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«Un libro sencillamente excelente en su género. Como todas las obras de Kennedy, genera un extraño efecto hipnotizante, encanta al lector y crea desde las primeras páginas un profundo efecto de intimidad. Por si fuera poco, nos adentra de un modo extraordinario en la historia moderna de Estados Unidos».

New Statesman


«Kennedy es el maestro del family noir. Los giros argumentales —íntimos y políticos— de La sinfonía del azar mantienen al lector con el corazón en vilo».

The Guardian


«Una novela apasionante que no podrás dejar de leer. Kennedy
es un genio de las historias de intriga, amor y secretismo».

The Times


«Un emotivo e inteligente drama familiar que se solapa con el brillante relato de sucesos clave de la política estadounidense en los años setenta y ochenta».

Mail on Sunday


«Una historia de amor y de intriga con giros narrativos
que pararán el corazón del lector».

Yours Magazine


«Kennedy crea una historia con gran realismo y sensibilidad al mismo tiempo que aborda cuestiones sociales y políticas esenciales para entender el presente de Estados Unidos».

Woman’s Weekly


«Una historia ambiciosa contada por un narrador implacable».

Sunday Mirror


«Kennedy se vuelve a colar con gran precisión
en la psicología femenina».

Le Figaro


«Esta novela marca el esperadísimo retorno
del gran Douglas Kennedy».

Le Parisien


«Kennedy mezcla la historia de una mujer y de una familia
con la Historia con mayúscula y consigue hacer una radiografía
de Estados Unidos llena de suspense».

Télérama


«Kennedy vuelve a sus primeros amores,
a todo aquello que lo encumbró».

Version Femina


«Una comedia humana estadounidense».

La Grande Librairie






Título original:
The Great Wide Open


© del texto: Douglas Kennedy, 2019

© de la traducción: Àlex Guàrdia Berdiell, 2019

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

© de la imagen de cubierta: Shutterstock

Manila, 65 – 08034 Barcelona

arpaeditores.com


Primera edición: mayo de 2019


ISBN: 978-84-17623-14-2

Diseño de colección: Enric Jardí

Maquetación: Àngel Daniel

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación

puede ser reproducida, almacenada o transmitida

por ningún medio sin permiso del editor.





Douglas Kennedy

La sinfonía del azar

Traducción de Àlex Guàrdia Berdiell







Arpa_Petit





Prefacio del autor a la edición española

La sinfonía del azar
y las guerras culturales norteamericanas



Al principio de la novela que estáis a punto de leer, La sinfonía del azar, se narra una tormentosa, aunque divertida, cena de Acción de Gracias. En 1971, un veterano ultra de la Segunda Guerra Mundial y su hijo mayor se tiran los trastos en razón de la situación sociopolítica al fin de los sesenta, cuando se están cuestionando todos los dogmas patrióticos e impulsos conformistas de la política norteamericana, cuando los afroamericanos se niegan a seguir siendo ciudadanos de tercera clase, las mujeres se oponen a su destino prácticamente escrito como esposas y madres y todas las prerrogativas del hombre blanco se están poniendo en duda.

Fue Richard Nixon quien, viendo el país cada vez más dividido, se granjeó el billete a la Casa Blanca en 1968 y 1972 gracias a la mayoría silenciosa: la idea de que había una «América Real» ajena al elitismo progresista de las dos costas y desdeñosa de los cambios sociales que flotaban en el ambiente. Las leyes de derechos civiles impulsadas por Lyndon B. Johnson (un demócrata tejano) a mediados de los sesenta impulsaron al sur hacia el republicanismo. Los evangélicos cristianos empezaron a percibir que pronto se podrían convertir en una fuerza política (como sucedió efectivamente con Reagan) y la gran partición norteamericana —la escisión intelectual entre los Estados Unidos eruditos y el resto del país— comenzó a coger forma.

Para entender por qué hoy tenemos a Trump en la Casa Blanca y hay dos facciones del país que se detestan mutuamente, tenemos que volver a las guerras culturales que inició Nixon y que perfeccionó Reagan. De hecho, la venganza del hombre blanco contra la nación pluralista y progresista comenzó con la refutación de todos los valores en 1968. Y para comprender por qué las familias norteamericanas se rebelaron contra sí mismas —por qué esta guerra cultural continuada perpetúa la Guerra Civil (1864-1868), que sigue siendo un muro en la idiosincrasia de Estados Unidos—, pensé que sería interesante seguir a una familia de clase media alta mientras discurre por una de las etapas más cruciales de la vida norteamericana de posguerra: el periodo entre 1971 y 1984.

La familia de La sinfonía del azar no es un reflejo exacto de los norteamericanos. La sociedad norteamericana es sumamente diversa y dispar, así que elegir personajes prototípicos para representar temas emblemáticos constituye una fórmula perfecta para el desastre narrativo. Además, no respetaría la inteligencia del lector, que es perfectamente capaz de extraer sus propias conclusiones sobre el modo en que la familia Burns, sus múltiples secretos y sus graves contiendas ilustran, en cierto modo, las divisiones crecientes de Estados Unidos.

La narradora, Alice, empieza el libro como una quinceañera neoyorquina condenada al exilio en Old Greenwich, un pueblo de Connecticut. El contexto es el de la «fuga blanca», una época en que muchas familias abandonaron las ciudades —imponentes y peligrosas aunque infinitamente irresistibles y pluralistas— para mudarse a las comunidades de blancos ricos que abundaban en los florecientes suburbios. Por una parte, es una historia norteamericana clásica sobre la llegada a la edad adulta, pero, al mismo tiempo, narra durante un lapso de catorce años cómo Alice presencia el ocaso de su familia y sufre el zarandeo de los vaivenes socioeconómicos de la época: desde el feminismo hasta la geopolítica de la Guerra Fría, el terrorismo (de signo irlandés), la caída de un presidente, la recesión económica y el nacimiento del capitalismo exacerbado de Reagan, con la pesadilla del sida como trasfondo.

Pero siempre tuve claro que no iba a escribir un relato histórico, sino que iba a mantener la trama en un terreno profundamente familiar y personal, en el que los episodios reales de Estados Unidos formarían un decorado distintivo en el que describir la tragedia de los Burns.

La novela también formula una pregunta existencial básica: ¿por qué la familia siempre duele tanto? ¿Siempre vivimos enmarañados en una telaraña de secretos? Y, en ese caso, ¿es posible llegar a conocer de verdad a las personas más cercanas y allegadas?

En muchas ocasiones me han preguntado si La sinfonía del azar es una novela eminentemente autobiográfica. Sí, Alice estudia en las dos universidades a las que fui. Es cierto que cada maldito verano de mi niñez lo pasamos en Old Greenwich, un lugar que acabé odiando y temiendo porque mi padre no dejaba de amenazarnos con mudarnos allí (por suerte, la cabalmente infeliz y maniacodepresiva de mi madre tomó una decisión inteligente en su vida y se empeñó en que nos quedáramos en Nueva York). Y sí, el matrimonio que retrata la novela encierra un gran número de parecidos engorrosos con el de mis padres, el cual me dio mucho con lo que trabajar en mi vida adulta.

Aparte de eso, todo es inventado, aunque todos los novelistas usan cuanto les ha pasado para forjar historias, a menudo inconscientemente. Pero reconozco que en la novela hay otro detallito autobiográfico: mi padre también fue agente de la CIA. Y pese a que no sale en la novela, el hecho es que sí me reveló este secretito de nada una noche de otoño de 1974, la vigilia de que partiera a estudiar en la Trinity College de Dublín. No solo descubrí que había participado en el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile, sino que su amante en esa época era la hija de uno de los miembros del círculo de más confianza de Pinochet (el general extremista convertido después en presidente).

Dicho sea que, políticamente, siempre he sido bastante de centroizquierda, pero esta revelación de mi padre no me horrorizó. Lo que me parecía asombroso era que papá llevara aquella vida paralela. Fue el momento en que empecé a entenderlo: todos tenemos secretos. Y aunque aún me faltaran otros catorce años para publicar el primer libro… visto en retrospectiva, también fue el instante en que me convertí en novelista.


D. K.

París, marzo de 2019







A la increíble Amelia Kennedy







«
El hombre no es lo que cree que es, sino lo que esconde».

André Malraux


«Has recorrido esas calles un millar de veces y siempre acabas aquí. No lamentes nada de ello, ni uno de los días perdidos en que no quisiste saber nada, cuando las luces de las atracciones eran las únicas estrellas en que creías; cuando estabas enamorada de su inutilidad y no querías ser salvada. Has llegado tan lejos a lomos de cada error, cabalgando taciturna y con mirada sombría, pero tranquila como una casa que se ha quedado sin televisor, arrojado por la ventana superior. Inofensiva como un hacha rota. De esperanzas vaciada. Relájate. No te molestes en recordar nada. Parémonos aquí, bajo el letrero encendido de la esquina, y observemos a la gente pasar».

Dorianne Laux, «Antilamentation»







Todas las familias son sociedades secretas. Reinos de intriga y guerras internas regidos por sus propias reglas, regulaciones, limitaciones y fronteras. Reglas que a menudo carecen de sentido para aquellos que se encuentran más allá de sus fronteras. Valoramos más la familia que cualquier otra unidad comunal porque es el pilar fundamental del orden social. Cuando el mundo exterior se torna recio e inclemente, cuando los forasteros que han entrado en nuestras vidas nos decepcionan, o incluso nos hieren, supuestamente la familia es el refugio que nos atrae magnéticamente; el repositorio de confort y de júbilo.

A la vista de cómo veneramos esta básica noción primitiva, de cómo idealizamos su potencial, suspirando por que sea el lugar al que acudir en busca del amor incondicional, ¿sorprende lo más mínimo que en verdad la realidad de la «familia» sea tan desestabilizadora? Todos los defectos en el cristal de la condición humana se refractan por cien en nuestros familiares más cercanos. Porque la familia es el sitio en que empieza toda nuestra aversión hacia el mundo. Porque la familia tiende a ser visceral. Porque a menudo la familia se convierte en una fuente de reclusión y de resentimientos en desarrollo paulatino. Crecer en una familia te descubre que todo el mundo tiene un don para la subrepción; que, por más que te repitan que son quienes mejor te conocen y que siempre te protegerán, todos albergan secretos.


Releí el párrafo un par de veces. Las palabras rebotaban en mi psique como una bola alocada de pinball, un aluvión tintineante de verdades perturbadoras. Encendí otro cigarrillo. Eran las tres y veinte de la tarde y ya llevaba ocho. Dejé caer el paquete arrugado y ya vacío sobre la mesa, llamé a Cheryl, mi ayudante, y le pedí que bajara de inmediato a la máquina del vestíbulo a pillarme otro paquete de Viceroy porque me iba a quedar hasta tarde con el manuscrito. La noche anterior ya había dado rienda suelta a la nicotina, abatida porque habían elegido como presidente para un segundo mandato a nuestro actor de pacotilla. Me habían invitado a una fiesta en una casa adosada del siglo pasado junto a Gramercy Park y, cuando al fin volví a trancas y barrancas, descubrí varios mensajes en el contestador. Uno de ellos era de C. C. Fowler, el director de la editorial con la que me gano el pan. Parecía haberse tomado cuatro copas de más.

—Hola Alice. Se me ha ocurrido una idea: tenemos que sacar pronto un libro sobre Reagan como figura política decisiva. Para bien o para mal, se va a convertir en el presidente más influyente desde Roosevelt. ¿Almorzamos el jueves y lo hablamos?

C. C. siempre tenía un ojo puesto en el mercado, pero yo no podía evitar pensar: «¿Quién querrá comprar un libro sobre un presidente que hemos reelegido para un segundo mandato de forma tan abrumadora?». Había ganado en cuarenta y nueve de los cincuenta estados, dejando una cosa clara: en los Estados Unidos de mediados de los ochenta, su perfil de sentimentalismo patriótico y el lema «Ganar dinero lo es todo» calaban a base de bien. Pulsé el botón del teléfono para contactar de inmediato con Cheryl y le dije que llamara al ayudante de C. C. para proponer que comiéramos el viernes… «que ya sabes que el jueves salgo antes».

Cheryl era de mi total confianza (y creedme que, en una editorial, alguien que te guarde un secreto es tan raro como un alcohólico feliz), así que ya sabía por qué al día siguiente tenía que escabullirme del trabajo a la una. Iba a la prisión a visitar a mi hermano. Tampoco es que su encarcelamiento en un centro federal al norte de Manhattan, a una hora de trayecto, fuera un secreto de estado. Su detención y el juicio habían salido en todas las portadas.

Desde que le encarcelaran hacía más o menos un mes le había visitado cada semana; y unos días antes de las elecciones recibí una carta en la que me pedía si podía ir a la prisión esa semana porque: «Tengo que verte y explicarte algo». Había sido bastante impreciso respecto a lo que quería decir con ese «algo», pero aludía al hecho de haber estado cavilando mucho. La curiosa fórmula que había empleado era «indagando en el alma». Sus últimas misivas estaban repletas del lenguaje redentor de los recién conversos. Quizás esté siendo demasiado dura. Quizás aún me esté haciendo a la idea de Mi Hermano el Delincuente. Quizá su conciencia recién adquirida desde que le enviaron allí olía a oportunismo… sobre todo porque encontrar a Dios en el talego se me antoja uno de los frutos de rigor de la vida criminal americana.

Así y todo, es mi hermano. Y aunque nuestra visión del mundo sea radicalmente distinta —¿cómo puede una familia producir niños con un sentido común y una sensibilidad tan diferentes?—, mi tenaz lealtad me ha hecho apoyarle. En especial porque la fidelidad familiar suele venir acompañada de un gran trasfondo de culpa.

Llamé a la prisión y me apunté a la lista de visitas para el jueves a las cuatro y media. Como cada vez, el funcionario me recordó que llevara algún documento identificativo con foto y me advirtió que, a criterio de la prisión, se me podía cachear. Y como cada vez, me leyó la lista de artículos prohibidos (pistolas, cuchillos, fármacos y drogas, pornografía y esa peligrosa sustancia conocida vulgarmente como chicle). Cuando el funcionario me preguntó si había entendido lo que no estaba permitido, le dije:

—Es mi quinta visita, señor. Siempre cumplo las normas.

—No me importa. Como si es la vigesimoquinta. Hay que leerle siempre la lista, ¿estamos?

—Sí, señor.

—Nos vemos el jueves, señorita Burns.

Subida en el tren que cruzaba las soñolientas zonas residenciales de Nueva Jersey en dirección norte, seguí trabajando en el manuscrito que acababa de comprar a un catedrático de la facultad de Medicina de Harvard, un psicoanalista especializado en la familia y la culpa: un tema con el que cualquier persona sensible puede sentirse identificada. Si consiguiera refrenar la propensión del Dr. Gordon Gilchrist por incurrir en los tecnicismos de los alienistas, el libro incluso podría hacerse un hueco entre los superventas. La transferencia es algo con lo que todos podemos identificarnos, especialmente en lo referente a todo lo guay que nos legaron papi y mami. Pero si empiezas a aporrear al lector con la catexis y la decatexis, con el desliz de Signorelli o con el reino maravillosamente laberíntico de la actitud contrafóbica, le intimidas intelectualmente y le saturas con terminología que solo puede entender con la ayuda del diccionario. He hablado con Gordon y le he dicho que, si logra reducir su gimnasia cerebral, tiene muchos números de aparecer en el próximo ejemplar del imperdible So You Think You’ve Got Problems?. Pero mientras iba marcando grandes fragmentos demasiado técnicos con mi bolígrafo rojo, sentí una punzada cortante de identificación objetiva cuando me topé con el párrafo que comenzaba:


Todas las familias son sociedades secretas. Reinos de intriga y guerras internas regidos por sus propias reglas, regulaciones, limitaciones y fronteras. Reglas que a menudo carecen de sentido para aquellos que se encuentran más allá de sus fronteras.


¿Acaso mi hermano reflexionaba ahora sobre los secretos que habían caracterizado tanto nuestra vida en familia y que habían contribuido a crear la cultura de secretismo que le acabó llevando a la cárcel? No solo somos la suma de todo lo que nos ha pasado, sino un testimonio de cómo lo hemos interpretado. La música de la casualidad coligándose con las complejidades de la elección; y cómo, de resultas del error de juicio y el sabotaje propio, a menudo reescribimos la historia para crear una con la que podamos convivir.

—¿Nombre y número del preso?

La voz profunda salía a trompicones de un pequeño altavoz enclavado en metacrilato en la entrada del centro correccional federal de Otisville, Nueva York. Una puerta de ladrillo con un pequeño alambre de espinos, paredes de hormigón y un atisbo de módulos bajos en el interior. Aparte de estos rasgos y de la señal que te informaba de que era una prisión de verdad, la sensación que a una le daba no era muy sofocante. Eso sí, obviando que estás encarcelado allí el tiempo que el sistema penal ha determinado que mereces para pagar tu deuda con la sociedad.

Pronuncié su nombre y, en la pequeña libreta que tenía abierta en la mano izquierda, leí el número que le habían asignado cuando fue encarcelado por primera vez: «5007943NYS34».

—¿Relación con el preso? —volvió a susurrar la voz.

—Hermana.

Instantes después se produjo un chasquido fuerte y revelador y la pesada puerta blindada se abrió. Entré y anduve por un pasadizo corto a cielo abierto. El cielo gris de noviembre se veía claramente en las alturas. Dos muros de bloques de hormigón de más de dos metros conducían por un camino recto y estrecho hasta el segundo control de seguridad. Esta vez tuve que mostrar mi identificación y esperar a que vaciaran y registraran todas mis pertenencias. También tuve que someterme a un cacheo por parte de una funcionaria. En cuanto determinaron que no iba armada ni era peligrosa, que las dos bolsas de Oreo que me había pedido mi hermano eran efectivamente esos inofensivos y codiciados tesoros de época escolar y que no había hojas de afeitar escondidas en los potes de mantequilla de cacahuete, me hicieron pasar a una sala de espera. Era un espacio desapacible, pintado de color verde hospital. Había sillas grises de plástico y luces fluorescentes, los azulejos del techo estaban agrietados y el linóleo desgastado. Aunque recientemente ya había estado allí varias veces, el sitio aún me inquietaba. Una prisión es una prisión, por más que a tu hermano le hayan ofrecido dar clases de piano o de español como parte del proceso de rehabilitación.

—¿Alice Burns?

La llamada provenía de un fornido hombre hispano vestido con un uniforme azul de funcionario de prisiones que le quedaba un poco grande. Me levanté. Echaron otro vistazo rápido a las bolsas y me llevaron a una pequeña sala provista de una mesa y dos sillas de acero con respaldo. Lo que habría dado en ese momento por un cigarrillo… En los cincuenta minutos que duraría el encuentro con mi hermano, fumarme dos o tres Viceroy haría un poco más pasable el mal trance.

Me senté en una de las tiesas sillas a la espera de que llegara el preso número 5007943NYS34 y mis ojos se cerraron para darme un segundo de tregua de ese ambiente institucional tan displicente.

—¿Qué pasa, hermanita?

Abrí los ojos de golpe y vi a mi hermano. Parecía haber perdido casi un quilo y medio desde que le había visto la semana anterior. Me alcé y nos dimos un abrazo un tanto incómodo, puesto que fui incapaz de igualar el entusiasmo con que me levantó entre sus brazos y me apretujó como si me estuviera traspasando algún tipo de fuerza vital espiritual.

—Menudo abrazo —dije.

—El pastor Willie dice que no ha conocido a nadie que abrace tan bien como yo.

—Seguro que el pastor Willie tiene cierta experiencia con los abrazos compasivos.

—¿Ahora me toca ser objeto de tus ironías, hermanita?

—Parece que sí. ¿Cómo has perdido tanto peso?

—Haciendo ejercicio. Haciendo dieta. Rezando.

—¿Se puede adelgazar rezando?

—Si empiezas a ver los alimentos calóricos como una tentación del diablo…

Levanté la bolsa de golosinas que le había traído.

—¿Entonces por qué me pediste toda esta comida basura? De nutritiva no tiene nada.

—Un caprichito de vez en cuando no hace mal a nadie.

—¿Pero comer diez Oreos seguidas es obra de Satán?

—Otra vez el mismo tono.

—Esta noche no he dormido mucho. Y esto me estresa bastante.

—Es normal, después de mis fechorías. He arruinado la vida de mucha gente y nos he avergonzado a todos.

Alcé la mano, como si fuera un policía dirigiendo el tráfico.

—Conmigo ya te has disculpado bastante.

—El pastor Willie dice que uno nunca se puede disculpar lo suficiente por los pecados cometidos, que la única manera de redimirte es seguir el camino de la rectitud y expiar el pasado.

—A mí una buena temporada en chirona me parece expiación suficiente. ¿Votaste el martes?

—No puedo. Una de las muchas pegas de ser prisionero es que pierdes el derecho a votar. Pierdes el derecho a casi cualquier cosa.

Empezó a recorrer la salita de arriba abajo, recuperando ese viejo hábito ansioso que había reprimido durante años hasta que se lo llevaron esposado y tuvo que pasear por delante de los medios congregados para sacarle fotos. Entonces entendí una verdad dolorosa: a pesar del discursillo de haber vuelto a nacer y de sentirse redimido y en paz consigo mismo, a pesar del rostro valiente que había mostrado al leérsele el veredicto, a pesar de que el abogado le había asegurado que saldría en tres años, mi hermano se estaba quebrando en esa prisión de mínima seguridad. Me interpuse en su camino y le cogí las manos, llevándole de vuelta a la silla mientras entonaba:

—Lo siento mucho, muchísimo…

He ahí otro efecto secundario de su estrés extracorpóreo: la necesidad de repetir una y otra vez la misma frase. Le agarré las manos con fuerza y le dije:

—Deja de pedir perdón. Lo que está hecho, hecho está. Me alegro de verte enfadado.

—Pero el pastor Willie dice que la ira es tóxica. Y hasta que no pueda perdonar…

—El pastor Willie no lo ha perdido todo ni está encerrado en la cárcel. El pastor Willie no tuvo que escuchar cómo un fiscal del distrito con aspiraciones políticas le ponía en la picota. ¿Qué coño sabrá ese evangélico sobre tu ira?

—La semana pasada, durante nuestra sesión privada de oraciones, el pastor Willie me dijo que eres un ejemplo radiante de «solidaridad fraternal».

—Te agradecería que no volvieras a mencionar al pastor Gili. Es lógico que esté a tu lado.

—Ojalá mi hermano hubiera sido tan comprensivo.

Su hermano. Mi otro hermano estaba escondido, un mar de culpa y de obstinada superioridad moral. No tenía ningún contacto con nosotros.

—Lo cierto es que todo esto no le satisface mucho —dije.

—Que Dios te lo pague por quedarte conmigo y no tratarme como una mierda como él.

—No eres una mierda —respondí.

—Mamá me dijo lo mismo la semana pasada. ¿Seguís sin hablaros?

—Yo no he cerrado la puerta, pero todavía me culpa de…

—Yo ya le he dicho que pare. No fue culpa tuya.

—Para ella siempre es culpa mía. Siempre fui la hija que nunca quiso, como me dijo varias veces.

—Todos necesitamos mucho cariño.

—Venga hombre…

—Ya sé que todo esto te parece sensiblería, pero ya es hora de empezar a ser sinceros entre nosotros.

—Seguro que a mamá le debió de parecer una gran idea. Imagina si se lo hubieras dicho a papá…

Tras mi comentario se hizo un largo silencio. Mi hermano miraba al suelo, claramente compungido. Al final se estiró para coger el paquete de Oreo, lo abrió por la parte de arriba y cogió tres galletas. Se las zampó en un segundo.

—Hace tiempo que quiero hablar contigo de papá —dijo.

—Siento haberle mencionado.

—No te sientas mal por mencionarlo, pero…

Dudó un segundo y dijo:

—Tengo que hablar contigo de algo que jamás te he contado.

—No las tengo todas conmigo de que esta tarde quiera escuchar ninguna revelación.

—Pero esto es algo que tiene que salir.

—¿Por qué ahora?

—Lo tengo que compartir.

—Detrás de esta necesidad de compartirlo detecto al pastor Willie…

—En verdad sí me dijo que hasta que no confesara esta transgresión…

—Transgresión es una palabra muy cargada.

—¿Puedes hacer el favor de escucharme?

Silencio. Un silencio muy prolongado. Mi hermano estaba de espaldas, con la mirada perdida en la pared. Al final comenzó a hablar. Cuando acabó de relatar su historia, casi media hora después, me sentía al borde de un precipicio. El suelo bajo mis pies se resquebrajaba, como si estuviera a punto de ceder.

—O sea… quince años después de esto decides contármelo todo a mí —dije—. Y al hacerlo me insistes en que comparta tu secreto y que me asegure de que siga siendo eso: un secreto.

—Se lo puedes contar a todo el mundo si quieres.

—No se lo contaré a nadie. Estos últimos años ya te has buscado bastantes problemas. Pero déjame preguntarte algo: aparte del pastor Willie, ¿quién lo sabe?

—Nadie.

Mis ojos escrutaron los cuatro rincones de la lúgubre salita para comprobar que no hubiera cámaras ni micrófonos a la vista. No había moros en la costa, pero bajé la voz de todos modos y, en un susurro ahogado, dije:

—Que no lo sepa nadie. Si ese evangelista te anima a contárselo a alguien, no le hagas caso. ¿Crees que el pastor Willie sabrá cerrar el pico?

—Siempre dice que todo lo que comentamos es confidencial, que sabe guardar «secretos eternos».

Y apuesto a que, como tantos hombres de gran devoción, también tendrá unos cuantos secretos oscuros de su propia factura.

—Pues tus secretos son la mar de temporales. A partir de ahora… me voy a olvidar de esta historia.

—Suenas igual que papá —dijo Adam.

—No me parezco en nada a nuestro padre.

—¿Pues por qué conspiras conmigo, como hizo él hace tantos años?

—¡Ja! Pues porque somos familia. Y una de las consecuencias de ello es que voy a tener que vivir con lo que me acabas de contar.

—Pero si hace apenas un momento has dicho que ibas a olvidarlo.

—Estaba siendo muy superficial. Nunca olvidaré esta historia, pero tampoco hablaré de ella. Y lamento de todo corazón que me la hayas contado.

—Tenías que saberlo. Trata sobre nosotros. Es lo que somos.

Luego, tras echar una ojeada fugaz a los azulejos agrietados del techo y las luces fluorescentes que planeaban sobre nosotros, volvió a mirarme. Me observaba como un francotirador que hubiera encontrado su objetivo.

—Y ahora estás implicada —dijo.


Días después de esa sorprendente visita a la prisión, la gravedad de lo que hizo mi hermano —y la complicidad inmediata de mi padre en todo el asunto— se vio acentuada por algo que me obsesionaba: la aceptación del secreto que me acababa de cargar a cuestas.

Mi hermano tenía razón. Al decirle que tuviera la boca cerrada y ocultara este terrible crimen para siempre, obligándole a hacer un voto de silencio, de omertà, había conspirado con él.

«Todas las familias son sociedades secretas». Y un secreto revelado deja de ser un secreto. Cuando ese secreto se comparte con un padre o un hermano, puede convertirse en una conjura, una conspiración. Eso sí, siempre que aceptes guardarlo.

«Tenías que saberlo. Trata sobre nosotros. Es lo que somos…» Nosotros. Los Burns. Dos padres nacidos en la abundancia de los años veinte, una época que enseguida se hizo trizas y desembocó en la miseria y el abotargamiento nacional. Tres hijos nacidos más tarde, en esa paz y opulencia de mediados de siglo. Un quinteto de norteamericanos de clase media alta. Un testimonio de cómo destrozamos nuestras vidas, cada uno a su manera, pero siempre torturándonos a nosotros mismos.

Mi madre podrá ser repetitiva hasta la saciedad y tener un precepto tautológico siempre a punto para aliviar el dolor, pero hace poco sí dijo algo que dejaba entrever un destello de sabiduría oculta:

«La familia lo es todo… y por eso duele tanto». Lo valoro todo desde una frágil atalaya, asomándome desde el despreocupado precipicio de la juventud a mi cuarta década de vida, rodeada por un paisaje plagado de escombros heredados y autogenerados. Lo cual me hace pensar: ¿cuándo empezó la tristeza? ¿cuándo la escogimos?

Bajé la mirada de nuevo hacia el manuscrito y eché mano del cigarrillo todavía encendido. Le di otra calada para serenarme y cogí el bolígrafo.

«Todas las familias son sociedades secretas». A lo cual habría añadido, de haber sido mi libro, mis palabras, las siguientes líneas: «Y si algo me han enseñado las últimas dos décadas es esta notable verdad: “La infelicidad es una elección”».







PRIMERA PARTE