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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 385 - marzo 2019

 

© 2007 Diana Hamilton

Inocencia y belleza

Título original: The Mediterranean Billionaire’s Secret Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2007 Lindsay Armstrong

Música del corazón

Título original: From Waif to His Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-958-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Inocencia y belleza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Música del corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

FRANCESCO Mastroianni frunció el ceño mientras conducía su Ferrari una noche fría de marzo. La lluvia golpeaba en el parabrisas, lo que empeoraba su mal humor.

Ir a aquel sitio de Gloucestershire no era un plato de gusto precisamente. Había demasiados malos recuerdos. Pero no había excusa posible para evitar aquello. Quería demasiado a Silvana como para rechazar su invitación a pasar el fin de semana y mostrarle su nueva casa.

El problema era que su prima Silvana y su esposo, Guy, acababan de trasladarse desde Londres a una mansión reformada en un condado cuyo solo nombre le daba escalofríos.

«¡Por el amor de Dios!», se dijo. «¡Supéralo de una vez!».

Después de todo, aunque la experiencia hubiera sido dolorosa había aprendido una lección, ¿no?

Francesco había sido bastante escéptico en cuanto a las mujeres desde que había entrado en la adolescencia y se había dado cuenta de que su riqueza era un imán para el sexo femenino. Y no podía creer que hubiera pensado que podía existir una mujer diferente, en la que podía confiar, a pesar de sus prejuicios. Una mujer en quien pudiera confiar ciegamente y a quien pudiera amar hasta el fin de sus días.

Su dulce Anna…

Su boca se torció cínicamente.

¡Se había comportado como un ingenuo adolescente en lugar de como un hombre mundano de treinta y cuatro años!

Anna había resultado ser tan mala como las otras que habían puesto la mira en su fortuna personal. Y peor incluso. Fingiendo, ¡oh, qué bien había fingido!, que no tenía idea de quién era él, fingiendo creer que él era un muchacho normal, que trabajaba a tiempo parcial de guía turístico y aceptando trabajos temporales cuando los encontraba.

Ella había llegado a aquella conclusión a partir de ciertos comentarios que él le había hecho. Y aunque él no le había mentido, no la había sacado de su error, ya que estaba encantado de haber encontrado a alguien a quien amar y que, al parecer, lo amaba a él, no a su cuenta corriente.

Francesco resopló y se dirigió hacia el pueblo donde vivía su prima, el mismo donde vivía la codiciosa Anna. Rylands…

El nombre de la casa de ella había quedado grabado en su memoria.

Y no pudo evitar recordar la última vez que él había hecho aquel viaje.

–Le diré a mi familia que vendrás y que te hagan una cama. Te quedarás a dormir, ¿verdad? –le había dicho Anna cuando se había enterado de que él iría a verla a su casa.

Había parecido excitada cuando él había llamado desde Londres para decirle que iba rumbo a Rylands.

–Es una pena, pero no volveré hasta las diez. Esta tarde trabajo. Y no puedo cancelar el compromiso –se había lamentado Anna–. ¡No puedo fallarles! ¡No sabes cuánto me gustaría no tener que ir a trabajar! ¡Oh, Francesco! ¡No veo la hora de verte!

Él había colgado el teléfono de su lujosa oficina sonriendo pícaramente. Él ya había cancelado tres reuniones de trabajo por estar con ella. Pero a ella no se le había ocurrido que podía haberlo hecho. Era normal. Ella no sabía que él era el dueño de un imperio económico que tenía oficinas en Roma, Bruselas, Nueva York y Sydney.

Había llamado a su ayudante personal por el teléfono interno y le había dicho que se marchaba. No le había dicho que en el bolsillo de la chaqueta llevaba un anillo para la reina adecuada, ni una proposición de matrimonio en la punta de la lengua.

Ir a verla, aunque le llevara unas horas, le daría la oportunidad de conocer a sus padres.

Su padre lo estaba esperando. Bajó las escaleras, excitado, sin darle tiempo a echar una ojeada al viejo edificio del siglo diecisiete en el que vivía su familia.

–¿Así que tú eres el chico de mi niña? –su padre le dio la mano–. ¡Bienvenido al ancestral hogar! ¡Anna nos lo ha contado todo acerca de ti!

Lo hizo pasar a un vestíbulo vacío, a excepción de una solitaria y triste silla, y luego a una sala pequeña recubierta de madera, con unos sofás gastados y una vieja mesa de pino. Y lo sometió al más despiadado discurso publicitario que jamás había escuchado.

–Quiero comentarte esto antes de que aparezca mi mujer. Ya sabes cómo son estas cosas, hijo… Las mujeres no comprenden los negocios… Tengo una idea fantástica… ¡Es una oportunidad que no te puedes perder! ¡Una inversión ideal para un hombre como tú! ¡Serías tonto si la rechazaras! Y por lo que he leído sobre ti, ¡tonto no eres!

Al margen de su disparatado negocio, algo relacionado con animales salvajes, un safari park o algo así, él se había sentido traicionado por Ana. Se había puesto furioso. ¿Así que Anna le había contado «todo sobre su chico»?, había pensado, furioso. Pues a él le había tomado el pelo…

No le extrañaba que ella se hubiera puesto contentísima cuando él le había dicho que iría a verla. ¡Debía de estar celebrando que había podido cazarlo!

¿Lo de que ella tuviera que estar trabajando hasta tarde habría sido verdad, o habría sido simplemente una excusa para que su padre tuviera tiempo de proponerle un negocio y pudiera sacarle algo de dinero?

Con tono cortante, él había interrumpido a su padre y le había dicho:

–Nunca me han pedido dinero de forma tan chapucera.

Luego le había pedido un papel y había dejado una nota para la «Dulce Anna».

Y se había marchado. Despreciándose. Odiando a Anna.

Odiándola porque lo había puesto en ridículo haciendo que se dejara guiar por el corazón y no por la cabeza, como lo hacía siempre. Él, que era un hombre calculador y cerebral, y que poseía un sexto sentido para detectar mujeres ambiciosas e interesadas sólo en el dinero.

Se había sentido absolutamente avergonzado de sí mismo.

Dobló a la izquierda e intentó olvidarse de aquel episodio. Y deseó que Silvana, una celestina innata, no le hubiera reservado alguna candidata para el fin de semana. No tenía interés en el sexo opuesto.

 

 

Anna Maybury miró sus tobillos hinchados. Era una consecuencia de estar embarazada de siete meses.

Se tocó el vientre, cubierto de un peto de trabajo. A pesar de su incomodidad, amaba profundamente al bebé que iba a nacer.

No había hecho caso a la sugerencia de un par de amigas de que interrumpiese el embarazo, ni a las presiones de sus padres de su derecho a ponerse en contacto con el padre para pedirle ayuda económica.

Aquél era su bebé, y lo amaba incondicionalmente. Se arreglaría sin ayuda del padre. ¡Él era un indeseable! Sería muy atractivo, y rico, al parecer, ¡pero igualmente un sinvergüenza!

Se quitó un mechón rubio de la cara, enfadada consigo misma por pensar en él a pesar de haberse prometido no hacerlo nunca más, y se dispuso a preparar la cena para cuatro.

Había apartado los ingredientes en una tartera y los había puesto en el frigorífico, y la pierna de cordero aderezada con ajo y perejil, para el segundo plato, estaba haciéndose al horno.

Un menú italiano, como era lo estipulado.

Al parecer, su cliente, Silvana Rosewall, era italiana, aunque casada con un banquero inglés. Así que tendría que aguantarse que la señora de la casa hubiera pedido un menú italiano.

Ella era un chef profesional, y le iba bien en su negocio de catering. Mejor que bien, aunque le hubiera venido bien que su amiga Cissie la hubiera ayudado aquella noche.

Pero Cissie tenía una cita, y desde el principio le había dejado claro que sólo la ayudaría de vez en cuando, hasta que conociera al hombre de su vida. Pero le habían venido bien los contactos de Cissie. Su familia tenía muchos, y eso le había proporcionado clientes, como el de aquella noche.

Ella no dejaría que Rylands, su hogar familiar desde hacía más de trescientos años, fuera arrebatado de sus manos. Porque sabía que la pérdida de la casa familiar rompería el ya maltrecho corazón de su madre. Y pensar en algo tan doloroso le haría mal a su bebé.

Así que no se permitiría pensar en todo aquello.

–Los invitados acaban de llegar –dijo la señora Rosewall cuando entró en la cocina.

Se alegró de que alguien la hiciera volver a concentrarse en su trabajo. La cocina estaba en la parte de atrás de la mansión, así que no había oído el motor de los coches o el ruido de las ruedas en la grava de la entrada.

–¿Qué tenemos? –preguntó Silvana Rosewall.

Era una mujer de treinta y pocos años, morena, muy elegante.

–Cazuela de patatas con mozzarella de entrante, seguido de kebabs de pez espada, y cordero al estilo toscano, cortado en finas lonchas con verduras mediterráneas a la plancha, y para terminar, tarta de naranjas al caramelo. Y además he conseguido esas galletas venecianas tan especiales.

–Excelente –Silvana asintió con la cabeza–. Comeremos dentro de media hora –frunció el ceño al ver la figura embarazada de Ana–. ¿Estás sola? ¿Puedes arreglarte, en tu estado? Podría haber venido alguien para ayudarte a servir la mesa…

Alguien delgado y atractivo, que no echara para atrás a los invitados, pensó Anna que era lo que Silvana quería decir. Bueno, haría todo lo posible por permanecer en el fondo de la escena.

Sus curvas habrían quedado estupendas en una amazona alta, pero a su juicio, con su escasa altura, la hacían redonda.

Silvana se marchó.

Anna sacó los ingredientes de las tarteras que había en el frigorífico y terminó de cocinarlos.

Media hora más tarde colocó en una bandeja las patatas calientes con mozzarella gratinada encima.

El resto de la comida estaba prácticamente lista también, y se sintió satisfecha de que todo fuera como esperaba.

Con suerte, los Rosewall y sus invitados estarían tan contentos con la comida, que no se fijarían en su aspecto, y no se sentirían incómodos.

Pero su seguridad se derrumbó cuando entró en el salón y lo descubrió a él.

La bandeja casi se le cayó al suelo, al igual que la confianza en sí misma. Se aferró a ella con fuerza para que no se cayera y sintió que la cara se le incendiaba.

Él la miró con dureza, achicando los ojos. La última vez que lo había visto había notado deseo en ellos.

Anna tragó saliva. Bajó la vista y deseó que el color abandonase su cara. Y sirvió los platos con manos temblorosas.

Salió del salón nuevamente rumbo a la cocina. El corazón se le salía del pecho. Se apoyó de espaldas en la puerta e intentó serenarse.

Verlo allí había sido un shock.

A su mente habían acudido las palabras que Francesco había escrito en la nota que le había dejado:

 

Ha sido un buen intento. Pero he cambiado de parecer. Tú tienes mucho que ofrecer, pero nada que no pueda conseguir en cualquier parte.

 

Sexo. Se refería al sexo.

Sintió náuseas al pensarlo. Su padre debía de haber leído la nota. Era lo único que podía explicar su cara de cordero degollado cuando se la había dado a ella, balbuceando que su nuevo chico sólo se había quedado diez minutos y se había marchado. Así que su padre se había enterado de que la había dejado, y eso la había hecho sentir peor todavía.

Al principio ella había pensado que Francesco creía que ella era rica. ¿Acaso no habían estado Cissie y ella en aquel carísimo hotel frecuentado por gente rica? Él habría imaginado que estaba detrás de un buen partido. Hasta que había visto la realidad de Rylands, despojada de todo lo que había valido la pena vender, absolutamente descuidada y estropeada.

Unas semanas más tarde Cissie le había dado una de las revistas que tanto gustaban a su madre, en las que aparecían los personajes famosos de la alta sociedad, y le había señalado una foto.

–Éste es el muchacho con el que estuviste en Ischia. Me resultó una cara conocida, pero no me sabía de dónde lo conocía. Debió de estar de incógnito, ¡ni un coche lujoso ni un lujoso yate a la vista! Sale siempre en la columna de cotilleos. Es millonario, ¡has tenido suerte! ¿Sigues en contacto con él?

–No

–¡Una pena! Si lo cazas, ¡no tendrás de qué preocuparte en toda tu vida! Pero, para serte sincera, ¡estas aventuras de vacaciones no duran nada! ¡Y el hombre tiene una fama de mujeriego terrible!

Ella se había dado la vuelta, encogiéndose de hombros, sin mirar apenas la foto de Francesco Mastroianni, vestido con un esmoquin blanco que contrastaba tanto con aquel atractivo moreno de aspecto latino. Se había quedado helada.

Francesco no había ido tras el dinero inexistente de ella y de su familia, como había pensado al principio.

Sólo le había interesado el sexo.

Pero al parecer, al volver a Londres había conocido a alguien que lo había satisfecho más sexualmente, alguien más sofisticado, probablemente.

¡Un desgraciado! ¡Cómo odiaba a los hombres que usaban a las mujeres para su placer y luego las dejaban como a juguetes viejos!

Entonces, ¿qué derecho tenía él a mirarla con desprecio?

Se apartó de la puerta y se dijo que si alguien merecía desprecio era él, y corrió a encender el grill.

Ella era una profesional, y haría el trabajo para el que la habían contratado. Lo ignoraría, y cuando terminase la noche, se lo quitaría de la cabeza nuevamente. No le tiraría la copa de vino «accidentalmente», ni le rompería un plato a la cabeza. No podía permitirse ese tipo de satisfacción. Si se ganaba fama de maleducada, nunca más conseguiría trabajo.

¡Pero si él la volvía a mirar con aquel desprecio, se sentiría seriamente tentada de hacerlo!

 

 

¡Ella estaba embarazada!

¿Sería suyo?

Francesco tuvo que hacer un esfuerzo para comer y para ignorar a Anna Maybury mientras ella servía la comida.

Apenas pudo pronunciar monosílabos en la comida, dirigidos a la pelirroja que su prima había llevado para él.

Pero él no estaba interesado en ella.

Anna había sido virgen. Y él no había usado preservativo la primera vez. Había estado demasiado extasiado como para pensar en ello.

Había estado perdido en aquella tormenta salvaje de emoción y deseo. Había sido una experiencia tan nueva y vital, que le había parecido que su vida entera hasta aquel momento no había sido sino un teatro de sombras.

Aquel niño que Anna llevaba en su vientre podía ser suyo. A no ser…

Se echó hacia atrás en la silla y, apoyando la mano en el respaldo, dijo:

–La mujer del catering… ¿Sabes de cuánto tiempo está embarazada?

Sus compañeros de mesa lo miraron, sorprendidos. Pero fue Silvana quien le preguntó:

–¿Por qué quieres saberlo?

«Porque es posible que yo sea el padre y no lo sepa», hubiera querido decir. Pero respondió:

–Por si tuviéramos que hacer de matronas en un momento dado…

La pelirroja se rió con una risa irritante. Guy miró a su esposa. Y Silvana contestó:

–De siete meses, según Cissie Lansdale. Cissie es una especie de socia de Anna en el negocio del catering. Normalmente es la que se ocupa de servir la mesa. Pero hoy no ha podido venir, al parecer. Guy, querido, nuestras copas están vacías…

Mientras su marido servía una segunda botella de Valpolicella, Silvana agregó:

–Personalmente, pienso que una mujer en su estado debería estar descansando, no haciendo este tipo de trabajo. Pero no tiene un marido que la mantenga, y su madre está un poco delicada, no tiene buena salud, según me han dicho. Supongo que necesitan el dinero. El padre es un caso perdido. Hace tiempo tenían una buena posición en la zona. Pero él despilfarró lo que tenían, o lo perdió…

–Hizo malas inversiones, según tengo entendido –agregó Guy mientras se volvía a sentar.

–Pareces saber mucho acerca de ellos –comentó Francesco.

Reflexionó que el niño podría ser suyo, si estaba embarazada de siete meses. A no ser que Anna se hubiera acostado con alguien inmediatamente después de volver de vacaciones.

Pero eso no era muy posible, dado que en aquel momento ella estaba concentrada en cazarlo. Ella había esperado que él la siguiera a Inglaterra, así que no habría querido que hubiera nadie más rondándola, y que le estropeara el plan, pensó Francesco.

Francesco hizo un gran esfuerzo para no fruncir el ceño y correr a la cocina para saber la verdad.

–Cuando llegamos aquí, era necesario que nos presentásemos a las mejores familias para que pudieran darnos referencias de gente honesta y fiable del lugar. La semana que viene tendremos un ama de llaves permanentemente en la casa. Pero necesitamos otra gente… –tomó un sorbo de café y levantó una ceja hacia su primo–. Fontaneros, electricistas, un jardinero, cocineros… Esta chica embarazada nos la han recomendado muy especialmente –comentó Silvana.

Cuando terminaron de comer, Silvana propuso:

–¿Por qué no vamos al salón mientras la chica recoge la mesa? ¿Una Grapa? Luego Guy y yo iremos arriba y os dejaremos que os relajéis frente al fuego y que os conozcáis –sonrió Silvana a Francesco mientras se ponía de pie–. Sé que Natalie quiere hablarte de un baile de recaudación de fondos que puede interesarte.

Francesco resopló internamente. No tenía interés en la pelirroja. Y tendría que hacérselo saber a ella.

Al día siguiente a primera hora iría a Rylands y exigiría saber si el niño era suyo.

 

 

El lavaplatos terminó de hacer su tarea. Anna guardó la vajilla en el enorme armario Victoriano. Le dolía la espalda.

Media hora antes la señora Rosewall le había pagado mientras ella recogía sus cosas.

–La comida ha sido perfecta –le había dicho–. ¿Has terminado, o todavía te queda algo que hacer?

–Terminaré en media hora más o menos. Estoy esperando que termine el lavaplatos. ¿O prefiere que me vaya ahora? –preguntó Anna.

No veía la hora de marcharse de allí.

–No hay prisa. Sólo he venido a decirte que mi marido y yo vamos a acostarnos. Pero mi primo y su chica se quedarán en el salón, y no quiero que los molesten. Así que, márchate sin interrumpirlos. Y ahora que lo pienso, ¿podrías hacer el servicio de catering de la comida del domingo? Los invitados se marcharán a Londres por la tarde, así que sería mejor preparar una comida ligera…

Anna no había pensado decir que sí.

–Lo siento –respondió Anna, reprimiéndose las ganas de frotarse la dolorida espalda–. No puedo.

Después de una última mirada a la inmaculada cocina, Anna se puso su vieja gabardina, se soltó el pelo y salió. Estaba demasiado cansada como para darse prisa.

Había sido una pesadilla aquella noche. Pero ya había terminado, se dijo, aliviada.

Se subió a su coche pensando que no volvería a ver a Francesco, y eso la tranquilizó.

Había sido horrible ver cómo aquella pelirroja se le echaba casi encima a él… Y saber que él había notado su embarazo. Seguramente se habría dado cuenta de que podía ser suyo.

Pero probablemente no se daría por enterado. Lo que había sucedido en Ischia era una cosa más en una larga lista de sucesos destinados al olvido. Seguramente él pensaría que si ella había quedado embarazada era por su propia culpa.

Anna quiso poner el motor en marcha, pero éste no le respondió. Después del cuarto intento tuvo que admitir que no tenía batería.

Buscó su teléfono móvil. Era culpa suya. Nick le había advertido que tenía que cambiar la batería. Pero como siempre le faltaba dinero parar pagar las facturas de Rylands y para llenar el frigorífico…

No encontró el móvil. Debía de habérselo dejado en su casa. Se maldijo por ello. No le quedaría más remedio que golpear la puerta y molestarlos.

La idea de saber que se refería a Francesco y a su chica, casi la mató. Había doce kilómetros hasta Rylands, y encima llovía. Si no hubiera estado embarazada, habría caminado hasta allí.

Pero lo estaba.

 

 

Cuando la pelirroja se marchó, Francesco se sirvió una Grappa. Estaba de mal humor.

Normalmente sabía cómo deshacerse de las mujeres con elegancia. Pero aquella noche no había podido hacerlo.

Había sido frío, seco, descortés.

Las entradas al baile para recaudar fondos que le había ofrecido la pelirroja no le habían interesado. Ni volver a verla para almorzar cuando volvieran a la ciudad, como le había propuesto ella. Así que la amiga de su prima se había ido a la cama, sola.

Ahora podía relajarse. Pero no lo conseguía.

Sentía que faltaba mucho tiempo hasta la mañana siguiente en que pudiera enfrentarse a Anna.

 

 

Anna tocó el timbre con el corazón galopando en su pecho. Tenía el pelo mojado por la lluvia. Estaba muy nerviosa.

Pero tenía que ponerse en contacto con Nick, pedirle que fuera a recogerla allí. Y eso significaba enfrentarse a Francesco para pedirle usar el teléfono de los Rosewall.

Cuando se abrió la puerta, ella se puso rígida.

–Mi camioneta no arranca. ¿Puedo usar el teléfono?

Él le respondió con un silencio.

La miró con sus ojos grises de acero.

Y le contestó con dureza:

–Dime la verdad, por una vez en la vida, ¿es mío el bebé?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ANONADADA por semejante pregunta, Anna decidió que sería más digno ignorarla que preguntarle: «¿Y a ti qué te importa?».

–Tengo que llamar a Nick para que me venga a buscar, y para eso necesito un teléfono.

Ella notó que él tenía una ceja levantada, aparentemente sorprendido por su respuesta, incrédulo ante lo que escuchaba o veía.

Ella tenía el pelo chorreando, botas de lluvia y una enorme barriga, pensó Anna.

Intentó olvidarse de ello, y dijo:

–Por favor, diles a los Rosewall que Nick y yo recogeremos mi camioneta mañana a primera hora de la mañana. Le hace falta una nueva batería.

Cruzó los dedos, rogando que no se tratase de un arreglo mayor que le costase muy caro. Tembló de frío. Estaba mojada… Dio un paso adelante y preguntó:

–¿Puedo pasar?

Él la miró con dureza. No hizo ningún movimiento para dejarla pasar. ¿Le pediría que se perdiese?, se preguntó.

Entonces él se acercó y le agarró el codo, haciéndola girarse.

–Yo te llevaré.

–No hace falta –dijo Anna, alarmada. No podía soportar la idea de estar encerrada en el coche con él, repitiéndole la pregunta de antes–. Nick vendrá a buscarme sin ningún problema.

Él la agarró más fuertemente.

–No lo dudo –respondió él.

Francesco empezó a caminar deprisa, llevándola, reacia, hacia el extremo de la propiedad solariega–. Pero es mejor que te quites esa ropa húmeda y que te des un baño caliente cuanto antes –la detuvo antes de llegar a su Ferrari–. No tienes que pensar sólo en tu bienestar.

Se refería al bebé, pensó ella con culpa. Y tenía razón. Tenía que cambiarse de ropa y relajarse, por el bien del bebé. Y además, si esperaba a Nick, Francesco tendría la oportunidad de hacerle aquella pregunta. Y ella no iba a saber qué contestarle.

Anna se sentó en el asiento del copiloto.

¿Qué le iba a decir? ¿Que no era asunto suyo? ¿Lo aceptaría él? ¿Se sentiría aliviado de no tener que responsabilizarse por nada?

Era posible en un hombre como él.

¿Y si ella le decía que él no era el padre? ¿Que estaba embarazada de cinco meses solamente?

Pero, dado su tamaño, ¿se lo creería?

Anna se preparó y esperó.

–¿Todavía vives con tus padres? –fue lo único que preguntó él.

Ella respondió afirmativamente, y él no preguntó más hasta que llegaron a su casa.

–No creas que he terminado –le advirtió él entonces–. Mañana vendré a primera hora. Y si me dicen que no estás, esperaré hasta que estés disponible.

Francesco se marchó a gran velocidad. Ya no tenía que conducir con cuidado por su copiloto. Y se maldijo por no exigirle a Anna que le dijera quién era el padre de su hijo.

Normalmente él conseguía siempre lo que se proponía, cuando se decidía a ello. Así había levantado su imperio de negocios después de la muerte de su padre, hacía diez años. Con gran esfuerzo había llevado a su empresa al siglo XXI, algo que no habría podido hacer un hombre no decidido.

Entonces, ¿por qué a ella le había permitido escabullirse?

Debería haberla presionado para que le dijera la verdad. Pero… La había visto tan vulnerable. Tan cansada. Así, empapada y con aquel aspecto de desamparo le había parecido un gatito semiahogado. Su primera reacción había sido rabia por ver que una mujer en su estado tuviera que verse forzada a trabajar como una esclava para aquellos privilegiados que no habían hecho más que dar órdenes y sentarse a esperar que se cumplieran. A aquel sentimiento había seguido la necesidad de llevarla a un lugar donde ella pudiera descansar y estar cómoda.

Francesco suspiró profundamente. Debía de estar haciéndose viejo.

¿Y quién diablos era Nick?

 

 

Anna se acostó con la bolsa de agua caliente. La bañera había estado sólo tibia, su dormitorio, húmedo y frío, debido a las humedades en el techo.

Tembló convulsivamente. Él estaba decidido a arrancarle la verdad. Contra lo que ella había pensado, Francesco no iba a encogerse de hombros y a desentenderse de la situación.

Ella había leído en algún sitio que para el hombre latino la familia era muy importante.

¡Ojalá no hubiera aceptado el trabajo de los Rosewall! ¡De esa forma Francesco no la habría visto!

¡Ojalá se hubiera enamorado de Nick y hubiera aceptado su proposición de matrimonio! ¡Cuando hubiera empezado a notársele el embarazo todo el mundo habría creído que el niño era de él! Nick habría hecho cualquier cosa por ella. Aquella idea la deprimió.

Nick y ella habían sido muy amigos desde pequeños. Se querían mucho. Pero él no estaba enamorado de ella, y se merecía algo mejor. Algún día conocería a alguien y se enamoraría de verdad.

Y ella tampoco estaba enamorada de él. Lo que sentía por él no se parecía en nada a lo que sentía por Francesco.

«¡Oh, sinvergüenza!», pensó.

Y se puso a darle puñetazos a la almohada.

 

 

Anna se levantó por la mañana y se vistió con ropa premamá. Se recogió el pelo y se miró al espejo. No tenía buena cara, pensó.

Se puso unas zapatillas de deporte, puesto que los zapatos que había usado el día anterior estaban aún mojados, y buscó su móvil.

Nick parecía soñoliento por el tono de su voz. Y Anna se disculpó.

–Te he despertado. Oh, ¡lo siento!

Luego le explicó brevemente lo que necesitaba, sintiéndose fatal por llamarlo tan temprano. Pero Francesco no había dicho la hora exacta en que iría a vela. Sólo había hablado de «a primera hora de la mañana». Si iba a buscar el coche con Nick con una nueva batería, Francesco no tendría oportunidad de ir a su casa y acorralarla con preguntas.

–Dame media hora –respondió Nick–. ¿No te dije que tendrías problemas? ¿Cómo has vuelto a casa? Deberías haberme llamado.

–Iba a hacerlo. Pero uno de los invitados de los Rosewall me trajo a casa –respondió ella–. Gracias, Nick…

–¿Por qué?

–Gracias por venir a rescatarme.

–Sabes que puedes llamarme siempre que lo necesites.

Anna volvió a la cocina y se puso una chaqueta. Bebió un vaso de zumo y salió al encuentro de Nick.

Afortunadamente había parado la lluvia de la noche anterior y había salido el sol, iluminando la lúgubre habitación.

No le extrañaba que su madre estuviera siempre deprimida al ver cómo se venía abajo su casa familiar. Beatrice Maybury, una mujer frágil, siempre se había sentido frustrada por ello, pero, aquejada de fiebre reumática de pequeña, nunca había sido capaz de hacer nada práctico para solucionarlo. Había tenido que quedarse sentada, observando cómo su marido perdía todo.

Suspiró y abrió la puerta de la cocina. Y se quedó sorprendida de lo que vio.

–¿Mamá?

Su madre, con su pelo cano recogido y envuelta en un camisón antiguo, le contestó:

–¿Quieres té, cariño?

–Te has levantado muy temprano –Anna miró a su madre achicando sus ojos verdes.

Su madre pocas veces se levantaba antes de las diez, por la insistencia de su marido de que descansara. William siempre había tratado a su adorada esposa como si fuera de cristal.

Era una pena, pensó Anna en un momento, que su padre no hubiera tratado la fortuna que había heredado su esposa con el mismo cuidado.

–¿Ocurre algo malo? –preguntó Anna.

–Lo habitual –respondió Beatrice con una débil sonrisa mientras ponía dos tazas de té en la mesa–. Tu padre está cansado. Creo que ese trabajo es demasiado para él. Le he insistido para que descanse un poco.

Su madre se sentó. Anna suspiró y se sentó también.

No podría ir al encuentro de Nick, y evitar, tal vez, ver al sinvergüenza «a primera hora de la mañana», pensó.

No podía marcharse y dejar a su madre en aquel estado. Su madre no solía insistir en nada, apenas dejaba que los demás tomaran las decisiones por ella.

Su padre siempre había sido muy fuerte, pero tal vez el trabajar para una constructora local era demasiado para un hombre con más de sesenta años. Lo que ganaba iba a parar a los acreedores, mientras que lo que ganaba ella se destinaba a los gastos de la casa. Entre los dos mantenían a Rylands en un estado de segura precariedad. De momento.

–Le he dicho que yo daría de comer a Hetty y a Horace y las dejaría salir. No había huevos hoy. Me parece que Hetty está un poco pachucha hoy.

Anna sonrió por primera vez desde que había visto al sinvengüenza.

–Probablemente esté molesta porque le sacas siempre los huevos. Deberíamos dejarla empollar y aumentar el gallinero.

Aquellas dos gallinas eran las únicas supervivientes del gallinero.

Su padre había anunciado que con fruta, verduras, gallinas, un cerdo y una cabra se mantendrían. Tendrían queso de cabra, bacon, huevos, y así volverían a la naturaleza.

La cabra jamás se había materializado. El cerdo había muerto. Una oveja de un vecino había entrado y se había comido la fruta y los productos de la huerta, y el zorro se había llevado a las gallinas.

–Tuvimos una discusión. Supongo que tu padre se disgustó.

El amor que se tenían sus padres había sido lo único que les había impedido derrumbarse y que sus vidas se transformasen en una pesadilla. Su madre jamás le había echado en cara a su padre su malas inversiones. Le había echado la culpa a los demás, y lo había animado a seguir haciendo negocios.

Si ahora empezaban a pelearse, ¿qué les quedaría?

Anna los quería mucho. Era protectora con su madre, y aunque su padre la desesperaba, lo amaba por su energía y entusiasmo, su calidez y su amabilidad.

–Bueno, me temo que voy a tener que hacer algo…

–Comprendo –dijo Anna, aunque no lo comprendía. Estaba sorprendida por aquella actitud decidida de su madre–. ¿Acerca de qué?

En aquel momento sonó el timbre.

Anna se puso de pie.

–Ése debe de ser Nick. Oye, lo siento, pero tengo que irme. Hablaremos más tarde –Anna agarró su chaqueta, se la puso y agregó automáticamente–: No dejes de desayunar. Hay pan para tostadas. Compraré otra barra cuando vuelva.

Cuando tuviera la batería nueva podría ir a comprar algunas provisiones. Quería evitar a Francesco Mastroianni todo lo que pudiera. La idea de encontrárselo la hizo estremecer.

Anna abrió la puerta, y junto a una ráfaga de viento, apareció él.

Francesco entró.

¿Por qué había ido tan temprano? ¿Por qué no se había quedado en la cama con su última amante?

Aquella mañana estaba muy atractivo, pensó ella.

Francesco era más de un metro ochenta de italiana masculinidad, con aquel pelo oscuro tan bien arreglado y aquellos ojos grises…

–¿Vas a algún sitio? –preguntó él.

Para su desagrado, la cara de Anna se puso roja. No podía creer que alguna vez hubiera estado enamorada de aquel hombre arrogante y dominante. Él había ocultado aquella faceta con maestría cuando la había seducido.

Su inmaculado traje de diseño destacaba su físico espectacular y sus facciones clásicas. Su camisa blanca contrastaba con su piel dorada y su mandíbula oscurecida por una barba incipiente y perenne.

Francesco era un intimidante extraño, se dijo ella.

En la isla siempre había usado vaqueros, zapatillas de lona y una cadena en el cuello que le había dejado unas marcas verdes. Aquellas manchas la habían enternecido más aún.

Ahora ya no lo amaba.

Lo despreciaba, y despreciaba todo lo que él representaba.

Y no pensaba responderle. No quería darle la oportunidad de entablar una conversación.

Dejó la puerta abierta y rogó que apareciera Nick.

–¿Hay algún lugar más cómodo donde podamos conversar? –preguntó él con impaciencia, sin dejar de mirarla detenidamente.

Y ella sintió que a él no le gustaba lo que veía.

Una don nadie que podía estar embarazada de un hijo suyo.

–No.

No quería hablar de la paternidad de su bebé con él. Ni con nadie. Y como amaba a su bebé, sentía miedo.

Si Francesco se enteraba de que era el padre tal vez prefiriese lavarse las manos. O… Y eso era lo que más temía, podía sentirse muy macho y exigir la custodia del niño.

Y entonces, ¿qué haría ella?

¿Podría luchar por la custodia de su hijo en los tribunales con él y ganar?

–Anna… ¿Quién es? –apareció Beatrice. Se quedó petrificada, y se puso la mano en la base del cuello–. He oído voces. No parecía la de Nick…

No lo era.

Nadie podía confundir la profunda voz de Francesco con el dulce tono pueblerino de Nick, pensó Anna, deseando que su madre se quedase donde estaba. ¿Cómo iba a presentárselo? «Por cierto, éste es el hombre que me sedujo, me mintió y me abandonó». ¿Así?

–Señora Maybury, es un gusto conocer a la madre de Anna –dijo Francesco de repente, extendiendo la mano para dársela a Beatrice.

–¿Anna?

–Éste es Francesco Mastroianni –lo presentó Anna.

Ella hubiera sacudido a su madre por ponerse tan solícita con él. Pero la perdonó porque no había mujer que no se sintiera afectada por el encanto de Francesco, cuando éste se lo proponía.

–He vuelto a ver a Anna anoche. Ella preparó el servicio de catering en casa de mi prima. Y ahora he venido para saber cómo está de salud.

Anna resopló por dentro. Era increíble la facilidad que tenía para mentir y engañar, para estar tan atractivo y tan seguro de sí mismo. ¡Y ella encima no podía hacer nada!

Su madre arqueó una ceja. Evidentemente había prestado atención a las palabras «he vuelto a ver».

–Muy amable de su parte, signor. ¿No quiere pasar a la cocina? Es la única habitación caliente de la casa, me temo. Y, cariño, cierra la puerta. ¡Hace mucho frío!

Si su madre hubiera sabido la verdad, no lo habría dejado atravesar el umbral de la puerta, pensó Anna.

Le llevó unos segundos darse cuenta de que había llegado Nick. Éste llevaba el pelo alborotado, y con aquellos vaqueros parecía tan común en comparación con Francesco, que ella se habría puesto a llorar.

–¿Estás lista? –preguntó Nick. Luego sonrió a Beatrice–. ¡Hola, señora Maybury! –Nick no pareció registrar la presencia del extraño–. ¿Tienes las llaves de la camioneta? –al ver el asentimiento de Anna, Nick agregó–: Entonces vamos. Mi padre dice que no hace falta que te des prisa en pagar la batería. El pago puede esperar.

Anna se puso colorada. El padre de Nick era el dueño del taller del pueblo, y él, como todos los demás vecinos, conocían su situación económica. Pero ella hubiera preferido que Francesco no lo hubiera oído.

–No es necesario –respondió ella, yendo hacia la puerta.

–¡Espera! –gritó Francesco, deteniéndola. Luego dio un paso hacia su amigo y preguntó:

–¿Nick eres tú?

Nick lo miró, sorprendido, y él lo tomó como una respuesta afirmativa.

–No hace falta que esperes tú también. Ocúpate de la batería. Yo llevaré a Anna a buscar la camioneta más tarde.

–¡Espera un momento! –Anna, estaba indignada.

¿Se creía que podía darle órdenes a todo el mundo?

Francesco permaneció imperturbable, sonriendo cínicamente, esperando que ella estallase.

Ella estaba furiosa. Pero no serviría de nada lo que le dijera. Y encima él se daría el gusto de verla fuera de sí.

Se reprimió un gruñido y decidió darse por vencida.

Era inútil postergar el interrogatorio por más tiempo. Cuanto más lo demorase más irritada se sentiría. Y eso no sería bueno para el bebé.

Anna sonrió a manera de disculpa con Nick y dijo:

–Gracias, chico. Te veré más tarde. Tengo que arreglar un asunto.

Y se fue a la cocina con Francesco, como le había indicado su madre.