EFRAÍN BARTOLOMÉ

El gen lector en la evolución del animal textual

Psicoterapeuta de profesión, Efraín Bartolomé nació en Ocosingo, Chiapas, en 1950 y, como él mismo afirma, ha puesto su vida al servicio de la poesía. “Mi biografía —ha escrito— avanza entre renglones que sólo la luz mastica. […] Devastamos la selva donde vivía la Diosa para construir su templo: la dejamos sin casa. Por eso voy de su morada antigua hasta el bosque de hierro, donde, bajo el relámpago, se cuece a fuego lento la ciudad”.

Poeta afincado en el rigor la palabra, el conocimiento del mito poético y la historia de la poesía, Efraín Bartolomé reivindica la emoción como fuente de conocimiento, y asume su oficio de una manera intensa, pues, advierte, que “por encima de todo, la poesía debe pugnar por el orgullo de la especie”; más aún: que “la quintaesencia de la existencia es la poesía, pues detrás de ella está absolutamente todo”.

Lector de poesía y formador de lectores de poesía y de poetas, su obra incluye los siguientes libros de poesía: Ojo de jaguar (1982), Ciudad bajo el relámpago (1983), Música solar (1984), Cuadernos contra el ángel (1987), Música lunar (1991), Cantos para la joven concubina y otros poemas dispersos (1991), Corazón del monte (1995), Avellanas (1997) y Partes un verso a la mitad y sangra (1997), todos ellos reunidos, en 1999, en el volumen Oficio: Arder. Más tarde ha publicado Fogata con tres piedras (2006), El son y el viento (2011) y Cantando el triunfo de las cosas terrestres (2011).

En los talleres de poesía que a lo largo de los años ha impartido en diversas ciudades del país, Efraín Bartolomé ha buscado no únicamente compartir la emoción de la lectura, sino también hacer conscientes a los lectores que desean cultivar la poesía de que la escritura del poema requiere de importantes dominios emotivos y del conocimiento de la tradición poética, porque, asegura, la función de la poesía es mostrar a los humanos su dimensión divina y hacer que el hombre redescubra su alma.

Respecto de los lectores de poesía, advierte que nunca son multitudes.

Hay muchos expertos en letras —explica— que no saben leer. No hay que olvidar que la Poesía es la más alta de las locuciones y que para su plena lectura hace falta inteligencia pero no basta. También se necesita información y entrenamiento y conocimiento del Mito, de los que Robert Graves llama la gramática histórica del Mito poético. A esta dificultad se debe el público cada vez más reducido para la Poesía.

La imagen que Bartolomé se ha formado del buen lector es la de aquel que lee “con los ojos, con los oídos, con la laringe, con el corazón, con la imaginación, con el pensamiento, con la tradición, con la conciencia y con el inconsciente personal y colectivo”, todo lo cual “constituye un vicio refinado y caro”.

Desde su experiencia y en su opinión, lo que se lee debe pasar, siempre, por el examen del gusto poético más riguroso, incluso si se trata de libros destinados a niños y jóvenes, porque “a veces se le da al niño, bajo el abusivo rubro de poesía, una serie de rimitas sosas de torpe factura”.

En la siguiente entrevista, Efraín Bartolomé nos habla de su descubrimiento de los libros, la lectura y la escritura y de su desarrollo como lector y poeta.

¿Cómo, en dónde y de qué forma descubriste la lectura?

Mnemósine fue mi guía. Antes de aprender a leer, mi memoria comenzó a guardar rimas elementales, trabalenguas, juegos de palabras y poemitas inocentes que mis padres me enseñaban o que aprendía en el kínder. La condición sonora de aquellos artefactos verbales hacía que mi memoria los guardara con gran facilidad. Cuando entré a la primaria mi repertorio aumentó. Mis padres mostraban su felicidad ante mi facilidad y eso me complacía. Tan pronto como pude leer comencé a buscar por mi cuenta. En la casa había una buena biblioteca de leyes y poesía que había sido de mi abuelo, pero el material para niños sólo lo encontré en libros escolares como Poco a poco, Mis primeras letras, Rosas de la infancia, que habían sido de mis padres, de mis tías, de mis primas. El placer que buscaba o al que accedía a los siete y ocho años era básicamente sonoro, pero muy pronto tuve una experiencia emocionante: leí la historia de un niño de ciudad que llega a un pueblo y se integra al grupo escolar. Al principio hace amistad con un niño pero pronto cambia esa amistad por la de un niño rico. El primer amigo se siente relegado y sufre por ello. Pero la vida sigue y un día en que todos nadan en el río el niño forastero está a punto de ahogarse. El niño rico se acobarda mientras el pobre se lanza al agua en un clavado impecable y rescata al otro del peligro. La amistad se restablece dramáticamente. La sencilla historia me pareció tan bien contada que terminé absolutamente conmovido, con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. Le conté la historia a mi madre y se la leí. Estuvo de acuerdo en mi apreciación y luego le contó mi reacción a mi padre que, a su vez, lo celebró. La historia parecía hablar de mi pueblo y de mí. Parecía que el río del que se hablaba era cualquiera de los nuestros. Creo que esa experiencia a los siete años fue definitiva: supe que los libros guardaban cosas emocionantes. Encontré en esa lectura cosas de mí que yo no conocía y eso producía raros deleites.

En segundo de primaria me alcanzaron los libros de texto gratuitos, pero mi padre recibía el Boletín Bibliográfico Mexicano y cada cierto tiempo pedía, por correo, libros para él y ciertos libros que le parecían dignos acompañantes de mi desarrollo escolar: Primeras luces, Nosotros, Cultura y espíritu. En ellos encontré cosas hermosísimas: la ”Ronda de los enanos” de Leopoldo Lugones, por ejemplo; o “El renacuajo paseador” de Rafael Pombo, poemas que, no obstante su extensión, puedo repetir casi completos a mis actuales cincuenta y dos años. En ellos encontré también leyendas americanas, mexicanas e incluso mayas, como la leyenda de los príncipes Lor y Dzib: ambos podían heredar el trono pero Dzib era bueno y generoso y parecía ser el favorito. El malvado Lor planea el asesinato de su hermano y atenta contra él en el monte. Pero los aluxes, los duendes de la mitología maya, protegen a Dzib y castigan a Lor, que termina convertido en un pájaro verde con un gran pico ganchudo, de vuelo corto y de caminar torpe. Cuando trata de hablar su lengua enredada sólo le permite repetir interminablemente una enseñanza moral: Lorito real, lorito real, Dzib será el rey porque yo me porté mal. El libro decía que el cuento estaba en un libro llamado Leyendas de Yucatán de la señorita Elsie Medina, un libro que nunca he podido encontrar. Muchas cosas me quedaron claras tras esa lectura: descubrí el origen mítico del loro, me expliqué por qué hablaba como lo hacía y supe de los peligros de la envidia y la ambición. Al descubrir que los libros guardaban tesoros para el oído y para la imaginación y que estos producían a veces profundas sacudidas emocionales, ya no pude parar y seguí buscando y encontrando. Un día me descubrí leyendo una Historia Sagrada y después una vida novelada de Cristo: El mártir del Gólgota de Enrique Pérez Escrich. Me alucinaban las aventuras de Dimas y Gestas en las montañas de Samaria, perseguidos y acosados por Cingo, un cruel esclavo etíope de Herodes que, según Pérez Escrich, capitaneó la Matanza de los Inocentes. Leía esas historias –las ilustraciones me los hacían atractivos– como quien lee una novela de aventuras. Las gozaba y las retenía y, de no haber sido por una severa dificultad para hablar con la gente, me hubiera gustado “corregir” tanto a las catequistas que oía en la doctrina como a don Félix Monterrosa, un pastor protestante que tenía su rancho vecino al nuestro y al que oía platicar con mi padre algunas veces. A la menor provocación don Félix sacaba a relucir su erudición evangelista, pero yo notaba sus lagunas y las criticaba en mi cabeza.

¿Había libros en tu casa o antecedentes lectores?

Sí. Como te decía, había en casa una biblioteca bien abastecida con leyes y poesía, que había sido formada por mi abuelo José Emigdio Rodríguez, un poeta reconocido regionalmente que formó parte del grupo generacional conocido en Chiapas como Fiesta de pájaros. Así se llamó la antología en que los reunió el entusiasmo del poeta Héctor Eduardo Paniagua. En esa biblioteca encontré poesía que iba de Núñez de Arce hasta Rubén Darío, pasando, como era de esperarse, por Vargas Vila y José Santos Chocano, entre muchos otros.

Pero la tradición lectora en la familia puede arrancar desde antes: mi tatarabuelo don Juan Ballinas dejó un libro de memorias que ahora es un clásico en Chiapas: El desierto de los lacandones, libro en que narra sus expediciones para explorar el curso del río Jataté en los años setenta del siglo XIX. Frans Blom y Gertrude Duby promovieron su publicación en 1951 y tuvo un prólogo de mi abuelo José Emigdio. Don Juan abre su libro con un epígrafe de Pascal y eso ya da cierta idea de sus intereses como lector. Mi bisabuela, la hija de don Juan, era también, según contaba mi madre, una gran lectora, que se mantenía enterada tanto de los acontecimientos nacionales como de los europeos, en especial de la Guerra Civil española. Gertrude Duby me contó un día que “con muy pocas personas de aquellos rumbos se podía platicar sobre las cosas del mundo tan a gusto como con doña Angélica Ballinas”. Y para entender lo que significa la expresión “aquellos rumbos” quiero recordarte que hablamos de los valles de Ocosingo, que sólo eran accesibles en esos tiempos a caballo o en avioneta. Cuando yo nací, en diciembre de 1950, el pueblo tenía unos dos mil quinientos habitantes. Cuando dejé el pueblo para ir a estudiar, en 1962, tenía tres mil. Blom llegó en los veinte y conoció a Gertrude en “aquellos rumbos” a principios de los cuarenta.

A mis padres los veía leyendo con mucha frecuencia. Mi madre, aparte de enseñarme poemas, me leyó pasajes de Los bandidos de Río Frío. Por supuesto leyó la María de Jorge Isaacs y de ahí viene mi nombre. Recibíamos El Nacional y ahí leí “Aventuras de Aguilucho”, unas páginas ilustradas para niños. Mi padre leía novelas y poesía. Él me enseñó el poema “Vientos”, de su paisano don Héctor Eduardo Paniagua, a quien ya mencioné. Siempre me acompaña la imagen de mi padre frente a su máquina de escribir: una Olympia que todavía conservamos en la casa paterna.

¿Contribuyeron la escuela o algún profesor a facilitar tu hábito lector?

En los años en que fui a la escuela en Ocosingo mis profesores no leían o nunca me enteré. El profesor sabio, don Victorino Trinidad, estaba jubilado ya, pero era amigo de la familia y todos sabíamos que en su rancho, muy cerca del pueblo, tenía El Tesoro de la Juventud. Esto me generaba una especie de admiración que no alcanzaba a explicarme. Cuando terminé la carrera y empecé a ganar dinero la primera enciclopedia que compré fue El Nuevo Tesoro de la Juventud.

A los once años dejé mi pueblo para terminar la primaria en San Cristóbal de Las Casas. Se acentuó mi vida interior y el primer libro que leí allá fue una hermosa edición de los Cuentos de Perrault, luego seguí con Los tres mosqueteros y después con novelas: recuerdo dos títulos de los Populibros La Prensa: Tropa vieja, de Francisco L. Urquizo y El inglés de los güesos, de Benito Lynch. Por entonces leí La muerte tiene permiso, de Edmundo Valadés. Mis maestros Jorge Paniagua Herrera y Hermelindo Santiago y Vital, me regalaron libros de cuentos por tener el mejor promedio final en su clase de literatura.

Al terminar la secundaria vine a la gran ciudad para estudiar la prepa. En la casa de mi tía Maga encontré muchos de los libros de poesía que antes había visto en la biblioteca de la casa de Ocosingo, pero también muchas cosas nuevas: Lugones, López Velarde, Jaime Sabines, y una colección de libros muy significativa para mí, llamada Cafés Literarios de Chiapas. Ya para entonces el vicio de la lectura me tenía en sus generosas garras.

¿Qué tipo de lecturas populares influyeron en tu afición por la lectura?

De niño, las historias ilustradas o cómics: los cuentos, como les llamábamos. A mi pueblo no llegaban o llegaban sólo historias de amor: a los ocho años debo haber leído el primero: una historieta impresa en sepia que se llamaba Almas solas. Eran historias románticas que me resultaban definitivamente aburridas. En mi primer viaje a San Cristóbal descubrí Chanoc. Aventuras de Mar y Selva y me volví su fan. El primer número que compré se llamaba El jaguar tuerto y alguna vez he contado que quizá el título de mi primer libro Ojo de jaguar sea una resonancia de aquella lectura infantil. El ojo aquel, que le faltaba al jaguar tuerto, se volvió mítico para mí.

Al descubrir estas lecturas ya no me detuve y me hundí hasta el fondo. Leí todas las que pude: las mexicanas ligeras como Tawa, El charrito de oro, Santo el Enmascarado de Plata, Supercharro, El Valiente, Los supersabios (y Yanko), La familia Burrón, Rolando el Rabioso; y las gringas Superman, Batman y Robin, La pequeña Lulú, Lorenzo y Pepita, El conejo de la suerte, El Llanero Solitario, Hoppalong Cassidy, Gene Autrey, Red Ryder (y Castorcito), Pecos Bill, La ley del revólver, Billy the Kid. Las de Walt Disney, por supuesto. Entré a la subcultura total: me sabía los nombres de todos los personajes principales y de los secundarios, incluso de sus caballos cuando los tenían. Llegué a cambiar cuentos en las peluquerías de San Cristóbal y acumulé materiales por un buen tiempo. Lo último de lo que me deshice hace como veinte años fue de una colección de El Payo. También leí historietas más serias: Vidas ejemplares y Leyendas de América, por ejemplo. Y años después Fantomas. Pero nunca dejé de leer libros cada vez que los tenía a mano.

¿Crees que el cómic o la historieta faciliten el camino de un lector hacia libros y lecturas más exigentes?

Creo que los cómics son la versión light de lo que se puede encontrar en los libros. Yo comencé con los libros y ya sabía lo que había en ellos cuando exploré los cómics; por ello era más fácil volver a los libros en cuanto podía. No estoy seguro de que la historieta sea el camino: es tan atractiva y fácil su lectura que un alto porcentaje de lectores que empiezan por ahí, se quedan ahí.

¿Hubo amigos o compañeros que hayan reforzado tus intereses de lectura?

No, ni en la primaria ni en la secundaria. Los intereses de mis amigos giraban alrededor del futbol y las posibilidades de los pies de Borja, de Héctor Hernández, de Salvador Reyes o de Pelé. Sus intereses no iban más allá del Esto. Algunos leían revistas como Arena de Box y Lucha o Deporte Ilustrado. En la preparatoria eso mejoró un poco. Los cursos de literatura nos hicieron leer y compartir la experiencia de la lectura. Ahí se decantaron los intereses y las inclinaciones. La mayoría nada más cumplía. Algunos otros, los menos, hablábamos de libros y los discutíamos fuera de clase. Yo asistía a conferencias de escritores y leía y escribía poemas. Con algunos compañeros (Tiberio Moreno, por ejemplo) compartí el entusiasmo por Herman Hesse, por el boom latinoamericano y por mi muy admirado José Agustín, de quien fui y sigo siendo asiduo lector. Nos deteníamos a veces en el Café Literario de la calle de Lieja y nos informábamos de las novedades. Cuando ingresé a la facultad, compartí la animación del viaje con Los Monopantos, el círculo literario que formamos entonces un grupo de chiapanecos. Con ellos el nivel de la lectura y de la crítica tomó un vuelo definitivo, especialmente bajo la guía de Rosalino Hernández Montiel, un joven erudito muy dotado para la narrativa, al que siempre le agradeceré su decidida confianza. Estaba convencido de que el poeta del grupo era yo, justo en los tiempos en que yo tenía más dudas. Me dio aliento y por eso le guardo mi más alta gratitud. Le perdí la pista hace muchos años.

¿Qué encontraste en los libros de texto de la escuela primaria?

Tengo un grato recuerdo que se relaciona con poemas de Rubén Darío (“Qué alegre y fresca la mañanita ”), José Martí (“Cultivo una rosa blanca ”), José Juan Tablada (“La luna”, “El saúz” y “Sandía”), Juan de Dios Peza (“El nido”) o Amado Nervo (“Como renuevos cuyos aliños/ un viento helado marchita en flor ”). Recuerdo muchas de las ilustraciones. Nunca me imaginé que un día aparecería mi nombre en uno de esos libros. Por eso me emociona tanto que los hijos de mis amigos me digan que encontraron un poema mío en ellos.

¿En qué momento descubriste la poesía?

La que entraba por el oído, desde los primeros años. La que iba a la imaginación y al alma, un poco más tarde. Oí muchos poemas del Tesoro del declamador recitados por los niños chiapanecos en la primaria. Luego vendrían los que emocionan verdaderamente, aquellos que logran su efecto sin otro apoyo que la palabra en la página. Eso sucedió ya en la preparatoria, con Lugones, López Velarde, Sabines Ahí empezó también mi gusto por los clásicos. Desde entonces me acompañaron Homero y Virgilio.

Leer y escribir, ¿fueron para ti actividades simultáneas?

Casi. Siempre ambicioné la escritura y la ejercí sin temor y sin mucha autocrítica. A medida que la lectura avanza en cantidad y en calidad empieza a surgir la mala conciencia, el lector sobre tu hombro. Surge un temor que se puede volver incapacitante hasta que tu alma resuelve sabiamente el conflicto entre actor y espectador.

¿Crees tú que se necesite una disposición especial para ser lector del mismo modo que otros son futbolistas, boxeadores o toreros?

A diferencia del escritor, del que estoy convencido que sí requiere un don que luego habrá que cultivar, el lector no requiere tal don: lo que necesita es entrenamiento para que pase del estatus de leedor y se convierta en lector. Lo he probado muchas veces. Por muchos años coordiné un taller de poesía en Difusión Cultural de la UNAM y disfruté de la experiencia con los poetas que conocí y a cuya formación contribuí un poco. Como eran universitarios, muchos de ellos estudiantes de letras, daba por hecho que poseían la capacidad de leer. Un día apareció en Vuelta un poema extraordinario: “La Isla de los Centauros”, de Pablo Antonio Cuadra. Lo llevé al taller para compartir mi entusiasmo con los nuevos muchachos que siempre se aparecen al inicio de un curso. Lo leí y nada. No hubo reacción. ¿Por qué? Se me hizo claro que faltaba un elemento: el poema dialogaba con Rubén Darío, pero no con cualquier Darío sino con el difícil y fascinante de el “Coloquio de los centauros”, esa pieza mayor de Prosas profanas. Había que leer ese poema. Lo llevé a la siguiente sesión. Lo leí y de nuevo nada. Entonces se me hizo claro: no habían leído el poema. Sólo reproducían en sonido lo que los signos decían pero no iban más allá, no descifraban, no resolvían, no comprendían, no estaban leyendo. Iniciamos la lectura verso a verso, penetrando el sentido, descifrando imágenes, signos, guiños, figuras mitológicas, significados y significantes: leyendo, pues, con todos los sentidos, con la imaginación, con el pensamiento y con el diccionario. Y pude ver el milagro: el nuevo brillo en las miradas, los rostros transformándose, la emoción creciente ante el desentrañamiento de aquella maravilla. Cuando concluimos el ejercicio con el “Coloquio ” de Darío, les leí de nuevo “La Isla de los Centauros”, y el poema entró como agua desde el primer verso. La fascinación fue total. A partir de entonces comencé a trabajar en un curso que impartí para los coordinadores de taller de poesía de Bellas Artes y para muchos escritores a lo largo y ancho de la República. Después hice lo mismo para el Centro Nacional de las Artes. Mi curso se llamaba Vía Corta al Paraíso: Un curso para dejar de ser leedor y convertirse en lector. Cada vez que lo he impartido me convenzo más de que eso es lo que se necesita, pero el problema es complejo. Los universitarios responsabilizan al bachillerato y éste a la secundaria y ésta a la primaria. Pero ¿quién les va a enseñar a leer a los niños si sus maestros no poseen dicha habilidad puesto que sus profesores en la escuela normal tampoco sabían leer? Hay que empezar en algún punto o en todos o en algunos, pero hay que empezar.

¿La lectura y la escritura, producen siempre mejores personas?

Esto ya es más complicado puesto que primero habría que aclarar lo que queremos decir con “mejor persona”. No hay absolutos en este terreno: depende de la visión subjetiva de quien define. Pero partiendo de mi convicción de que no hay seres humanos superiores o inferiores, de que nadie vale más que nadie, y de que no son lo mismo ser y hacer, acto y persona, puedo responder que mejorar tu habilidad como lector es un acto y que este acto no tiene nada que ver con tu valor integral como ser humano, salvo por definición arbitraria. La lectura no te hace un ser humano mejor, sólo te hace un mejor lector: alguien que disfruta más de esa actividad típicamente humana que se llama leer. Con la lectura puedes desarrollar una actitud fascista o una actitud humanista. Actuamos fascistamente cuando nos convencemos de que por leer más o leer mejor valemos más que los que no tienen tales habilidades. Así, encontramos gente que desprecia a los ignorantes o a los que leen cosas que ellos desdeñan. Frases como “¿Ya viste lo que lee ese pobre imbécil? ¡Es un pinche naco despreciable!” son típicas de los fascistas intelectuales. El calificativo, desde luego, puede cambiarse según la orientación del que condena. De este modo los lectores pueden haber sido condenados a través de la historia por herejes, reaccionarios, revisionistas, conformistas, servidores del imperio, gusanos o ungeziefer (alimaña: el calificativo que Goebbels aplicó a los judíos en la propaganda nazi). Pero con la lectura también puedes desarrollar una actitud humanista basada en pensamientos como: “La lectura me hace más feliz, qué privilegio haber desarrollado esta capacidad. No valgo más ni menos por ello, puesto que el valor de los seres humanos no lo determina el qué se lea ni cómo se lea. Yo leo y disfruto de poder y de saber hacerlo pero de ningún modo me siento superior o inferior a nadie por eso”. Desafortunadamente la neurosis no depende del grado de alfabetización de la gente. Tampoco del grado de inteligencia. Ya sabemos que un neurótico es un ser humano inteligente que a veces se comporta como estúpido en el manejo de ciertas áreas de su vida.

Con todo, creo que las conductas malvadas son resultado del pensamiento torcido y creo optimistamente que mientras más se lea, más se contribuye a enderezar el pensamiento. Por eso creo que Homero “leyó”, con otros ojos, más que Agamenón; que Voltaire leyó más que Napoleón, que Rubén Darío leyó más que Tacho Somoza, que José Martí leyó más que el Che Guevara, que Alfonso Reyes leyó más que su papá, que Octavio Paz leyó más que El Mochaorejas: creo por eso que el lector, mientras más lee, más confronta las ideas sobre el mundo y tiende menos a matar porque se vuelve más tolerante con el pensamiento ajeno. Entonces busca formas distintas de resolver los problemas, busca formas que no pasen por las degollinas y los métodos violentos. Dicen que Guevara leía a Neruda, lo que no dudo; pero Neruda no mató a nadie ni dejó huérfanos ni viudas a su paso por la tierra. Los militantes de ETA ponen bombas donde mueren niños inocentes y estoy convencido de que lo hacen porque leen menos que Fernando Savater.

¿Desmentirías la frase de Plinio: “No hay libro que sea malo”?

Más bien la situaría. En tiempos de Plinio, cuando aún faltaba tanto para la invención de la imprenta, quizá tuviera validez su aserto. Con el desarrollo de la industria editorial y toda la parafernalia tecnológica contemporánea para reproducir la letra escrita, la frase de Plinio ya no se sostiene. Ahora podemos decir que “No hay un libro que sea malo: hay cientos de miles”.

¿Para qué sirve leer?

Para incrementar nuestro grado de felicidad. Aprendes, conoces y te conoces mejor. Vives más intensamente lo que de otro modo no podrás vivir: las culturas antiguas, las alejadas, las futuras. Ejerces tus habilidades: tu sensopercepción, tus actividades cognoscitivas, tu capacidad de pensar e imaginar, afinas o refinas tu capacidad de emocionarte. Te pones en el papel del otro. Eres Homero y Basho y Baudelaire. Tras una buena lectura ves más lejos, te sientes más pleno, más feliz: gozas más, sientes más: estás más vivo.

¿Cuál es, desde tu experiencia, la mejor manera de contagiar el gusto y la necesidad por la lectura?

Enseñar las complejidades involucradas en el proceso y el alto premio que te da el dominio de tales habilidades. El título de mi curso de lectura revela mi propósito y mi ambición: enseñar las complejidades del proceso de leer constituye el camino o la vía, llegar al final es entrar a la puerta del placer. Por eso el curso se llama Vía corta al Paraíso. Éste, desde luego, es sólo un camino. Otro podría ser el camino rudo: prohibir la lectura definitivamente. Quemar los libros y las bibliotecas. Farenheit 451 de una vez por todas. Así la lectura se convertiría en un vicio clandestino y los libros adquirirían un alto valor en el mercado negro. Guillermo Cabrera Infante ha contado gozosamente que Tres tristes tigres había alcanzado la alta cotización de dos gallinas en el mercado negro de La Habana castrista. Definitivamente prefiero el primer método o los que se acerquen a él.

¿Crees que una mala película venza siempre a un buen libro?

No. Tampoco una buena película. Los dos fenómenos, la lectura y el cine, inciden en zonas distintas del espíritu. Una buena película se agradece pero es una experiencia estética radicalmente distinta a la ofrecida por el libro. Para empezar porque el proceso de imaginación en la película ya no es del escritor, ni del espectador, ni del autor del guión: es del director del film. Yo disfruto de ambas experiencias, de ambos rituales de placer. Celebro que el mundo contemporáneo nos ofrezca los dos. De ningún modo son excluyentes.

¿Dirías que no hay cultura sin libros y, en este sentido, que no hay cultura si no se es lector?

Por supuesto que hay culturas sin libros. Las hay con estelas, columnas, tablillas de barro, pergaminos. Incluso hay culturas sin escritura: con rayas, dibujos, pinturas e incisiones en paredes rocosas. Hay culturas que sólo tienen garabatos. También hay culturas sin eso. Pero los logros y las complejidades de una cultura se incrementaron prodigiosamente con la invención del libro.

¿Te resulta más aceptable una persona inmoral, deshonesta, egoísta, etcétera, por el hecho de ser lectora?

Los seres humanos somos mucho más complejos que eso. Estoy convencido de que no hay personas inmorales, deshonestas, egoístas, etcétera. Sólo hay personas que se comportan así. Y las personas pueden cambiar su comportamiento, a veces sorprendentemente rápido ante golpes o tomas de conciencia repentinos, ante insights producidos por la reflexión o por los frentazos con la realidad. Mi convicción poética y mi trabajo profesional me hacen avanzar hacia la tolerancia del prójimo y su aceptación incondicional, aun con todos sus errores. Sólo así puedo ayudarlos a cambiar un comportamiento con el que hacen daño y con el que se hacen daño. Retomo tu pregunta y la respondo: me explico más que el no lector caiga en errores como los que señalas: su sistema de valores no es igual que el de los que han tenido el privilegio de la lectura y, a través de ella, la asimilación de los valores de su grupo. Pero, con todo, una buena conducta (y leer me parece que lo es) es mejor que ninguna. La lectura es siempre un buen aliado para iniciar el cambio. Hablé antes de la diferencia entre Acto y Persona: la idea es compleja, pero una vez entendida genera una iluminación que nos da una perspectiva distinta sobre los seres humanos.

¿Los libros cambian el curso de la historia?

Sí. Ciertos libros. El Corán generó un conflicto entre Oriente y Occidente que no termina aún de resolverse. El origen de las especies trastornó tanto la concepción de la vida hasta que llegamos a desentrañar los misterios del genoma humano. El contrato social y el Emilio cambiaron el modo de entender las relaciones entre los hombres. Das Kapital dio, primero, una flor de esperanza para la humanidad y terminó produciendo más de cien millones de muertos en el siglo XX. La historia genera los libros que la alteran.

¿Cómo responderías a las preguntas de Gabriel Zaid en Los demasiados libros?: “¿Sirve realmente la ‘poesía comprometida’? ¿Daña realmente la literatura pornográfica?”

Creo que la poesía comprometida sirve si su compromiso inicial es con la poesía antes que con la política. Entonces sirve para lo que debe servir: para enlazar espíritus humanos con una emoción estética, a través de los siglos o a través de los espacios.

Lo pornográfico también se define subjetivamente. A los extremadamente conservadores puede parecerles pornográfico lo que para mentes más liberales es tan sólo ginecología o urología. Hay pornografía extremadamente mala: mal hecha, mal dibujada, mal fotografiada, mal impresa, torpe; y pornografía extremadamente buena por las razones contrarias. Es cierto que la pornografía educa o maleduca sexualmente, pero la función de la pornografía no es educar sino excitar. Es buena si excita y mala si aburre o molesta. En resumen, creo que la única forma dañina es la pornografía infantil por la obvia razón de que es un acto en el que no participan adultos que consienten.

Otra pregunta que está en Los demasiados libros: “Los suicidas wertherianos, de no leer el Werther, ¿no se hubieran suicidado?”

En el último medio siglo de investigaciones sobre la depresión se ha avanzado notoriamente en la elucidación de las razones del suicidio. Hay un concepto explicatorio que resulta muy útil: la tríada cognoscitiva de la depresión. Lo que el concepto explica es que para entrar en depresión es necesario que primero se produzca una visión negativa o pesimista de uno mismo; luego una visión negativa o pesimista de los demás y del mundo y, finalmente, una visión igualmente pesimista o negativa del futuro. Que quede claro: primero ocurre la distorsión del pensamiento y después sobreviene la depresión. No al revés, como creen los legos. Así se genera la depresión. Mientras más severa es la intensidad de la tríada cognoscitiva, más propensión hay a cometer suicidio. Un pequeño número de los deprimidos lo logran. Para que se produzca esa triple visión negativa no es necesario el Werther ni el rechazo de una joven llamada Carlota. La triple visión negativa la pueden producir el reprobar el examen de ingreso a la universidad, las fidelidades en conflicto o el hecho de que Brasil pierda el campeonato mundial de futbol en el estadio de Maracaná. La tríada puede agudizarse con o sin Werther. Goethe está libre de toda culpa.

“La lectura de Marx, ¿produjo el 26 de julio en Cuba?”

Ciertas lecturas de ciertos autores por ciertos lectores en ciertas circunstancias históricas producen ciertos resultados. Pareciera un hallazgo de Perogrullo porque ante un hecho consumado es fácil apostar, pero la lectura del mismo material por otras personas en otro momento producirá resultados diferentes. Baudelaire afirmaba que el opio produce sueños distintos en un carnicero y en un poeta.

“La lectura de los evangelios, ¿produjo el bombardeo de Hiroshima?”

Definitivamente, no. Esto confirma mi observación anterior sobre la lectura en circunstancia. ¿Qué diríamos de todos los que leyeron los evangelios antes del descubrimiento de la fisión del núcleo del átomo? ¿Y de los que lo hicieron después? ¿Y de los que no estuvieron de acuerdo con el bombardeo aunque fueran protestantes?

¿Hay realmente demasiados libros?

Sí, demasiados para el promedio de vida contemporánea, demasiados para nuestro entusiasmo o para nuestra disposición, demasiados también para la carencia de cánones. Un buen lector promedio (juzgando sólo por cantidad) lee más o menos un libro por semana. Eso significa quinientos veinte en diez años, mil cuarenta en veinte, dos mil ochenta en cuarenta y cuatro mil ciento sesenta en ochenta años de vida intelectual productiva; ochenta años que difícilmente alcanzaremos si no nos llamamos Andrés Henestrosa o Renato Leduc. ¿Cuánto es eso en relación con todo lo que se publica? Realmente muy poco. Casi nada. Los demasiados libros son los que nos distraen de los que valen la pena. Nos distraen con los trucos de la propaganda y de la mercadotecnia. Pero ni modo, la realidad es la realidad y es así como es. Hay que aprender a pescar en ese océano.

¿Por qué lees?

Por puritito placer. Porque la lectura me da nuevos aprendizajes y los nuevos aprendizajes fortalecen mis circuitos neuronales y engruesan los axones de mis dendritas y esto se logra gracias a la secreción de neurotrofinas y estas sustancias ponen contento, dan alegría, incrementan el gozo de estar vivos. En dos palabras: ¡dan placer!

¿Por qué escribes?

Porque tras resistirme un buen tiempo llega el momento en que ya no puedo evitar intentar darle una respuesta a la Esfinge.

¿Por qué escribes poesía?

Porque así hago arte con aire: aire que se hace carne: carne que danza ante los ojos impuros que se hacen agua: agua que quema y arrastra.

¿Has sentido que tus libros hayan modificado, en algún momento, la existencia de otras personas?

He sentido la emoción profunda de oírlo algunas veces por la voz o por las palabras escritas de algunos lectores. He tomado eso como una muestra que el azar me regala: una muestra de que hay una población de lectores con la cual he logrado establecer comunión. Esa es la experiencia mágica para el poeta: el eco de los pétalos de rosa brotando del Cañón del Colorado.

¿Internet contribuye a la lectura?

Desde luego: es otra forma de lectura. Pero también facilita la lectura de libros, los promueve, los muestra, los reseña, permite comprarlos.

¿Hiciste uso, en alguna etapa de tu vida, de las bibliotecas públicas?

Sí. Fui asiduo de la biblioteca de la Facultad de Psicología durante mi formación. También disfruté de la Biblioteca Nacional, de la del Congreso, en la esquina de Tacuba y Bolívar, de la biblioteca central en Ciudad Universitaria, y de una biblioteca pública cercana al Colegio Militar, en Santa Julia, donde leí, a los dieciséis años, mi primera Divina comedia.

¿Has visto en otros países que se note la diferencia, en relación con México, del hábito lector?

No he estado el tiempo suficiente en otros países como para observar una diferencia. La gente con la que he tratado es lectora porque pertenece al gremio de los escritores o de los académicos. Lo que sí he notado es que las bibliotecas públicas en Estados Unidos o en Alemania parecen, en una primera mirada, definitivamente más invitadoras e incitadoras al estudio y a la lectura que muchas de nuestras bibliotecas de barrio, llenas de niños de secundaria haciendo la tarea y hablando en voz alta a pesar de sus propios esfuerzos y de las llamadas de atención de los bibliotecarios.

¿Qué tipo de biblioteca has formado y por qué?

Una de psicoterapia cognitivo-conductual por razones profesionales y una de poesía porque es mi alto placer. En el primer caso, me tocó vivir el surgimiento de esa actividad en la década de los setenta. Me tocó también comenzar a enseñarla en la universidad y comenzar a aplicarla en la práctica privada. Me tocó formar profesores y terapeutas con esa orientación. En el segundo caso, la biblioteca de poesía, porque fue inevitable. Sucedió sin proponérmelo. También por placer reúno libros de arte en un espacio pequeño, el cuarto piso de mi Torre de la Diosa, mi versión privada de la Torre de los Panoramas de Herrera y Reissig. También formamos, entre mi mujer y yo, una bibliotequita miscelánea de psicología general y de arqueología. Acumulamos también narrativa selecta pero mucho menos que poesía.

Un buen lector, ¿lee de todo?

Por supuesto que no. Por simple falta de tiempo ante la abundancia del conocimiento pero también por legítimos intereses distintos. Sin negar su importancia para la cultura contemporánea, yo no leo deportes, ni odontología, ni finanzas, ni química, ni ingeniería ni mil cosas más. Supongo que algo similar le pasa incluso al lector más ávido.

¿Cómo determinas tus lecturas?

Aplico, desde que era estudiante, un principio de autocontrol: una conducta de baja frecuencia puede incrementarse si recibe como consecuencia la posibilidad de realizar una conducta de alta frecuencia. Dicho de otro modo: primero la obligación y luego la devoción. Por aquellos años mi tendencia a leer literatura estaba totalmente establecida: no me costaba ningún trabajo. Pero leer psicología general y psicoterapia significaba un esfuerzo mayor. Podía leer poesía y narrativa durante doce horas diarias o más, pero por ello descuidaba la literatura especializada que suele ser árida y poco divertida, demasiado seria y formal. Así que apliqué el procedimiento de autocontrol que cité antes: sólo después de leer una determinada cantidad creciente de material psicológico, podía leer literatura artística. Aunque ahora ya no me parece árido el material psicoterapéutico, sigo aplicando el mismo principio: primero la obligación y luego la devoción. Esto por el lado de la disciplina. Por el lado del orden de las lecturas, con frecuencia permito que el generoso azar sea mi Virgilio: le permito aparecerse en medio de un programa cuidadoso y me dejo guiar por él durante largas temporadas: cuando descubro autores insospechados con los que me quedo dialogando intensamente. Luego vuelvo a mi programa hasta que sobreviene un nuevo descubrimiento.

¿Cuál es el futuro de la lectura?

Pienso que ya somos animales verbales: parece existir una tendencia innata al desarrollo del habla. Pero la abundancia de material escrito en la actualidad es tal, que creo que evolucionaremos a la condición de animales textuales. Si antes no destruimos el planeta desarrollaremos un gen lector que nos facilitará enormemente la adquisición de esta habilidad que, hoy por hoy, hace sufrir tanto a las instituciones gubernamentales relacionadas con la cultura, a los profesores, a los padres de familia y a los niños que padecen las ocurrencias de todos los anteriores.

CIUDAD DE MÉXICO, 15 DE ENERO DE 2004.