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¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir? Después de leer cien, mil, diez mil libros en la vida, ¿qué se ha leído? Nada. Decir: yo solo sé que no he leído nada, después de leer miles de libros, no es un acto de fingida modestia: es rigurosamente exacto, hasta la primera decimal de cero por ciento. Pero, ¿no es quizá eso, exactamente, socráticamente, lo que los muchos libros deberían enseñarnos? Ser ignorantes a sabiendas, con plena aceptación. Dejar de ser simplemente ignorantes, para llegar a ser ignorantes inteligentes.

GABRIEL ZAID

Índice

Portada

Página de título

Prólogo a esta nueva edición definitiva

Prólogo a la primera edición

1. EL PODER INMATERIAL DE LA LECTURA

Lengua, lectura y tradición literaria

Lecturas inolvidables

Para qué sirve leer

Leer es peligroso

Contra el discurso del provecho y la utilidad

Aviso a escolares y estudiantes

La perdición de la lectura

Escolarizaciones

Los espacios para el deseo

Lectura y mejoría

Ingenuidades y mentiras de la cultura libresca

Realidad y lectura

2. LA LECTURA COMO VALOR ESCOLARIZADO

Las motivaciones de la lectura

Los dogmas de la lectura

El placer desinteresado

La lectura y lo inhumano

El derecho de soñar despierto

Verdades sobre la lectura

La obligación y el deseo

Lectores tartamudos

La adicción de leer

El precio de la información

3. USOS Y ABUSOS DE LA LECTURA

Metiendo la cuchara

En defensa de los no lectores

Estadísticas de lectura

Lamentos editoriales

El desprecio del conocimiento extracurricular

La seducción inesperada

Descifrar la propia experiencia

Las prácticas culturales de leer y escribir

Cómo ahuyentar lectores

Leer y estudiar

Por un retorno de la poesía a las aulas

Colgarse de la lectura

4. CUANDO LEER NO ES UN PLACER

El placer condenado y la discriminación cultural

Moralizar la lectura

El desprestigio social de los no lectores

¿Qué leen los que no leen?

Lecturas populares

La lectura y sus definiciones

Las trampas del éxito

Leer o ser millonario

El arte de no leer

“Dejadnos olvidar”

5. EL LIBRO Y LA CULTURA ESCRITA EN LA ALDEA GLOBAL

¿El fin del libro?

El triunfo del best seller

De McLuhan a Negroponte

En un vasto dominio, más allá de las tecnologías informáticas

La sustancia de los libros

El beneficio de los clásicos

Las soledades interactivas y la mitoideología de internet

La desaparición del espacio íntimo

Edificar sobre el pasado

La biblioteca personal

Epílogo

Apéndice. Pasado y futuro del libro en México

Los lectores opinan acerca de ¿Qué leen los que no leen?

Algunas obras que han alimentado este libro pero que nadie tiene obligación de leer

Datos del autor

Página de créditos

Prólogo a esta nueva edición definitiva

¿Qué leen los que no leen? se publicó por vez primera en marzo de 2003 y se reeditó en cuatro ocasiones: en julio de ese mismo año, y luego en 2004, 2007 y 2009. En febrero de 2014 apareció una edición revisada, la cual se agotó. Hoy lo vuelvo a dar a la imprenta, y lo pongo en manos de Editorial Océano de México, en la colección Ágora, el espacio más adecuado para un libro como éste, justamente por tratarse de una colección destinada a la reflexión sobre los asuntos relacionados con el fomento de la lectura y la formación de lectores.

En esta nueva edición, corregida y aumentada, que hoy considero definitiva, he mitigado algunas asperezas y he corregido unas pocas erratas (casi todo libro las tiene), pero también he incluido otras interrogantes y quizá algún nuevo convencimiento que hallé en los tres lustros transcurridos desde el año de su escritura en 2002.

El cambio más sustantivo es el que corresponde al apéndice sobre librerías, pues las cifras, los datos y las apreciaciones del apéndice original correspondían a la realidad mexicana de 2003. Eliminé el texto “La desaparición de las librerías en México” y en su lugar incluí “Pasado y futuro del libro en México”, tema que merece también un análisis detenido.

Mantengo el prólogo de la primera edición, pero añado un epílogo en el que reitero las motivaciones y la pasión que dieron origen a ¿Qué leen los que no leen? Y en el primer capítulo agrego dos textos como complemento y conclusión del mismo: “Ingenuidades y mentiras de la cultura libresca” y “Realidad y lectura”. Lo mismo hago en el tercer capítulo, donde añado los textos “Por un retorno de la poesía a las aulas” y “Colgarse de la lectura”. En todo lo demás, y a pesar de adiciones y revisiones, el libro es el mismo, porque creo que ni sus motivaciones ni sus planteamientos han caducado.

Los problemas sociales, económicos, políticos, educativos y culturales de la promoción y el fomento del libro y la lectura siguen siendo prácticamente los mismos, y continúa sin comprenderse del todo que no existen fórmulas mágicas ni recetas para incorporar a más personas a la lectura, y que lo que necesitamos no son eslóganes graciosos u ocurrentes ni campañas discursivas y hueras sobre el “tema de la lectura”, sino un trabajo arduo y desprejuiciado en todos los ámbitos, y un análisis amplio y una crítica sincera y profunda sobre lo que no hemos hecho o hemos hecho muy mal como consecuencia de nuestras pretendidas e ingenuas certidumbres.

No debo dejar de señalar que, en los últimos quince años, a los problemas preexistentes de la cultura del libro, se sumó uno más que, como absurda paradoja, se pretendió brillante solución, y es el siguiente: en la promoción y el fomento de la lectura las cosas se agravaron cuando las campañas y los programas fueron encargados a publicistas y a agencias de mercadotecnia o bien a instancias burocráticas sin ninguna experiencia en lectura, a personas faltas de sensibilidad y conocimiento, muy atareadas en sus despachos y en sus oficinas y, por lo general, siempre ocupadísimas en no leer.

Reafirmo el propósito de estas páginas. ¿Qué leen los que no leen? es un libro que invita a leer otros libros de los que se ha alimentado. Y no exige lector alguno ni pretende obligar a nadie. Es un libro hecho de otros libros y otras lecturas, como lo son todos los libros escritos por lectores.

Ahora que lo digo, recuerdo que, cuando se publicó por vez primera, un amigo y experto en lectura únicamente me reprochó una cosa: las “excesivas citas textuales”. Me recomendó que las evitara y que, a cambio de ello, parafraseara. Y añadió algo, para mí, escandaloso: “Si coincides con otros autores, usa esas coincidencias como ideas propias; ya son tan tuyas como de ellos. Tal es el fenómeno de la apropiación de la lectura”.

Esto último me parece un consejo inaceptable, por todo cuanto puede comprometer a la ética. En cuanto a lo primero, ¡justamente es lo que no quiero evitar! Las citas textuales están ahí para llevar a los lectores a las fuentes originales. ¿Qué leen los que no leen? lo que hace es sistematizar esas ideas que le dan sentido amplio a la argumentación. Es un libro para invitar a leer otros libros cuyos argumentos comparto; otros libros que me han hecho amar aún más la lectura.

La apropiación de la lectura es esto: emoción e inteligencia que nacen o se reafirman con las coincidencias y desacuerdos que están en las páginas leídas. Pero con demasiada frecuencia la gente le llama parafraseo a lo que en realidad es plagio. Montaigne, que no se andaba por las ramas, decía que citaba para expresar mejor su pensamiento. Nadie puede decir, con palabras mejores, lo que ya se ha dicho insuperablemente. Por ello, las citas textuales son en sí mismas la mejor invitación para leer o releer a los autores citados, ¡dignos, precisamente, de ser citados!

¿Qué leen los que no leen? celebra la lectura en su esencia cultural dialogante. Es una conversación, un diálogo sobre libros y lectores, con libros y con lectores. Hay personas a las que les gusta escuchar únicamente sus razones. Sólo escucharse. “Oírse o irse”, como dijera certeramente Octavio Paz.

De todos los libros que he escrito y publicado sobre la lectura (muchos; quizá ya demasiados), éste es mi predilecto, no sólo por ser el primero, sino también porque su impulso me permitió abrir una puerta que se mantenía cerrada: el de la reflexión, sin puritanismos, blasfema incluso, sobre el sacrosanto “tema” de la lectura: un tema lleno de mitos nobles, clichés, tópicos y lugares comunes de los que se alimentan muchos que han hecho de él su doctrina y su negocio, aunque, paradójicamente, no su comunión.

En este punto no puedo sino citar a Hermann Hesse: “Los enemigos de los buenos libros, y del buen gusto en general, no son los que los desprecian, sino los que los devoran”, porque, justamente, los engullen sin ganancia ninguna.

Después de tres lustros de su primera edición, confío en que este libro, que ahora acompañará a otros que también he publicado en Océano, siga dialogando con los lectores, en el acuerdo y en el desacuerdo: esos dos elementos de una bisagra indispensable sin la cual la cultura se anula porque todo se convierte en solipsismo y en monólogo: en necedad. Confío también en que su abierto desafío contra el dogma siga alentando la necesidad de dialogar y debatir sobre un fenómeno (el de la lectura) que es mucho más que un tema de manual y de instructivo.

Ciudad de México, 24 de junio de 2017

Prólogo a la primera edición

Se habla mucho de la lectura de libros y de los beneficios que produce. Y entre los varios argumentos que se ofrecen para desear que la gente lea con mayor frecuencia está, asombrosa y patrióticamente, el de las estadísticas: el bajo índice lector de México que se compara con el muy alto de otros países. Los europeos siempre están a la vanguardia, y además se ufanan de ello. Por tanto, los que somos culpables de bajar las estadísticas tendríamos que avergonzarnos.

Pero hay que tener mucho cuidado con esto, que nos puede llevar a consideraciones muy equívocas. ¿Quién podría objetar la bienintencionada recomendación de que la gente lea más libros? Sin embargo, habría que preguntarse, antes del cuánto, qué leer y para qué leer. Sería justo.

Porque, con el sentimiento de ser menos y en el vértigo de las recomendaciones bienintencionadas, hay quienes proponen cifras ideales y estratosféricas, cuando no demenciales, de lectura: cien, doscientos, trescientos, ¡365 libros al año!; ideales que, por supuesto, son absurdos e imposibles de cumplir si verdaderamente se lee para vivir, pues para llevar a cabo tan exigente tarea tendríamos que dedicar todo el tiempo de nuestra vida al exclusivo propósito de leer. Vivir para leer. ¡He ahí una ambición de bárbara cultura!

El problema reside, sin duda, en el qué y el para qué de la lectura, más que en el cuánto. Qué leer. Para qué leer. De eso habla, un poco, este libro. Y lo hace siempre con el auxilio de quienes han escrito libros pero no han entregado su vida exclusivamente a escribir y a leer libros.

Gente de mucha sensibilidad y de mucha inteligencia que incluso a veces nos advierte de los riesgos que entraña confundir el proceso con la sustancia. Lectores hay, ávidos, eruditos, infatigables, cuyas virtudes humanísticas son nulas o por lo menos dudosas. Y abundan los no lectores de libros que no por el hecho de serlo (es decir, de ser no lectores) carecen de cualidades y méritos, incluidos los de la inteligencia y la sensibilidad. De eso habla, también, otro poco, este libro.

¿De qué nos sirve leer aquello que creemos que queremos, o que debemos, leer? Leer para acumular lecturas puede conducirnos perfectamente al hastío y a la esterilidad. En cambio, leer algunos libros que realmente enriquezcan nuestra existencia puede aportarle a la acción de leer una dimensión infinitamente superior que la de la erudición disciplinada y muchas veces dictada por la malhumorada obligación.

En su excepcional libro La intuición de leer, la intención de narrar, Rodolfo Castro dice, entre otras muchas verdades, la siguiente: “Es que la lectura es tan fastidiosamente importante que da vergüenza, miedo o rencor admitir que no se lee, y que a pesar de eso se es feliz, inteligente, sensible, digno, justo”. En contrapartida, piensa Castro, “es abrumadora la cantidad de gente que tiene en su haber infinidad de lecturas de libros, pero vive una existencia superficial, llena de prejuicios y desprecios, de indignidad y sinrazón. Injustos, egoístas, soberbios, arrogantes”.

Concluye, con buen juicio, que la lectura se debe desear “como a un cuenco de agua en medio del desierto, y no admirarla como a una pirámide funeraria”. Algo parecido ha dicho Fernando Savater respecto de lo que él ha denominado el hastío de la cultura; ese hastío que llega cuando la vida no es diversa en sus gustos e intereses, cuando vuelve aburrida rutina incluso aquello que nació de un profundo deseo, de una pasión libérrima.

La lectura cobra sentido no en el momento en que competimos con los demás para mostrar que nos asiste la razón porque hemos leído más libros que ellos, sino en el momento de integrar a nuestra vida la grata experiencia de conocer otros mundos íntimos que logran impedir que se nos avinagre el carácter y que nos llenemos de arrogancia, e impedir también que nos sintamos siempre obligados a decir algo inteligente, decisivo, fundamental para el mundo: la última palabra.

Hay que leer, decía Ricardo Garibay, como quien conquista tierras vírgenes; sólo así la lectura nos llena de júbilo y nos mejora. Además, no hay que pretender leerlo todo, por muy bueno que nos digan que es aquello que no hemos leído y que, razonablemente, tampoco tenemos obligación de leer. Si no hemos leído todas las obras de los pocos grandes genios literarios que ha dado la humanidad, ¿por qué tendríamos que angustiarnos porque no hemos leído aquello que todo el mundo dice que debemos leer? ¿Qué es lo que queremos: brillar en sociedad porque hemos leído ya la novedad de las novedades o tratar de ser simplemente felices al leer aquello que nos gusta y de lo que no tenemos que entregarle cuentas a nadie?

Desde luego, esto es algo que cada quien tiene derecho a responder como mejor le plazca o como más le convenga. No seremos nosotros los que habremos de decirle qué es mejor. Que cada quien viva y lea cuanto quiera y como quiera.

El propósito de este libro es mostrar que los escritores también han escrito para los que no leen o, como dijera Vicente Aleixandre en un poema, sobre todo para los que no leen. ¿Qué leen los que no leen? es una defensa, apasionada, de la libertad de leer y de la libertad, también, de no leer. Aunque esta última libertad a algunos les parezca peligrosa y poco recomendable. Lo cierto es que lo que no hace este libro es “moralizar” la lectura.

Ha dicho Daniel Pennac: evitemos acompañar el teorema de que la lectura humaniza al hombre “con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debería ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz”. A lo largo de la historia podemos ver que esta moralización de la lectura desemboca siempre en una falacia: muchos lectores no sólo no se han beneficiado con la lectura, sino que han utilizado su condición casi racial de lectores para despreciar y zaherir a los que no leen.

Leer no nos hace consustancialmente mejores, y el cuánto no es lo importante. Esto es lo que se dirá y se repetirá a lo largo de las siguientes páginas. El siempre sabio Gabriel Zaid resumiría todo esto en un par de líneas: “Lo que vale de la cultura es qué tan viva está, no cuántas toneladas de letra muerta puede acreditar”.

Ciudad de México, 27 de diciembre de 2002