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vivir sin reglas

Ariel Levy

Traducción de Gloria Susana Esquivel

Para AEN & EJJS

Prefacio

¿alguna vez has hablado contigo misma? yo lo hago todo el tiempo. Lo hacemos, debo decir, porque así sonamos en mi cabeza. Por ejemplo, cuando estoy siguiendo un mapa: vamos a girar a la derecha por Vicolo del Leopardo, pasar el bar con las baldosas de mosaico y ahí sabremos donde estamos. Es un viejo hábito: vamos a mirar a la profesora a los ojos y a decirle que no es justo. Mi yo competente es el que habla, mi yo confundido es el que oye. Vamos a ir hasta donde está el teléfono y vamos a pedir ayuda con una mano y vamos a tomar al bebé con la otra.

Desde que tengo memoria no puedo ubicar a mi yo competente —otro más de los muchos que se han ido—. En los últimos meses he perdido a mi hijo, a mi esposa y mi casa. Todas las mañanas me despierto y, por unos segundos, estoy desorientada, confundida, sin entender por qué el dolor se filtra por mi cuerpo y luego recuerdo lo que ha pasado en mi vida. Las emociones me aturden en momentos extraños y luego me veo a mí misma agarrada del mesón de la cocina, la barra del metro subterráneo o el cuerpo de un amigo para no irme de bruces. Y no estoy hablando de manera figurada. Mi dolor es tan intenso que a veces siento que va a aplastarme.

Es muy exagerado. ¿Estoy acaso en una ópera italiana? ¿En una tragedia griega? ¿O es solamente una comedia extraña y nefasta? Hace unas semanas mis vecinos pasaron por mi casa en Shelter Island, querían conocer al bebé. Tuve que decirles que está muerto. Me sentí mal porque, ¿qué se supone que podrían decir ante eso? Lo sentimos mucho, dijeron. Pronto será verano y podrás trabajar en tu hermoso jardín. Les expliqué que eso no sucedería. Tendremos que vender la casa, estoy acá empacando todo. (Lo sé, pobrecitos). Ellos se quedaron mudos mientras buscaban un lugar seguro donde aterrizar, y después preguntaron dónde estaba mi esposa. No tuve el coraje para decirles.

Ese día tenía mucha rabia hacia la persona con la que había vivido por una década, porque había dicho que las llaves del jeep estarían esperando por mí debajo del motor, al lado del neumático del costado del conductor. El auto estaba en Greenport, Nueva York, del otro lado de nuestra casa en Peconic Bay, en un parqueadero donde siempre lo dejábamos cuando salíamos de la ciudad, pues allí es la parada del bus. Conseguí que unos amigos me llevaran en medio de la lluvia, pero ninguno pudo encontrar las llaves. Me acosté y la lluvia empapó mis piernas. El olor del asfalto mojado comenzó a levantarse alrededor de mi cuerpo y me quedé mirando la barriga del jeep, intentando encontrar algo que no estaba allí.

Hasta hacía poco había vivido en un mundo en donde aquello que se perdía podía ser recuperado. Pero ahora es abrumadoramente claro para mí que cualquier cosa que crees que te pertenece puede desaparecer y que no puedes hacer nada al respecto. El futuro que pensé estar creando de manera meticulosa por años ha desaparecido y, con él, todas las ideas sobre el tipo de vida que había imaginado.

Cuando era niña la gente me decía que era demasiado apasionada, demasiado enérgica, demasiado. Pensé que había tomado las riendas de mi propia fuerza, ambición y amor. Pensé que tenía una vida que podía contenerlo todo. Pero todo explotó.

PRIMERA PARTE

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mi juego favorito de niña era la momia y el explorador. Mi padre y yo cambiábamos de rol: uno de nosotros debía tenderse muy quieto, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho, y el otro tenía que quejarse “he estado buscando estas pirámides por muchos años, ¿cuándo encontraré la tumba de Tutankamón?” (Esto pasaba a finales de los setenta, cuando Tut estaba en el Met, y nosotros salíamos de los suburbios a visitarlo con frecuencia). En el clímax del juego, el explorador se topaba con el faraón embalsamado y —agárrense— la momia abría los ojos y revivía. El explorador debía expresar asombro y decir “¿qué hay de nuevo?” A lo que la momia respondía “tú”.

No era fanática de jugar a la casita. Prefería las fantasías que giraban en torno a la aventura, protagonizadas por piratas y caballeros. Era dominante, impaciente, habladora incansable y, como hija única, a menudo me confundían las costumbres de los otros niños. No era una niña popular. Jugaba a Robinson Crusoe en un pequeño fuerte de madera que mis padres construyeron en el patio, y allí clasificaba bellotas y hierbas que recolectaba como alimento. En el fuerte no me sentía aislada o enferma, era confiada, valiente y, si me hubiera extraviado, hubiera sobrevivido gracias a mi ingenio.

Los libros son otro hábitat natural para un niño que ama las palabras y las aventuras, y yo me sentía contenta cuando mis padres me leían Moby-Dick, Pippi Calzaslargas o El Hobbit. Desde muy temprano decidí que, cuando creciera, sería escritora. Pensaba que era la profesión que mejor le iba al tipo de mujer en el que quería convertirme: aquella que era libre de hacer cualquier cosa que eligiera.

En tercero comencé a llevar un diario y, como gesto solidario con Ana Frank, le puse un nombre, lo personifiqué y lo convertí en mi confidente. “Lo que me hizo llevar un diario en primer lugar: no tengo amigos”, le decía Frank a Kitty, su diario. Escribir es comunicarse con un íntimo desconocido que siempre está disponible, de la misma manera en la que el piadoso se apoya en Dios. Mis cuadernos rayados eran el único lugar en donde podía decir todo lo que quería cuando se me diera la gana. Aún hoy encuentro consuelo y alivio de la soledad, sin importar lo extraño que sea el ambiente, si tengo una libreta y un bolígrafo.

Como periodista he pasado casi dos décadas poniéndome a mí misma en ambientes extraños con la mayor frecuencia posible. No hay nada que me guste más que viajar a un lugar adonde no conozco a nadie y donde todo será una sorpresa, para luego escribir sobre ello. Es como tener un nuevo amante: aun las partes que no te encantan tienen las chispas que produce la fascinación de lo desconocido.

El primer artículo que publiqué fue sobre otro mundo que estaba solo a una hora de mi apartamento. Tenía veintidós años y vivía en el East Village, en un apartamento en un sexto piso sin ascensor, con un compañero de cuarto y cucarachas y trabajaba como asistente en New York Magazine. Mi amiga Mayita era una practicante en el departamento de fotografía y ella sabía de un club nocturno para mujeres obesas en Queens. Hablamos sobre él durante nuestra hora de almuerzo, mientras caminábamos por el centro de Manhattan con nuestros recipientes plásticos llenos de cualquier ensalada, mientras no queríamos volver a la oficina.

No era un miembro clave para la redacción. Mi trabajo era tomar los artículos que los escritores mandaban por fax y pasarlos al computador —era 1996 y el email todavía era visto como un fenómeno curioso que algún día desaparecería—. También tenía que introducir el crucigrama al sistema. Para hacerlo tenía que ver una y otra vez la hoja que me mandaba el crucigramista y mi pantalla de computador, e intentar recordar si iba negro, negro, blanco, negro, o negro, blanco, negro, negro. En la oficina estaba en un estado constante de amargura y superioridad moral. ¿Cómo habían podido confundirme con una aseadora? Mayita también se sentía horrorizada por el vuelco que había tenido su status: como estudiante de último año en Wesleyan, unos pocos meses atrás, la habían coronado como la próxima Sally Mann. Ahora organizaba negativos por orden alfabético todo el día. (Cuando expresábamos algún tipo de indignación sumisa a nuestros superiores, su respuesta invariablemente incluía la frase “hay que hacer lo que toca”. No era una frase en la que creyéramos mucho).

Decidimos dejar de esperar a que alguien en la oficina nos diera permiso para hacer lo que realmente queríamos. Tomamos el metro y sus mil paradas hasta Queens y entramos a un bar cavernoso en Rego Park donde mujeres que pesaban cientos de libras iban a bailar y a coquetear con sus admiradores y tenían concursos de belleza en ropa interior a las cuatro de la mañana. Era un lugar muy oscuro. El aire tenía un aroma estancado y sudoroso, y los tragos eran tan fuertes que echaban humo. Pero las mujeres eran magníficas, como pájaros enormes: aleteaban sus pestañas postizas dentro de vestidos apretados y brillantes, azules como pavos reales y amarillos como canarios, con la luz tenue reflejando sobre las lentejuelas. Mayita y yo sobresalíamos. Nos veíamos enclenques, vestidas con jeans y sweaters aburridos, como palomitas. Era miedoso pero electrizante: lo que estamos escribiendo es más importante que tu ansiedad y humillación, me dijo mi yo competente. Así que me acerqué con mi libreta de notas a esas extrañas y les pedí que me contaran su historia.

Y lo hicieron. Me contaron sobre cómo fueron niñas regordetas o sobre cómo engordaron después de tener hijos. Me dijeron que estaban hartas de avergonzarse, hartas de tener que disculparse por ocupar tanto espacio, y que habían llegado a creer que ser gorda era ser hermosa (o que al menos eso creían la mayoría del tiempo). Tenían admiradores apasionados, pero era difícil porque nunca sabían si los hombres con los que salían —los amantes de las gorditas— las amaban por ellas mismas o por su grasa. ¡Por su grasa! Me sentía maravillada mientras regresaba a mi apartamento a las cinco de la mañana en la oscuridad que se disipaba.

El Manhattan de finales de los noventa era lustroso, ambicioso y duro. Las mujeres delgadas de Madison Avenue, en la televisión, con sus tacones que daban chasquidos y su pelo planchado, agarraban carteras que costaban miles de dólares y que estaban cubiertas con Ges que se entrecruzaban. Los restaurantes a los que la gente quería ir eran audaces y ferozmente costosos —nadie hablaba de comida orgánica, nadie quería ver madera áspera recién salida del bosque—. Era la génesis de la cultura de Internet y la gente de mi edad ganaba cantidades increíbles de dinero con start-ups sobre cualquier cosa. Una amiga del trabajo vendió a un productor el primer artículo que publicó en la revista por medio millón de dólares cuando solo tenía veinticinco años. (Era sobre los publicistas ricos y jóvenes que mantenían la jerarquía nocturna de la ciudad haciendo uso de listas de invitados y bolsas de regalos. “La mayoría de nosotros tiene tanto poder como los viejos que usan traje”, decía uno de ellos. “Y muy pronto tendremos mucho más”).

No existía una corriente submarina de miedo y la marea de egoísmo que prevalecía tenía muy poca resistencia. Mi generación nunca había experimentado una guerra real y prolongada. Nadie pensaba en terrorismo. Aún el cambio climático parecía algo que podía ignorarse por ser parte de un futuro distante —tal vez lo hubiéramos evitado si hubiéramos reciclado nuestras latas de gaseosa—. Había una ética de consumo sin remordimiento en la ciudad y la revista en la que yo trabajaba la satirizaba y la promovía. Esto a veces me parecía encantador y otras veces enajenante.

Así que encontrar un submundo de mujeres que sencillamente habían decidido salirse de esa cultura impecable, cuyos cuerpos eran monumentos inconfundibles a la resistencia, era emocionante. Mientras escribía mi artículo (que resultó ser mucho más difícil de lo que me imaginaba), sentía que estaba describiendo un universo exótico con su propia estética y modales, pero más allá, estaba escribiendo sobre un tipo de vida femenina fuera de lo convencional. ¿Qué significaba ser una mujer? ¿Cuáles eran las reglas? ¿Cuáles eran las opciones y las cargas? Quería contar historias que respondieran, o que al menos se hicieran, esas preguntas.

Me sentí mareada cuando el editor de la revista dijo que publicaría mi artículo junto con las fotos de Mayita y que nos pagaría por eso. (Le dieron al reportaje el mejor título que jamás me hayan puesto: Women´s lb1). La paga por ese artículo era dinero especial, dinero mágico —una recompensa por hacer algo que era, en sí mismo, una recompensa—. Eran dos mil dólares, mucho más de lo que me pagaban cada mes. Por lo general debía estirar mi sueldo para cubrir el costo del transporte y el arriendo de mi sucio y deprimente apartamento. Pero después de que me pagaron por mi artículo duré semanas almorzando en el lugar de ensaladas elegantes. Tomaba cucharadas despreocupadas de remolacha con trocitos de naranja y apilaba trozos de lomo de res sin ningún reparo.

Escribir era la solución a cualquier problema —financiero, emocional, intelectual—. Era mi compañía desde que era una niña solitaria. Me daba una excusa para conocer lugares que, de otra manera, nunca conocería. Satisfacía el edicto que mi madre había emitido a lo largo de mi vida “tienes que mantenerte a ti misma, no querrás depender de un hombre”. Y me hacía sentir bien, como si tuviera un propósito. “Es muy extraño que la gente te dé un automóvil si les cuentas una historia”, dijo Virginia Woolf en 1931, en un discurso para la Sociedad Nacional del Servicio de Mujeres, un grupo de mujeres profesionales. “Es más extraño aún que no haya nada más placentero en el mundo que contar historias”.

Cuando me enamoré ya me habían ascendido a redactora. Tenía veintiocho años. Me casé unos años después —todos lo hicimos—. A medida que nos acercábamos a los treinta, mis amigos y yo éramos como maíz que explotaba en una olla: primero uno, luego otro y, más rápido que tarde, todos estábamos toteando hacia el matrimonio. Hubo bastantes años que nos mantuvimos en paz y luego los embarazos comenzaron a reventar. Esto me parecía inquietante.

Ser mamá, temía, era renunciar al status de ser protagonista de tu vida. Tus preguntas encontraban respuestas, tu libertad desaparecía, el camino se calcificaba frente a tus ojos. Y aun así me jalaba. Ser una exploradora profesional se convertiría en un imposible si tenía hijos, pero tener un niño parecía, de muchas maneras, el viaje más loco de mi vida. A veces, en los vuelos largos que tomaba para escribir mis historias, escuchaba Beginning of a Great Adventure, una canción de Lou Reed sobre la paternidad inminente: “a Little me or he or she to fill up my dreams, cantaba, “a way of saying life is not a loss2. Mientras mis amigas, una después de otra, hacían el viaje de mujer joven a madre, se hacía claro que para mí eso no estaba sucediendo.

Algunas de mis amigas se indignaban al descubrir que la reproducción no era necesariamente una misión sencilla.¿Puedes creer que todavía no estoy embarazada?Preguntaban con amargura, desconcertadas, como si sus vidas sexuales se cubrieran de una determinación nefasta. Aguantaron inseminaciones, in vitro, inyecciones de hormonas, humillaciones. “He estado intentándolo por un año… dos… cinco. Me he gastado seis mil dólares en estos doctores… ocho mil… cuarenta mil”.

Las escuché. Dije cosas que deseé que sonaran como un consuelo. Pero el pensamiento en mi cabeza siempre era: por supuesto. No era como que la información solo nos hubiera llegado hasta ahora: la fertilidad mengua a medida que los años se acumulan. Sabíamos que esto era cierto. Solo que imaginábamos que podíamos saltarnos ese mandato.

Vivíamos en un mundo en donde controlábamos muchas cosas. Si no queríamos subir las escaleras con los víveres, los pedíamos por internet y esperábamos en sudadera a que un hombre de Asia o de América Latina los trajera y cargara nuestra arena para el gato y nuestros bananos orgánicos. Si queríamos comunicarnos con alguien que estuviera en el lado opuesto del planeta, tomábamos aparatos que no existían cuando éramos jóvenes y nos mandábamos mensajes de texto, correos electrónicos, fotos que habíamos tomado segundos antes sin necesidad de tener rollo fotográfico. Cualquier cosa parecía posible si tenías la ingenuidad, la tenacidad y el dinero suficientes. Solo que el cuerpo no sigue estas reglas.

Nos habían criado para pensar que podíamos hacer cualquier cosa —¡éramos libres de ser como quisiéramos!—. Y muchos de los sueños revolucionarios de nuestros padres se habían hecho realidad. Un hombre negro sí podía ser presidente. No había casi problema con ser gay —hasta podías ser gay y casarte—. Podías ser mujer y tener una carrera profesional interesante y no tenías que ser esposa o madre (aunque, digámonos la verdad, era el camino aconsejable: ser solterona nunca perdió su estigma). A veces nuestros padres estaban maravillados con esa sensación de posibilidad que nos impartieron. Otras veces se horrorizaban al reconocer su propio privilegio, mirándolos de vuelta en este espejo de aumento que éramos su descendencia.

Pensar que las reglas no aplican es el habla de un carácter visionario. Pero también es un síntoma de narcisismo.

Antes de viajar siempre sufro de pánico. Me convenzo de que esta vez no seré capaz de entender el mapa, o de comunicarme con personas que no hablen inglés, o de encontrar la gente que necesito para escribir la historia por la que me mandaron. Estaré perdida y seré incompetente y vulnerable.

Lo mismo me pasó con la maternidad: le temía desde hacía una década. No me gustaba la infancia y tenía miedo de tener un hijo al que tampoco le gustara. Tenía miedo de ser una madre atroz. Y tenía miedo de quedarme anclada, inmóvil, estancada en el mismo lugar; veinte años de clases de oboe y tareas de matemáticas que no había sido capaz de terminar la primera vez.

Presté atención a lo que vi y leí sobre el tema. “Un niño, sí, es un vórtice de ansiedades”, escribió Elena Ferrante en su novela La hija perdida. La protagonista desgarra la relación con sus hijos y experimenta lo sublime: “todo comenzó desde cero. Sin hábitos, sin las emociones apagadas por lo predecible. Era yo. Producía pensamientos que no se distraían con ninguna otra preocupación más allá del hilo enredado de los sueños y los deseos”3. Si sostenías a un bebé toda la noche, tus manos no estarían libres para agarrarse de ese hilo enredado.

Alguna vez vi una entrevista con Joni Mitchell en donde ella explicaba por qué no se había casado con Graham Nash y por qué no había tenido sus hijos cuando eran pareja en los sesentas. Ella le dio la espalda al sueño doméstico que él había inspirado: “I´ll light the fire, you place the flowers in the vase”4. Después de que él le propuso matrimonio, Mitchell pensó en su abuela, una música frustrada que se había sentido tan atrapada por la maternidad y el trabajo del hogar, que una tarde “pateó la puerta de la cocina y la sacó de las bisagras”. No puso en el centro de su vida la autoexpresión. Se resignó a su realidad.

Mitchell pensó que terminaría como su abuela si escogía la familia y una vida doméstica. En su lugar, como canta en Don Juan Reckless Daughter, salió a deambular out on the vast and subtle plains of mystery5.

Yo también quería conocer esos misterios. Quería ver cómo las infinitas estepas de Mongolia se abrían frente a mis ojos. Quería saber a qué olían las mañanas en Rayastán. ¿Por qué? “Quiero hacerlo porque quiero”, Amelia Earhart le escribió una vez a su esposo. “Las mujeres deben intentar hacer cosas tanto como los hombres lo han intentado”.

Yo no patearía la puerta y sus bisagras. Yo no escogería las comodidades amortiguadas del hogar. Yo sería la exploradora, no la momia.

1 Un juego de palabras entre lb., la unidad métrica para peso, y lib, apócope usado para referirse al movimiento de liberación femenina.

2 En español: “un pequeño yo o él o ella para que llene mis sueños / una manera de decir que la vida no es una pérdida”.

3 La traducción es propia, directa de la versión en inglés. N. del T.

4 En español: “yo prenderé el fuego, tú pondrás las flores en el jarrón”.

5 En español: “afuera por las vastas y sutiles planicies del misterio”.