Título original: Dry

Spanish language copyright © 2019 by Nocturna Ediciones

Original English language edition:

Text copyright © 2018 by Neal Shusterman and Jarrod Shusterman

Published by arrangement with Simon & Schuster Books For Young Readers,

An imprint of Simon & Schuster Children’s Publishing Division

All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in

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© de la obra: Neal Shusterman and Jarrod Shusterman, 2018

© de la traducción: Pilar Ramírez Tello, 2019

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: Junio de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-27-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Este libro está dedicado a

todos los que se esfuerzan por deshacer los

desastrosos efectos del cambio climático.

DÍA UNO

SÁBADO, 4 DE JUNIO

1) Alyssa

El grifo de la cocina hace unos ruidos rarísimos.

Tose y resuella como si tuviera asma. Gorgotea como una persona que se ahoga. Escupe una vez y guarda silencio. Nuestro perro, Kingston, levanta las orejas, aunque guarda las distancias con el fregadero por si de repente volviera de nuevo a la vida; no tenemos esa suerte.

Mi madre se queda donde está, con el cuenco de agua de Kingston en la mano, debajo del grifo, desconcertada. Después cierra el paso del agua y dice:

—Alyssa, ve a por tu padre.

Desde que remodeló la cocina él solo, mi padre se engaña dándoselas de gran fontanero. Y electricista. «¿Por qué pagar un dineral a los contratistas cuando puedes hacerlo tú mismo?», decía siempre. Después predicó con el ejemplo. Desde entonces no dejamos de tener problemas de fontanería y electricidad.

Mi padre está en el garaje trabajando en el coche con el tío Laurel, que ha estado viviendo a ratos con nosotros desde que fracasó su plantación de almendros en Modesto. En realidad se llama Herb, pero en algún momento mi hermano y yo empezamos a ponerle los nombres de las distintas hierbas del jardín: tío Eneldo, tío Tomillo, tío Cebollino y, durante un tiempo que mis padres desearían que olvidáramos, tío Cannabis. Al final fue Laurel el nombre que cuajó.

—¡Papá! —grito al interior del garaje—. Problemas en la cocina.

Los pies de mi padre asoman por debajo de su Camry como si de la Malvada Bruja del Oeste se tratara. El tío Laurel está escondido debajo de una masa tormentosa de vapor de cigarrillo electrónico.

—¿No puede esperar? —me dice desde debajo del coche.

Pero yo ya presiento que no.

—Creo que es importante —respondo.

Se desliza hasta el exterior y, tras dejar escapar un profundo suspiro, se encamina a la cocina.

Mi madre ya no está allí, sino de pie en el umbral entre la cocina y el salón. Está ahí, sin más, con el cuenco de agua vacío del perro todavía en la mano izquierda. Me recorre un escalofrío, aunque todavía no sé por qué.

—A ver, ¿qué es ese problema tan importante como para sacarme de…?

—¡Chisss! —lo corta mi madre.

Rara vez interrumpe así a mi padre. A Garrett y a mí nos lo hace continuamente, pero mis padres jamás se mandan a callar el uno al otro. Es una norma tácita.

Está viendo la tele, donde una presentadora parlotea sobre la «crisis de suministro». Así es como los medios han estado llamando a la sequía desde que la gente se cansó de oír la palabra sequía. Más o menos igual que cuando el calentamiento global se convirtió en cambio climático o la guerra, en conflicto. Sin embargo, han dado con un nuevo eslogan, con una nueva fase en nuestros problemas con el agua: la llaman la restricción.

El tío Laurel sale de su nube de vapor lo justo para preguntar:

—¿Qué pasa?

—Arizona y Nevada acaban de retirarse del acuerdo de ayuda del embalse —responde mi madre—. Han cerrado las esclusas de todas las presas porque dicen que necesitan el agua para ellos.

Lo que significa que el río Colorado ya ni siquiera llegará hasta California.

El tío Laurel intenta procesarlo.

—¡Van a cerrar el río entero como si fuera una espita! Pero ¿pueden hacerlo?

Mi padre arqueó una ceja.

—Ya lo han hecho.

De pronto, la imagen nos muestra una rueda de prensa en directo en la que el gobernador se dirige a un grupo de periodistas angustiados.

—Se trata de un incidente desafortunado, aunque no del todo imprevisto —dice—. Tenemos a nuestros expertos trabajando las veinticuatro horas del día para negociar un nuevo acuerdo con distintas partes.

—¿Y eso qué significa? —pregunta el tío Laurel; tanto mamá como yo lo mandamos callar.

—Como medida de precaución, las empresas de abastecimiento municipales y del condado van a redirigir temporalmente todos sus recursos a los servicios esenciales. Aun así, debo insistir en la necesidad de mantener la calma. Me gustaría asegurarles personalmente a todos que se trata de una medida temporal y que no hay nada de lo que preocuparse.

La prensa empieza a bombardearlo a preguntas, pero él se marcha sin responder ni una.

—Parece que el cuenco de agua de Kingston no es el único que se ha quedado seco —dice el tío Laurel—. Supongo que nosotros también vamos a tener que empezar a beber del váter.

Mi hermano pequeño, Garrett, que está sentado en el sofá esperando a que vuelvan a emitir los programas normales de la tele, pone la mueca apropiada, lo que hace reír a nuestro tío.

—Bueno —le dice mi padre a mi madre sin mucho entusiasmo—, al menos esta vez el problema de fontanería no es mío.

Me meto en la cocina para probar a abrir el grifo, como si yo tuviera el toque mágico. Nada. Ni siquiera un minúsculo goteo. Nuestro grifo ha muerto y no volverá a la vida por mucho que le hagamos el boca a boca. Tomo nota de la hora, igual que hacen en la sala de urgencias: 13:32, 4 de junio.

«Todo el mundo va a recordar dónde estaba cuando se secaron los grifos —pienso—. Como cuando asesinan a un presidente».

En la cocina, detrás de mí, Garrett abre el frigorífico y coge una botella de Gatorade Glazier Freeze. Empieza a bebérselo, pero lo detengo al tercer trago.

—Déjalo en el frigo. Guarda para después.

—Pero tengo sed ahora —protesta.

Tiene diez años, seis menos que yo. Los críos de diez años tienen problemas con esto de la satisfacción inmediata.

De todos modos, ya casi se lo había bebido entero, así que dejo que se lo acabe. Tomo nota de lo que queda en el frigorífico: un par de cervezas, tres botellas más de Gatorade, una botella de leche casi vacía y sobras de comida.

¿No os ha pasado nunca eso de no saber la sed que tenéis hasta darle el primer trago a la bebida? Bueno, pues de repente yo tengo esa sensación con tan sólo mirar el frigo.

Es lo más parecido a una premonición que he tenido en mi vida.

Oigo a los vecinos en la calle. Los conocemos, nos cruzamos con ellos de vez en cuando. El único momento en que muchos de ellos salen a la vez a la calle es el cuatro de julio o cuando hay un terremoto.

Mis padres, Garrett y yo también gravitamos hacia el exterior, todos allí de pie en un extraño conjunto, mirándonos los unos a los otros en busca de consejo o, al menos, de una confirmación de que esto está pasando de verdad. Jeannette y Stu Leeson, del otro lado de la calle, los Malecki y su recién nacido, y el señor Burnside, que tiene setenta años desde que lo conozco. Y, tal como esperábamos, no vemos a la familia huraña de la casa de al lado, los McCracken, que seguramente se habrán atrincherado dentro de su fortaleza suburbana tras escuchar las noticias.

Nos quedamos allí, mirándonos, con las manos en los bolsillos, evitando mirarnos a los ojos, como mis compañeros en el baile de graduación.

—Vale —dice por fin mi padre—, ¿cuál de vosotros ha cabreado a Arizona y a Nevada?

Todos se ríen entre dientes. No porque tenga mucha gracia, sino porque alivia un poco la tensión.

El señor Burnside arquea las cejas.

—Odio recordaros que os lo dije, pero ¿no os dije que acapararían lo que quedara del río Colorado? Hemos dejado que ese río fuera nuestro único salvavidas. Fue un error ponernos en una posición tan vulnerable.

Antes nadie sabía mucho ni tampoco se interesaba por el origen de nuestra agua. Siempre estaba allí. Pero, cuando el Valle Central empezó a secarse y el precio de los productos agrícolas subió por las nubes, la gente empezó a prestar atención. O, al menos, la suficiente atención como para aprobar leyes y propuestas de los votantes. La mayoría no servía para nada, pero así los ciudadanos tenían la impresión de que se hacía algo. Como la Iniciativa del Uso Frívolo, que ilegalizó cosas como lanzar globos de agua.

—Las Vegas todavía tiene agua —comenta alguien.

Nuestro vecino, Stu, niega con la cabeza.

—Sí, pero acabo de intentar reservar una habitación en un hotel de allí: un millón de habitaciones de hotel y no hay ni una disponible.

El señor Burnside se ríe sin mucho humor, como si disfrutara con la desgracia de Stu.

—Ciento veinticuatro mil habitaciones de hotel, en realidad. Parece que mucha gente ha tenido la misma idea.

—¡Ja! ¿Te imaginas el tráfico en la interestatal para llegar allí? —dice mi madre, algo frustrada—. ¡Mejor que no te pille el atasco!

Y después aporto mi granito de arena:

—Si están desviando el resto del agua a los «servicios esenciales», quiere decir que todavía queda algo. Alguien debería demandarlos para que soltaran un poco. Para que fuera como los apagones programados y cada barrio contara con un poco de agua cada día.

Mis padres parecen impresionados por la sugerencia. Los demás me miran con la típica cara de «ay, qué mona» que tanto me cabrea. Mis padres están convencidos de que un día seré abogada. Es posible, pero sospecho que, si llego a serlo, no será más que un medio para un fin; aunque todavía no tengo claro de qué fin se trataría.

En cualquier caso, eso ahora no nos ayuda; y, aunque mi idea es buena, imagino que hay demasiados intereses personales entre los poderosos para llevarla a la práctica. Y, quién sabe, quizá no quede agua suficiente para compartir.

Suena un teléfono, un mensaje de texto. Jeannette mira su Android.

—¡Genial! Mis parientes de Ohio se acaban de enterar. Como si necesitara su estrés encima del mío.

—Respóndeles: «Enviad agua» —bromea mi padre.

—Saldremos de esta —asegura mi madre. Es psicóloga clínica, por lo que lo de calmar a la gente forma parte de su naturaleza.

Garrett, que ha guardado silencio hasta ahora, se lleva su botella de Gatorade a los labios… y por un breve instante todos dejan de hablar. Sin querer. Casi como un hipido mental mientras ven a mi hermano tragarse el refrescante líquido azul. Al final, el señor Burnside rompe el silencio:

—Ya hablaremos —dice mientras se vuelve para marcharse.

Siempre termina las conversaciones así, y es la señal que pone fin a nuestra imprecisa hermandad. Todos se despiden y regresan a sus casas, pero más de un par de ojos se detiene en la botella vacía de Gatorade de Garrett antes de marcharse.

—¡Excursión al Costco! —dice el tío Laurel más tarde, sobre las cinco—. ¿Quién se viene?

—¿Me vas a comprar un perrito caliente? —pregunta Garrett, que sabe que, aunque el tío diga que no, se lo comprará de todos modos. Laurel es un blando.

—Los perritos calientes son el menor de nuestros problemas —le digo, y él no me lo discute. Sabe por qué vamos, no es tan estúpido. Aun así, también sabe que le comprarán un perrito caliente.

Nos subimos en la parte de delante de la ranchera todoterreno del tío Laurel, que tiene una suspensión mucho más alta de la que debería permitírsele a un hombre de su edad.

—Mamá dice que tenemos unas cuantas botellas de agua en el garaje —comenta Garrett.

—Vamos a necesitar muchas más —respondo.

Intento calcularlo mentalmente. También he visto las botellas: nueve de medio litro, y somos cinco. No nos durarán ni un día.

Cuando doblamos la esquina para salir del barrio y llegar a la calle principal, nuestro tío dice:

—Puede que el condado tarde un par de días en recuperar el agua corriente. Es probable que no necesitemos más que un par de cajas.

—¡Y Gatorade! —exclama Garrett—. ¡Que no se te olvide el Gatorade! Tiene un montón de electrolitos.

Que es lo que dicen en los anuncios, porque Garrett ni siquiera sabe lo que es un electrolito.

—Miradlo por el lado positivo —dice el tío Laurel—: es probable que os paséis unos cuantos días sin clase.

La versión californiana de cancelar por la nieve.

He estado contando los días que faltan para acabar el penúltimo año de instituto. Ya sólo quedan dos semanas. Pero, conociendo mi instituto, seguro que encuentran el modo de recuperar los días perdidos al final y retrasarnos las vacaciones de verano.

Al entrar en el aparcamiento del Costco vemos la multitud. Al parecer, todo el barrio ha tenido la misma idea. No hacemos más que dar vueltas muy despacio en busca de un hueco vacío. Al final, mi tío saca su tarjeta del Costco y me la da.

—Entrad los dos. Me reuniré con vosotros dentro cuando encuentre un sitio para aparcar.

Me pregunto cómo va a entrar sin su tarjeta, pero la verdad es que siempre consigue salir de cualquier situación. Garrett y yo bajamos de un salto y nos unimos a las hordas de gente que abarrotan la entrada. Dentro es como el peor Black Friday del mundo, aunque hoy nadie quiere comprar televisores ni videojuegos. Los carros de la cola de las cajas están abarrotados de comida enlatada, artículos de aseo y, sobre todo, agua. Lo indispensable para vivir.

Algo no va bien. No consigo distinguir de qué se trata, pero flota en el aire como un olor. Es la impaciencia de la gente que hace cola. La forma en que usa los carros, dispuestos a convertirlos en arietes para abrirse paso entre la muchedumbre. Percibo una especie de hostilidad primitiva a nuestro alrededor, por mucho que la oculte una fachada de educación de clase media. Pero hasta esa educación empieza a desvanecerse.

—Este carro es una mierda —dice Garrett.

Tiene razón: una rueda está doblada, así que la única forma de empujarlo es apoyarlo en las otras tres ruedas. Miro hacia la entrada. Sólo quedaban dos carros cuando cogí este. Ahora no quedará ninguno.

—Yo lo llevo —le digo.

Garrett y yo nos abrimos paso entre la gente hacia la esquina izquierda del fondo, donde están los palés con el agua. Mientras lo hacemos, oímos fragmentos de conversaciones.

—La Agencia Federal para la Gestión de Emergencias ya está empantanada con el huracán Noah —le dice una mujer a otra—. ¿Cómo va la FEMA a ayudarnos a nosotros también?

—¡No es culpa nuestra! ¡La agricultura usa el ochenta por ciento del agua!

—Si el estado hubiera dedicado más tiempo a buscar nuevas fuentes de agua en vez de multarnos por llenar las piscinas, ahora no estaríamos en esta situación —comenta otra.

Garrett se vuelve hacia mí.

—Mi amigo Jason tiene un acuario gigante en su salón y no le pusieron una multa.

—Eso es distinto —le explico—. Los peces se consideran mascotas.

—Pero también es agua.

—Pues bébetela, venga —respondo para callarlo.

No tengo tiempo para pensar en los problemas de los demás; me basta con los propios. Pero parece que soy la única a la que le importan, porque Garrett ya se ha largado a buscar muestras gratis.

Mientras empujo el carro, no deja de torcerse a la izquierda y tengo que apoyarme con fuerza en el lado derecho para evitar que la rueda torcida me haga de timón.

Cuando me acerco a la parte trasera del almacén, veo que es donde hay más gente, y al llegar al último pasillo, el de los palés de agua, me doy cuenta de que es demasiado tarde: ya están vacíos.

En retrospectiva, deberíamos haber venido en cuanto se cortaron los grifos. Pero cuando algo tan drástico sucede, lo sigue un periodo de latencia. No es del todo negación ni tampoco conmoción, sino más bien como una caída libre mental. Dedicas tanto tiempo a asimilar el problema que no comprendes lo que necesitas hacer hasta que la ventana de oportunidad se ha cerrado. Pienso en toda esa gente de Savannah en el momento en que el huracán Noah tomó un giro inesperado y cargó directamente contra ella en vez de volver al mar, como se suponía que iba a hacer. ¿Cuánto tiempo perdieron mirando las noticias sin parpadear antes de recoger sus cosas y evacuar? Yo lo sé: tres horas y media.

Detrás de mí, la gente que no ve que los palés están vacíos empieza a empujar. Al final, algún empleado tendrá el sentido común suficiente para poner un cartel que diga: «NO QUEDA AGUA», pero, hasta entonces, los clientes no dejan de acumularse y de avanzar hacia el fondo de la tienda, lo que crea una multitud asfixiante, como en el mosh pit de un concierto.

Siguiendo una corazonada, maniobro hacia el pasillo lateral y las estanterías de las latas de refrescos, que también empiezan a desaparecer. Pero no he venido a por las latas. Miro entre las pilas de bebidas y encuentro una única caja de agua que alguien seguramente abandonaría aquí ayer, cuando todavía no era un bien tan preciado. Voy a cogerla, pero en el último segundo me la quita una mujer delgada con nariz aguileña. La coloca encima de su carro, como una corona sobre sus latas de comida.

—Lo siento, pero nosotras llegamos primero —dice, y entonces su hija da un paso adelante; es una chica que reconozco del equipo de fútbol, Hali Hartling. Es popular hasta la náusea y se cree mejor jugadora de lo que realmente es. La mitad de las chicas del instituto quieren ser como ella, mientras que la otra mitad la odian porque saben que nunca lo serán ni de lejos. Por mi parte, la soporto sin más. No se merece que pierda más energía en ella que la justa para serme indiferente.

Aunque siempre parece rebosar seguridad, ahora mismo ni siquiera es capaz de mirarme a los ojos porque sabe, igual que lo sabe su madre, que yo había tocado el agua primero. Mientras su madre empuja el carro para alejarse, Hali se me acerca.

—Lo siento, Morrow —me dice con sinceridad, llamándome por el apellido, como hacemos en el equipo.

—¿No compartí mi agua contigo la semana pasada, en el entrenamiento? —le recuerdo—. A lo mejor me puedes devolver el favor compartiendo unas cuantas botellas conmigo.

Ella mira a su madre, que ya lleva recorrido medio pasillo, y después me mira de nuevo y se encoge de hombros.

—Lo siento, no venden las botellas sueltas. Sólo por cajas.

Y entonces se pone un poco roja y se da la vuelta para largarse antes de ruborizarse por completo.

Observo lo que me rodea. Cada vez hay más gente, y las cosas desaparecen de las estanterías a una velocidad alarmante. Ya no quedan ni refrescos. ¡Qué estúpida! Debería haber cogido algunos. Corro de vuelta a mi carro vacío antes de que alguien se lo lleve. Todavía no hay ni rastro del tío Laurel, y es probable que Garrett esté inflándose de alguna porquería grasienta. También ha desaparecido el Gatorade que él quería.

Por fin lo encuentro: está en la zona de congelados, con la cara llena de salsa de pizza. Se limpia la boca con la camiseta, sabiendo que le voy a regañar. Pero no me molesto porque he visto algo. Justo detrás de la verdura congelada y los helados hay un congelador hasta arriba de hielo. Enormes bolsas de hielo. Qué poca imaginación tiene la gente, ¡no puedo creerme que no se le haya ocurrido a nadie! O quizá sí, pero se hayan negado a aceptar que estaban tan desesperados. Abro la puerta del congelador y voy a coger una bolsa.

—¿Qué estás haciendo? Necesitamos agua, no hielo.

—El hielo es agua, Einstein.

Agarro una bolsa y veo que pesa mucho más de lo que me esperaba.

—¡Ayúdame!

Entre Garrett y yo llevamos una bolsa de hielo tras otra al carro hasta tenerlo hasta arriba. Llegados a este punto, los demás se han dado cuenta y han empezado a llenar la zona del congelador para vacilarlo.

El carro ahora pesa tantísimo que resulta casi imposible empujarlo, sobre todo con la rueda rota. Entonces, mientras estamos forcejeando con él, arrastrando la rueda torcida por el hormigón, se nos acerca por detrás un hombre trajeado. Sonríe.

—Lleváis una buena carga —dice—. Dejad que os eche una mano.

Sin esperar a nuestra respuesta, coge la barra del carro y empieza a empujarlo con más eficiencia que nosotros.

—Qué locura —comenta con aire jovial—. Imagino que será así en todas partes.

—Gracias por ayudarnos —respondo.

—No es nada. Tenemos que ayudarnos unos a otros.

Sonríe de nuevo, y yo le devuelvo la sonrisa. Es bueno saber que los malos tiempos pueden sacar lo mejor de la gente.

Poco a poco, a empujones cortos pero firmes, llevamos el carro hasta la parte delantera de la tienda y lo colocamos en una de las serpenteantes colas de caja.

—Supongo que ya he hecho todo el ejercicio del día —se ríe.

Miro nuestro carro y decido que un buen gesto se merece otro.

—¿Por qué no se lleva una bolsa de hielo para usted?

—Tengo una idea aún mejor —responde sin perder la sonrisa—. ¿Por qué no os lleváis vosotros una bolsa de hielo y yo me quedo el resto?

Por un momento creo que bromea, hasta que advierto que no lo puede decir más en serio.

—¿Perdone?

—Tienes razón —dice, fingiendo un profundo suspiro—, eso no sería justo para vosotros. Tengo otra idea, ¿por qué no lo dividimos a partes iguales? Yo me llevo una mitad y vosotros, la otra mitad. —Lo dice como si estuviera siendo generoso. Como si nos pudiera dar el hielo porque es suyo. Sigue sonriendo, pero sus ojos me dan miedo—. Creo que mi oferta es más que justa —añade.

Empiezo a preguntarme a qué negocio se dedica y si consiste en engañar a la gente haciéndola creer que no la engaña. Conmigo no cuela. Sin embargo, tiene el carro cogido bien fuerte con ambas manos, y no hay nada que demuestre que es nuestro y no suyo.

—¿Algún problema?

Es el tío Laurel. Ha llegado justo a tiempo. Lanza una mirada fría al hombre, que aparta las manos del carro.

—En absoluto —responde el del traje.

—Bien. No me gustaría enterarme de que ha estado acosando a mis sobrinos. Es un delito.

El hombre mira a nuestro tío a los ojos un momento más antes de ceder. Después le echa un vistazo al hielo, muy serio, y se larga sin llevarse ni una bolsa.

La ranchera del tío Laurel está aparcada ilegalmente, medio metida en una mediana, tras haber tumbado una hilera de ficus.

—He tenido que meterle la tracción a las cuatro ruedas —anuncia con orgullo; es probable que sea la primera vez que tiene que usarla. De improviso, la ranchera que se compró por la crisis de los cuarenta es una bendición en vez de una vergüenza.

Cargamos las bolsas de hielo en la parte de atrás.

—¿Qué me dices de ese perrito caliente? —ofrece nuestro tío para intentar aligerar el ambiente.

—Estoy lleno —responde Garrett, a pesar de que sé que eso sería una hazaña casi imposible para él. Simplemente, no quiere volver al interior. Ninguno de nosotros quiere. Y ahora se ha formado una pequeña muchedumbre que nos observa cargar el hielo en la ranchera. Aunque intento no prestarles atención, sé que varios pares de ojos nos miran.

—¿Por qué no me siento atrás, con el hielo? —sugiero.

—No, no pasa nada —responde Laurel con calma—. Sube delante. En el camino de vuelta hay algunos baches muy puñeteros. No quiero que vayas dando botes por ahí atrás.

—Vale —respondo, y me subo a la cabina. Y, aunque nadie hable de ello, sé que lo que le preocupa al tío no son los baches.

Entramos en nuestra calle, aunque, por algún motivo, no parece la misma manzana en la que me crie. Hay un ambiente raro, como cuando te equivocas y te metes una calle antes que la tuya, y como todas las casitas son idénticas, es como entrar en un universo paralelo. Intento quitarme de encima esa sensación mientras observo pasar las casas por la ventanilla.

Nuestros vecinos del otro lado de la calle, los Kibler, suelen estar tirados en las tumbonas de su jardín para «supervisar» los juegos de sus críos, lo que en realidad significa cotillear mientras beben Chardonnay y se aseguran de que a los niños no los atropelle un coche. Pero hoy los niños de los Kibler juegan a pillar en la calle sin supervisión. A pesar de su risa, noto un silencio insidioso subrayándolo todo; por otro lado, tal vez el silencio haya estado siempre aquí y acabo de darme cuenta.

El tío Laurel mete la ranchera marcha atrás en nuestro camino y después salimos para descargar. Aunque el sol ya está bajo, sigue haciendo treinta y algo grados, y el hielo ya se está derritiendo. Si queremos meterlo en casa a tiempo, vamos a tener que darnos prisa.

—¿Por qué no vais a limpiar el congelador? Así podemos meter dentro parte del hielo —dice Laurel mientras saca la primera bolsa de la ranchera—. El resto podemos derretirlo y bebérnoslo hoy.

—Mejor todavía, ¿por qué no limpias la bañera de abajo? —le digo a Garrett—. Podemos dejar que se descongele ahí.

—Buena idea —responde Laurel, aunque Garrett no está muy por la labor de limpiar la bañera.

Mi padre sale del garaje con una llave inglesa grasienta en la mano; está claro que sigue intentando exprimir las tuberías, a ver si sale agua.

—Hielo, ¿eh?

—Se ha agotado todo lo demás —le explico, abreviando.

—Deberíais haber ido a Sam’s Club —dice mientras se rasca la cabeza—. Siempre tienen más artículos almacenados en la parte de atrás.

Aunque sonríe, me doy cuenta de que está más preocupado de lo que parece. Creo que sabe que lo más probable es que en Sam’s Club no queden más líquidos embotellados, igual que en todas las demás tiendas.

Mi tío cambia rápidamente de tema:

—Creía que hoy ibas a la oficina —dice.

Papá se encoge de hombros y coge una bolsa de hielo.

—Lo mejor de tener tu propio negocio es que no hay que trabajar los sábados si no quieres.

Salvo que mi padre siempre trabaja los sábados. Y algunos domingos también. Ahora mucha gente echa horas extra porque el precio de los productos frescos ha subido una barbaridad; pero, incluso sin eso, mi padre siempre nos aseguraba que para sacar un negocio adelante es necesario comprometerse con él las veinticuatro horas, los siete días de la semana.

Saco más hielo de la parte de atrás de la ranchera, pero descubro que, ahora que empieza a derretirse, a pesar de la gruesa bolsa de plástico, es más difícil agarrarlo.

—¿Necesitáis ayuda? —pregunta una voz detrás de mí, y antes de volverme ya sé bien quién es: Kelton McCracken. El no tan típico empollón pelirrojo de al lado.

La mayoría de los críos raros como él se contenta con matar zombis con el mando de la Xbox, pero no Kelton. Él prefiere pasar el rato practicando reconocimiento aéreo con su dron, disparando alimañas con un fusil de paintball y escondiéndose en su casa del árbol con unas gafas de visión nocturna para fingir que es Jason Bourne. Es como si su madurez se hubiera detenido a los doce años, así que sus padres no hacían más que comprarle juguetes más grandes. De todos modos, me doy cuenta de que hoy tiene algo distinto. Sí, ha crecido en el último año y parece bastante más maduro, pero no es sólo eso. Es su forma de moverse. Camina con alegría, como si esta crisis del agua le resultara divertida, por muy enfermizo que suene. Kelton sonríe, y veo que ya no lleva aparato y que han conseguido enderezarle a la fuerza los dientes.

—Claro, Kelton, no nos vendría mal la ayuda —dice mi padre—. ¿Por qué no le echas una mano a Alyssa?

Voy a pasarle el hielo, pero a medio camino algo se apodera de mí y no consigo soltar la bolsa.

Mi padre se da cuenta y se queda desconcertado por mi reacción.

—Deja que coja el hielo, Alyssa.

Miro el hielo que tengo en las manos y después a Kelton, y me percato de que todavía no confío en la gente que quiere ayudar.

—¿Algún problema? —me pregunta papá en un tono invasivo y paternal que exige una respuesta… que no le doy.

Me obligo a entregarle el hielo a Kelton.

—Pero no esperes que te dé una bolsa por ayudarme —le suelto, con lo que me gano una miradita de mi padre, que seguramente se pregunta por qué me estoy poniendo tan desagradable. Quizá después le cuente lo que ha sucedido en Costco. O puede que intente olvidar que ha sucedido.

En cuanto a Kelton, de quien me esperaba una respuesta repelente, se queda en el sitio, desconcertado de verdad por mi comentario. Recupero la compostura y me obligo a sonreír con la esperanza de que no parezca forzado.

—Lo siento. Gracias por ayudar.

Entramos para dejar el hielo en la bañera, pero Kelton me agarra por el hombro para detenerme.

—¿Habéis sellado el desagüe? No es buena idea meter el hielo en la bañera si no lo habéis hecho. Como tengáis una fuga diminuta, os quedáis sin hielo en cuestión de horas.

—Creía que lo habría sellado mi tío —respondo, aunque a ninguno se nos había ocurrido. Por mucho que odie reconocerlo, puede que sea la idea más inteligente que he oído en todo el día.

—Iré a por sellador —dice, y sale a toda prisa para buscarlo en su garaje, contento de poder poner en práctica su entrenamiento de boy scout.

Kelton y su huraña familia siempre parecen tener un plan para el peor de los casos posibles en cada situación. Mi padre siempre bromeaba con que el señor McCracken vivía una doble vida: de día trabajaba de dentista y de noche se preparaba para el fin del mundo. Estos días, la broma se está volviendo bastante real. El señor McCracken parece pasarse casi todo el tiempo soldando artilugios de hierro forjado hasta altas horas de la noche, como si perforara la caries de la monstruosa boca abierta que es su garaje.

A lo largo de los últimos meses, la familia de Kelton ha montado un sistema de vigilancia desmesurado, un invernadero en miniatura en su patio lateral y una especie de paneles solares independientes e ilegales por todo su tejado. Y en las últimas semanas, Kelton, con el que coincido en demasiadas clases este año, siempre presume de que su padre ha instalado ventanas blindadas en una dirección, de modo que pueda dispararse desde dentro, pero que las balas no entren desde fuera. Aunque el resto de la clase piensa que miente más que habla, yo creo que es verdad. A su padre le pegaría hacer algo así.

Aparte de nuestras quejas por dedicarse a soldar a las tantas de la noche, nuestras familias suelen llevarse bien, pero siempre ha existido una especie de educada tensión cuando mis padres tratan con ellos. Una vez compartimos una zona de césped entre nuestras dos casas, hasta que el señor McCracken instaló una valla de madera que atravesaba las premiadas bromelias de mi madre. La cerca era de una altura ofensiva comparada con la típica barrera suburbana encalada, pero lo bastante baja como para no violar las normas de la Asociación de Vecinos, con la que siempre parecían estar en guerra. Una vez incluso intentaron reclamar la acera frente a su casa como espacio de aparcamiento privado, con la excusa de que el límite de su propiedad se extendía unos cuantos centímetros hacia la calle, pero la asociación ganó esa batalla. Desde entonces, el tío Laurel procura aparcar la ranchera justo frente a su casa siempre que puede, sólo por fastidiar.

Kelton regresa a los pocos minutos con el sellador y se pone a tapar el desagüe.

—Puede que tarde un par de horas en endurecerse, así que tened cuidado cuando metáis el hielo —me advierte en un tono mucho más entusiasta de lo normal cuando se habla de la silicona. Se produce un silencio incómodo entre los dos que me sirve para caer en que, en realidad, nunca he pasado tiempo a solas con Kelton.

Entonces se me ocurre algo importante, no una tontería para darle conversación.

—Espera un momento. ¿No tenéis vosotros un depósito de agua enorme detrás de vuestra casa?

—Ciento treinta litros —presume Kelton mientras aplica el sellador con la precisión de un joyero—. Pero ese está dentro de casa. El de fuera es para los desechos corporales y está lleno de compuestos químicos de amonio cuaternario. Ya sabes, como esa apestosa sopa azul que echan al fondo de las letrinas portátiles.

—Sí, ya lo capto, Kelton —respondo, debidamente asqueada—. Bueno, está claro que habéis sido previsores —añado, aunque me quedo muy pero que muy corta.

—Bueno, como siempre dice mi padre: «Mejor un error que un error mortal». Seguro que, si vuestro padre también hubiera sido previsor, ahora no os iría tan mal.

Estoy segura de que Kelton no es consciente de lo insultante que suena algunas veces. ¿Habrá ganado la insignia al scout más irritante?

Termina el trabajo, le doy las gracias y él se va a su casa a disparar su lanzador de patatas, diseccionar bichos o lo que quiera que hagan los críos como él en su tiempo libre.

En la cocina, mi madre está restregando todas las superficies con un estropajo. Limpia por ansiedad. Cuando algo se escapa de tu control, intentas poner orden en lo demás. Lo entiendo. Sin embargo, nunca ha sido de las que dejan la tele como ruido de fondo… y ahora la tiene puesta a tope en el salón. No sé dónde están mi padre y mi tío. Quizá de vuelta a la reparación del coche. Me resulta extraña la sensación de necesitar saberlo.

En la tele, la CNN se centra en la crisis del huracán Noah, que todavía continúa. No envidio la atención que le dedican a esa pobre gente, aunque desearía que nos dedicaran también alguna a nosotros.

—¿Alguna noticia sobre la restricción? —pregunto.

—Uno de los canales locales ofrece actualizaciones periódicas —responde mi madre—, pero es ese presentador descerebrado que no soporto. Además, no hay nada nuevo.

Aun así, cambio al canal del presentador descerebrado, ese que mi padre dice que empezó como actor porno, aunque no quiero preguntarle cómo lo sabe.

Mi madre tiene razón: están emitiendo las declaraciones que el gobernador hizo esta mañana e intentando, sin éxito, aprovecharlas al máximo.

Regreso a la cadenas de noticias nacionales. La CNN, después la MSNBC, Fox News y de vuelta a la CNN. Todas las nacionales informan sobre Noah y nada más que Noah. Poco a poco entiendo la razón.

No hay imágenes de radar que cubran una crisis hídrica.

No hay marejadas ciclónicas, no hay campos de escombros… La restricción es tan silenciosa como un cáncer. No hay nada que ver, así que en las noticias lo tratan como una nota a pie de página.

Se lo menciono a mi madre. Ella deja de limpiar un momento y lee la rápida sucesión de historias secundarias que se arrastran por el fondo de la pantalla. Al final aparece algo: «Empeora la crisis hídrica en California. Se insta a los ciudadanos a conservar el agua».

Y eso es todo. Es lo único que dicen las noticias nacionales.

—¿Conservar el agua? ¿Están de coña?

Mi madre respira hondo y vuelve a rociar la mesa de la cocina con el limpiador.

—Mientras la FEMA haga su trabajo, ¿a quién le importa lo que digan las noticias?

—A mí —respondo, porque si hay algo que sé sobre las noticias es que son las que deciden lo que la mayoría de la gente (incluido el gobierno federal) considera importante y lo que no. Pero las grandes cadenas no le están dando a la restricción el tiempo en antena que necesita… No lo harán hasta que las imágenes de aquí sean tan dramáticas como las del viento arrancando los tejados.

Y si tardan tanto en tomarse esto en serio, será demasiado tarde.

mansion

INSTANTÁNEA: JOHN WAYNE

A Delton le encanta ver cómo despegan los aviones del aeropuerto John Wayne. Es una pasada. Lo llaman «despegue con supresión de sonido modificada» y se instaló con la única intención de evitar que los millonarios de Newport Beach tuvieran que sufrir el ruido del aeropuerto. Básicamente, el avión arranca en la pista con los frenos puestos, luego acelera a fondo para realizar un despegue con una inclinación exagerada y, diez segundos después, se estabiliza de golpe y corta los motores, lo que, para el neófito, suena como si fallaran, así que como mínimo hay una persona por vuelo que ahoga un grito o incluso lo deja escapar, presa del pánico. A continuación, el avión planea sobre Back Bay, Isla Balboa y la península de Newport antes de que el piloto vuelva a poner los motores a tope y siga con el ascenso.

«Deberían llamarlo John Glenn en vez de John Wayne», dijo una vez Dalton, porque el despegue desde allí era lo más parecido a salir disparado al espacio que la mayoría podría experimentar.

Dalton y su hermana pequeña eran viajeros habituales, ya que visitaban a su padre, que vivía en Portland, unas cuantas veces al año: Navidad, Pascua, casi todo el verano y uno de cada dos días de Acción de Gracias. Pero hoy no van al norte ellos solos. Los acompaña su madre.

—Si vuestro padre no tiene sitio para mí, no me importa quedarme en un hotel —dice.

—No te va a hacer eso —le responde Dalton, aunque ella no parece tan segura.

Unos cuantos años antes, la madre de Dalton había abandonado a su marido para irse con un fracasado con buenos pectorales y una barba mosca bajo el labio inferior al que le había dado la patada un año después. Vivir para ver. El caso es que, cuando el matrimonio se fue a la porra, su padre se fue al norte.

—Entendéis que esto no va de volver con vuestro padre, ¿verdad? —les dijo a Dalton y a su hermana, pero los hijos de divorciados no pierden nunca la esperanza.

A los pocos minutos de la restricción, su madre se había conectado a la red y había comprado tres carísimos billetes de Alaska Air, una de las pocas aerolíneas que volaban sin escalas a Portland en un avión que no hacía falta empujar para que arrancara.

«Los últimos tres billetes —les había anunciado, triunfante—. Tenéis una hora para hacer las maletas. Sólo equipaje de mano».

El viaje al aeropuerto había sido en caravana, unos coches pegados a los otros. Lo que solía ser un recorrido de quince minutos les había llevado casi una hora.

El tema del estacionamiento en el John Wayne es la primera pista de que se avecinan turbulencias. Todos los aparcamientos están llenos, salvo uno. Consiguen uno de los últimos espacios disponibles en el último solar. Cuando se dirigen a la terminal, Dalton se percata de que todos los coches están dando vueltas, como en un enorme juego de sillas musicales en el que no quedan sillas libres.

El control de seguridad es una casa de locos, lo nunca visto en este aeropuerto.

—Mucha gente se va de vacaciones —comenta la hermana de Dalton, que tiene siete años.

—Sí, cielo —responde su madre, medio ausente.

—¿Adónde crees que van?

Su madre suspira, demasiado estresada para seguirle la corriente, así que Dalton mira los paneles y toma el relevo.

—Cabo San Lucas —dice—. Denver, Dallas, Chicago…

—Mi amiga Gigi es de Chicago.

El tipo de seguridad echa un segundo vistazo al pasaporte de Dalton porque tiene el pelo castaño en la foto, pero ahora lo lleva rubio decolorado.

—¿Seguro que eres tú?

—Lo era la última vez que me miré en el espejo.

El tipo de seguridad, poco bromista, los deja pasar a la lentísima cola que conduce al detector de metales, que no responde bien a sus anillos faciales. Por fin dejan atrás el control, cinco minutos antes de que empiece el embarque. Su madre está aliviada.

—Vale —dice—, ya estamos aquí. No hemos perdido a nadie. No nos faltan dedos ni en las manos ni en los pies.

—Tengo sed —protesta Sarah, pero Dalton ya se ha dado cuenta de que en todas las tiendas por las que han pasado hay carteles de «no tenemos agua».

—Habrá bebidas en el avión —responde su madre.

Dalton cree que quizás esté en lo cierto. Al fin y al cabo, estos aviones vienen todos de otras partes. Y a él también le está entrando un poco de sed.

Entonces, justo cuando están a punto de embarcar, la encargada de la puerta coge el micrófono y hace el siguiente anuncio:

—Por desgracia, hemos vendido más billetes de la cuenta para este vuelo —dice—. Pedimos voluntarios con planes de viaje flexibles que estén dispuestos a volar más tarde.

Sarah tira del brazo de su madre.

—¡Mami, nosotros!

—Esta vez no, preciosa.

Dalton sonríe. Su padre siempre les dice que se presenten voluntarios porque regalan cientos de dólares en cupones de viaje, y eso siempre compensa las molestias. Pero hoy no. Hoy lo importante es salir de aquí. Y por eso les cuesta conseguir voluntarios. El precio de los cupones pasa de los doscientos dólares a los trescientos, y de ahí a los quinientos, pero sigue sin aparecer nadie dispuesto a renunciar a su billete.

Al final, la encargada se rinde. Coge el micrófono y anuncia los nombres de las últimas personas que compraron los billetes: Dalton, Sarah y su madre. Dalton nota un pellizco en el estómago.

—Lo siento —dice la mujer, que en realidad no parece sentirlo en absoluto—, pero como fueron los últimos compradores estoy obligada a cambiarlos a un vuelto posterior.

La madre de Dalton se pone hecha una furia, y su hijo no puede culparla. Esta vez tienen que enfrentarse a los poderes fácticos como sea.

—No. ¡Me da igual lo que diga! ¡Mis hijos y yo vamos a subir a ese avión!

—Recibirán un cupón de quinientos dólares cada uno… Eso son mil quinientos dólares —añade la encargada para intentar aplacarlos, pero su madre no se deja comprar.

—Mis hijos tienen que ver a su padre. ¡No podemos saltarnos el régimen de visitas establecido por el juez! —chilla—. ¡Si los saca de este vuelo, estará incumpliendo la ley y pienso demandarlos!

Por supuesto, no les toca ir con su padre, pero la mujer de la aerolínea no lo sabe.

Aun así, lo único que hace es disculparse y buscar otros vuelos.

—Hay uno que sale esta tarde a las cinco y media… Ah, no, ese también está lleno… A ver… —Sigue tecleando en el ordenador—. Ocho y veinte… No…

Entonces, Dalton se vuelve hacia su hermana y le susurra:

—Ponle ojitos.

Su madre siempre les había dicho a los dos que con sus grandes ojos azules eran capaces de derretir a cualquiera. Con sus desgarbados diecisiete años, un puñado de piercings en la cara, un tatuaje de peligro biológico en el cuello y lo que su padre llama «pelo cortado a machete», el común de los mortales ya no se derrite con él. Salvo las chicas de diecisiete años. Pero Sarah todavía cuenta con ese poder sobre los adultos más curtidos. Así que la levanta para que la mujer la vea bien.

—Ay, pero que cosita más linda —exclama; después arranca tres billetes nuevos de la impresora—. Tenga, mañana por la mañana a las seis y media. No puedo conseguirles nada mejor.

Así que esperan. No se marchan, porque la multitud no deja de crecer y saben que es imposible que consigan volver a pasar el control. Duermen en unas incómodas sillas de aeropuerto y beben traguitos de agua de todos los que están dispuestos a compartirla con ellos, y no hay muchos.

Entonces, cuando amanece, a pesar de los billetes confirmados, no queda sitio para ellos en el vuelo de las seis y media. Ni en el siguiente. Ni en el siguiente.

Y no consiguen billetes para volar a otra parte.

Y el aeropuerto se llena tanto que traen a más agentes de policía para mantener el orden.

Y como hay atascos en todas partes, los camiones llenos de combustible para aviones no pueden llegar al aeropuerto.

Y Dalton, su madre y su hermana tienen que enfrentarse al hecho de que no van a salir disparados a ninguna parte.

mansion

DÍA DOS

DOMINGO, 5 DE JUNIO

2) Kelton

Mi padre siempre me decía que hay tres tipos de seres humanos en este planeta. Primero están las ovejas, los tipos normales que viven engañándose: se tragan las mentiras de las noticias de la mañana y se dejan machacar por otro día de trabajo monótono que los escupe a las calles de las ciudades del mundo como si fueran un trozo de carne apestosa que lleva un tiempo pudriéndose en el fondo de la nevera. En resumen, las ovejas son la mayoría indefensa que no desea aceptar la inevitabilidad del peligro real y que confía en que el sistema se ocupará de ella.

A continuación están los lobos, los chicos malos que no se rigen por las normas de la sociedad, pero a los que se les da bien fingir cuando les conviene. Se trata de los ladrones, los asesinos, los violadores y los políticos que se alimentan de las ovejas hasta que acaban en la cárcel o, mejor todavía, patas arriba en algún vertedero, junto a los restos de los calcetines que te tricotó tu abuela por Navidad y que picaban demasiado. Esos que todos los años volabas en pedazos con un M80, como una tradición.

Y, por último, está la gente como nosotros, los McCracken, los pastores del mundo. Sí, quizá los nuestros se parezcan mucho a los lobos (grandes colmillos, uñas afiladas y la capacidad de ejercer la violencia), pero lo que nos distingue del resto es que representamos el equilibrio entre ambos. Podemos movernos con libertad entre el rebaño y proteger o repudiar según creamos conveniente. Mi padre dice que somos los pocos elegidos con el poder de decidir, y cuando aparezca el peligro real seremos los que sobrevivan… Y no sólo porque tengamos un Magnum 357, tres Glock G19 y una escopeta Mossberg, sino porque, desde que tengo uso de memoria, llevamos preparándonos de todas las formas posibles para el inevitable desmoronamiento de la sociedad tal y como la conocemos.

Es domingo a mediodía, el segundo día de la restricción. Hace un calor asfixiante, como estar encerrado en una lata de refresco al sol en un solsticio de verano. Me retiro a mi refugio personal. Es decir, a la unidad táctica elevada que construí en el roble de nuestro patio. Algunos la llamarían una casita de árbol, pero eso sería un insulto a su naturaleza fortificada y funcional. No se realizan reconocimientos con infrarrojos ni se guarda un arsenal civil en una casita de árbol cursilona. Aunque no es ni la mitad de guay que nuestro refugio real: una casa segura oculta que nuestra familia construyó en las profundidades del bosque, por si se producía un ataque nuclear, un pulso electromagnético o cualquier otro desencadenante del fin del mundo. La construimos entre todos, como una familia, hace unos cuantos años, antes de que mi hermano mayor, Brady, se fuera de casa. Si las cosas se tuercen, seguro que nos iremos allí. Pero mientras tengo que conformarme con mi refugio del árbol.

Cuento con mi propio almacén de suministros, independiente del que papá tiene en nuestra habitación segura. En cuanto a armas, guardo una pistola de paintball, un tirachinas táctico de caza y un fusil de aire comprimido Wildcat Whisper. En cuanto a suministros, tengo Mountain Dew de sobra para mantenerme despierto varias semanas, en caso necesario, por no mencionar el Top Ramen con sabor a pollo, que es la comida que más me consuela…, porque consuela saber que, en caso de lluvia radiactiva, mi comida tiene tanto glutamato y conservantes como para sobrevivir a toda la humanidad.

Miro por la ventana del fuerte y avisto a alguien que se acerca a la casa, así que uso los binoculares para identificar al intruso. El traje marrón y la corbata de cordón no dejan lugar a dudas: es el señor Burnside, el ejecutivo jubilado que nunca llegó a adaptarse al final de su carrera. Sin nada mejor que hacer, organizó un golpe de estado silencioso y se adueñó de la asociación de vecinos unos cuantos años atrás. La dirige con mano de hierro desde entonces. Estamos bastante seguros de que es un fascista. Es probable que venga a notificarnos que nuestras ventanas son demasiado blindadas, que la puerta de nuestro garaje tiene demasiado titanio o que el helipuerto para drones de nuestro tejado es demasiado impresionante. Pero, al observarlo mejor, me percato de que no lleva la habitual carpeta llena de peticiones y papeleo de demandas. Lo que lleva es un regalo muy bien envuelto, con lazo y todo. Soy un escéptico, así que bajo y me escondo en el lateral de la casa, agazapado detrás de un arbusto desde el que tengo una buena vista de la puerta principal.