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Úsame para entender a las mujeres

—Noches de Sofía—

Erick Navas

Úsame para entender a las mujeres

—Noches de Sofía—

Úsame para entender a las mujeres. Noches de Sofía

Primera edición, Lima, julio de 2017

© 2017, Erick Navas

© 2017, Grupo Editorial Caja Negra S.A.C.

Jr. Chongoyape 264, Urb. Maranga - San Miguel, Lima 32, Perú

Telf. (511) 309 5916

editorialcajanegra@gmail.com

editorialcajanegra.blogspot.com

www.editorialcajanegra.com.pe

Dirección editorial: Juan Carlos Gambirazio Vásquez

Producción general: Claudia Ramírez Rojas

Imagen de portada: Santiago Salas Gambirazio

Diseño de portada: Ernesto J. Galvez Mejia

ISBN: 978-612-4342-74-5

Prohibida su total o parcial reproducción por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la casa editorial.

Capítulo 01 - 357

La vida sin amor no es vida. Eso lo aprendes por las buenas o por las malas, pero aprendes. Atrás quedaron los días de Zoe, todo terminó de una manera tan extraña. A veces es el desgaste el que nos hace cerrar una página y abrir otra, sobre todo para los que alguna vez hemos sido débiles y no hemos podido dejar lo que nos daña. Pero todo en el universo tiene un equilibrio, no porque se encuentre todo al medio en absoluta calma, al contrario, hay explosiones y silencio, hay estrellas que nacen y otras que mueren, pero al final, todo sucede por algo y todo sigue adelante. Si somos parte de él, entonces es lógico que pase lo mismo con nosotros y vivamos alegrías y tristezas, amor y soledad, malos días y noches buenas, pero sobre todo, nuevas oportunidades.

Cuando pensé que los días de Zoe querían revivir, recibí un mensaje de aquella chica que conocí meses antes. Aquella nieta del ángel llamado Blanca, que no se fue sin lograr que nuestros destinos se crucen.

—¿Sofía? ¡Qué hermosa sorpresa! —respondí.

—Mañana llego en el vuelo 357 de las 7:00 p.m. —dijo.

—¿Puedo ir a recogerte al aeropuerto?

—¿En serio? Sería muy amable de tu parte, ya sabes, no conozco casi nada la ciudad.

—Será un placer, en serio.

—OK, será bueno verte de nuevo.

Me quedé por unos minutos sonriendo sobre la cama, mirando al techo como si la oscuridad de la noche pudiera caer sobre mí como una ola de agua fresca trayendo a Sofía a mis brazos. Ella era diferente, era esa energía que necesitaba, como el rocío de la mañana sobre la yerba del campo. Todo era Sofía, apenas la había conocido un día, unas horas, y ya me parecía perfecta. Después de lo vivido, esta vez tendría que ser más cauto y no dejar que mis sentimientos le ganen la batalla a la razón.

¿A quién quería engañar? Mi corazón estaba latiendo a mil.

Al día siguiente, en la mañana, todos en la oficina solo miraban mi sonrisa de oreja a oreja. Me crucé con Alonso y me dijo: «Hey, ¿cómo que hay algo que no me has contado, eh?». Solo sonreí aún más, le di unas palmadas en la espalda y proseguí mi camino. No porque no quisiera contarle nada, ¡es que no podía dejar de sonreír! Fue uno de los días más largos de mi vida.

Por fin apagaba el computador, cerraba todo y cogía las llaves del auto. Eran las 5:30 pm. y si bien el aeropuerto estaba a solo media hora de ahí, quería llegar temprano.

De pronto, entró Pedro a mi oficina.

—Sebas, reunión en gerencia, urgente.

«¡Dios mío!», pensé, «¿y ahora qué hago?», mientras veía a Pedro parado en la puerta de mi oficina esperando que lo acompañe. No tuve más opción que seguirlo.

—Eh… Pedro, tengo un asunto particular muy urgente. ¿En serio es necesario que participe de esa reunión?

—Claro, hombre, quieren que les expliques un tema de tu proyecto.

¿Y ahora? Normalmente estas reuniones demoraban no menos de dos horas. Ingresé a Gerencia. Estaban tres de los jefes más importantes.

El Sr. Mendelson tomó la palabra. Empezó a hablar de lo interesante de mi proyecto y agregó que solo les había quedado una duda en los avances presentados. La única diferencia con lo que acabo de resumir es que él no lo hizo en dieciséis palabras, ¡sino en una hora!

Mientras él hablaba yo pensaba: «¿y si le digo a Alonso que la recoja? Mejor no, es muy pillo. ¿Y mis padres? ¿Podré mandarles un mensaje mientras sigo mirando a los ojos al Sr. Mendelson?».

Siendo las 6:30 pm., por fin me dieron la palabra. Tenía exactamente media hora para llegar al aeropuerto y estaba parado ahí, listo para exponer unas cifras de mi proyecto. Solo tenía una opción y la tomé.

—Señores, las cifras que les voy a explicar en realidad son fáciles de sustentar, les pido disculpas si no pude mostrarlas con más claridad en los avances; en el próximo prometo que se reflejarán adecuadamente. Por lo pronto voy a indicarles cómo llegué a ellas, de tal manera que, al final de mi breve exposición, no les quede ninguna duda.

En otras palabras les dije: «¡No pregunten!».

Inicié mi exposición y en diez minutos había sustentado de manera contundente las cifras. Al ver que asentían con la cabeza en señal de aprobación, les dije: «Caballeros, les comenté que no iban a quedar dudas». Se levantaron de sus asientos, me felicitaron y se mostraron muy interesados en que les presente nuevos avances.

Salí con serenidad de aquella sala y, literalmente, corrí por los pasadizos. Luego de esquivar a dos compañeros, llegué al auto y manejé por el estacionamiento haciendo caso omiso a la señal de velocidad. Me quedaban poco más de diez minutos para llegar al bendito aeropuerto. Una de dos: o llegaba a tiempo a ver a Sofía o moría estrellado en el intento. ¡Valía la pena!

Iba a mucha velocidad pasando entre los autos, uno que otro taxista había mandado saludos a mi madre por mi forma imprudente de manejar, pero yo solo tenía el objetivo delante. Quedaban apenas cinco minutos y todavía estaba a medio camino.

La situación ya era desesperante, cogí la autopista y en cada curva el sonido de los neumáticos me hacía sentir que el auto estaba al límite de su estabilidad. Empecé a pasar al resto de conductores como si estuvieran detenidos, bastaba que uno de ellos haga una mala maniobra para que yo termine estampado en algún lado de la vía, si es que seguía vivo.

A mi derecha veía el aeropuerto, eran ya las 7:05 pm. Me imaginaba a Sofía parada en medio del inmenso pasadizo buscándome preocupada. Estacioné y empecé a correr a toda prisa, ingresé a la sala de llegadas. 7:10 pm., Sofía no estaba. En la pantalla se veía claramente que su vuelo ya había aterrizado.

¡Me cayó el mundo encima! La busqué por todos lados, solo veía a gente saludando a sus recién llegados, lágrimas de alegría y abrazos. Pensé que era probable que estuviera buscando un taxi, así que corrí hacia esa zona del aeropuerto y, en plena maniobra, choqué con una señorita.

—Disculpe —le dije.

—Está bien, no se preocupe —contestó.

Y cuando iba a proseguir mi carrera me di cuenta de que esa señorita trabajaba en una línea aérea.

—Por favor, quisiera que me ayude, estoy esperando a una persona que ha llegado en el vuelo 357 de las 7:00 pm. y no la veo, ¿podría llamarla por los altavoces? Ella no conoce a nadie aquí.

—Es posible, pero demoraría un poco, tal vez unos 10 minutos más.

Con esas palabras terminaban de sepultar mis esperanzas. Cuando mi rostro de angustia era evidente, ella prosiguió:

—Mmm… ¿dijo usted el vuelo de las siete? No se preocupe, si ha aterrizado a las siete todavía demoran entre 20 y 30 minutos en salir por esta puerta, ya sabe, las maletas y el papeleo.

—¡Muchas gracias! —No aguanté más y la abracé.

Me sonrió al ver el alivio que me había causado y se fue. Miré nuevamente hacia la llegada de los viajeros, aunque sabía que tenía unos minutos extra para que ella saliera. A pocos metros había una señora vendiendo rosas en una pequeña tienda, ¡detalle perfecto! Compré un bonito ramo y ahí estaba yo, esperando a Sofía. En la gran pantalla de llegada de vuelos los números se veían inmensos y aún más grandes eran los minutos que iban pasando. Con cada nuevo grupo de pasajeros que llegaba mi ansiedad se desbordaba al no verla.

En un instante, cual niebla que se disipa, las personas se fueron apartando hacia los lados, como si el mismo Dios con sus manos abriera una brecha para poder apreciar la hermosa figura que pasaba por aquella puerta de salida.

Era Sofía. Aún no me veía. Ella caminaba en cámara lenta o, sencillamente, mi corazón se detuvo en ese instante. Estaba preciosa, con un vestido casual color blanco, una pañoleta de colores en el cuello y una casaca rosada, matices que nunca pensé combinar pero que en ella, encajaban a la perfección. Su figura delgada y elegante, su suavidad al caminar y el cabello con ese desorden armonioso eran un placer para mis ojos.

Solo volví a darme cuenta de que era real cuando tuve que hacer un rápido movimiento para que no se me caigan las rosas. Ella enfocó su mirada en mí.

—¿Sebas? ¡Sebas! —dijo, mientras aceleraba su paso y abría los brazos.

La abracé con un silencio solemne. No podía decir nada, el solo verla ya era una fantasía y que, además de eso, tan bello ser me abrace pues, ya se estaba llevando mi alma. Luego de soltarnos sutilmente nos miramos sonriendo. Era todo lo que yo podía hacer. Bajó la mirada y vio sus rosas. Con un gesto de inocencia y entusiasmo me preguntó «¿son para mí?», aunque ya supiera que eran suyas.

Eso facilitó mis primeras palabras.

—Sí, son para ti… ¡estás preciosa!

—Gracias —me dijo—. Tú también te ves muy bien. —Sonrió.

Cogí las maletas que ella había dejado en medio del pasadizo y caminamos juntos hacia la salida. En el estacionamiento me permití guiar su hombro con mi mano para ayudarla a cruzar las vías que allí habían y, como si entendiera lo importante que es para un hombre la reciprocidad y no el retroceso, no solo me lo permitió sino que se sujetó de mi brazo. Si la memoria no me juega una mala pasada, creo que hasta apoyó un poco su cabeza en mi hombro.

Sofía era… era… simplemente Sofía. Si no tenía palabras para describirla, mucho menos las tendría para escribirla.

Capítulo 02 - Fórmula

Una vez en el auto, le pregunté en dónde pensaba hospedarse. ¿Tal vez en mi soñadora mente cabría la posibilidad de que sea en mi casa? Pues, al parecer, mi mente sí se estaba volviendo más prudente porque esperó exactamente lo que ella respondió.

—Podría quedarme en un hotel, pero, la verdad es que, aunque la casa de mi abuelita es chiquita y no tiene muchas comodidades, me gustaría quedarme ahí. Quiero conocerla viviendo como ella lo hacía.

Me pareció un gesto muy lindo de su parte. La miré un tanto absorto, sonreí y ella hizo un movimiento que empezaría a enamorarme casi sin querer, encogió los hombros, sonrió y su mirada fue de niña. Definitivamente al natural y sin esforzarse, Sofía era demasiado peligrosa para mí. Ella me iba contando de su viaje, de sus padres que se quedaron allá, de los trámites que tenía que hacer por la herencia de su abuela. Sencillamente, su voz era música para mi alma, claro que le presté atención, pero cada cosa que me decía era como si me la estuviera cantando.

Llegamos a casa de Blanca y le ayudé a bajar las maletas. Ese hogar olía a ella, era como si Blanca, su abuela, estuviera allí, feliz de vernos, recibiéndonos complacida. Se sentía su acogedora presencia.

—Siento como si mi abuela nos estuviera recibiendo —me dijo.

Yo me quedé con la boca abierta.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada, es que pensaba exactamente lo mismo, como si ella estuviera feliz de vernos, de vernos juntos.

—Eres muy lindo, ¿sabes?

Antes de que mi corazón estalle de la emoción al tener frente a mí a una chica tan linda y sensible, me mató, volvió a hacer ese movimiento combinado de hombros, sonrisa y mirada que me dejó estúpido. No sé si tenía idea del efecto que causaba en mí, pero mi sonrisa congelada era muestra de lo desmesuradamente vulnerable que era ante ella.

Nos sentamos, charlamos un rato y luego salimos a la bodega del barrio antes de que cerrara a comprar algunas cosas para ella, algo de comida y lo básico para su estadía. Parecíamos una pareja, la química era tan fuerte que los momentos supuestamente triviales que estábamos pasando parecían algo mágicamente cotidiano, por así decirlo.

Caminábamos juntos por esas calles antiguas, cada uno con las manos en su propio abrigo, pero rozándonos los brazos, jugando, empujándonos, riendo, tratando de lanzarnos cada uno una mirada más irresistible que la otra, solo fluía cariño entre los dos. Era como si ya estuviéramos juntos y no necesitáramos tomarnos de la mano, por ahora.

Regresamos a casa de Blanca, le ayudé a quitarse el saco y poner las cosas en su lugar, como si ese hogar fuera nuestro. Ella sonreía, me miraba y, de rato en rato, me regalaba esa sonrisa corporal que, aparentemente, yo toleraba, pero que, por dentro, decía «¡Basta! ¿Es que quieres que te bese ahora mismo?». Yo sabía que debía esperar el momento preciso y no sería ese día.

Con la compañía de una taza de café caliente, recordamos cuándo fue la primera vez que nos vimos y que ella se parecía a Blanca y yo a su abuelo Antonio, conversamos tanto que se hizo tarde. Noté un poco cansada su bella mirada, pero con ganas de que yo no lo note, tal vez por su mente rondaba un tímido «no quisiera que te vayas», no había razón para que yo no pensara en eso.

Le dije que me marchaba. Sus ojitos cansados me regalaron el último brillo de la noche, se levantó junto a mí, la abracé, apoyó su rostro en mi pecho y yo solo trataba de que no se diera cuenta de que mi corazón latía demasiado fuerte. Levantó la mirada, acaricié su pelo y besé su frente. Me miró con tanta ternura que me sentí lleno de afecto y, al instante, vacío porque se había robado mi corazón.

—Llámame a cualquier hora si necesitas algo —le dije.

—OK, maneja con cuidado, ¿sí?

Me acompañó a la puerta, esa vieja puerta que apenas podía cerrarse. Se quedó parada allí, con las manos dentro de su abrigo por el frío. Yo me acerqué al auto y antes de irme, la miré otra vez y ella volvió a hacer ese gesto de hombros, sonrisa y mirada; era simplemente adorable. No podía competir contra eso. Si me tenía que enamorar no tenía defensas, así que no me impuse restricciones.

Manejé por un par de cuadras suspirando y pensando en lo que me estaba pasando, en lo que nos estaba pasando, cuando sonó mi teléfono. Me estacioné a un lado de la calle. ¡Era Sofía!

—¿Aló?, ¿Sofía?

—Me dijiste que te llamara si necesitaba algo, ¿recuerdas?

—Sí, claro, dime.

—Es que la hemos pasado tan lindo y ni siquiera me has dicho si nos veremos mañana —me dijo, con un tono de broma y regaño.

—¡Qué tonto! Sorry, es que todo me pareció tan mágico que aún no lo asimilo. Tú tienes la culpa.

—¿Por qué? —La escuché reír un poco.

—Porque me pierdo en tu mirada.

—Eso es muy lindo, ¿sabes?

—No, te equivocas, eso que te dije es lógico. ¡Tú eres linda!

Sentí un suspiro y me dijo:

—Otra vez no vas a decirme si nos veremos mañana. —Escuché su risa.

—¡Claro que sí! ¿A qué hora puedes?

—En la mañana tengo que ver el tema de la herencia de mi abuela con un abogado y en la tarde tengo que ir a una notaría, pero creo que empezando la noche estaré libre. ¿Podrás?

—Claro que sí. ¡Sí puedo! y así no pudiera, podría.

Nos despedimos y seguí mi camino. Llegué a casa y, antes de dormir, me puse a pensar.

Dicen que cuando uno se muestra muy interesado, la otra persona pierde el interés o se siente muy segura, pero ¿y cuándo las dos personas se muestran muy interesadas de manera recíproca? Era complicado y extraño. Aunque sabíamos que algo lindo pasaría entre nosotros, no queríamos apurar las cosas. Ahí donde cualquier otro hombre y mujer terminarían besándose, nosotros jugábamos a las miradas y el beso en la frente, como dos adolescentes y eso ¡era encantador!

Cuando uno piensa que puede entender las ecuaciones emocionales del amor e intentar establecer paradigmas que nos guíen a no cometer errores, aparece esa persona que simplemente borra todo lo anterior con una fórmula preciosa e incomprensible. Puedes pasar todo el tiempo sentado intentando descifrarla o te levantas, confías en ella y la sigues. Yo prefiero lo segundo.

Capítulo 03 - Reflejo

Al día siguiente, las horas en la oficina se me pasaron volando por la cantidad de trabajo que tenía. Llegando a mi casa, vi el reloj y solo faltaban un par de horas para ver a Sofía. Luego de hacer algunas cosas y alistarme, salí a buscarla. En el camino, mi corazón parecía un detector de su presencia, a medida que iba acercándome a su casa se aceleraba.

Recorrí esas viejas calles, estacioné el auto y bajé dispuesto a tocar su puerta, pero esta se abrió. ¡Era Sofía!

—¡Sabía que eras tú!, estaba lista —dijo, mientras volvía a sonreírme de esa hermosa forma tan nociva para la articulación de mis palabras.

Me quedé mirándola. Su belleza resaltaba de cualquier escenario que tuviera detrás de ella. Podía ser una playa por la noche, montañas, un lago, hasta el mismo paraíso. Una falda larga y ceñida a su cuerpo color bronce y una especie de corsé color olivo eran majestuosamente elegantes y casuales a la vez. ¡Y yo que había hecho mi mejor esfuerzo en vestirme bien!, solo trataría de acompañar su hermosura con algo de dignidad.

—¿Qué sucede?, ¿por qué te quedas callado y me miras así? —me dijo sonriendo al ver que yo no decía nada.

—Eres preciosa. ¡No sé siquiera si puedes imaginarte cuánto! —contesté casi tartamudeando.

Sus bellos ojos brillaron más que nunca, como si fuera a llorar al haberse conmovido con mis sinceras palabras. Se acercó a mí y me abrazó fuerte, mientras esto sucedía yo pensaba «¿había algún deseo que un hombre alguna vez pudiera imaginar más lindo que este?». Me dio un beso en la mejilla, no sé si de saludo o de agradecimiento. ¡Sus labios los sentí con una suavidad increíble! Nos quedamos medio abrazados, recién me percaté de que mis manos estaban en su cintura y las suyas sujetadas de mis hombros. Estábamos muy cerca, un beso sería el corolario perfecto de ese momento. Nos miramos nerviosos, sabíamos que iba a pasar, pero nada haría que adelantáramos ese momento, sonreímos y nos fuimos separando de una manera deliciosamente sutil.

—¿A dónde me llevarás? —me preguntó de manera juguetona.

—A un bonito restaurante, mi favorito tal vez.