Para Rosy, Claudina y Juan, que dan sentido a mi experiencia:

De poco sirve el mucho afán sin alegría en la existencia.

¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?

Marcos, 8, 36

El hombre es un niño que con la edad adquirió conocimientos, juicio y experiencia, pero pagó un alto precio: perdió su imaginación. […] No cabe duda que ser inteligente es armonizar todas las facultades, dosificarlas, desarrollarlas, utilizarlas, comprenderlas, saber para qué sirve cada una. Por ejemplo, la razón para razonar, para pensar lógicamente, pero también para saber que, a veces, más importante que tener razón es ser razonable. Entender es absorber, aprender, adquirir conocimientos, pero de poco nos sirven éstos si lo único que hacemos es almacenarlos. Hay que tener imaginación para que sean útiles, ya que la imaginación es la luz que ilumina nuestra inteligencia […] Lo primero que tenemos que saber es que no es inteligente odiar, envidiar, codiciar, vengar, etcétera, por una simple razón: porque a quien perjudican en primer lugar es a quien las experimenta. Son destructivas y nos llevan a la ruina del cuerpo y del alma. […] La cultura no es exhibir, es asimilar que nuestra alma e inteligencia absorban y digieran una serie de conocimientos, experiencias y facultades que le permitan ejercitarlas, ser más civilizada, más libre, más inteligente emocional e intelectualmente, más creativa, más feliz y más justa, que es de lo que se trata cuando hablamos de civilización.

Jaime Smith Semprún

Antes que nada

Parece obvio que las ideas y las emociones bien encaminadas transforman a las personas. En el mejor de los casos, más humanamente y de una forma integral: en intelecto y en espíritu; en el peor, sólo desde el punto de vista de la mejoría técnica y del dominio de las habilidades y las destrezas, pero no muy cerca de la espiritualidad ni de la ética.

Saber hacer algo, y hacerlo bien, a veces no tiene nada que ver con hacerlo razonable y éticamente. Los oficiales nazis (muchos de ellos, ilustrados) que participaron en el exterminio del pueblo judío, hacían las cosas con eficacia, pero sin inteligencia emocional. Infligieron el mayor de los daños a otros seres humanos, siempre convencidos de que aquello no era otra cosa que “trabajo” y que cumplían meritoriamente con su deber.

Erich Fromm advierte que la maldad, al igual que la bondad, tiene también sus grados, pero el mayor mal que podemos cometer es el que va dirigido al aniquilamiento de la vida, y se vuelve más grave y más monstruoso cuando ese grado extremo de maldad es una elección que ha pasado, de algún modo, por el alfabeto, la escolarización, el conocimiento y la cultura.

Una persona analfabeta tiene tal vez algún atenuante; una persona cultivada no lo tiene, menos aún cuando es libre de elegir partiendo de una distinción que, de antemano, no ignora: la oposición entre el bien y el mal.

Como ha dicho Stephen Vizinczey, los nazis, al igual que todos los criminales fanáticos, “carecían de la capacidad imaginativa para ponerse en el lugar del otro”. Cerraron su entendimiento, a pesar de poseer cultura. Su idea única era una abstracción: la Idea de la supremacía racial y, por supuesto, cultural.

Lo peor del dogmatismo y del fanatismo acerca de La Idea es que hacen que las ideas, y la pasión hacia ellas, pongan en primer plano los conceptos teóricos y en uno muy secundario, y más bien marginal, a las personas.

Así, las ideas acaban siendo más importantes que los hombres, cosa peligrosísima; como cuando se cree que lo jurídico y lo legal pueden relevar a lo justo, lo moral y lo ético. Tiene razón Fernando Savater: “Sin alma, de nada sirven conocimientos ni destrezas”.

Si cada quien tiene la suficiente inteligencia emocional y ética para poder examinar y cuestionar la naturaleza de sus actos y de su pensamiento, es menos probable que llegue a cometer atrocidades.

En su crítica a Kant, Michel Onfray advierte que quienes viven en la idealidad de la teoría y no en la realidad de la práctica, “de tanto venerar las ideas, terminan por despreciar a las personas”. Cualquiera conoce a algunos que llenen perfectamente esta descripción: aquellos que viven más a la sombra de los libros que al sol de la realidad.

Es saludable que los lectores tengamos esto en cuenta. Es sano tomar, así sea de vez en cuando, un poco de sol fuera del universo teórico de los libros. El único mundo que realmente existe es el de todos los días, con libros o sin ellos.

Las ideas son ideas; los hombres son reales: somos nosotros los que ponemos en práctica las ideas, para bien o para mal. Paul Éluard lo dijo bien: “Hay otros mundos, pero están en éste. Hay otras vidas, pero están en ti”.

En el asunto de la lectura, como en todos los demás asuntos de la vida, necesitamos más una buena y humilde filosofía práctica que todas las utopías cultas y las mitologías nobles, o teñidas de nobleza, con las que hemos venido aderezando nuestros discursos en busca de conseguir multitudes lectoras de libros.

En nuestro elogio de la idealidad hemos llegado al extremo de creer que la realidad no existe, pese a que es la realidad la única que puede hacer realidad nuestros deseos razonablemente realizables.

Lo demás es puro humo, y retórica efectista, como cuando decimos, demagógicamente, que somos realistas porque pedimos que se cumpla lo imposible. No seamos sofísticos; reivindiquemos la verdad: lo imposible nunca se cumple.

Aunque el diccionario admita locuciones retóricas propias del lenguaje de la superación personal y la autorrealización, “hacer realidad lo imposible” no es otra cosa que un barbarismo. Lo imposible es, por definición, lo que no es posible, independientemente de que no guste o no, sea para el caso de la lectura o para cualquier otra empresa.

Éste no es un prontuario ni un catecismo. No es un manual de instrucciones. Son sólo algunas reflexiones que desea compartir un lector inveterado cuyo objetivo principal en la vida no es leer libros sino tratar de ser feliz. No vivir para leer, sino leer para vivir o, mucho mejor, leer un poco para vivir algo más.

De nada les servirá entonces este libro a quienes sí tienen como propósito superior en su existencia la lectura de libros y la torrencial acumulación de bibliografía; esos que dicen —sin reparar en el sinsentido de su afirmación— que los libros son mejores que la vida: declaración decepcionante, frígida y amargada, mucho muy por debajo de la del resignado Stéphane Mallarmé que, con magistral desilusión, escribió en su “Brisa marina”: “¡Ay!, la carne es triste, y ya he leído todos los libros”.

Estas páginas están destinadas a lectores comunes y potenciales.

Bibliólatras y dogmáticos, abstenerse.

Prólogo

Escribir y leer son dominios que, generalmente, se consiguen en la infancia. Pero saber escribir y saber leer, es decir conocer el alfabeto, no garantizan a nadie volverse escritor y lector. Hay muchas personas adultas alfabetizadas a las que no les gusta leer libros, y hay otras muchas que los leen tan sólo por las necesidades de la escuela y el trabajo.

Al pensar en mi experiencia personal, puedo decir que nadie me obligó a leer libros. Cierto día, hacia los 9 años de edad, puesto que ya sabía leer, tomé uno en mis manos (Corazón, de Edmundo de Amicis) y lo leí completo. Me fascinó. Antes sólo había leído poemas y fragmentos en mis libros de texto. Por esos tiempos, cayó también en mis manos un libro muy popular (que yo entonces no sabía que era popular ni qué era la popularidad), el Álbum de oro del declamador. Lo leí y lo releí casi cada día, y memoricé varios poemas que luego recitaba en las actividades cívicas escolares.

He perdido la cuenta de los muchos libros que he leído, pero puedo asegurar que son muy pocos los que he leído con un fin práctico de pasar un examen o hacer una redacción escolar. La mayoría los he leído por puro gusto, interés y necesidad, incluso aquellos que, al final, me desilusionaron. Hay libros que no volvería a leer, pero hay otros que releo cuando puedo y cuando quiero.

A la lectura le sumé también la escritura. Pero tampoco nadie me obligó a escribir. Me refiero a escribir poemas y páginas que luego se hicieron libros. La escritura y la lectura son como el amor: así como nadie puede obligarnos a enamorarnos de una persona determinada, del mismo modo nadie tiene el poder para obligarnos a enamorarnos de los libros. Se ama o no se ama, y todos tenemos que descubrirlo por nosotros mismos. La única ayuda que puede servirnos es el entusiasmo que los otros profesan por ese amor. Pensando en esto he actualizado el viejo refrán que dice que “cuando los problemas entran por la puerta, el amor sale por la ventana”. Lo he reformulado así: “Cuando la obligación de leer entra por la puerta, el amor a los libros se va por la ventana”.

Un querido amigo que, además de gran lector, es un notable especialista en el tema de la lectura, se muestra contrario a la idea de que leer tenga que ser siempre un acto de libertad, pues sostiene que algún grado de obligación tiene que haber para que las personas adquieran el dominio y el hábito de leer libros. Haciendo un paralelismo con la música, sostiene que Mozart no hubiera sido el genial músico que fue si su padre no lo hubiese obligado a disciplinarse en el arte musical.

El problema con este ejemplo es que resulta muy endeble para lo que se desea probar. Mozart era un genio, pero los genios no se fabrican nada más con disciplina. Hay muchísimos músicos muy disciplinados —a quienes desde muy niños se impone la práctica de un instrumento —que nunca llegan a nada o que, para el caso, nunca llegan por supuesto a ser Mozart, que es único en la historia de la música.

El problema con este ejemplo es que Leopold Mozart, padre de Wolfgang Amadeus, también obligaba a tocar a su hija Ana María y ésta, sin embargo, nunca consiguió alcanzar ni el virtuosismo ni la genialidad de su hermano menor.

Otro problema más de un ejemplo así es que, si nos referimos al genio (artístico, musical, deportivo, etcétera), podríamos añadir que nunca nadie obligó a tocar a Louis Armstrong ni a John Lennon. Y, en el terreno deportivo, jamás nadie obligó a jugar futbol a Pelé ni a Maradona. El virtuosismo o la genialidad de estos músicos y futbolistas se deben al entusiasmo, el placer, la alegría y la pasión que la música o el futbol despertaron en ellos desde muy temprana edad, a tal grado de absorberlos, sin necesidad de que nadie los obligase a tocar y a componer ni mucho menos, por supuesto, a jugar futbol. No hay que perder de vista que, en todos estos casos, nos referimos a genios, a individuos que se apartan del común de la gente.

Los ejemplos no funcionan muy bien si los extrapolamos en las figuras de los más altos o los más ínfimos, que casi siempre resultan excepción. En cambio funcionan mucho mejor cuando su punto de partida es la mediana proporción, que es donde nos situamos casi todos los lectores y los escritores; unos más medianos que otros, desde luego, pero todos medianos al fin y al cabo.

Pero incluso ahí el ejemplo de mi amigo es débil, pues entre personas más comunes que brillantes lo que vemos, en general, son músicos expertos pero sin genio, y lectores capaces de decodificar y comprender un texto, pero sin entusiasmo apasionado por leer libros de manera autónoma. Habría que preguntarnos cuántos de ellos provienen de la pedagogía de la obligación, y cuántos de ellos tenían realmente, desde un principio, inclinación por la música o por los libros.

Es desde ahí, desde la medianía, donde podemos ver más nítidamente la realidad. Ni desde las cumbres ni al ras, sino desde lo que compartimos. Y es desde ahí que hemos podido ver —a lo largo de todos los tiempos, pero sobre todo ahora— que la imposición de leer libros más que producir lectores apasionados ha conseguido todo lo contrario: vacunar contra la lectura. Habría que recordar, en este punto, una antigua sentencia muy al caso: “Una excesiva tensión rompe el arco”.

Daniel Pennac nos recuerda, con mucha sensatez, que “nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir”, y añade que

a lo largo de su aprendizaje, se impone a los escolares y a los estudiantes el deber de la glosa y del comentario, y las modalidades de este deber les asustan hasta el punto de privar a la gran mayoría de la compañía de los libros.

La obligatoriedad hace siempre de las suyas con una eficacia casi infalible, pues como bien ha advertido Vizinczey, “sólo los lectores de sensibilidad indestructible pueden sobrevivir a la educación sobre literatura”. Por su parte, Gabriel Zaid estima que se puede leer de muchos modos, según lo pida el texto y el ánimo lector, pero que un método muy recomendable es el de leer por gusto, pues “cuando se lee por gusto, la verdadera unidad metodológica está en la vida del lector que pasa, que se anima y se vuelve más real, gracias a la lectura”.

Para Séneca, “el verdadero goce es una cosa seria”, y a tal grado lo es que llega a decir que resulta “un esfuerzo inútil hacer algo que repugna a nuestra naturaleza”. Alguien dirá que cómo podría ser repugnante la lectura de libros, y yo diría que puede serlo tanto como lo son las corridas de toros, el boxeo, la cacería, el golf, el montañismo, etcétera, para aquellos espíritus que rechazan estos entretenimientos. Repugnancia proviene del latín y significa aversión u oposición. Repelemos aquello que no nos gusta o que no deseamos experimentar. Para leer, con gusto, es necesaria una libre disposición. Para decirlo con Horacio, “sin amor y sin alegría nada es placentero”.

Cuando nos definimos, o definimos a otros, como amantes de los libros, por profesar amor a la lectura, lo que estamos diciendo es que amar no es un verbo que pueda conjugarse en imperativo. Es verdad que el amor también se aprende, como lo demuestra Erich Fromm en su célebre libro El arte de amar. Y es cierto también que, para amar, hay que vencer primero una que otra resistencia. Pero no se puede aprender a amar si no lo deseamos realmente. Por ello, pedirle a alguien que ame los libros (o que nos ame a nosotros) es pedirle demasiado si los libros (o nosotros) estamos muy lejos de su entusiasmo y sus intereses vitales.

Aun siendo el amor un arte, es decir un aprendizaje, que puede adquirirse y desarrollarse con algún grado de disciplina, Fromm es muy claro en una cosa fundamental: este grado de disciplina no tiene que venir del exterior, ni mucho menos obedecer a una imposición. Su explicación puede servirnos muy bien para entender por qué no podemos conseguir que alguien ame la lectura que, con rigor, le hemos impuesto. Debido a su carácter ejemplar, cito extensamente el prístino razonamiento de Fromm:

En lo que respecta al arte de amar, ello significa que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su vida. ¿Cómo se practica la disciplina? Nuestros abuelos estarían en mejores condiciones para contestar esta pregunta. Recomendaban levantarse temprano, no entregarse a lujos innecesarios y trabajar mucho. Este tipo de disciplina tenía evidentes defectos. Era rígida y autoritaria, centrada alrededor de las virtudes de la frugalidad y el ahorro, y, de muchos modos, hostil a la vida. Pero, en la reacción a tal tipo de disciplina, hubo una creciente tendencia a sospechar de cualquier disciplina, y a hacer de la indisciplina y la perezosa complacencia en el resto de la propia existencia la contraparte que equilibraba la forma rutinaria de la vida impuesta durante ocho horas de trabajo. Levantarse a una hora regular, dedicar un tiempo regular durante el día a actividades tales como meditar, leer, escuchar música, caminar; no permitirnos, por lo menos dentro de ciertos límites, actividades escapistas, como novelas policíacas y películas, no comer ni beber demasiado, son normas evidentes y rudimentarias. Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como una regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad; que se sienta como algo agradable, y que uno se acostumbre lentamente a un tipo de conducta que puede llegar a extrañar si deja de practicarla. Uno de los aspectos lamentables de nuestro concepto occidental de la disciplina (como de toda virtud) es que se supone que su práctica debe ser algo penosa y sólo si es penosa es ‘buena’. El Oriente ha reconocido hace mucho que lo que es bueno para el hombre —para su cuerpo y para su alma— también debe ser agradable, aunque al comienzo haya que superar algunas resistencias.

La clave del aprendizaje y aun de la disciplina, para Fromm, está en la siguiente frase que recito: “es esencial que la disciplina no se practique como una regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad”. Esta idea ya está en Nietzsche. En La gaya ciencia nos dice, casi con los mismos términos de Fromm, que hay que aprender a amar, porque cuando lo hemos aprendido (del mismo modo que aprendemos a escuchar la música y no sólo a oírla), “estaremos siempre, en definitiva, recompensados por nuestra voluntad, nuestra paciencia, nuestra equidad y benevolencia para lo extraño”. Y así concluye que hasta el que se ama a sí mismo lo habrá aprendido por el mismo camino de vencer la extrañeza, y acostumbrarse a las cosas, seducido por el encanto. En este caso, valga decirlo, el encanto (en un principio, tal vez, insospechado) de su propia persona.

Nietzsche y Fromm sabían que el goce y, con ello, el aprendizaje del amor, no podían venir acompañados de imposiciones ni de abusos contra nuestra libertad. Para disfrutar algo, para gozarlo realmente, es fundamental que lo hagamos en libertad. Voltaire, siempre apasionado, pero también siempre tolerante y respetuoso de la libertad de los demás, afirma: “Ser verdaderamente libre es poder. Cuando puedo hacer lo que quiero, ahí está mi libertad. Mi libertad consiste en andar cuando quiero andar”. Y lo mismo puede decirse al conjugar cualquier otro verbo: mi libertad consiste en amar, cuando quiero amar; en bailar, cuando quiero bailar; en jugar, cuando quiero jugar; en leer, cuando quiero leer, etcétera.

Si amamos porque deseamos amar es más fácil que aprendamos las virtudes del amor y nos hagamos entusiastas y generosos amantes. Si leemos porque, en principio, tenemos inclinaciones lectoras, seguramente será muy placentero aprender y desarrollar los gustos intelectuales y emocionales, la inteligencia, la sensibilidad, el conocimiento y la riqueza espiritual, a partir de nuestras ávidas y deseosas prácticas de lectura. Pero si, por el contrario, la disciplina de leer nos es impuesta sin que a nuestros impositores les importen realmente nuestros gustos e intereses, es natural que un muy alto porcentaje de lectores obligados no sólo no desarrolle ninguna afición por la lectura, sino que aborrezca los libros, en nombre de todo el sufrimiento y el hartazgo que le han representado, es decir, por todo lo que ha tenido que soportar. No es así como se aprende a amar.

Cuando se habla de “hábito de lectura”, muchos promotores y fomentadores del libro, excitados por el fanatismo bienintencionado, no llegan siquiera a meditar que los hábitos no son siempre necesariamente placenteros: que hay muchos que nos daría gran satisfacción no tener, o bien otros que nos resultan absolutamente ajenos como para tener algún mínimo entusiasmo de adquirir. Tengo buenas razones para sospechar que una de las causas del fracaso de la promoción y el fomento de la lectura es, precisamente, no considerar esta premisa básica.

La política ortodoxa de la promoción y el fomento del libro habla siempre de crear en los que no leen “el hábito de la lectura”. A partir de mi experiencia y de la observación directa, yo afirmo que lo mejor no es el hábito (que, ya sabemos, no hace al monje), sino la afición y el gusto o, para decirlo con un término prestado del inglés, el hobby, que se puede traducir precisamente como afición o como pasatiempo preferido. Insisto en que los hábitos son rígidos y, muchos de ellos, mecánicos y sin emoción. En cambio, las aficiones son abiertas y permeables a otros intereses y gustos. No nos exigen, como los hábitos, absoluta exclusividad.

Conozco a no pocos lectores habituales que todo el tiempo lo único que ostentan es que han leído un libro más o que han leído muchísimos libros y que seguirán leyendo más y más. Pero lo dicen como si su ambición fuese la de imponer un récord mundial (el de más libros leídos a lo largo de una vida), sin que se advierta realmente, en sus actitudes, la alegría y la ganancia intelectual y ética que hayan obtenido por esa obsesión lectora. Parecería que por el hecho de leer muchos libros, y de leerlos sin parar, uno tras otro, ya salvaron su alma y ya son, automáticamente, cultos.

En uno de los aforismos de La gaya ciencia o de El gay saber (que, para el caso, es lo mismo), Nietzsche nos advierte, con bastante claridad, que “todo hábito hace nuestra mano más ingeniosa y nuestro ingenio menos ágil”. Ésta idea ya está en Sócrates y Platón, pues para el pensamiento socrático, respecto del libro, mientras más confiamos nuestro saber al consumo de lo escrito, más descuidamos también nuestra sabiduría, que sólo se desarrolla reflexionando y pensando por nosotros mismos. Por eso Sócrates desconfiaba de los libros: porque, mal entendida su utilidad (la de servirnos de incentivo), pueden llevarnos a relevar nuestro pensamiento.

Esto es, exactamente, también, lo que decía Nietzsche en otro aforismo: que “los libros deben llevarnos alguna vez a superar todos los libros”, para no ser como aquellos, dice en otro momento, a quienes los pensamientos sólo les llegan cuando están entre libros (“a golpe de libros”, escribe exactamente), y no mientras piensan al aire libre, caminando, en las montañas solitarias o cerca del mar, “donde hasta los caminos se hacen pensativos”. La verdad es que si los grandes pensadores sólo se la hubieran pasado leyendo libros, nunca hubieran renovado las ideas, el pensamiento y el espíritu. Hace falta entender que los libros son tan solo un buen pretexto.

El pensamiento propio es, a fin de cuentas, lo que, bien cultivado, nos puede conducir a la autonomía como seres humanos. Para que no nos juzguen ni valoren por los libros que hemos leído, o dejado de leer, sino por lo que somos capaces de decir, razonable y razonadamente, intelectual y éticamente, sin que tengamos que echar por delante la bibliografía, que es como proceden casi todos los lectores que desean la aprobación de los demás y el reconocimiento de su saber cultural.

Lo que ocurre es que, en una sociedad burocratizada como la nuestra, el pensamiento propio se ha desprestigiado, mientras los simulacros del saber (títulos académicos, bibliografía, jerarquías, prestigios, etcétera) se han sobrevaluado. Aunque nada de ello tenga ver realmente con la escritura y la lectura, es decir, con el placer de escribir y leer, con el gusto y la alegría de hacernos escritores y lectores. Escribir y leer son acciones que no tienen que partir, necesariamente, de una idea prestigiada de los libros. Cuántos escritores y lectores no hay que comenzaron a escribir y a leer más que nada, pero también nada menos, por el imperioso placer o el venturoso destino.

Al pensar en esto, vuelvo a mi ejemplo más cercano. ¿Cómo me hice lector y escritor en una ciudad-pueblo donde no existían librerías ni yo formaba parte de una familia letrada? Sencillamente, leyendo y escribiendo, por puro gusto, las pocas cosas que iban cayendo azarosamente en mis manos, desde poemas cursis o sublimes hasta cuentos de Las mil y una noches y las páginas gozosamente sicalípticas de Memorias de una pulga. Pero no recuerdo haber andado preguntando a nadie, ni siquiera a mis profesores ni mucho menos a mis padres, cómo se hace uno lector y cómo se puede hacer escritor.

Los que andan preguntando esto no saben lo que quieren, y lo más probable es que se cansen de preguntar, se confundan con las respuestas, se fastidien con los consejos, y acaben comprendiendo que en realidad no les interesa ni leer ni escribir, sino otras cosas que hacen muy bien sin necesidad de haber pregunta do nunca cómo se hacen: las aprendieron haciéndolas. Los libros nos hablan, en silencio; llaman nuestra atención del modo más sutil. Por ello, no vale la obligación de leer. Lo que cuenta es la seducción. Francisco de Quevedo escribió:

Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos,

y escucho con mis ojos a los muertos.

Pocos libros; ni siquiera se necesitan muchos, porque la lectura no es asunto de implantar marcas mundiales, sino de gozar, de disfrutar, de hallar placer y contento en lo que se lee. Y si el gusto nace en la infancia, sin imposiciones, difícilmente lo perdemos cuando ya somos adultos.

Gabriel García Márquez sostiene que, a pesar de las excepciones, en general “el hábito de la lectura se adquiere muy joven o no se adquiere nunca”, y que “lo más probable es que se adquiera por contagio”, como sucede también con la música, con la pintura, con la danza, etcétera. Y ahí donde el adulto impone su mano dura y obliga a leer, la lectura se vuelve desilusión y hartazgo. La lectura que menos dura es la que nos fue impuesta con mano dura.

Para decirlo con palabras de Fernando Savater, y muy lejos de clichés y concepciones políticamente correctas:

El que valga para leer, leerá: en pergamino, en volumen encuadernado en piel, en libro de bolsillo, en hoja volandera o en la pantalla del ordenador. Leerá por nada y por todo, sin objetivo y con placer, como quien respira, como quien se embriaga o enreda sus piernas en las de alguien apetecible. Sólo eso importa cuando la pasión manda. Y así he leído yo no toda mi vida pero sí en los mejores momentos de mi vida. [Las cursivas son mías.]

Lo que no debemos olvidar es que, tanto para leer como para escribir libremente, es necesario alimentar el fuego de la infancia y la tinta de la niñez, donde se encuentran las raíces de nuestra vocación cuando realmente la hay, pues en la vocación (que algunos llamamos destino) encontramos, casi siempre, el entusiasmo de quien juega y se toma ese juego con ímpetu apasionado.

No hay otra forma de leer, y de inventar el mundo, si no es con algo de imaginación y con la más alta disposición para ello. En este punto, muchas veces, la pedagogía encalla, pues, como ha escrito Pennac, “¡qué pedagogos éramos cuando no estábamos preocupados por la pedagogía!”

Los niños y los poetas todos los días nos están salvando, mientras que muchos adultos carentes de imaginación y fantasía, tienen por consigna arruinar nuestros sueños y destruir nuestro mundo. En este punto recuerdo los primeros versos de un hermoso y lúcido poema de Juan Gelman (“Lecturas”): “La niña lee/ el alfabeto de los árboles/ y se vuelve ave clara. Cuánta/ paciencia ha de tener en aulas/ donde le enseñan a no ser”.

Antoine de Saint-Exupéry nos hace ver el profundo sentido de una obviedad que, con bastante frecuencia, olvidamos: “Todas las personas mayores empezaron siendo niños”. Otra certeza, que acompaña a esta verdad es la siguiente: Sólo muy pocas personas mayores pueden comprender los libros para niños, pero muchos niños pueden comprender perfectamente los libros y a las personas mayores. Sólo que las personas mayores, en general, estáñ