Primera edición: Octubre 2015

 

© de los textos: Antonio Lucas

© de la edición: Círculo de Tiza

© de la fotografía del autor: Carlos García Pozo

 

Título: Vidas de Santos

Autor: Antonio Lucas

Diseño gráfico: Miguel Sánchez Lindo

ISBN: 978-84-120391-1

 

Anais Nin, Corbis

Anne Sexton, Cordon Press

Anne Marie Schwarzenbach, Cordon Press

Basquiat, Corbis

Billie Holiday, Corbis

Carles Casagemas, Latinstock

Carson McCullers, Corbis

Dora Maar, Corbis

Francoise Dorleac, Cordon Press

Gala Dalí, Corbis

Jayne Mansfield, Corbis

Jean Michel Basquiat, Latinstock

Jean Vigo, Cordon Press

Lou Andreas-Salomé, Cordon Press

Renée Vivien, Cordon Press

Susan Sontag, Corbis

Sylvia Beach, Corbis

Tina Modotti, Cordon Press

Manuel Agujetas. Autor: José La Marca

Rafael Sánchez Ferlosio. Autor: Gonzalo Arroyo

Margarita Lozano. Autor: Bernardo Díaz

Juan Luis Panero. Autor: Santi Cogolludo

Joan Colom. Autor: Domenec Umbert

Isidoro Valcárcel Medina. Autor: Antonio Heredia

Carlos Oroza. Autor: Javier Cervera Mercadillo

Antonio Escohotado. Autor: Sergio González Valero

 

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del editor.

 

Antonio Lucas, el príncipe:
un libro deslumbrante

Vidas de santos es un libro de semblanzas y perfiles, biografías urgentes, un fresco goyesco de ángeles y demonios que apuesta por la escritura, por el periodismo literario, por el periodismo sin más. El autor dice que se trata de un santoral estético. Creo que acierta con el título porque el texto es un compendio de vidas y hechos de santos de la bohemia, damas echadas a perder, mártires, locos, putas, poetas malditos, cineastas, músicos, cantaores. El libro es como un santo rosario con introitos y antífonas, una recopilación de heterodoxos, locos de atar, genios prematuros, cadáveres jóvenes, desde una mirada de la posmodernidad.

Antonio Lucas es un español bien terminado que nació en Madrid un mes después de la muerte de Franco. Su padre, José Lucas, el pintor y escultor que más sabe de poesía y que frecuentó durante muchos años la tertulia de los poetas en el Café Gijón, llevaba de la mano a su hijo a la mesa de la Juventud Creadora, donde había garcilasistas y también rojos. En el café no dejaban entrar ni a los niños ni a los perros, pero Antonio era una excepción. Y así como Sartre confiesa en Las Palabras que gateó por los libros, el joven poeta tomó leche con metáforas junto a Gerardo Diego y Claudio Rodríguez, aunque Claudio era más bien de barra y le pegaba al mollate. Más tarde la librería Visor fue la tercera casa de Antonio, después de su piso y el periódico, pero nunca olvida que en el café, junto a su padre, resplandeciente pintor de minotauros y rubios dioses griegos, se quedó con la copla de la música de los vocablos.

Bello, educado, elegante, modesto, demócrata, progre –no pijo progre–, le gusta el cante grande y la pintura, pero de entre todas sus virtudes sobresale su talento para la escritura. Él dice que la literatura alumbra, desvela, exige, reclama, advierte, excita, calma, hace dudar y derriba certezas. Maneja un gran aparato verbal. Ha aprendido a domar vocablos. Es de los que considera que la belleza es el lujo del idioma llevado al extremo. Como Sartre, considera que el arte de escribir debe ser solidario con el régimen donde la prosa y la poesía tienen un sentido: la democracia. Es uno de los poetas más destacados de la última generación. Ganó el Premio Internacional Fundación Loewe. Para otros es el mejor reportero cultural de los periódicos que aún se hacen en el molino de papel. Me inquietan los tipos perfectos, los que como Antonio están exentos de ataques de las víboras literarias. Nunca he oído una palabra injuriosa contra él. No es que sea el hombre de Vitruvio o el Caballero del Verde Gabán, pero hay unanimidad en el análisis óptimo de su prestigio como escritor y como persona, y además no se le han subido a la azotea las hojas de laurel. Se comporta con extrema modestia. Fíjense lo que me dice en la carta en la que me pide el prólogo: «Será un motivo de entusiasmo si te salen unos folios para que al menos haya algo potable en el volumen».

 

Vidas de santos está dividido en tres partes: «Promesas quebrada»”, «Heterodoxas» (un repaso por aquellas mujeres que fueron la hostia en los siglos xix y xx y quedaron eclipsadas en los libros) y «Vidas revueltas» (los raros). Decía Borges que una de las peores cosas que le puede pasar a un escritor es que sea periodista, porque entonces está obligado a buscar temas. «Creo que los temas deben buscarlo a uno, que es un error proponerse un tema». Borges y otros nos han dado la murga diciendo que el periodismo es el pariente pobre de la literatura, que en la época áurea de la humanidad –la griega– no había periódicos, que los periódicos son para el olvido y lo que permanece son los libros. Los divinos desprecian el periodismo, dicen que es una profesión que hay que dejarla a tiempo. «Los periodistas», dijo Bismarck, «son gentes que han malogrado la carrera». Todas esas opiniones son estúpidas, desdichadas, antiguas, clasistas y pedantescas.

Ahora que desaparece la galaxia hay que decir que el periodismo ha sido uno de los supremos artes de escribir, y los grandes escritores –desde Camus a Ortega, desde Arturo Pérez-Reverte a Mario Vargas Llosa– han brillado tanto o más en los diarios que en las novelas. Y si aún no lo creen, lean este arrebatador libro de Antonio Lucas. Pasen y vean a Rimbaud, ininteligible, bello, con ojos de miosota, con la «insólita precocidad del diablo», entregado a lo incierto, al hachís, el ajenjo. Escuchen al divino poeta aullar en mitad de la noche y escupir en la sopa. Admiren al poeta que no vivió el mundo verbal, sino la pasión. Escuchen también a Henri Gaudier-Brzeska, en los embates sobre los jergones de pensión de media estrella. «Murió en la Primera Guerra Mundial», escribe Antonio, «como un héroe, que es una de las formas más cretina de morir». Observen a John Keats babeando versos antes de palmarla entre esputos de sangre, después de decir «una cosa bella es un gozo eterno». Rememoren a Sid Vicious, icono de los 70, líder de los Sex Pistols. «Su vida», dice el autor, «es una expedición por todos los excesos». A los 14 años vendía tripis en la puerta de los conciertos, a los 17 atracaba a jubilados. Se describe a Félix Francisco Casanova como a un poeta canario y convulso que el día 14 de enero de 1976 entró en la ducha y mientras caía el agua los pulmones se inundaron de gas butano. Conozcan el retrato de Lautréamont, un chico taciturno, retostado, con la pajarita de dandi, sin novia, sin amigos, sin familia, sin sombra...

 

Pero donde Antonio Lucas alcanza la cima de su escritura es en los retratos de mujeres. Dibuja a Françoise Dorléac como una belleza gélida, muy bien alineada con el espíritu de ese cine de intelectuales con jersey negro de cuello vuelto bajo el lema de Nouvelle Vague. Revive a Gala Dalí, amante de Paul Éluard y contable del performer Dalí: una mujer vampiro que se zampaba cada día un libro y cada noche a un par de amantes; «amo a Gala», llegó a decir Dalí, «más que a mi padre, más que a mi madre, más que a Picasso y más incluso que al dinero». Y es que Antonio Lucas suele venirse arriba cuando habla del cante, de la pintura y de las mujeres, a las que trata como si a todas las hubiera amado. Estas mujeres que dan forma a la serie «Heterodoxas» tienen un punto en común: fascinan en cuanto te acercas a sus biografías. Antonio cree que exhiben una sed de libertad extrema, una vocación irrefrenable por huir del dogal macho, una necesidad de afianzarse en su propia aventura sabiendo en tantos casos que la derrota era la meta. Son tipas de un coraje dispuesto a reventar en cualquier badén que las impida seguir caminando. Van pasando por las páginas como por una pasarela, libertinas, suicidas, madres, hijas, solas… Unas fueron ricas y otras extremadamente pobres. «Algunas follaron con un deseo extremo», reconoce el autor. «Difícilmente fueron felices, pero en ese desamparo se auparon sin fatiga para ser aún más ellas». Antonio Lucas admira a las mujeres porque son seres muy a la contra y eso le fascina. En el museo, pinchadas en un alfiler, están las santas damas del siglo xix y xx. «Son las abuelas de las nietas de la ira. Ellas dijeron antes lo que ahora ya sabemos: no existen los géneros, solo existen los humanos».

 

Pueden visitar en las jaulas de Antonio a todos los monstruos de un parque temático en el que hay de todo, en distintos grados evolución. Qué bien sale Manuel Agujetas, que pasó la infancia en una fragua aprendiendo el solfeo al compás del martilleo en el yunque. Aunque el calorro no sabía ni leer ni escribir llegó a actuar con Sinatra en Nueva York. Trata muy bien, como todo el mundo, a Ferlosio, el monje áspero y esquivo, el rebelde en babuchas. Y sale de cine Carlos Oroza, el beat hambriento y tonante de los cafés, aquel que gritaba en pleno franquismo que el cielo estaba al habla con la policía. Aquel tipo salvaje con «esquelatura» de astilla que se cagaba cada día en la mesa de la Juventud Creadora, desapareció sin avisar a nadie y pudo decir de verdad aquello de «adiós Madrid, que te quedas sin gente».

 

Dice Antonio que Susan Sontag se puso a escribir «su vida como libro y explicó su cuerpo como fiesta». Trata con piedad a sus muñecos haciendo lo más difícil todavía: demostrar que con buenos sentimientos también se puede hacer buena literatura. Algunos de los personajes que trata también los he tratado yo y eran unos insoportables pelmazos. Vidas de santos, según el propio autor, refleja la vida de un puñado de torcidos, de jodidos, de extraordinarios perdedores y luminosos derrotados que dejaron antes de palmar la huella de su talento en unos folios, una película, unos cuadernos o unas piedras talladas. «Unos murieron jóvenes», escribe Antonio, «otros murieron olvidados. Algunos están vivos, pero en todos ellos hay algo común: son seres excepcionales. Sus vidas están en el alambre de la inteligencia. Unas veces volcadas del lado de acá (los que tuvieron opción en la vida), otras sin más posibilidad que la de morir muy joven. Estas existencias tienen su propia santidad: sus estigmas, sus llagas, sus éxtasis y su milagros». La mirada compasiva del autor evita la zona oscura de los personajes. Y a la vez nos los devuelve con más luz. Eso también es excepcional.

 

Raúl del Pozo

 

El porqué de estos santos

A estas criaturas, hombres, mujeres y algún casi niño, los entiendo y asumo como santos. Gentes llagadas, sufrientes, vitales y extravagantes. Vivieron (algunos aún lo hacen) al límite de las convenciones. Deflagran las costumbres respetables. Son santos también por su alto desorden. Son santos por la extremaunción de su valentía. Santos por su milagro del revés. Personalidades dañadas. Huellas luminosas. En ellos cabe una leyenda. Y a casi todos les debemos una fascinación.

Poetas, novelistas, cineastas, actrices, músicos, cantaores, forajidos de la normalidad, paseantes de infiernos sucesivos, de paraísos artificiales, de realidades estropeadas. Su atractivo es múltiple y dinamitero. Algunos de ellos ayudaron a hacer la Historia y otros son necesarios para completarla. Hay muchos más, pero elegí estos porque son los que me han volteado con más fuerza, los más rebeldes y los mejor revelados.

Las semablanzas aparecieron en las páginas del diario El Mundo entre 2013 y 2015. No nacieron con vocación de ir juntos, pero una vez reunidos forman una familia singular, casi una novela de existencias dispuestas como un gran incendio, como un bosque de creadores que arden, y sufren, y se divierten, y aceptan el riesgo como único dios verdadero.

Que esta zoología visceral encuentre sitio en un libro es culpa de Eva Serrano (directora de Círculo de Tiza) y de Lara Siscar (mi brújula necesaria, mi más verdad multiplicada). A Juan Bonilla le debo el título, que antes fue de otros.

 

Antonio Lucas

 

Promesas quebradas

 

Arthur Rimbaud,
la insólita precocidad del diablo

Aquel prodigioso chico de Charleville que a los 15 años escribía poemas en un latín perfecto consiguió voltear la poesía en solo un lustro de escritura. A los 21 abandonó las letras después de una adolescencia entregada al exceso y el desafío junto a Verlaine.

De entre todas las adolescencias, Rimbaud atesoró aquella que no se cura con el menaje de la edad. Hay hombres que deciden arrojarse al foso de los cocodrilos con una precocidad de infierno tierno, pero antes asaltan la vida arreándole al mundo una peritonitis, un último atentado, un mazazo con el puño. Arthur Rimbaud alcanzó las cotas más altas de lucidez y de espanto antes de cumplir los 20 años. Un muchachito rubio, de pelo volado, los ojos del azul de lo diabólico y la quijada fuerte. Cultivó una moral depravada con el afán metódico de quien ha caído al mundo a contramuerte, dotado de una lógica ácida que todo lo convierte en un estado de alerta.

Rimbaud nació en Charleville (Francia) en 1854. Hijo del capitán de infantería borgoñés Fréderic Rimbaud, que abandonó a su madre con cinco párvulos una mañana de invierno, dejando en la casa un rastro clandestino de escarcha y de fracaso. La madre forjó así el celo obsesivo por el control, por la religión, por el disimulo y el orden extremo. Aquella mujer agredida fue, sin saberlo, el principio del combate que Rimbaud mantuvo consigo mismo, el detonante de una rebeldía que se entrenó contra aquella tahona familiar donde la asfixia se amasaba con severos preceptos religiosos y una tonalidad lastimera de orgullo herido.

El poeta Rimbaud comenzó a despuntar en la escuela de Charleville con unas composiciones líricas perfectas. Manejaba el latín como un fluido de crímenes verbales. Aquellos poemas primeros eran el consultorio de un extravío que estaba macerándose sin saber aún a qué atenerse. Todo arte ingenuo es iniciático. El impaciente Rimbaud, dice el gran poeta Yves Bonnefoy, abre la palabra a la vida más instintiva. Y ahí, en ese instinto sin doma, decide predicar su extravío. Rimbaud apuesta por la insumisión, preparando el espíritu para la conquista de lo que el lenguaje no ofrece.

En la escuela conoce al profesor Georges Izambard, su caladero de complicidad y primeras lecturas. Quizá también su primer amor, con esa fragilidad confusa de los amores primeros que nunca se sabe si lo son. Rimbaud cultiva fieramente un cierto salvajismo acelerado de provincias. La sombra de la madre es un utillaje de barrotes. Y a los 15 años, el poeta que niega la moral convencional de la gran civilización, escapa de casa con la punta del hocico apuntando a París, para entregarse a lo incierto. Era el 29 de agosto de 1870. Aquella primera estampida de ñu sin rebaño acabó a pocos kilómetros de su pueblo, en la prisión de Mazas, donde fue recluido. Izambard pagó la multa y lo llevó de nuevo a la topera materna. Pero el joven poeta tenía ya la molécula violenta de los que no se someten a más ley que el desorden de los sentidos. «Yo creía en todos los encantamientos», escribe.

La guerra franco-prusiana zumbaba por los campos. Rimbaud emprende una segunda fuga el 6 de octubre de 1870. París estaba en estado de sitio y decide ir a Charleroi. Allí busca empleo de periodista en el diario local. Le dan boleto pronto y va de nuevo en busca del profesor Izambard a Douai, pasando por Bruselas. Un grupo de policías lo devuelve escoltado a Charleville. Las imprecisas crónicas apuntan que en uno de esos viajes fue violado por varios soldados. En la mochila de aquel muchacho con cara de niña había poemas convulsos de una insólita violencia expresiva. Rimbaud era ya el vidente, el alquimista de una gramática de alma oscura, el convencido de que solo el hombre puede decidir su salvación y de que «yo es otro». La tercera huida, en 1871, le lleva por fin a París. La Comuna ha estallado y ante el desconcierto regresa de nuevo a Charleville.

De nuevo en el pueblo escribe cartas a los poetas simbolistas, pero no llega respuesta. Lee con pasión Las flores del mal de Baudelaire. Es un adolescente hecho de fiebre y de instinto. Una mañana decide meter en un sobre un último puñado de poemas y una nota para Paul Verlaine, jefe de tribu del Simbolismo. Si esta vez no hay respuesta se arrojará a la vía del tren. A las pocas semanas recibe unas líneas de admiración y un billete para París: «Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos». Verlaine le alcanzaba la ganzúa de la gloria en septiembre de 1871. Rimbaud se instaló en casa del explosivo maestro, donde este vivía con su mujer y el hijo recién nacido. En el salón burgués de Verlaine comenzó a ensayar su terrorismo escatológico para reventar cualquier orden social. Escupía en la sopa. Aullaba en mitad de la noche. Se acostaba al amanecer. Sacaba la lengua a las damas que andaban del brazo de un tipo que nunca era él. Disfrutaba del rechazo y las cóleras que desataba. Hasta que la mujer del anfitrión expuso condiciones: «Él o yo». Verlaine la abandonó. Comenzó el galope de dos hombres que desafiaron la ortodoxia de su tiempo. No escondían su relación homosexual. Se pertrecharon de libertad como mendigos: sin casa, con harapos, fumando colillas vendimiadas del suelo. Hicieron de la depravación su esteticismo, como una nueva lírica. Los versos de Rimbaud eran ya tremendos: «Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Soy una bestia. Pero puedo ser salvado».

El hachís, el ajenjo, las infectas pensiones, la fascinación por lo terrible. Francia, Holanda, Alemania, Inglaterra. Las resacas tormentosas. Las querellas. Se amaban fieramente. Con asco. Con odio inigualable. «Vida al margen de todo, sodomía, borrachera, versos escarnecidos», escribió Cernuda. En una pensión de la Rue de Brasseurs de Bruselas, tras una pelea por celos, Verlaine disparó dos veces su pequeño revolver contra Rimbaud. Le hirió en una mano. Era julio de 1873. El joven poeta llamó a la policía y Verlaine fue condenado a dos años de prisión. Desde la cárcel le escribió encendidas cartas clamando perdón y declarando amor. Nunca hubo respuesta. En Alemania se encontraron una última vez cuando Verlaine salió de la cárcel. La noche acabó en disputa y otra cicatriz.

Aquel joven prodigio diabólico regresó a Charleville, se encerró durante meses en la granja familiar y escribió en estado de trance los poemas del único libro que dio a la imprenta, Una temporada en el infierno. Descubrió que la vida se devora a sí misma en igual medida que se reproduce a sí misma. Aquel libro, junto a los poemas sueltos que dieron cuerpo al conjunto titulado Iluminaciones (cuyo orden encargó a Verlaine), fue el último signo de su renuncia. Tenía 20 años y la vida fiera ya cumplida. Llegó el momento de detenerse. Se convirtió al catolicismo. Aceptó trabajos aburridos. Soñaba con hacerse rico. Quiso borrar toda huella a su paso. En 1876 se enroló como soldado del ejército holandés en un barco con destino a Java. Desertó. Regresó a Francia. Y volvió al mar. Se instaló en Adén (Yemen). Se ocupó en la agencia Bardey. Se rehogó como un hombre de bien. La literatura quedó atrás, como una locura lejana. En las cartas absurdas que envió a su madre solo hay una mención a la poesía: «Si hubiese seguido escribiendo me habría vuelto loco». Se instaló en Harar (actual Etiopía) como tratante de camellos. Traficó también con armas, vendiendo fusiles a las tribus en lucha. Vivía como un burgués trasplantado en el desierto hasta que un carcinoma en la rodilla izquierda le hizo regresar a Francia. Desembarcó en Marsella crujido de dolor, donde lo esperaba su hermana Isabel. Le amputaron la pierna. El delirio fue de varias semanas. Murió en Marsella el 10 de noviembre de 1891. Tenía 37 años. El más extraordinario de los poetas. El más salvaje de los niños. El más libre de los hombres no tuvo en el último estertor más triunfo que el olvido, ni otra leyenda que la forzada normalidad del fracaso.

 

Henri Gaudier-Brzeska,
un secreto apagado por las balas

«Diseñado» para ser uno de los grandes de la vanguardia europea, el poeta Ezra Pound fue su gran valedor y el testigo más lúcido.

Tenía los rasgos sanguíneos de los seres de piel translúcida. Hombre flaco que de frente ya anunciaba vocación de perfil. Extremado en los gestos, en las pasiones, en las vanguardias. Sabía que la máxima energía escultórica es la montaña. Hizo de su vida la espléndida formulación de una promesa quebrada. El conglomerado en bruto de su entusiasmo le aceleró la existencia y quizá también la muerte.

Henri Gaudier-Brzeska, bigotito fino, perillita de chivo tierno, media melena como peinada con las uñas de un gato fiero. Gaudier-Brzeska, que quiso reventar las costuras del arte con unas piezas en piedra, en madera, en metales nocturnos, tan definidas y tan diferentes. Fue un artista que se sostuvo en pie por la firmeza de su instinto. Con esa fuerza de los que temprano sospechan que este tinglado de vivir acaba pronto.

Listo e hiperactivo, hijo de un carpintero de Orleans (Francia), nació en 1891. No tuvo la experiencia sagrada de otros creadores. Era un arrapiezo de calle, con rastros de serrín en el jersey de grano gordo. Dibujaba a todas horas. Los fieles del suburbio lo tenían por raro, pero en la escuela, tras muchos meses de observación desde la tarima, el profesor de inglés detectó en el pequeño Gaudier una bocanada de viveza distinta. El muchacho tenía 14 años y los dedos untados de tinta a plazo fijo. Convenció al padre y consiguió una beca de estudios para Henri, en Inglaterra. Fue el comienzo de su breve comienzo. Gaudier palmó a los 23 años, de un balazo en la cabeza, distinguiendo precozmente lo prometido de lo logrado. Pero a eso ya llegaremos.

En Londres se dedicó a vivir, sin dejar demasiadas pistas de su aventura, y a copiar animales disecados del Museo de Ciencias Naturales en cuadernos de estudiante. Pasó varios años en Londres y de ahí saltó a Alemania. Hasta aquí, todo especulación, quizá con cierta truculencia en su vida de pobre, de adolescente desmedrado.

Regresa a París en 1909. Habla un buen inglés y entra a trabajar de traductor en la editorial Armand Colin. El dibujo le obsesiona. Las vanguardias empiezan a rugir. Él está espiritualmente diseñado para cumplir con el rito de ese fuego. La precariedad económica era norma en su vida, pero la capacidad de aventura era una fe mucho más fuerte. Una tarde, en la biblioteca de Santa Genoveva, conoce a Sophie Brzeska, una escritora y música polaca 20 años mayor. Empiezan los encuentros en el Café Cujas, las noches de sexo, los embates en jergones de pensión de media estrella. El escándalo. La desaprobación familiar. La huida. Henri Gaudier-Brzeska (el segundo apellido lo toma de Sophie) decide dedicarse plenamente a la escultura. Y abandonar París. Y volver a Londres.

Ya es 1910. Le quedan cinco años de vida. La pareja se presenta en su nuevo destino como hermanos. Se aman. Se odian. Se requieren. Se dañan con vistosidad. Pero él anda prendido del brazo de ella como un ascua. Empieza a trabajar en la escultura, rompiendo el canon. Busca las fuentes del orientalismo, del primitivismo, del africanismo. Lo mastica todo y lo vuelve sustancia de sí mismo. Las piezas de Henri Gaudier-Brzeska se levantan como un artefacto insólito. La peña se ríe. O le insulta. O lo ignora. Él golpea cada vez con más fuerza el cincel para la piedra. Con rabia el alambre de corte para la arcilla. Con delirio las gradinas. Está en una vanguardia aún sin nombre que viene del cubismo y de Gauguin, de Brancusi y de lo ignoto. Trabaja como si ya hubiera fracasado, convencido de su extrema libertad, de su extraño combate por ponerse al frente del despertar.

Sophie soporta borracheras y alienta cada paso nuevo en su escultura. Lo adora como a un dios sobrevenido. Sabe que ese hombre solo encuentra paz cuando llega a la condición final de la piedra, donde habita una gran calma. Henri trabaja a espasmos, como si quisiese leer en cada lasca todas las cosas del futuro. Así van pasando los días hasta el acontecimiento principal de su vida: el encuentro con el gran poeta norteamericano Ezra Pound, que andaba en Londres diseñando el contorno de una singular forma de la vanguardia: el vorticismo.

Pound encuentra un barro de Gaudier-Brzeska en una exposición de artistas jóvenes. Se detiene ante la pieza junto al escritor y pintor Wyndham Lewis. Ambos quedan noqueados. Buscan a ese artista distinto, al hombre que se muestra en su trabajo tan fuera de afectación y sentimentalismo. Dan con él, visitan el estudio embarrado. Henri está en su pajariteo de indomable. Les fascina su claridad, su agilidad, su concentración, su modo de entender su propia escultura. Tiene la fuerza precisa para fundar una nueva astronomía contra el discurso superlativo de los artistillas de púlpito. Da la sensación de que este hombre jamás ha tendido la mano a la estupidez, a la moda, a lo previsto.

Esculpe cada vez con más ansia, como dicen que hacen los que intuyen el prematuro fin de su viaje. El vorticismo extiende las alas. Es la gran vanguardia anglosajona, concentrada alrededor de la revista Blast, que edita Lewis.

Henri Gaudier-Brzeska está en ese santoral estético. Se alimenta de rebeldía. Sophie es su chubesqui. Su altar de firmeza. El atrio lisiado de su grito espontáneo. Y en lo mejor, la guerra estalla. La puta guerra. La Primera Guerra Mundial. Henri Gaudier-Brzeska había salido de Francia sin decir adiós y sin cumplir con el servicio militar. Era un desertor. No podía regresar a casa. Decide alistarse para cerrar ese estorbo.

Él, un artista alejado de mosquetones y mundano desarrolla un singular y absurdo patriotismo. Se enrola en un regimiento de infantería. En el frente, dicen, se convierte en un soldado de primera línea. En enero de 1915 es cabo. En febrero, sargento. Aspira a ser oficial. Escribe a Ezra Pound desde las trincheras: «Todo concepto, toda emoción se presenta a la vívida conciencia bajo alguna forma primordial. La mía de ahora es la guerra». En junio, el sargento Gaudier participa en el ataque sobre la posición de Neuville San Vaast (Paso de Calais). Una bala le atraviesa la cabeza. Tiene 23 años. Cada fragmento de materia sobre el que este hombre voló la mano encerraba la pulsión de arte nuevo. Pero no pudo ser. «Su muerte es la parte del derroche de la guerra», escribió Ezra Pound en la primera línea del libro que le dedicó, hoy descatalogado.

Henri Gaudier-Brzeska murió como un héroe de guerra, que es una de las formas más cretinas de morir. Dejaba una obra en la que se podía entrever algo fastuoso por llegar.

Sophie cayó en la sima de la locura. Murió 10 años después que él, ingresada en una clínica mental, después de tanto todo para nada.

 

Sid Vicious,
la ruidosa bisutería del malditismo

Entre los iconos de la vida al límite en los años 70 destaca este joven británico que se convirtió en el líder circunstancial de la más publicitada de las bandas del punk en Europa, Sex Pistols. De personalidad inflamable y gustos altamente tóxicos, su vida fue una expedición por todos los excesos, desde la droga hasta el amor.

Hay gentes e ideas que solo quedan consagradas cuando se inmortalizan en una camiseta. Simon John Ritche, Sid Vicious para el mundo, es hoy uno de esos estampados en prendas, chapas de solapa y otros complementos de armario.

Le puso rostro al punk, que aspiró a reventar las costuras de la solemne sociedad británica de mediados de los años 70. Para alcanzar la gloria en aquella aventura solo requería (como en casi todo) una dosis de fortuna, otra de publicidad, dos o tres exabruptos soltados en prime time y unas cuantas peleas bien difundidas en medio de conciertos caóticos donde el rito ancestral de la pureza lo encarnaba una gleba de niños locos que hacían del escenario un amasijo de cartílagos. Gustaban de la gimnasia preventiva de convertir la sospecha del infierno en convicción. Pero el punk no pasó de ser un abalorio irresistible para la moda de después del punk. Una mercancía inofensiva. La destrucción se consumó tan solo en una estética de camiseta sin mangas y un repertorio de cadáveres prematuros. El fracaso del punk fue su propia condición venial. A nadie asustó su mensaje ni sus grecas de collar de perro.

Sid Vicious soltó el primer vagido el 10 de mayo de 1957. En Londres. Su padre era un antiguo granadero del ejército británico que con él, hijo único, perfeccionó la técnica del mortero. Tenía Sid dos años cuando papi salió a por tabaco y no regresó. La madre, una hippie con el alma rehogada de canutos, decidió coger el pasaporte y echarse al hombro el fardo latente del nene con destino a Ibiza, donde sobrevivieron dispensando drogas a quien lo solicitase. Allí la dama paladeó una libertad impulsada por la conversión erótica que exigía la isla en los años 60. Un par de años después regresaron a Londres. La madre se casó y se alistó en el pálido rebaño de los yonquis. Enviudó a los pocos meses y comenzó una trashumancia limosnera por casas de protección oficial y covachas de asistencia social.

A los 14 años, Sid Vicious vendía tripis en la puerta de los conciertos. A los 16 comenzó a pincharse heroína con mamá, que preparaba unas jeringuillas muy bien dotadas de brown sugar. A los 17 atracaba a jubilados. A los 18 adoptó como apellido artístico el nombre del hámster de Johnny Rotten (fundador de los Sex Pistols). El mozo medía 190 centímetros y esa estatura estaba rellena de asco y misantropía, extravío y pasotes. Llevaba al cuello una cadena fijada con un pequeño candado de hucha que se convirtió en la baliza distintiva de una existencia al límite. Odiaba a los Beatles y amaba en la intimidad a Keith Richards. Escupía y callaba. Nunca dio síntomas de inteligencia. Aquella vida a mil revoluciones por minuto, embutido en un pantalón pitillo ahogado en lejía y ternos con esvástica, alcanzó su máxima cota de desagüe cuando ingresó como bajista en los Sex Pistols. El lema del punk requería que la aventura de vivir no tuviese predicado: No future. Y Sid Vicious se entregó con candidez de esclavo a esa máxima que exigía tener el esternón requemado de tabaco, las venas abultadas de heroína, el buche de cerveza y un imperdible engarzado en el lóbulo de una oreja. La destrucción era un ejercicio purificador. «Vive rápido, muere joven», exclamaba el bueno de Sid.

Los Sex Pistols berreaban God Save the Queen y Anarchy in the UK sobre la tarima de los garitos más infectos de Londres. Aquel mensaje inflamaba el ánimo de una parte de la juventud británica como el mantra del nuevo Apocalipsis. La discográfica Virgin Records, fundada por el exhibicionista Richard Branson, les grabó el último disco. Virgin venía de fichar al pastoral Mike Oldfield por sus melodías de brisa de andamio. Con la leyenda callejera en marcha, la banda requería un mártir. Y ahí es donde entra en juego la leyenda boba de Sid Vicious. El cuartel general del movimiento no era un tugurio de aroma agrio, sino la tienda de moda de Vivienne Westwood y Malcom McLaren, mánager y guionista de aquella fábrica de eructos donde cuatro chavales con el hipotálamo anegado de drogas ondeaban un contrabando de consignas diabólicas, todo muy acorde con el pentagrama en llamas de una generación de espíritu bronco.

Pero a la combustión de aquel joven educado a puñetazos en mil peleas absurdas le faltaba una épica por cumplir: aspirar el anhídrido carbónico de un amor a la altura de su precoz devastación. Y llegó Nancy Spungen, norteamericana y groupie de The New York Dolls, que se trasladó a Londres y ejerció la prostitución para sacarse unas libras. Nancy tenía por costumbre zamparse a dos o tres rockeros por noche. Estaba fabricada según las exigencias del mercado del punk: adicta a la heroína, deslenguada, ambiciosa, detonante de iras, incontrolable. El joven Sid se enredó entre sus piernas y de aquel holding sexual salió más yonqui, más solo y más herido. En 1978, los Sex Pistols (que odiaban a Nancy) se embarcaron en una gira por EEUU sin ella. Malcom McLaren intentaba rescatar al muchacho. Pero aquel viaje supuso la quiebra de los Sex Pistols como banda. La droga volvió a mezclarse con la masa de la sangre de Sid y Johnny Rotten dejó colgado al grupo en San Francisco para volver a Londres.

El final empezaba a forjarse y pintaba perfecto. Todo según los planes: «Probablemente moriré antes de cumplir los 25 años, pero viviré la vida de la forma en la que yo quería vivirla», comentó el bajista en alguna ocasión. Regresó también a Londres y a la tenaza de Nancy, aunque se mudaron juntos a Nueva York. Sid era un muñeco de ventroloquía conectado a la vulva de su novia. Pasotes. Conciertos en solitario. Fracasos. Sin los Pistols no era nada. Una mañana Sid Vicious encontró a Nancy en bragas y sujetador, destripada, en el baño de la habitación número 100 del Hotel Chelsea. Nadie pudo demostrar que la matara. Dicen que fue un camello. Sid pasó cuatro meses en prisión. Al salir, mamá fue al rescate. Organizó un concierto para pagar su defensa. Los Clash fueron cabeza de cartel. El nene andaba más tirado que nunca y con novia nueva: Michelle Robinson. De nada sirvió la rehabilitación. En una de las fiestas sucesivas, Sid sugirió a la novia que le ayudara a picarse. Michelle se negó, pero mamá estaba allí para cumplir el deseo. Preparó una dosis para ella y otra para el pimpollo. Esta con el doble de néctar. Fue fulminante. Adujo que así evitaba a su vástago más sufrimiento. Lo mató de sobredosis con una piedad desconsiderada, pataleando sobre su alma como si de un exorcismo se tratara. Sid Vicious iba a cumplir 22 años.

El punk ya tenía lo que necesitaba. Un cadáver tierno jaleado por el delirio social y fácilmente asimilable por el sistema de producción de iconos. De lo demás se encargó la mecánica de la prensa y la mitología. La estrategia de diseñar un mártir no falló. Si hay dinero de por medio, nunca falla. Sid Vicious ya era bisutería del malditismo, producto de verbena, hojaldre de biopics. Su nombre está en todos los programas de mano de la salvaje leyenda de la estupidez. Un gran éxito.

 

John Keats,
malogrado guardián de la belleza

El escritor de «Endymion» encarna al gran poeta romántico en la tradición británica, que dio de sí algunos de los románticos más extremos de la literatura. Incomprendido y denostado en su época, su actitud y su infortunio apuntalaron su tierna leyenda.

Para morir a los 26 años y dejar en herencia una valija de poemas asumidos como el catón del romanticismo británico hay que haber atravesado el fondo de muchas tinieblas. John Keats dio el estirón final como escritor en el último recodo de su vida, cuando aún tenía mirada de doncel y unos pulmones de azúcar tierno troceados por la tuberculosis. Antes de ese final sublime, bombeando versos del pecho entre esputos de sangre, fue principalmente un poeta maltratado y mal entendido que medía exactamente «cinco pies de estatura» (152 centímetros).

Aquel muchacho bruñido de grecias y clasicismo nació junto a una caballeriza en 1790, a las afueras de Londres. Dio el primer vagido mientras su padre ensillaba un potro para la doma. A los pocos años, aquel mismo caballo derribó al progenitor en un quiebro rampante dejando cinco huérfanos y una madre que tampoco tardaría en morir de tisis. John Keats, con la adolescencia en pleno festival, quedó al cuidado de una abuela que escogió dos tutores para esponsorizar la educación de aquel muchacho que ya mostraba un formulario espiritual marcado por la literatura. Lo quisieron reconducir y convertirlo en cirujano, pero acabó de boticario dispensando infusiones de brea contra la viruela.

Para entonces, tenía el alma felizmente infectada de lecturas de Virgilio. A los 15 años traducía la Eneida con la pasión indomable de quien se adentra en un mórbido laberinto. En su camino se cruzó el editor y poeta Leigh Hunt y el joven Keats puso a remojo la farmacia para enclavijarse definitivamente en el oficio de las letras.

Accedió al selecto círculo de los románticos a plazo fijo: Percy B. Shelley, Lord Byron, Coleridge, Wordsworth y compañía. Entre todos se elogiaban con falsa puntilla de buenos modales y se apuñalaban después como golfillos de billar.

El primer libro de Keats, Poemas, publicado en 1817, no interesó a casi nadie. Solo veían en él la estela densa de un hiperestésico incapaz de trascender el espacio de una emoción. Para entonces vivía volcado en escribir. Había trazado una hoja de ruta con el cálculo de una década hasta lograr esa obra total que doblaría la mandíbula de sus amados Homero, Shakespeare o Milton.

Pero para aquella ambición los dioses solo le concedieron cuatro años. Y dos de ellos enfermo. Contrajo la tuberculosis en un viaje de dos meses por Escocia, una de las escasas expediciones que pudo cumplir en sus pocos años. Fue Keats en busca de nuevos paisajes y emociones para ensanchar su mundo poético.

Al regreso de aquella aventura se alojó en la casa de su amigo Charles Brown, donde conoció a la única mujer que lo dispuso para el amor, Fanny Brawne. Escribió el «Endymion», que también cayó en desgracia entre la crítica, a pesar de que dentro se alojan versos memorables: «Una cosa bella es un gozo eterno». Con Fanny, su único cobijo contra la tormenta, mantuvo una correspondencia febril y furtiva, a veces con cartas delicadas pero rubricadas con el escroto, tocadas de una cólera de enamorado llameante. Estaba encendido de un amor tan soberanamente fiero que podría haber aullado aquello otro que apuntó Saint-Exupéry: «Amar no es mirarnos el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección».

Aquel epistolario lo publicaron los hijos de Frances Lindon (con ese nombre murió Fanny tras siete años de matrimonio con Louis Lindon) y armó el escándalo en la estrecha sociedad victoriana: «Me has cautivado con un poder que soy incapaz de resistir; y sin embargo lo era hasta que te vi; y desde que te he visto me he esforzado a menudo en razonar contra las razones de mi amor. Ya no puedo hacerlo, el dolor sería demasiado grande. Mi amor es egoísta. No puedo respirar sin ti...».

Junto a las cartas, Keats dejó también un rastro de folios en los que reflexionó sobre la poesía y su mecánica celeste con una profundidad que quizá no alcanzó de igual modo en buena parte de sus poemas. En esas reflexiones tomó por asalto la vida aquel ser que nunca fue ajeno a los conflictos de su tiempo.

Lamia y otros poemas.

Los médicos le sugirieron cambiar Londres por las bondades climáticas de Italia. En los primeros meses de 1820, junto al pintor Joseph Severn e invitados por Percy B. Shelley, marchó hacia Roma. Keats revivió brevemente casi un año, pero no dejó de sentir una extraña sensación de fugacidad, de extravío, de meta. Su destartalada salud entró definitivamente en barrena.

Murió el 23 de febrero de 1823 junto a la Plaza de España de Roma. Murió con esa violencia de quien cae al suelo demasiado joven y aún no quiere abandonar este galante carnaval de insidias y sonatas.

Murió convencido de haber fracasado.