto para quien la sabiduría es más gusto y hábito que rigor y precisión de método.

La reacción se fue produciendo lentamente y el exceso en el ataque sirvió para precisar y matizar los juicios y contribuyó a formar una apreciación más ajustada de méritos y defectos, un cuadro con mayor equilibrio de luces y de sombras.

Es necesario deslindar los dos aspectos de la personalidad de Cicerón: el político y el literario, porque no pocas veces la consideración del uno ha interferido sobre la apreciación del otro para desviar el juicio crítico ya en favor, ya en contra.

Su actividad política es la que ofrece más blanco a la censura y la que ha merecido en efecto los juicios más duros, aunque no siempre justos. Aun sus mismos admiradores han lamentado el tiempo y las energías que malgastó en las luchas partidarias de su tiempo. Hubiesen preferido verlo actuar en plano más modesto, como su amigo Varrón, entregado al estudio y a la actividad literaria.

Petrarca, con curioso anacronismo, dirige una carta a su admirado Cicerón para reprocharle que, entregado a aquella lucha dura e inútil, hubiera robado el tiempo debido al cultivo de las letras. Pero no tiene presente -observa Monnier- que Cicerón no era sólo un escritor, sino también y sobre todo un orador, es decir un hombre de acción, bien o mal de su grado.

Sus defectos son evidentes: indeciso en los momentos decisivos, de escaso sentido político para apreciar y comprender la realidad profunda del momento, llevado por la vanidad a actuar en primera fila sin contar con la fuerza necesaria, falto de un programa político amplio y apropiado a la situación concreta de su época, convencido de poder mediar eficazmente, con sólo la palabra, entre la altanera intransigencia de la nobleza y el empuje de las fuerzas nuevas; pero también es innegable que los puso al desnudo, los agravó la férrea necesidad de su tiempo, tremendo tembladeral que fue echando por tierra más tarde o más temprano a las figuras más fuertes. En una época de constitución social sana, ajustada en un orden constitucional estable, no hubieran sobresalido con tanto relieve: encauzado en un orden regular hubiera quizás actuado con menos brillo pero con más eficacia y menos riesgos.

Con todo, mezclado en una lucha superior a sus fuerzas, por acción de los mismos hechos, ganó en grandeza todo lo que no pudo tener de serenidad y de sosiego.

Si no logró colocarse en vida a la altura de los grandes jefes de su época, la historia le pone entre ellos como al testigo por excelencia: su obra es documento único para conocer íntimamente los entretelones de la época, las ideas y sentimientos de sus contemporáneos y, lo que más vale, su sensibilidad de artista alcanzó a expresar con acento inolvidable la angustia de su generación, sometida a un destino cruel.

Podemos dividir su vida en dos épocas: en la primera hace prolongados estudios con los que realiza por adelantado aquel amplio ideal de cultura que exigirá luego al orador en sus tratados de retórica. Pronto su talento lo convierte en el primer abogado y orador de Roma. Al mismo tiempo sigue el cursus honorum, una carrera política ordenada, regular, en la que alcanza las distintas magistraturas con el mínimo de edad exigida, hasta llegar al consulado. A partir de éste, su vida, con breves intervalos de ocio, es cada vez más agitada, hasta sucumbir en la lucha final.

Llega a Roma de provincias, de Arpino, un pequeño pueblo en el país de los volscos, de familia acomodada pero modesta.

A los 26 años la defensa de Roscio Amerino le da la ansiada notoriedad: enfrenta el poder de Crisógono, poderoso liberto de Sila; después de un viaje a Grecia, que aprovecha para perfeccionar su arte retórico y para ampliar sus estudios de filosofía, vuelve a Roma, donde reanuda la carrera interrumpida.

El prestigio de su elocuencia va creciendo en procesos cada vez más importantes; a esta época pertenece uno de los más famosos: la acusación contra Verres. Cicerón, cuestor en Sicilia el año 75 a. de J. C., se había ganado el afecto de sus súbditos por la honradez de su conducta y la humanidad de su gestión: honradez y humanidad que contrastan con la general rapacidad y soberbia de los funcionarios romanos en provincias.

Rasgo interesante para conocer y apreciar su figura moral, confirmado muchos años después, en 51 a. de J. C., por su actuación en Cilicia. Personaje ya consular, gobernador en aquella lejana provincia, revela las mismas cualidades y sigue la misma conducta que en su juventud.

En los años 73 al 71, Sicilia soporta a Verres, gobernador despótico y rapaz como pocos, que saquea materialmente las obras de arte de la provincia y comete además toda clase de atropellos, no sólo contra los naturales sino también contra los mismos ciudadanos romanos. Los sicilianos acuden a Cicerón, quien hace en la misma provincia una información tan exhaustiva y recoge tal cúmulo de pruebas, que Verres, a pesar de contar con el apoyo del partido senatorial, se siente vencido después de la primera audiencia y se destierra voluntariamente.

Cicerón publica después todo el material que no había podido utilizar en el proceso. Esta serie de discursos tuvo gran importancia, no sólo desde el punto de vista puramente forense sino también político, porque sirvieron para desacreditar, en uno de sus miembros, al régimen senatorial.

El año 63 a. de J. C. llega al consulado, la suprema ambición y el honor más alto a que podía aspirar un ciudadano romano. La necesidad de impedir el triunfo de Catilina obliga a la nobleza a unirse con los caballeros para sostener a Cicerón como candidato común. Con esta elección se aleja del partido popular, al que hasta entonces había pertenecido. El acontecimiento más importante de su consulado es la conjuración de Catilina, demasiado conocida para hacer aquí su historia. Su actuación fue entonces rápida y eficaz. El triunfo le valió el título de "Padre de la Patria", título que Cicerón se encargó de recordar con excesiva insistencia.

Su intervención con la cuarta catilinaria contribuyó, a pesar de aparente equidistancia, a que el Senado se decidiera por la sentencia de muerte, sentencia que él mismo hizo cumplir inmediatamente.

En el año 61, la declaración contraria a Clodio que hace en un proceso contra éste le vale la enemistad rencorosa y tenaz de aquel joven demagogo. Elegido Clodio tribuno de la plebe en el año 59 a. de J. C., aprovecha el momento esperado para vengarse de Cicerón. Le acusa de haber actuado fuera de la ley en la conjuración de Catilina al condenar a muerte, por la sola orden del Senado, a los cómplices de aquél, que habían quedado en Roma. Cicerón se adelanta y parte al destierro antes de ser condenado. Su casa en el Palatino es arrasada; se cree solo y abandonado de todos. El destierro duró en realidad poco más de un año, pero para Cicerón fue un golpe mortal. No supo soportar con entereza ese contratiempo. Era el primer revés serio que sufría: sus cartas de ese período expresan una melancolía, un abatimiento que nos parecen desproporcionados al motivo que los provoca.

Sería muy largo hacer solamente una breve alusión a los discursos y tratados que ha ido produciendo a lo largo de este período y también hacer la historia de su actuación en la política agitadísima de ese momento.

Llega, en fin, el año 49 a. de J. C., el año de la guerra civil. Cicerón, de vuelta de su provincia de Cilicia, encuentra a Roma encendida en las llamas de una guerra sin cuartel: Pompeyo, es decir, el Senado, contra César. Éste, en un movimiento rápido y sorpresivo, se lanza sobre Italia en dirección a Roma. Los enemigos huyen en desorden. Cicerón se agita en dudas y vacilaciones angustiosas. No sabe con certeza por quién debe elegir. Por fin obedece a su más íntima inclinación y se dirige al campamento de Pompeyo, sin hacerse ilusiones, por cierto, de haber optado por el vencedor. El estado en que encuentra al ejército pompeyano lo confirma en su opinión. Finalmente, la batalla de Farsalia, el 9 de agosto del 48 a. de J. C., termina con el régimen republicano. César, gran político, extraordinario jefe militar, es también hombre de letras y de los mejores de Roma. Quiere una paz sin rencores y acoge a Cicerón con deferencia, tratándole no como a vencido sino como a viejo amigo. Se suceden luego tres años de ocio en el sentido romano: alejamiento de la actividad política y dedicación entera a la composición de sus obras retóricas y filosóficas. Pocos discursos, los más para solicitar la clemencia del vencedor en favor de algunos de sus enemigos.

La desaparición de César, asesinado el 15 de marzo del año 44 a. de J. C., ilusiona a Cicerón. Cree que, desaparecido aquél, puede instaurarse de nuevo el régimen republicano. La esperanza y la ilusión le devuelven sus bríos y el anciano consular se lanza con ardor juvenil a la lucha política. Pero bien pronto se convence de su error. Aparece Antonio en el horizonte. La nueva situación es peor que la anterior. Antonio, oficial de César en la guerra de las Galias, temperamento desbordante que se emplea con parejo ardor en la rudeza de los campamentos y en la molicie de la ciudad, tiene la ambición de César pero carece de la generosidad, de la voluntad tenaz y equilibrada y, sobre todo, de la maravillosa inteligencia de su jefe. El choque entre Antonio y Cicerón es inevitable. Esta vez sí se lanza a la lucha, con una decisión y violencia que borran el recuerdo de sus anteriores vacilaciones.

Quema en la llama de su cólera todas sus energías y pronuncia contra su enemigo las llamadas Filípicas, en que brillan como nunca la ironía mordaz, la burla despiadada y hasta grosera y, sobre todo, esa vibración emocional en la que siempre había resultado insuperable.

Echa mano de todos los recursos para oponerse a su enemigo; se alía y consigue que el Senado le siga en su política con Octavio, un jovencito recién llegado a Roma para reclamar la herencia de César, su tío y padre adoptivo. Los viejos senadores piensan utilizar el prestigio de su nombre y de su herencia como medio para deshacerse de Antonio. Pero bajo aquel fino rostro de niño se ocultaba un político habilísimo, que con su capacidad de maniobra burló la astucia senil de los optimates. Los burladores burlados pagaron trágicamente su presunción equivocada. Octavio se entiende con Antonio y ambos forman con Lépido el segundo triunvirato. Comienzan las proscripciones. En el regateo del pacto concertado, Antonio obtiene la proscripción de su enemigo. Cicerón huye hasta Formia, donde le dan alcance sus perseguidores. De quererlo, hubiera podido aún entonces llegar hasta el mar y salvarse. Pero sintió de pronto cansancio mortal: comprendió que, de escapar, sólo hubiera prolongado físicamente su vida pero que espiritualmente estaba ya terminada; el ideal por el que combatiera había sido definitivamente superado. Hizo detener la litera y, en medio del camino, entregó su cuello a la espada del tribuno, mientras se elevaban como un coro los lamentos de sus servidores.

Murió, dice Tito Livio, con decisión superior a la que había mostrado en su vida. Es cierto. Pero para un hombre de inteligencia tan rica y dúctil como la suya, con un temperamento exuberante de meridional en comunicación cordial y optimista con todo lo humano, fue más duro y valioso el sacrificio, pues entregó mucho más que otros de sus contemporáneos, almas broncas y estrechas, cuya grandeza no es en gran parte más que orgullo hosco e incomprensión.

Si su papel en la historia política de Roma se ve como disminuido y eclipsado por los grandes conductores de la época, su obra literaria, en cambio, cuenta entre las primeras, no sólo por la amplitud sino también por el valor intrínseco.

No fue creador de nuevas teorías filosóficas ni tampoco iniciador de nuevos géneros, pero está lejos de ser un servil repetidor como se lo ha calificado, tomando al pie de la letra alguna expresión ocasional de fingida modestia con que se refiere a su obra filosófica en una de sus cartas a Ático.

Su originalidad se muestra no sólo en el acento personal de su expresión sino también en que supo hallar el punto de unión entre la libertad del pensamiento griego y el sentido del orden y de lo social que caracteriza al romano. Cicerón en esto lo fue fielmente. Roma sigue en lo cultural la misma línea que en lo político: no destruye; elige, asimila y organiza.

Combate con singular energía a los epicúreos, de tal modo que la aversión por su doctrina parece más fruto de una antipatía natural que de consideraciones filosóficas: no le parecía tolerable en una sociedad sana la dimisión de la voluntad a que obedece en el fondo el epicureísmo; por eso él, que había escrito elocuentes páginas en honor de la filosofía, juzga a los epicúreos más dignos de la sanción del censor que de la refutación del filósofo.

Del estoicismo toma todo lo que es nervio y vigor: la exaltación de las fuerzas morales hacia una virtud fuerte y difícil, que considera la mejor condición de una ciudadanía sana, el sentido de solidaridad y de servicio que puede afirmar y elevar la natural vocación del romano por la política; pero rechaza sus paradojas como sutilezas impracticables y contrarias al buen sentido. Con esta piedra de toque va comprobando las distintas teorías. Su actitud en lo esencial es semejante a la de Horacio, tan característicamente romano como él, aunque distinto en muchos aspectos. También el poeta realiza, como Cicerón, una síntesis de las distintas filosofías en vigencia, aunque acomodada a las circunstancias de su época, la de Augusto, tan próxima y tan distinta de la anterior. Rechaza toda tutela de escuela y sólo se interesa en el problema moral; si en su juventud parece conceder demasiado al epicureísmo, se inclina con el tiempo cada vez más a los estoicos, cuyo ideal moral corresponde en tantos aspectos al carácter romano, pero no deja por ello de burlarse de sus paradojas, demostrando las contradicciones a que conducen en la práctica.

En este problema de la originalidad de Cicerón es justa la protesta de Laurand: los que estudian sus obras filosóficas -dice- se afanan por descubrir qué autores sigue, pero se preocupan muy poco de saber qué piensa y qué dice el mismo Cicerón.

Se le reprocha su engañosa facilidad, la tendencia a soslayar los problemas difíciles, el excesivo acento oratorio, la falta de precisión y profundidad en la discusión de algunos problemas.

Estos defectos son reales pero no en el grado que exageradamente pretenden algunos de sus críticos. Sin entrar al examen detallado de esta cuestión, basta tener en cuenta que para formular un juicio justo es necesario apreciar antes las circunstancias en que escribió sus obras y además determinar qué quiso y qué pudo hacer.

Desde joven tuvo Cicerón gusto y afición por la filosofía: pero durante mucho tiempo no vio en ella más que un medio de ampliar su cultura de orador y de ejercitar su mente en las agudezas de la argumentación. Sólo en el año 45 a. de J. C. comienza a cultivarla desinteresadamente. La muerte de su hija Tulia, ocurrida ese mismo año, fue un golpe que le afectó en lo más profundo de sus sentimientos: parecía inconsolable. A este dolor se unía el "ocio" que le imponían las circunstancias. César en el poder había terminado con las luchas de partido. Se entregó entonces a un trabajo febril: acomete la empresa de tratar en latín toda la filosofía griega y en dos años de trabajo compone 11 obras filosóficas, además de algunos pequeños tratados de tema retórico. En esta obra de vulgarización en que se empeña debe tener en cuenta el carácter de su pueblo, para el que escribe: por eso sólo trata los problemas de filosofía moral y los metafísicos relacionados con ella, atendiendo siempre a las consecuencias prácticas de la teoría. Otro modo de proceder lo hubiera llevado necesariamente al fracaso.

Y aun así, ¡cuántas precauciones para vencer el recelo tradicional de los romanos por esa disciplina! No le basta comenzar con el Hortensius, dedicado a exaltar el estudio de la filosofía y a demostrar su importancia y su necesidad; en todos los tratados que compone a continuación comienza siempre justificando la seriedad e importancia de su trabajo ante las objeciones de los tradicionalistas.

No puede negarse que hay en su obra filosófica páginas admirables. Recordemos solamente El sueño de Escipión, el fragmento más célebre del De República. De él dice Boyancé, muy severo por otra parte con el resto de su obra: "Con todo, una sola vez ha sido Cicerón tan poeta como Platón. Por una sola vez el ingenioso y elocuente romano ha logrado poner silencio a su terrible facilidad para elevarse hasta las alturas de la gravedad y de la meditación. El sueño de Escipión es esa obra admirable en que por una sola vez la música ciceroniana es un eco de la armonía de las esferas". De ningún modo pensamos disimular nuestra admiración por la ductilidad de ese genio que supo encontrar en sí mismo y contra sí mismo la fuente de semejante grandeza.

Esa música, si no siempre tan alta como en El sueño de Escipión, es cualidad característica de su prosa. En ella puso no sólo su sensibilidad de artista sino también el estudio constante, cuyos resultados expuso junto con el fruto de su experiencia en uno de sus últimos libros, el Orator.

La prosa latina alcanza con él su perfección. Con pleno acierto supo unir al timbre metálico del latín toda la sabia arquitectura rítmica que en Grecia habían creado los sofistas y perfeccionado luego Isócrates.

Su período es amplio y dúctil. Ya se afina en las sententiae, rasgos breves e ingeniosos, ya se hincha y crece en incisos que, al sucederse armónicamente, le dan un aire de plenitud en que crecen juntos el decoro y la gracia.

Aunque aparentemente uniforme, revela con todo, en un análisis más atento, amplia variedad de estilo dentro del sostenido tono oratorio común a casi toda su obra. Se pliega tanto a la avidez de las demostraciones como a la agudeza intencionada de la ironía, expresa lo mismo la dureza y el realismo propios del sarcasmo itálico como la confidencia íntima: responde a la menor vibración de su sensibilidad como da cauce al torrente de sus emociones.

Es cierto que no pocas veces abusa de su exceso de riqueza verbal y que cae en el artificio y en la pura sonoridad sin sustancia; pero en su escuela, la de Rodas, intermedia entre el lujo verbal y rítmico de la escuela asiática y la desnudez y simplicidad de la ática, Cicerón es el modelo por excelencia.

Se le tacha de retórico, pero es éste un reproche fuera de lugar. Cualquiera que sea nuestra opinión sobre la retórica, debemos reconocer que era entonces un instrumento vivo y válido que respondía a una realidad particular.

Debe recordarse, además, que gran parte de la literatura de aquella época no es obra de gabinete, comunicación individual de autor y lector, sino literatura hablada, si se permite la expresión, realizada al aire libre en directa y viva comunicación con el público. En la estrecha convivencia del foro tiene su ambiente propio y sus obras retóricas y filosóficas no parecen más que una transposición al libro de aquel vivo y amplio intercambio. Escritos en el retiro de su gabinete, en realidad viven y se realizan a plena luz y en espacio abierto. No hay necesidad de recordar un hecho bien conocido: que la literatura en Roma se dirige más al oído que a la vista.

En la colección de sus cartas es donde más se pueden apreciar la excelencia y la flexibilidad de su estilo. Escritas la mayor parte al correr de la pluma, en ellas se revela sin trabas y disfraces; revelan con admirable fidelidad, y con una vida que no gasta el tiempo, los distintos aspectos de su personalidad, las más variadas y encontradas emociones de un hombre tan sensible a los menores estímulos.

Si como género literario no están al nivel de las demás obras por su corta extensión y por lo personal y efímero de su contenido, son de valor inapreciable para juzgar sus condiciones de escritor; como documento, además de su importancia para la historia, nos ofrecen una imagen de su autor, fiel y completa como pocas. Como en una experiencia casi personal le vemos con todos sus defectos y todos sus errores, pero también con sus muchas y nobles cualidades, que son, en definitiva, los rasgos auténticos de su personalidad y los que le han ganado la simpatía y el respeto de la posteridad.

Séneca

Roma tuvo una extraordinaria capacidad para asimilar a los pueblos vencidos, no sólo en el orden político sino también en el espiritual. El occidente conquistado se fue romanizando con una rapidez que llama la atención de los que hacen su historia. Esta capacidad de suscitar la adhesión de los pueblos conquistados se revela especialmente en un aspecto de su historia literaria. Mientras la enérgica aristocracia que dirige los destinos de la ciudad permanece entregada de lleno a extender y afianzar las conquistas realizadas, los súbditos recién sometidos no sólo aceptan la dominación del vencedor sino que se convierten en los cantores de su gloria: mientras avanzan las legiones van aquéllos formando la imagen ideal de la ciudad conquistadora. Un griego de Tarento sienta las bases del drama y de la epopeya romanas y en circunstancias difíciles compone, por orden del Senado, el himno impetratorio de la victoria contra los cimbrios, que amenazaban desde el Norte; un montañés de Calabria crea, junto con una extensa obra de polígrafo, el que fue durante varios siglos poema nacional de Roma. Y así hasta el siglo I van llegando a la ciudad los escritores desde todos los puntos de Italia; más tarde, como si tomaran su turno, desde las demás provincias, de España en el siglo X a. de J. C., de África en el II y III y de las Galias en el IV.

España, a pesar de haber resistido duramente durante mucho tiempo, fue una de las provincias más romanizadas. Y entre sus regiones, la Bética, donde se habían asentado sucesivamente los fenicios, los griegos y los cartagineses. En la capital de ésta, Córdoba, nace Séneca a comienzos de nuestra era. Ciudad conocida por sus riquezas y también por su cultura. Ya en época de Sila, según refiere Cicerón, había allí un círculo de poetas que celebraron las victorias de Metelo Pío en versos un poco espesos para el gusto del gran orador. La familia de Séneca no sólo poseía grandes riquezas sino que había alcanzado, con algunos de sus miembros, altos cargos en la administración. Su padre tuvo gusto por las letras. Según testimonio de su hijo, escribió mucho pero publicó muy poco. En su vejez, a ruego de sus hijos dictó con fidelísima memoria los ejercicios retóricos que había presenciado en su juventud, los que han llegado hasta nosotros con el nombre de Suasoriae y Controversiae.

Su afición por la retórica no sólo se manifiesta en sus estudios sino también en sus amistades y relaciones. En ese ambiente y en esa dirección educó a sus tres hijos. De ellos sólo se hizo célebre el segundo, Lucio, que para la posteridad es sencillamente Séneca.

La intensa educación recibida, unida a sus grandes dotes, le hicieron conocer muy pronto. Pero sus mismos éxitos le pusieron en grave peligro. Excitó la envidia del emperador Calígula, que también tenía pretensiones de orador y algunas condiciones para el oficio. No le bastó con burlarse del estilo de su rival. Un día, en que Séneca había hablado con notable elocuencia en el Senado, el emperador enfurecido ordenó que se le diera muerte. Sólo le libró la intervención de una mujer amiga, quien calmó al emperador asegurándole que Séneca, atacado de un mal incurable, no habría de vivir mucho tiempo.

Los celos imperiales y también su salud no muy robusta cortaron prematuramente su carrera de orador.

Pero sus dones eran múltiples. Se dedicó por el mismo tiempo a la poesía y su crédito como poeta debió ser bastante grande, cuando sus enemigos lo utilizaron para indisponerlo con otro literato también coronado, con Nerón.

Su verdadera vocación era la filosofía: sólo pudo realizarla plenamente después de la muerte de su padre, en los últimos años del reinado de Calígula. Séneca tenía, como sus hermanos, profunda devoción filial y gran concepto del talento de su padre y de la obra que éste dejó inédita.

No quiso, pues, contrariarle en vida, cultivando una disciplina por la cual tenía aquél extraña aversión. A esta época de iniciación pertenece su tratado De la ira, según la opinión más corriente, porque la cronología de sus obras no es muy segura.

La composición del tratado se vio interrumpida por una nueva desgracia. Su amistad con Julia Livilla, a quien perseguía Mesalina, la esposa del nuevo emperador Claudio, le valió el destierro a Córcega, donde pasó ocho años. En el destierro escribió la Consolatio, dirigida a su madre, Helvia, y la dedicada a Polibio, liberto del emperador.

Su suerte cambia de nuevo con el advenimiento de Agripina, pero cambia de un modo brusco. Su vida está tan llena de contrastes como su estilo de antítesis. Cae y sube como si la fortuna quisiese emplearse con él en extremos. La nueva emperatriz hace levantarle el destierro y a los pocos meses le encarga la educación de su hijo, el futuro emperador Nerón.

No se dejó engañar por este halago de la suerte y parece que presintió la mala jugada que le hacía la fortuna al empinarlo tan alto; adivinó la maldad que se ocultaba tras la dócil adolescencia del príncipe. Escribe en este año -49 d. de J. C.- la Consolatio ad Marciam y el tratado sobre La brevedad de la vida.

El año 54, a la muerte de Claudio, Nerón, que contaba 17 años, es proclamado emperador. Sus dos maestros, Séneca y Burro, le acompañan como ministros. Séneca redacta muchos escritos oficiales y los discursos del emperador.

Para éste escribe el De la clemencia, posterior al año 55. Trata de inclinar hacia esta virtud el ánimo de su discípulo. Pone en la obra todos los recursos de su ingenio, que alcanza en esta obra un brillo singular. En el año 58 escribe dos tratados: De la felicidad y De la constancia del sabio. Aunque desarrolla en ambos las conocidas tesis estoicas, son en el fondo alegatos personales. Se defiende contra sus enemigos que, envidiosos de su fortuna, le echan en cara sus riquezas aumentadas con los favores de Nerón y su tren de vida contrario a las máximas de su filosofía.

Mantiene entonces una lucha en doble frente, con sus enemigos y envidiosos de fuera, con el emperador en palacio. Consigue hacer condenar y desterrar a uno de sus acusadores, Suilio, pero no detiene con ello las críticas. Nerón, por otra parte, trata de liberarse de las tutelas que contienen sus impulsos desorbitados. Le incitan los libertinos de la corte que, conocedores de la naturaleza del joven emperador, le sostienen y estimulan en su empeño. Burro, el soldado enérgico y fuerte, Séneca el filósofo, son un freno que logra contenerlo en parte. En esa lucha va dejando Séneca los jirones de su reputación. No se le reprocha solamente su afán de riquezas. Consiente con su silencio en los crímenes del emperador, esperando quizá que cada uno de ellos fuera el último. Afecta ignorar el envenenamiento de Británico, hijo de Claudio. Cuando Nerón trata de librarse de la influencia de Agripina, Séneca se pone de su parte, aunque le debía a aquélla su posición. Si bien es cierto que tanto él como Burro se encontraron en la muerte de Agripina ante un hecho consumado, del que no habían tenido la menor noticia, es verdad también que Séneca llegó a redactar la carta con que Nerón comunicaba al Senado la versión oficial de la muerte de su madre. Todo fue en vano. El mismo Séneca es objeto de odio especial por parte de los amigos de Nerón, odio que sobrevivió a su muerte, alcanzando a sus parientes y amigos. Con la muerte de Burro comprende que la partida está definitivamente perdida. Decide retirarse. Pero como conoce, por la larga experiencia, las reacciones de su antiguo discípulo, no quiere dar motivo ni al despecho ni a la codicia del emperador. Solicita una entrevista. Expone los motivos personales que le obligan a retirarse y trata de desarmarlo ofreciéndole su inmensa fortuna. Nerón disimula sus sentimientos con palabras de afecto y de gratitud por los servicios prestados, rechaza la fortuna que le ofrece. Pero Séneca no se engaña. Tiene demasiado conocimiento de los hombres y del emperador para hacerse ilusiones sobre su futuro.

Tantos altibajos de la suerte llegaron por fin a darle la ansiada indiferencia, ideal del estoico. Se despojó de todas las vanidades. Dejó su casa lujosa por una modesta; se contentó en la comida y el vestido con lo indispensable. Una especie de desabrimiento por aquellos bienes, cuya falsa sustancia había probado en los amargos años de prosperidad, lo inclina a la vida sencilla y ascética. Como Cicerón en situación algo semejante se entrega febrilmente al trabajo. Escribe entonces su trabajo filosófico sobre Los beneficios, el más sólido desde el punto de vista teórico; para su amigo Lucilio las Cuestiones naturales y el tratado sobre La providencia, en el cual demuestra que, a pesar de las apariencias a veces engañosas, la mano divina rige al mundo.

También compone las cartas a Lucilio, que son como compendio y corona de toda su obra moral.

En el año 65 estalla la conjuración de Pisón. Séneca se ve envuelto en ella y recibe la orden de darse la muerte. Estaba preparado: hasta había lanzado antes un desafío a sus enemigos para cuando llegara; afirmó que la soportaría valerosamente, como prueba suprema de fidelidad a su doctrina.

Murió como Sócrates, rodeado de sus amigos, aunque no con su misma sencillez.

La contradicción entre su vida y su obra fue problema que ya dividió a sus contemporáneos. Si hubo quienes le censuraron, hubo también quienes, sin llegar a aprobarlo, encontraron cómo excusarlo.

Séneca no fue indiferente a esos ataques y trató varias veces de justificarse ante la opinión pública. Cuando se le critica su enorme riqueza, en contradicción tan aparente con el ideal de sabio que predicaba, contesta que éste puede poseer, sin contradecirse, los bienes legítimamente adquiridos o heredados y que, por lo demás, la sabiduría no exige la pobreza efectiva, sino la indiferencia de ánimo para con las riquezas, tal que se pueda perderlas sin perderse.

Nunca se presentó como modelo o garantía de su doctrina. Se consideraba el primero de sus oyentes, tan necesitado como ellos. ¿Cómo ignorar sus fallas de carácter, su falta de constancia?

Desterrado bajo Claudio, soporta al comienzo con toda entereza su desgracia y aun tiene fuerzas para dirigir un libro de consuelo a su madre, Helvia. Pero de pronto pierde el ánimo y dirige otro libro del mismo carácter al liberto de Claudio, Polibio, que acababa de perder un hermano; en él se rebaja hasta adular no sólo al liberto sino también al emperador, a quien odiaba y despreciaba.

Su conducta tan censurada junto a Nerón, ¿en qué medida obedece al temor y en qué medida al deseo de evitar nuevas víctimas? Difícil resolverlo. Lo terrible de las circunstancias en que le tocó actuar nos inclina a atenuar en lo posible la severidad de nuestro juicio.

Como filósofo no es un expositor sistemático ni se interesa por el aspecto puramente especulativo de la escuela que sigue. Es un director de almas, como se lo ha calificado con acierto. Atiende más al orden psicológico que lleva al convencimiento, que no al riguroso orden lógico de la demostración. Este carácter es un rasgo común con los filósofos de su época. Llenaban éstos la función de asistir, si podemos decirlo así, espiritualmente a sus contemporáneos. En aquella profunda quiebra política y social buscaba el individuo solo y aislado donde encontrar motivos de vida y fuerza que le sostuviera.

Y esta labor no sólo la realizaban los filósofos de escuela sino también aquellos predicadores callejeros que ya Horacio nos muestra en sus sátiras, a la busca de desesperados que salvar. De los epicúreos sabemos que formaban fraternidades basadas en un culto fiel de la amistad.

Séneca realizó esta tarea en forma más recatada, siguiendo su gusto y su condición. Prefiere pocos discípulos y éstos escogidos entre los que demuestran verdadero interés por la enseñanza. Con el libro amplía el alcance de su acción. A medida que pasa el tiempo, se van purificando sus intenciones: ya no atiende, como al comienzo de su carrera, al éxito brillante sino al progreso que se realiza en el alma de sus discípulos.

De la eficacia de su enseñanza y de sus condiciones da fe la confianza con que acuden a presentarle sus problemas morales, tal como podemos verlo a través de sus tratados y cartas.

Este carácter de su obra íntima, directa, personal, determina algunos de los rasgos más salientes de la misma, no sólo en lo que se refiere a la doctrina sino también en lo que toca a la composición y al estilo.

Sigue la doctrina estoica y se presenta como un adepto de la escuela: lo es en verdad, pero con entera independencia: de las tres partes en que dividían la filosofía los estoicos sólo se ocupa de la moral y descuida las otras dos. Si mantiene y defiende todas las paradojas de la escuela, insiste con acento personal en los aspectos y consecuencias más humanas de esa filosofía: la virtud como cualidad moral que hace iguales a los hombres, la dignidad humana de los esclavos.

Las grandes tesis estoicas cobran, en los juegos de su prosa, singular relieve. La virtud es el bien supremo: frente a ella todo lo demás, placer, dolor, vida, muerte es indiferente. "Tus bienes -le dice a Aurelio- están dentro de ti mismo y tu felicidad en no necesitarla. No temas a la pobreza: nadie vive tan pobre como ha nacido; ni al dolor: o cesa o se aniquila; ni a la muerte: es término o sólo lugar de paso. No temas a la fortuna: le he quitado las armas con que podía herirte."

El sabio debe vivir de acuerdo con las normas de su naturaleza racional. La razón, dependiente de Dios, nos señala el bien y el mal, nos aprueba y nos condena.

Esta participación en una naturaleza racional nos hace iguales y hermanos: nos obliga a vivir en armonía unos con otros. Pero el sabio inexpugnable en el alcázar de su virtud debe ser indulgente con la debilidad de los hombres. "Son ingratos, viciosos, cobardes, flojos, impíos. No te aíres por ello; perdónalos, porque desvarían."

Las vacilaciones en su conducta influyeron a veces en su doctrina. Sostuvo en De la tranquilidad del ánimo que "el estoico no puede entregarse al otium como el epicúreo: debe tomar parte activa en la vida pública y sólo retirarse a la soledad cuando las circunstancias se la hacen imposible". Pero más tarde, en el Del ocio, retirado ya de la corte imperial, se rectifica y afirma que la oposición entre estoicos y epicúreos en ese punto es sólo teórica; el otium no está reñido con la doctrina de la escuela, porque en el estoico es activo y fecundo: deja de servir al estado para servir a la humanidad.

Con la misma libertad con que se corrige, toma de las demás escuelas, aun de las más opuestas a la suya, las máximas que le parecen aceptables. Este aspecto de su personalidad que, sin embarazo alguno, sigue los caprichos de su gusto arriscado e independiente, se manifiesta en sus juicios literarios.

Declara sin embozo su especial antipatía por todo lo griego, en lo cual parece seguir a su padre. No sólo desprecia su carácter y sus costumbres sino que también adopta hacia sus escritores una actitud desdeñosa.

En la literatura latina su gran admiración va a Virgilio y, en menor grado, a Ovidio y a Cicerón. Muestra muy poca afición por los autores anteriores a Cicerón, que cita poco y de segunda mano.

En la obra escrita se une a esta independencia de juicio el concepto especial de la misión que se ha impuesto. No le lleva a escribir la curiosidad puramente especulativa del filósofo sino que quiere comportarse como un médico moral que subordina su ciencia a las necesidades del caso que trata. Por eso tiene tanta importancia en su obra el aspecto psicológico. Observador profundo y alerta, que sabe descubrir y levantar los mil disfraces del vicio, tuvo, en el ejercicio del poder, una ocasión excepcional para ampliar su experiencia del hombre.

Desde muy joven actuó en la alta sociedad de Roma, cuyo trato constante estimuló y afinó sus cualidades naturales. Sociedad oprimida por el peso del poder imperial, acosada por los delatores, expuesta a mayores riesgos cuanto más elevada, derivaba esas energías comprimidas en las complicaciones de una vida ociosa, en el arte de atacar sin comprometerse, de hacerse presente sin mostrarse, de conversar alerta a las menores suspicacias, de vivir en una mutua y constante vigilancia.

En este ambiente desarrolla Séneca su labor de escritor ascético y, si puede decirse, casuista. Trata de enseñar a sacudir, por medio del renunciamiento, esa pesada opresión exterior y alcanzar así la verdadera libertad.

Pero no le basta, ni les bastaba tampoco a sus lectores, con exponer ese método de liberación, sino que se detiene a resolver las difíciles situaciones particulares que podía crear y creaba -testimonio su propia vida- la circunstancia en que vivían; trata de buscar explicación y alivio a las extrañas dolencias espirituales propias de aquel ambiente enrarecido.

Con tales propósitos no se le puede exigir que guarde en sus tratados una composición rigurosa.

Así se explica que sacrifique el orden lógico a una descripción oportuna, a la reelaboración de un tema, a una metáfora brillante que puede dar pie a un desarrollo independiente o a la presencia de ese interlocutor real o imaginario que, como en la diatriba cínico-estoica, figura también en su obra.

Este defecto de composición que ha chocado más o menos, según las tendencias predominantes de cada época, responde también a su genio, más apto para percibir lo particular y concreto, como buen observador y psicólogo, que no para construir una exposición amplia y sostenida de ideas.

Aun en esto fue fiel expresión de su época, cuyo gusto había reaccionado contra los grandes cuadros y las amplias síntesis de la época ciceroniana.

Trabajada por muchas miserias, testigo de tan terribles desgracias y de tantos crímenes acumulados en tan pocos años, no podía tener el generoso optimismo que daba vida a los amplios giros de la época republicana.

Las cartas a Lucilio son la más lograda de sus obras, no sólo porque corresponden a la madurez de su juicio y de su experiencia, sino también porque, con su libertad de composición, se adaptan, como ningún otro género, al talento de su autor.

En ese libre diálogo con un interlocutor puramente pasivo, Séneca da rienda suelta a su ingenio rápido y vivaz, que gusta de la expresión brusca, del rasgo de ingenio rápido, de las figuras retóricas que lanzan como una luz instantánea sobre las ideas. Combinación de carta privada y pública, en ellas refiere los menudos incidentes de la vida cotidiana, observa los más tenues matices psicológicos y usa de ellos como de pedernal, para arrancar las chispas de su ingenio. Despliega además el amplio repertorio de sus recursos retóricos: alteraciones, antítesis, paralelismos que dan a cada concepto un relieve propio, como liberándolo del conjunto.

El mismo Séneca, refiriéndose al estilo, sostiene que se debe escribir como se habla. Si aplicamos esta fórmula al suyo, podremos aceptar que sí es una conversación, pero una conversación depurada de todo lo llano, en la que se han juntado, como en haz, las más felices ocurrencias. Obra que resiste más a la lectura suelta que no al esfuerzo continuado.

Con acierto sorprendente, Calígula, el emperador loco, calificó su estilo de harena sine calce