INTRODUCCIÓN

Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon -una selección- de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.

En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros -fuente perenne de conocimiento- tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.

La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.

Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula -como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos- el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.

LOS EDITORES

PROPÓSITO

Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.

Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe.»

Esta colección de Clásicos Universales -por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora- va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.

Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.

Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.

Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.

LOS EDITORES

Estudio preliminar
Francisco Ayala

Johann Peter Eckermann nació, hijo de humildísima familia, el 21 de septiembre de 1792, en la aldea de Winsen del Luhe, entre Luneburgo y Hamburgo, en el Electorado de Hannover. En el prólogo a sus Conversaciones con Goethe ofrece noticia cumplida acerca de su origen, condición y circunstancias, hasta que entabló la alta amistad que había de hacer famoso su nombre. Esas indicaciones suyas pueden completarse con algún otro sucinto dato: en 1827, la Facultad de Filosofía de la Universidad de Jena le confirió el grado de doctor; en 1831 contrajo matrimonio con Johanna Bertram; en 1838 fue nombrado consejero palatino y bibliotecario de la gran duquesa de Sajonia-Weimar Eisenach... Eckermann murió en Weimar el 3 de diciembre de 1854.

Se ha ponderado, y ello es justo, el mérito de un hombre que, nacido en las condiciones sociales más desfavorables, en un ambiente de extremada pobreza y de vida espiritual increíblemente angosta, se elevó por su resuelto impulso hasta alcanzar el trato y la confianza de quien, como Goethe, era, a la vez que la figura literaria más considerable y considerada en la Alemania de su tiempo, un personaje oficial, un potentado. Y, en verdad, resulta conmovedor el relato que hace Eckermann del modo como vino a descubrir siendo aún niño su sentido y aptitudes para el mundo del arte, y cómo fue penetrando en este mundo a costa de trabajos y en lucha con inconvenientes que hoy nos parecen casi inverosímiles. La historia del dibujo copiado y de la equivocación doméstica respecto de la profesión de pintor revela un estado de vida aldeana, elemental casi, que suscita un movimiento de extrañada curiosidad desde las condiciones del presente, en que el desarrollo técnico alcanzado ha roto, para bien y para mal, el aislamiento rural que ahí se nos representa tan a lo vivo.

Pero, si es cierto que sólo una resuelta vocación podía hacer salir de ese fondo agrario a quien no recibía allí estímulo alguno procedente del exterior, también es verdad que aquellas circunstancias presentaban su lado ventajoso. Por de pronto, no existía aún esa dura competencia que después había de irse desencadenando a lo largo del siglo XIX; y una vez apuntadas las aptitudes infrecuentes en el muchacho aldeano, todo fue alrededor suyo buena voluntad para propulsarlas. Luego, la juventud de Eckermann coincidió precisamente con la primera gran conflagración europea, que despertaría a las poblaciones dormidas en viejas relaciones tradicionales para lanzarlas hacia una revolución social acelerada de continuo en un dinamismo siempre creciente hasta hoy: participó en las guerras napoleónicas, fue traído y llevado por aquel vendaval, y eso le puso en contacto con el ancho mundo, empujándolo hacia caminos que entonces comenzaban a abrirse y creándole de momento situaciones poco propicias al arraigo que, según pudo comprobarse luego, constituía una fuerte propensión de su naturaleza. Y por último, la multitud de los centros de cultura y de poder en la Alemania de entonces -esa multitud que el propio Goethe celebra en estas Conversaciones como una bendición para la vida del espíritu- ponía al alcance de la mano de cualquier joven bien dotado los medios y relaciones a que no puede llegarse sin dificultad en una gran nación unificada y centralizada.

Por todo ello, si tuvo mérito Eckermann, tampoco le faltó fortuna; y no fue pequeña, en definitiva, la de haber podido asociar su personalidad discreta a la más plena y luminosa de su tiempo, uniendo así para siempre su nombre al de Goethe. Sólo que tal fortuna no es puro accidente, no fue por completo ciega: en medio del azar, y condicionándolo, se tropieza con la peculiar naturaleza de un ser nacido para el servicio y la fidelidad, y cuya forma de realizarse en la vida no podía ser otra que fidelidad y servicio.

El propio Eckermann tenía clara consciencia de esta su esencial condición. En las Conversaciones con Goethe habla de sí mismo en términos que lo declaran: «Mi alma -explica- se apodera de todo con cierta energía, y saca de todo el mayor alimento posible... Suelo llevar a la sociedad mis simpatías y antipatías, y cierta necesidad de amar y de ser amado. Busco un ser que se adapte a mi naturaleza más íntima, y desearía consagrarme a él por completo, y no tener nada que ver con los demás.» Eso dice de sí mismo. Y frente a una tan abierta ansia de entrega, de consagración apasionada y exclusiva, oímos a Goethe definir, por contraste, su actitud espiritual: «Yo he considerado siempre a un hombre como un individuo existente por sí, a quien quería conocer en su peculiaridad, sin pedirle ningún género de simpatía.» Y después de esto, suena casi a ironía el consejo: «¡Hágalo usted también!», que Eckermann, previsiblemente, se propone seguir en lo que pueda.

La tensión entre esas dos almas, tan diferentes, constituye el nervio de la obra y le presta, a mi entender, su más acusado valor literario. Porque -claro está- las conversaciones de Eckermann con Goethe pueden ser tomadas y apreciadas como un documento del gran poeta, y quizá sea ésta su principal significación; en todo caso, ha sido la significación que de un modo general se le ha reconocido. Pero, no obstante, es una composición literaria que contiene en sí otros distintos centros de interés y que, aparte de las direcciones a que apunta, está cargada de íntimo dramatismo, por mucho que su autor no haya perseguido ni tal vez querido este resultado.

En efecto: un análisis, aun superficial, nos asomaría por de pronto a las siguientes grandes perspectivas:

Primero. El documento aludido. Pues las Conversaciones ofrecen testimonio de la vida del poeta y, con eso, elementos para completar la comprensión de su obra. Suministran constancias sobre el aspecto físico de Goethe, su salud, su humor, sus costumbres, sus actos. Más aún: nos hacen conocer sus reacciones emocionales frente a acontecimientos que debieron herirle en lo más hondo, tales como las muertes del Gran Duque, de la vieja Gran Duquesa, de su propio hijo; sus reacciones temperamentales frente a pequeños sucesos de la vida diaria; sus reacciones estéticas frente a la naturaleza y frente a las obras de arte. Aún más: nos dan noticia de su juicio sobre hechos y personalidades históricas contemporáneas, de su opinión acerca de la literatura de su tiempo, de su emplazamiento en el orden de las relaciones intelectuales de entonces. Y todavía, nos transmiten datos preciosos en relación con la manera como se producía en Goethe la creación poética, cuáles eran y cuáles habían sido sus intenciones literarias en tales o cuales casos, cómo veía a las criaturas de su propio ingenio...

En cuanto documento sobre Goethe, las Conversaciones de Eckermann son, en verdad, inagotables. Nunca en la Historia literaria se ha rendido un informe tan cabal, minucioso y penetrante de la personalidad de un poeta como el que nos ha sido legado en este libro. Pero, como digo, ese aspecto fue siempre -y con razón- considerado y utilizado de modo preponderante por la crítica, y no es caso de insistir ahora sobre él.

En estrechísima, casi inextricable, trabazón con su carácter de documento, presenta en seguida el escrito famoso de Eckermann una segunda posible perspectiva: la que permite tomarlo como una obra más de Goethe. Los dichos de un hombre de acción valen para ilustrar su personalidad; pero las palabras de un hombre de pensamiento, siquiera sean emitidas oral e improvisadamente y reproducidas con aproximación, pertenecen a su obra. ¿Qué no decir cuando ese hombre de pensamiento es un poeta en avanzada ancianidad, cuyo espíritu ha redondeado hace ya tiempo una comprensión del mundo que no deja resquicio sin premeditar, y cuando el que las reproduce es un alma devota y flexible, empeñada en plegarse a su maestro? En tal sentido, las Conversaciones de Eckermann pueden ser vistas como una miscelánea de Goethe, llena de su brillo y de su gracia madura.

Pero en torno a las dos figuras que platican a lo largo de sus páginas, se va dibujando un delicioso cuadro de época, lleno de vivacidad y encanto. La Europa reaccionaria, restaurada tras las convulsiones a que la sometiera Napoleón, aparece reflejada en la vida diaria a través de las relaciones de la pequeña corte provinciana. Un cierto día vemos llegar a Eckermann trayéndole a Goethe la noticia de haber encontrado en la fonda al duque de Wellington, que hacía jornada en su viaje a Rusia: Goethe corresponde al ánimo sensacional de su informante preguntándole por el aspecto físico del héroe. En otra ocasión, vemos a Su Excelencia levantarse por dos veces y acudir en vano a la ventana para contemplar el esperado paso de unos trineos. Vemos al viejo poeta, repetidamente, complacerse en la lectura de los periódicos que le han llegado por la posta, o comentar los artículos del Globe de París, o las novedades teatrales de Berlín, o la gran novela de Manzoni, recién aparecida... Paseos, visitas, escenas de familia; ecos diversos de la Revolución de Julio; recuerdos, visiones del futuro... Todo esto, en suma, viene a integrar una tercera perspectiva del libro.

Será menester, no obstante, fijar la atención -más allá de sus contenidos concretos y más allá de su composición literal- en el sutil juego dramático de los dos personajes cuyos diálogos llenan sus páginas, para descubrir el verdadero interés literario de la obra. La tensión psicológica entre esas almas es lo que organiza y presta unidad a la redacción amorfa, constituyendo su verdadero, aunque recóndito, «argumento» y convirtiéndola en una pieza. Es fácil que Eckermann no sospechara nunca en el lector, a cuyo apetito intelectual suministraba tan sustanciales alimentos, la veleidad de reparar también en lo omitido. Pero lo cierto es que uno quiere, cuando ya ha sabido todo lo que dice, saber aquello que no dice, violentando todas las circunspecciones y cautelas de que él quiso rodearse.

Algunas son tan elementales que no requieren sagacidad especial: el silencio que, por ejemplo, guarda a propósito del hijo de Goethe, aludido siempre en forma deferente y distanciada, apenas consigue velar la antipatía, y sugiere en cambio todo un mundo de cosas dolorosas y turbias. Es lo que suele expresarse con frase hecha como un «silencio elocuente», bajo el que se ocultan por respeto condiciones familiares muy complejas, que, sin embargo, no dejan de transparecer en el matiz con que se trata de las diversas personas implicadas.

Pero, junto a discreciones de ese tipo, perfectamente conscientes y deliberadas, disimulan las Conversaciones con su notarial objetividad el juego de sentimientos correspondiente a un acoplamiento espiritual sui generis, cuyos datos primarios están contenidos en las frases que antes reproduje, y en las que Eckermann y Goethe definen respectivamente su esencial actitud para con el prójimo, pero cuyas peripecias se despliegan en las alternativas de relato y diálogo. Están en él frente a frente dos naturalezas muy distintas, y el espectáculo de su relación es tan curioso y apasionante para el observador como el espectáculo de la relación entre dos animales de especies diferentes. Quien escuche la palpitación de uno y otro, quien atienda a su ritmo vital, podrá disfrutar a fondo de esta amistad intelectual peculiarísima, en cuya tensión no puede dejar de advertirse una solapada especie de pugna de donde recibe dramatismo la obra y por cuya virtud se presenta al lector como un todo coherente. ¿Cómo, de no ser así, tendría la emoción que tiene esa página donde Eckermann relata su postrera visita al maestro muerto? No se trata de una noticia para la Historia. Ni es tan sólo el amigo fiel que expresa sus sentimientos y consigue transmitirlos al lector. La verdad es que Eckermann no exterioriza ahí sentimientos naturales y vividos; no se aparece consternado, agitado en lo íntimo por la congoja. Más bien da la impresión de hacer literatura. No tiene ante sí el cadáver del amigo venerado, sino el cuerpo del héroe muerto. Nos dice: «Tendido de espaldas, descansaba como si durmiese... La poderosa frente parecía contener aún pensamientos.» Y concluye: «Puse mi mano sobre su corazón -reinaba el silencio más profundo-, y tuve que apartarme para dar libre curso a mis lágrimas contenidas.» Todo eso tiene los caracteres del desenlace de un drama...

Es, en efecto, el drama de esa trabazón vital que, mantenida durante años en anhelante contacto, se distiende ahora, por fin, cerrándose como creación literaria.

Pero no se impute el mérito entero de esa relación, tan fecunda para las letras desde cualquier punto de vista que se considere, a las obsecuentes y devotas disposiciones de Eckermann, a esa naturaleza que él mismo declara presta a la entrega fiel y al exclusivo servicio. Desde luego que no hubiera podido prosperar sin ese temperamento abnegado y entusiasta, unido a una inteligencia fina y a una extraordinaria sensibilidad de su parte; pero el conjunto de aptitudes por las que el joven discípulo estaba como destinado al servicio espiritual de Goethe no hubieran hallado tampoco su coyuntura de efectividad sin otras, paralelas y complementarias, por parte de Goethe mismo. A falta de ello, la voluntad de entrega de aquella alma receptiva no hubiera rendido fruto alguno; se habría disuelto en una relación inhumana; se habría perdido en adoración vacía. Aquel gigante espiritual hubiera sido de todo punto inabordable, de no concurrir también en él disposiciones que, a su manera, suponían asimismo una voluntad de entrega.

Ya en el comienzo de la amistad entre ambos, se comprueba, no sin alguna sorpresa, que la iniciativa corresponde al viejo, al potentado, al grande; que Goethe se esfuerza por retener a Eckermann, y utilizarlo, y servirse de él, y unirlo a su vida, y que para ello le ofrece ventajas capaces de seducir al joven desorientado. Sin restar importancia al cálculo de conveniencias y a lo que pueda haber de móvil egoísta en semejante conducta (pues ¿quién desconocerá que, bajo la alianza intelectual entablada y mantenida por ellos, subyace, de parte y parte, un tácito acuerdo de intereses?), sin menospreciar, digo, este importante estímulo, resulta con todo evidente en esa amistad la generosa facultad goethiana de participación, facultad que parece contradecir la idea abrupta del genio creador, y que sólo se explica cuando, como es el caso, la genialidad viene a concurrir sobre una amplísima inteligencia receptiva, configurando así una individualidad plena y armónica como pocas ha visto el mundo.

Más que en la amistad con Eckermann -hombre, al fin, mediocre- se acredita la facultad de participación de Goethe en su anterior amistad con Schiller. Quien se sienta inclinado a ver en las Conversaciones un testimonio del endiosamiento implacable del poeta, que pone a su servicio la abnegación de una personalidad tierna, aceptando, imperturbable, su sacrificio, recuerde el modo como, antes, había hecho todo por mantener una vinculación fecunda con otro talento, más joven que él también, pero éste refractario, arisco y difícil, sin aptitud ninguna para comprender la personalidad ajena y, en el fondo, privado de toda efectiva receptividad. En la vinculación de Schiller y Goethe había sido, sin duda, este último quien lo puso todo, desplegando un sentido de la contemporización al que no le asignaba, por cierto, su talento y temperamento vigoroso, superior con mucho al de su amigo, sino más bien su naturaleza abierta al mundo. Las condiciones de ese precedente ilustre persuaden de que la ulterior actitud de Goethe para con Eckermann debió de ser muy otra que la reservada benignidad del gran señor condescendiente. Desde su altura, y sin apearse de ella por un instante, entró de seguro con su interlocutor en un comercio espiritual más cálido de lo que hubiera exigido su mera utilización egoísta, y, desde luego, en una participación más honda de lo que permite inferir el texto de las Conversaciones. La posición respectiva, y la tendencia anímica del redactor hacia la obsecuencia reverente, hubieron de hacerle ver lo imponente, destacándose con exceso sobre lo íntimo-humano, en detrimento de aquella prodigiosa armonía que, en la figura de Goethe, es fuente de fascinación al mismo tiempo que de malestar y desconcierto, quizás porque apenas puede concebirse realizada dentro de tanta grandeza, y porque el equilibrio parecería a primera vista incompatible con la genialidad.

En Goethe se cumple de manera característica ese portento, y la disposición de Eckermann hacia él es la de quien se acerca al portento cumplido, y no al hombre vivo y problemático; hasta el punto de que, si puede hablarse de inhumanidad en la relación entre ambos, habrá que cargarla a la cuenta del joven, que contempla y considera a su gran amigo como un objeto histórico. En este sentido, fue más bien Eckermann quien utilizó a Goethe; quien, sin saberlo, usó y abusó de él, creyendo servirle. Y esa especie de sutil vileza, punto menos que indefinible, que trasciende a cada línea de las Conversaciones, reside, no tanto en que el viejo aprovecha al joven para pedestal de su gloria como en que el joven trata al viejo a la manera de un monumento, y no como a un ser viviente. Por lo demás, el propio Goethe se trata a sí mismo como si fuera un monumento; sin ello no hubiera tenido explicación, ni posibilidad siquiera, semejante actitud en un alma tan dócil como la del discípulo, cuyas tendencias beatas habrían sido interceptadas, en lugar de recibir pábulo...

Esto nos empuja hacia la consideración psicológica que Ortega y Gasset reclamaba en su espléndido estudio del Centenario (1932), al pedir un Goethe desde dentro. El notado envaramiento del hombre daba, ya en la expresión del cuerpo, esa rigidez estatuaria que, mediante todas las manifestaciones de su personalidad, impuso a su alrededor y transmitió a la historia como imagen de sí mismo. Y la seducción y encanto indecible de sus ponderados «rasgos de naturalidad» alcanzan precisamente todo su valor por el contraste: para el espectador desprevenido la sorpresa se convierte en delicia al advertir cómo rezuma ingenua alegría, dulzura y sentimientos espontáneos el corazón del poeta a través de la durísima coraza que recubre y protege su ser íntimo. Luego, recuperado de sorpresa y delicia, vuelve a extrañarse otra vez de tan acerado blindaje...

Pero no voy a penetrar ahora en el problema que Ortega planteara con sus finos análisis, ni mucho menos a discutir las soluciones que tan delicadamente sugiere: esa fuga repetida frente a la auténtica vocación en un hombre de dotes excepcionales y múltiples, con el consiguiente disgusto interior que tal infidelidad comporta. Me limitaré a apuntar algo, más en el tono de observación que en el de contradicción, sobre un punto esencial para el entendimiento de la estructura anímica de Goethe: el significado que en el despliegue de su vida tiene la ridícula corte liliputiense de Weimar. Ortega propone al lector que imagine lo inimaginable: «una vida de Goethe sin Weimar; un Goethe bien hundido en la existencia de aquella Alemania toda en fermentación, toda savia inquieta y abiertos poros; un Goethe errabundo, a la intemperie, con la base material -económica y de contorno social- insegura», como si Weimar, ese «fanal esterilizado», hubiera sido para él no más que un accidente y, por cierto, un accidente desdichado para el curso de su creación, en lugar de ser, como fue, una necesidad radical de su alma y, por lo tanto, condición de este desarrollo creador.

A la verdad, no podemos imaginarnos una vida de Goethe sin Weimar. Podemos, sí, eliminar in mente la circunstancia concreta que lo llevó a la concreta realización de su vida; podemos suponer que el Gran Duque no le hiciera nunca su ofrecimiento ni lo convirtiera en dignatario de su corte. Pero ¿hubiera esto implicado un Goethe bien hundido en la existencia de una Alemania en fermentación? ¿O más bien un Goethe alojado en un Weimar vicario, en un «fanal» quizás más estrecho, más turbio, más incómodo? Pues su esencial naturaleza le hacía buscar tales refugios y, de no haberle deparado la suerte el alvéolo de la corte de Weimar, hubiera organizado su vida de poeta en algún otro cubículo oficial o en alguna otra relación de mecenazgo, hasta quién sabe en qué ínfima covachuela, en lucha con las más penosas limitaciones. Preciso es convenir, sin embargo, en que las efectivas condiciones de aquella Alemania, donde un Eckermann mediocre se abre paso desde su desolada aldea hasta Goethe, Goethe mismo tenía que hallar, bajo una u otra forma, el «Weimar» que su condición le pedía.

Pero, aun aceptando lo inverosímil: que su íntima apetencia de seguridad hubiera chocado a cada intento con la negativa de un mundo hostil, rechazándolo siempre de nuevo hacia el naufragio vital, habrá que poner muy en duda que de ahí derivasen consecuencias favorables para su obra de poeta. Antes se me antoja que ésta se hubiera malogrado en gran parte a causa de tal infelicidad, capaz de triturar la base psíquica de su creación. Pues la creación del artista se encuentra vinculada a la estructura de su alma, y ha de verse perturbada por todo lo que estorbe y lastime el juego normal de su alma. Basta comparar la existencia de Goethe con la de su contemporáneo Beethoven, para darse cuenta de que las respectivas maneras de instalarse en el mundo, los respectivos estilos vitales, no dependen en lo esencial de ninguna especie de casualidad, sino de un tirón radical que -probablemente- configura la vida del artista hacia los dispositivos de su rendimiento óptimo: en Beethoven encontramos, por contraste con Goethe, una frustrada aspiración a la seguridad material, social y económica; pero, a poco que fijemos la atención, advertiremos que de esa aspiración lo que interesa a su espíritu creador no es el objeto, la seguridad misma, sino el ansia de alcanzarla, la angustia de no contar con ella. Y así, vemos con sorpresa que un hombre preocupado hasta la obsesión por obtener seguridad, tantas veces como la consigue -y la consigue con reiteración obediente a su energía- se las arregla de modo que, de un empujón nervioso, destruye él mismo lo que tanto parecía anhelar, y continúa viviendo en esa angustia desesperada que es el clima adecuado a su creación artística. En esa atmósfera tormentosa, Goethe hubiera permanecido infecundo: lo que a unas almas sirve de estímulo, desorganiza a otras, las paraliza, las reduce a inmovilidad.

Goethe necesitaba contemplar el mundo desde ese fanal que, interpuesto entre la realidad cruda y su ser íntimo, demasiado vulnerable, le proporcionaba, mediante autoridad y posición, la serenidad necesaria, y que, al mismo tiempo, establecía respecto de las cosas la distancia exigida por la peculiar óptica de su espíritu, esa distancia media en que la realidad se cuajaba para él en poesía. Era un delicado temperamento conservador y, de acuerdo con esta su esencial condición, sólo desde una posición firme y estable podían desenvolverse debidamente sus capacidades prodigiosas para poetizar la realidad.

Ahora bien, esa realidad, en cuanto mundo histórico, conmovía ya por entonces los cimientos de toda posición, hacía precaria toda firmeza, ilusoria toda estabilidad. La Revolución francesa y las guerras napoleónicas habían sacudido a Europa, lanzándola por las vías de una desintegración creciente, desintegración cuyas etapas últimas le ha tocado presenciar a nuestra actual generación. Desencadenado el conflicto, las fuerzas de la revolución hicieron revolucionarias también a las fuerzas del orden: la reacción absolutista tenía que polarizarse, por un resultado poco menos que inevitable de mecánica social, como beligerante, y actuó, en efecto, desprovista aun del más elemental sentido conservador. En tales circunstancias, puede estimarse casi como una bendición para Goethe y su obra poética aquella ridícula corte liliputiense de Weimar, que le permitía substraerse a los términos inexorables de la contienda y guardar frente a ella una distancia sin la cual cabe suponer que su creación literaria hubiera quedado frustrada. Por más que uno quiera forzar la imaginación, no consigue que ésta configure un Goethe partidario; y uno piensa que si la presión de las fuerzas en lucha hubiera quebrado el fanal de Weimar planteando al poeta requisitorias ineludibles, su voz hubiera quedado reducida al silencio. Nada más. Pero la residencia del Gran Duque sobrevivió, intacta, a la tormenta, y eso permite, por ejemplo, que Goethe pueda comentar, con la serenidad que lo hace en sus Conversaciones con Eckermann, los acontecimientos parisienses de la Revolución de Julio...

Para una época agitada en tales convulsiones había de resultar extraño -extraño, y un tanto molesto- el raro equilibrio de Goethe. Atrincherado tras del diminuto orden de las relaciones cortesanas -relaciones que, todavía, toma un poco a juego, para colmo del escándalo-, no dejan de llegar a él, sin embargo, reproches como éste que se atreve a su respetabilidad por conducto del propio Eckermann: «Se le ha reprochado a usted que en aquel tiempo (en el tiempo de las guerras de independencia), usted no tomó las armas y ni siquiera figuró entre los poetas patriotas.»

La respuesta del viejo trasunta cansancio. En el fondo, y pese a todas sus explicaciones, es una respuesta elusiva: sus sesenta años largos; el servicio de la patria según las facultades de cada cual; la animadversión y malevolencia que, no pudiendo atacar al talento, ataca al carácter; la envidia de unos escritores para con los otros; lo falsas que hubieran sido unas canciones bélicas escritas en su despacho... A la vuelta de tantas razones, se advierte la desalentada renuncia de afirmar la propia razón, ininteligible para «un mundo absurdo, que no sabe lo que quiere.» Y cómo no, cuando su mismo interlocutor, su amigo devotísimo, asume frente al problema una postura lo bastante necia para escribir esta frase: «En definitiva -repuse yo, conciliador-, ese reproche no debe molestarle, sino que más bien debe enorgullecerle; pues significa que la opinión que el mundo tiene de usted es tan alta, que pide que quien hizo más que otro alguno por la cultura de su nación lo hubiera hecho todo.» La verdad de los sentimientos de Goethe apenas se trasluce en el desprecio de: «A Körner le sientan muy bien sus pequeñas canciones de guerra», y en la sinceridad de: «Además, aquí entre nosotros, yo no odiaba a los franceses, aunque di gracias a Dios de que nos viésemos libres de ellos.» Él se sentía muy por encima de los odios nacionales, que entendía no corresponder a su grado de cultura. Lo cierto es que los nuevos sentimientos no correspondían ni a su formación, ni a su temperamento. Goethe vivía desde el pasado los acontecimientos de la nueva época, y tenía que sentirse enteramente solo en su olimpo. A otro, menos grande, le sería aplicable la calificación de anticuado; de él, hay que decir que estaba fuera del tiempo; pues, en efecto, la armonía de su personalidad presta a su obra las cualidades de lo intemporal. Hasta el hecho biológico de su longevidad parece reflejar esa armonía: en cada etapa de su existencia se encuentra reproducido el fenómeno de la madurez, bajo la diversa forma conveniente a las edades sucesivas. Y así, se da el caso admirable de que quien, ya en 1774, había acuñado en el Werther los fermentos espirituales que transformarían la sensibilidad literaria, iniciando con una obra maestra de juventud el larguísimo y lento crecimiento vegetal de su creación poética, aparece al final de sus días, más de medio siglo después, interesado por las manifestaciones del movimiento romántico, al que augura triunfos desde su posición olímpica. El poeta que en la juventud diera expresión mediante el Werther al gusto romántico que tan bien se acuerda con esa fase de la vida humana, para continuar luego su obra en manifestaciones siempre adecuadas al curso de la suya, se vuelve a contemplar desde sus cumbres los desarrollos de un gusto que, cada vez más, era gusto por lo descompuesto, desorbitado y frenético. «La época actual de la literatura francesa -dice Goethe en 1825- no puede juzgarse todavía. La influencia alemana ha producido en ella una gran fermentación, y sólo dentro de veinte años podrán apreciarse sus resultados.» Y a principios de 1827 elogia a Victor Hugo con estas palabras: «Tiene un gran talento, y ha sufrido el influjo de la literatura alemana. Por desgracia, la pedantería del partido clásico ha mortificado a su juventud poética; pero ahora tiene al Globe de su parte y, por tanto, ganará la partida.» Su sentido constructivo le hace buscar siempre los aspectos positivos, y recrearse en ellos; pero no le oculta los deleznables. Conversando acerca de «la última dirección ultrarromántica» de la literatura francesa, opina que esa revolución poética en curso resultaría muy favorable a la literatura, pero funesta para los escritores que la realizaran. Favorable, porque «al cabo, la literatura habrá obtenido la ventaja de que, junto con una forma más libre, dispondrá de un contenido más rico; ya no podrá tacharse de antipoético ninguno de los temas que ofrece el amplio mundo y la vida múltiple.» Funesta, porque «un escritor joven que quiera tener éxito y carezca del temple suficiente para proseguir su propio camino tendrá que acomodarse al gusto del día, superando a sus predecesores en la pintura de escenas terroríficas y espantables. Pero con esta persecución de efectos exteriores desaparece todo estudio profundo y toda gradual evolución del talento y del hombre.»

¡Gradual evolución del talento y del hombre!: en esta frase se encuentra vertida -una vez más, y con cualquier ocasión- la cardinal idea goethiana, la que enuncia su visión del universo, una idea tan entrañada en él que se diría excrecencia intelectual de su alma, fórmula de la sensación que de sí propio, y del mundo a través suyo, tenía Goethe. Se sentía sumido en la eternidad, tan insignificante y tan profundamente significativo como el mínimo vegetal, y así, dominando el tiempo. A ello pudo haberle ayudado su emplazamiento histórico en el gozne de dos grandes épocas que su mirada acutísima abarcaba con holgura. Tenía a sus espaldas toda la elaboración espiritual de la Modernidad. Su figura se adelanta hacia nosotros con el ademán digno y el aplomado señorío de quien maneja como dueño esos incalculables tesoros. Tiene conciencia de su responsabilidad, y está dispuesto a hacerle honor: de ahí su radical actitud conservadora. Es legítimo decir de él que fue el último europeo con plenitud de realidad. Hasta esa preocupación suya por las ciencias naturales, que hoy -y aun ya en sus días- se ha interpretado con frivolidad como un capricho de artista, como una debilidad, disculpable quizás, pero lamentable, tenía un sentido muy hondo: respondía a la exigencia humanista de un conocimiento integral, que ya por entonces estaba siendo abandonada. El fracaso de sus esfuerzos como hombre de ciencia -pese a las dotes extraordinarias que le asistían- muestra bien que había pasado la hora de un saber total, y que la especialización estaba demasiado avanzada para permitir que rindiese algo de provecho en cualquier disciplina quien no fuera especialista.

Pero ese fracaso, que ahí reviste el valor de símbolo, se produjo también en el auténtico terreno de su creación, desvirtuándola en cierto modo sutil, pero no menos decisivo y penoso. Por de pronto, para quien poseía el sentido de la cultura europea, y quería conservarlo, tenía que constituir una terrible experiencia de íntimo fracaso el espectáculo de una Europa que comenzaba a disociarse en contraposiciones insalvables, y cuya unidad se disolvía rápidamente en cuerpos nacionales diferenciados. Y es indudable que Goethe percibió con toda agudeza el alcance de los acontecimientos que ante sus ojos se desarrollaban. En medio del entusiasmo general y la ilusión de aquella falaz aurora de libertad, era única su lucidez en penetrar hasta el fondo, sondearlo, y calcular las consecuencias remotas. Sin duda, el complicado orden tradicional de las relaciones políticas en aquella Alemania todavía no constituida en Estado sirvió a su sagacidad y cooperó con su temperamento, preservándole contra la perspectiva nacional que engañaba y desconcertaba a sus arrebatados contemporáneos. Pero es lo cierto que a él -y sólo a él- no se le ocultaba el carácter destructor de aquel proceso y, como es natural en un hombre de letras, si lo elude en su manifestación cruda (tal como vimos al considerar su reacción frente al reproche de los patriotas), lo descubre y lo acusa en sus efectos sobre la literatura. «Voy a descubrirle a usted una cosa -dice a Eckermann en 1826- que encontrará confirmada muchas veces en su vida. Todas las épocas decadentes y amenazadas de disolución son subjetivas, mientras que las épocas de progreso tienen una dirección objetiva. Nuestra época está en decadencia, pues es subjetiva. Esto puede usted observarlo no sólo en la poesía, sino también en la pintura y otras muchas artes.» En una conversación anterior había destacado algunos rasgos de ese subjetivismo de la época: «Dondequiera se ve al individuo hostigado por el deseo de destacarse, y en ninguna parte se encuentra el honrado esfuerzo que pone el propio yo por amor al conjunto y a la causa común.» Semejante individualismo se advierte en el ejercicio de las artes: los nuevos virtuosos «no eligen aquellas piezas en que el auditorio pueda sentir un puro goce musical, sino aquellas otras que les parecen más adecuadas para lucir sus propias habilidades.» En cuanto a la creación poética, «falta seriedad para perseguir el conjunto, falta el ánimo de hacer algo por amor a la obra común; cada cual trata de hacer resaltar su propio yo, para ponerlo bien a la vista de todo el mundo.» Goethe establece un fino parangón entre las aspiraciones democráticas y la disposición general hacia el arte: «La desdicha es -dice- que en el Estado nadie quiere vivir y gozar, sino que todos quieren gobernar; y en el arte, nadie quiere disfrutar lo ya hecho, sino que todos aspiran a crear por sí mismos...» Con sus breves pinceladas, estas observaciones van completando el cuadro de la situación cultural moderna. Ya vimos antes, vilipendiados, los rasgos de una competencia por superar a los predecesores en la tendencia truculenta del romanticismo. Frente a tal despropósito, caracteriza Goethe la tarea poética de los trágicos griegos como el empeño por superarse al tratar de un mismo asunto hallando una mejor solución a los problemas de la composición artística. «Y así debían hacer los poetas actuales, y no preguntarse siempre si tal asunto ha sido ya tratado o no, recorriendo los cuatro puntos cardinales en busca de sucesos inauditos, que a menudo son bastante bárbaros, y que sólo como acontecimientos producen el efecto que producen...» Pero, claro está, no se trata sólo de los artistas: la misma ansia de novedades se encuentra en el público; igual desconsideración hacia lo que permanece y reposa sobre sí mismo. «Las gentes piden siempre novedades. El público es el mismo en Berlín que en París. Cada semana se escriben y se representan en París un sinnúmero de obras nuevas, y hay que soportar cinco o seis decididamente malas para resarcirse con una buena compensación.» «La época en que escribieron Esquilo, Sófocles y Eurípides era bien diferente: estaba penetrada de espíritu y sólo toleraba lo realmente grande y bueno. Pero, en nuestros malos tiempos, ¿quién siente la necesidad de lo grande?, ¿dónde están los órganos que puedan recogerlo?»

Sin embargo, esos malos tiempos eran los suyos, fatal e irrevocablemente. Y las tendencias denostadas por él pertenecieron a su curso. Desde su altura inconmovible, Goethe alcanzaba a divisar completo ese curso, veía más allá que nadie, conocía el desenlace de los afanes en que se debatían sus ajetreados contemporáneos, y se mantenía ajeno, con aristocrática soledad. Sólo que su desvío, su insolidaridad para con las exigencias de la época -aferrado a algo que, como las relaciones cortesanas de Weimar, era en sí una pura supervivencia destinada a sucumbir sin remedio y ya desprovista de realidad efectiva-, todo lo que, en definitiva, constituía la fatalidad personal del poeta según temperamento y carácter, no podía dejar de afectar a su obra, dándole un matiz de cosa fallida dentro de su intachable perfección. Pues el esfuerzo goethiano por substraerse al tiempo aspira a un notorio imposible, y conduce hacia una suerte de excesiva compostura que, sólo por cuanto hinca sus raíces en la individualísima manera de ser de un hombre concreto, no se traduce en afectación de la obra misma, sino en distancia y extrañamiento respecto de la personalidad plena del autor.

Como para Eckermann, su interlocutor abnegado, Goethe está ahí para nosotros, imponente, encerrado en sí mismo, aislado en su grandeza, pese a todos los movimientos cordiales que realiza por salir al exterior y comunicarse. Pero nosotros, pasado un siglo largo, estamos en mejores condiciones para comprenderlo que el fiel discípulo depositario de sus palabras. Nuestra vida se alimenta -y se consume- en las consecuencias últimas de aquel proceso a cuya perniciosa dirección se resistía Goethe, y al que tan refractaria era su naturaleza. Hemos asistido al ápice de los enconos nacionales en una Europa cuya vieja unidad espiritual se había convertido ya, casi, en una vacua denominación geográfica; hemos padecido el choque espantoso de cuerpos nacionales cerrados y hostiles; y, ahora, nos encontramos ante la perspectiva de un mundo abierto, o siquiera organizado en amplias comunidades de cultura. Desde la plataforma histórica que nos ofrece esta perspectiva podemos ya, sin violencia del ánimo, sin forzar nuestra sensibilidad ni contrariar la dirección de nuestro propio tiempo -antes al contrario, corroborándola y poniéndonos a su favor-, deponer la irritación que, bajo la obligada reverencia y el debido reconocimiento, solía suscitar la serenidad impasible de Goethe, y acercarnos a él con una inteligencia nueva de sus motivos y de su razón profunda.

Obras de J. P. Eckermann

Beyträge zur Poesie, mit besonderer Hinweisung auf Goethe («Contribuciones a la Poesía, con especial referencia a Goethe»). Stuttgart, 1824.

Gespräche mit Goethe («Conversaciones con Goethe»), vols. I y II, Leipzig, 1836.

Gedichte («Poemas»). Leipzig, 1838.

Einige Worte über den Rechtstreit gegen Borckhaus in Betreff der Gespräche mit Goethe («Algunas palabras sobre el pleito contra Borckhaus relativo a las Conversaciones con Goethe»). Weimar, 1846.

Gespräche mit Goethe, vol. III, Magdeburg, 1848.

Aus Goethes Lebenskreise: J. P. Eckermanns Nachlass («Del círculo vital de Goethe: La herencia de J. P. Eckermann»), ed. por F. Tewes, Berlín, 1905.

Conversaciones con Goethe
Eckermann

Prólogo del autor a la primera y la segunda parte

Esta colección de coloquios y conversaciones con Goethe ha nacido, en su mayor parte, de un impulso natural ingénito en mí, y que me lleva a escribir todas aquellas cosas vividas que me parecen valiosas o notables.

Además, siempre sentí la necesidad de instruirme, no sólo cuando la suerte me condujo por vez primera junto a ese hombre extraordinario, sino también cuando hube convivido con él largos años; por lo cual retenía el contenido de sus palabras y las anotaba para conservarlas durante el resto de mi vida.

Pero cuando pienso en la gran cantidad de dichos suyos que me deleitaron durante el lapso de nueve años, y considero lo poco que he conseguido conservar por escrito, me figuro que soy como un niño que pretende recoger en sus manos la lluvia confortante de la primavera, y se le va por entre los dedos la mayor parte del agua.

Suele decirse que cada libro tiene su destino, y este dicho puede aplicarse tanto a su origen como a la suerte que le aguarda luego en el ancho mundo; este libro mío ha tenido, pues, también su destino en cuanto a su origen. Transcurrían a veces meses enteros en que los astros le eran adversos: indisposiciones, quehaceres y las necesidades de la vida diaria no me dejaban escribir ni una línea; pero después venían signos propicios, y la salud, el ocio y el placer de escribir se unían para reanudar alegremente la marcha. Además, en una convivencia larga tiene que haber forzosamente períodos de indiferencia; nadie hay que sepa siempre apreciar el presente en su justo valor.

Todo esto viene al caso, ante todo, para excusar las muchas lagunas que hallará el lector si se toma la molestia de compulsar fechas. En esas lagunas se pierden muchas cosas interesantes, y en particular juicios favorables formulados por Goethe respecto a algunos de sus muchos amigos o sobre las obras de este o el otro autor alemán vivo, mientras que otras cosas análogas han tenido la fortuna de ser anotadas. Pero ya he dicho que los libros tienen su destino desde su origen.

Por lo demás, aquello de que he logrado apropiarme en estos tomos, y que considero en cierto modo como la gala de mi vida, lo reconozco, agradecido, como el don de una voluntad superior; y hasta tengo una cierta seguridad en que el mundo ha de agradecerme que se lo haya transmitido.

Creo que estas conversaciones no sólo contienen esclarecimientos y teorías inapreciables para la vida, el arte y la ciencia, sino que estos bosquejos, hechos sobre la realidad viviente, contribuirán a completar la imagen que de Goethe nos dan ya sus variadas obras.

Mas no por eso pienso que en estas notas esté retratada toda la interioridad de Goethe. Puede compararse el espíritu de este hombre extraordinario a un diamante de muchas facetas, que reflejan un color diverso en cada dirección. Goethe era distinto según las circunstancias y las personas, por lo cual yo sólo puedo decir modestamente: he aquí mi Goethe.