PECADO


V.1: junio, 2019

Título original: Manwhore


© Katy Evans, 2015

© de la traducción, Azahara Martín, 2019

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2019

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17972-00-4

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

PECADO

Katy Evans


Serie Pecado 1
Traducción de Azahara Martín para
Principal Chic

1





Dedicado al fuego lento;

no lo notamos hasta que ardemos.


Sobre la autora

2


Katy Evans creció acompañada de libros. De hecho, durante una época eran prácticamente como su pareja. Hasta que un día, Katy encontró una pareja de verdad y muy sexy, se casó y ahora cada día se esfuerzan por conseguir su particular «y vivieron felices y comieron perdices». A Katy le encanta pasar tiempo con la familia y amigos, leer, caminar, cocinar y, por supuesto, escribir. Sus libros se han traducido a más de diez idiomas y es una de las autoras de referencia en el género de la novela romántica y erótica.

PECADO


Nadie dijo que fuera un santo


Este es el reportaje que he querido escribir toda mi vida. Su protagonista: Malcolm Saint.

Pero, a pesar de su apellido, el empresario más rico y codiciado de Chicago no tiene nada de santo.

Malcolm esconde secretos muy oscuros y estoy decidida a desenmascararlo para salvar mi puesto de trabajo.

Pero nunca creí que sería él quien revelaría mi verdadero yo…



La esperada nueva saga de Katy Evans, autora best seller de Real



«Esta será tu nueva adicción. Una historia de amor tórrida, lujosa y tierna que me ha tenido en vilo toda la noche.»

Sylvia Day, autora best seller


«Si quieres una lectura divertida, superadictiva y excitante, este es el libro que estabas buscando.»

Vilma’s Book Blog



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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


1. El trabajo ideal

2. Nueva investigación

3. Mensaje

4. Lunes

5. Camisa

6. Discoteca

7. Sueño

8. Citación

9. Yate

10. Acampada

11. Oficina

12. Jueves

13. Inauguración de Interface

14. Después de la fiesta

15. Cambio de imagen

16. Tunnel

17. Noche

18. Girando

19. Por la mañana

20. Por la noche…

21. Aventura

22. Excitación, éxtasis y exposiciones

23. Estado

24. Las madres son sabias

25. Necesito a Saint

26. Amigas y fantasías

27. Al filo del abismo

28. Sinceridad y lealtad

29. Búsqueda

30. Después de la tormenta

31. Cuatro


Playlist

Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


Este libro no habría sido posible sin el apoyo de mis fans, que con su amor, respaldo y entusiasmo constante por mi trabajo y mis personajes siguen estimulándome día tras día. ¡Todo mi amor y gratitud para vosotros!

Muchas gracias a los primeros lectores del borrador. Amy, iluminas mi camino. Dana, que me trajo Chicago. CeCe, lo entiendes siempre. Mi encantadora hija, me inspiras, mi amor. Kati D, como siempre tan lista y reveladora, nunca «está acabado» hasta que no lo lees, Kati. Monica Murphy, que no solo lee los primeros borradores, sino que sabe lo mejor y lo peor de mí. Jen Frederick, desde el momento en que se publicaron Real y Undeclared, nos conocimos por internet y nos hicimos amigas, gracias por esa amistad. Gracias a las megatalentosas damas Lisa Desrochers y Angie McKeon, unas de mis mejores amigas autoras. Y a mi amiga de la adolescencia, Paula, que almuerza conmigo para hablar sobre libros cada vez que estoy en la ciudad. Sylvia Day, te admiro desde hace tiempo, gracias por la lectura y la increíble reseña; me siento muy honrada de tenerla en la cubierta.

A la increíble Kelli por prestarme su ojo de águila y a Anita S. por ayudarme a revisar y pulir a mis bebés, pero sin llegar a perder mi esencia. :)

También quiero dar las gracias a todas las blogueras que me han apoyado desde el momento en que mi primer libro, Real, vio la luz. Vuestro entusiasmo por cada obra posterior, vuestros comentarios y vuestra ayuda a conectar con los lectores han dado a mis libros una base que no podrían tener sin vosotras. ¡Gracias de todo corazón!

A mis asistentas, Lori y Gel, que me ayudan a mantener la mente despejada cuando estoy centrada en escribir.

Gracias a la agente más maravillosa que podría haber pedido, Amy Tannenbaum: me entiendes, me inspiras y ¡me sigues sorprendiendo con tus talentos de superheroína! Y gracias a todos los miembros de Jane Rotrosen: estáis entre las personas más entusiastas y con más talento que conozco.

Y hablando de equipos talentosos e increíbles: a mi completo, ingenioso y dedicado editor, Adam Wilson; a su maravillosa asistenta, Trey; y a la inolvidable Lauren McKenna. A Jen Bergstrom, por creer en mí; a Kristin, que es un genio de la publicidad, y al departamento artístico de Gallery Books, correctores de manuscritos y cada joya de persona que lo da todo para ofreceros este libro lo más pronto y de la mejor forma posible. También a Gregg Sullivan, de Sullivan and Partners: gracias por formar parte del equipo.

A mi grupo de Facebook de la serie Real, lectoras muy devotas y motivadoras que me tocan la fibra todos los días. A todos los lectores que me han escrito correos electrónicos, tuits y se han sentado a leer una de mis historias. Al igual que vosotros, siento nudos y mariposas cuando veo a dos personas enamorarse. Como vosotros, lloro y sonrío y ansío más y quiero gritar. Saber que disfrutáis de mis obras al igual que yo cuando las descubrí es la mayor alegría que me pueden dar…

A mi hermosa familia, que es paciente y cariñosa, hasta cuando os reís de mí mientras canturreo con los auriculares puestos y tecleo sin parar. Os quiero con todo el corazón.

A mi musa…, delicada como una mariposa. Una vez pensé que podría perderte. Que nunca podría volver a escribir. Volviste, libro tras libro, una y otra vez. Y aunque me has demostrado que estaba equivocada, ese miedo a perderte nunca desaparece y por eso me despierto cada día con la esperanza de que tengamos una cita, tú y yo, y de que aparezcas, porque nuestros personajes están esperando. No puedo agradecerte lo suficiente todo lo que me aportas. Me has traído alegría como solo las mejores cosas de la vida pueden hacer.

Y, por último, pero nunca menos importante, gracias a ti, justo en este momento, por dedicar tiempo a leer mi historia. Besos y abrazos.

1. El trabajo ideal


Esta mañana he entrado en la oficina de Helen segura de que iba a despedirme. En realidad, eso no es responsabilidad de mi jefa. Esa tarea recae en Recursos Humanos, pero se han cargado este departamento. Edge, la revista para la que he escrito y a la que me he dedicado en cuerpo y alma desde que me gradué en la universidad, pende de un hilo.

Cuando solo he dado tres pasos en el interior de la sala desordenada y atestada de revistas viejas, nuestras y de la competencia, noto el desayuno (un café con dos azucarillos y una tostada de trigo integral con mermelada de fresa) como si fuera una piedra en el estómago.

Sin ni siquiera levantar la vista de la carpeta que tiene en la mano, Helen señala la silla que tiene enfrente.

—Rachel, siéntate.

Me siento en silencio mientras se me ocurren un millar de cosas que decir: puedo hacerlo mejor; puedo hacer más; deja que haga más, dos artículos a la semana en vez de uno. Hasta se me pasa por la cabeza lo siguiente: trabajaré gratis mientras sea necesario.

No puedo permitirme trabajar sin cobrar. Vivo de alquiler, todavía estoy pagando el préstamo que pedí para financiar mis estudios y tengo una madre a la que quiero con problemas de salud y sin seguro médico. Pero me encanta mi trabajo. No quiero perderlo. Siempre he querido ser lo que soy ahora, en este momento, cuando mi destino recae en ella.

Así que aquí estoy, sentada, con miedo y una sensación de pérdida inminente mientras espero que Helen baje su carpeta y me preste atención. Cuando nos miramos, me pregunto si la próxima historia de mi vida que contaré es la de mi despido.

Me encantan las historias. Cómo moldean nuestra vida. Cómo marcan a personas que ni siquiera nos conocen. Cómo pueden impactarnos hasta cuando un acontecimiento no nos ha ocurrido exactamente en primera persona.

De lo primero de lo que me enamoré fue de las palabras que mi madre y mi abuela me decían sobre mi padre. Gracias a esas palabras entendí que no tuve un padre en la vida real. Las organicé por grupos y memoricé las historias que formaban. Dónde había llevado a mi madre en su primera cita (un restaurante japonés), si su risa era divertida (lo era) o cuál era su bebida preferida (Dr Pepper). Crecí fascinada por las historias y todos los hechos y detalles que me permitían dar forma, en mi mente, a los recuerdos de mi padre, que me han acompañado toda la vida.

Mis tías me decían que soñaba cuando afirmaba que quería que las palabras fueran mi profesión, pero mi madre citaba una y otra vez a la madre de Picasso:

—La madre de Picasso le dijo que, si se alistaba en el ejército, sería general y que, si se hacía monje, llegaría a papa. En vez de eso, fue pintor y se convirtió en Picasso. Eso es lo que siento cuando pienso en ti. Así que, Rachel, haz lo que desees hacer.

—Le echaría más ganas si también hicieras lo que deseas —le contestaba siempre, abatida por ella.

—Lo que yo deseo es cuidarte —me respondía.

Es una pintora magnífica, pero nadie lo cree, excepto yo y una pequeña galería que quebró meses después de abrir. Por ello, mi madre tiene un trabajo normal y la Picasso que lleva dentro está silente.

Pero ha sacrificado mucho para ofrecerme una educación y más cosas. Como soy un poco tímida con los desconocidos, muchos de mis maestros no me animaron. Ninguno creía que tuviera agallas para dedicarme al periodismo extremo, así que me aferré a lo único que pude: a la motivación de mi madre y a su fe en mí.

Llevo trabajando en Edge casi dos años. Los recortes en la empresa empezaron hace más de tres meses y mis compañeros y yo tememos ser los próximos. Todos, yo incluida, estamos dando el ciento diez por ciento de nosotros. Pero, para un negocio inestable, no es suficiente. Por lo visto, la única manera de salvar Edge es una gran inversión que no parece llegar o publicar historias mucho mejores que las que hemos estado ofreciendo.

Cuando Helen abre la boca para hablar, temo escuchar las palabras «Tenemos que despedirte». Yo ya estoy pensando en una historia, una idea, puedo justificar mi próxima columna, algo atrevido que pueda dar a conocernos y que de algún modo me permita aferrarme a mi trabajo un poco más.

—He estado pensando en ti, Rachel —dice—. ¿Estás saliendo con alguien?

—Eh… ¿Saliendo con alguien? No.

—Bien, ¡eso es justo lo que quería oír! —Aparta los papeles a un lado, saca una de las revistas del estante y la deja caer en el escritorio que nos separa—. Verás, tengo que proponerte algo. Puede que requiera que dejes a un lado tus principios. A la larga, creo que te resultará gratificante. —Me muestra una vieja revista con una sonrisa triste en los labios.

—Este fue nuestro primer número. Hace quince años.

—¡Me encanta! —exclamo.

—Sé que sí. Siempre te han interesado nuestros comienzos. Por eso me gustas, Rachel —dice sin un atisbo de calidez en la voz. Parece que solo constata un hecho—. ¿Sabes? Antes Edge representaba algo. Durante todos esos años, no tuvimos miedo de romper las reglas, de aventurarnos donde otras revistas no lo hacían. Tú eres la única que parece haber preservado ese espíritu. La columna «Sin pelos en la lengua» siempre es la que obtiene más comentarios. Te centras en las tendencias y das tu cruda opinión, sin filtros. Hasta cuando la gente no está de acuerdo contigo, te respeta porque escribes con honestidad. Supongo que por eso ahora estás en mi oficina, en vez de Victoria. —Señala con la barbilla la salida, donde mi mayor contrincante, Victoria, debe de estar ocupada en su cubículo.

Vicky. Es la otra trabajadora estrella de Edge y, de alguna forma, siempre se las apaña para destacar más que yo. No quiero enemistarme con Victoria, pero, al parecer, hay un concurso de popularidad en el que no me he inscrito. Parece muy feliz siempre que a Helen no le gusta lo que redacto y a veces soy incapaz de escribir ni una palabra solo porque me preocupa con qué va a salir Victoria.

—Verás, estoy pensando en meter cizaña. Si queremos mantenernos en el negocio, está claro que necesitamos algo más drástico. Algo para que Edge llame la atención de la gente. ¿Estás de acuerdo?

—Estoy de acuerdo. Si hay algo que le dé vida a Edge

—Lo estamos haciendo muy mal, todos hemos crecido asustados; todos informamos desde lugares seguros y atemorizados, temerosos de pulsar el botón por si explotamos. Nos estamos marchitando. Necesitamos escribir sobre temas que nos asusten, nos fascinen… Y nadie fascina a esta ciudad más que los solteros multimillonarios. ¿Sabes de quiénes estoy hablando?

—¿Los donjuanes?

Retuerce los labios.

—El peor de todos. —Saca otra revista. Observo la portada, en la que pone «¿Santo o pecador?».

—Malcolm Saint —susurro.

—¿Quién si no?

El hombre que me devuelve la mirada tiene un rostro hecho a la perfección, unos labios bonitos y unos ojos más verdes que el culo de una botella de vino. Tiene una sonrisa traviesa. La portada dice que le gusta causar problemas y, sobre todo, salirse con la suya. Pero también hay algo impenetrable y muy frío en su mirada. Oh, sí, esos ojos verdes son de hielo verde.

—He oído hablar de él —admito, y empiezo a ponerme nerviosa—. En realidad, no estaría viva en Chicago si no lo hubiera hecho.

Dicen que es despiadado. Un completo mujeriego.

Y tan ambicioso que avergonzaría al rey Midas. Oh, sí. Dicen que Saint no descansará hasta que se adueñe del mundo.

—Victoria cree que eres demasiado joven e inexperta para embarcarte en un proyecto tan arriesgado, Rachel. Pero estás soltera y ella, no.

—Helen, sabes lo mucho que disfruto escribiendo sobre tendencias, pero también que lo que de verdad quiero es escribir historias más importantes, historias sobre las casas de la gente, la seguridad. Quiero tener esa oportunidad y, si esta es la forma de conseguirla, entonces no te decepcionaré. ¿Qué tipo de historia ves para él?

—Desenmascararlo. —Sonríe—. Una historia con cotilleos sabrosos sobre él. Estoy pensando en cuatro cosas en concreto: ¿Cómo consigue mantener la calma y el control todo el tiempo? ¿Qué trato tiene con su padre? ¿Qué papel representan todas esas mujeres en su vida? Y ¿por qué tiene esa evidente obsesión por hacer las cosas de cuatro en cuatro? Ahora bien —dice mientras da un golpe en el escritorio para añadir énfasis—, para conseguir la información… Seamos honestas, Rachel: debes intentar acercarte. Miente, mentirijillas piadosas. Entra en su mundo. Saint no es un hombre al que se pueda acceder con facilidad, por eso nadie ha sido capaz de averiguar ni una de estas cosas, mucho menos las cuatro.

La he estado escuchando. Tengo muchísima curiosidad. Pero he empezado a inquietarme. Miente. Mentirijillas piadosas. La verdad es que he mentido alguna vez. Soy humana. He hecho cosas buenas y malas, pero prefiero inclinarme por lo correcto. Me gusta dormir tranquila, gracias. Pero esta es la oportunidad que he esperado desde que empecé la universidad.

—Y si Saint quiere algo más de ti —continúa Helen—, entonces estate preparada. Puede que tengas que darle algo más. ¿Puedes hacerlo?

—Eso creo —contesto, pero sueno mucho más segura de lo que estoy. Es que… no estoy segura de cuántas oportunidades como esta tendré. Nunca podré dedicarme a informar de cosas que son importantes para mí si no hago un esfuerzo más grande para que me escuchen. Abordar un tema que fascina al público tanto me dará voz, y deseo muchísimo esa voz.

—¿Crees que puedes hacerlo? O… —Echa un vistazo fuera.

No. No puedo soportar que Victoria consiga la historia. No es un mal trago por el que quiera pasar. De hecho, es un mal trago de verdad y no quiero pasarlo.

—Lo haré. Estoy ansiosa. Quiero una buena historia —le aseguro a Helen.

—Siempre podemos esperar y encontrarte otra buena historia, Rachel —dice, haciendo ahora del abogado del diablo.

—Lo haré. Ahora él es mi historia.

—Él es la historia de Chicago. El niño de Chicago. Hay que manejarlo con cuidado.

—Él es la historia que quiero contar —insisto.

—Eso es lo que me gusta escuchar. —Se ríe—. Rachel, eres preciosa. Una muñeca. Eres divertida y trabajas duro, lo das todo, pero para lo que has vivido, todavía eres inocente. Llevas aquí dos años y ya te esforzabas antes de graduarte. Sin embargo, aún eres una niña que juega en un mundo de adultos. Eres demasiado joven para saber que hay protocolos sobre cómo tratar con los ricos de la ciudad.

—Sé que, por lo general, satisfacemos a los ricos.

—Solo recuerda que Saint podría acabar con la revista. No puede verlo venir. Para cuando lo haga, su rostro estará ya en los quioscos.

—No me pillará —murmuro.

—Vale, Rachel, pero quiero revelaciones íntimas. Quiero todos los detalles. Quiero ponerme en su piel y vivir su día a día. ¿Cómo es ser él? vas a decírselo a toda la ciudad. —Sonríe con alegría y enciende el ordenador con un movimiento del ratón—. Espero con ansia escuchar todo eso. Así que vete ya, Rachel. Encuentra la historia de la historia y escríbela.

Hostia, Livingston. ¡Aquí tienes tu historia!

Me siento muy aturdida y entusiasmada, estoy eufórica cuando me dirijo a la puerta y casi tiemblo porque necesito ponerme a trabajar.

—Rachel —dice mientras abro la puerta de cristal con un nudo en el estómago. Asiente con la cabeza—. Creo en ti, Rachel.

Me quedo ahí, pasmada porque, al fin, confía en mí. No esperaba que esa confianza llegara junto con un miedo tremendo al fracaso.

—Gracias por la oportunidad, Helen —susurro.

—Oh, una última cosa. Por norma general, la prensa no puede acceder a Saint. Pero ha habido excepciones y creo que tengo una idea que quizá podría funcionar. Échale un vistazo a su nueva red social, Interface. Úsala para acercarte. Puede que no le guste la prensa, pero es un hombre de negocios y nos utilizará para sacar provecho.

Asiento con la cabeza con algo de seguridad en mí misma y un montón de dudas, y en cuanto estoy fuera, respiro con nerviosismo.

Vale, Livingston. Céntrate y manos a la obra.


4


He conseguido tanta información de Saint que me envío correos electrónicos a mí misma con decenas y decenas de enlaces para continuar con la investigación esta noche en mi apartamento. Llamo a su oficina y hablo con una representante para pedirle una entrevista. Me asegura que ya se pondrán en contacto conmigo. Cruzo los dedos y digo:

—Gracias. Estoy disponible a cualquier hora. Mi jefa está muy emocionada por publicar un artículo sobre la última empresa del señor Saint.

Una vez terminado el día, me dirijo a casa. Vivo cerca de la empresa Blommer Chocolate, en el barrio de Fulton River. Me levanto oliendo a chocolate. Mi edificio tiene cinco plantas y está situado en el límite del centro.

A veces me resulta difícil creer que estoy viviendo mi sueño o, al menos, la mitad de él. Quería el maletín, el teléfono móvil, los tacones, la chaqueta y la falda a juego. Quería ser lo bastante independiente como para comprarle a mi madre el coche de sus sueños y una casa propia de donde no la puedan desahuciar porque no pueda pagar el alquiler. Todavía quiero todo eso.

Por desgracia, mi oficio es complicado. Trabajaba por cuenta propia antes de haber acabado la carrera, no tenía ingresos estables. Dependes de tu musa para vivir y no siempre te da ideas. Entonces respondí a un anuncio del Chicago Tribune. Edge estaba buscando columnistas semanales para temas de moda, sexo y citas, innovación, consejos de decoración y hasta descubrimientos de mascotas elegantes. La oficina ocupaba dos plantas de un edificio antiguo del centro y difícilmente representaba el ambiente empresarial que me había imaginado.

La planta superior está llena de periodistas en sus escritorios. El suelo es de madera y las oficinas editoriales están salpicadas de colores brillantes y cojines de satén, siempre llenas del zumbido de los teléfonos y el parloteo de la gente. En vez de los trajes de negocios que me imaginaba que me pondría para trabajar, escribo con una camiseta holgada con un eslogan moderno y un par de calcetines con la palabra Creo inscrita en los dedos. Es una locura de revista, tan loca como algunas de las historias y columnas que publicamos…, y me encanta.

Pero los blogueros nos están dejando sin trabajo; nuestra tirada disminuye por momentos. Edge necesita algo innovador y estoy desesperada por demostrarle a mi jefa que puedo conseguirlo.

—¡Gina! —llamo a mi compañera de piso cuando entro en la vivienda de dos dormitorios.

—¡Estamos aquí! —contesta ella.

Está en su dormitorio, con Wynn. Son mis mejores amigas. Wynn es pelirroja, pecosa, rosa y dulce, muy diferente de la morena y sensual Gina.

Somos como un helado de corte de tres sabores. Gina y yo somos las más altas, mientras que Wynn es un duendecillo. Gina y yo intentamos usar la lógica; Wynn siempre es del «equipo de los sentimientos». Yo soy la que tiene carrera, Wynn es la que apoya a los demás y Gina, la conquistadora que todavía no se ha dado cuenta de que podría usar a los hombres como consoladores personales si quisiera. No quiere, de verdad.

Dejo caer el bolso junto a la puerta, veo el gran pícnic de comida china y me siento con ellas en el suelo.

Están viendo en streaming un episodio antiguo de Sexo en Nueva York.

Comemos en silencio y vemos la serie, pero ni siquiera presto atención a la pantalla. Estoy demasiado agotada, así que al final suelto:

—He conseguido mi historia.

—¿Qué? —Dejan de comer.

Asiento con la cabeza.

—He conseguido mi primera historia completa. Podría ser de tres, cuatro o hasta de cinco páginas. Dependiendo de la cantidad de información que consiga.

—¡Rachel! —gritan al unísono y se me echan encima.

—¡Nada de placajes! ¡Mierda! ¡Habéis tirado el arroz!

Chillan y se echan hacia atrás y Wynn va a por la aspiradora.

—Entonces, ¿de qué va? —pregunta.

—Malcolm Saint.

—¿Malcolm Saint?

—¿De él? ¿Sobre qué? —pregunta Wynn.

—Es… casi de encubierto. —Parecen al borde de un ataque de nervios debido a lo ilusionadas que están—. Lo voy a conocer.

—¡¿Cómo?!

—Estoy intentando conseguir una cita para entrevistarle sobre Interface.

—Ajá.

—Pero también lo investigaré en secreto. Lo… desnudaré —bromeo.

—¡RACHEL! —Gina me da un golpe en el brazo, ya que sabe que, por lo general, actúo como una puritana.

Wynn niega con la cabeza.

—¡Ese hombre es muy sexy!

—¿Qué sabéis vosotras dos de él? —pregunta Gina.

Saco el ordenador portátil.

—Solo he estado mirando sus redes sociales y el tío tiene más de cuatro millones de seguidores en Instagram.

Entramos en otras páginas y echamos un vistazo a su cuenta de Twitter.

No me impresiona lo que leo.

—Su representante no me va a conceder la cita. Me puso en una lista. Me pregunto si tendré más suerte si contacto con él por internet.

—Vamos a buscar una foto de perfil donde se te vea sexy y parezcas inteligente por si el propio Saint la ve.

—Eso no va a pasar —contesto.

—Vamos, Rachel, tienes que poner una foto en la que estés lo más atractiva posible. Esta. —Señala una foto que hay en uno de mis antiguos álbumes de la red social donde llevo una falda y una blusa de secretaria, pero los tres botones del pecho están a punto de estallar.

—Odio esa camisa.

—Porque enseña lo que tienes. Venga, vamos a hacerlo.

Cambio mi foto de perfil y le envío un mensaje.


Señor Saint:

Soy Rachel Livingston, de la revista Edge. Sería un placer que me diera la oportunidad de entrevistarle en persona sobre su nuevo producto estrella, Interface. También he tramitado una solicitud a través de su oficina. Estoy disponible en cualquier momento…


Incluyo mi información de contacto y le doy a enviar.

—Vale, crucemos los dedos —murmuro, y siento mariposas en el estómago.

—De las manos y de los pies.

Más tarde, cuando Wynn se marcha a casa y Gina se va a dormir, me dirijo a la cama. Me recuesto sobre la almohada, con el portátil en el regazo, mientras chupo un rollo de fruta deshidratada.

—Una lectura interesante —le digo a una foto de internet de nuestro hombre. Me quedo despierta hasta medianoche leyendo. Ya he indagado bastante sobre él.

Malcolm Kyle Logan Preston Saint. Veintisiete años. Pertenece a una familia de antiguos ricos de Chicago, le dedicaron un titular el día que nació. A los cinco años lo ingresaron en el hospital por meningitis y el mundo estuvo en ascuas por ver si lo superaba.

A los seis años, ya era cinturón negro en kárate y los fines de semana viajaba con su madre aristócrata de un estado a otro en uno de los jets de su padre. A los trece, ya había besado a la mayoría de las chicas de la escuela. A los quince, era el mayor casanova y el mentiroso con más experiencia del mundo. A los dieciocho, el cabrón perfecto y, además, rico. A los veinte perdió a su madre, pero estaba demasiado ocupado esquiando en una localidad de los Alpes suizos como para llegar al funeral a tiempo.

A los veintiuno, sus dos mejores amigos, Callan Carmichael y Tahoe Roth, y él se habían convertido en los niños pijos más famosos de nuestra generación.

Es el propietario de cuatro Bugattis con matrícula BUG 1, BUG 2, BUG 3 y BUG 4. Posee casas por todo el mundo, coches de lujo, decenas de relojes de oro e incluso un calendario perpetuo de oro rosado que compró en una subasta por 2,3 millones de dólares. Se podría decir que colecciona empresas, juguetes y, al parecer, mujeres.

Malcolm es hijo único y, después de heredar los millones de su madre y demostrar un misterioso don para los negocios en los años sucesivos, se convirtió no solo en un multimillonario, sino en un símbolo absoluto de poder. No de poder político, sino de poder bueno, el pasado de moda, el que te da el dinero. Saint no está vinculado con los turbios tratos de la maquinaria política de Chicago, pero puede pulsar los botones de esa máquina si lo desea. Todos los políticos lo saben, razón por la que estar de buenas con el donjuán es lo mejor para ellos.

Saint no respalda a cualquiera. El público, de alguna forma, confía en que a Saint no le importa una mierda lo que piensan; no respaldará a nadie si no planea adueñarse de esa persona, así que, indirectamente, nadie más puede apropiarse de la persona a la que apoya Saint. Es el campeón de los desvalidos. Con su sustancial herencia, Saint se convirtió en un capitalista riesgo a una edad muy temprana y financió los proyectos tecnológicos de muchos de sus compañeros con los que estudió —en una universidad de la Ivy League—, muchos de los cuales tuvieron éxito e hicieron a Saint unos pocos cientos de millones más rico que su propio padre. Todavía controla las inversiones de capital riesgo desde las oficinas M4. M4, cuyo nombre procede de la inicial de su nombre y su número favorito, es una empresa que creó en esos primeros años, cuando varias de sus inversiones acabaron en la lista de Nasdaq; una por algunos miles de millones, encima.


Última portada del Enquirer

Malcolm Saint, nuestro chico malo favorito, al descubierto

¿Con cuántas mujeres se ha acostado?

¿Por qué no le interesa el matrimonio?

¿Cómo se convirtió en el soltero mujeriego más sexy de Estados Unidos?

¡Y mucho más!


Twitter:

@MalcolmSaint ¡Ojalá nunca me hubiera fijado en ti!

#comemierdaymuere


¡ERES HOMBRE MUERTO! @MalcolmSaint te follaste a mi novia, eres hombre MUERTO


¿Bebidas gratis para todos? @MalcolmSaint paga en el Blue Bar del centro


Muro de Facebook:

Hola, Mal: ¿te acuerdas de mí? Te di mi número la semana pasada. ¡Llámame o mándame un mensaje!


Saint, vamos a tomar algo la semana que viene. Estoy en la ciudad con mi mujer (no la voy a llevar, ya te ha adulado suficiente). Mándame un mensaje privado para fijar un lugar.


Sales guapo en las fotos del yate, Saint. ¿Tienes espacio para unas cuantas más? ¡A mis amigas y a mí nos encantaría pegarnos otra buena juerga contigo! :) Besos y abrazos


4


Guau.

—Eres una joyita, ¿no? —susurro mientras cierro el portátil de un golpe alrededor de la medianoche. Apuesto a que la mitad de lo que se dice en internet es una exageración o completamente falso. Razón por la cual, por supuesto, necesito realizar una investigación para obtener información verídica; una investigación de primera mano. Sonrío, miro la hora y me doy cuenta de que es demasiado tarde para contarle a mi madre que por fin he conseguido mi historia.

2. Nueva investigación


Twitter:

¡@MalcolmSaint, sígueme en Twitter!


@MalcolmSaint, lánzame la primera pelota del partido de los Cubs


Bandeja de entrada personal:

VACÍA


Ya tengo un archivo de diez centímetros de grosor de Malcolm Saint, pero ninguna llamada de su relaciones públicas.

Hoy también es imposible hacer planes con mi madre.

Se suponía que iba a quedar con ella para mostrar nuestro apoyo a la campaña «Acabemos con la violencia» de nuestra comunidad, pero me llama para decirme que no puede ir. Su jefe le ha pedido que cubra a un compañero.

—Lo siento, cariño. ¿Por qué no le pides a una de las chicas que te acompañe?

—No te preocupes, mamá, lo haré. Acuérdate de la insulina, ¿vale?

Sé que lo hace, pero no puedo evitar mencionarlo cada vez que hablamos por teléfono. Así de obsesionada estoy con ella.

De hecho, me preocupo tanto por mi madre que a Gina y a Wynn les preocupa que caiga enferma. Mi deseo es tener un buen colchón de ahorros para hacerme cargo de su seguro y cerciorarme de que tiene un buen hogar, comida sana y buenos cuidados. Quiero darle a mi madre todo lo que ella me ha dado para que pueda jubilarse y dedicarse por fin a su verdadera pasión. Todo el mundo se merece hacer lo que ama. Su amor por mí y el deseo de proporcionarme todo lo que podía la había frenado. Quiero que me vaya lo bastante bien como para que ella pueda seguir sus sueños.

Este artículo para desenmascararlo podría llevar a muchas más oportunidades, una puerta se abre a una plétora de otras nuevas.

Estoy haciendo clic en los enlaces de Malcolm Saint como una loca cuando Gina sale por fin de su dormitorio con el atuendo más cómodo que tiene.

—Te dije que tiene que ser algo que no te importe que se manche de pintura —le recuerdo—. ¿Esos no son tus vaqueros favoritos?

—Oh, joder, ¡es verdad! ¿Por qué me he olvidado de ello cuando he abierto el armario y los he visto? —Vuelve a su habitación dando pisotones.

Una hora antes del mediodía, en una esquina del parque cerca de las canchas de baloncesto, Gina y yo, junto con lo que parecen ser unas pocas decenas de personas, por fin nos reunimos con ganas de pintar con las manos un lienzo del tamaño de la pared.

—Todos hemos perdido a alguien en esta lucha. A seres queridos, al tendero, a un amigo… —dice uno de los organizadores.

Yo tenía dos meses cuando perdí a mi padre.

Lo único que sé es lo que me contó mi madre: que era un hombre ambicioso, trabajador y con grandes sueños. Le prometió que nunca tendría que trabajar… Estaba obsesionado con darnos una vida ideal. No lo pedimos, pero eso a él no le importó.

Y una sola pistola bastó para que nada de eso ocurriera.

No llegué a tener un solo recuerdo de sus ojos, grises, supuestamente como los míos. Nunca oí su voz. Nunca supe si, por las mañanas, era un gruñón, como el padre de Gina, o dulce, como el de Wynn. Recuerdo que los vecinos nos trajeron tarta durante años cuando era pequeña. Recuerdo que sus hijas venían a jugar conmigo. Recuerdo que jugaba también con los niños de otras personas, que mi madre me llevaba a jugar con otros niños que habían perdido a alguien de forma violenta.

Ahora, veintitrés años después de que mi padre muriera, cada vez que algo malo sucede, me gustaría detenerlo, y no quiero olvidar nunca lo que se siente al desearlo.

Nos han criticado por nuestros métodos para reclamar una ciudad más segura; algunos dicen que somos demasiado pasivos, otros que no tiene sentido, pero creo que hasta las voces más tranquilas merecen ser escuchadas.

Vierto algo más de un centímetro de pintura roja en la bandeja de plástico grande, de acuerdo con las instrucciones de los organizadores, y coloco la mano en la superficie. La pintura, roja y espesa, se extiende hasta las puntas de los dedos.

—Vamos a colocar las manos en este gran mural como símbolo para detener la violencia en las calles, en nuestras comunidades, en nuestra ciudad y en nuestros barrios —continúa el organizador.

Me suena el teléfono, en el bolsillo izquierdo trasero.

—Está bien, ahora —grita la mujer.

A la de tres —¡uno, dos y tres!—, coloco la mano en la pared, mientras Gina hace lo mismo con la mano, roja como la mía y un poco más grande.

Una vez que todos hemos dejado nuestras huellas, nos dirigimos a las fuentes de agua para limpiarnos. Gina se inclina sobre mi hombro y yo grito e intento echarme hacia atrás.

—¡Tía, me estás manchando de pintura! —exclamo entre risas mientras me seco las manos y doy un paso a un lado para dejar que se limpie. Mientras se quita la pintura, saco de un tirón el teléfono.

Y me empiezan a temblar las piernas porque me han contestado.

3. Mensaje


Malcolm Saint:

Señorita Livingston, soy Dean, el coordinador de prensa del señor Saint. Hoy tenemos un hueco de diez minutos a las 12.00.


Ahora me llega la notificación, hoy, sábado, a las 11.18.

—¡Joder, lo he conseguido! —le digo a Gina mientras le enseño el mensaje. Pero en vez de chocarme la mano por haberlo logrado y ser la mejor, me mira el mono de forma deliberada.

—Oh, no —gimo. ¡No puedo ir a verlo así!

—Está bien, ponte mi cinturón.

—Dios mío, ¿en serio? ¡Estoy ridícula!

Me lo pasa por la cintura y lo ciñe.

—Rachel, céntrate. Por aquí no hay ninguna tienda, no tienes tiempo de cambiarte.

Nos miramos con pánico en los ojos y luego examinamos mi ropa. Llevo un mono vaquero con una camiseta de tirantes debajo y un cinturón rojo, además de manchas de pintura aquí y allá.

—¡Parezco una puta que tiene que hacer la colada!

—Tienes pintura en la mejilla —dice Gina con una mueca.

Gimo y le susurro al universo: «La próxima vez que hagas uno de mis sueños realidad, ¿puedo ir vestida para la ocasión?».

Como si me leyera la mente, Gina intenta animarme.

—Vamos, el hábito no hace al monje. Oye, al menos no vas desnuda.


4


He intentado peinarme de distintas formas, pero no, mi apariencia apenas mejora. Siento un profundo odio por toda esta situación mientras voy en la parte trasera del taxi, sentada de lado porque sospecho que, cuando Gina se lavó las manos después de mí, me manchó de pintura la espalda. Hace tan solo unos segundos he notado que se me pegaba al respaldo del asiento del taxi y ahora desprecio tanto esta situación que me duele la tripa. Le pido al taxista que baje el retrovisor del lado del pasajero para mirarme la cara.

—Dios mío —suspiro.

Y ahí estoy yo, con el cabello rubio y largo recogido en unas coletas despeinadas y una mancha de pintura en un lado del cuello, tan marcada como la sangre contra la piel pálida.

—Dios mío —gimo.

¿Esta es la mujer que el famoso Malcolm Saint va a ver?

Y, si en la parte de atrás del taxi creía que de verdad aborrecía esta situación, no tenía ni idea de que la odiaría mucho más cuando llegase al edificio corporativo de M4.

Se erige con sus elegantes ventanas de efecto espejo tan alto como la torre Sears (ahora se supone que se llama Willis, pero que le den a ese nombre). En el vestíbulo, el suelo de granito y mármol se extiende bajo mis pies de un extremo a otro. Las estructuras de acero sostienen una escalera de cristal que lleva al vestíbulo de la segunda planta, mientras los ascensores transparentes suben y bajan.

La sede de M4 es tan atrevida como una discoteca, pero tan silenciosa como un museo. Me siento como una mensajera que ha olvidado el paquete mientras atravieso las puertas giratorias y me dirijo a recepción.

Joder, esto no es nada bueno. Todos los que están en el vestíbulo me están mirando.

No puedo hacerlo, no puedo hacerlo, no puedo hacerlo.

¡Livingston! Céntrate. SÍ. Tú puedes.

Levanto la barbilla y me acerco con orgullo a la recepcionista.

—Soy Rachel Livingston, tengo una cita con Malcolm Saint.

Me observa en silencio. Comprueba mi documento de identidad. Frunce un poco el ceño.

Mido un metro setenta, no se puede decir que sea baja, pero me siento cada vez más pequeña. Estoy encogiendo aquí mismo, mientras espero. Humillada en silencio.

—Diríjase a la última planta —dice al tiempo que observa mis Converse.

Jo-der.

Me dirijo al ascensor con todo el orgullo que puedo reunir.

El ascensor sube hasta la última planta y deja a mis acompañantes (todos vestidos con elegantes trajes de ejecutivo blancos y negros) por el camino hasta que solo quedo yo. Y el nudo de nervios que cada vez se hace más intenso. Apuesto a que a Victoria no la encontrarían muerta con este atuendo. Ni aunque le hubieran pagado por ello.

Pero Victoria no está aquí, Rachel. Estás tú.

El ascensor se abre y salgo.

Hay cuatro escritorios, dos a la derecha y dos a la izquierda, y unas enormes puertas de cristal esmerilado que llevan a… su guarida. Sé que es la suya por la impresión que dan las puertas esmeriladas de una fortaleza de cristal que es audaz y, al mismo tiempo, extrañamente discreta. Refleja que es accesible a la vez que está completamente fuera del alcance del mundo.

Una mujer se acerca a un escritorio y me hace gestos para que tome asiento en una sección a la izquierda.

Le doy las gracias en voz baja y me siento en el borde de una silla durante unos minutos mientras observo a sus cuatro asistentas, todas elegantes y atractivas a su modo, hablar por teléfono sin parar. Trabajan en una absoluta y perfecta sincronización.

Se abre un ascensor y la visión de un hombre alto y llamativo despierta en mí una conciencia de femineidad pura cuando sale del ascensor seguido por un séquito de hombres de negocios. Hombros muy anchos, cabello negro azabache, traje almidonado de marca, camisa blanca como la nieve y unos andares para comerse el universo. Coge la carpeta que le extiende uno de los hombres y, tras emitir algún tipo de orden que dispersa a sus seguidores a la velocidad de la luz, carga hacia adelante con decisión. Pasa a mi lado con la fuerza latente de un huracán y desaparece en la cueva de cristal. Me deja aturdida y absorbiendo de forma frenética el último atisbo del cabello oscuro, la amplia espalda y el culo masculino más sexy que he visto en Chicago.

Por un instante, siento que el mundo se ha movido más rápido, que, de algún modo, han transcurrido diez segundos en el espacio de uno; el segundo en el que este hombre pasó junto a mí como un rayo.

Una de sus asistentes se pone en pie y se dirige al despacho de cristal en el que se ha adentrado, mientras las otras tres observan la puerta como si desearan que el rayo hubiera caído un poco más cerca de casa.

Y entonces me alcanza.

La tormenta era Malcolm Saint.

Sí, el huracán era Saint.

Siento un pinchazo de terror.

Me miro las zapatillas deportivas. Y sí. Siguen siendo zapatillas deportivas. Uf.

Noto que la asistente ha dejado la puerta ligeramente entreabierta y no puedo evitar inclinarme hacia delante y esforzarme por escuchar sus susurros.

—Su cita de las doce está aquí. Tiene diez minutos.

No logro escuchar la respuesta con los nerviosos latidos de mi corazón.

—Oh, y señor Saint, esta… periodista… va vestida de una forma poco convencional.

Dios, sigo sin escuchar.

—De Edge, una revista de poca tirada. Dean pensó que es importante que utilicemos todos los puntos de venta que podamos para impulsar el nuevo Facebook.

Se me pone la carne de gallina cuando oigo una voz masculina, baja e insoportablemente profunda, murmurar algo ininteligible.

—Rachel Livingston —responde la asistente.

Siento escalofríos cuando el indiscernible pero profundo sonido de su voz me vuelve a alcanzar. Los escalofríos me recorren de la cabeza a los pies.

Nunca antes me había sentido así, ni siquiera cuando me he estado congelando el culo fuera. ¿Serán los nervios?

—Sí, señor Saint… —dice por fin la asistente.

Sale y no logra ocultar sus nervios. Mierda, y yo soy la siguiente. Parece que me han arrojado a una licuadora con una lata de pintura y que soy el resultado de ese divertido experimento.

Me llama desde la puerta.

—El señor Saint está muy ocupado hoy. Disfruta de tus diez minutos —dice la mujer, y abre la puerta.

Intento contestar, pero estoy tan nerviosa que solo me sale un leve graznido al pronunciar «gracias» mientras atravieso la puerta. Hay tableros de cotizaciones en decenas de pantallas distintas dispuestas en una pared. No tiene plantas vivas, nada excepto dispositivos tecnológicos y un suelo de piedra natural y mucho espacio, como si este hombre lo necesitara.

Las ventanas ofrecen vistas a la ciudad de Chicago, pero no puedo contemplarlas mucho tiempo porque lo veo a él (en silencio, con la intensidad de una tormenta, vestido de Armani), que se dirige hacia mí con la fuerza de un huracán, casi como si fuera de otro mundo.

Guau. Guau a cada parte de él. El rostro, la presencia, los hombros, los ojos… Unos ojos brillantes, vivos, de un color verde profundo, como ríos en movimiento, pero no faltan los pequeños fragmentos de hielo brillante en su interior, que casi me gritan que los caliente.

—Señorita Livingston.

Extiende la mano y, cuando deslizo los dedos por su cálido agarre, me doy cuenta de que no puedo respirar.

Asiento con la cabeza, trago saliva y esbozo una estúpida sonrisa mientras libero la mano y lo observo con creciente admiración.

Se sienta en la silla, inclinado hacia atrás de forma cómoda, con una postura aparentemente informal, pero noto la energía que bulle desde su ser.

—Señor Saint —murmuro por fin, más consciente que nunca de mi atuendo y de lo fuera de lugar que debo de parecer en medio de tan refinado lujo.

Él también me observa, un tanto desconcertado y en silencio. Apuesto a que soy la única mujer que ha visto con un mono y unas zapatillas deportivas. Apuesto a que todo el mundo se pone lo mejor que tiene cuando viene a verlo.

Mierda.

Echa un vistazo al reloj y me sobresalta cuando habla.

—El tiempo pasa, señorita Livingston, así que será mejor que empiece ya. —Me señala una silla que hay enfrente del escritorio y… ¿Puedo simplemente decir que su voz es toda una experiencia?

Su presencia es toda una experiencia. No me extraña que la gente hable de ello por internet (joder, como si hubiera alguien que no quisiera saberlo).

Tiene la mandíbula marcada y unas cejas oscuras y pobladas encima de unos profundos ojos enmarcados por unas densas pestañas. Sus labios son sensuales, un tanto curvos en las comisuras. El tipo de labios que Gina llama «comestibles».

—Gracias por aceptar la cita, señor Saint —digo.

—Saint está bien. —Se inclina hacia atrás en su silla.

Me da un subidón de adrenalina y al final no me queda otra opción que intentar sentarme en la silla que me ha indicado y centrar todos mis esfuerzos en mis movimientos. Intento no reclinarme para evitar manchar el tejido; un poco rígida, echo un vistazo a las preguntas que he escrito en el teléfono de camino aquí.

—Mi principal interés es, por supuesto, su nueva red social, la primera que realmente compite contra Facebook…

No puedo evitar notar que le distrae mi ropa cuando estoy sentada delante de él. Siento su mirada, me observa. ¿Le disgusta mi atuendo? Noto sus sensuales ojos puestos en mí y estoy a punto de retorcerme.

Se mueve en la silla y se pasa la mano por la cara. ¿Está escondiendo una sonrisa? Dios mío, ¿se le mueve un poco el pecho? ¡Se está riendo de mi ropa! Porque estoy tan tiesa como un maniquí, nerviosa y preguntándome sin parar si tengo pintura o no.

—Como ya sabe… —Me obligo a continuar, pero por Dios, estoy mortificada—…, los inversores no son los únicos que se han preguntado si permanecerá en manos privadas…

Me detengo cuando se pone de pie y se dirige al fondo del despacho. Camina como solo lo hacen los hombres seguros de sí mismos. Es inquietante cuando se dirige hacia mí, extendiendo lo que parece ser una camisa de hombre limpia.

—Tome, póngase esto.

Santo cielo, ¿es su camisa?

—Oh, no.

Sus ojos están cerquísima, observándome con una curiosidad que no había advertido antes.

—Insisto —añade con un atisbo de sonrisa.

Se me acelera el corazón.

—No, de verdad —protesto, negando con la cabeza.

—Estará más cómoda. —Me hace un gesto y me entran escalofríos. Él se limita a sonreír y me guiña un ojo.

Me pongo de pie para tomar la camisa, desabrocho los botones con dedos temblorosos y, luego, meto los brazos en las mangas. Empiezo a abotonarme la camisa mientras él vuelve al escritorio, esta vez caminando despacio, casi como un depredador… porque no aparta la mirada de mí mientras se da la vuelta.

Cuanto más rápido intento mover los dedos, más inútiles parecen. La camisa me llega hasta los muslos, una camisa que lo ha tocado, a él, su pecho, su piel, y de repente no puedo dejar de estar atenta a lo que hace; el hombre más codiciado de Chicago se sienta lentamente en su silla.

—Está bien —anuncio.

Pero no está bien. Nada va bien ahora mismo.

Me sonrojo hasta la punta de las orejas y le brillan los ojos sin piedad, como si lo supiera.

—Le queda mejor que a mí —me asegura.

—Me está tomando el pelo, señor Saint —digo en voz baja, y tomo asiento de nuevo. La camisa huele a jabón. Y el cuello almidonado me queda grande. Dios. Noto que me flaquean las rodillas. No me podría sentir más vulnerable aunque estuviera desnuda frente a él.

—Está bien, así que ahora que ha logrado vestirme de forma más apropiada… —le digo entre risas y, luego, me riño por haber hablado con tanta familiaridad. Empieza con las preguntas, Rachel. Y, ya de paso, empieza también a ser objetiva.

Le suena el móvil. Lo ignora y me doy cuenta de que está sonriendo por mi comentario. Tiene los labios curvados de forma seductora y sus dientes, perfectamente parejos y blancos, contrastan con su bronceado.

Qué. Sonrisa.

Oh.

De pronto, siento un nudo en el estómago.

—¿Quiere responder?

—No —contesta sin rodeos—. Siga. Es su turno.

Vuelve a sonar. Echa un vistazo a la pantalla y entrecierra los ojos.

—Por favor, adelante —lo animo.

De verdad que necesito que mire para otro lado por un segundo.

¿Qué está pasando en mi vida?

¡Llevo su camisa!

Al fin murmura:

—Discúlpeme. —Atiende la llamada y gira la silla un poco mientras escucha por el altavoz.