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Pedro Antonio de Alarcón

La Alpujarra

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-388-9.

ISBN ebook: 978-84-9953-721-4.

Sumario

Créditos 4

Presentación 9

La vida 9

Los moriscos 9

Dedicatoria 11

Prolegómenos 11

Primera parte. El valle de Lecrín 17

I. Preparativos de viaje 19

II. En la Vega de Granada. Los Llanos de Armilla. El Mulhacén. Un cadáver misántropo 23

III. El Suspiro del Moro. Granada a lo lejos. Adioses de BOABDIL. Palabras de Carlos V 27

IV. Lo que fue de BOABDIL 31

V. El Valle de Lecrin. El Padul. Las aguas y los montes. La Fuensanta del Valle 37

VI. Ochenta años en seis kilómetros 41

VII. Dúrcal. El día de San José. La Madre de Andalucía. Una emboscada. Talará y Chite. Panorama del Valle 53

VIII. Tres leguas en tres minutos. Una mañana de nieve. Una espada y una daga. Quién era don Fernando de Valor 60

IX. En Béznar. Naranjas y limones. De Regidor a rey 68

X. El Puente de Tablate. Llegada a la Venta. ¡A caballo! Lanjarón. Adiós al mundo 74

Segunda parte. La taha de Órgiva 85

I. Lo que hay donde no hay nada 87

II. Dos encuentros. Llegada a Órgiva 90

III. ¿Cuál es la etimología de la palabra Alpujarra? ¿Se debe decir La Alpujarra, o Las Alpujarras? ¿Cuáles son los verdaderos límites de esta región? Historia antigua. Geografía moderna 94

IV. En Órgiva (por la tarde). La Posada del Francés. El alcalde de Otívar. Moras y cristianas. Una torre célebre. La tapia de un huerto. Albacete de Órgiva. El río Grande y el río Chico. Los Jamones de Trevélez. La Taha de Pitres 105

V. En Órgiva (por la noche). Más de un candil en viga. El Rosario. La taza de Teresa. Entre el día y la noche no hay pared 117

Tercera parte. La contraviesa 125

I. Diferentes maneras de amanecer. Segunda campaña contra el mulo 127

II. Tres alpujarreños. El Puerto de Jubiley. Cuesta arriba. En la cumbre. Cuesta abajo 131

III. La nueva primavera. Coronación de Aben-Humeya. La Venta de Torbiscon. Torbiscon y su rambla. Algunos peñones sueltos 137

IV. Subida a la Contraviesa. Historia de una uva 150

V. Mapa de piedra y agua 155

VI. Singularidad de las montañas alpujarreñas 160

Cuarta parte. El gran Cehel 165

I. De cabeza al mar. Las eternas moriscas. Alfornon. Recuerdos de África. Dos tradiciones. Albuñol a lo lejos. Llegada a Albuñol 167

II. Albuñol pintoresco, histórico, geográfico, estadístico, agrícola, poético. y otras muchas cosas 172

III. Sesión nocturna. Noticias de la Guerra 183

IV. La Cueva de los Murciélagos 188

V. Las Angosturas de Albuñol. La costumbre de vivir. Lontananzas, perspectivas, panoramas alpujarreños. La Encina Visa 195

VI. Noticias de Constantinopla y de otros puntos. El Peñón de las Guájaras. Llegamos a Murtas 202

VII. En Murtas. Una noche a la antigua española. Catalina de Arroyo 210

VIII. Asechanza contra Aben-Humeya. Aparece en escena Aben-Aboo. Bárbaro tormento 214

IX. Toque de Diana. Orden del día. Mecina Tedel. Los caballos no quieren matarse. El Castillo de Juliana. Jorairátar. Recuerdos asesinato. Una soirée en Cojáyar. Casta Diva 220

Quinta parte. La orilla del mar 231

I. Cortijeros y cortijeras. De Murtas a Turón. Acerca de los higos. De cómo mi primo clavó clavos 233

II. Viaje aéreo. Vista de Berja 239

III. Una hora en Adra 244

IV. Playas y puntas ¿Llegamos o no llegamos? 247

V. Historia pura. Felipe II acuerda dar el mando del ejército granadino a su hermano don Juan de Austria. Ferocidades de los cristianos. Ferocidades de los moriscos. Crece la insurrección. Don Juan de Austria en Granada. Sus primeras medidas. Preparativos de Aben-Humeya. Ventajas de éste. El marqués de los Vélez lo rechaza delante de Berja. Retrato del marqués de los Vélez. Recobra el reyecillo el terreno perdido. Proscripción de los moriscos de la capital y de su vega. Carta de Aben-Humeya a don Juan de Austria, quejándose de lo que en Granada se hacía con su padre don Antonio de Valor. Nuevas victorias del reyecillo. Es llamado a la corte el marqués de Mondéjar 259

Sexta parte. La Semana santa en Sierra Nevada 273

I. Lunes santo. Descansamos en Albuñol. Cosas de la Luna. Martes santo. Nos trasladamos a Murtas. Preparativos para la peregrinación a Sierra Nevada 275

II. Miércoles santo. Vista panorámica de Sierra Nevada 280

III. Sigue el Miércoles santo. Cádiar. Una tragedia. El drama de Martínez de la Rosa. Cosas de los historiadores. Narila. Por la señal... de la Santa Cruz... Yátor 288

IV. En Sierra Nevada. Vislumbres de África. Las tinieblas. Miserere 304

V. Jueves santo. Yegen, primera Estación. Valor, segunda. Nechile, tercera. Mecina-Alfahar, cuarta. Mairena, quinta. Júbar, sexta. Laroles, séptima 312

VI. El Viernes santo. Cuadro sinóptico de la Alpujarra y de la presente obra 336

VII. Bajada a Ugíjar. Pasamos por Picena y Cherin. Ugíjar en Viernes santo y en los demás días del año. El Cortijo de Unqueira. Las Tres de la tarde. Muere Jesús entre dos ladrones 339

VIII. Crímenes y muerte de Aben-Humeya 346

IX. Reinado y muerte de Aben-Aboo 356

Epílogo. La expulsión de los moriscos 362

Libros a la carta 379

Presentación

La vida

Alarcón, Pedro Antonio de (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España.

Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino «la cuerda floja».

Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y —además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general— fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II.

Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras. Aunque no parezca muy ortodoxo, en el prólogo a una edición de 1912 Alarcón es considerado un escritor romántico.

Los moriscos

Alarcón escribió varios libros de viajes y entre ellos La Alpujarra (1873), en que describe las costumbres, historia y tradiciones de esa región de España, y hace énfasis en los conflictos de los moriscos de la Alpujarra durante la rebelión que provocó la expulsión de éstos.

Este libro no es solo un recorrido por la geografía de la Alpujarra, es también una arqueología en la historia y las leyendas moriscas de la región.

Otros libros de Linkgua refieren la historia de esta región de España: Guerra de Granada; Historia de la guerra de Granada; Aben Humeya o La rebelión de los moriscos y Rebelión y castigo de los moriscos.

Dedicatoria

A los señores don José de Espejo y Godoy (de Murtas) y Don Cecilio de Roda y Pérez (de Albuñol) y a los demás hijos de la Alpujarra que lo agasajaron en aquella noble tierra dedica este libro en señal de agradecimiento a su generosa hospitalidad

El autor

Prolegómenos

Principiemos por el principio.

Muy poco después de haberme encontrado yo a mí mismo (como la cosa más natural del mundo) formando parte de la chiquillería de aquella buena ciudad de Guadix, donde rodó mi cuna (y donde, dicho sea de paso, está enterrado Aben-Humeya), reparé en que me andaba buscando las vueltas el desinteresado erudito, Académico... correspondiente de la Historia, que nunca falta en las poblaciones que van a menos.

Recuerdo que donde al fin me abordó fue en las solitarias ruinas de la Alcazaba.

Yo había ido allí a ayudarle a los siglos a derribar las almenas de un torreón árabe, y él a consolarse entre las sombras de los muertos de la ignorancia de los vivos.

Tendría él sesenta años, y yo nueve.

Al verlo, di de mano a mi tarea y traté de marcharme pero el hombre de lo pasado me atajó en mi camino; congratulose muy formalmente de aquella afición que advertía en mí hacia los monumentos históricos; tratome como a compañero nato suyo, diome un cigarro, mitad de tabaco y mitad de matalahúva, y acabó por referirme (con el más melancólico acento y profunda emoción, a pesar de ser muy buen cristiano y Cofrade de la Hermandad del Santo Sepulcro) todas las tradiciones accitanas del tiempo de los moros y todas las tradiciones alpujarreñas del tiempo de los moriscos, poniendo particular empeño en sublimar a mis ojos la romántica figura de Aben-Humeya.

Yo lo escuché con un interés y una agitación indefinibles..., y desde aquel punto y hora abandoné la empresa de demoler la Alcazaba y di cabida al no menos temerario propósito de salvar un día las eternas nieves que cierran al Sur el limitado horizonte de Guadix, a fin de descubrir y recorrer unos misteriosos cerros y valles, pueblos y ríos, derrumbaderos y costas que, según vagas noticias (tal fue la fórmula de aquel genio sin alas), quedaban allá atrás, como aprisionados, entre las excelsas cumbres de la Sierra y el imperio líquido del mar...

Porque aquella región, tan inmediata al teatro de mis únicas puerilidades legítimas, y de la cual, sin embargo, todo el mundo hablaba solo por referencia; aquella tierra, a un tiempo célebre y desconocida, donde resultaba no haber estado nunca nadie; aquella invisible comarca, cuyo cielo me sonreía sobre la frente soberana del Mulhacén, era la indómita y trágica Alpujarra.

Allí (habíame dicho en sustancia el amigo de las ruinas, y repitiome luego la Madre Historia) acabó verdaderamente el gigantesco poema de nueve siglos que empezó con la traición de don Julián y que juzgó terminado Isabel la Católica con la toma de Granada; aquélla fue la Isla de Elba del desventurado BOABDIL, desde su memorable destronamiento hasta que se vio definitivamente relegado a los desiertos de la Libia; allí permanecieron sus deudos y antiguos súbditos, durante ochenta años más, legándose de padres a hijos odios y creencias, bajo la máscara de la Religión vencedora; allí estalló al cabo el disimulado incendio, y ondearon nuevamente entre el humo del combate los estandartes del Profeta; allí se desarrolló, lúgubre y sombrío, el sangriento drama de aquellos dos príncipes rivales, descendientes de Mahoma, que solo reinaron para llevar a un desastroso Waterloo el renegado islamismo granadino; y allí fueron, no ya vencidos, sino exterminados, aniquilados y arrojados al abismo de las olas, sus últimos guerreros y visires, con sus mujeres y sus hijos, con sus mezquitas y sus hogares, único modo de poder extirpar en aquellas guaridas de leones la fe musulmana y el afán de independencia. La nube de alarbes que entró por el Estrecho de Gibraltar como tromba de fuego, y que por espacio de ochocientos sesenta años recorrió tronando el cielo de la Península, desbaratose, pues, entonces, y volvió de España al mar, en arroyos de lágrimas y sangre, por las ramblas y barrancos de la despedazada Alpujarra.

Buscar (para adorarlas poéticamente) en los actuales lugares y aldeas de aquella región, las ruinas de los pueblos que dejó totalmente deshabitados la expulsión de los moriscos; evocar en toda regla entre los nuevos alpujarreños, oriundos de otras provincias españolas, los encapuchados fantasmas de los atroces Monfíes o de los airosos caballeros árabes que componían la corte militar de Aben-Humeya y Aben-Aboo; seguir los pasos de estos dos régulos de aquellas montañas, y lamentar patéticamente los funestos amores del uno, la cruel desdicha del otro, las traiciones que los pusieron frente a frente, y las catástrofes que de aquí se originaron, todo ello en el propio paraje en que aconteció cada escena; saludar (o maldecir en nombre de un equívoco sentimiento cosmopolita) los campos de batalla inmortalizados por las victorias de los marqueses de Mondéjar y de los Vélez, del duque de Sesa y de don Juan de Austria, y discernir, con toda la severidad correspondiente, los calamitosos resultados que trajo a la común riqueza la política intolerante de Felipe II y Felipe III —tal fue, en resumen, el interés histórico que ofreció desde entonces a mi imaginación la idea de un viaje a las vertientes australes de Sierra Nevada; interés histórico que, llegado que hube a la juventud, participó algo (no lo debo ocultar) de cierta filantropía, tan superficial y fatua como extensa, a la sazón muy de moda, y cuyo especial influjo en el ánimo de los granadinos, para todo lo concerniente a los moros, paréceme bastante digno de disculpa.

Semejante afán por aquel viaje subió luego de punto al estímulo de otra curiosidad vehementísima y de índole más real y permanente, que denominaré interés geográfico.

Sierra Nevada es el alma y la vida de mi país natal. A su pie, reclinada la frente en sus últimas estribaciones septentrionales y tendidas luego en fértiles llanuras, están, en una misma banda, la soberbia y hermosa capital de Granada y mi vieja y amada ciudad de Guadix; a diez leguas una de otra; aquélla al abrigo del elegante Picacho de Veleta, y ésta al amparo del supremo Mulhacén, cuyos ingentes pedestales se adelantan al promedio del camino con titánica majestad. Bajan de aquella Sierra, por lo tanto, los ríos que amenizan las Vegas de ambas ciudades, los veneros de las fuentes que apagan la sed de sus moradores, las leñas que calientan sus hogares, los ganados que les dan alimento y los abastecen de lana, cien surtideros de aguas medicinales, salutíferas hierbas y semillas, mármoles preciosos, minerales codiciados, y el santo beneficio de las lluvias, que allí se amasan en legiones de pintadas nubes y luego se esparcen sobre la tierra, no sin almacenar antes, en perdurables neveras y renovadas moles de hielo, el fecundante humor que ríos y acequias, pozos y manantiales destilan y distribuyen próvidamente durante las sequías del verano.

Pero ni en Guadix ni en Granada conocemos más que una de las faces de pizarra y nieve de aquella muralla eterna que se interpone entre sus campiñas y el horizonte del mar; muralla insigne por todo extremo en el escalafón orográfico; como que es la cordillera más elevada de toda Europa, si se exceptúa la de los Alpes. Hay que esquivarla, pues, para pasar al otro lado y trasladarse a la costa, y yo la esquivé, en efecto, repetidas veces, ora buscando en su extremo occidental el portillo del Suspiro del Moro, y bajando de allí despeñado hasta Motril, ora flanqueándola por Levante hasta ir a parar a las playas de Almería.

No se consigue, sin embargo, ni aun por este medio, ver el reverso de la Sierra, ni vislumbrar remotamente aquel espacio de once leguas de longitud por siete de anchura en que queda encerrada la Alpujarra. Lejos de esto, la curiosidad llega hasta lo sumo al reparar en el empeño con que la gran Cordillera, auxiliada por sus vasallas laterales, oculta su aspecto meridional y el fragoso Reino de los moriscos. Sierra de Gádor, por una parte, y Sierra de Lújar, por la otra, cubren los costados de aquel inmenso cuadrilátero, dejando siempre en medio, encajonado e impenetrable a la vista, el secreto de Sierra Nevada, el principal teatro de las hazañas de Aben-Humeya, las tahas de Órgiva, Ugíjar, Andarax y los dos Ceheles; regiones misteriosas, cuya existencia no puede ni aun sospecharse desde las comarcas limítrofes; tierras de España que solo se ven desde África o desde los buques que pasan a lo largo de la Rábita de Albuñol.

Sin gran esfuerzo os haréis cargo del nuevo atractivo que estas singulares condiciones topográficas le añadirían en mi imaginación a aquel país de tan románticos recuerdos. ¡Suprimir la Sierra; desvelar la Alpujarra,

si licet exemplis in parvo grandibus uti,

representábame un placer análogo al que experimentaría Aníbal al asomarse a Italia desde la cúspide de los Alpes, o Vasco Núñez de Balboa al descubrir desde lo alto de los Andes la inmensidad del Pacífico!

Pues agréguese ahora la dificultad material de transportarse al otro lado del Mulhacén, o sea el infernal encanto de la incomunicación.

No habláramos de acometer la empresa de frente desde la ciudad de Granada. La Sierra, no es franqueable en todo el año, sino algunos pocos días del mes de julio («entre la Virgen del Carmen y Santiago» —dicen los prácticos del terreno), y eso con insufrible fatiga y peligros espantosos... Cierto que por la parte de Guadix, casi al extremo de la cordillera, hay un Puerto, llamado de la Ragua (Rawa se escribía antes), al que conducen escabrosísimas sendas, y por donde es algo frecuente el paso en días muy apacibles, si bien nunca en el rigor del invierno; pero, así y todo, se han helado allí, en las cuatro Estaciones, innumerables caminantes, de resultas de los súbitos ventisqueros que se mueven en aquel horroroso tránsito.

Quedaba el camino de Lanjarón, que es el ordinario y el histórico; mas, aunque fuese el menos malo (pues el entrar por la costa en el territorio alpujarreño no se avenía con mis ilusiones), todavía me lo pintaban áspero, difícil, arriesgado, pavoroso, sobre todo de Órgiva en adelante; verdadero camino de palomas, según la frase vulgar, sujeto a largas interrupciones y contramarchas a la menor inclemencia de los elementos.

Explicábame ya, por consiguiente, la singularidad de que la Alpujarra solo fuera conocida de sus hijos; de que apenas existiese un mapa que la representara con alguna exactitud, y de que ni los extranjeros que venían de Londres o de San Petersburgo en busca de recuerdos de los moros, ni los poetas españoles que cantaban estos recuerdos de una gloria sin fortuna, hubiesen penetrado jamás en aquel dédalo de promontorios y de abismos, donde cada peñón, cada cueva, cada árbol secular sería de juro un monumento de la dominación sarracena.

Mi viaje a África con aquel ejército (hoy ya casi legendario) que plantó la bandera de Castilla sobre la Alcazaba de Tetuán; mi larga residencia en aquella ciudad santa de los musulmanes, a la cual se refugiaron, del siglo XV al XVII, innumerables moros y judíos expulsados de España; mis frecuentes coloquios, ora con Sabios hebreos que aún hablaban nuestra lengua, ora con mercaderes argelinos versados en el francés, ora con los mismos marroquíes, merced a nuestro famoso intérprete Aníbal Rinaldy; mis interminables pláticas con el historiador y poeta Chorby, en cuya casa encontré una hospitalidad verdaderamente árabe; aquellas penosas y casi estériles investigaciones a que me entregué con todos ellos respecto del ulterior destino de tantos ilustres moros españoles como desaparecieron en los arenales africanos, a la manera de náufragos tragados por el mar, todas aquellas aventuras, emociones, complacencias y fantasías que forman, en fin, gran parte del Diario de un Testigo de la Guerra de África, lejos de calmar mi ardiente anhelo de conocer la tierra alpujarreña, hiciéronlo más activo y apremiante.

Las tradiciones y noticias de los moros y judíos de 1860 acerca de la estancia de sus mayores en nuestro suelo eran menos inexactas y borrosas cuando se trataba de la Alpujarra, y de la Guerra de los moriscos, que cuando se referían a otros territorios y sucesos de Andalucía. El último héroe musulmán de España, Aben-Humeya, inspirábales especialmente una profunda veneración, como si vieran en él un modelo digno de ser imitado en Ceuta y en Melilla por los marroquíes sujetos a la dominación cristiana.

Ni era esto todo: aquellos fanáticos islamitas, semibárbaros en su vida externa, místicos y soñadores en lo profundo de su alma, dejábanme entrever, cuando la afectuosidad de una larga conferencia los hacía menos recelosos y desconfiados, esperanzas informes y remotas de que la morisma volviese a imperar en nuestra patria; y entonces, al expresarme la idea que tenían de la hermosura de estos sus antiguos Reinos, celebraban sobre todo la comarca granadina, y, nominalmente, algunas localidades alpujarreñas, avergonzándome de no haberlas visitado; ¡a mí, que las tenía tan cerca del pueblo de mi cuna!

La historia, pues; la geografía: un culto filial a Sierra Nevada; no sé qué pueril devoción a los moros, ingénita a los Andaluces; la privación, los obstáculos, la novedad y el peligro, conspiraban juntamente a presentarme como interesantísima una excursión por la Alpujarra.

Sin embargo, cuantas veces la proyecté, y fueron muchas, otras tantas hube de diferirla, con pesar o remordimiento, ya para atender a menos gratos cuidados, ya para lanzarme caprichosamente a más remotas y noveleras expediciones.

Pero he aquí que de pronto, y cuando ya estaban algo amortiguados en mi espíritu ciertos entusiasmos y fantasmagorías de la juventud, circunstancias harto penosas condujéronme a realizar el sueño de toda mi vida.

Poco antes de empezar la última primavera, encontrándome en esta inmensa oficina llamada Madrid, donde solo hay aire respirable para los días de prosperidad y ventura, plugo a Dios enviarme uno de aquellos dolores que solo se pueden comparar al embeleso de que nos privan...

¡Oí los pasos de los que se llevaban al cementerio una hija de mi corazón, y quedéme asombrado de no morir cuando me arrancaban el corazón con ella!...

Perdóneseme este primero y último grito con que profano la majestad de mi sentimiento; pero hubiera considerado más impío no ponerle a este melancólico viaje su verdadera y triste fecha...

Partida el alma, quebrantada la salud, mis noches sin sueño, volví los ojos, por consejo de personas amadas, hacia la Madre Naturaleza, eterna consoladora de los infortunios humanos..., y como un amigo mío queridísimo tuviese por entonces precisión de recorrer la Alpujarra, quedó convenido que iríamos juntos...

Ahí tenéis la historia de por qué se hizo este viaje.

Escuchad ahora la historia del viaje mismo.

10 de marzo de 1873

El terreno se angostó al poco rato, formando una profunda garganta, y minutos después pasamos el imponente y sombrío Puente de Tablate cuyo único, brevísimo ojo, tiene nada menos que ciento cincuenta pies de profundidad

Homero: Aunque yo me hubiera matado a fuerza de imaginar fábulas alegóricas, todavía habría podido suceder que la mayor parte de las gentes hubiesen tomado la fábula en un sentido demasiado próximo, sin buscar más lejos la alegoría.

Esopo: Eso me alarma... ¡Me horrorizo al pensar si irán a creer los lectores que los animales han hablado verdaderamente, como lo hacen en mis apólogos!

Homero: Es un temor muy chistoso...

Esopo: ¡Toma! Si ha llegado a creerse que los dioses, han dicho las cosas que vos les hacéis decir, ¿por qué no se había de creer que los animales han hablado de la manera que yo les hago hablar?