AGRADECIMIENTOS

A Goutte d’Or, los mejores editores del mundo: Clara Tellier-Savary, Geoffrey Le Guilcher y Johann Zarca.

A los revisores Franck Berteau y Lucie Geffroy, y al traductor Anatole Pons.

A Alice Andersen, Christophe Bigot, Clément Buée, Aurélie Carpentier, Nico Diaz, Dominique Martel y Anna Wanda Gogusey.

A Jonathan Haynes y Samuel Gibbs de The Guardian por darme una oportunidad.

A Figaro por enseñarme la profesión (¡y a aguantar bien el alcohol!).

A Paul-Olivier Dehaye por sus conocimientos, su seguridad y su pugnacidad.

A Jessica Pidoux por haberme guiado con tanta precisión durante la investigación.

A Nicolas Kayser-Bril.

A todas las personas que he entrevistado para este libro.

A las Journalopes por su apoyo incondicional.

A Moritz.

A Pioums, Béné, Roxane, Eva y Léa, que creen en mí desde el parvulario (¡o casi!).

A Berlín, sus perros y sus cafés, donde aún podemos ir a trabajar con nuestro portátil.

Y a mi madre, el mejor ejemplo de mujer libre (¡pero tampoco le dejo que lea este libro!).

CAPÍTULO 1 5 estrellas en Blablacar

He llegado pronto a la clase de GAP y me apoyo contra la pared mientras espero. El chirrido que hacen las zapatillas en el linóleo me recuerda a las clases de educación física del colegio, cuando nos tocaba esperar en el pasillo sin calefacción del gimnasio para pasar una hora interminable jugando al balonmano u otros deportes de equipo que odiaba. Solo que aquí la temperatura es la correcta y yo soy la única que aún va vestida como en el colegio. Desentono entre chicas con trenzas impecables que se balancean tras ellas cuando corren por la esterilla con la agilidad de una gacela.

Intento dejarme caer despacio por la pared para sentarme en el suelo, pero la camiseta se me engancha con la esquina del tablón de anuncios. Al principio no me doy cuenta, y eso que a medida que bajo tiro del tablón y se me sube la camiseta. Me quedo clavada a medio camino, en la postura de la silla, desconcertada durante unos segundos sin entender por qué tengo la barriga al aire. Una chica a la que no me atrevo a mirar me libera con un «Disculpe, se le ha enganchado la camiseta». ¡Disculpe! Estamos en 2014, tengo veintiocho años y ya me tratan más de usted. Cada vez que lo hacen, me duele un poco, como una astilla clavada en el pie.

Cuando por fin me instalo en el suelo, saco el móvil para disimular. Esa mañana me he descargado Tinder, la aplicación para ligar creada en 2012 y que llegó a Francia en 2013. Se ha vuelto popular muy rápido gracias a un diseño eficaz: no hace falta explayarse, si la persona te gusta, basta con deslizar el perfil a la derecha para seleccionarlo, o a la izquierda para rechazarlo. A este gesto con el pulgar o el índice se le llama swipe. Si a la persona que te ha gustado también le gustas tú, hacéis un match y podéis hablar. Si no, no pasa nada.

Tinder y matrícula del gimnasio, todo el mismo día. «El paquete posruptura perfecto», le he dicho a mi amiga Zoé1 por Facebook Messenger, con una seguridad fingida a la altura de mi reparo. Tinder y el gimnasio estarán para siempre asociados en mi mente con la convicción de que voy a tener que currármelo, mejorar para marcar la diferencia.

Se me ocurrió el sábado por la mañana tras ver un anuncio de un centro deportivo en Facebook. Lo más probable es que no fuera casualidad. En febrero de 2017, Facebook publicó en su página web para empresas, Facebook IQ, un artículo de investigación2 sobre el comportamiento de sus usuarios tras una ruptura. El artículo ya no está disponible, pero aún se puede consultar gracias a la cantidad de medios que se hicieron eco3. La red social se dirigía a los anunciantes para explicarles por qué era una buena idea comprar publicidad dirigida específicamente a los internautas que han sufrido una ruptura: los que se encuentran en esta categoría están más dispuestos a «probar cosas nuevas o buscarse una nueva afición», explica Facebook. La prueba: un 55 % de los usuarios registrados en Facebook han realizado un viaje largo tras una ruptura.

Bueno, vale, no necesitábamos ni a Facebook ni a sus estudios para saber que una persona afligida está predispuesta a hacer cambios en su vida. Preguntad en una peluquería cuántas clientas se tiñen el pelo tras romper con su pareja. Pero Facebook lleva el concepto un poco más allá. Es como si la red social proporcionase a la peluquería una lista de las personas que se acaban de separar.


Aún quedan quince minutos para que empiece la clase, tengo tiempo. Me meto en Tinder por primera vez. La aplicación me pide que elija fotos de Facebook para ilustrar mi perfil. Repasarlas me tranquiliza, no soy solo esta gordinflona con camiseta grande y unas mallas tan viejas que se puede ver el elástico a través del tejido. Aquí sentada me siento como un alga, un alga extraña con elásticos por follaje, un alga informe de los fondos marinos que las corrientes atraviesan impávida. En todas estas imágenes tengo la misma sonrisa, una postura que realza mi cuerpo, el pelo como a mí me gusta; ni flequillo torcido ni mechones encrespados, sin michelines en la tripa o celulitis en los muslos.

Me cuesta creer que soy la misma persona, que soy a la vez esta alga y ese yo ideal. Intento decidir cuáles elegir para esconder lo mejor posible mis fondos marinos glaciares, los abismos en los que evolucionan mis pensamientos más sombríos, los más vergonzosos y los más repugnantes, como esos peces monstruosos que nunca ven la luz del día y viven escondidos en los pecios. Cuando me río delante de la Tate Modern, el museo de arte contemporáneo de Londres, con esa bonita bufanda azul eléctrico, ¿se ven los calamares gigantes de mis neuras? Y cuando remuevo aquel vino caliente con un gorro de Mamá Noel, ¿parezco estar necesitada de amor?

Me paro delante de una foto en la que estoy en una canoa, melena al viento, y no se me ve la grasa de los brazos. Me da una punzadita, mi ex sacó esa foto. ¿Puedo usarla en Tinder? Probablemente no. Pero la foto es tan bonita… «Si encuentro a mi nuevo amor gracias a esta foto, será como un regalo que me hace», me digo para convencerme, un cuento para maquillar mi falta de delicadeza.

En mi perfil de Tinder aparecen mi edad y mi profesión, información importada directamente de Facebook. Escribo «5 estrellas en BlaBlaCar» en el campo «Sobre mí». Estoy orgullosa de mi ocurrencia. Todas las chicas solteras en torno a los treinta saben que tienen que ser inteligentes para no terminar con la etiqueta de ser una Bridget Jones. Quiero demostrar que soy plenamente consciente de que esto es un supermercado del ligoteo y que me hace gracia, estoy de vuelta de todo. En la soltería hay ganadores y hay perdedores —lo deploro, pero lo sé—, las que controlan y las que sufren. Y si espero poder ligar, incluso por una noche, incluso por una hora, tengo que pertenecer a la primera categoría. Para eso, nada mejor que mirar el mundo por encima del hombro con cierta ironía.

De todas formas, la verdad, no me apetece encontrar a alguien enseguida para una relación seria. Acabo de mudarme a un piso compartido, fantaseo con una vida llena de frivolidades, de rollos de una noche, de morreos en el asiento trasero de un taxi parisino, de noches de bailoteo y mañanas en la cama.

Al salir del gimnasio me compro ropa deportiva en American Apparel. Las mallas y la camiseta de tirantes básicas negras más caras que he comprado jamás. Me da igual, necesito el uniforme. En la cola de la caja me conecto a Tinder.

¿En serio? ¿Esto es de verdad? Tengo un montón de likes… ¿Le gusto a todos estos hombres? Todos estos morenos, rubios, barbudos, gafapastas (aún no se lleva el gorro con vuelta), ligones veinteañeros y treintañeros, ¿todos me han dado like? En realidad, no tiene nada de excepcional: casi todos los hombres deslizan a la derecha a todas las chicas y hacen la criba después, o al menos eso hacían hasta que Tinder limitó los likes. Pero me trago la mentira, ¡y qué mentira tan deliciosa! Dejo que se me suba el chute de narcisismo como si me hubiesen metido droga por la vena. ¡Le puedo gustar a un montón de chicos!

Vuelvo a mirar las fotos de mi perfil y, la verdad, lo entiendo. Estoy muy, pero que muy bien. Tengo mariposas en el estómago, como si me estuviera enamorando. Pero no soy la única que busca consuelo en el reflejo negro del teléfono: según un estudio4, las mujeres suelen utilizar Tinder para mejorar su autoestima, mientras que los hombres buscan una cita o un rollo de una noche.


Al principio, me sentí transportada. Cada match llega, como una microtirita, a colmar los abismos de mi ego. Cada notificación alimenta mi autoestima. Me descargo todas las aplicaciones de contactos. Happn es la competidora francesa de Tinder. La app funciona de manera algo diferente, y se inclina por ponernos en contacto con la gente que nos hemos cruzado y no nos atrevimos a abordar. Aquí no se le da a la derecha o a la izquierda, solo tenemos una lista de todas las personas que están cerca. OkCupid, que pertenece a Match Group —la casa matriz de Tinder—, también tiene una versión web en la que hay que rellenar un perfil más clásico y responder a preguntas sobre nuestra personalidad. AdoptaUnTío, la pionera app francesa, lleva desde el 2007 quitándole hierro a las citas por internet y reivindicándose «feminista» con una campaña de marketing que presenta a las mujeres haciendo la compra en una tienda de hombres.

Mi preferida sigue siendo Tinder, por el cosquilleo que siento con cada match. Todas las mañanas, me despierto y agarro el teléfono antes incluso de salir de la cama: quiero saber cuántos me han escrito.


Encadeno las citas. Desarrollo una técnica. Siempre concierto las citas con algo que hacer después. Por ejemplo, quedo para un aperitivo a las 7, pero dejo claro que tengo un cumpleaños o una cena a las 8:30. Así me dejo una puerta de salida si me aburro o si estoy incómoda, pues, para ser sincera, así es casi siempre. Me digo que, si el tío me gusta, siempre tendré tiempo de quedar una segunda vez.

Por mucho que me divierta tener Tinder en el teléfono, cuando tengo una cita en una cafetería, tengo la sensación de que todo el mundo sabe que nos hemos conocido en internet y, de alguna manera, aún me da vergüenza. Además, no es tan fácil entablar conversación con un perfecto desconocido. Siempre cuento las mismas cosas: «Sí, sí, pasé mi infancia en la Bretaña, vine a París cuando terminé el instituto. ¿Y tú? ¿Dónde pasaste la infancia?». «Sí, soy periodista, pero no, no te preocupes, ¡no estoy escribiendo un artículo sobre ti!» (Bueno… esa respuesta no es del todo cierta.) Yo, que soñaba con besos apasionados en el umbral de mi puerta, por ahora parece que estoy encadenando entrevistas de trabajo. Pero me da igual, porque tan solo estoy probando mi poder de seducción. Mi autoestima sigue engordando.

Ya no creo que mi ropa desentone en el gimnasio, con mis zapatillas rosas a juego con mi top. Sigo consultando la aplicación entre clases y me acuerdo, casi con lástima, de la primera vez que vine.

Allí estoy un viernes por la tarde, sentada en la escalera, la botella de agua a mi lado, chateando con cuatro, cinco, seis hombres a la vez de los que ya no me acuerdo.Me siento tan poderosa, una experta del juego, como esas mujeres cuyas vidas imaginaba de niña cuando le birlaba la Elle a mi madre y leía los testimonios de «Chloé, treinta y uno, jefa de prensa», quien «nos cuenta con una sonrisa, antes de salir pitando a la oficina, pumpkin latte en mano, que no tiene tiempo para el amor». O cuando escuchaba las canciones de Vincent Delerm sobre las chicas de 1973 que tuvieron treinta años cuando yo tenía diecisiete.

Desde mi primer día en Tinder, ya no me veo como una fracasada en el amor. Durante toda mi relación anterior, viví en la cuerda floja: aterrorizada, celosa, a la espera y, además, culpable de sentirme celosa. Incluso antes de mi ex; desde que tengo memoria, en realidad, nunca he estado del lado bueno. Ahora tengo la sensación de ser de las que tienen los mapas, los códigos; de ser una mujer alfa entre las lobas, una líder de la manada; de no ser ya la que espera, febril, respuestas a sus mensajes, la que corre detrás. Al fin, he purgado mi ser de sus calamares gigantes… «Eres del selecto club del 1 % de las guapas, de las que lo tienen todo», me dice un hombre por mensaje; y lo peor es que me encanta. Por fin estoy del lado bueno de la jerarquía, del lado bueno de la Ampliación del campo de batalla.


A fuerza de darlo todo en el gimnasio, me pongo en muy buena forma. En primavera hago realidad uno de mis mayores sueños, me compro un vaquero slim de la 36. Un vaquero azul claro de Zara que me seguiré poniendo incluso cuando me quede demasiado pequeño. Para algunas chicas, esto no es más que una talla de pantalón, pero, para mí, es el santo grial. Tengo lágrimas en los ojos al salir de la tienda. Me hace sentir por lo menos tan feliz como cuando me saqué el bachillerato, cuando entré en Ciencias Políticas, cuando me dieron el carné de conducir, cuando me fui a vivir a mi primer apartamento sola o como cuando me publicaron un artículo por primera vez, y no veo qué tiene de malo.

No estoy hablando del placer de hacer deporte, de terminar una carrera, de superarse o qué se yo. No, no, ese día lloro de felicidad porque la talla de mi culo se corresponde, por fin, con la talla oficial del culo bonito. Fui una niña regordita y me siento como si me vengara de todos los brutos del patio del recreo.

No me doy cuenta de que no me estoy vengando, sino que más bien me uno a su cohorte. Yo también me insulto, insulto a la mujer que era hace solo unas semanas, la que usaba una 40, y la que volveré a ser muy pronto, evidentemente. Al mismo tiempo, también insulto a todas las mujeres que no usan la 36, porque me siento superior a todas ellas. Sí, sí, tengo que ser sincera, me regodeo. Lloro de alegría cuando tiro la toalla: acabo de ratificar el hecho de que gastar dinero, tiempo y energía para doblegarme a las normas que me imponen es decisión mía. Me hace tan feliz adaptar mi cuerpo para que sea un objeto que ni se me ocurre que son los objetos los que se tienen que adaptar a mí. Lloro de alegría cuando comprendo tiempo después que jamás me he faltado tanto el respeto. Soy la pelele del patriarcado, ansiosa por mostrar mi conformismo meneando la colita, la buena alumna del capitalismo sexual, pero no me planteo ninguna de estas cuestiones porque, a fuerza de chapotear en mi subidón de ego como una cerdita en el barro, me he anestesiado el cerebro.

Pronto llegará el bajón.