Memoria de dos lluvias

Fecha edición: diciembre 2013


@2013, Alejo Piovano


Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo:

Signo Vital Ediciones Digitales

Arengreen 1548 - Depto 3 - CP C1405CYV - Buenos Aires - Argentina


ISBN 978-987-3610-13-4


1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título - CDD A863

Fecha de catalogación: 10/12/2013

Editado en Argentina


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Presentación


Alejo Piovano ha tenido una larga carrera en grupos y publicaciones literarios.
Estrenó obras teatrales de su autoría como Apocaliptosis (Di Tella 67), Ceremonia del Segundo Nacimiento (CACYV 73) y Construcción Cotidiana de una gira europea.
Algunas de sus obreas fueron presentadas en Nueva York, Londres, París y Amsterdam.
Como actor y director teatral ha participado de numerosas puestas en escena.
Publicó cuentos y crítica teatral en La Opinión, Barrilete, Meridiano 70, El Búho y Generación Abierta.
Con Memorias de dos lluvias hace su entrada en la narrativa con dos ciclos de cuentos de entrañable factura con temas de nuestra época que adquieren su peculiar visión.

Prólogo

La lluvia del comienzo no es la misma que la del final. Entre el jardín con caracoles de la infancia, y el viejo barrio con los vecinos que sacan la silla a la vereda, hoy convertido en nido de narcotraficantes, se extiende el territorio de una vida llena de acontecimientos, algunos sorprendentes. El que un joven fervoroso descubra las tablas y resuelva consagrarles todas sus fuerzas forma parte, si no de lo habitual, al menos de lo esperable. El actor ya maduro reflexiona acerca de su oficio, fantasea con el legado de Shakespeare, medita sobre la ambición y sobre la frustración que inevitablemente la acompaña, se conmueve ante los pequeños y grandes personajes, entre pícaros y enternecedores, que deambulan por ese otro barrio que es el teatro. La meditación sobre la grandeza y decadencia del arte al que se ha dedicado se torna meditación sobre el tiempo. La sabiduría ha llegado. Pero lo inesperado llega también, y por carriles extraños. Al avanzar en años, el comediante se transforma en otro. Nada de raro tendría, puesto que representar papeles significa meterse en la piel ajena. Este, sin embargo, es un caso especial: ¿quién habría imaginado que el protagonista, abierto o secreto, de estas historias jugosas, poéticas y melancólicas, adoptaría un turbador parecido con Papá Noel, y que grandes y chicos, en cada Navidad, se quedarían con los ojos redondos al verlo aparecer? No es sencillo saberse el sosías de un ser legendario, y quizás no tan imaginario como parece, que despierta risa y cariño. El hombre de teatro se encuentra ante una encrucijada con tres caminos: o trata de borrar la semejanza, o se limita a instrumentarla "haciendo de Papá Noel" en alguna fiesta, o profundiza en ella hasta convertirla en destino. El camino elegido es el tercero. De ahí la originalidad y la gracia de estos cuentos, basados en una experiencia real, donde el autor nos muestra los alcances de su elección: hacerse cargo de su aspecto es negarse a desengañar a quienes creen en él, suscitar la esperanza de los otros es volverla suya, representar al hombre redondo y bondadoso vestido de rojo es perder alegremente los límites entre la propia identidad y la del distribuidor de sueños y regalos. "Memoria de dos lluvias' contiene una enseñanza que se resume en una palabra cargada de dolor, de amor, de rebeldía, una palabra que Rilke colocaba por encima de todas las otras: aceptación.

Alicia Dujovne Ortiz

ALEJO PIOVANO

Memoria de dos lluvias

EL JARDÍN
DE LOS CARACOLES

MEMORIA DE LA PRIMERA LLUVIA

Era un jardín custodiado por una reja. Le seguía un patio con una puerta que protegía la intimidad de la casa. Las habitaciones se abrían al entramado de baldosas negras y blancas donde había un piletón profundo y grande para lavar ropa. Así eran en su mayoría las casas típicas de Floresta, y de la calle Laguna, cuyos jardines solo se caracterizaban por arreglos de vecinos inexpertos, en un juego entre voluntad y abandono.

Podía existir un rosal bellísimo junto a unas plantas de tomates, y prevalecían los malvones abandonados en grandes macetones. Cajones de madera con plantines de albahaca y romero. Calas junto a los muros, claveles en macetas colgantes y helechos en latas de aceite. Casi todo crecido en forma silvestre junto a yuyos, algunas plantas de anís y panaderos blancos en el aire que desparramaban sus semillas al primer viento.

La diferencia en nuestro jardín era un árbol de cedrón que mis padres querían como si fuera un emblema. Abundaban también algunos pájaros de pechito amarillo, gorriones, torcacitas y algunos teros en las quintas vecinas que aún subsistían.

Cuando venían los días de humedad, y eran muchos en esos años, se despertaban los caracoles de su sueño empeñoso y el jardín se me llenaba de amigos. Como entre mis juguetes tenía una casita de lata, con una puertita de cierre, podía jugar con ellos.

Pero en los días de calor, primero les tiraba agua y ellos emergían de sus caparazones a celebrar la humedad y mi amistad. Luego los miraba extasiado y los hacía correr competencias hasta la hoja de una lechuga. Cuando me cansaba les hablaba para introducirlos en la casita, no fuera que les doliera y no me quisieran como yo a ellos, y les ponía un trapo húmedo y otra hoja de lechuga como recompensa.

Un verano muy caluroso y seco los caracoles se me comenzaron a morir. El jardín me parecía desolado. Y ni el vaso de agua los hacía sacar el cuerpo fuera de su caparazón. Yo conservaba a los más amigos dentro de la casita de lata, pero ellos padecían los estragos del calor y se replegaban en sus caparazones.

Desde el medio del patio, mi papá le dijo a mi mamá que “la seca” no podía durar mucho más y que vendría una tormenta muy fuerte. Todo dicho con acento campero y en voz alta. Pasados los años, me di cuenta de que tres sequías consecutivas habían matado a las ovejas del campo y mis abuelos perdieron la chacra y emigraron a la ciudad.

Y así fue, como dijo papá: primero la acumulación de nubes oscuras, y un viento huracanado, luego solo truenos y relámpagos que hicieron temblar los techos y las paredes de la casa, y una lluvia que inundó el patio de lado a lado, por lo que vi a papá cerrar con maderas la entrada del agua en las piezas. La lluvia no cesaba, los techos chorreaban sobre baldes y cacerolas. Yo me refugié debajo de la mesa del comedor, y en un nido de frazadas que mi madre me hizo me pasé los días en compañía de los caracoles que festejaban la abundante humedad. Mi papá no se fue de casa. Miraba el cielo con preocupación.

Quizás duró una semana. Al cabo, salí al patio y luego al jardín. La humedad había mojado todas las paredes y dejado pequeñas gotas sobre las hojas. Los caracoles trepaban por todas las paredes. En la reja se balanceó una torcacita. Más lejos gritó algún tero.

Por la noche hubo mucho viento. Las chapas temblaban, pero ya no goteaba dentro de las piezas.

El octavo día amaneció con el cielo azul.

Corrí debajo de la mesa y transporté al jardín la casita con los caracoles, algunos los puse en la tierra y otros, sobre las plantas. A los más preciados, que eran tres, con la ayuda de un banquito los subí a las ramas del cedrón.

LA PASTILLA

¡Estoy bien!

Es mucho, tengo ganas.

Lástima que cada pastilla me sale un peso y debo tomar dos o sea sesenta por mes para estar bien.

Lo que no se va... se va...

No hay como la alegría para sentir que no hay que preocuparse por el sentido de la vida y menos por el pasado y mucho menos cuestionarse el presente.

El ruido de 130 decibeles no me molesta, no me importa no haber escrito el libro, ni haber plantado el árbol, porque estoy bien y estando bien puedo hacer cosas buenas y llenas de placer. Disfrutar.

Puedo pensar que la creación es un valor que supera el dinero que nunca gané escribiendo teatro, poemas, pintando cuadros, actuando y haciendo “per-forming-art” en Londres y en París.

¿Podré sonreírme a los sesenta años de los artistas jóvenes que me tratan de quedado en el tiempo?

Gracias a la pastilla, podré pensar que hay que apostar por la vida. Aunque me espere el día en que me pregunten:

-¡¿Abuelo, entiende?!

No por lo de abuelo, sino por lo segundo y por los signos de admiración.

Esto se une a que paso lento sea igual a cerebro paralizado y en realidad son dos pesos por día y no hay que ser mezquino con la propia vida y mucho menos con la alegría, si hasta podré seguir diciendo después de tanto años... siempre habrá criminales, injusticias, guerras, desastres...

Y si bien no hay futuro, como se dice ahora en la izquierda y en los emprendimientos quebrados de la derecha, para mí si lo hay. Estoy a salvo, a mí no me va a pasar.

No pensaré diferente a la pastilla que me ayuda a estar bien.

Tengo muchos amigos y eso es lo que importa.

Pero en realidad... realidad. ¿Qué es coherente? ¿En qué estoy errado? ¿En qué tiempo, lugar, hora, estoy? ¿Qué sentido tiene si el amor siempre salvó? Lo dicen todos.

Algunos no.

Amargos.

Pero la pastilla.

¡La pastilla!

¿La tomé?

DESTINADO A LA FELICIDAD

Román está rojo, frente a mí. Me come de bronca.

-Te los presto, sí te los presto, por eso quedate tranquilo. Me los devolvés el martes a primera hora. Olvidate de mí, Chango, si no lo hacés... Me tendrás de enemigo y esta vez no me va a importar porque sos un terco, no llevás tus cuentas, te aprovechás siempre de lo ajeno y nunca te sentís en la obligación de devolver algo de lo que recibís. Pensá en los otros, pensá.

Pienso: a un amigo se lo acepta como es. No se lo critica, menos cuando está desplegando billetes que me presta.

Guardo el “fajo” que me da y tengo unos segundos de alivio.

Le digo “gracias”. Le doy un beso.

Me voy corriendo a depositar en el banco.

¿Mantendré mi cuenta con los mayoristas de la calle Junín?

¿Los muchachos aceptarán que no les pague este fin de semana?

¿El negocio de Quintana me pagará a treinta días?

¿Tendré la mercadería terminada para pasado mañana?

¿Quién me escribe esta historia de terror económico?

Este año 75 es terrible.

Esta angustia la había sufrido papá y yo la sigo padeciendo. Antes había sido por el negocio de las heladeras y ahora es por la fabricación de muñecos. Pasa por Corrientes una gruesa manifestación de gente que seguramente ya no puede correr al banco.

Tampoco tienen amigos. De pronto me estalla una centella en la cabeza. Hago un cheque para el martes.

-Vengo a pagar.

Le digo a Don Gregorio, el cajero que conozco desde hace veinticinco años.

Responde sin levantar la vista:

-Antes andá por la gerencia, pibe. La cosa no está bien con vos.

Llego al tercer piso por escalera. Ahí sale el gerente. Saco el cheque y se lo exhibo con cara sumisa.

-¡Ah, por fin! ¡Si no venía, le quedaba cerrada la cuenta corriente, porque no puede seguir de este modo, usted lo sabe!

Pienso: turro, turro, siempre, y digo:

-Tiene fondos, palabra, es de un amigo. Es que yo...

Me pone la mano en el hombro con gesto paternal. Siento el calor y el peso del “fajo” en mi bolsillo.

-Vaya, vaya nomás, dígale a Gregorio que digo yo, que le tome el pago.

Manos transpiradas. Corro escalera abajo. Pago con el cheque, por supuesto.

Me rajo a tomar un café, para tranquilizarme. Todo lo contrario. Descompostura de alto tránsito.

Subo al baño. Alivio. Bajo, vuelvo a sentarme.

¿Cómo se hace para convencer a trece monos que solo puedo darles veinte pesos a cada uno para el fin de semana?

¿Cómo les digo que vengan el sábado a la mañana, para tener la mercadería el lunes?

Me encuentro con un amigo de militancia. Me pregunta si sigo en Filosofía. Le digo “tengo que trabajar” y pienso: boludo, puteándole a la familia entera. Parece resentido. Se va sin sentarse.

En la mesa cercana observo los movimientos nerviosos de un tipo. Es viernes, dos de la tarde. Las casas de cambio cierran a las 15.

-Comprá, comprá verdes. ¡Esto se viene abajo!

Le dice a otro que recién llega, ahí nomás, bien imperativo.

-¡Sí, todo quiebra! ¡Haceme caso!

Son las dos. Es la confirmación de mis presentimientos. Salgo volando, cambio el dinero en la calle San Martín. Los de Junín tienen el cheque y los muchachos del taller van a entender que no es culpa mía. También cambio el dinero de la pensión de mi vieja y mi tía, y la deuda del almacén, por dólares.

A las cuatro lo llamo a mi amigo y le digo: