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Pedro Antonio de Alarcón

De Madrid a Nápoles

Pasando por París, Ginebra, el Mont-Blanc, el Simplón, el Lago Mayor, Turín, Pavía, Milán, el Cuadrilátero, Venecia, Bolonia, Módena, Parma, Génova, Pisa, Florencia, Roma y Gaeta. Viaje de recreo, realizado durante la Guerra de 1860 y sitio de Gaeta en 1861

Brevísima presentación

La vida

Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España.

Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino «la cuerda floja».

Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y —además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general— fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II.

Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras. Aunque no parezca muy ortodoxo, en el prólogo a una edición de 1912 Alarcón es considerado un escritor romántico.

Dedicatoria

Te dedico este libro más, amigo mío.

Perdona que oculte otra vez tu nombre al público; pero lo hago obedeciendo al mismo escrúpulo de pudor que me impulsaría a estorbar que mi hermana o mi hija apareciesen sobre el tablado de la escena pública.

Es piedad o egoísmo... No sé.

Quizás tengo a mengua o desventura la triste condición que nos arroja a los artistas sobre la arena de un anfiteatro a ser pasto del ocio de nuestros semejantes, y no quiero ni por un momento hacerte partícipe de mi vergüenza.

Quizás porque es tu amistad el mejor triunfo de mi vida privada, deseo que nadie la conozca, temeroso de que adquiera los funestos visos de la vida literaria y haya quien me la dispute y arrebate.

Quiero, en suma, tenerte de reserva en la oscuridad de mis afectos íntimos, a fin de que me hagas olvidar, como hasta aquí, las agonías del espectáculo diario que el escritor dio al mundo, entregándole los secretos de su corazón y de su inteligencia, y descansar a tu lado de las rudas faenas del combate.

Tu imaginación privilegiada, que todo lo sondea, lo comprende y se lo apropia, habrá conocido ya toda la verdad, toda la ternura de lo que te digo.

Gracias: estoy contento, como si acabara de hacer una buena obra.

Ahora atiende; que empieza el literato.

Tu amigo,

Pedro

Prólogo

Mucho tiempo he vacilado antes de publicar estos apuntes; y en verdad os digo que si la llamada civilización acostumbrase a quemar a los que reniegan de ella, me hubiera guardado muy bien de coger la pluma para referiros mi viaje de Madrid a Nápoles.

Y es que el presente crédito va a ser mirado por los modernos filósofos (suponiendo que lo lean), como una herejía social, como un atentado a la actual civilización, como una protesta contra el espíritu del siglo.

En cambio no faltará un teólogo intransigente que lo califique de heterodoxo, o cuando menos de ecléctico, sospechoso y hasta racionalista.

Y, sin embargo, yo no puedo menos de darlo a luz. Quod scripsi, scripsi; y a mí me anima una profunda convicción y verdadera conciencia de las extrañas opiniones que he de emitir en el contexto de esta obra.

Pero os repito que la tarea que me impongo es sumamente grave; que sería peligrosa en épocas de intolerancia, y que hoy será objeto de diversas y acaloradas censuras.

Digo más: hay en todos los campos tantos hipócritas, fariseos y mercaderes, que afectan creer, para sus menguados fines, lo que yo creo firme y verdaderamente y pienso proclamar en alta voz, que al verme colocado fuera del círculo de sus pasiones, juzgar imparcialmente su contienda, filósofos y teólogos recordarán algunos episodios de mi pobre vida pública, y me negarán la competencia, la sinceridad y la buena fe, si ya no es que unos y otros se empeñan en afiliarme en cierta escuela filosófica o tal partido político, llamándome (Dios se lo perdone) neocatólico o demagogo, según que mejor les cuadre y favorezca.

Error, y error crasísimo será este. Bien que, de muy antiguo, uno de los males que más afligen a los pueblos y a los gobiernos, es confundir la política con la filosofía; lo ideal con lo práctico; lo especulativo con lo factible; las aspiraciones de un buen deseo con la gestión concreta de las cosas dadas; como si no pudiera comprenderse que hubiese hombres liberales en política y reaccionarios en filosofía, del mismo modo que conocemos a muchos que siguen una política reaccionaria, mientras que en su fuero interno son libres pensadores de la extrema izquierda.

Fuera de esto, y descendiendo a más llanas explicaciones, os diré las causas de mi viaje y de mi libro; y lo que uno y otro han venido a ser en último resultado, a fin de que no me leáis a ciegas ni concibáis esperanzas que defraudarían las primeras hojas.

El origen o el móvil del viaje no pudo ser más serio, más importante, ni de mayor consideración.

—España —me dije el año pasado—; la nueva España, hija y heredera de aquella gran nación de su mismo nombre que dominó en Europa; esta España que quedó huérfana y en la menor edad cuando murió su madre en las gloriosas y calamitosas guerras de la Casa de Austria; esta pobre adolescente que tanto ha sufrido bajo tutores y curadores y a quien vemos crecer y hermosearse más y más cada día; esta gallarda joven cuya mayoría quiso declarar la Francia hace pocos meses (a lo que se opusieron otras naciones), pero que, menor y todo, empieza a cuidar ya de su porvenir y de sus intereses, esta España, decía yo, demuestra un afán decidido por parecerse, por semejarse, por igualarse, si posible le fuera, a las naciones más adelantadas de Europa, y muy especialmente a la Francia, su hermana y su rival en todos tiempos. A este fin, nuestra patria no omite medio alguno. Ella sigue sus modos, imita sus costumbres, adopta sus invenciones, se asimila sus adelantos, se da sus leyes y reglamentos, aspira a disfrutar su bienestar, a dividir su poderío, a participar de su fortuna. Francia, en fin, es su modelo, su ideal de perfección, el término adorado de sus miras. Pues bien, seguí diciéndome: vamos a Europa; vamos a Francia. Esto equivaldrá a hacer un viaje al porvenir de nuestro pueblo. Estudiemos el tipo que nos proponemos copiar. Sepamos lo que seremos el día que lleguemos al grado de prosperidad que deseamos. Veamos si efectivamente reside allí el bien apetecido; si allí son más felices que nosotros; si hay verdadera dignidad en ser lo que ellos son; o si, desgraciadamente (y como dicen algunos), vamos en pos de una mísera loca, olvidada de Dios y de sí misma, de una bacante ebria, de una cortesana revelada contra la virtud, que pudiera arrastrarnos al abismo. Conozcamos, en suma, la actual civilización.

Por otra parte, en aquel tiempo era cuando principiaba a arreciar de nuevo la tempestad italiana que ruge todavía, que tanto ha destruido y tanto amenaza destruir.

—La revolución de Italia —me dije yo con espanto—, se parece a la prosperidad de Francia en que unos la creen la aurora del gran día de la libertad y la felicidad de Europa, mientras que otros la califican de crepúsculo de muerte de la actual civilización. Úrgeme, pues, tanto conocer la cuestión de Italia como el estado de Francia. Quizás estos dos problemas se resumen en uno solo. La revolución de Italia es el volcán que revienta; pero su verdadero foco, el depósito de materias ebullicientes está en París. Lo uno es la manifestación de lo otro. De aquí que la erupción vaya acompañada de un terremoto europeo. La vieja Italia y la nueva Francia no pueden coexistir. Desde que en 1779 París se declaró la mente del mundo, todas las expansiones de su política y de su filosofía, todas las glorias de sus armas, todos sus progresos, todos sus adelantos resuenan dolorosamente en Roma. Hay, pues, una nueva lucha entre el Imperio y el Papado... (¡Qué dato para mis recelos acerca de la grandeza actual de Francia!) «Vamos a Italia —exclamé por último—. Asistamos a la emancipación de ese pueblo, cuyo largo martirio ha sostenido vivo en toda Europa el fuego de la libertad. Estudiemos el derecho que le asiste para romper con su pasado, y las razones a que obedecen los que se empeñan en mantener el statu quo. Adivinemos lo que va a suceder, y si lo que va a suceder es justo. Conozcamos la historia. Hagámonos luz en esa temerosa oscura cuestión tan diversamente planteada, tan prolijamente discutida, y de la que no sabemos otra cosa los que la vemos desde lejos, sino que entraña la crisis más temerosa de la historia de quince siglos. Sepamos quién tiene razón; si París o Roma; si los dos, o si ninguno. Estudiemos los inconvenientes del Imperio y los del Papado. Comparemos las iniquidades de la libertad y las de la tiranía. Veamos dónde está más degradada la humanidad, si bajo el yugo de un positivismo grosero o bajo el yugo de un fanatismo irracional: démonos cuenta de tan fieros males y de tan crueles remedios, y busquemos un rayo de luz para la atribulada esperanza. ¡Ay de nosotros si una abominación no puede evitarse sino con otra abominación!»

Ya veis que las preocupaciones de mi espíritu al emprender este viaje no podían ser más hondas ni más solemnes.

Ahora bien: por lo que digo al principio de este prólogo, comprenderéis que mis dudas se han resuelto, aumentándose mis zozobras, y hasta podréis adivinar cuáles son las convicciones que he adquirido en presencia de los hechos.

Pero esas convicciones son tan graves y tan extrañas, que yo no me atrevería nunca a imponéroslas, ni aun a manifestároslas sentenciosamente. El mero relato del proceso ha de atraerme las contradicciones y censuras de que os hablaba antes: si yo lo fallase por mí solo, mi opinión sería escarnecida y desdeñada. Vais, pues, a fallarlo vosotros, lectores imparciales, o, si queréis, lo fallaremos juntos...

Para ello, os someteré la cuestión íntegra: haré que me acompañéis en mi viaje: os daré mis impresiones con preferencia a mis raciocinios: recorreréis conmigo la Italia y la Francia; veréis lo que yo he visto; oiréis lo que yo he oído; me seguiréis a todas horas; os pasará lo que a mí me ha pasado; sentiréis indudablemente las indignaciones, las alegrías y las tristezas que yo he sentido, y de esta manera, al final de nuestra peregrinación, tendréis las ideas que yo tengo y podréis, si se os antoja, publicar la obra dogmática, el folleto político o el ensayo filosófico que yo no me atrevo a escribir hoy.

Pero al adoptar este sistema, tropiezo con otro grave inconveniente que también me ha hecho vacilar antes de dar a luz el presente libro.

Es el caso, lectores, que yo no estoy tranquilo ni con mucho acerca de mi manera de viajar, y que, al llevaros en mi compañía, temo desacreditarme a vuestros ojos. La importancia de las cuestiones que vamos a estudiar por esos mundos de Dios, requería un espíritu serio, un carácter tenaz, una aplicación constante, una laboriosidad a toda prueba, y yo no tengo ninguna de esas cualidades, sino todas las contrarias, y por añadidura, muchísimos defectos. Yo no he hecho mi viaje como poeta, como filósofo, como erudito, ni tan siquiera como un curioso. Yo he viajado como lo que soy; como un hijo del siglo, como un simple mortal, como un joven de alegres costumbres. Yo no he estado de ningún modo a la altura de mi misión, que se dice ahora. He dejado a la casualidad el cuidado de instruirme: he rodado por las ciudades y los caminos a merced de mi capricho, en vez de supeditarme a un plan de observación, de estudio, o cuando menos de viaje; y para decirlo de una vez, al recorrer los pueblos a que me había llevado el propósito de analizar importantísimas cuestiones, pensaba más en gozar y divertirme que en la futura existencia de esta obra.

Así es que las hojas de mi cartera vinieron llenas de apuntes insustanciales, inconexos, acerca de mis aventuras propias, de las personas que he tratado, de los monumentos que he visto, del estado atmosférico, de las tristezas que me he pasado a solas, de las bromas y fiestas en que he perdido el tiempo, del campo de batalla que atravesé por un acaso, del cañoneo que me turbó el sueño una noche y cuya causa no me cuidé de averiguar a la mañana siguiente, de las mujeres que me gustaron, de los alimentos que preferí, de los teatros en que pasé la noche, de las conversaciones que escuché, de los delirios que vagaron por mi mente, de la hermosura de un paisaje, de un tipo que me chocó, del vestido que llevaba cuando yo lo vi este o aquel personaje europeo, de lo que me contaron los cocheros y los ciceroni, de mil nimiedades, en fin, de mil pequeñeces, de mil cosas insignificantes; pero que a mí interesaron por el momento, y componen todas juntas algunos meses de mi vida.

¡Y con esto solamente me he atrevido a escribir un volumen! ¡Y en este volumen me propongo dilucidar los más grandes problemas de nuestro tiempo! ¿Qué queréis? Cada cual tiene su modo de ver las cosas. No es que yo recomiende el mío; pero os aseguro que sirve tan bien como otro cualquiera para penetrarse de la índole, de las costumbres, de las tendencias y del estado social de los pueblos.

Ni es esto todo. Yo creo que el observador adelanta más viviendo que estudiando. Creo que el que busca los hechos casi nunca los halla, y que es mejor pararse en una esquina y aguardar a que pasen por delante de uno. Todo el que penetra en las cosas, las violenta y desnaturaliza. Yo prefiero dejarlas manifestarse espontáneamente. Si preguntáis a una mujer su historia, os referirá una novela. Vedla vivir, y sabréis a qué ateneros.

Pero voy demasiado lejos con mis disculpas. Siempre será que mis aseveraciones estén destituidas de cierta autoridad, por lo mismo que no se fundan en datos ni documentos. Los hombres graves encontrarán muy gratuito todo lo que yo afirme sin otro testimonio que el de mi poca o mucha sensibilidad. Verdad es que yo tengo una fe ciega en ella; pero esta fe no puedo imponérsela a nadie. Mas por si el público me la otorga motu propio, yo le advertiré que entre el criterio del estudio y el de la sensibilidad hay la misma diferencia que entre la pintura y la fotografía. La primera es más grande, más noble, más difícil: la segunda es más viva, más verdadera, más exacta.

Conque no os llaméis a engaño después de leerme. Ya sabéis de lo que se trata. Estas páginas no son una Historia, ni una Guía, ni una Estadística. Reparad que en la portada ni tan siquiera las he llamado libro, sino viaje. El libro está por escribir. De este volumen a un libro hay la misma distancia que del mineral a la moneda.

No concluiré, sin embargo, antes de deciros, por lo que pueda valer, que yo no pienso contaros sino aquello que haya visto por mis propios ojos y tocado con mis propias manos, y que si en mis mejores excursiones he cometido la atrocidad de dejar de ver una cosa muy importante, la cosa muy importante se quedará por decir, y que si he tenido la desgracia de no encontrar en alguna parte lo que esperaba, no me figuraré que lo he encontrado ni lo contaré de oídas o leídas, pues no quiero parecerme en esto (¡así le pareciera en el modo de narrar!), al embustero de Alejandro Dumas, que ha hecho en sus Impresiones de Viaje una España y una Italia a su capricho, o por mejor decir, al capricho de los franceses, a cuyas precauciones y erróneos juicios no se atrevió a oponer el correctivo de la verdad, como debía en consecuencia y es obligación de los que escribimos en letras de molde.

Yo me propongo cumplirla en la presente publicación, y este será su único mérito; porque no tratando de escribir un libro de conclusiones y teorías, sino meramente una colección de observaciones particulares, para que, fundado en ellos, el lector pueda discurrir por su cuenta acerca de ciertas cosas, estos apuntes serían ociosos y hasta criminales desde el instante que desfigurasen un solo hecho; puesto que sería abusar de la fe con que quiero ser oído y que hasta hoy tengo derecho a reclamar de mis lectores.