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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 475 - abril 2019

 

© 2011 Jackie Braun Fridline

Mi mejor amigo

Título original: Mr Right There All Along

 

© 2011 Rebecca Winters

El regreso del soldado

Título original: Her Italian Soldier

 

© 2011 Michelle Douglas

El secreto de la secretaria

Título original: The Secretary’s Secret

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-945-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Mi mejor amigo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

El regreso del soldado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

El secreto de la secretaria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Clase de historia

 

AL VER la invitación entre la pila de facturas y el correo diario, Chloe McDaniels hizo una mueca. Había estado esperándola, pero eso no hacía que su reacción fuese menos visceral.

Los alumnos del instituto Tillman, clase de 2001, iban a celebrar su décima reunión.

Chloe no tenía buenos recuerdos del instituto de Nueva Jersey. De hecho, se había pasado los cuatro años escondida en los servicios o en el cuarto de la limpieza para evitar a la trinidad diabólica: Natasha Bradford, Faith Ellerman y Tamara Kingsley.

Las conocía desde el colegio y nunca habían sido amigas aunque tampoco enemigas… hasta que durante el primer año de instituto y por razones que nunca habían estado claras del todo para Chloe, se había convertido en el objetivo de sus burlas.

Literalmente.

Durante el primer día de instituto habían conseguido colgarle un cartelito en la espalda que decía: Dame una patada. Fue la última vez que Chloe aceptó una amistosa palmadita en la espalda sin echar un vistazo después. Una broma cruel no precisamente original, pero sí efectiva porque había tenido que soportar suficientes patadas en el trasero como para sentirse una pelota de fútbol.

Luego, entre la tercera clase y el almuerzo, había aparecido Simon Ford.

–No creo que debas llevar esto –le dijo simplemente mientras le quitaba el cartelito. Simon era así, un chico de pocas palabras.

El bueno de Simon, que siempre la había protegido. Habían sido amigos y vecinos en Nueva Jersey desde que eran pequeños y su amistad jamás se había roto. Pensando en él, Chloe levantó el teléfono… pero era viernes y seguramente habría salido con su novia, Sara.

No le gustaba nada Sara. La delgada rubia de largas piernas era demasiado… perfecta.

Chloe miró de nuevo la invitación. La perfecta Sara nunca se encontraría en esa situación. La perfecta Sara habría sido la reina del baile de graduación en el instituto. Al contrario que ella, cuyo único reconocimiento había sido «el pelo más rizado» o «la más pecosa».

Sí, claro, como que eso era lo que una chica quería recordar.

El instinto le decía que hiciese una bola con la invitación y la tirase a la basura, pero el corazón le decía algo muy diferente. Le decía que sacase el helado de chocolate con menta del congelador.

Con su nueva dieta en mente, Chloe decidió hacerle caso a su instinto.

Más o menos.

Insultó a la invitación, usando todos los epítetos que conocía, antes de tirarla a la papelera y luego encendió el ordenador para descargarse una receta de su programa de cocina favorito: La comida casera de Susie Kay. Si garantizaba que las arterias se atascasen y contribuía a una enfermedad cardiovascular, Susie Kay tenía la receta.

La selección de esa noche era un buen ejemplo: macarrones con cuatro clases de quesos diferentes. Con tanta mantequilla y tantas calorías que Chloe casi podría jurar que le apretaba el pantalón sólo con leer los ingredientes. Y, considerando que había aumentado una talla en los últimos meses, eso no podía ser.

Llevaba un chándal con el que no hacía ejercicio pero que reservaba para los días en los que se sentía particularmente hinchada. Y aquél era uno de esos días. Si le ponían unos cables, podría flotar sobre la Sexta Avenida de Nueva York, como uno de esos globos aerostáticos que usaban en los desfiles del Día de Acción de Gracias. Aunque eso no impidió que hiciera los macarrones.

El vino con el que regó la cena fue el toque final. Había estado guardando la cara botella de cabernet sauvignon para una ocasión especial. Aquélla no era una ocasión especial, pero tres copas más tarde le daba lo mismo.

Chloe apartó la botella y se levantó para encender el estéreo. Música, eso era lo que necesitaba. Algo con ritmo, algo que pudiera bailar con abandono y tal vez librarse de unas cuantas calorías en el proceso. Y eligió… Celine Dion.

Mientras sonaba una triste balada detrás de otra, su fuerza de voluntad se marchitó como la planta de albahaca que tenía en el alféizar de la ventana de la cocina.

De nuevo, murmurando epítetos en varios idiomas, esta vez dirigidos a sí misma, Chloe sacó la invitación arrugada de la papelera. Cuando sonó el teléfono, seguía sentada en el suelo de la cocina, intentando alisarla.

Era Simon.

–Hola, Chloe. ¿Qué haces?

Si hubiera sido cualquier otra persona, su hermana Frannie, por ejemplo, Chloe habría inventado alguna razón para estar sola en casa un viernes por la noche.

Pero como era Simon, le confesó:

–Bebiendo vino, con un chándal de licra y escuchando la banda sonora de la película Titanic.

–¿Y comiendo helados?

Qué bien la conocía. A pesar de sus buenas intenciones, el helado de chocolate con menta era lo siguiente en su lista.

–Aún no.

–¿Te apetece un poco de compañía?

¡Que si le apetecía! Simon y ella siempre lo pasaban bien juntos haciendo lo que fuera. Pero la pregunta la sorprendió. ¿No debería estar con su novia esa noche? Le gustaría pensar que había dejado a la perfecta Sara para estar con la cómoda Chloe. Le gustó tanto que de inmediato empezó a sentirse culpable. Era una amiga espantosa. Para compensar, compartiría su helado con él… y lo que quedaba de la botella de vino.

–¿A qué hora vendrás?

–Ahora mismo. Estoy al otro lado de la puerta.

Si fuera un novio, aunque Chloe no había tenido ninguno en varios meses, esa noticia la habría asustado. Su apartamento estaba hecho un asco y ella también. Su pelo rojo era una masa de rizos gracias a la humedad del ambiente y el poco maquillaje que se había aplicado por la mañana había desaparecido horas antes.

Pero se trataba de Simon. Simon, se recordó a sí misma, después de mirarse en el espejo, a punto de correr a su habitación para cambiarse de ropa.

Era triste admitirlo, pero la había visto peor. Mucho peor. Por ejemplo, cuando sufrió la varicela en sexto. O cuando sucumbió a una salmonelosis en la despedida de soltera de su prima Ellen. Su tía Myrtle había hecho ensalada de pollo y por eso, desde entonces, sólo se le permitía llevar platos de plástico, vasos o cubiertos a cualquier reunión familiar.

El golpe de gracia, por supuesto, ocurrió en el mes de diciembre. Tres días antes de Navidad, el chico con el que Chloe había estado saliendo durante los últimos seis meses la había dejado plantada.

A través de un mensaje de texto.

Y ella ya le había comprado un regalo, un Rolex que no podía devolver porque el vendedor callejero había desaparecido.

De modo que abrió la puerta sintiéndose sólo ligeramente avergonzada por su pelo, por las manchas de queso en la camiseta y porque tal vez sus labios se habían vuelto de color morado por culpa del vino.

–Hola, Simon.

–Hola, preciosa –la saludó él, besándola en ambas mejillas como hacía siempre, antes de mostrarle la caja que llevaba en la mano–. He traído una pizza de ese restaurante italiano en la calle 14. Masa fina y extra de queso

Cualquier otro día, el aroma a jamón y mozzarella derretida la habría hecho salivar. Pero estaba demasiado llena después de los macarrones con queso.

–Gracias, pero ya he cenado.

Simon miró la mancha de queso en la camisa y tuvo que sonreír.

–Ya veo. ¿Qué había en el menú de hoy y por qué?

Sí, la conocía demasiado bien.

–Macarrones con queso.

–Ah –él asintió sabiamente con la cabeza–. Comida de consuelo.

–Lo has pillado.

Simon sonrió. Siempre le había parecido que tenía una sonrisa preciosa. Y unos labios perfectamente proporcionados en un rostro que no era de actor de cine pero sí atractivo y muy masculino. Había adelgazado en los últimos años y tenía un aspecto más atlético. Muy atlético, en realidad.

–¿Cuánto has comido?

–Demasiado.

–¿Me has guardado algo? –le preguntó él.

–Suficiente –dijo Chloe, señalando la pizza–. ¿Y tu pizza?

Simon se encogió de hombros.

–Ya sabes que está más buena fría –respondió, tocando su labio inferior–. ¿Y el vino? ¿Me has guardado algo?

Chloe soltó una carcajada. ¿Cómo podían otras mujeres tomar un par de copas de vino y no mancharse los labios? De hecho, ¿cómo podían otras mujeres comer hidratos de carbono y no tener que hacer horas y horas de ejercicio todos los días para caber en los vaqueros?

–Queda casi media botella.

–Sírveme una copa y cuéntame qué has hecho hoy.

Simon dejó la pizza sobre la encimera de la cocina y se quitó el impermeable. Llevaba su típico atuendo de trabajo: una camisa blanca y un traje de chaqueta con un pañuelo perfectamente doblado en el bolsillo. La corbata de seda a juego, sin embargo, estaba torcida.

–¿Vienes de la oficina?

Eran casi las ocho.

–La compra de la empresa de software de la que te hablé me está robando mucho tiempo –Simon se dejó caer pesadamente sobre una silla de la cocina.

¿Cómo no se había dado cuenta de lo cansado que parecía? Le gustaría abrazarlo, pero se contuvo. Últimamente, cada día más, se encontraba haciendo eso, conteniéndose. Y culpaba a la perfecta Sara y a la lista de bellezones que había habido antes que ella.

Después de encender el fuego para calentar los macarrones le sirvió una copa de vino y se colocó detrás de su silla para darle un masaje en los hombros.

–Bueno, ¿y qué dice Sara de las horas que trabajas?

–No está muy contenta –admitió él–. Se suponía que teníamos que ir al teatro esta noche.

–¿Y la has dejado plantada?

Simon no era así. Simon era el hombre más amable y considerado del mundo… aunque tuviera muy mal gusto con las mujeres.

–¡Ay!

Aparentemente, el masaje estaba siendo demasiado vigoroso.

–Lo siento.

–En realidad, cuando la llamé para decir que no podríamos cenar antes de ver la obra me dijo que… bueno, da igual –Simon sacudió la cabeza–. Da igual. Esta relación no iba a ningún sitio de todas formas.

¿Sara había roto con él? ¡Qué alegría!

Tal vez aquel día no iba a ser tan horrible después de todo.

En cualquier caso, y como siendo su amiga no debería alegrarse de esa desgracia, Chloe mantuvo una expresión comprensiva mientras se sentaba a su lado.

–Vaya, te ha dejado. Lo siento.

–Ha sido mutuo –murmuró él, tomando su copa de vino–. Sara lo dijo antes, nada más.

–Bueno, como tú digas.

–No tengo el corazón roto, Chloe. Ni siquiera un poco abollado –Simon tomó un sorbo de vino y suspiró pesadamente–. Y eso no está bien, ¿no? Debería sentirme triste o algo.

–¿Y no te sientes triste?

Que no se sintiera triste la animaba aún más, pero intentó disimular.

–Para nada –Simon estudió la copa antes de mirarla–. Imagino que no estábamos hechos el uno para el otro.

Desde luego que no. ¿Pero había tardado casi un año en darse cuenta? Chloe se había dado cuenta a los cinco minutos de verlos juntos.

–Pero eso da igual. Íbamos a hablar de lo que tú habías hecho hoy.

Lo que había hecho ella… uf, qué aburrimiento.

Chloe se levantó para servirle un plato de macarrones y echó un poco de perejil fresco antes de llevarlo a la mesa. Simon levantó las cejas.

–El aspecto es importante –le explicó, dejando el plato frente a él.

Simon tomó el tenedor.

–Ése es tu problema precisamente.

Era una observación que había hecho muchas veces y en circunstancias normales no le habría molestado. Esa noche, sin embargo, replicó:

–¿Quieres analizarme o quieres que te cuente lo que he hecho hoy?

–En realidad, quiero que me cuentes algo sobre eso –Simon usó el tenedor para señalar la invitación de la que Chloe casi se había olvidado.

–Parece que la reunión de los diez años está a la vuelta de la esquina.

–Lo sé. A mí me llegó hace una semana.

–¿Hace una semana? –repitió ella–. Lo dirás de broma. Vivimos en la misma ciudad y prácticamente tenemos el mismo código postal. Me apuesto lo que sea a que el trío diabólico ha tenido algo que ver con eso.

Y ella intentando mostrarse despreocupada…

–Chloe, en serio, han pasado diez años –Simon usó el tono paciente que solía usar para evitar que ella se subiera por las paredes.

Pero aquel día Chloe estaba a punto de lanzarse de cabeza, empujada por el vino y por muchos recuerdos infelices.

–Pues a mí me parece como si hubiera sido ayer.

Maldito el cabernet que soltaba su lengua. Aun así, tomó un sorbo de vino mientras esperaba que Simon la contradijese.

Pero no lo hizo.

–¿Entonces piensa ir?

–¿Ir? –repitió ella, dejando la copa sobre la mesa–. No podrían pagarme dinero suficiente para que fuera a ese sitio. Preferiría dejar los helados durante… para siempre antes de poner el pie en… –Chloe miró la invitación– el gimnasio del instituto Tillman. Vaya, qué elegante, el gimnasio. Podrían haber organizado la fiesta en otro sitio.

–A mí me gusta la idea de volver al instituto, aunque no pasara mucho tiempo en el gimnasio –dijo Simon, riendo.

Él había sido un empollón, no un atleta. Miembro del club de ajedrez, del club de informática, del equipo de debate. Ésas eran las cosas que le interesaban. Y a Chloe también. Pero su estatus de empollón jamás lo había molestado como a ella le molestaba el suyo.

–Espera un momento. ¿Quieres decir que vas a ir a la reunión?

Simon la miró por encima de su copa. En realidad, no había pensado acudir hasta ese momento. Pero Chloe tenía que ir. Jamás había conocido a nadie a quien los años de instituto persiguieran como la perseguían a ella. La invitación arrugada era la prueba de eso, como los macarrones con queso y el vino.

Se había convertido en una chica divertida, encantadora y creativa. Claro que él siempre la había encontrado encantadora y divertida. Ella, sin embargo, seguía teniendo una visión distorsionada de sí misma. Era hora de exorcizar sus demonios y para eso tenía que enfrentarse con el pasado. Pero no la enviaría sola a la guarida de los leones. O de las leonas en este caso.

–¿Por qué no?

–¿Fuimos o no fuimos al mismo instituto? –le preguntó Chloe, frunciendo los labios.

Debía de estar loco, pero sus labios siempre le habían parecido increíblemente sensuales…

Y ése era el problema. La razón por la que mujeres como Sara no lograban enamorarlo; simplemente, no estaban a la altura de Chloe.

–Esos días son cosa del pasado –le dijo, tomando su mano–. Esas chicas no pueden compararse contigo, Chloe. Nunca han podido compararse.

–¡Convirtieron mi vida en un infierno!

–Eran muy crueles, es verdad –asintió Simon–. Pero ya no pueden convertir tu vida en un infierno, ¿no? Vuelve al instituto, enfréntate a ellas y demuéstrales lo lejos que has llegado. Tienes muchas cosas por las que sentirte orgullosa.

–Sí, claro –Chloe apartó la mano–. Tengo veintiocho años, estoy soltera, trabajo a tiempo parcial y vivo con un gato insoportable.

–Todos los gatos son insoportables. Te dije que compraras un perro si querías tener compañía.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho.

–¿Ahora vas a darme una charla?

–Eso parece –bromeó Simon–. ¿Vamos a ir juntos o piensas llevar a algún novio?

–Un novio, ¿eh? ¿Cómo haces eso?

–¿Cómo hago qué?

–Convencerme para que haga algo que no quiero hacer.

–Años de práctica –respondió él.

–Muy bien. Como tú crees que necesito hacerlo, lo haré.

–Gracias.

–Pero sólo porque, si no lo hago, tendré que escucharte durante años –Chloe dejó escapar un largo suspiro.

Los dos sabían que era mentira y, que en el fondo, agradecía el empujón.

–Algún día me darás las gracias.

–O te culparé indefinidamente por años de terapia psicológica.

–Me arriesgaré –Simon empezó a comer los macarrones. Estaban muy ricos, casi tanto como el puchero de Chloe.

Ella se quedó callada mientras comía la pasta y eso no era buena señal. Significaba que estaba pensando. Más exactamente, tramando algo.

Y, como era de esperar, en cuanto terminó de comer, le dijo:

–No te importa que lleve un acompañante, ¿verdad? Podemos ir juntos de todas formas y tú también puedes llevar a alguien. Así será más divertido.

Simon intentó ignorar la opresión que sintió en el pecho. Siempre la sentía cuando Chloe hablaba de otros hombres. De hecho, una de las cosas que Sara le había echado en cara esa noche, mientras rompían, fue lo que ella llamaba «una insana relación con esa mujer».

Sara no era la primera novia que lo mencionaba y sospechaba que no sería la última, pero él tenía una estupenda relación con Chloe. Habían sido muy amigos desde la pubertad y se habían apoyado en todo desde entonces. También habían pasado juntos en el instituto y la universidad y ahora, cuando estaban a punto de cumplir los treinta años, Chloe era la única constante en su vida.

–¿Y bien? –Chloe seguía con el ceño fruncido, evidentemente esperando una respuesta.

–¿Por qué iba a importarme? –incluso a sus oídos las palabras sonaron falsas, de modo que se aclaró la garganta y decidió cambiar de tema–. No sabía que estuvieras saliendo con nadie.

–No estoy saliendo con nadie, pero pienso ir con el hombre más guapo que encuentre, aunque tenga que pagarle para que vaya conmigo.

Ah, sí. Había estado tramando algo, como siempre.

–Chloe, de verdad…

–De verdad –lo interrumpió ella–. Quiero que Natasha, Faith y Tamara se queden de piedra al ver a mi acompañante.

–¿Y dónde piensas conocer a ese Adonis? –Simon suspiró.

Por favor, que no dijera Internet. Había tenido que convencerla dos veces para que no buscase novio en Internet, recordándole lo peligroso que era.

Chloe lo miró con una sonrisa brillante, a pesar de tener los dientes manchados de vino.

–Recuerdo haber visto a un chico muy atractivo en tu oficina la última vez que fui a buscarte. Trevor no sé qué. Me parece recordar que era abogado y estaba ayudándote con los detalles de la compra de esa empresa de software.

Oh, no. Simon no pensaba presentarle a Trevor o, como lo llamaban las chicas de la oficina, Míster Macizo. No le importaría olvidarse de la compra y decirle adiós porque la productividad entre las mujeres en Soluciones Tecnológicas Ford se estancaba cuando Trevor andaba por allí.

–No.

–Por favor –Chloe juntó las manos–. Te lo suplico, Simon.

Su sonrisa, manchada o no, derritió el corazón de Simon. Aparte de matar, haría cualquier cosa por ella… y hasta matar era negociable. Pero consiguió permanecer firme.

–Lo siento, pero no.

–Muy bien –asintió ella–. Lo entiendo. No es como si yo te hubiera hecho nunca un enorme favor a ti.

Simon tuvo que hacer un esfuerzo para contener un gruñido porque la lista era larga y, sin la menor duda, Chloe pensaba echárselo en cara en cualquier momento. De modo que suspiró, capitulando con la gracia de un hombre abocado al abismo.

–Muy bien, de acuerdo.

–¡Gracias!

–Pero no puedo hacerte ninguna promesa.

–Lo sé, yo no espero promesas.

Y por eso Simon, y aunque lo lamentaría siempre, claudicó:

–Veré lo que puedo hacer.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Exámenes finales

 

LO PRIMERO que hizo Chloe al despertar por la mañana fue encender el ordenador y elaborar una lista de todas las cosas que debía hacer antes de la reunión.

Seis semanas.

Eso era todo lo que tenía. No era mucho tiempo… y tenía muchísimas cosas que hacer. Bueno, no pasaba nada. Ella era la reina de la improvisación. Tenía suficiente práctica y una librería entera de libros sobre autoayuda. Y podría necesitar más, pensó, recordando un programa de televisión que había visto la semana anterior.

Chloe priorizó sus necesidades mientras creaba la lista.

Lo primero y principal: hacer ejercicio y dejar de comer hidratos de carbono para estar en forma. Como ésa había sido una de sus resoluciones anuales desde que era adolescente, el formato le resultaba familiar. Pero, aparte de la dieta y el ejercicio, sólo tenía seis semanas, de modo que necesitaba mentalidad de campamento militar.

Si tenía que olvidarse de los helados, que así fuera. Lo mismo con la pasta, el chocolate, las hamburguesas y… la comida en general. Iría al gimnasio cinco, no, siete días a la semana. Y haría ejercicio de verdad. No sólo se pondría el chándal y las zapatillas para sentarse luego en un bar a tomar yogur helado, fingiendo que acababa de salir de la clase de aeróbic. Incluso acompañaría a Simon a correr por Central Park todas las mañanas, algo que él le pedía continuamente.

Correr. Ay, qué horror.

Chloe se mordió los labios mientras miraba la pantalla del ordenador. Entre paréntesis, al lado del ejercicio, escribió: comprar ropa que me haga delgada.

No le importaba falsear un poco, como demostraban los sujetadores con relleno que llevaba todos los días. Como solía decir su madre: lo que Dios no te ha dado, te lo puede dar una bola de algodón. O un sujetador especial, como era el caso. ¿Y por qué no reducir un trasero demasiado gordo con una buena faja? Después de todo, no podía hacer milagros en seis semanas.

Chloe se echó hacia atrás en la silla y cruzó los brazos sobre el abdomen, sintiendo el rollo de carne sobre el elástico del pijama.

No, eso no podía ser. Tenía que comprar una faja.

Además, las famosas lo hacían todo el tiempo. Ahora había fajas muy modernas y las famosas, aparte de la faja, se ponían pechos falsos y se retocaban la cara para que todo el mundo suspirase de envidia cuando las veían atravesar la alfombra roja una noche de estreno.

Lo cual le recordaba que necesitaba un vestido de escándalo para ir a la reunión. Algo que destacase las curvas que pensaba conseguir con el ejercicio, la dieta y la faja.

De modo que escribió: Vestido negro corto, muy corto.

Sonriendo, Chloe se imaginó a sí misma. Sería algo elegante pero ajustado a la vez… y con frunces en la cintura para disimular los defectos que la faja y el ejercicio no pudieran corregir.

Sus piernas, de medio muslo para abajo, serían las estrellas de la reunión porque eran su mejor atributo. Incluso cuando engordaba, sus piernas seguían siendo estupendas porque el peso se quedaba en la cintura y las caderas. Con unos zapatos de tacón podía parecer una modelo… de cintura para abajo.

Tacones. Ay, tendría que practicar. Nunca se le había dado muy bien caminar sobre más de cinco centímetros.

Tacón de aguja, escribió.

Tacones de aguja y un vestidito negro.

¿El color negro era el mejor para ella? Chloe estudió sus brazos… su piel era pálida y, como la mayoría de las pelirrojas, tenía pecas. Por eso no solía tomar el sol. El negro destacaba su… en fin, su cadavérica palidez. Pero si no iba de negro, ¿de qué color?

Como era pelirroja, los rojos, naranjas y rosas estaban fuera de la cuestión. El morado no le gustaba porque le recordaba a las berenjenas y ella detestaba esa verdura. Había vomitado un plato entero de berenjenas a la parmesana en la cafetería del instituto el primer año, ganándose así el infortunado sobrenombre de «vomitona».

El verde podría ir bien, aunque combinado con su pelo rojo la hacía sentir un poco como una zanahoria.

En cuanto al azul, uf.

Odiaba el azul.

Todos los tonos de azul, pero especialmente el azul cielo, por razones más emocionales que estéticas. Había llevado un vestido de ese color al baile de promoción. Su madre la había convencido, diciendo que le quedaba muy bien cuando en realidad la falda era tan ancha que parecía como si debajo llevase diez kilos de contrabando.

Aún recordaba lo humillada que se había sentido cuando Natasha y compañía la acorralaron en la pista de baile y le subieron la falda para ver si debajo llevaba a alguien.

Iba sola y llevando unas bragas de abuela.

Chloe sintió un escalofrío. No, mejor ir de negro, con tanga. Bajo la faja.

Compensaría su pálida complexión con un bronceado falso. Nada de rayos UVA, que le daban miedo y que, además, destacarían sus pecas. Chloe odiaba sus pecas, aunque Simon una vez hubiera dicho que a él le parecían adorables. No lo creía. Después de todo, ninguna de las chicas con las que salía tenía pecas. Si le gustasen tanto como decía, sus novias serían como leopardos.

Chloe decidió optar por el bronceado falso. Su hermana se lo había hecho en un salón de belleza antes de su boda… claro que, por supuesto, Frannie era morena y su piel no era tan pálida como la suya.

El teléfono sonó cuando estaba enviando un correo electrónico pidiéndole el nombre del salón.

–¿Hola?

–Buenos días –dijo Simon–. Voy al café Filigree. ¿Nos vemos allí?

En el Filigree servían el mejor café y los mejores bollos caseros de todo Manhattan. Simon y ella solían verse allí los sábados por la mañana, cuando ninguno de los dos tenía otros planes. A ella, eso le ocurría a menudo, a Simon no tanto.

Chloe intentó no pensar en la alegría que le producía su llamada y en cómo se le hacía la boca agua al pensar en un bollo tostado con crema de queso.

–Lo siento, nada de bollos para mí. Estoy a dieta.

–¿Desde cuándo?

–¿Desde cuándo no lo estoy? Yo siempre estoy a dieta.

Y era tristemente cierto.

Un hombre inteligente, Simon no señaló que eso nunca había impedido que comiera bollos.

–¿Es por la reunión?

–No.

Los dos sabían que estaba mintiendo.

–Vamos, Chloe. Tú sabes que es muy aburrido comer solo.

–Simon…

–Iremos a dar un paseo después –le prometió–. Un largo paseo, a buen paso. Hace una mañana preciosa. Apenas hay humedad y no hará calor hasta la tarde.

Chloe suspiró.

–Muy bien, de acuerdo. Pero nada de bollos.

–De acuerdo, no te daré un mordisco del mío. ¿Nos vemos en media hora?

La antigua Chloe hubiera dicho que sí. La nueva y mejorada Chloe sabía que en media hora no tendría tiempo de cepillarse los dientes, arreglarse el pelo enmarañado y encontrar algo limpio que ponerse.

–Una hora. Sigo en pijama.

–¿Una hora? –Simon parecía sorprendido y era lógico–. ¿De verdad necesitas una hora para vestirte?

–Estoy pasando página. Quiero maquillarme y tener un aspecto presentable cuando aparezca en público. Aunque sea contigo.

–Muy bien, dentro de una hora entonces –asintió él. En lugar de parecer molesto, casi parecía intrigado–. Llegaré un poco antes para pillar la mesa de la esquina. Hasta luego.

 

 

Simon estaba tomando su tercera taza de café cuando Chloe llegó por fin. Y, con ese aspecto, era difícil enfadarse. No solía arreglarse, pero cuando lo hacía…

Guau.

Simon contuvo el aliento, intentando no admirar cómo los vaqueros se ajustaban a sus caderas o cómo el escote de pico de la camiseta mostraba el nacimiento de sus pechos.

Chloe pensaba que tenía que adelgazar. Cuando se vestía así, él pensaba que estaba loca.

Llevaba maquillaje, no mucho, lo suficiente para destacar sus largas pestañas y el verde de sus ojos. Y su pelo… nada de una coleta hecha a toda prisa. No, aquel día se lo había dejado suelto; una masa de rizos que enmarcaban su rostro y caían sobre sus hombros.

No estaba bien, pero casi desearía que hubiera aparecido con un chándal ancho, sin maquillaje y con la coleta. Entonces no estaría tan interesado. Ni tan nervioso.

Simon miró alrededor y lo lamentó. Como imaginaba, los hombres que había en la cafetería también se habían fijado en Chloe y no le gustaban nada sus expresiones. Ni un poquito.

Incapaz de controlarse, se levantó. Las patas de su silla rechinando contra el suelo parecían gritar: «¡Dejad de mirarla, es mía!».

Pero ahora estaban mirándolo a él. Todos, incluida Chloe. Su rostro se iluminó al verlo y esbozó una sonrisa…

¿Cómo era posible, se preguntó por enésima vez, que una mujer naturalmente bella como Chloe tuviera problemas de autoestima?

Simon miró alrededor con cara de satisfacción y se tomó su tiempo besándola en la mejilla antes de volver a sentarse.

–Siento llegar tarde –se disculpó ella.

–No pasa nada, la espera ha merecido la pena –dijo Simon–. Menudo cambio. Ese pelo, ese maquillaje, el escot… los vaqueros.

–¿Te gusta?

–Pues claro que sí. Y a juzgar por cómo te miran los demás, a todo el mundo le gusta.

–¿Ah, sí? –el rostro de Chloe se iluminó–. ¿Quién?

–Olvídalo. No pienso hacerte más cumplidos.

–Aguafiestas.

Su expresión decía que no lo creía pero, afortunadamente, la camarera llegó en ese momento. Era una mujer gruesa llamada Helga, con un fuerte acento de Europa del Este. Llevaba seis años atendiéndolos en el café pero, aun así, miró a Chloe con curiosidad antes de preguntar:

–¿Lo de siempre?

Chloe solía tomar un café doble y un bollo tostado con crema de queso y suficiente mantequilla como para llevar una advertencia de la Asociación contra las Enfermedades Cardiovasculares.

–No, hoy no. Un café solo… descafeinado.

–¿Y para comer?

–Nada.

Helga levantó las cejas.

–¿No quieres comer nada?

–No, nada.

–¿No te encuentras bien?

–Está perfectamente… pero a dieta –explicó Simon.

Helga lanzó un bufido.

–Estas chicas de ahora… todas quieren ser flacas. Demasiado, creo yo. Se caen al suelo si les da un golpe de viento –la mujer señaló a Simon con su cuaderno–. ¿Tú crees que debe adelgazar?

–No, ni un kilo siquiera.

En su opinión, era perfecta. Siempre lo había sido.

–¿Lo ves? –Helga sacudió la cabeza vigorosamente. Bueno, voy a traer el bollo con crema de queso.

Chloe puso cara de susto, pero antes de que pudiese protestar, Simon sugirió:

–No tienes que comértelo todo. Considéralo una prueba de tu fuerza de voluntad.

–Muy bien –Chloe irguió los hombros, haciendo que él tuviese que apartar la mirada de su escote. Era como un imán.

–¿Qué vas a tomar tú? –le preguntó Helga.

Como sabía que no podía tener lo que quería, Simon sujetó la taza de café con las dos manos mientras miraba a la gruesa camarera.

–Dos tostadas de pan de trigo y una macedonia de frutas.

Helga hizo un gesto de disgusto mientras tomaba nota.

–Macedonia de frutas –murmuró mientras se alejaba–. ¿Es que el mundo entero se ha puesto a dieta?

–Creo que le hemos estropeado el día –dijo Chloe.

–Le dejaremos una buena propina.

Siempre lo hacían, tomaran lo que tomaran. Además, se lo merecía porque siempre les reservaba la mejor mesa de la cafetería.

Chloe empezó a apartarse el pelo de la cara. Sin duda, si tuviera un coletero acabaría en una coleta.

–Me gusta que lleves el pelo suelto –dijo Simon.

–Hoy no hay mucha humedad, pero mi pelo ya se ha vuelto loco. Y eso que he usado un producto antiencrespamiento carísimo. Quiero que me devuelvan mi dinero.

–A mí me gusta el pelo rizado.

–A mí también, pero no encrespado. Para la reunión estoy pensando hacerme un alisado profesional.

¡No!, le habría gustado gritar. Pero dudaba que ella siguiera su consejo, de modo que se encogió de hombros.

–Lo que te parezca mejor.

Helga volvió con el café de Chloe.

–Estoy pensando teñirme el pelo, ¿qué te parece el rubio, Helga?

La camarera volvió a emitir un bufido.

–Conserva lo que Dios te ha dado.

Chloe soltó una carcajada.

–Pues Dios podría haber sido más generoso en ciertas zonas, no sé si me entiendes.

–No estarías guapa de rubia –dijo Simon.

Ella arrugó la nariz.

–Creí que te gustaban las rubias.

–¿Por qué?

–Las tres últimas chicas con las que has salido parecían surferas californianas.

Era cierto, pensó él, aunque no había sido intencionado. Eran chicas interesantes y… en fin, estaban disponibles. No le gustaba cómo lo hacía quedar eso, aunque nunca había fingido sentir nada por ellas ni había hecho promesa alguna.

Él no era su padre, un hombre que hacía promesas, juramentos incluso, con la facilidad de un político para romperlos después, como sus cinco esposas podrían testificar.

–¿Simon?

La voz de Chloe lo devolvió al presente.

–No te pegaría el pelo rubio, eres demasiado blanca.

–Eso también se puede cambiar.

No le gustaba nada el brillo de sus ojos…

–Por favor, no me digas que estás pensando en el bronceado artificial otra vez. Recuerda lo que pasó antes de las fotos de graduación.

Chloe sintió un escalofrío. Se le había ocurrido la brillante idea de tumbarse bajo una lámpara que su abuela guardaba para calentar a sus gatitos persas y había terminado con ampollas en la cara.

–No, nada de rayos UVA –murmuró–. Oye, ¿vas a salir a correr mañana?

Simon frunció el ceño ante el súbito cambio de tema.

–¿Por qué?

–Estaba pensando ir contigo.

–¿A correr?

–No pongas esa cara de sorpresa. ¿No llevas años, desde el infarto de mi abuela, insistiendo en que haga ejercicio?

Era cierto, le preocupaba que la adicción de Chloe a la comida basura acabara endureciendo sus arterias como le había pasado a su abuela. Pero sabía que la repentina decisión de hacerle caso tenía menos que ver con su capacidad de persuasión y más con la reunión del instituto.

Estuvo a punto de decirlo, pero la verdad era que agradecería su compañía mientras corría por el parque.

–Podemos vernos en el parque a las ocho –sugirió.

–Muy bien.

La sonrisa de Chloe duró hasta que Helga llegó con el bollo cubierto de crema de queso. Quien lo hubiera hecho, había sido particularmente generoso aquel día.

–¿Alguna cosa más? –les preguntó la camarera, en jarras.

–No, nada. Gracias, Helga –dijo Simon.

 

 

Chloe se había comido más de la mitad del bollo cuando Helga les llevó la cuenta. No habérselo comido todo era una victoria de primer orden, aunque había tenido que sentarse sobre las manos para controlarse.

–Prometiste que daríamos un paseo –le recordó.

–Es verdad –asintió Simon–. ¿Dónde quieres ir?

–¿Qué tal Bendle’s? Hace tiempo que no vamos por allí.

Bendle’s era una de las pocas librerías pequeñas que quedaban en Nueva York. Aunque Chloe no tenía nada en contra de las grandes cadenas, que servían café mientras los clientes ojeaban los libros, aquella pequeña librería le gustaba especialmente porque era David contra Goliat y ella sabía lo que eso significaba.

–Sí, claro. Buena idea –dijo Simon.