Portada: Primavera en Viena. Petra Hartlieb
Portadilla: Primavera en Viena. Petra Hartlieb

 

Edición en formato digital: marzo de 2019

 

Traducción publicada con el apoyo de

The Austrian Federal Chancellery

 

 

Título original: Wenn es Frühling wird in Wien

En cubierta: ilustración de Bilwissedition Ltd. & Co. KG/Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© DuMont Buchverlag, Cologne (Germany), 2018

© De la traducción, María Esperanza Romero

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17860-37-0

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para mis compañeras y compañeros:

Alex, Anna, Barbie, Berna, Elodie,

Eva, Hanna, Jakob, Lena, Livia, Peter,

Silvia y Teresa

 

Los zapatos le venían pequeños, al menos un número. Marie tenía que andar con cuidado para no trastabillar. Sobre todo la alfombra le dificultaba el avance, y no tuvo más remedio que agarrarse al brazo de Oskar. El corpiño le apretaba, no estaba acostumbrada a esos atavíos. Fue la cocinera quien se lo ciñó y acordonó; además de preguntarle tres veces si estaba segura de querer someterse a ese suplicio.

—Sí, aprieta fuerte, quiero parecer una dama distinguida.

Ojalá no le diera un mareo, pues ella sola no iba a poder aflojarse los cordones.

Oskar subía por la gran escalinata alfombrada de rojo como si todo aquello fuese para él lo más normal del mundo. Aquella arquitectura descomunal, las numerosas pinturas, los escalones de mármol..., nada parecía impresionarlo de verdad.

Después de que un hombre de librea negra les rasgara las entradas, Oskar la condujo al patio de butacas del K. K. Hofburgtheater, el gran teatro imperial. Pareció notar el efecto que producía la sala en Marie, y nada más entrar se quedó unos pasos atrás observándola, viendo cómo miraba a su alrededor boquiabierta y con los ojos como platos. Las butacas tapizadas de terciopelo rojo, los palcos ricamente historiados, la profusión de luces y la enorme araña de cristal en el centro del techo... Marie, que venía de un pueblo de provincia, jamás había visto un esplendor similar.

—Disculpe, no puede quedarse parada aquí.

—Perdone, ¿puedo pasar?

—¿Me permite?

Los dos fueron empujados por los otros espectadores hacia el interior de la sala, y Marie sostenía con firmeza las entradas. Oskar había insistido en que fuera ella quien las enseñara ante la puerta, aunque en el tranvía Marie había querido depositar el sobre en sus manos.

—Son tus entradas. A ti te las han regalado y tú amablemente me has invitado a venir contigo. O sea que te corresponde llevarlas.

Desde entonces, Marie sostenía los dos trozos de papel en la mano. Solo los soltó durante un instante para que los revisaran y rasgaran a la entrada.

—¿Dónde están nuestros sitios? —preguntó Oskar, que seguía cogiéndole la mano con fuerza.

—No lo sé —dijo Marie con voz muy queda.

—Tienes que mirar las entradas, ahí lo pone.

¡Dios, qué tonta se sentía! Como una niñera pueblerina que quiere dárselas de gran dama acudiendo al teatro. Probablemente la gente distinguida ya la había calado hacía tiempo y hablaba de ella por lo bajo. Rápidamente leyó: fila cinco, butacas seis y siete.

—Nunca he estado en sitios tan caros —dijo Oskar con entusiasmo tirando de ella para que avanzara y buscando la fila cinco.

Marie se sintió aliviada en cuanto pudo sentarse, los zapatos le apretaban y el ajustado corpiño hacía que le costara respirar.

—¿Qué te parece? —le preguntó Oskar como si todo aquello le perteneciera y se lo estuviera presentando con orgullo.

—Es..., no sé qué decir..., es impresionante.

—Sí, lo es. Me acuerdo a la perfección de la primera vez que estuve aquí.

—¿Cuándo fue eso?

—Lo sé exactamente. Tenía diecisiete años. El señor Stock me regaló la entrada por mi cumpleaños, solo que era para un sitio de pie. Mi primera visita al teatro no fue tan elegante como la tuya.

—Ya ves, puedo permitírmelo —dijo Marie riendo, pues ya estaba más relajada. Las entradas que el doctor le había regalado por Navidad valían casi tanto como lo que ella ganaba en un mes haciendo de niñera de sus hijos.

—Sí, tú eres una dama distinguida y yo tan solo un modesto librero. Soy en verdad muy afortunado de que hayas querido traerme.

Entretanto, todos los espectadores habían tomado asiento, salvo alguno que otro que caminaba deprisa por los pasillos. Sonó el timbre, y Oskar apretó la mano de Marie y le susurró:

—¡Chisss! Ahora comienza.

Marie estaba embelesada. Absorbía las imágenes, intentaba dilucidar cada escena, al tiempo que pensaba una y otra vez que esas palabras habían fluido de la pluma de su patrón. Era francamente inimaginable: todo esto que sucedía aquí en el escenario había estado antes en la mente del doctor Schnitzler, luego lo habían aprendido de memoria aquellos seres maravillosos que tenía delante y ahora lo repetían para ella. Sí, Marie tenía la sensación de que Bleibtreu y Korff pronunciaban las frases solo para ella, olvidaba a la gente que la rodeaba. Tampoco era consciente de que Oskar estuviera a su lado, y cuando un anciano espectador, sentado en la fila de detrás, tuvo un acceso de tos, ella se sobresaltó y se giró con mirada de reproche.

Tenía puestos sus cinco sentidos en la obra y los ojos bien abiertos. No quería perderse nada, quería captar cada palabra, cada pequeño gesto, y esperaba poder retenerlo todo para siempre en su memoria.

 

 

Y eso que el día había sido muy largo y al atardecer estaba tan cansada que había tenido miedo de quedarse dormida en el teatro tan pronto como se apagaran las luces.

A las cinco y media de la mañana Lili ya estaba completamente despierta, y a Marie le había costado mantener callada a la pequeña, que a sus dos años ya era muy espabilada. La señora se ponía de muy mal humor cuando se la despertaba demasiado pronto, y puesto que Marie había visto luz en el despacho del doctor hasta bien entrada la noche, suponía que este también seguiría durmiendo. Ella misma había bregado por conciliar el sueño. No paraba de pensar en ir al teatro y en Oskar. En algún momento, en mitad de la noche, se había levantado a comprobar si las dos entradas seguían estando sobre la cómoda.

Esas dos entradas eran lo más caro que Marie había poseído nunca. Cuando por Navidad el doctor depositó en sus manos aquel sobre y Heini la había animado a abrirlo delante de todas las miradas, ella se había echado a llorar de puro contento. Lili se subió a una silla y con sus manitas pringosas le enjugó las lágrimas. Y a Heini, con sus nueve años, el arrebato sentimental de Marie casi llegó a angustiarlo.

Ese día los niños se habían levantado temprano a pesar de la oscuridad de la mañana. Heinrich estaba abatido porque sus padres salían de viaje a pasar unos días en Salzburgo; la señora, de mal humor, rezongaba constantemente a la criada mientras hacía la maleta, e incluso la buena de Anna, que se afanaba en preparar una merienda para los señores, andaba de mal genio.

Por fin el señor y la señora Schnitzler estuvieron listos para partir y, mientras subían al taxi que los había de llevar a la estación, Marie, con Lili en brazos, se los quedó mirando desde el portal. La pequeña hizo señas con la mano en dirección a aquel coche negro hasta que este desapareció abandonando la Sternwartestrasse. Heini, por supuesto, se sentía demasiado mayor para esas chiquilladas de hacer señas con la mano, de modo que se escabulló hacia la cocina a reunirse con Anna.

—Bien, ahora lo primero que haremos será tomar un buen café.

Anna estaba visiblemente aliviada de que los señores se hubieran marchado y volviera la paz a la casa.

—Heini, ¿serías tan amable de hojear un libro con Lili? Tengo que comentarle algo a Marie.

—No, quiero quedarme con vosotras —dijo Heinrich mirando a la cocinera con el ceño fruncido.

Anna se limitó a reír y fue empujando a los dos críos para que salieran de la cocina. Marie la admiraba por la autoridad que irradiaba y por el hecho de que los niños siempre la respetaran.

—Como premio, enseguida iré a jugar al parchís contigo —dijo Marie, puso dos tazas de café sobre la mesa y cerró la puerta tras los niños.

—¿Ya sabes lo que te vas a poner?

—¿Hoy? ¿Para el teatro?

—Claro, cariño. No será para ir a jugar al parchís. Ay, estoy tan excitada, yo en tu lugar seguro que no iría, no me atrevería.

—Eso eso, méteme más miedo del que ya tengo, no he pegado ojo en toda la noche.

—¡Qué va! Verás lo hermoso que será, parecerás una dama distinguida y con Oskar tendrás un caballero a tu lado.

—Sí, pero sabe de teatro y yo, en cambio, soy una inculta hija de campesinos.

—Él no te va a examinar. ¿Y después iréis a tomar algo?

—No creo. No se estila a esas horas de la noche. Además, tengo que volver a casa a cuidar de los niños.

—Los señores no están y yo me encargo de que no les falte nada.

El que Marie pudiera ir al teatro esa noche se debía solo a que la cocinera se había ofrecido a hacerse cargo de los niños. También había sido ella la que les había preguntado a los señores si excepcionalmente Marie podía librar para acudir a la función. Pues, aun sabiendo que los señores estarían ausentes, querían curarse en salud y evitar quejas por que Marie saliera, no siendo ese su día libre.

—¡Vaya vaya, mi querida señorita! En esta función actúa la Bleibtreu, que es la que mejor interpreta el papel —dijo el doctor asintiendo con benevolencia cuando Anna le presentó la petición en presencia de Marie, que, a su lado, guardaba silencio.

El día se estaba haciendo infinitamente largo, y los niños no querían abandonar la casa porque el tiempo era húmedo y frío. Mientras Lili dormía su siesta, Marie convenció a Heini para que cogiera su nuevo libro de aventuras y se pusiera a leer, y mientras tanto ella se tumbó en el canapé de la habitación infantil a descansar durante media hora.

Los críos, desde luego, no querían perderse el momento en que Marie se arreglara para salir, y cuando se puso su único vestido bueno, Heinrich la miró con escepticismo.

—Los vestidos de mi madre son..., no sé, diferentes —opinó con prudencia.

—Sí, Heini, tu madre es una dama elegante y yo no soy más que una niñera.

—Pero hoy tú también eres una elegante dama. —Heinrich la abrazó y apretó su cara contra el regazo de Marie; a ella enseguida se le humedecieron los ojos de la emoción. Qué suerte tenía de haber conseguido ese puesto, en esa bella casa situada en pleno barrio Cottage, con unos patrones que la trataban bien y unos niños tan maravillosos que desde el primer día se habían encariñado con ella.

—Podrías tomar prestado un traje de mi madre —propuso Heini.

—No, Heini, no puedo. Primero porque esas cosas no se hacen y segundo porque no me quedaría bien. Tu madre es mucho más alta que yo.

—Y además gordinflona —dijo Heini soltando una risita maliciosa que contagió a Lili y la hizo ponerse a canturrear: gordinflona, lona, lona.

Media hora antes de que Oskar llegara a recoger a Marie, esta ya estaba de punta en blanco en la cocina sin atreverse a tomar ni un vaso de agua.

—Imagínate que en el teatro tenga que ir al lavabo.

—Bueno, supongo que aseos tendrán. Incluso la gente fina tiene que hacer de vez en cuando sus necesidades.

A las seis en punto sonó el timbre, y Oskar estaba a la puerta. Saludó a Marie besándole la mano y a la cocinera con una profunda reverencia.

—Estás preciosa.

—¿Te parece? Gracias.

Marie echó un último vistazo al espejo para examinarse antes de ponerse el abrigo sobre los hombros. El vestido de domingo era sencillo pero de buen corte, y acentuaba su esbelta figura. En el último momento, Anna había descubierto un rasgón en el dobladillo y lo había remendado primorosamente. El día anterior, Marie había tomado prestados los zapatos de la niñera de los Schmutzer, la familia de enfrente. Eran un número más pequeño que los que ella llevaba, pero sus propios zapatos domingueros le parecieron demasiado bastos y, a pesar de haberlos cepillado varias veces, no logró sacarles brillo.

—¿Tienes las entradas?

—¡Jesús, las entradas!

Marie, de tanta agitación, había dejado el sobre en su cuarto. Heini trepó escaleras arriba para ir a buscarlas.

—Bueno, niños, a portarse bien y a obedecer a Anna. Yo volveré pronto y os contaré cómo fue todo. Buenas noches.

 

 

Y ahora estaba ahí, en ese hermoso teatro, rodeada de gente culta y distinguida. Su cansancio había desaparecido como por ensalmo, y se esforzaba por no adoptar una postura demasiado rígida en la butaca. Notaba que Oskar la miraba una y otra vez por el rabillo del ojo. En un momento dado hasta le apartó un mechón de la cara sofocada.

En el entreacto abandonaron el patio de butacas para subir por una escalera con muchos recovecos a la planta superior, donde, alrededor de mesas altas de bar, la gente se congregaba y comentaba animadamente la pieza. Oskar le preguntó si quería tomar algo, pero Marie rehusó y se colocó al lado de uno de los ventanales. Los zapatos le hacían ya mucho daño y buscó alivio apoyándose un poco en Oskar, que con delicadeza le pasó el brazo por los hombros.

—¿Y qué te ha parecido? ¿Te gusta?

—Sí, mucho. —Marie le apretó la mano—. Estoy en el teatro, no acabo de creérmelo. Si mi abuela lo supiera...

—¿Por qué tu abuela?

—Hace muchos años que no veo a mi abuela. Ni siquiera sé si vive todavía. Pero cuando salí de la granja, tuve que prometerle que un día iría a ver una función de teatro. Y ahora estoy aquí.

El recuerdo de su abuela hizo que a Marie le brotaran lágrimas; a través de la ventana, fijó la mirada en el ayuntamiento situado enfrente del teatro, aunque sin mirarlo. Esperaba que Oskar no se percatara de sus lágrimas. Él pareció notarlo, pero no dijo nada y apretó un poco más el brazo contra su cuerpo.

Deambularon de un lado a otro por el amplio pasillo mirando los retratos de actores famosos que decoraban las paredes. Y mientras Marie se esforzaba por no pensar en sus doloridos pies ni en su vejiga llena, sonó un timbre anunciando el final del entreacto.

—Bien, ahora viene lo más emocionante —dijo Oskar conduciéndola sin vacilar, escalera abajo, hacia sus asientos.

 

Anna había dejado encendida la tenue luz del vestíbulo, pero en el resto de la casa reinaba el silencio y la oscuridad.

Dios mío, qué alivio había sentido Marie al descalzarse; le ardían los talones y estaba segura de tener una ampolla a cada lado. Colgó el abrigo en su lugar y, tras colocar el sombrero sobre la repisa, se dirigió a la cocina a poner el hervidor sobre el fuego. A la cama no podía irse todavía; con lo excitaba que estaba, no podría conciliar el sueño.

Era la primera vez que salía con un chico. Sin contar los dos paseos que había dado con Oskar por el Türkenschanzpark. Pero al fin y al cabo esos habían sido de tarde y no habían durado más de una hora.

Se sirvió una infusión y fue corriendo al baño. Aún no sabía cómo iba a solucionar el problema del corpiño. Aunque lo primero era haberse deshecho de los zapatos y dejar de sentir el daño que le producían. Marie no sabía qué era más excitante: haber tenido una auténtica cita o haber estado en el teatro. Y no en un teatrillo de provincias, sino en el K. K. Hofburgtheater, donde la entrada costaba casi tanto como su sueldo y donde cada palabra que los actores pronunciaban sobre el escenario provenía de la pluma de su patrón.

—Pero ¿qué haces aquí sentada en la oscuridad?

Marie se sobresaltó. La cocinera, pese a su corpulencia, había entrado de forma inadvertida.

—¡Ay, qué susto me has dado! ¿Por qué no estás durmiendo? ¿Y los niños? ¿Están bien? —inquirió Marie levantándose de un salto, con la intención de correr hacia la puerta.

—Calma, cariño, claro que están bien. Solo que tenía curiosidad por saber cómo te ha ido. —Anna se sirvió una infusión y colocó un plato con galletas encima de la mesa de la cocina antes de sentarse con un suspiro de satisfacción.

—Ay, fue maravilloso.

—Cuenta cuenta.

—¿Qué voy a contar?

—Algo tendrás que contar. ¿Cómo es el teatro? ¿Solo había gente fina? ¿Qué trajes lucían las damas? ¿De qué va la pieza? ¿Lo entendiste todo? ¿Os besasteis? —preguntó Anna inclinando el cuerpo hacia delante llena de expectación, mientras se llevaba una galleta a la boca.

—¡La de cosas que quieres saber! Aquí podemos estar hasta las tantas de la madrugada. Antes de nada, suéltame los cordones del corpiño, me estoy asfixiando.

Se quedaron hasta muy tarde en la cocina, y Marie contó, describió las escaleras de mármol y las pinturas en las paredes, las butacas tapizadas de terciopelo rojo y el gran escenario.

—¿Sabes, Anna? No es una simple tarima como la que has visto en la feria, es una enorme superficie que se extiende hacia atrás hasta donde no alcanza tu mirada.

Le habló de los elegantes atuendos de damas y caballeros, le dijo que Oskar, con gesto de hombre de mundo, había entregado sus abrigos en la guardarropía y que ella no se había sentido tan mal entre toda esa gente distinguida.

—Pero al lavabo no me atreví a ir, y los zapatos me hacían un daño terrible.

—¿Y la pieza? ¿Qué te pareció? ¿Lo entendiste todo? ¿Qué significa el título La ancha tierra?

—Quiere decir que el alma es un amplio mundo. La pieza es..., cómo te diría..., en cierto modo triste.

—¿Triste? ¿Por qué?

—Sí, porque, ¿sabes?, está llena de gente que, aunque lo tiene todo, en realidad, no está satisfecha. Parejas que se son infieles y, aunque conviven en las casas más hermosas y pasan las vacaciones en los mejores hoteles, se mienten constantemente y se engañan unos a otros. Ese tal Friedrich Hofreiter anda siempre metido en asuntos de faldas, y a su mujer, que lo sabe, de alguna manera le da lo mismo y tiene a su vez un admirador que hasta se suicida. En realidad, todo es un horror. ¡Y que el doctor se haya inventado todo esto..., no salgo de mi asombro!

—No solo son invenciones.

—¿Qué quieres decir?

—No siempre ha sido tan santo. Te lo digo yo, que ya había roto algunos corazones antes de que la señora lo metiera en cintura.

—Me cuesta imaginarlo.

—A mí la criada de Salten me contó que hasta tuvo una vez un hijo con otra. Pero nunca lo reconoció y la criatura murió. La mujer también, unos años más tarde. Dicen que de apendicitis, pero seguramente fue de mal de amores.

Marie no quiso saber nada de eso. Veneraba al doctor Schnitzler, lo encontraba inteligente y justo; y la manera en que trataba a sus hijos era para ella sencillamente adorable. ¡Lo bien que se lo pasaba con la pequeña Lili! No dejaba pasar ocasión alguna para cogerla en brazos y siempre la escuchaba con atención cuando ella le contaba sus graciosas historias o le cantaba alguna canción cogida por ahí al vuelo. Con Heini daba paseos regularmente y conversaba con él como con un adulto sobre todo lo habido y por haber: los dioses griegos, la electricidad, la astronomía y muchos temas más.

En casa de Marie todo había sido bien distinto. Últimamente ella no podía por menos que pensar una y otra vez en su padre, en la indiferencia con que trataba a sus hijas. Raras veces les dirigía la palabra, en realidad solo lo hacía para dar escuetas órdenes. ¡Cuánto miedo le infundía! Muchas veces le había propinado una palmada con el dorso de la mano, así porque sí, al pasar a su lado, sin razón aparente. Heini y Lili, en cambio, se acercaban con toda naturalidad a su padre, sin temor ninguno. Él se interesaba por ellos y sus ínfimos problemas, a Heini lo trataba incluso como a un pequeño adulto, con respeto y aprecio. Lo que Anna contaba acerca de la vida amorosa del doctor le resultaba del todo inimaginable. Seguramente eran solo habladurías de criados. Pero una cosa sí sabía con seguridad: ella también tendría hijos, y en el mejor de los casos serían dos, como en la familia Schnitzler, un niño y una niña. No toda una prole como habían sido en su casa, donde los padres hasta confundían sus nombres. Con sus hijos ella sería atenta y cariñosa.

 

Los niños estaban muy excitados, pues los padres habían anunciado por telegrama su regreso de Salzburgo para aquella noche.

 

Salimos esta tarde STOP

Llegamos de noche cuando durmáis STOP

Nos vemos mañana STOP

Mil besos STOP

Mamá y papá

 

A Marie le costó mucho hacer que Heini y Lili se acostaran, querían a toda costa esperar la llegada de sus padres.

—No estoy cansado —decía Heini cuando Marie le pedía que se pusiera el pijama—. Además, tengo que volver a practicar mi pieza de piano porque mañana es el cumpleaños de mamá.

—Si ya la sabes tocar estupendamente, Heini. Ahora tienes que ir a la cama, mañana es día de colegio —dijo Marie intentando conferir un tono de severidad a su voz. Siempre le resultaba difícil no ceder ante los ruegos de los niños.

Lili estaba empecinada en no dejarse cambiar el pañal, reía y brincaba sobre el canapé de su habitación. Cuando Marie logró pescarla y sujetarla, empezó a proferir berridos estridentes.

Por fin, con media hora de retraso con respecto a lo habitual, Marie pudo meter a Lili en la cuna. Tuvo que cantarle varias veces sus nanas preferidas, pero la niña acabó por dormirse. Entonces la niñera ordenó un poco la habitación. Le había permitido a Heini seguir leyendo, pero cada dos por tres él apartaba el libro, se incorporaba en la cama y la miraba.

—¿Qué pasa, tesoro? —le preguntó Marie sentándose a la orilla de su cama y acariciándole el pelo—. ¿Qué ocurre, que tu libro no es interesante?

—Sí, sí que lo es —contestó Heini, poniendo su mano en la de ella y apretándosela—. ¡Cuéntame otra vez cómo fue en el teatro!

—Ay, Heini. Ya te lo he contado tantas veces...

—Cuéntamelo una vez más. Por favor. Después seguro que me duermo enseguida.

—¿Prometido?

—Prometido.

Y Marie volvió a relatar una vez más cómo había entrado con Oskar en el teatro, cómo le apretaban los zapatos y cómo le sudaban las manos cuando entregó las entradas al acomodador. Cuando empezó a describirle la escalinata y el patio de butacas del K. K. Hoftheater, Heini la interrumpió diciendo:

—No, eso no. Yo sé cómo es. He estado muchas veces con mi padre.

—Bueno, entonces, ¿qué quieres oír?

—Pues sobre la obra.

—Eso no es para niños.

—¿Por qué no?

—Tú no entiendes de esas cosas.

—Yo ya lo entiendo todo. Este año entro al instituto.

—Ya lo sé, tesoro. Ya eres mayor e inteligente. Pero sobre la obra puede contarte más tu padre, que al fin y al cabo fue quien la escribió.

—¿Y Oskar?

—¿Qué quieres saber de Oskar?

—¿Lo quieres mucho?

—Heini, eso es una indiscreción. Esas cosas no las pregunta un joven distinguido. —Marie le pasó la mano por la cabeza alisándole el pelo y le dio un beso en la frente—. Y ahora a dormir. Mañana tienes que estar descansado para que tu madre tenga un bonito cumpleaños.

—Pero ¿vas a casarte con Oskar y luego marcharte de aquí como Hedi? —La pregunta salió con un hilo de voz de su boca cuando Marie ya casi había alcanzado la puerta.

La niñera volvió a aproximarse a la cama del niño.

—Conque eso es lo que te ronda la cabeza, tontín. No, Heini, no tienes que tener miedo al respecto. Yo a Oskar apenas lo conozco. Es más como... un amigo, ¿sabes? Y a mí me gusta mucho vivir aquí con vosotros. Si no, ¿quién vigilaría que te lavaras bien los dientes y que Lili no anduviera siempre llena de manchas? No tienes que temer que yo me vaya —dijo Marie, estiró su edredón y apagó la lámpara de la mesilla de noche—. Y ahora, a dormir, jovencito. Si no, mañana por la mañana estarás de nuevo de mal humor.

Al parecer sus palabras habían conseguido tranquilizar a Heini, que se arrellanó en su almohada.

—Buenas noches, señorita Marie —exclamó entre risitas.

—Buenas noches, señorito.