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Página de título

A mis hijos: Gaddiël-Yonathan, Sivane-Mikhal,

Shamgar-Maor y Nin-Gal Néta Shlomtsion

En homenaje, como testimonio de reconocimiento,

y a la memoria de Rav Hayyim Chajkin Zid (1906-1993),

inmensa figura de ese siglo, talmudista incomparable,

que dio luz y dará luz a varias generaciones transmitiéndoles

el entusiasmo por el estudio y la pasión de la lectura…

Sin embargo, hay algo más: en el punto en que concluye este libro,

me doy cuenta de que ha seguido, por casualidad, sin saberlo yo,

la evolución del ceremonial de curación mágica:

Tahu Sa, Beka, Kakwahaï. Estas tres etapas que libran

de la enfermedad y de la muerte al hombre indio, ¿serán las

mismas que señalan el camino de todas las creaciones:

Iniciación, Canto, Exorcismo? Algún día tal vez

sabremos que no había arte, sino tan sólo medicina.

JEAN-MARIE GUSTAVE LE CLÉZIO, Haï

INTRODUCCIÓN

¿La biblioterapia?

Hay libros buenos, libros cualesquiera y libros malos.

Entre los buenos, los hay honestos, inspiradores, emotivos,

proféticos, edificantes. Pero en mi lenguaje hay otra categoría,

la de los libros-¡ah! Los libros-¡ah! son los que provocan un cambio

profundo en la conciencia del lector. Abren su sensibilidad

en tal forma que ésta empieza a contemplar los objetos

más familiares como si los observara por primera vez.

Los libros-¡ah! aquilatan. Llegan hasta el centro nervioso del ser

y el lector recibe de ellos una descarga casi física.

Siente un escalofrío de excitación recorrer todo su cuerpo.

VERNON SPROXTON1

No busquen esta palabra en un diccionario, no la encontrarán. No por el momento…

La palabra “biblioterapia” está compuesta por dos términos de origen griego: βιβλιον y θεραπεíα, “libro” y “terapia”. Así pues la “biblioterapia” es la “terapia a través de los libros”.

Esta definición, que se antoja sencilla, implica un conjunto de preguntas complejas, tales como ¿qué es un libro? ¿Qué es la lectura? ¿Qué es una enfermedad y qué sentido se debe dar a la palabra “terapia”? ¿Se trata tan sólo de la “curación”?

En el mundo anglosajón, la palabra “biblioterapia”, aunque no es de viejo cuño, no es una novedad, ya que se la encuentra en el Webster International2 con la siguiente definición: “The use of selected reading materials as therapeutic adjuvants in medicine and psychiatry.Also: guidance in the solution of personal problems through directed reading”. (“La biblioterapia es la utilización de materiales de lectura selectos como coadyuvantes terapéuticos en medicina y en psiquiatría. También: guía para la solución de problemas personales mediante la lectura dirigida.”)

Si los términos de esta definición son correctos, parece, sin embargo, que estamos ante una definición limitada, lo que se debe, en parte, a un conjunto de preconceptos respecto a la medicina y al sentido de la palabra “terapia”. Nuestra investigación va a consistir en precisar y ampliar esta definición a partir de diferentes y varios horizontes lingüísticos y culturales.

Diálogo entre Las mil y una noches y Heráclito, entre Don Quijote y la Cábala, entre los cuentos de Grimm y los de Rabbi Nahman de Braslav, entre Kafka y el Talmud, entre Proust y Aristóteles, Joyce y Ricœur, Lévinas y el Baal Chem Tov, Freud y Filón de Alejandría.

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Tanto en francés como en inglés (e igualmente en español) la palabra “terapia” tiene esencialmente un sentido curativo. El remedio y el médico aparecen en segunda instancia para “reparar” un “quebranto” del cuerpo, del espíritu o del alma.

El griego, imitando al hebreo, le da a la palabra “terapia” el sentido de una actitud preventiva y prospectiva. La (terufá) hebrea y la θεραπεíα griega significan mucho más que una curación.

En el texto bíblico, Dios se presenta a sí mismo como médico: “Y Él dijo: ‘Si escuchas la voz de yhvh tu Dios, y haces lo que es recto a su ver, y escuchas sus mandamientos, y observas sus leyes, todas las enfermedades que he puesto en Egipto, no las pondré en ti, porque soy yhvh, tu médico’”.3

Los comentarios de la Biblia se cuestionan sobre la formulación enigmática de este texto. En efecto, ¿qué necesidad tiene Dios de puntualizar que es médico, si ha decidido no enviar ninguna enfermedad? De donde deriva la siguiente interpretación: el médico no tiene una función de curandero, sino que debe hacer lo necesario para que la enfermedad no pueda instalarse en el ser humano. Medicina preventiva, en la que el médico tiene, ante todo, un papel de educador y de maestro que le enseña a los demás cómo cuidarse a sí mismos, cómo cuidar del ser.

El primer significado de la palabra “terapeuta”(θεραπεíα) es:“aquel que da cuidados”, de ahí el sentido de “servidor y adorador de un dios”, aquel que cuida de algo, del cuerpo, etcétera. De ahí también el sentido de “aquel que cura a los enfermos”, el médico.4 En el siglo I vivía en el sur de Alejandría una fraternidad que recibía el nombre de “Terapeutas” y a la que Filón describió detalladamente en un libro que lleva por título De la vida contemplativa.5

Citemos el párrafo 2 de este tratado, pues nos ofrece una observación terminológica de la mayor importancia:

Su nombre revela el proyecto de estos filósofos, se les llama Terapeutas, en primer lugar porque la medicina [iatriké] que profesan es superior a la que se practica en nuestras ciudades: ésta no cura más que los cuerpos, pero la otra cura también el psiquismo [psukas] víctima de esas enfermedades agobiantes y difíciles de curar que son el apego al placer, la ignorancia, la imposibilidad de adecuarse a lo que existe y la infinita multitud de las demás patologías [pathon] y sufrimientos.6

Estos primeros terapeutas son “filósofos”, hombres y mujeres afectos a la filosofía, amantes de una verdad siempre futura. Filosofía que es “amor de la sabiduría” y “sabiduría del amor”.7 Estos filósofos son médicos puesto que curan los cuerpos. Se encuentra nuevamente esta raíz iatriké en palabras clásicas como “psiqu-iátrico”, “pediátrico”, etcétera.

Pero si aquellos hombres y mujeres son terapeutas, si merecen ese título, es porque se ocupan no sólo del cuerpo-objeto, sino también de lo que anima fundamentalmente al cuerpo, el aliento de vida, lo que se llama también el alma.

El terapeuta cuida de ese aliento que informa al cuerpo. Curar a alguien es hacerlo respirar: “poner su aliento en alta mar” y observar todas las tensiones, bloqueos y cerrazones que impiden la libre circulación del aliento, es decir, el florecimiento del alma en un cuerpo. El papel del terapeuta consistirá en “desanudar” esos nudos del alma, esas trabas para la Vida y para la inteligencia creadora en el cuerpo animado del hombre.8

En hebreo, el “aliento”, ruah, se escribe también como revah, “estar en alta mar, a gusto, en situación de bienestar”, berevah. Pero lo que caracteriza al aliento humano, su alma de vida, es la palabra. El traductor arameo Onkelos traduce la expresión hebrea ruah memaleelá, un “aliento hablante”.9

Para los terapeutas formados en la escuela del texto hebraico, el “ser humano vivo” es un “cuerpo hablante”. El “soplo de vida” pasa por el “soplo de la palabra”. El terapeuta cuida de la palabra que anima e informa al cuerpo. Curar a alguien es hacerlo hablar y observar todos los obstáculos que enfrenta esa palabra en el cuerpo. La palabra es el soplo de vida del hombre…

Es interesante observar que Freud, antes de utilizar el término “psicoanálisis”, empleaba la expresión Seelenbehandlung, que debe traducirse exactamente por “tratamiento del alma”, pero que se ha traducido como “tratamiento psíquico”. Para los Terapeutas antiguos, la psique es efectivamente el alma en general, lo que anima al cuerpo, el aliento hablante que mencionamos.

Buscando definir el tratamiento psíquico, tratamiento del alma, Freud escribe en 1890:

“tratamiento psíquico” significa […] tratamiento que se origina en el alma, tratamiento —de trastornos psíquicos o corporales— con ayuda de medios que actúan en primer lugar e inmediatamente en el alma del hombre. Dicho medio es ante todo la palabra, y las palabras son efectivamente la herramienta esencial de tratamiento psíquico. Al profano le parecerá sin duda difícil concebir que haya trastornos mórbidos del cuerpo o del alma que puedan disipar las “simples” palabras del médico. Pensará que se le pide creer en la magia. En lo que no estaría enteramente errado: las palabras de nuestros discursos cotidianos no son otra cosa que magia “descolorida”.10

¿No sería mejor decir que hemos dado erróneamente el apelativo de “mágico” a lo que no era más que el núcleo de la vitalidad de lo humano, que hemos llamado “mágicos” a ciertos fenómenos que nuestra ignorancia no nos permitía comprender aún? De este modo, contrariamente a los médicos (iatrikéi), que tratan el cuerpo y el alma por el cuerpo, los terapeutas llevan a la práctica una therapeia que trata el alma y el cuerpo por el alma, haciendo uso de la palabra.

¿De qué palabra se trata aquí? ¿La del terapeuta? ¿La del consultante? Mostraremos que se trata de una interacción de estas dos palabras en un diálogo.

De hecho, es siempre nuestra palabra la que constituye el movimiento y el aliento de nuestra vida. Pero con frecuencia sucede que la palabra del otro dinamiza nuestro universo psíquico y nos transmite emociones que nosotros también sentimos.

¿No es esto, por otro lado, el sentido de la catarsis de la que habla Aristóteles en La Poética al referirse a la tragedia? A través del lenguaje una persona puede comunicar afectos a otra persona, influenciarla, convencerla, conmoverla, etcétera. De la palabra del otro pueden surgir tristeza, terror, angustia, alegría, entusiasmo. Así pues, en el mismo texto, Freud prosigue así su argumentación:

Las palabras son en efecto los instrumentos más importantes de la influencia que una persona intenta ejercer en otra; las palabras son buenos recursos para provocar modificaciones psíquicas en aquel al que interpelan, y es por ello que tiene desde ahora nada de enigmática la afirmación de que la magia de la palabra puede eliminar los fenómenos mórbidos.11

Pero las palabras del otro, las palabras, ¿dónde las encontramos en primer lugar?

El texto bíblico hace aquí un comentario interesante en lo que se refiere al episodio de la revelación de las diez palabras: antes de escuchar la voz del Sinaí, el pueblo vio la voz.12 Visión anterior a la escucha, que los maestros del Talmud interpretan de la siguiente manera:“¿Qué significa la “visión de las voces”?, pregunta Rabbi Aquiva. Esta expresión enseña que el pueblo veía y entendía lo visible [roine vechomeine hanireé].13

¿Qué quiere decir Rabbi Aquiva? Que no hubo ninguna palabra que saliera de la boca de Dios que no estuviera grabada en las tablas. Lo visible es la voz convertida en escritura. Escuchar la voz de la trascendencia es pasar por las letras, por la materialidad física del libro. Enseñanza que traza las modalidades del “encuentro con el otro” sobre las bases de una mediación, la del libro, en el que “permanece encerrado más de un sentido, tal vez inagotable, encerrado en las estructuras sintácticas de la frase, en sus grupos de palabras, en sus vocablos, fonemas y letras: en toda esa materialidad del decir, siempre significante".14

La biblioterapia halla su acta de nacimiento en el encuentro entre la “fuerza” del lenguaje —a la que aludimos y que ya no se atribuye tan sólo a los magos, a los sacerdotes y a los charlatanes— y el vínculo de expresión, primordial y primero, de dicha “fuerza”: el libro.

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La lectura es, ante todo, un acontecimiento solitario, una cita privada con otro mundo, en soledad con el libro, en soledad consigo mismo.

Para algunos, a pesar de esta soledad, la lectura es una conversación. Por ejemplo Descartes: “La lectura de todos los buenos libros es como una conversación con las personas más nobles de los siglos pasados que fueron sus autores”.15 O también Ruskin: “La lectura es exactamente una conversación con hombres muchos más sabios y más interesantes que los que podemos tener oportunidad de conocer en nuestro entorno”.16

Para otros, esa soledad es justamente lo que hace que:

La lectura no podría asimilarse a una conversación, aun cuando fuera con los más sabios de los hombres. Lo que difiere esencialmente entre el libro y un amigo no es su sabiduría más o menos grande, sino la manera en que se comunica con ellos, puesto que la lectura, en sentido opuesto al de la conversación, consiste para cada uno de nosotros en recibir comunicación de otro pensamiento, pero permaneciendo en soledad, es decir, no dejando de gozar de la potencia intelectual que se tiene en la soledad y que la conversación disipa de inmediato, pudiendo permanecer inspirado, permanecer en pleno trabajo fecundo del espíritu sobre sí mismo.17

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Aristóteles enseñaba, en La Poética, que la tragedia nos mantiene en suspenso gracias al temor y a la piedad, y que si uno va al teatro es para sentir esas dos emociones:

La tragedia es la imitación de una acción de carácter elevado y completa, de cierta extensión, en un lenguaje aderezado con aliños de una especie particular según sus diferentes partes, imitación hecha por personajes en acción, y no por medio del relato, y que, al despertar la piedad y el temor, opera la purga (katharsis) propia de semejantes emociones. Llamo lenguaje aderezado con aliños aquel que tiene ritmo, melodía y canto.18

Se han hecho múltiples comentarios de este texto. Ciertos autores insisten en no ver en la catarsis más que una purificación de esas dos pasiones —el temor y la piedad— y no han tenido la audacia de generalizar la dimensión catártica a otras pasiones o sentimientos.

Pareciera que es posible no sólo generalizar el efecto catártico a otras emociones, pasiones, sentimientos y afectos, sino, además, reemplazar el escenario teatral por el escenario literario.Tal como lo dice Ricœur:“La lectura solitaria reemplaza en nuestros días la recepción festiva de la narración épica o trágica”.19

Aristóteles insiste en un punto importante: mediante la catarsis, la turbación en la que nos pone el espectáculo trágico se transforma en un gozo estético. El terror y la piedad que experimentamos, precisamente porque los suscita una representación artística, dejan de ser emociones violentas como las de la vida; están desprovistas de su fuerza nociva —éste es uno de los sentidos del verbo katharein— y se convierten en emociones estéticas que dan origen a una “alegría serena”. 20 La piedad y el terror se inscriben en la misma composición de la obra, pero la recepción cooperativa de la obra por un espectador o un lector produce, no piedad ni terror, sino gozo. El espectador-lector de Aristóteles está hecho de “carne con la capacidad de gozar”.21 La catarsis es esa “alquimia subjetiva” que consiste en transformar en placer la pena inherente a las emociones como la piedad o el terror.

En el acto de la lectura, la catarsis es también —y tal vez ante todo— ese placer que Roland Barthes llamaba el “placer del texto”.

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Más allá del “placer del texto”, la lectura le ofrece al lector, por identificación y “cooperación textual”, por apropiación y proyección, la posibilidad de descubrir una seguridad material y económica, una seguridad emocional, una alternativa para la realidad, una catarsis para los conflictos y la agresividad, una seguridad espiritual, un sentimiento de pertenencia, la apertura hacia las otras culturas, sentimientos de amor, el compromiso en la acción, valores individuales y personales, la solución de las dificultades, etcétera.

Es una larga lista. Leer responde a una necesidad, ya sea —extendiendo más aún la lista anterior— de reparación, de calificación, de afirmación de sí, de confirmación, de glorificación de proyección hacia el futuro, de proyección hacia el pasado, de sublimación, de exploración, de identificación, de creación o, simplemente y ante todo, de juego, es decir, el ingreso en el territorio de lo vivo.22

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La lectura puede ser también un evento público. Hombres, mujeres y niños se reúnen para escuchar a un cuentista, un narrador, o para hacer juntos una lectura, cada cual con su libro, intercambiando impresiones y comentarios. Encuentro en torno al libro para escuchar mitos y leyendas, palabras fundadoras de una identidad colectiva o individual.

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La biblioterapia tal como la presentamos en este libro se interesa en estas dos modalidades de la lectura: solitaria y colectiva. Pero insistiremos más bien en el fenómeno de la actividad de la lectura en sí misma.

¿Qué sucede cuando leemos? ¿Qué sucede cuando interpretamos un texto? Haremos ver que toda lectura implica un fenómeno de interpretación, que el acto de interpretación es inherente a la lectura y que la interpretación es en sí misma una terapia…

Es por ello que llamamos precisamente a nuestra práctica biblioterapia hermenéutica, y es tal vez en esto en lo que difiere de la biblioterapia tal como se practica en los países anglosajones.

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Volvamos a los Terapeutas de Alejandría. Filón distingue pues la therapeia, “terapia”, cuidar del ser, de la iatriké, “medicina”, cuidar del cuerpo.

Filón insiste: “Si se llaman Terapeutas es también porque han tenido una educación conforme a la naturaleza y a las santas leyes y porque cuidan del Ser [therapeuèn to œn], que es mejor que el Bien, más puro que el Uno, anterior a la mónada”.23 Ante todo, los Terapeutas cuidan del Ser. ¿Qué significa esta expresión?

Se sabe que la œ œn de la Septuaginta traduce el nombre-tetragrama yhvh de la Biblia hebrea. Se puede dar una interpretación psicológica a esa observación:

Cuando se sabe que la œ œn de la Septuaginta traduce el yhvh de la Biblia hebrea, se comprende que es de Dios de quien debemos cuidar. Lo cual equivale a decir que debemos “tener cura” particularmente de lo que no está enfermo y de lo que no es mortal en nosotros. De esta manera la mirada del Terapeuta no se vuelve primero hacia la enfermedad o el enfermo, sino hacia lo que está fuera del alcance de la enfermedad y de la muerte en él. Filón recalca en efecto:“cuidar del Ser” y no de “mi” ser o de “su” ser […] El Ser no es “alguna” cosa, sino un Espacio, un Abierto, y de lo que se trata es de mantenerlo libre.24 “Dios es la libertad del hombre”; cuidar de esta libertad, no enajenarla a favor de nada ni de nadie, conservarla viva y humilde… Cuidar de lo que, en el hombre, está fuera del alcance del hombre… La curación se nos da por añadidura.25

Esta hermosa interpretación puede proseguirse mediante un análisis de las palabras a partir de su estructura hebrea.

Si œ œn traduce el Tetragrama inefable, hay que preguntarse cuál es el sentido exacto de ese nombre enigmático que constituye el mismo corazón del ser. Sin duda, el Tetragrama es el ser, pero es ante todo un nombre constituido por cuatro consonantes sin vocales, 26 pura imagen que no permite ver nada, pura palabra que no permite escuchar nada.Y sin embargo los maestros de la Cábala puntualizan que esas cuatro letras consonantes nos dicen algo esencial. Al combinarse, se escriben hvh, hyh, yhh, es decir, precisamente el presente (hovéh), el pasado (hayah) y el futuro (yehéh).

El Tetragrama no es el nombre de Dios, sino la abertura hacia las tres dimensiones del tiempo. El ser es el tiempo. Cuidar del ser es cuidar del tiempo, de su inscripción justa y armoniosa en la temporalidad de la existencia, en tensión entre la memoria y la esperanza, entre lo que somos y lo que podremos ser. Cuidar del ser es cuidar del tiempo, hacer lo necesario para que no se produzca ninguna disfunción de la temporalidad.

Por consiguiente, la therapeia (terapia) es siempre una cronoterapia, y las enfermedades son cronopatologías. El tiempo muerto, la ausencia de pasado, la pérdida de capacidad de proyectarse hacia el futuro, de anticipar, son enfermedades del tiempo, pero también son el tiempo de la enfermedad

La biblioterapia hermenéutica se fundamenta en la idea de que no hay un acceso al tiempo humano más que a través del relato, 27 que el libro es un tempo-objeto, un “objeto portador de tiempo”, y de que la lectura interpretativa es una “pequeña fábrica del tiempo” y de identidad narrativa.

Nuestra investigación va entonces a intentar profundizar en esta articulación del tiempo y del libro, de la palabra de interpretación y del tiempo. La biblioterapia es una hermenéutica de la temporalidad y a la vez una temporalidad desplegada por la hermenéutica. Por lo tanto, será importante dilucidar el sentido de la hermenéutica, sus diferentes escuelas y métodos.

La biblioterapia se sitúa en la corriente de la hermenéutica existencial, la cual es un alegato en favor de la subjetividad y del derecho a la palabra parlante de un “Yo”, y no a la palabra hablada del sujeto indefinido de la institución.

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Vayamos más a fondo aún en el sentido del Tetragrama para ilustrar el comentario anterior.

Hicimos hincapié en su carácter impronunciable. Sin embargo, fecunda otra palabra, el nombre de adonai, otro tetragrama, que se escribe: aleph-dalet-nun-yod. Si bien ese nombre significa “mi Señor”, también enuncia: “he aquí una puerta que se abre en el Yo” (dalet-Aní).28

Según una fórmula de Lévinas, el Nombre tiene un nombre, la Palabra engendra la palabra —hermenéutica— que es el despliegue mismo del tiempo y el acceso al Yo.

Pero si tenemos la posibilidad de decir y de hacer decir a las palabras más de lo que significan es porque las palabras son ante todo letras, y las letras pueden entrar en un movimiento combinatorio de una fecundidad increíble. Es también porque las consonantes están liberadas de las palabras por la ausencia de vocales, que cumplirían —si estuvieran presentes— la función de liga y de cemento.

El papel del terapeuta es cuidar del ser, es decir, en esencia, de la libertad y de la apertura a que da lugar un lenguaje en movimiento. El terapeuta debe pues “desanudar” no sólo los “nudos del alma”, que son un obstáculo para la vida y para la inteligencia creadora, sino además los “nudos del lenguaje”, de las palabras encerradas en la cárcel de un sentido único.

La lectura biblioterapéutica es una operación de diseminación que restituye la vida, el movimiento y el tiempo, en el corazón mismo de las palabras; es así como los constituye en cuanto obras de arte y los aleja de los riesgos del ídolo. Aquí las palabras ya no concluyen en el sentido, sino en los sentidos. La lectura rompe la instancia del sentido y todos los elementos del texto, las palabras, las sílabas, las consonantes, las vocales se responden y se hablan unos a otros.

La lectura es revolución, la vida restituida al lenguaje en esa lectura “detonante” es revolución, puesto que “la revolución está ahí donde se instaura un intercambio que rompe la finalidad de los modelos”.29 De esta manera la lectura encarna una actitud de rebeldía ante la tradición. La lectura obstaculiza la transmisión de los estereotipos de los discursos ideológicos.

Una de las claves de la biblioterapia es la lectura de las letras por oposición a la lectura de las palabras. No hay un aprendizaje mediante una lectura global. La lectura de las letras es una “educación”, en el sentido original de esa palabra, que significa “llevar por fuera del camino trazado de antemano”.30 Leer las letras y no las palabras. La lectura de las letras, una por una, es ensoñación de “otra cosa que ser”, a la que resultará ya mucho más difícil entregarse a un simple “ser otro”. La lectura de las letras significa exigencia de la simultaneidad del decir y del desdecir, que hace posible que el mundo no esté encerrado en las condiciones de su enunciación.

Sobra decir que el lenguaje es comunicación, y que por ese hecho la tematización es inevitable para que se revele la significación misma. Así pues, el decir debe inevitablemente encallar en un dicho; el decir está incesantemente disimulado en un dicho. Pero incesantemente el decir debe procurar des-decirse, salir de esa disimulación sin por ello entrar en el modo de la claridad total.31 El des-decir es la negación de instalarse en el regazo del ser determinado, negación de la cerrazón del camino…

La biblioterapia hermenéutica es una actividad de lectura y de comentario, en la que el comentario es un “decir que debe inmediatamente ir acompañado por un desdecir y el desdecir debe aún ser, a su vez, desdicho a su manera, y en ese punto no hay detención, no hay formulación definitiva”.32

Aquí se hace explícito el sentido de la estructura talmúdica en forma de comentario de comentario. Siempre es necesaria otra palabra para borrar lo que acaba de decirse e impedirle convertirse en dicho.

Se comprende también el papel de un prefacio, que consiste en deshacer el libro en todo momento mediante el preámbulo33* o la exégesis, en desdecir lo dicho, “en intentar redecir sin ceremonia lo que ya ha sido mal comprendido en el inevitable ceremonial en el que se complace lo dicho”.34

Aquí resuena toda la fuerza del gesto subversivo del preámbulo, que se escribe siempre necesariamente después del libro, puesto que no es “una reformulación en términos aproximados del enunciado riguroso, que justifica un libro. Puede expresar el primer —y urgente— comentario, el primer ‘es decir’, que es también el primer desdecirse de las proposiciones en las que, actual y conjuntada, la inconjuntable proximidad del uno ‘para’ el otro significante, en cuanto que acto de decir, se absorbe y se expone en lo dicho”.35

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Antes de concluir esta introducción, debemos aún hacer hincapié en varios puntos importantes.

El hecho de que hayamos citado e insistido tanto en Filón de Alejandría no se debe tan sólo al interés de sus reflexiones sino también al lugar particular que este filósofo ocupa en la historia y la geografía de la filosofía. Filón es un hombre del “entre dos aguas”, un mediador y un transponedor. En Alejandría, entre el hebreo y el griego, efectúa el encuentro de dos mundos, de dos culturas y de dos civilizaciones. Comenta la Biblia hebrea en griego, confiriendo a la palabra bíblica un nuevo espacio, nuevas sonoridades y nuevas inspiraciones.36

El núcleo de nuestra reflexión sobre la biblioterapia reposa en el encuentro lingüístico de dos palabras, una palabra griega y una palabra hebrea, que significan ambas la “curación”, el “remedio” y la “terapia”, θεραπεíα y , therapeia y terufá, dos palabras casi homófonas, que nos enseñan tal vez esta idea fundamental de que curar es traducir, abrirse a otra dimensión, salir de todo encierro dogmático, teológico, filosófico , artístico, etcétera.37

Filón no es un solitario en su empresa, es el contemporáneo de todos aquellos sabios que, en la tierra de Israel del siglo I, construyeron ese universo extraordinario de comentario, lecturas infinitas de los textos bíblicos, las cuales habrían de constituir el Midrash y el Talmud: compendio de análisis, discusiones de la Ley, de los ritos y de los mitos, fundamento mismo de la cultura hebraica y del judaísmo hasta nuestros días.

Si insistimos sobre este punto, es porque lo que está en juego es importante. Por muchos aspectos, nuestros desarrollos filosóficos son cercanos a la hermenéutica existencial de Gadamer, a su vez heredera en gran parte del aliento de la filosofía de Heidegger. Sin embargo, nuestro horizonte filosófico no se queda en esta referencia heideggeriana, sino que se inscribe también en la cultura hebraica. Heidegger insistió con fuerza en que la metafísica es la historia del olvido del ser. Pero, atención: ¡un olvido puede ocultar otro!

En un libro muy hermoso e importante, 38 Marlène Zaradwer estudia a profundidad ese “otro olvido”, al que introduce con una cita clave de Paul Ricœur:

Lo que me pareció con frecuencia sorprendente en Heidegger es que, al parecer, haya eludido sistemáticamente la confrontación con el bloque del pensamiento hebreo. En momentos llegó a pensar a partir del Evangelio y de la teología cristiana, pero siempre evitando el macizo hebraico, que es lo ajeno absoluto en relación al discurso griego […] tal desconocimiento me parece ser paralelo a la incapacidad de Heidegger de dar el “paso hacia atrás” en una forma que podría permitir pensar adecuadamente todas las dimensiones de la tradición occidental. La tarea de repensar la tradición cristiana a través de un “paso hacia atrás”, ¿no exige que se reconozca la dimensión radicalmente hebraica del cristianismo, el cual está ante todo arraigado en el judaísmo, y sólo en segundo término en la tradición griega? ¿Por qué reflexionar solamente sobre Hölderlin, y no sobre los Salmos, sobre Jeremías? He ahí la cuestión.39

Sin ser una obra de filosofía pura, Biblioterapia expone una filosofía que, en buena medida, encuentra sus raíces en el “macizo hebraico” que evocaba Ricœur. Macizo verdaderamente gigantesco, rebosante, en el que se entrelazan de forma inextricable una lengua (el hebreo), un texto (la Biblia), una tradición de pensamiento, de escritura y de comentarios (las literaturas talmúdica, midrásica y cabalista), una segunda lengua (el arameo), una práctica religiosa y cultural que se deriva lógicamente de los elementos anteriores (el judaísmo), y finalmente un pueblo, con sus historias, sus múltiples viajes por el mundo, que enriquecieron, modificaron y renovaron una y otra vez, en su conjunto, esa civilización en marcha…

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Una de las dimensiones esenciales de ese “macizo hebraico” es la de la interpretación, tal como lo expresa una fórmula de Armand Abécassis que hemos citado muchas veces en nuestros libros anteriores: “El pueblo judío no es el pueblo del Libro, sino el pueblo de la interpretación del Libro”.

El “macizo hebraico” es una tradición que se apoya conjuntamente en la lengua hebrea y en el texto bíblico, y que se perpetúa a través de la interpretación judía de ese texto: interpretación que tiene su propia lógica y su ritmo y que recientemente ha podido verse expuesta a otras influencias, sin decidirse, no obstante, a someterse a ellas.

Pero ¿por qué interpretar?

Forzando la fórmula, podemos decir que el ser humano no tiene sentido, se da un sentido. El mundo tampoco tiene sentido, es el ser humano quien se lo da. Como dice Merleau-Ponty, “es el hombre el que reviste al mundo de significados". Así pues, la interpretación no es un juego superfluo y la pasión por interpretar es una pasión por vivir. ¡El ser humano está “condenado” a interpretar!

La interpretación encierra en sí la posibilidad misma de la existencia, de la trascendencia y de la libertad. La vida es fundamentalmente —ontológicamente— hermenéutica. El papel de la interpretación, y más exactamente el del proceso de interpretación, es producir un conjunto de palabras y de significados irreductibles a lo existente preestablecido, de significados nuevos que no se dejan absorber como algo tomado del mundo, sino que pretenden por sí mismos ofrecer nuevas perspectivas sobre este mundo.

Según el universo talmúdico que tenemos por referencia, la interpretación es ante todo un trabajo sobre la lengua y sobre la palabra, que busca una transformación de nuestra manera de ser en el mundo y del mismo mundo. La estructura del mundo se constituye a partir de la estructura del lenguaje. Es primero el lenguaje el que guía al pensamiento.

La cultura hebrea, bíblica, talmúdica y cabalista, toma como referencia al lenguaje dejándose transportar por él. Los textos bíblicos, así como la tradición que se refiere a ellos, se basan en relaciones propuestas por el lenguaje, para descubrirlas en el mundo.

Lo que da aquí como supuesto es toda una concepción del lenguaje y una relación con la realidad. Como bien lo hizo notar Marlène Zarader “… si la Biblia puede hacer derivar la estructura del mundo de la estructura de la lengua, es porque la lengua es previamente pensada como el refugio de toda presencia.Y, en efecto, es la razón por la cual jugar con las palabras es dejar que las palabras nos digan en qué consisten las cosas; relacionar palabras con la misma raíz es dejar que se manifieste una proximidad en la esencia”.40

No se trata de una relación mística o mistificadora con el lenguaje, sino de la confianza que en él han quedado depositadas las orientaciones de significados que no liberan a ningún pensamiento, pero que abren y llevan a reflexión.41

En una muy bella página de Quelque part dans l’inachevé, que hemos citado también muchas veces en nuestros libros anteriores, Vladimir Jankélévitch resume en unas cuantas líneas la esencia misma de nuestra reflexión:

Las palabras que sirven de asiento al pensamiento deben ser empleadas en todas las posiciones posibles, en las locuciones más variadas; hay que hacerlas girar y voltearlas, por todas sus facetas, con la esperanza de que surgirá alguna luz; palparlas y auscultar sus sonoridades para percibir el secreto de su sentido. ¿Tienen las asonancias y las resonancias de las palabras una virtud inspiradora? Ese rigor que debe alcanzarse a veces a costa de un discurso ilegible: en efecto, poco falta para que uno se contradiga; basta con continuar en la misma línea, deslizarse por la misma pendiente, para alejarse cada vez más del punto de partida, y el punto de partida acaba por desmentir al punto de llegada. Me siento provisionalmente menos preocupado cuando, tras haber dado vueltas en redondo por mucho tiempo, haber escarbado y triturado a las palabras, explorado sus resonancias semánticas, analizado sus poderes alusivos, su capacidad de evocación, confirmo que definitivamente no puedo ir más allá. Sin duda la pretensión de alcanzar algún día la verdad es una utopía dogmática, lo que importa es ir hasta el final de lo que se puede hacer, llegar a una coherencia sin merma, hacer que afloren en las preguntas más recónditas y las más informulables…42

Es en ese ámbito de pensamiento que hemos intentado entender mejor el sentido del libro, de la lectura y de sus interacciones con la terapia.

A partir de esto, el lector tal vez se sorprenda menos al vernos jugar —por cierto con gran placer— con las palabras, con los números y las letras, las vocales y las consonantes, las homografías, la forma gráfica de las letras, etc. Un conjunto de juegos en el que lo talmúdico se acerca muchas veces —debido a su gran fecundidad— a lo tam-lúdico.

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Sin embargo, si bien la “galaxia talmúdica” nos permite abrir las puertas de la biblioterapia, sería empobrecedor y reduccionista identificar la una con la otra. El Talmud funciona para nosotros como un paradigma, un modelo de comprensión ejemplar, a partir del cual se desarrolla y se construye una reflexión.

En este libro, la biblioterapia es un árbol cuyas raíces y tronco son hebraicos, talmúdicos, y cuyas ramas y follaje de múltiples colores llevan por nombres Ricœur, Proust, Kafka, Joyce, Derrida, Freud, Binswanfger, Gadamer, Heidegger, Filón, Aristóteles, Dolto, Artaud, Carroll, Poe, Deleuze, Le Clézio, Lévinas, Heráclito, Rabbi Nahman, Jonas, Maldiney, Fédida, Kimura Bin, Jean Sutter, Berta, Rabelais, los autores de Las mil y una noches y los hermanos Grimm, etcétera.

Semejante construcción se debe a la formación (o deformación) del autor. Hubiera sido perfectamente posible partir de cualquier otro nombre de esta lista (no exhaustiva) para hacer crecer otros árboles con otros frutos…

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La biblioterapia, ¿una novedad?

¡Para nada! Por muy lejos que remontemos el curso de la historia, encontraremos esa intuición de la virtud terapéutica del libro y del relato.

Puede ser que un día sepamos que no había literatura, sino tan sólo medicina.

LIBRO PRIMERO

PRIMERA PARTE

Leer, curarse