Horacio Quiroga

Cuentos de la selva

Dioramas de Antonio Santos

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© Del prólogo: Antonio Santos

© De los dioramas de la selva: Antonio Santos

© De esta edición: Nórdica Libros, S. L.

Avda. de la Aviación, 24, bajo P28054 MadridTlf: (+34) 917 055 057info@nordicalibros.com

Primera edición: noviembre de 2017

ISBN: 978-84-16830-62-6

IBIC: YFP

Depósito Legal: M-9663-2017

Impreso en España / Printed in Spain

Gracel AsociadosAlcobendas (Madrid)

Diseño y maquetación: Estudio Pep Carrió

Fotografías de los dioramas:Antonio Fernández

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Comité científico: Susana Sánchez

Prólogo

La abeja haragana

Historia de dos cachorros de coatí

Las medias de los flamencos

La tortuga gigante

El paso del Yabebirí

El loro pelado

La guerra de los yacarés

La gama ciega

La selva de Antonio Santos

Animales que tal vez no conozcas

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La primera vez que entré en contacto con la obra de Horacio Quiroga fue a través de la abuela de una amiga argentina, de Rosario, que me regaló una edi-ción de los Cuentos de la selva. Al leerlos, descubrí a un gran escritor que me abría las puertas a una naturaleza y fauna de animales fantásticos y nombres misteriosos. Fueron días llenos de esencias junto al Paraná, viendo pasar car-gueros como ciudades enormes y camalotes rumbo al estuario.

Eucaliptos tan altos como nunca había visto y palos borrachos, de corteza erizada de pinchos como el cuerpo de los dragones de mis sueños infantiles, separaban mi atalaya del río.

El sol teñía las aguas de tonos rojizos debido a la sangre de las presas de los yacarés. En las islas de maleza flotante, viajaban pumas y mortales víboras de coral, bellas como alhajas para el cuello de una reina, camino del océano.

Todo era ante mis ojos nuevo y desmedido. Imaginaba yo las sensaciones de aquellos paisanos, salidos de diminutas aldeas en las que todo era cercano, al llegar a estos espacios sin fronteras en los que nada parecía tener fin. No me

extraña que después de días navegando confundieran a los manatíes con sire-nas o creyeran que los atardeceres se llenaban de oro. La realidad trastocada trastoca las mentes. El paraíso soñado se mostraba ante sus ojos, ansiosos de hacerse dueños de todo. Los que nunca habían tenido nada podían ahora ven-garse del destino.

Ante hay un abismo de peces en este río ancho como un mar; dorado, surubí, manduvé, manguruyú, patí, raya, pacú, tararira… Palabras indígenas que sobreviven al tiempo y a los hombres. Junto a la orilla, en la barranca, las chozas de algunos pescadores que nos ofrecen sus capturas a precios injustos, por lo bajos.

Naturaleza que el hombre blanco, llegado en sucesivas oleadas, somete poco a poco rompiendo una armonía que va dejando de existir.

Quiroga, que poseyó una chacra de casi doscientas hectáreas en la pro-vincia de Misiones, se enamoró de estas selvas y en muchos de sus cuentos hablan los animales que las habitan. El tapir, el aguatí, el jaguar, el puma, el carpincho, el oso hormiguero, el manatí y pájaros de plumaje, que ni nuestros sueños más alucinados hubieran podido imaginar, son los protagonistas de historias donde la naturaleza se revuelve y lucha por no perder sus derechos. Y vence en muchas ocasiones.

Prólogo

Escritor modernista, Quiroga, según dicen los manuales de literatura, discí-pulo del gran Rubén Darío, amigo de Lugones y Storni, lector incansable de Poe y Maupassant. Romántico enamorado de su entorno, de las mujeres jóvenes y hermosas, de la naturaleza todavía salvaje como, antes de ser expulsados del Edén, aún la conocieron nuestros primeros padres.

La tierra, las raíces, la vida, la pachamama de los primeros habitantes que, al leer estas historias, parece despertar de un largo sueño y nos llama, invitándo-nos a adentrarnos en ella. Y a no regresar.

Antes de morir, pidió a sus amigos que esparcieran sus cenizas por aquellos parajes. Tenía cincuenta y ocho años. Había escrito un par de novelas, poemas, muchos cuentos y alguna obra de teatro. Tuvo tres hijos, se casó con dos muje-res mucho más jóvenes que él. Conoció el éxito, el fracaso, el dolor y la alegría. Así es la vida, la de todos.

Dicen que a veces, algunas noches, en su querida Misiones, se escucha el eco de su voz entre la vegetación movida por el viento. Para oírle, hay que cerrar los ojos y respirar profundamente, como cuando olemos un cuerpo cálido que, plácidamente, duerme a nuestro lado.

Antonio Santos

Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores, pero en vez de conser-varlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.

Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiem-po, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para

llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.

Como las abejas son muy serias, comenzaron a dis-gustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abe-jas que están de guardia para cuidar que no entren bi-chos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.

Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:

La abeja haragana

—Compañera: es necesario que trabajes, porque to-das las abejas debemos trabajar.

La abejita contestó:

—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.

—No es cuestión de que te canses mucho —respon-dieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.

Y diciendo así la dejaron pasar.

Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:

—Hay que trabajar, hermana.

Y ella respondió en seguida:

—¡Uno de estos días lo voy a hacer!

—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. —Y la dejaron pasar.

Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. An-tes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:

La abeja haragana

—¡Sí, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he pro-metido!

—No es cuestión de que te acuerdes de lo prome-tido —le respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que ma-ñana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.

Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.

Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un vien-to frío.

La abejita haragana voló apresurada hacia su col-mena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.

—¡No se entra! —le dijeron fríamente.

—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Ésta es mi colmena.

—Ésta es la colmena de unas pobres abejas trabaja-doras —le contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.

—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.

—No hay mañana para las que no trabajan —respon-dieron las abejas, que saben mucha filosofía.

Y diciendo esto la empujaron afuera.

La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.

Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían mon-tañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que co-menzaban a caer frías gotas de lluvia.

—¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. —Y tentó entrar en la colmena.

Pero de nuevo le cerraron el paso.

—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!

—Ya es tarde —le respondieron.

—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!

—Es más tarde aún.

—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!

—Imposible.

—¡Por última vez! ¡Me voy a morir!

Entonces le dijeron:

—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.

Y la echaron.

Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor di-cho, al fondo de una caverna.

Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.

En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.

Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, mur-muró cerrando los ojos:

—¡Adiós mi vida! Ésta es la última hora que veo la luz.

Pero para gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró, sino que le dijo:

—¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.

—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.

—Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.

La abeja, temblando, exclamó entonces:

—¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.