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A mi amado Paul, quien fue mi razón para venir a México.
A mi madre, quien simplemente contaba con que yo cocinara todo lo que ella preparaba
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A Elizabeth David, quien me inspiró a escribir sobre cocina.
Y a Craig Claiborne, quien me impulsó a mí y a tantos otros
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Agradecimientos

 

Mi más sincero agradecimiento a Roy Finamore, mi editor en Clarkson Potter, quien supo reconocer la importancia de reunir mis primeros tres libros en un solo volumen. Ha sido un placer trabajar con él.

 

Mi mayor aprecio y agradecimiento a Frances McCullough, mi editora y amiga desde hace más de treinta años, quien me ha guiado a través del laberinto del mundo editorial, apaciguando mi carácter (al menos lo ha intentado), y ha dado forma a mis manuscritos.

 

Me resulta imposible agradecer de manera adecuada a todos aquellos que, de una u otra manera, han contribuido a la vida de viajes y escritura que he llevado en México durante tantos años. Siempre he tratado de darle crédito a las personas que me han proporcionado cada una de las recetas y me gustaría que supieran el enorme placer que esas mismas recetas me han dado a mí y a tantas otras personas en el mundo entero.

 

El trabajo de edición siempre es difícil y me gustaría agradecer a Rogelio Villarreal Cueva, Guadalupe Ordaz, Guillermo Osorno, Ana Luisa Anza y Pablo Martínez Lozada por el enorme esfuerzo y el buen ánimo con los que enfrentaron este robusto manuscrito.

Introducción

 

No sería exagerado decir que esta publicación —que recopila mis primeros tres libros: Las cocinas de México, El libro de la tortilla y Cocina regional mexicana— es el resultado de un encuentro fortuito que ocurrió en 1957. Después de una estancia de tres años en Canadá me dirigía a mi casa en Inglaterra, vía el Caribe, donde conocí a quien sería mi marido: Paul Kennedy, corresponsal de The New York Times, durante la cobertura informativa de una de las múltiples revoluciones de Haití. Nos enamoramos y, unos meses después, me encontré desembarcando de un carguero holandés en el puerto de Veracruz, México, y así se inició una nueva vida llena de aventuras.

Las primeras impresiones que tengo de la Ciudad de México, y que permanecerán por siempre grabadas en mi memoria, son de amplias avenidas arboladas, cielos de un brillante color azul y la magnificencia de los volcanes nevados que parecían montar guardia sobre los lagos y sobre la ciudad que yacía a sus pies. Las calles eran tranquilas y ordenadas, sobre todo durante la siesta de la tarde, pero los mercados que estaban dispersos por todos los rumbos de la ciudad eran un panal de actividad: estaban llenos de chiles exóticos, de hierbas y frutas de colores y aromas vibrantes. Todo esto me cautivó de inmediato. Empecé a explorar, a hablar de comida con todo aquel que estuviera dispuesto a responder mis interminables preguntas y, desde luego, también empecé a cocinar y a probar esas texturas desconocidas y fascinantes, y todos esos nuevos sabores.

Unos años después, Craig Claiborne, entonces editor de The New York Times, y su amigo, el chef Pierre Franey, vinieron a México para hacer un artículo sobre restaurantes mexicanos. Nos reunimos para tomar una copa y me ofrecí a conseguir un libro de cocina mexicana a Craig. “No”, respondió, “mejor espero a que tú escribas uno”. Su comentario me causó un sobresalto y sembró una semilla en mi subconsciente.

Varios años después, tras la muerte de Paul debido al cáncer, de nuevo fue Craig quien me alentó a dar mis primeras clases de cocina mexicana en mi departamento de Nueva York. Era el inicio de la época dorada del estudio sobre distintas cocinas, sus exóticos ingredientes y sus diversas maneras de prepararlas. Por ello estábamos —y aún estamos— en deuda con Craig, por hacer más refinado el periodismo culinario, y también con Julia Child, que con su entusiasmo contagioso nos convencía en televisión de que cada ama de casa podía elaborar, sin lágrimas, una fantástica comida francesa.

Craig anunció las inminentes clases de cocina en el Times. Me inundé de solicitudes y pronto tenía seis banquillos en mi pequeña cocina del Upper West Side, ocupados para una serie inicial de cuatro clases.

Este anuncio llamó la atención de Frances McCullough, quien sería la editora de mis primeros cuatro libros. Aunque en ese entonces ella se encargaba de editar poesía en Harper & Row, también era una californiana exiliada en busca de buena comida mexicana que quería saber si yo estaba dispuesta a escribir un libro para esa editorial.

Yo estaba muy nerviosa. Le advertí a Fran que no sabía escribir. Ella insistió. Le envié unos borradores. Aunque sabiamente no me lo dijo en ese momento, luego me confesó que, en su interior, estaba de acuerdo conmigo en que no sabía escribir. De nuevo, me dirigí a México para mi acostumbrado viaje de investigación. Volví a Nueva York, leí lo que había escrito, lo rompí y empecé de nuevo. Fran me llamó a media noche. Acababa de leer el nuevo material y quería hablar conmigo cuanto antes. “¿Qué ocurrió durante el verano? Aprendiste a escribir”. Eso fue en 1969.

Así nació mi primer libro, The Cuisines of México (Las cocinas de México): la culminación de fuerzas invisibles que me lanzaron al inexplorado terreno de la literatura sobre comida... no había nada que yo pudiera hacer al respecto.

Mientras el libro estaba en proceso, muy pocas personas —además de Fran— sabían de qué estaba yo hablando, excepto quizá quienes habían viajado y comido bien en México. Era la época del “combo” o plato combinado, y muy pronto nos percatamos de que, incluso en el interior de Harper, debíamos realizar una gran labor de convencimiento sobre la existencia de auténticas cocinas regionales mexicanas. Ahí, en ese preciso instante, decidimos dar una probadita a todas las personas encargadas de los distintos pasos de la producción del libro, desde luego, con un buen número de margaritas.

Tuvimos que convencer a todo el mundo. Al departamento de arte, para que nos diera fotografías en color en lugar de los encantadores dibujitos que habían sugerido; a los de ventas, para que arremetieran con la estrategia adecuada; al diseñador, para que captara el espíritu de la publicación; a los clubes de libros, para que se emocionaran con el proyecto, sin olvidar a los vendedores a lo largo y ancho de Estados Unidos. Cociné y cociné. El equipo de Harper se contagió de mi entusiasmo y me ayudaron a cargar treinta enormes cazuelas de comida a Washington, D.C., en medio de una terrible onda de calor, para asistir a la convención anual de vendedores de libros. Nuestros invitados estaban atónitos y felices. Por fin todo el mundo entendió de qué hablábamos y nos dieron carta blanca. Las cocinas de México apareció en el otoño de 1972 ante la aclamación popular.

Había mucho más de qué escribir y de nuevo el destino tuvo un papel en ello. Un accidente deportivo, que me mandó a la cama durante varios meses, hizo que retomara mi labor de la forma más inesperada. Totalmente frustrada por verme limitada de movimientos, empecé a hurgar en mi cada vez más grande colección de libros de cocina mexicana en español, sobre todo en los de la señora Josefina Velásquez de León, pionera en el registro de recetas de amas de casa mexicanas. Entonces me di cuenta de lo poco que había publicado en inglés sobre esas deliciosas comidas que ganaban una popularidad cada vez mayor en otros países: tacos, enchiladas y tostadas. Decidí que debía dedicar un librito al tema de las tortillas de maíz y a todo lo que puede hacerse con ellas, combinadas con chiles, queso, crema y salsas, así como con carnes y vegetales, para hacer platillos deliciosos y, a menudo, muy económicos. La idea tomó forma y, a pesar de que no era nada fácil encontrar una buena tortilla en Estados Unidos en esa época, El libro de la tortilla apareció en 1975.

Mi visita anual a México se extendió a casi seis meses, durante los cuales viajé obstinadamente —con poco presupuesto y ninguna comodidad— a sitios remotos donde me aguardaban algunas sorpresas culinarias que, en algunos casos, nunca antes se habían registrado. Realicé mi “aprendizaje” en una panadería de la Ciudad de México, donde descubrí los secretos del buen pan dulce; el mío se vendía junto con el de los panaderos profesionales, maestros maravillosos que se enorgullecían de mi esfuerzo. En esos viajes conocí y trabajé con extraordinarios cocineros y cocineras regionales, sobre quienes escribí en Los cocineros regionales de México, un libro que, sin que yo lo supiera, estaba tomando forma. Se publicó en 1978.

A lo largo de esos años, daba clases en escuelas de cocina por todo Estados Unidos en un esfuerzo para dar a mis estudiantes un panorama de la diversidad de las cocinas regionales de México. Incluso estos entusiastas se sorprendieron tanto como el personal de Harper en aquella primera comida. Desde luego, en aquella época los ingredientes auténticos eran pocos y difíciles de conseguir, pero no me di por vencida: cargaba los ingredientes desde México para poder replicar los sabores con la mayor fidelidad posible, hasta que hubo una distribución más amplia de los chiles y las hierbas que son esenciales para lograrlo. Puedo reivindicar el reconocimiento y la difusión del epazote, cuya planta encontré en el Central Park de Nueva York y en varios otros sitios de Estados Unidos.

La labor de unir estos tres libros no fue fácil ni alegre. Sentí que estaba descuartizando a mis hijos mientras cortaba los libros para hacer de ellos un solo volumen que no resultara demasiado engorroso. Cada uno representó una piedra de toque en mi vida, y he vivido feliz en su compañía desde que se publicaron. Simplifiqué las recetas en lo posible, modernizándolas, pero sin perder el espíritu de su generación, y agregué 33 nuevas que no se habían publicado en los libros en su versión individual. He tratado de no tocar los textos introductorios porque son “cuadros hablados” de lo que vi y viví durante esos años: un México del pasado.

Estoy segura de que esta reencarnación de viejos amigos llegará a un nuevo público, a medida que las futuras generaciones se vuelvan más conscientes de su legado culinario y una nueva oleada de jóvenes chefs se sumerja en estas recetas que son auténticas y apasionantes. Estoy segura de que, entre ellos, podré contar a mis devotos seguidores, a quienes les estoy tan agradecida por su interminable entusiasmo hacia mis libros y mis clases, y por sus cartas de agradecimiento que he guardado cuidadosamente a lo largo de los años. Ellos y ellas también han ayudado a conservar el espíritu de sus fascinantes cocinas.

 

Diana Kennedy, 2000.

Prólogo

Transcurre mucho tiempo entre un comentario ocioso, un deseo casual y una muy anhelada realidad.

Conocí a Diana Southwood Kennedy por primera vez hace más de veinte años en su casa de la calle de Puebla, en la Ciudad de México. En aquella época yo era editor de noticias gastronómicas y crítico de restaurantes para The New York Times. Su esposo, Paul, un ser gentil, de alma efusiva y con una gran pasión por la vida, era corresponsal para el mismo diario en Centroamérica, México y el Caribe. Durante su vida —Paul murió en 1967— su casa fue un sitio internacional de reunión, un punto de encuentro donde hombres y mujeres de los ámbitos más interesantes del planeta llegaban a discutir sobre arte, política, las distintas revoluciones que surgían aquí y allá y el estado del mundo en general. Y, quizá sobre todo, para disfrutar de la comida de Diana.

Pero lo que recuerdo con más claridad sobre mi primer encuentro con ella fue su ofrecimiento de comprarme un libro de cocina mexicana. “No”, objeté, “mejor espero el de verdad; el día en que publiques uno”.

Siempre he sentido una gran pasión por la comida mexicana desde que, como niño, compraba tamales a un vendedor ambulante en el pueblito donde yo vivía en Mississippi. Corrían espantosos rumores sobre el origen del relleno de carne pero, ¡bah!, a mí no me importaba en lo absoluto. Jamás he probado una comida tan gloriosa como la que había en casa de Diana y hay una buena razón. No conozco a nadie que tenga la entrega que ella tiene en la búsqueda de la gran cocina mexicana. Si su entusiasmo no fuera hermoso, estaría en el límite de ser una manía.

Diana me reveló y me enseñó a hacer la que yo considero una de las grandes bebidas del mundo (¿es un coctel?... nunca he podido decidirlo): la sangrita (no sangría). Se hace con jugo de naranja agria y de granadas machacadas. Se bebe, desde luego, con tequila. Pero más allá de eso: ¡la comida de Diana! ¡Santo cielo! ¿Hay algo que iguale sus papadzules —esa especialidad yucateca hecha con salsa de pepita, huevos y tortillas— o su carne de cerdo en salsa de chile, o la calabaza con crema, o los tamales de todos tipos? Con razón la cocina de Diana tiene un aroma mucho más invitador que el de la mayoría de las cocinas.

Hace mucho tiempo, ella y yo concordamos sobre los méritos de la cocina mexicana. Decidimos que es comida terrenal, festiva, alegre: para celebrar. En resumen, es una comida campesina elevada al nivel de un arte sublime y sofisticado. Con motivo de la publicación original de la obra escribí: “Si este libro es una medida del talento de Diana, probablemente se convertirá en el texto definitivo en inglés sobre este arte tan comestible”. El tiempo ha comprobado que así es, y todos los verdaderos amantes de la cocina mexicana compartirán mi entusiasmo por esta edición revisada.

 

Craig Claiborne, 1972.

Prefacio

Tras muchas peregrinaciones, conocí a Paul Kennedy en Haití el verano de 1957, cuando él cubría una de las muchas revoluciones de ese país para The New York Times. Nos enamoramos y lo alcancé en México a finales de ese año.

Y así comenzó mi vida en México. Todo era nuevo, emocionante y exótico. A Luz, nuestra primera muchacha, le encantaba cocinar. Un día trajo a casa su molino de maíz e hicimos tamales: primero cocimos el maíz en una solución de cal y agua, lo refregamos para quitarle la piel a cada grano, y luego molimos todo hasta obtener la textura adecuada. Parecía una labor eterna y no aguantábamos el dolor de espalda. Pero jamás olvidaré esos tamales. Ella nos inició a los dos en el mundo de los mercados y nos enseñó a usar las frutas y verduras que nos eran desconocidos.

Luz se tuvo que ir y llegó Rufina, de Oaxaca: era su primer empleo. Aunque joven y de mal carácter, era una cocinera maravillosa y mi aprendizaje continuó a medida que me enseñó a hacer sus albóndigas especiales, conejo en adobo y cómo destripar una gallina.

Pero supongo que mi deuda más grande es con Godileva. Yo adoraba las tardes en que se quedaba a planchar. Entonces platicábamos sobre su infancia en el rancho de su padre en una zona remota de Guerrero. Había tenido una vida benigna y le encantaba la buena comida. Nos hacía tortillas y, antes de la hora de comer, nos preparaba gorditas con tuétano. Cuando entrábamos por la puerta nos ofrecía, recién salidos del comal, sopes colmados de salsa verde y crema. Nos turnábamos para moler los chiles y las especias en el metate y su receta de chiles rellenos es la que incluyo en este libro.

También tuve otras influencias.

Durante varios viajes al interior de la República, mi amiga Chabela Marín me enseñó casi todo lo que sé sobre artesanía mexicana. Juntas visitamos a los artesanos en áreas remotas y, en esos recorridos, probábamos todas las comidas y las frutas de la región. Fue ella quien pasó largas horas en mi cocina enseñándome, con meticulosas instrucciones, las especialidades de la famosa cocina de su madre en Jalisco.

Finalmente nuestra estancia en México llegó a su fin. Paul llevaba dos años luchando valerosamente contra el cáncer y era tiempo de volver a Nueva York. Para entonces habíamos viajado muchísimo y, por mi parte, había recorrido prácticamente todo el país en auto, observando, comiendo, haciendo preguntas. Empecé a coleccionar recetarios antiguos y a sumergirme en el pasado gastronómico para aprender más a fin de complementar el libro de cocina que esperaba algún día terminar.

Paul murió a principios de 1967. Ese mismo año, Craig Claiborne me sugirió que iniciara unas clases de cocina mexicana. Supongo que no estaba lista para empezar una nueva empresa: los últimos tres años me habían entristecido y agotado demasiado. Pero la idea se había sembrado en mí y, en enero de 1969, los domingos por la tarde, empecé a dar una serie de clases de cocina mexicana, las primeras que hubo en Nueva York. Una invernal tarde de domingo es un momento perfecto para cocinar y la idea tuvo éxito.

Las clases se expandieron más allá de esas tardes de domingo y el trabajo en el libro también progresó. Pero en tanto que las clases siguen floreciendo y creciendo, la investigación y las pruebas han llegado a un alto temporal: tan sólo para permitir que por fin se publique el libro, pues me encuentro a mí misma sumergida en un perpetuo proceso de refinamiento debido, por un lado, a los frecuentes viajes que hago a México para descubrir nuevos platillos y para refinar los que ya conozco y, por otro, por el constante diálogo que establezco con mis estudiantes y los amigos que prueban estas recetas a mi lado.

 

Diana Kennedy, abril de 1972.