Teoría del final feliz

Una característica común en los cuentos de Jacob y Wilhelm Grimm es que suelen terminar bien, al contrario de lo que pasa con Perrault y con Andersen. Con Perrault, porque su vocación pedagógica le hace servirse de los cuentos para impartir enseñanzas, consiguiendo que la voz del moralista se imponga con frecuencia a la del narrador; con Andersen, porque habla en los cuentos de su propia vida, que no fue precisamente dichosa.

El final feliz era una exigencia común en todos los cuentos tradicionales. Cuentos, es verdad, que escuchaban con gusto los mayores pero que estaban pensados para ser contados a los niños, y los hermanos Grimm los reescriben con ese propósito esencial. Y es esa una razón más que suficiente para que tengan que terminar bien, dado que lo que quiere el adulto cuando cuenta cuentos a los niños es informarles acerca del mundo y de los peligros que pueden encontrarse en él, pero sobre todo tranquilizarlos, llevar a ese mundo siempre extremado que es el mundo de la infancia un poco de serenidad y esperanza.

El final feliz no comporta sólo una exigencia moral, sino algo que es aún más importante, una opción amorosa. Un cuento es una guarida, un nido. Y lo que los padres están ofreciendo a los niños cuando se lo cuentan no es sólo una enseñanza acerca del mundo, sino un lugar de sosiego, de cobijo, al amparo de la desgracia. Lo sorprendente es cuando pensamos en los materiales con que están hechas las paredes de esa casa. Crímenes terribles, traiciones, cuerpos fragmentados, rastros de sangre se alternan con pájaros de oro, facultades envidiables, alianzas insospechadas, vuelcos inauditos del corazón. Porque ésta es la maravilla de los cuentos, no nos engañan acerca de cómo es el mundo. Ofrecen al niño un refugio, pero sin impedirle la contemplación de la realidad contradictoria y desnuda. Por eso los psicoanalistas los aconsejan. Según ellos, en los cuentos de hadas se dramatizan los conflictos básicos del ser humano en su fase de crecimiento, y ésta es la razón de que los niños deban escucharlos. Verán allí reflejados los grandes dramas de su corazón y aprenderán a elaborar estrategias para superarlos. También descubrirán que tales conflictos no son privativos suyos, sino que son propios de todos los seres humanos. Es decir, podrán sentir celos espantosos, o deseos homicidas, sin sentirse condenados por ello a un destino de monstruosidad y daño porque, como se nos dice en los cuentos, el problema no es lo que nos pasa sino lo que somos capaces de hacer con ello. Desde esta perspectiva el final feliz tendría una función integradora, el acceso a una unidad de conciencia superior, donde esos conflictos quedan superados, o al menos dejan de dañar.

Veamos lo que pasa en El pájaro de oro, uno de los cuentos más hermosos de los hermanos Grimm. Un niño debe buscar un pájaro de oro, y un zorro, al que previamente ha salvado la vida, le dice lo que tiene que hacer. El pájaro está en el interior de un palacio, y debe aprovechar la noche y el sueño de los guardianes para entrar a buscarlo. Hallará al pájaro junto a dos jaulas, una de oro y otra de madera. Bajo ningún concepto debe tomar la de oro, si no quiere exponerse a graves complicaciones. El niño sigue literalmente las indicaciones del zorro, pero al final no puede resistir la tentación de la jaula de oro y la roba, precipitando su desgracia, pues el pájaro se pone a cantar y despierta a sirvientes y soldados del palacio. El niño tiene que pasar una segunda prueba, y esta vez es un caballo de oro lo que debe encontrar. Junto al caballo hay dos monturas, y el zorro vuelve a advertirle que tiene que desdeñar la de oro. Pero el pequeño vuelve a desoír sus consejos y se ve obligado a participar en una tercera prueba: el rescate de la princesa de oro. Una vez más, el paciente zorro acude a su llamado para aconsejarlo. Esperará a que la princesa se quede sola y entonces le dará un beso, con lo que quedará bajo su poder, que es el poder del amor. Pero debe impedir que se despida de sus padres, pues si lo hace ninguno de los dos podrá abandonar el palacio.

Es difícil no sentirse conmovido ante estas imágenes. El pájaro de oro en la jaula de oro, el caballo de oro y su montura de oro, la princesa de oro en el dormitorio de sus padres, son recursos admirables que contienen toda una teoría sobre el final feliz. Pues ¿qué otra cosa puede significar ese oro de que están hechos sino una perfección contraria a la idea de la vida, que siempre pide la mezcla, la impureza, la contradicción? Tener el pájaro de oro en una jaula pobre siempre nos hará sospechar que no es ése su lugar, y nos recordará que viene de otro mundo. Lo que no es distinto de lo que nos pasa con el caballo. Ni siquiera con la princesa y su empeño en despedirse de sus padres antes de alejarse. Los niños tienen que escapar de sus padres si quieren crecer. No hay acuerdo ni bendición posible, de forma que esa marcha, el robo perpetrado en la noche, no supone una resolución de los conflictos sino una vuelta al lugar inicial, donde todas las preguntas vivían. “No te pertenezco”, nos dice el pájaro de oro desde su jaula gastada. “Estoy en tus establos de paso”, nos dice el caballo de oro con sus arreos vulgares. “Nunca sabrás quién fui antes de conocerte”, nos susurra la princesa de oro.

Es claro el simbolismo del oro. Representa lo que ya está completo, el ser en su esplendor y su acabamiento. Los hombres de otros tiempos creían que los metales maduraban en el interior de la tierra, y poco a poco se transformaban en oro. Los alquimistas, mediante la magia, trataban de acelerar ese proceso y conseguir en apenas unos días aquello para lo que la naturaleza habría necesitado siglos enteros. Es pues un símbolo de eternidad y de cumplimiento. Pero si el proceso está terminado la vida no puede seguir. En los cuentos los tesoros se mezclan con los objetos reales. El oro es devuelto a la mezcla, a la impureza de los días. Por eso, al tiempo que abundan en ellos los objetos y animales de oro, también lo hacen los muchachos y las muchachas dormidas, y Blancanieves y Zarzarrosa son los ejemplos más ilustres. No es extraño, pues oro y sueño están íntimamente relacionados. El pájaro de oro, el caballo de oro y la princesa de oro viven en castillos donde todos están dormidos. En realidad lo que hará el muchacho protagonista del cuento de los hermanos Grimm, con la ayuda del zorro, es visitar el mundo de los sueños y traerse de él esas criaturas perfectas. Por eso el pájaro de oro no puede ir en su jaula de oro, ni el caballo de oro con su montura real, ni la muchacha puede mantener su fidelidad a sus padres dormidos, porque de lo que se trata es arrancarlos del sueño y traerlos al mundo real, y para eso es necesario traicionar ese mundo. El canto del pájaro al sentirse en su verdadera jaula, o el relincho del caballo o la protesta airada de los padres representan su protesta por ser arrancados de esa perfección sin conciencia.

Con Blancanieves y Zarzarrosa las cosas no son distintas. En realidad, tanto la madrastra de la primera como la malvada y desairada bruja de la segunda se comportan como los alquimistas. Transforman en oro el cuerpo de las muchachas y las apartan de la vida. Eso es una muchacha dormida, una princesa de oro. Una princesa condenada a permanecer eternamente igual a sí misma, a no ser que medie un gesto liberador, que es siempre, a la manera de los gestos de los maestros del zen, un gesto absurdo o, cuando menos, inesperado. Y tanto el beso furtivo del príncipe a Zarzarrosa, como el tropezón de los que cargan el ataúd de cristal donde reposa Blancanieves, o la impiedad del muchacho al no permitir a la princesa de oro que se despida de sus padres son, cuando menos, gestos extraños, desviados, con su inequívoca carga de perversidad. El príncipe de Zarzarrosa aprovecha el sueño de una muchacha para besarla, lo que en principio no resulta muy honorable; los enanitos que han velado interminablemente el ataúd de cristal en que reposa Blancanieves terminan entregándosela al primero que pasa por allí, y será esa decisión la que propicie el tropezón que desplaza el trozo de manzana de su garganta cerrada; el muchacho de El pájaro de oro debe mostrarse implacable e impedir algo que parece tan natural como que una muchacha se despida de sus padres antes de arrancarla de su lado. ¿No se confunden acaso el palacio de la bella durmiente y el de la princesa de oro?, ¿no están ambos llenos de seres dormidos? ¿No está lo que duerme protegido, como el cuerpo hechizado de Blancanieves, en una urna de cristal? Aún más, ¿oro, cristal y sueño no nos vienen a decir lo mismo, que no toquemos, que pasemos de largo? De hecho, en Los mensajeros de la muerte, otro de los cuentos de los hermanos Grimm, el sueño es considerado, al lado de la fiebre, la enfermedad o el dolor físico, uno de los mensajeros de la muerte.

También las protagonistas de La niña de los gansos o de Los seis cisnes viven apartadas de todos, aunque ellas no dejen de hacer cosas. Se parecen a Cenicienta, que también ha sido desplazada de su puesto y también tiene que trabajar interminablemente, sin poder contar a nadie la verdad de lo que le pasa. En esa exclusión las muchachas adquieren facultades extrañas. La niña de los gansos habla con el viento, con la cabeza de su caballo; Cenicienta, con la naturaleza, la princesita muda de Los seis cisnes aprende a interpretar el sentido de los sueños. Ninguna se rebela, son infinitamente obedientes. Se amoldan a la adversidad con una calma que nada perturba, como si supiesen que el mundo es así, pero también como si no dejaran de confiar. Una espera activa, eso es su obediencia. Pero la obediencia no es sólo un estigma, el de su pertenencia a ese país de dormidos, es una forma de restablecer la alianza y, por tanto, de preparar el regreso. Eso es lo que significa, en La cenicienta, la pérdida de la sandalia de oro en la escena del baile. Cenicienta no sólo le está diciendo al príncipe que la busque sino, sobre todo, que no quiere su traje de oro. Quiere ser una muchacha real, en un mundo real. Sus hermanastras sí ansían ese traje, y por eso sufrirán terribles mutilaciones.

El final feliz que nos proponen los hermanos Grimm, representado por el pájaro de oro en la jaula de madera, supone en definitiva una vuelta al mundo, que es también el lugar donde las preguntas vuelven a renovarse, pues la vida nunca termina de hacerse. Esto es lo que pasa en Los seis cisnes. Su protagonista trabaja tejiendo camisas de anémonas, con el único empeño de devolver a sus hermanos, transformados en cisnes por un hechizo, su auténtica figura. Pero ¿qué significa el final? ¿Por qué si la muchacha logra terminar a tiempo su tarea y tejer dolorosamente las camisas para sus hermanos, una de ellas tiene que quedar incompleta condenando al más pequeño de los príncipes a vivir ya para siempre arrastrando la desgracia de su terrible deformidad? El ala de cisne significa muchas cosas pero sobre todo, como la jaula de madera, impide que todas las preguntas queden contestadas y que el final se cierre de una forma demasiado abrupta, con el olvido completo de todo lo que había sucedido. En Hansel y Gretel, los pequeños protagonistas logran burlar a la bruja y regresar a su casa llenos de tesoros, pero no hay niño que al escuchar este cuento deje de preguntarse por qué la casita del bosque era de chocolate.

Todo es espantoso en este cuento admirable. El abandono de los hijos por sus padres, perderse en el bosque, la llegada a la casa de la bruja. Y, sin embargo, esa casa, la casa en la que habrán de morir, no es un lugar lúgubre, lleno de telarañas, de animales que reptan, de fuentes teñidas de sangre, sino el lugar en el que a todos los niños del mundo les gustaría vivir: una casita de chocolate, hecha de dulces y de todo tipo de golosinas. Hansel y su hermana Gretel llegan a esa casa y empiezan a comérsela. Se comen el tejado, las ventanas, todo lo que encuentran. Claro que aquí se trata de una trampa. Es la bruja la que ha dispuesto un lugar así para tentar a los niños y hacer que se queden. Cuando estén gorditos será ella misma la que se los coma. La casita de chocolate se transforma en la casa del horror, de la misma de forma que el palacio de oro es el reino de la muerte.

Eso lo saben muy bien las madres. Saben que no pueden dar a sus hijos todo lo que éstos les piden porque entonces estarían construyendo para ellos una jaula de oro, en la que luego no podrían vivir. Tal vez merezcas un lugar así, les dicen, pero yo no puedo dártelo. Es más, si alguna vez lo encuentras, recuerda que tienes que abandonarlo. Por eso les piden que abandonen la casita de chocolate. Si no lo hicieran, ¿cómo podrían regresar del bosque? Todos los cuentos hablan de ese regreso. Pero el final feliz, tan necesario para decir a los niños que si se esfuerzan obtendrán su recompensa, nunca debe despejar todas las dudas, a riesgo de estar engañándolos. Todos los verdaderos cuentos dejan ese rosario de preguntas, las cuales seguirán viviendo más allá de su final. El final feliz sólo significa eso, que es posible instalarse sin angustia en el reino de la incertidumbre. ¡Y qué inmenso es ese mundo! Concluido un cuento, todas las preguntas sin contestar volverán a vivir. ¿Por qué la casita de la bruja era de chocolate?, ¿por qué dejamos atrás cabezas que hablan, zorros que nos ayudan a vivir, muchachas dormidas, palabras encantadas? ¿Tenemos que renunciar a todo eso? La respuesta es el ala de cisne. Busca en ti, nos dice esa ala. En algún lugar de tu cuerpo encontrarás un resto, una escama, una pluma, un trocito de cresta, algo que indica ese origen. Vivir es aprender a descubrir en el otro, y en uno mismo, esos restos encantados, y encontrar la manera de que se integren en el mundo. Nunca será posible sin provocar un trastorno. Y así como el príncipe debe aprender a vivir con su ala, la bella durmiente tendrá que hacerlo con su terrible propensión al sueño, o Blancanieves, con esa afición loca que sin duda le quedaría por las cosas menudas, recuerdo de su tiempo en el bosque en compañía de los enanitos. ¿Y qué decir de la niña de los gansos? ¿Cómo puede extrañarnos que cuando vaya al mercado le dé por hablar con las cabezas de los animales sacrificados? ¿Era tan mala Salomé al pedir la cabeza de san Juan, o sólo estaba queriendo lo que todas las muchachas del mundo, que aquellos a quienes aman les hablen sin parar?

Y los padres, ¿qué papel tienen en todo esto? Cuentan cuentos a sus hijos pero saben que no deben servir al que duerme. El amor no es un ataúd de cristal, no es una jaula de oro, ése es el mensaje de los enanitos. Los padres tratan de explicar esto a los niños y de prepararlos para la vida. Pero también, sería absurdo negarlo, les cuentan cuentos para verlos dormir. Los ven un momento y luego se van. Los enanitos son los padres que lloran. Han quedado hechizados por esos príncipes y princesas de oro que son todos los niños, y saben que antes o después tendrán que dejarlos partir. Por eso los cuentos también son buenos para ellos. Les sirven para prepararse ante el dolor que inevitablemente sentirán cuando los vean crecer.

La voz de las cosas

“Todo empezó como de costumbre por problemas familiares.” Así comienza la Rata Vagabunda su relato. Acaba de encontrarse con la Rata de Agua, otro de los protagonistas de El viento y los sauces, y se pone a hablarle de ese mundo de viajes incesantes que ha sido su agitada vida. Y la Rata de Agua la escucha sin pestañear. En realidad no sabe qué le pasa esos días. No puede quedarse quieta en ningún lugar y vaga por los senderos del bosque sin saber a dónde dirigirse ni lo que quiere realmente. Es más, cuando mira las cosas familiares, algo le hace preguntarse qué hay en ese espacio que se abre lejos de lo que conoce. ¿Y si fuera hacia allí? Ni el Topo, ni el Tejón, sus grandes amigos, saben nada de ese mundo. Ellos se encuentran a gusto en La Orilla, su pequeño mundo. Un mundo tranquilo y de placeres simples, que parece flotar fuera del tiempo. Pero la Rata Vagabunda no vive en un mundo así. Ella, como las golondrinas que esos días alborotan el bosque, y cuya vida es un constante ir y venir de unas tierras a otras, ha escuchado la llamada del sur, esa llamada que hace que sólo importe “lo no visto”; y que lo desconocido sea “la única cosa importante de la vida”. Es esa llamada la que le ha hecho abandonar Constantinopla, su ciudad, y embarcarse en un pequeño barco mercante que la ha llevado a las islas griegas y, “siguiendo un camino de oro”, hasta la ciudad de Venecia.

La Rata de Agua queda sinceramente afectada por el relato de esas aventuras, y su amigo el Topo se ocupa de ella con la paciencia y la solicitud con que tratamos a un niño aquejado por una enfermedad pasajera. Es posible que todos los animales de La Orilla y el Bosque hayan sentido más de una vez el anhelo de buscar esos otros mundos de los que hablan las golondrinas y los animales viajeros, pero el Topo sabe bien que bastan unos pocos días y la ayuda de una amable conversación para que las cosas vuelvan a ser como eran.

Éste es el mundo en el que transcurren las plácidas aventuras de los personajes de El viento en los sauces: el Topo, la Rata de Agua, el Tejón y el Sapo. Será precisamente este último el que más problemas causará a sus amigos por su desmedida afición a la velocidad y a los artilugios modernos. De hecho, el robo de un automóvil y todas las aventuras que correrá a partir de ese robo, darán lugar a las páginas más divertidas del libro. Unas aventuras que, sin embargo, terminarán sin demasiados problemas, ya que el Sapo es un personaje sencillo y de buen corazón en el que no hay un deseo real de ruptura, sino apenas ese afán de experimentación y novedad que en todas las comunidades lleva a los individuos más jóvenes a poner a prueba la paciencia de sus mayores. Y que además está dispuesto a aceptar sin problemas los sermones de sus amigos.

La vida de los personajes de El viento y los sauces discurre como una plácida excursión dominical. El hecho de que sean animales le permite a Kenneth Grahame crear un mundo en que no importa la edad ni la biografía, en el que no hay pasado ni futuro. Sus personajes viven en una Arcadia feliz, sin problemas familiares o económicos. En un mundo en el que esa dicotomía entre vida hogareña y aventura, entre el norte gris y el sur lleno de inciertos caminos de oro, tampoco tiene demasiada importancia. De hecho, ¿por qué habrían de sentir ese anhelo por lo desconocido, por una vida distinta de la que llevan, si se encuentran a gusto con lo que tienen y son? Ni el Topo ni la Rata de Agua echan de menos nada esencial, lo que hará que el relato de la Vagabunda, por más sugerente que pueda resultarles, no tenga capacidad para cuestionar la existencia apacible y sedentaria que han elegido vivir. Entre otras cosas porque ellos no tienen esos problemas sentimentales a los que se refiere la Rata Viajera, y que son la causa de su fuga.

No pueden tenerlos porque, bien mirado, no tienen familia. Ésta es una de las características curiosas de este libro infantil: que ninguno de sus personajes comparte realmente su vida con nadie. Tampoco tienen nada importante que hacer: reman, escriben versos, se reúnen para comer y viven bajo un código social, muy victoriano, que considera de mal gusto exponer en público los problemas personales. No se puede hablar, por ejemplo, de los depredadores, ni de la desaparición repentina de un amigo, ni de los problemas venideros.

Pero este mundo tan poco “natural” tiene muy poco que ver con el mundo en el que vivió su autor. La vida de Kenneth Grahame, como la de la Rata Vagabunda, siempre estuvo llena de problemas de todo tipo. La muerte prematura de la madre, el alcoholismo del padre, que termina abandonándolos; su infancia presidida por una educación rígida y poco afectuosa en casa de su abuela, y el que, más tarde, tenga que abandonar los estudios clásicos que tanto amaba para trabajar en un banco, hacen de él un joven temeroso y melancólico que para sobrevivir se ve obligado a renunciar demasiado pronto a sus sueños. Y cuando por fin forma una familia tampoco es lo que hubiera querido. No se lleva bien con su mujer, y el nacimiento de su único hijo lo hace aún más desdichado, pues fue siempre un niño lleno de problemas. Era ciego de un ojo y su estrabismo y numerosos tics nerviosos lo transformaron en un ser sobreprotegido e inestable, que parecía haber nacido con las semillas de la infelicidad. De hecho, nunca llegó a integrarse en el mundo social o laboral, y acabó arrollado por un tren, en circunstancias poco claras, cuando acababa de cumplir veinte años. Sin embargo, El viento en los sauces fue escrito para él, como si ya desde el primer momento Kenneth Grahame hubiera intuido lo difícil que iba a ser esa vida, lo difícil que es toda vida, y tratara de crear para él algo parecido a un refugio.

Eso son los cuentos, una casa de palabras que los padres levantan para que sus hijos se sientan protegidos, un conjuro frente a las amenazas de la vida y el tiempo. Kenneth Grahame concibió su libro cuando su hijo tenía cuatro años de edad. Una noche, para conseguir que se durmiera, empieza a contarle una serie de cuentos cuyos protagonistas son el Topo, la Rata de Agua y una jirafa que luego desaparece, dejando espacio para el Sapo, las nutrias y el Tejón. Más tarde desarrolla estos cuentos en una serie de cartas que escribe a su hijo desde Londres, en las que narra las aventuras del Sapo, y que pasarán a formar parte de los capítulos del libro. Son años de crisis. Abandona el banco en el que trabaja, tiene problemas económicos, la convivencia con su mujer es cada vez más difícil.

Kenneth Grahame se sentía profundamente desgraciado, pero escribió un cuento en que apenas hay sombra alguna de infelicidad. El mundo de La orilla —donde viven el Sapo, el Tejón y la Rata de Agua— es un mundo armonioso, con pequeños conflictos que casi siempre tienen una rápida y serena solución. No hay traumas, no hay renuncias, habla de una vida sin sombras ni grandes amenazas, donde todo está en su sitio y cada cosa y cada criatura obedecen a la ley de su naturaleza. Estamos lejos del mundo tantas veces sombrío y lleno de conflictos de los grandes libros infantiles. Pensemos en dos libros casi contemporáneos, también de escritores ingleses: Alicia en el País de las Maravillas y Peter Pan. El primero se publica en 1865 y el segundo en 1904, y sus autores son herederos, como el propio Kenneth Grahame, de la tradición victoriana. Estos libros no pueden ser más distintos de El viento en los sauces. Alicia en el País de las Maravillas habla de la angustia infantil y de la extrañeza profunda del mundo; y Peter Pan es una de las fábulas más amargas que se han escrito sobre la infancia como paraíso que hay que abandonar. Ambos son libros oscuros y melancólicos, que al tiempo que nos divierten llenan nuestro corazón de congoja.

Nada de esto hay en El viento en los sauces, que no es sino una hermosa pastoral. Un regreso a ese mundo de la Arcadia feliz, donde todo tiene su sitio y las conversaciones a la orilla del río se confunden con el murmullo del agua que corre. Un libro escrito en una prosa dúctil y sencilla, que nos dice que las actividades más puras, sutiles y elevadas no deben sucumbir a la furia o a la insensatez. Octavio Paz dijo que la poesía vuelve habitable el mundo, y se diría que Kenneth Grahame se sirve de este grupito de animales discretos y amables para llevar a cabo una nueva colonización del mundo. Su mensaje es que son necesarios los héroes sensatos y prudentes para recuperar nuestra alma. “Seré valeroso, tendré fe, seré razonable, mantendré mi palabra”, ésas son sus cualidades. Así son los personajes de este libro encantador, seres débiles, como todos nosotros, que se sondean a sí mismos y que no han perdido la capacidad de habitar poéticamente el mundo, ni de mantener un diálogo misterioso y secreto con sus criaturas. De hecho, el episodio más enigmático del libro tiene que ver con ese diálogo. Nuestros amigos se internan en el bosque y asisten a un momento mágico que tiene que ver con la presencia del dios Pan. Tan intenso es lo que llegan a vivir, que ese mismo dios les ofrecerá el don del olvido, para que a su regreso puedan integrarse a su vida ordinaria. Pero esa vida ya no será la misma. A esas alturas habremos descubierto con ellos que el mundo de La orilla no es lo que parece, pues oculta un secreto. Algo que tiene que ver con lo que han vivido en el corazón del bosque. Esa experiencia cambiará el sentido del libro. Ya no estamos en compañía de unos buenos burgueses, sino de unos discretos poetas que se aferran a una realidad más honda que les envía señales. El libro de Kenneth Grahame nos mantiene en contacto con las profundidades de donde surgen esas “impresiones verdaderas” de las que hablaba Proust. Nos enseña que es preciso estar atento a “la voz de las cosas”, y enfrentarnos con optimismo a nuestras dificultades. Ésta es su enseñanza: que es posible una comunicación entre los seres y, a través de ella, una relación entre el lenguaje, el pensamiento y el mundo. Kenneth Grahame transformó su desgraciada vida en un precioso canto a la generosidad y la armonía con las otras criaturas. Pudo haber suscrito estas palabras de Borges:

Todo escritor, todo hombre debe ver en lo que le sucede, incluido el fracaso, la humillación y la desgracia, un material para su arte del que debe sacar provecho. Estas cosas nos han sido dadas para que las transformemos, para que de las miserables circunstancias de nuestra vida hagamos cosas eternas o que aspiran a serlo.

Y ésa es la máxima virtud de este libro, demostrarnos que ese bien al que tratamos de aferrarnos con tanta tenacidad frente al insidioso mal que nos rodea no es una ilusión, sino una conquista de nuestra atención y de nuestra paciencia.

Váyanse, dijo el pájaro, porque las frondas estaban llenas de niños.

Que alegremente se ocultaban y contenían la risa.

Váyanse, váyanse, dijo el pájaro: el género humano

No puede soportar tanta realidad.

T. S. Eliot, Cuatro cuartetos,
traducción de José Emilio Pacheco